Motivo de ruptura - Harlan Coben - E-Book

Motivo de ruptura E-Book

Harlan Coben

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Beschreibung

El primer gran triunfo de Myron Bolitar como agente deportivo es convertirse en el representante de Christian Steele, una de las mayores promesas del fútbol americano. Todo parece ir sobre ruedas hasta que una antigua novia del deportista, que todo el mundo creía muerta, aparece en escena. Esa es la primera sorpresa desagradable con la que se encontrarán ambos, pero no la única. Ahora Myron debe desentrañar la intrincada red de sexo y mentiras que se ha tejido en un mundo que creía conocer bien.

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Título original: Deal Breaker

© Harlan Coben, 1996.

© de la traducción: Xavier Llobet, 2006.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2021. Diagonal, 189 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO849

ISBN: 9788491877912

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Portada

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

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Agradecimientos

ESTO, AL IGUAL QUE TODO LO DEMAS, ES PARA ANNE

1

Otto Burke, «el Genio de los Chismes», siguió insistiendo en su oferta.

—Vamos, Myron —le rogó con fervor casi religioso—, estoy seguro de que podemos llegar a entendernos. Tú cedes un poquito y nosotros cederemos otro poquito. Los Titans son un equipo y, en cierto sentido, a mí me gustaría que también nosotros fuésemos como un equipo, tú incluido. Formemos un equipo, Myron. ¿Qué te parece?

Myron Bolitar juntó las yemas de los dedos. Había leído en alguna parte que poner las manos en esa postura indicaba que uno era una persona seria, aunque en aquel momento se sintió ridículo.

—No hay nada en el mundo que me interese más, Otto — respondió devolviéndole aquella pelota sin sentido por enésima vez—. De verdad que sí, pero es que ya hemos cedido todo lo que podíamos. Ahora os toca a vosotros.

Otto asintió enérgicamente como si acabara de escuchar alguna clase de diatriba filosófica capaz de poner en evidencia al mismísimo Sócrates. Luego ladeó la cabeza y dirigió su falsa sonrisa hacia el director general de su equipo.

—Larry, ¿tú qué opinas?

Larry Hanson captó el mensaje y dio un puñetazo contra la mesa de reuniones con un puño tan peludo que parecía una ardilla del desierto.

—¡A la mierda con Bolitar! —gritó representando a la perfección el papel de enfadado—. ¿Me has oído, Bolitar? ¿Me entiendes lo que te digo? ¡A la mierda contigo!

—A la mierda conmigo —repitió Myron a la vez que asentía con la cabeza—. Entendido.

—¿Te estás haciendo el listillo conmigo, eh? ¡Contesta, cajones! ¿Te estás haciendo el listillo?

Myron se quedó mirándolo un momento y luego dijo:

—Tienes una semilla de amapola entre los dientes.

—Maldito listillo —gruñó Larry.

—Y te pones muy guapo cuando te enfadas. Se te ilumina la cara —añadió Myron.

Larry Hanson enarcó las cejas. Le echó una mirada a su jefe y luego volvió a centrarse en Myron.

—Esto es demasiado para ti, Bolitar. Y tú lo sabes muy bien.

Myron no respondió. La verdad era que, en parte, Larry Hanson tenía razón. Aquello era demasiado para Myron. Sólo llevaba dos años trabajando como representante de deportistas. La mayoría de sus clientes eran casos límite, gente que podía considerarse afortunada si llegaba a jugar algún partido y que ganaba lo mínimo establecido por la liga. Además, el fútbol americano no era ni mucho menos su especialidad. Sólo tenía tres jugadores de la NFL, de los cuales solamente uno de ellos era un principiante. Y ahí estaba Myron, sentado delante de Otto Burke, el niño prodigio que, a sus treinta y un años, era el propietario del equipo más joven de toda la NFL; y de Larry Hanson, toda una ex leyenda del fútbol americano convertido en ejecutivo, negociando un contrato con ellos que, pese a la poca experiencia que tenía en aquel campo, iba a ser el fichaje más importante de un novato de toda la historia de la NFL.

Sí, él, Myron Bolitar, había conseguido a Christian Steele, «la figura más cotizada del momento», un quarterback dos veces ganador del trofeo Heisman. Tres veces seguidas primer puesto en el ranking oficial de las agencias AP y UPI. Cuatro años seguidos en el All-American. Y, por si fuera poco, aquel chico era el sueño de toda empresa patrocinadora: buen estudiante, atractivo, elocuente, educado... ¡y blanco! (eh, que eso contaba).

Pero, no obstante, lo mejor de todo es que era de Myron.

—La oferta está sobre la mesa, caballeros —prosiguió Myron— . Y creemos que es bastante justa.

Otto Burke negó con la cabeza.

—¡Es una puta mierda! —gritó Larry Hanson—. Eres un puto imbécil, Bolitar. Y vas a echar a perder la carrera de ese chico.

Myron estiró los brazos y dijo:

—¿Y si nos damos un abrazo los tres?

Larry estuvo a punto de soltar otro improperio, pero Otto lo detuvo haciéndole un gesto con la mano. Cuando Larry aún jugaba, Dick Butkus y Ray Nitzchke eran incapaces de pararlo a empujones. Y ahora aquel licenciado de Harvard de apenas setenta kilos de peso lo hacía callar con un mero gesto de la mano.

