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Criado en el argentino concepto de que las cosas hay que hacerlas aunque sea mal, Juan Carlos Mesa hizo de todo y, desafiando el aserto, las hizo casi todas bien, en especial porque de cada una, aun de las fallidas, aprendió un poco. La prueba está en esta memoria de su tan extensa trayectoria. Se hizo de abajo, a chiste por minuto, convirtiendo en pan familiar los chascarrillos de cada día, a mil gags por hora. Laburante y remador, artesano y rimador, se formó humanamente en la vida provincial de mitad del siglo pasado y se moldeó profesionalmente en la radio inolvidable y única de los años cincuenta. Juan Carlos saca diez en esta prueba escrita singular, en la que revela que nada de lo vital y sensible le resulta ajeno, que fue capaz de ilustrar cada uno de sus pasos, privados y públicos, con una confesión, con una anécdota, con una broma. Este libro me arrancó muchas sonrisas. Y por eso pensé que, cuando apareciera, debería estar acompañado por un Juan Carlos Mesa para llevarse a la mesita de luz, que tenga la función de despertarnos, cada mañana, con un chiste distinto, de los miles que escribió en su vida. Yo lo compraría. Carlos Ulanovsky
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Seitenzahl: 252
Veröffentlichungsjahr: 2021
Juan Carlos Mesa
Mesamorfosis
Memorias de un artesano del humor
Mesa, Juan Carlos
Mesamorfosis : memorias de un artesano del humor / Juan Carlos Mesa; prólogo de Carlos Ulanovsky. - 1a ed. . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2015.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga
ISBN 978-987-599-444-7
1. Memorias. 2. Memoria Autobiográfica. I. Ulanovsky, Carlos, prolog. II. Título.
CDD 920
Diseño de tapa: Juan Pablo Cambariere
© Libros del Zorzal, 2015
Buenos Aires, Argentina
Printed in Argentina
Hecho el depósito que previene la ley 11.723
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Índice
Un, dos, tres, ¡sketch! | 5
Travesuras de ayer y hoy | 11
Con los grandes protagonistas | 74
Mesamorfosis | 125
Anexo fotográfico | 158
A Edith,
mi novia, mi esposa, mi amiga, la madre de mis hijos, la mujer de mi vida.
Un, dos, tres, ¡sketch!
He aquí el libro de alguien que durante sesenta años (o tal vez más) les dio letra brillante, vivaz, oportuna a voces ajenas y que hoy retoma y reordena palabras y recuerdos para referirse a sí mismo.
El autor de este libro encantador fue flaco y lungo. A los 84 años, cosas de la involución de las especies, algún que otro centímetro debe haber dejado en el camino, pero sigue grandote y es gordo. Fue el Flaco Mesa, así como en un determinado momento (nada de discriminación, estricta justicia visual) pasó a ser el Gordo Mesa. Y él, que tuvo hijos y plantó árboles, escribió un libro que lo representa y explica.
Criado en el argentino concepto de que las cosas hay que hacerlas aunque sea mal, hizo de todo y, desafiando el aserto, las hizo casi todas bien, en especial porque de cada una, aun de las fallidas, aprendió un poco. La prueba está en esta memoria de su tan extensa trayectoria. Se hizo de abajo, a chiste por minuto, convirtiendo en pan familiar los chascarrillos de cada día, a mil gags por hora. Laburante y remador, artesano y rimador, se formó humanamente en la vida provincial de mitad del siglo pasado y se moldeó profesionalmente en la radio inolvidable y única de los años cincuenta. Juan Carlos saca diez en esta prueba escrita singular, en la que revela que nada de lo vital y sensible le resulta ajeno, que fue capaz de ilustrar cada uno de sus pasos, privados y públicos, con una confesión, con una anécdota, con una broma.
El hijo de don Diego, dueño del almacén Casa Currito, heredó de él su prosapia refranera. El hijo de doña Deidamia incorporó a sus genes su función de “entretenedora”. Y de los que lo trajeron al mundo, que mezclaban con sabiduría sus respectivas estirpes campesinas e inmigrantes, obtuvo un mundo gigantesco en gracias y práctico en recursos. Es lo que hoy lo lleva a decir: “Yo todo lo aprendí mirando”.