Otto Burke se inclinó hacia delante. Todavía seguía sonriendo, gesticulando y manteniendo el contacto visual con su interlocutor, como si hubiera salido directamente de un publirreportaje de los libros de autoayuda «Poder sin límites» de Anthony Robbins. Resultaba absolutamente desconcertante. Otto era un tipo menudo y de apariencia frágil con los dedos más pequeños que Myron había visto nunca. Tenía el pelo negro y largo hasta los hombros, como un cantante de heavy-metal, una cara aniñada y una perilla tan ridícula que parecía dibujada con lápiz. Fumaba un cigarrillo muy largo, o tal vez sólo lo parecía debido al contraste con sus diminutos dedos.

—Mira, Myron —dijo Otto—, vamos a hablar en serio, ¿de acuerdo?

—En serio, venga.

—Perfecto, Myron, eso nos irá muy bien. La verdad es que Christian Steele es una incógnita. Ni siquiera se ha puesto un uniforme profesional. Podría ser el fraude del siglo.

—Y seguro que eso te suena de algo, Bolitar, la de jugadores que al final no hacen nada, que fracasan por completo —añadió Larry en tono burlón.

Myron se limitó a ignorarlo. Había escuchado aquel insulto muchas veces y ya no le molestaba. A palabras necias, oídos sordos.

—Estamos hablando del que tal vez sea el mejor quarterback en potencia de la historia —contestó en tono firme—. Habéis hecho tres traspasos y habéis cedido seis jugadores para conseguir sus derechos. No os habríais tomado tantas molestias si no pensarais que es bueno.

—Pero es que esta propuesta... —empezó a decir Otto, pero entonces se detuvo y se quedó un instante mirando el techo como buscando las palabras apropiadas— no es del todo buena.

—Es más bien una mierda —añadió Larry.

—Pues es mi última palabra —dijo Myron.

Otto hizo un gesto negativo con la cabeza pero sin dejar de sonreír.

—Hablemos del tema, ¿de acuerdo? Mirémoslo desde todas las perspectivas posibles. Tú eres nuevo en esto, Myron. No eres más que un ex deportista que está haciendo todo lo posible para introducirse en el mundillo de los directivos, y yo te respeto por eso. Eres un tipo joven tratando de hacerse un lugar. Mira, hasta te admiro. En serio.

Myron se mordió la lengua. Podría haberle contestado que Otto y él eran de la misma edad, pero le encantaba que lo trataran con condescendencia. ¿Ya quién no?

—Si te equivocas en eso —prosiguió Otto—, podría ser la clase de asunto que hundiera tu carrera. ¿Entiendes lo que quiero decir? Hay mucha gente que cree que esto no va contigo, que no sabes cómo encargarte de un cliente con un perfil tan bueno. Yo no, claro. Yo creo que eres un tipo muy listo. Muy astuto. Pero la forma en que te comportas...

Al decir eso, Otto negó con la cabeza como un profesor desilusionado ante un alumno prometedor.

Larry se levantó y, fulminando a Myron con la mirada, le dijo:

—¿Por qué no le das un buen consejo a ese pobre chico y le dices que se busque un agente de verdad?

Myron se había esperado todo aquel número del poli bueno y el poli malo. De hecho, se había esperado algo peor, puesto que Larry Hanson aún no había criticado las preferencias sexuales de la madre de nadie. Aun así, Myron prefería el poli malo al poli bueno. Larry Hanson era un ataque frontal, fácil de ver y de manejar, pero Otto Burke era como un prado de hierba alta plagado de serpientes y de minas ocultas.

—Entonces supongo que no hay nada más que hablar, —dijo Myron.

—Creo que no te conviene una negativa, Myron —sugirió Otto— . Podría ensuciar la imagen tan inmaculada de Christian. Podría hacerle daño a la empresa patrocinadora. Podría costarte un montón de dinero. Y tú no quieres perder dinero, Myron.

Myron lo miró fijamente y dijo:

—¿Ah, no?

—No, no quieres.

—¿Me dejáis que me lo apunte? —Cogió un bolígrafo y empezó a escribir con rapidez—: No... quiero... perder... dinero. —Después les dedicó una leve sonrisa—. ¿Es que hoy tengo que dedicarme a tomar apuntes o qué?

—Puto listillo —dijo Larry entre dientes.

La sonrisa de Otto seguía clavada en su rostro, en modo piloto automático.

—Si me permites el atrevimiento —continuó—, creo que a Christian le gustaría empezar a ganar mucho dinero cuanto antes.

—¿Ah, sí? —dijo Myron.

—Hay quien tiene serias reservas sobre el futuro de Christian Steele. Y hay quien cree... —Otto interrumpió la frase para echarle una buena calada al cigarrillo— que la desaparición de esa chica puede tener que ver con ello.

—Ah —dijo Myron—, eso ya me gusta más.

—Que te gusta más, ¿qué?

—Que estés empezando a decir pestes de él. Por un momento he llegado a pensar que no estaba pidiendo bastante.

Larry Hanson le lanzó una mirada asesina.

—¿Pero tú te crees a este pedazo de imbécil con el que estamos hablando? Le planteas un tema tan serio como el de la ex florero de Christian, algo que atenta directamente contra su valor como materia prima de imagen publicitaria, y...

—Rumores decididamente patéticos —le interrumpió Myron—. Nadie se los tomó en serio. En realidad, lo único que hicieron fue que la gente simpatizara aún más con la tragedia de Christian. Y no llames florero a Kathy Culver.

Larry enarcó una ceja y dijo:

—Uy, uy, uy, pero qué susceptible, y sólo por una mierdecilla de dudosa reputación.

Myron no cambió de expresión. Había conocido a Kathy Culver cinco años atrás cuando ella estaba en segundo de bachillerato y por aquel entonces ya era una belleza en ciernes. Como su hermana Jessica. Dieciocho meses antes, Kathy había desaparecido misteriosamente del campus de la Universidad de Reston y todavía hoy nadie sabía dónde estaba o qué le había ocurrido. La historia tuvo todos los ingredientes favoritos de los medios de comunicación: una estudiante guapísima, novia de la estrella de fútbol americano Christian Steele, hermana de la novelista Jessica Culver y, para postre, pistas que apuntaban a una posible agresión sexual. Los de la prensa no pudieron evitarlo. Se lanzaron a por ella como aves rapaces en torno a un buffet libre.

Sin embargo, hacía poco que una segunda tragedia había recaído sobre la familia Culver. Adam Culver, el padre de Kathy, había sido asesinado tres noches atrás en lo que la policía describió como un «atraco chapuzas». Myron ansiaba ponerse en contacto con la familia para darles el pésame y tal vez por otras razones, pero había optado por mantenerse al margen al no saber si era bienvenido y porque, de hecho, estaba bastante seguro de que no era así.

—Bueno, y ahora si...

Pero no pudo acabar la frase porque le interrumpió un toctoc en la puerta. Ésta se entreabrió y Esperanza sacó la cabeza por el hueco.

—Una llamada para ti, Myron —dijo.

—Atiéndela tú y coge el mensaje.

—Creo que será mejor que te pongas.

Esperanza se quedó mirándolo desde la puerta y, a pesar de que sus ojos negros no daban a entender nada, Myron comprendió que debía ser importante.

—Ahora mismo voy —dijo.

Su secretaria desapareció tras la puerta.

Larry Hanson soltó un silbido de admiración y exclamó:

—Menuda ricura, Bolitar.

—Uy, gracias, Larry, eso es mucho viniendo de alguien como tú.

Myron se levantó de la silla y les dijo:

—Ahora mismo vuelvo.

—Oye, que no tenemos todo el puto día, ¿eh? —le espetó Larry.

—Me hago cargo —le contestó Myron.

Y tras decir aquello salió de la sala de reuniones y se dirigió a la mesa de Esperanza.

—El Premio Gordo —le dijo—. Ha dicho que era urgente.

Era Christian Steele.

La mayoría de la gente nunca llegaría a imaginarse que, a pesar de su menudo tamaño, Esperanza había sido una profesional de la lucha libre. Durante tres años se le había conocido en el ring como la Pequeña Pocahontas. El hecho de que Esperanza Díaz fuera latina y no tuviera ni un ápice de sangre amerindia no parecía haberles importado mucho a la organización de la REGLA (Radiantes Estrellas Guerreras de la Lucha Atlética). Un mero detalle sin importancia, habrían pensado: latina, india, ¿qué más daba?

En el momento culminante de su carrera en la lucha profesional, todas las semanas se repetía la misma historia en los estadios de los Estados Unidos de América. Esperanza («Pocahontas») entraba en el cuadrilátero con mocasines indios, un traje de ante con flecos y una cinta que le recogía la larga melena negra y dejaba ver la tez morena de su cara. En los instantes previos al inicio del combate se quitaba el vestido de ante dejando a la vista un atuendo amerindio más ligero de ropa y mucho menos tradicional.

La lucha profesional tiene un argumento bastante sencillo que, desgraciadamente, no admite muchas variaciones. Algunos luchadores son malvados y otros son buenos. Pocahontas era de las buenas y una de las favoritas del público. Era muy mona, muy menuda y muy rápida, y tenía un cuerpo pequeño y delgado. Era muy popular. Siempre que su adversaria hacía algo ilegal que todo el mundo podía ver menos el árbitro, como tirarle arena a los ojos o usar un objeto no permitido como arma, siempre acababa ganando el combate gracias a su ingenio. Entonces, la luchadora del bando de los malos llamaba a un par de compinches y se lanzaban tres contra uno a por la pobre Pocahontas, cebándose sin piedad en aquella belleza tan valerosa para horror y disgusto de los comentaristas, que habían visto cómo pasaba lo mismo la semana pasada y la anterior.

Y justo cuando parecía que ya estaba todo perdido, la Gran Mamá Jefa, una criatura mastodóntica, salía a toda velocidad de los vestidores y apartaba a aquellas bestias de Pocahontas. Y entonces, la Gran Mamá Jefa y la Pequeña Pocahontas derrotaban a las fuerzas del mal.

Una diversión sin límites, vamos.

—Lo cojo en mi despacho —le dijo Myron.

Al entrar, vio la placa con su nombre que tenía sobre la mesa y que le habían regalado sus padres:

MIRON BOLITAR

REPRESENTANTE DEPORTIVO

Hizo un gesto negativo con la cabeza. Myron Bolitar. Todavía no podía creer que alguien pudiera ponerle «Myron» a un hijo. Cuando su familia se trasladó a Nueva Jersey, le dijo a todo el instituto que se llamaba Mike, pero no hubo forma. Luego intentó apodarse Mickey, pero... no lo consiguió. La gente volvió a llamarle Myron y aquel nombre se convirtió para él en una especie de monstruo de película de terror que se resistía a morir.

Y respondiendo a la pregunta de rigor: no, nunca se lo perdonó a sus padres.

Cogió el teléfono y dijo:

—¿Christian?

—¿Señor Bolitar? ¿Es usted?

—Sí pero, por favor, llámame... Myron —contestó mientras se decía a sí mismo que aceptar lo inevitable era de sabios.

—Siento mucho molestarle. Sé que está muy ocupado.