El Loto (así lo llamaban de chico) exhibió su chapa de diferente cuando los de su edad recitaban de memoria la formación de sus equipos de fútbol preferidos, y él, en cambio, recitaba a Rubén Darío y Almafuerte: “Era tan bueno escribiendo, que los sonetos me salían de doce versos”, ironiza. La primera vez que viajó de Córdoba a Buenos Aires era un preadolescente, y fue para recibir un galardón. En el concurso radial El Gauchito Mejoral había salido primero escribiendo un acróstico para su mamá, que leyó, en vivo, en el auditorio de lr3 Radio Belgrano. Antes de convertirse, micrófono mediante, en el despertador de los cordobeses, ganó otros concursos de poesía, escribió glosas y continuidades para numerosos programas, fue presentador de la orquesta típica del maestro Lorenzo Barbero y, en especial, afectuoso cómplice de su hermano nacido Edgardo pero apodado el Gringo. Junto a él o solo, allá en Córdoba cumplió con todos los escalafones del guionista y conductor radial, de la propaladora a la gala en algún estudio de la época de oro.
Y, como era natural y previsible, un día partió a Buenos Aires. En relación con este punto y con su trayectoria, sería desaconsejable y absolutamente imposible hacer una descripción en un prólogo. Fundamentalmente porque todo se cuenta en el libro. Pero, en síntesis, quien desde joven había sido compositor de letras de tango y de folclore escribió memorables ciclos de televisión y de radio; fue el autor de obras de teatro y guiones de cine y, como si fuera poco, también brilló como intérprete. ¿Con quién le habrá faltado trabajar a Mesa? Un día, alguien le dijo, como chanza: “A vos sólo te falta escribirle a Diego de la Vega, El Zorro, y al sargento García”. Y hasta eso se le dio, porque él fue el autor cuando un canal los contrató para hacer temporada en Argentina.
Persona con inclinaciones de alumno permanente, confiesa haber aprendido de Pepe Biondi y de Don Pelele, de Héctor Gagliardi y de Toto Maselli, de Luis Sandrini y de Luis Arata. Testigo de épocas nada sencillas aunque, en ciertos aspectos, más cándidas y previsibles, el libro es también una puesta al día de registros afectivos, de oportunos reconocimientos y de observaciones para quienes fueron y son sus amigos y referencias, los de la vida y los del trabajo. Ahora puede contar con gusto que dos de sus hijos y un nieto continúan su actividad. Y hablando de cercanías y lejanías, el Flaco Mesa fracasó en un intento comercial (un supermercadito en Córdoba con un socio), pero el Gordo Mesa triunfó en el amor. El libro se lo dedica a Edith, socia en afecto continuo.
Una advertencia. En toda su larga parte final, Mesa nos depara una sorpresa mayúscula, pone en nuestro camino un artefacto explosivo que, como no nos mata, nos hace crecer. Es una ficción que le da título al libro, un imperdible alegato de actualidad que permite comprender ciertas cosas que nos pasan (e incluso que no nos pasan) y que, en ocasiones, nos hacen sentir muy solos. Un texto enjundioso que de imaginario no tiene nada.
Juan Carlos se vale de La metamorfosis, el cautivante y durísimo libro de Franz Kafka, que utiliza la metáfora de la espantosa transformación de un hombre en un escarabajo para condenar aspectos de la vida actual (el libro fue escrito y publicado entre 1912 y 1915). ¿Quién no se sintió un insecto ante alguna grave incomprensión fuerte e injusta? Desconozco —y tampoco se advierte con claridad en el libro— si Mesa sufrió alguna clase de degradación profesional, un ninguneo que lo hizo padecer. No sería algo extraño conociendo a los bueyes que aran su ambiente.