—Estoy ocupado negociando tu fichaje. Tengo a Otto Burke y a Larry Hanson en la sala de al lado.

—Se lo agradezco, pero esto es muy importante —dijo—. He de hablar con usted en persona cuanto antes.

Myron cambió el auricular de mano.

—¿Tienes algún problema, Christian? —preguntó haciendo gala de sus grandes dotes de percepción.

—Pre... preferiría no hablar de ello por teléfono. ¿Podríamos vernos en mi habitación del campus?

—Claro, ningún problema. ¿A qué hora?

—Ahora, por favor. No... no sé qué pensar de todo esto. Quiero que lo vea usted mismo.

Myron respiró hondo y dijo:

—No hay problema. Les diré a Otto y a Larry que aplazamos la reunión. Me irá bien para las negociaciones. Estaré ahí dentro de una hora.

Sin embargo, le llevó algo más de una hora.

Myron entró en el garaje Kinney de la Calle 46, no muy lejos de su despacho en Park Avenue. Saludó a Mario, el encargado del garaje, pasó por delante del tablón de precios con una pequeña nota al final donde se leía: «97 % de impuestos no incluido», y fue hasta su coche en el primer sótano. Un Ford Taurus, el típico imán para las tías.

Estaba a punto de meter la llave en la cerradura cuando oyó un sonido sibilante. Como el de una serpiente. O, mejor, como el del aire al salir de un neumático. El sonido procedía de la rueda trasera derecha. Tras fijarse un momento, Myron se dio cuenta de que se la habían pinchado.

—Hola, Myron.

Dio media vuelta y se encontró con dos hombres con una sonrisa burlona en los labios. Uno de ellos era tan grande como un país del Tercer Mundo. Myron era bastante corpulento, ya que medía metro noventa y dos y pesaba unos noventa y cinco kilos, pero se imaginó que aquel tipo debía de pasar de los dos metros y rondar los trescientos kilos. Tenía toda la pinta de ser un levantador de pesas profesional y su cuerpo estaba hinchado como si llevara puestos varios chalecos salvavidas por debajo de la ropa. El otro tipo, en cambio, era de constitución normal y llevaba puesto un sombrero de ala curva.

El hombretón se acercó pesadamente al coche de Myron con los brazos muy rígidos y ladeando la cabeza de un lado a otro, haciendo crujir aquella parte de su anatomía que en un hombre normal podría haberse denominado cuello.

—¿Tienes algún problema con el coche? —le preguntó con una sonrisa entre dientes.

—Un pinchazo —contestó Myron—, hay una rueda de recambio en el maletero. Cámbiamela.

—No, Bolitar. Esto no ha sido más que una ligera advertencia.

—¿Ah, sí?

El armario empotrado agarró a Myron por las solapas de la chaqueta y le espetó:

—Mantente alejado de Chaz Landreaux. Ya ha firmado.

—Vale, pero primero cámbiame la rueda.

El tipo acentuó la media sonrisa. Era una media sonrisa estúpida y cruel.

—La próxima vez no seré tan amable —dijo.

Luego lo agarró un poco más fuerte arrugándole el traje y la corbata y añadió:

—¿Lo entiendes?

—Supongo que ya sabrás que los esteroides hacen que se te encojan las pelotas.

La cara del hombre enrojeció.

—¿Ah, sí? Pues a lo mejor te parto la cara, ¿de acuerdo? A lo mejor te la dejo hecha un poema.

—¿Un poema?

—Sí.

—Bonita imagen, la verdad.

—Que te den por culo.

Myron soltó un suspiro y, acto seguido, pareció como si todo su cuerpo se pusiera en movimiento a la vez. Empezó con un cabezazo que fue a parar directamente contra la nariz de aquel hombretón. Se oyó una especie de crujido, como si alguien acabara de pisar un escarabajo, y la nariz del hombre comenzó a sangrar.

—Hijo de...

Myron cogió al tipo por el cogote y le endiñó un codazo en la nuez que estuvo a punto de aplastarle la tráquea. El hombre hizo un ruido gorgoteante de asfixia y dolor y luego calló. Myron lo acompañó con un golpe con la parte estrecha de la mano contra el cogote, justo por debajo del cráneo, que hizo que el hombretón se desplomara al suelo como un saco de arena.

—¡De acuerdo, ya basta!

El tipo del sombrero de ala curva dio un paso hacia delante apuntando una pistola contra el pecho de Myron.

—Apártate de él. ¡Vamos!

Myron le echó una mirada rápida y dijo:

—¿Ese sombrero es de verdad?

—¡He dicho que te apartes!

—Muy bien, muy bien, me aparto.

—No hacía falta que hicieras eso —le amonestó el hombre más bajo casi con pena—, sólo estaba haciendo su trabajo.

—Un joven incomprendido —añadió Myron—. Ahora me siento fatal.

—Limítate a no acercarte a Chaz Landreaux, ¿de acuerdo?

—No, no estoy de acuerdo. Dile a Roy O’Connor que no estoy de acuerdo.

—Oye, que a mí no me pagan para dar una respuesta. Yo sólo doy el mensaje.

Y sin decir nada más, el hombre del sombrero de ala curva ayudó a su compañero a ponerse en pie. El hombretón fue andando a trompicones hasta su coche con una mano en la nariz y la otra en la garganta. Tenía la nariz destrozada, pero la tráquea iba a dolerle muchísimo más, sobre todo al tragar.

Se metieron en el coche y se fueron de inmediato. Ni siquiera le cambiaron la rueda a Myron.