En su Mesamorfosis, cuenta lo que le sucede al autor de una tira televisiva llamada La familia unida. Por sugerencias de quienes lo atienden (sin ponerle atención alguna, en realidad) y para sobrevivir a las nuevas exigencias de la época, debe modificarle el título por La familia biodegradable, cambiar la naturaleza de sus personajes y disimular su identidad bajo el nombre de Gregorio Samsa, el mismo del desdichado protagonista del libro de Kafka.
En este caso, el infortunio es que nada de lo que el autor había conocido queda en pie. Poderosas productoras privadas deciden lo que antaño se resolvía en los canales; la figura del director artístico fue remplazada por la del gerente de contenidos y ya no queda un propietario al que se podía llegar con el solo filtro de una secretaria; ahora es atendido por un ceo desconocido e infranqueable. Mesa lo resuelve con gracia, y con ironía desafía la hostilidad generacional y la decisión de ignorar las jerarquías no arbitrarias, sino ganadas con justicia y con trayectoria. Debe ser por eso que, mientras lo leía, el libro también me hizo rodar alguna que otra lágrima.
Pero más que nada me arrancó muchas sonrisas. Y por eso pensé que, cuando el libro apareciera, debería estar acompañado por un Juan Carlos Mesa para llevarse a la mesita de luz, que tenga la función de despertarnos, cada mañana, con un chiste distinto, de los miles que escribió en su vida. Yo lo compraría.
Carlos Ulanovsky
Hubo un día que quise ser otro. Y aquí lo cuento. Pero entre tanta, pero tanta gente que me ayudó a contarlo, están los que creyeron en mis ganas de ser siempre yo mismo. A ellos, mi profundo agradecimiento: Leopoldo Kulesz, Daniel Divinsky, Federico Juega Sicardi, Carlos Ulanovsky, José Narosky, Gustavo Yankelevich, Félix Garzón Maceda, Daniel Rodríguez, Pablo Rodríguez de la Torre, Arq. Gonzalo Vivián, Jorge Ignacio Vaillant, Fernando Marín, Carlos Montero, Héctor Maselli.
Travesuras de ayer y hoy
Lo único que me faltaba...
Tener un hijo, plantar un árbol, escribir un libro. He aquí un punto de partida. Escribir mi libro, el de la vida propia, es lo que me faltaba después de haber escrito, durante más de medio siglo, libros para vidas prestadas. Porque al hijo lo tuve cuatro veces, pero fue siempre uno distinto, claro; de haber sido el mismo, no creo que se hubiese animado a reincidir. El libro en cuestión no podía quedar como una asignatura pendiente, porque se iba a tratar de mis memorias y todavía quedaba tiempo para buscarle otro final. De todos modos, conocía de antemano su prólogo, con una dedicatoria a Edith —la mujer que amo— como una retribución, puesto que ella fue quien me dedicó en su momento los cuatro hijos con palabras mucho menos elegantes, pues los estaba pariendo. Con respecto al árbol, planté cierta vez una palmera en un patiecito de dos por dos y al fondo de un chalecito que teníamos en Mar del Plata. El del vivero me dijo que si bien algunas especies de las monocotiledóneas podían alcanzar hasta veinte metros de altura, la que me vendía era pigmea y no iba a sobrepasar los noventa centímetros. También recuerdo que me recomendó no comprar tierra negra, ya que por su característica tropical lo mejor era rodearla con un poco de granza que podía conseguir en cualquier corralón o cantera de la costa. Mi experiencia de plantar un árbol pudo haber sido causa de divorcio. Primero porque el tipo del corralón me preguntó por teléfono cuántos metros de granza quería, y yo, sin tener la menor idea, le dije: “Y qué sé yo..., serán tres metros, tres metros y medio...”. A la mañana siguiente mi mujer me despertó para urgirme que me quejara a la Municipalidad porque un camión volcador había tapado el porche y la vereda con piedras. Hasta ese momento, yo ignoraba que con tres metros y medio de granza se podían alfombrar los canteros de la plaza Colón. Paso por alto el descalabro que fue reducir las proporciones para rodear la palmera. Lo que no pude pasar por alto, ni yo ni nadie, fue la palmera pigmea que, sin dar ni palmitos, ni dátiles, ni cocos, creció hasta casi diez metros asomando por sobre todos los tejados de la manzana. Cuando alguien preguntaba por dónde se iba a Playa Grande, o a Mogotes, la referencia era: “De la palmera aquella, para acá o para allá”. Mi primer árbol fue referencial como el obelisco, y los guías de turismo lo habían incluido en el circuito anunciando en los buses: “Esto que ven a la izquierda es el famoso chalet Los Troncos, y aquella palmera que asoma a la distancia es de la casa del Gordo Mesa”.
No obstante, el apotegma, aforismo o como se llame estaba cumplido a medias; esto es, planté el árbol, tuve el hijo, pero me faltaba el libro. Aquí está. Te lo presento, querido lector, porque mucho antes te conté mis ficciones; primero, como a un oyente, y luego, como a un televidente. Ahora pretendo atraparte como lector, pero ya no de ficciones, porque eso pertenece a la gloria de Borges. Para poder encontrarle un sentido a este correlato, voy a echar mano a uno de los tantos neologismos que le da entidad a una historia cuando no tiene pies ni cabeza: el flashback. Cualquier guionista que se precie justificará ir de atrás para adelante y de adelante para atrás con su relato a través del flashback. Y esto me permitirá encontrar el final, el de mi vuelta al trabajo cuando ya era tiempo de retirarme. No es mala idea: el flashback es una técnica que ya usaba mi abuela malagueña cuando mi abuelo se iba al cortijo para la cosecha de aceitunas, y ella, que se había enterado de lo de Penélope, le tejía de día una bufanda de lana y se la destejía a la noche para tornar a tejerla a la mañana siguiente.
Esto del tejido viene a cuento porque me lleva a los primeros años de la televisión en Córdoba. Hasta ese entonces, mi vieja tejía crochet mientras escuchaba por radio el teatro Palmolive del aire. Pero con la tele, que en un principio era experimental, mi madre tejía mirando la señal de ajuste. Para mi vieja era como seguir un molde de la revista Labores. En mi casa, el centro de mesa, la carpeta de la cómoda y los visillos de las ventanas estaban simétricamente tejidos al crochet con la figura de la señal de ajuste. Esa marca fue como un signo, un anticipo de lo que significaría para mí años después trabajar en esa fábrica de ilusiones.
La radio había dominado aquella década con las novelas y los distintos programas que nos llegaban “en cadena” desde Buenos Aires. Del aparato Berna con seis válvulas, mi padre había pasado a una rca Víctor onda corta y larga que venía con ojo eléctrico. Aquello era todo un acontecimiento, no sólo para mi familia, sino también para algunos vecinos que solían decir: “Esta noche, cuando entre la cadena, vamos a ir a la casa de don Diego, que tiene radio con ojo eléctrico”.
Uno de aquellos programas elegidos era El Gauchito Mejoral, que conducía el periodista y escritor uruguayo Juan José de Soiza Reilly, aquel que se presentaba con su “arriba los corazones” y se despedía con su “pasó mi cuarto de hora”. Esto sucedía en 1948, cuando yo era un bisoño aprendiz de poeta y me sabía de memoria “Víctor Hugo y la tumba”, la oda de Rubén Darío, que recitaba en el gallinero de casa debajo de una higuera. Como la oda era larguísima, las gallinas se habían acostumbrado a acostarse tarde. Un anciano escritor, César Burell, se tomó el trabajo de leer y corregir mis primeros intentos; renegaba del ripio, amaba las formas, y me regaló una preceptiva literaria que leí cuidadosamente y, a poco de hacerlo, aprendí a distinguir silvas, liras, estancias, redondillas, espinelas, a la vez que declamaba los sonetos medicinales de Almafuerte hasta que mamá me prohibió hacerlo en el fondo de casa porque las gallinas habían dejado de poner. Pero ese despertar mío a la poesía me dio coraje para intervenir en un concurso literario de aquel programa de Mejoral, denominado “Carta a mi madre”, cuyo premio era tentador: un viaje a Buenos Aires para el premiado y su madre. Ni yo ni mi vieja conocíamos Buenos Aires. Escribí un acróstico con la secreta