2

Myron marcó el número de Chaz Landreaux desde el teléfono del coche.

Como no era un experto en automoción, Myron tardó media hora en cambiar el neumático y durante los primeros kilómetros condujo despacio por miedo a que su gran pericia en el cambio de ruedas hiciera que el neumático se saliera de la llanta y se fuera rodando. En cuanto se sintió más seguro, aceleró para acudir a tiempo a su cita con Christian.

Chaz contestó a su llamada y Myron le explicó brevemente lo que le había ocurrido.

—Ya han estado aquí —le dijo Chaz.

Había mucho ruido de fondo. El llanto de un bebé, algo que se rompía al caer al suelo, risas de niños. Chaz pegó un grito para que se callaran.

—¿Cuándo? —le preguntó Myron.

—Hace una hora. Eran tres hombres.

—¿Te han hecho daño?

—No, sólo me han inmovilizado y amenazado. Me han dicho que me iban a romper las piernas si no cumplía con mi contrato.

«Romperle las piernas —se dijo Myron—, qué originales.»

Chaz Landreaux era un jugador de baloncesto, alumno de último año en la Universidad Georgia State que probablemente iba a ser elegido en la primera ronda de selección oficial de jugadores o draft de la NBA. Su historia era la del típico chico pobre que había empezado jugando en las calles. Tenía seis hermanos, dos hermanas y ningún padre. Los nueve vivían con su madre en una zona que, de mejorar radicalmente, tal vez algún día podría haberse llamado «gueto pobre».

En el primer curso de la universidad, el subordinado de un representante muy influyente llamado Roy O’Connor había hablado con Chaz, cuatro años antes de que ningún agente tuviera permiso para hablar con Chaz, y le había ofrecido una iguala de cinco mil dólares por anticipado más una mensualidad de doscientos cincuenta dólares si firmaba un contrato por el que O’Connor se convertiría en su agente cuando entrara en la liga profesional.

Chaz había dudado. Sabía que las normas establecidas por la NCAA le prohibían firmar un contrato mientras pudiera ser elegido por el draft, por lo que el contrato se consideraría inválido. Sin embargo, el enviado de Roy le aseguró que aquello no iba a presentar ningún problema. Se limitarían a posponer el contrato para hacer ver que Chaz lo había firmado tras su último año de elegibilidad y lo guardarían en una caja fuerte hasta que llegara el momento oportuno. Y así nadie se daría cuenta.

Chaz no había sabido muy bien qué hacer. Por un lado sabía que era ilegal, pero por otro también era consciente de lo que podía llegar a suponer todo ese dinero para su madre y sus ocho hermanos, que vivían en un antro de dos habitaciones. Llegados a ese punto, Roy O’Connor entró en escena y le ofreció el aliciente definitivo: si en cualquier momento Chaz decidía cambiar de opinión, podría devolver el dinero y cancelar el contrato.

Cuatro años más tarde, Chaz cambió de opinión y prometió devolver hasta el último centavo, pero Roy O’Connor le dijo que ni hablar, que tenía un contrato con ellos y que seguiría adelante con él.

Tampoco es que fuera una argucia innovadora. Había muchísimos agentes que hacían lo mismo. Norby Walters y Lloyd Bloom, dos de los representantes más importantes del país, habían sido arrestados por ello. Las amenazas tampoco eran infrecuentes, pero la cosa no solía pasar de ahí y todo se quedaba en palabras y nada más. Ningún agente quería arriesgarse a que el asunto llegara a salir a la luz. Si el chico se mantenía en sus trece, el representante se echaba atrás para evitarse problemas.

Sin embargo, Roy O’Connor no actuaba así. Roy O’Connor empleaba la fuerza. Myron estaba alucinado.

—Quiero que te marches de la ciudad durante una temporada — prosiguió Myron—. ¿Tienes algún sitio donde esconderte?

—Sí, me iré a casa de un amigo en Washington. ¿Pero qué vamos a hacer?

—Yo me ocuparé de eso. Tú preocúpate de que no sepan dónde estás.

—De acuerdo, lo que tú digas —y añadió—: Ah, Myron, otra cosa.

—¿Qué?

—Uno de los tipejos que me han amenazado me ha dicho que te conocía. Era un pedazo de monstruo, colega. O sea, un tío enorme.

Un hijoputa muy trajeado.

—¿Te ha dicho cómo se llamaba?

—Aaron. Me dijo que te saludara de su parte.

Myron se sobresaltó. Aaron. Un nombre que pertenecía al pasado. Y tampoco era un nombre muy bonito. Roy O’Connor no sólo tenía secuaces, sino que, además, éstos eran de los buenos.

Tres horas después de salir de su despacho, Myron ahuyentó de su cabeza el incidente en el garaje y llamó a la puerta de Christian. A pesar de haberse graduado hacía dos meses, Christian seguía viviendo en la misma residencia del campus en la que había estado viviendo durante el último curso trabajando como orientador en el campamento de verano de fútbol de la Universidad de Reston. No obstante, el minicamp de los Titans comenzaba dentro de dos días y Christian iba a estar presente en esas sesiones de pretemporada porque Myron no tenía intención de que Christian se quedara aquel año fuera de la liga.

Christian abrió la puerta de inmediato y, antes de que Myron hubiera empezado a disculparse por haber llegado tarde, Christian le agradeció:

—Gracias por venir tan rápido.

—Ah, sí, no ha sido nada —le respondió Myron.