esperanza de ganarme el viaje. Y se me dio. Al enviar mis datos y las referencias de mi reducida familia, la compañía Sidney Ross, promotora comercial del ciclo, extendió la invitación para que también viajaran mi papá y mi hermano. Nos embarcamos los cuatro en el Rayo de Sol y, para que nos reconocieran, al revés de lo que habitualmente sucede (cuando uno llega a otro país, en general lo están esperando con un cartel que dice “familia tal”, o “señor tal”), tuvimos que pasearnos por Retiro con unos almanaques de Mejoral; supongo que muchos deben haber pensado que vendíamos analgésicos en el andén. Nos identificó Carlitos Renna, quien por entonces era el productor de la firma y nos llevó al hotel Mundial de la Avenida de Mayo. Fue una semana inolvidable. Nos hicieron conocer los lugares emblemáticos de la ciudad, el Obelisco, el Puerto, el Congreso, la calle Corrientes, donde presenciamos en el Presidente Alvear una pieza teatral que era el éxito del momento: El otro yo de Marcela, con Delia Garcés, Mariano Mores, Blackie y un formidable elenco. Qué lejos estaba de imaginar ese flaco, que estaba sentado debajo de un jopo, que muchos años después iba a conocer personalmente a Blackie y hasta producir un programa con ella (No hay más localidades), y que iba a escribirle una comedia a Juan Carlos Thorry, singulares coprotagonistas de aquella luminosa noche.
Finalmente llegó el momento de leer mi acróstico premiado. Me presentó De Soiza Reilly en el salón teatro auditórium de lr3 radio Belgrano, Ayacucho y Posadas. Se me doblaban las rodillas, recitaría mis versos en un programa que “salía en cadena” por todo el país. Soiza le permitió saludar a mi vieja (“las madres sólo sabemos llorar de alegría”, dijo), y yo subrayaba sus palabras con unos pocos versos: “Córdoba mía, cuánto te quiero, / le pido al cielo tu bendición… / de aquí, de lejos, desde muy lejos, / te tira un beso mi corazón”. Pero cuando todo terminó, la frutilla de la torta la puso mi vieja. Nos sirvieron un cóctel, y un directivo de Mejoral le preguntó: “¿Y usted, señora, cómo se siente?”.A lo que mi vieja respondió: “Ay, yo he tenido tantos nervios...”, y volviéndose a mi padre le dijo: “Diego, ¿no tenés un Geniol?”. Fue como pedir una Pepsi en la fiesta de Coca Cola, de modo que me escurrí entre la gente y, de no haber sido tan lungo, me hubiera metido debajo del piano de cola.
A juventud ociosa, vejez trabajosa
Nací en Alta Córdoba. Mi barrio por adopción fue mucho después Barrio Observatorio; mi inolvidable barrio del Alto, donde el viejo construyó su casa (Pasaje Rector 866; hoy, Achával Rodríguez), el barrio de mis primeros sueños, de mis primeros versos, de mi primera novia. El barrio del Centro de Fomento, de la panadería Vílchez donde trabajé. El barrio donde sentí mi primera inclinación por escribir. Esa inclinación me recorría desde las cervicales hasta el coxis. Ergo, la mía fue una cuestión de mala postura. Era bueno en lenguaje pero malo en matemáticas, los sonetos me salían de doce versos. La radio de mi provincia me tomó una prueba como locutor. Una prueba de aquellas era como un casting de ahora, que quiere decir lo mismo pero en inglés tiene otro estatus. Recuerdo que debía pasar una tanda de avisos con un profesional del micrófono y noté que al leer se doblaba una oreja para escucharse, de modo que cuando me tocó el turno, hice lo propio. El tipo me fulminó con la mirada…: “¿Qué hace?”, me preguntó. “Doblo la oreja para escucharme”, dije. “Bueno, ¡pero dóblese la suya!”.
Don Diego —mi viejo—, en cuyo almacén de ramos generales yo había nacido y en cuya balanza Berkel de dos platos había sido pesado, me señaló con el lápiz y me dijo en su andaluz básico: “¡A ve, tú, niño, cuándo te dejas de pamplinas y haces argo úti!”. A lo que Deidamia —mi vieja— agregó en su cordobés básico: “Tiene que buscarse un conchabo”. De ahí en más probé todas las suertes. Fui cadete, pero no del Liceo Militar, si no de una casa que vendía máquinas para llenar sifones. Para no quedar como un infradotado, dije que sabía andar en bicicleta, y a la semana le pregunté al gerente si la bicicleta era de las nuevas que se doblaban por la mitad. Me dijo que no, y entonces le pedí que se asegurara, porque a mí se me había doblado contra una columna. Me dieron a elegir, o me iba por mis medios o me sacaban con la basura. Recalé en una semillería recomendado por mi viejo, y en la primera misión tuve que bajar al depósito y llenar un tacho de veinte litros con agricol, un combustible para la propulsión de los tractores. Advertí que el tacho, contenido en un esqueleto de madera, no tenía orificio, por lo que lo abrí ignorando que estaba al revés y tenía la salida del otro lado. Una estiba de seis metros de alto con doscientas bolsas de semilla de lechuga se impregnó en la base con el líquido derramado, y la lechuga que se cultivó ese año tenía un delicado sabor a petróleo refinado, en tanto mi viejo, cuando pasaba por la cuadra de la semillería, se cruzaba de vereda.
Todas estas historias, debo aclararlo, son rigurosamente ciertas aunque ligeramente salpimentadas. Para no ser irrespetuoso con el idioma que por ser español viene de mis mayores, he omitido los exabruptos que me correspondieron en cada caso y que también venían de ellos. Mi madre Deidamia a veces me excusaba diciendo que estaba en la edad del pavo, y mi padre agregaba “que tenía mucha guasa no echarme guindas, y que mala puñalá te peguen” y otros etcéteras menos educados. Por los años cuarenta era adolescente. El adolescente adolece, que no es poco, de un mal que es congénito, literalmente connatural, nacido con él mismo. De ahí que pese a la voluntad que ponía me costara tanto ser menos estúpido. Mi hermano Edgardo —el Gringo, porque era pecoso— tenía (y el muy desgraciado sigue teniendo) siete años menos que yo, y se cuidaba de copiarse de mis torpezas, salvo cuando se casó con la hermana de mi mujer con el pretexto de tener una sola suegra. Sin embargo, el Gringo desde chico tuvo mejores oportunidades, porque entró como yo de cadete y repartía café, pero a él le dieron un triciclo. A mi hermano le salían las cosas naturalmente; si tenía un diente flojo, se le caía solo. Yo en cambio lo ataba a un cordel y el otro extremo lo anudaba en el picaporte de una puerta; esperaba media hora hasta enterarme de que la puerta abría hacia donde yo estaba aguardando.
Flaco y lungo como era, me costaba olvidar la timidez en casa... Iba al cine y para dejar ver a los de atrás me sentaba en la última fila del pullman, pero entonces no dejaba ver a los de adelante porque tapaba el agujerito de la cabina. Fue cuando tomé la decisión de aprender un oficio.
En aquellos años no había como ahora libros de autoayuda, que le han permitido a tanta gente ser virtuosa, de modo que para lograr mi objetivo me compré Mecánica Popular. Mi viejo tenía un Rugby modelo 1930 descapotable donde solía llevar y traer mercadería. Era un pequeño lujo de los domingos soleados tirar la capota hacia atrás y pasear como duques por Alta Córdoba, nuestro barrio, desde Sucre y Antonio del Viso, donde estaba Casa Currito, frente al Corazón de María. Casa Currito era el almacén del viejo. Un domingo lo escuché despotricar porque se había trabado el engranaje de la capota. No lo pensé dos veces. Era la ocasión para quedar como un héroe. Me llevé calladamente su caja de herramientas y siguiendo las instrucciones de Mecánica Popular desarmé el varillaje trasero. La capota se abrió lentamente como la flor de la avenida Figueroa Alcorta. “Lo ha hecho el Loto”, decía radiante mamá (el Loto era yo, siempre fue mi apodo). Y agregaba: “¿Ahora qué vas a decir de tu hijo?”. Lo que pudo decir mi viejo de mí durante dos semanas fue excesivamente escatológico, porque la capota abrió pero no hubo poder de Dios que la cerrara, ni con la dínamo, ni a mano, ni a patadas. Durante quince días llovió catorce veces y mi viejo tuvo que llevar los pedidos tapados con la lona del toldo mientras manejaba sosteniendo con una mano el volante y con la otra el paraguas.