El rostro de Christian carecía de su habitual buen color. Ya no tenía las mejillas rosadas allí donde se le hacían unos hoyuelos al sonreír. Ni aquella cándida sonrisa de oreja a oreja que hacía derretir a las alumnas de la universidad. Incluso la célebre firmeza de sus manos se había convertido en un ligero temblor.

—Pase —le dijo.

—Gracias.

La habitación de Christian se parecía más al decorado de una teleserie de los cincuenta que a una habitación de residencia universitaria de hoy en día. Para empezar, estaba ordenada. La cama estaba hecha y con los zapatos colocados juntos a los pies de la misma. No había calcetines por el suelo ni ropa interior, ni tampoco suspensorios. En las paredes había banderines colgados. Pero banderines de verdad. Myron no daba crédito a sus ojos. No había pósteres ni calendarios de Claudia Schiffer ni de Cindy Crawford ni de las gemelas Barbi. Sólo banderines anticuados.

Al principio, Christian no dijo nada. Los dos se quedaron de pie, incómodos, como dos desconocidos sentados uno al lado del otro en una fiesta sin bebidas en las manos. Christian mantenía la mirada clavada al suelo como un niño al que le acabaran de regañar. No había hecho ningún comentario acerca de las manchas de sangre del traje de Myron. Probablemente ni siquiera se había fijado.

Myron decidió probar suerte con una de sus frases tan elocuentes y especialmente pensadas para romper el hielo.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

Christian comenzó a caminar por el cuarto, lo cual no era nada fácil en aquella habitación tan pequeña como una caja. Myron se percató de que Christian tenía los ojos enrojecidos. Había estado llorando, tal y como delataba el rastro de las lágrimas en sus mejillas.

—¿Se ha enfadado mucho el señor Burke por haber cancelado la reunión? —le preguntó Christian.

Myron se encogió de hombros.

—Le ha dado un ataque, pero creo que sobrevivirá. No pasa nada, no te preocupes por eso.

—¿El minicamp de la pretemporada empieza el jueves?

Myron asintió y le preguntó:

—¿Estás nervioso?

—Un poco, creo.

—¿Es por eso por lo que querías verme?

Christian negó con la cabeza, luego vaciló un instante y afirmó:

—Es... es que no lo entiendo, señor Bolitar.

Cada vez que lo llamaba «señor», Myron pensaba que le estaba hablando a su padre.

—¿Que no entiendes qué, Christian? ¿Qué es lo que quieres decir?

El chico volvió a titubear y continuó:

—Es... —se detuvo, inspiró profundamente y prosiguió—, es sobre Kathy.

Myron pensó que no lo había escuchado bien.

—¿Kathy Culver?

—Usted la conoció —dijo Christian, aunque a Myron no le quedó muy claro si era una afirmación o una pregunta.

—Hace mucho tiempo —replicó Myron.

—Cuando usted salía con Jessica.

—Sí.

—Entonces a lo mejor pueda llegar a entenderlo. Echo de menos a Kathy. Más de lo que nadie se imagina. Era muy especial.

Myron asintió tratando de darle ánimos, muy al estilo de Phil Donahue o de cualquier otro entrevistador de aquellos que se preocupaban sinceramente por sus entrevistados.

Christian dio un paso atrás y estuvo a punto de golpearse la cabeza contra una estantería.

—La gente hizo un circo con lo que le ocurrió, salió en la prensa amarilla, en los programas televisivos del corazón... Para la gente fue como un juego. Como un espectáculo de la tele. Nos llamaban «idílicos», la «pareja idílica» —dijo haciendo unas comillas con las manos—, como si «idílico» quisiera decir irreal. Fue muy cruel. Todo el mundo me decía que era joven, que lo superaría pronto, que Kathy sólo era una rubia más y que había millones como ella para alguien como yo. La gente esperaba que siguiera adelante con mi vida, que se había ido, que se había terminado para siempre.

Myron vio que el aspecto juvenil de Christian, algo que pensaba que podría convertirlo en el rey de los contratos publicitarios, acababa de adquirir una nueva dimensión. En lugar de aquel chico de Kansas tan buen deportista, tímido y modesto, Myron vio la realidad que se ocultaba bajo esa apariencia: un niño asustado acurrucado en un rincón, un niño cuyos padres habían muerto, un niño sin familia y probablemente sin un amigo de verdad, con tan sólo aduladores y gente que quería algo de él. «Como quizá yo mismo», pensó Myron.

Myron hizo un gesto negativo con la cabeza. Ni hablar. Otros agentes seguro, pero él no. Myron no era así. Pero, a pesar de todo, una sensación parecida a la culpa se le quedó ahí grabada, pinchándole en las costillas como un cuchillo afilado.

—En realidad nunca llegué a creer que Kathy hubiera muerto — prosiguió Christian—. Eso fue parte del problema, supongo. No estar del todo seguro acaba por afectarte al cabo de un tiempo. Una parte de mí... una parte de mí casi esperaba que encontraran su cadáver, cualquier cosa con tal de poner fin a aquello. ¿Es cruel decir una cosa así, señor Bolitar?

—No lo creo, no.

Christian lo miró con aire solemne y le dijo:

—No dejo de darle vueltas a lo de las bragas, ¿sabe?

Myron asintió. La única pista de todo el misterio habían sido las bragas deshilachadas de Kathy que se encontraron encima de un cubo de basura de la universidad. Al parecer, las habían encontrado manchadas de semen y sangre. Para el público en general, las bragas habían confirmado lo que durante tiempo se había sospechado: que Kathy Culver había muerto. Era una historia triste pero no excepcional. Algún psicópata la había violado y asesinado. Probablemente nunca llegarían a encontrar su cuerpo, o tal vez unos cazadores se toparían algún día con sus restos mortales en el bosque, y le darían a los medios de comunicación un buen comienzo para el telediario del mediodía que haría volver a centrar la atención sobre el caso con la eterna esperanza de poder sacar por antena a algún familiar desgarrado por la pena.