Casa Currito cerró, porque en aquellos años comenzó la crisis que permaneció durante tantas décadas. El viejo, alma de comerciante, entró como habilitado en un gran almacén del centro; mi hermano empezó a estudiar en el Colegio Monserrat, y yo, a sentir la culpa de ser la oveja negra de la casa. Pero como buen taurino, no desistí en la búsqueda de aprender un oficio. Un aviso de la revista El Tony me sedujo. Decía: “Sea técnico relojero en sólo tres meses”. Mi madre, cuándo no ella, me habilitó con unos pesos para la inscripción, y a vuelta de correo recibí por encomienda un manual y un juego de diminutas herramientas (coronas, piñones, áncoras y hasta un monóculo de relojero). Este último elemento fue relevante para mi curso a distancia. Era como una patente, una cualificación para que mis vecinos dejaran de murmurar “ese muchacho es un vago”. Me ofrecía la oportunidad de darme un aire con el petiso de enfrente que estaba en primer año de Medicina y andaba todo el día con el estetoscopio al cuello. Cuando me enteraba de que iban a venir mis primas a visitarnos, las esperaba en la puerta de calle, engominado y con el monóculo puesto. Mamá me contó que la señora de al lado le había preguntado qué me había pasado en el ojo, y la vieja orgullosamente le contestó que estaba estudiando para técnico en relojería. Ese fue el principio del fin, porque don Berto, el marido de mi vecina, tenía un Kaiser Bergantín de taxi, y al enterarse, me pidió que le revisara el reloj, ya que no le caía la ficha cada dos cuadras. El manual no incluía relojes de taxis, pero consideré que se me presentaba una gran ocasión para ganarme la simpatía de la Pirucha, su hija, a la que —en términos actuales— yo intentaba tirarle los galgos. Ayudado por una portátil que me facilitó don Berto, procedí a desconectar la tripa y desmontar la manivela que hacía girar la banderita de “libre” y “ocupado”. Pero al aflojarse la carcasa temí por mi vida y volví a poner todo como estaba. Eso sí, cuando don Berto me preguntó “¿qué te debo?”, le dije: “No, faltaba más”, y miré hacia la Pirucha sin mover un solo músculo de la cara para que no se me cayera el monóculo. No creo necesario abundar en mayores precisiones para justificar la interrupción abrupta del curso. Sólo fueron dos mis actos fallidos. El reloj de la Selva Negra que le había regalado la salchichera Fráncfort al viejo en tiempos del almacén quedó colgado como un adorno en la pared del living, porque después de mi arreglo la puertita no se abrió más, el cucú cantaba desde adentro y nadie se enteraba si estaba ahí o se había mudado. Y en cuanto al Kaiser Bergantín, don Berto lo usó dos meses contando las cuadras en voz alta porque no le caía una ficha ni agarrando un bache.