—Hicieron que pareciese una guarrería —continuó Christian—. «Rosas», decían. «De seda.» Nunca las llamaron ropa interior ni ropa íntima ni bragas a secas. Bragas rosas de seda. Como si eso fuera importante. En un canal de televisión llegaron incluso a entrevistar a una modelo de Victoria’s Secret para que comentara qué le parecían. Bragas rosas de seda. Como si Kathy se lo hubiera buscado. Se cebaron con ella como si tal cosa...

Llegados a aquel punto, a Christian se le apagó la voz. Myron no dijo nada. Christian estaba incubando algo y Myron rezó para que no fuera una crisis nerviosa.

—Bueno, supongo que debería ir al grano —dijo Christian finalmente.

—Tranquilo, no hay prisa. No tengo que ir a ningún sitio.

—Hoy he visto una cosa. He... —Christian se detuvo y miró a Myron. Myron le devolvió la mirada con expresión suplicante—. Puede que Kathy aún esté viva.

Aquellas palabras le causaron la misma impresión a Myron que una bofetada. Myron estaba preparado para escuchar lo que fuera, podría haberse imaginado que Christian le diría cualquier cosa, pero que Kathy Culver seguía con vida no era una de ellas.

—¿Qué?

Christian pasó por delante de él y abrió el cajón del escritorio. También aquel escritorio parecía salido de una antigua teleserie. Estaba despejado de trastos y papeles. Sólo dos latas, una con bolígrafos Bic y la otra con lápices afilados del número dos. Una lámpara de pie. Un bloc de notas con calendario. Un diccionario, otro de sinónimos y el libro de redacción The Elements of Style entre dos soportes con forma de globo terráqueo.

—Esto me ha llegado hoy con el correo.

Christian le dio una revista a Myron. En la portada, una mujer desnuda. Decir que iba muy tapada sería como decir que la segunda guerra mundial fue una escaramuza. La mayoría de los hombres están obsesionados con las glándulas mamarias y Myron no era ajeno a esos gustos, pero aquello era monstruoso. La mujer no era guapa, más bien de rasgos duros. Tenía una expresión supuestamente insinuante, pero parecía que estuviera estreñida. Se relamía los labios, tenía las piernas abiertas y con la mano hacía un gesto al lector a acercarse a ella.

«Qué sutil», pensó Myron.

La revista se llamaba Pezones y el artículo principal, por lo que se leía en las letras impresas sobre el pecho derecho, era: «Cómo convencerla para que se lo afeite».

Myron dirigió la mirada bruscamente hacia Christian y le dijo:

—¿De qué va todo esto?

—Mire el clip.

—¿Qué?

Christian parecía demasiado cansado para responderle, así que se limitó a señalar con el dedo. En la parte superior de la revista, Myron detectó un brillo plateado. Había un clip a modo de marcador de página.

—Me ha llegado con eso —explicó Christian.

Myron fue pasando las páginas, viendo breves flashes de carne, hasta llegar a la página marcada con el clip y se vio obligado a entrecerrar los ojos, confuso. Era una página de anuncio, aunque tenía tantas fotos eróticas como cualquier otra. En la parte superior de la página se leía:

Teléfono erótico Fantasías: ¡elige una chica!

Había tres filas con cuatro chicas en cada una que ocupaban toda la página. Myron comenzó a analizar detenidamente la página, no daba crédito a sus ojos. «¡Las chicas orientales te están esperando!», «¡Lesbianas húmedas y sabrosas!», «¡Azótame, por favor!», «¡Zorras calientes!», «¡Tetas pequeñas!» (sin duda para aquellos a los que no les había gustado la portada, claro), «¡Quiero que me montes!», «¡Tócame la cereza!», «¡Haz que te suplique que sigas!», «Se busca: Robopo11a», «¡Tu ama Savannah te ordena que la llames ya!», «¡Ama de casa cachonda!», «Buscamos hombres con sobrepeso». Todas con sus respectivas imágenes de poses provocativas con teléfonos de por medio.

Había otras incluso más subidas de tono, como travestís, mujeres vestidas de hombre y hasta algunas que Myron ni siquiera entendía, como si fueran experimentos científicos incomprensibles. Los números de teléfono eran los típicos: 1800-888-GUARRA, 1-90046-GOLFA, 1-800-PERFÓRAME, 1-900-TRAVIESA... etcétera.

Myron puso mala cara. Le estaban entrando ganas de lavarse las manos.

Y entonces lo vio.

Estaba en la última fila, la segunda comenzando por la derecha. Decía: «¡Haré todo lo que me pidas!» y el número de teléfono era 1900-344-LUJURIA. 3,99 $ por minuto. Cobros discretos con tarjeta telefónica o de crédito. Se acepta Visa/MC.

La chica de la foto era Kathy Culver.

A Myron le empezaba a dar vueltas la cabeza. Intentó detener el mareo y mantener el equilibrio, pero la imagen de Kathy no dejaba de tambalearse ante él. El sobre era de papel manila y sin adornos. No había remitente; habría sido demasiado fácil. No tenía sellos ni matasellos, lo único que ponía era:

Christian Steele

Buzón 488

Ni nombre de la ciudad, ni del estado. Eso significaba que lo habían enviado desde la universidad. La dirección estaba escrita a mano.