La cajita de música
Tuve dos incursiones en sendos programas infantiles, El Viejo Noé y Gorjeos, audición tradicional de la señora Catalina Bottiglieri de Viso (doña Tremebunda), donde solía cantar y tocar el piano el Pocho Yanacone (Roberto Yanés) y donde mamá me llevaba a recitar mis versos de pantalón corto y un guardapolvo escolar que alargaba su ruedo de segundo a sexto grado al ritmo del pedal de la Singer. En aquella, mi radio del Pasaje Muñoz (lw1), me puse los pantalones largos y empecé a merodear por su control estudio y discoteca. A fuerza de husmear por los rincones me gané la confianza de su cálida gente, y un día empecé a escribir glosas de programas. Así llegué a convertirme en el editor irresponsable de un pequeño house-organ que se repartía por las oficinas mañana y tarde (al estilo de los periódicos rusos El Izvestia y El Prawda) para destacar, como una suerte de coplero, hechos destacables de nuestra radio-pasillo. A un apreciado locutor que lucía permanentemente un chambergo gardeliano, El Izvestia le apuntaba: “El frío también se impone en nuestra línea, Sigfrido, y ya nos tiene podridos el sombrero de Barone”. Cuando se trataba de alguna denuncia, los había escatológicos; si faltaba luz en el baño de personal, El Prawda señalaba: “Porque yo a usted le aseguro, querido señor gerente, que el culo no tiene lentes para cagar al oscuro”.
Fue por aquel tiempo que le acerqué un cuaderno con mis glosas (por cierto, no de esta irreverente factura) a un destacado músico director, Lorenzo Barbero, que los fines de semana viajaba con su orquesta a Buenos Aires y se presentaba en los Domingos extraordinarios de Jabón Federal, por radio Belgrano. Barbero tenía un programa donde decía sus versos Héctor Gagliardi; tuve ocasión defrecuentarlo, admirador como fui y soy de aquellas pinceladas suyas, como los libros Puñado de emociones o Versos de mi ciudad. Cuando Barbero leyó mis apuntes, me invitó a ser el glosista de su típica. Pude recorrer en sus giras buena parte de mi provincia; escribí con él dos tangos (Serranita y Lluvia en el campo) grabados con su orquesta en el sello Pampa. En uno de sus multitudinarios carnavales en Redes Cordobesas, estaba presentando su espectáculo de luz negra, en el que quedaba todo el club a oscuras, y luego de una de mis glosas patrióticas, caía desde el techo del escenario una bandera con una imponente fosforescencia celeste y blanca mientras la orquesta iluminada con el mismo efecto atacaba con los acordes de la Marcha de San Lorenzo. No terminé de decir lo mío (“¡Suenen ya las clarinadas / a su augusta dignidad, / que aquí viene, alta la frente, / vistiendo el blanco y celeste / pendón de la libertad!”), cuando vimos caer un bulto envuelto en el lienzo que fue a estrellarse con un desparramo de botellas y vasos contra una de las mesas frente al escenario. ¿Qué había sucedido? El encargado de desplegar la bandera en medio de la penumbra, exigida para dar relieve a las imágenes, dio un paso en falso y se vino envuelto desde arriba del escenario con bandera y todo. Luego de los primeros segundos de sorpresa, la viejita que ocupaba la mesa desarmada se miró con las hijas y sin entender nada dijo con susto:“¿Esto será por lo del Negro Falucho?”.
Mi experiencia como glosista de aquella orquesta me animó a decir mis versos en un concert de los años cuarenta (L’Aiglon Blue), un subsuelo frecuentado por las figuras que venían de Capital para actuar en la Confitería Del Plata o en el Teatro Comedia. Precisamente en esa sala hizo una temporada Carmen Amaya, la prestigiosa cultora del arte flamenco. Fui a una de sus funciones y mi sangre andaluza me subió por todas partes. La noche de su despedida, me llegó la noticia de que Carmen iba a visitar el concert donde yo recitaba mis versos. En una servilleta del bar de arriba le escribí un saludo que luego leí en su presencia y que finalizaba diciendo: “Yo no tengo otra cosa más que darte que mi verso sincero, / y no tengo otra cosa que tirarte que mi viejo sombrero, / y si lo pides tú, Carmen Amaya, mi corazón te tiro, / ¡anda, llévatelo, y dile a tu España, me lo dio un argentino!”. Un recuerdo que guardo con la más genuina emoción fue el momento en que la vi incorporarse, subirse a la tarima y estrecharme. Morena, diminuta, gitana, ahí estaba ella diciéndome gracias como por soleares o por peteneras. Es uno de los abrazos que se quedó apretando para siempre mi corazón.
Fue también en ese reducto donde escribí con su pianista, Carmelo Taormina, una canción que titulé Crucecita,