—Normalmente te llegan muchas cartas de admiradores, ¿verdad? —le preguntó Myron.

Christian asintió.

—Pero van a parar a otro sitio. Éste es mi buzón privado, el número no sale en la guía.

Myron miró el sobre intentando no eliminar una posible huella digital.

—Podría tratarse de una imagen un tanto retocada —dijo Myron—. Alguien podría haber superpuesto la imagen de su rostro en...

Christian lo interrumpió haciendo un gesto negativo con la cabeza. Volvía a tener la mirada fija en el suelo.

—No es sólo su cara, señor Bolitar —explicó azorado.

—Ah —dijo Myron, entendiendo a lo que se refería con su rapidez habitual—, ya veo.

—¿Cree que deberíamos dárselo a la policía? —inquirió Christian.

—Tal vez.

—Quiero hacer lo correcto —dijo Christian apretando los puños—. Pero no voy a permitir que vuelvan a ensuciar el nombre de Kathy. Si ya la lastimaron bastante cuando era la víctima, ¿qué harían ahora si vieran esto?

—Se pondrían como locos —concluyó Myron.

Christian asintió en silencio.

—Aunque probablemente sólo se trate de una broma de mal gusto —añadió Myron—. Lo comprobaré antes de hacer cualquier otra cosa.

—¿Cómo?

—Déjamelo a mí.

—Hay otra cosa —dijo Christian—. La letra del sobre.

—¿Qué le pasa? —preguntó Myron.

—No estoy del todo seguro, pero se parece mucho a la de Kathy.

3

Myron se quedó de piedra al verla.

Había entrado en el bar preso de una especie de ensueño y con la mente como si fuera una cámara desenfocada. Intentaba analizar lo que acababa de ver y descubrir acerca de Christian, tratando de calibrar los hechos y formarse una imagen mental clara y nítida.

Pero no consiguió sacar nada en claro.

Llevaba la revista embutida en el bolsillo de la gabardina. Una revista porno y una gabardina, pensó Myron. Madre mía. No cesaba de repetirse mentalmente las mismas preguntas hasta la saciedad: ¿era posible que Kathy Culver siguiera viva? Y si fuera así, ¿qué le había ocurrido? ¿Qué podría haber llevado a Kathy de la inocencia de la habitación de su residencia a las últimas páginas de la revista Pezones?

Y entonces fue cuando vio a la mujer más hermosa del mundo.

Estaba sentada en un taburete con sus largas piernas cruzadas, sorbiendo tranquilamente una bebida. Llevaba una blusa blanca con el cuello desabrochado, una falda corta y gris, y medias negras. Todo perfectamente ceñido. Por un instante, Myron pensó que debía ser un producto de su ensoñación, una visión deslumbrante que le tentaba los sentidos. Pero el nudo que se le hizo en el estómago lo obligó a rechazar aquella posibilidad. Se le secó la garganta. De repente, una serie de profundas sensaciones durante largo tiempo aletargadas le invadieron el cuerpo como una ola inesperada a la orilla del mar.

Tragó saliva con esfuerzo y obligó a sus piernas a avanzar. Aquella mujer era sencillamente impresionante. El bar y su contenido, excepto aquella mujer, se fundieron con el entorno como si sólo fueran elementos de atrezzo dispuestos alrededor de ella.

Myron se le acercó y le preguntó:

—¿Viene por aquí muy a menudo?

Ella lo miró como si fuera un viejo haciendo jogging con velocímetro.

—Qué frase más original —le dijo—; es usted muy creativo.

—Tal vez no lo sea —le contestó él— pero qué manera de decirla —dijo sonriendo de una manera que creía encantadora.

—Me alegro de que lo vea así —dijo. Y volvió a concentrarse en su bebida—. Márchese, por favor.

—¿Se hace la estrecha?

—Piérdase.

Myron esbozó una media sonrisa y añadió:

—Deje de hacer eso. Se está poniendo en evidencia.

—¿Cómo dice?

—Que cualquier persona de este bar puede verlo claramente.

—¿Ah, sí? —dijo ella—. Pues ilumíneme.

—Usted me quiere. Apasionadamente.

La mujer estuvo a punto de sonreír y contestó:

—¿Tanto se me nota?

—No es culpa suya. Es que soy irresistible.

—Uy, sí, recójame si me derrito.

—Aquí me tienes, preciosidad.

La mujer exhaló un largo suspiro. Estaba tan guapa como siempre, tan guapa como el día en que lo había abandonado. Hacía cuatro años que no la veía, pero todavía le dolía pensar en ella. Y aún le dolía más verla. Recordó aquel fin de semana que pasaron en casa de Win, en la isla de Martha’s Vineyard. Todavía recordaba cómo la brisa del océano le acariciaba el pelo, cómo ladeaba la cabeza al hablar, lo bien que le sentaba su viejo suéter. Simple y pura felicidad. El nudo en el estómago le apretó un poco más las entrañas.

—Hola, Myron —le dijo.

—Hola, Jessica. Tienes buen aspecto.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó.

—Mi despacho está en el piso de arriba. Prácticamente podría decirse que vivo aquí.

Ella esbozó una sonrisa.

—Ah, claro. Ahora te dedicas a representar deportistas, ¿verdad?

—Sí.

—¿Y es mejor que trabajar como agente secreto?

Myron no se molestó en contestarle. Ella le miró a los ojos un instante; no le aguantó la mirada.

—Estoy esperando a alguien —añadió Jessica de repente.

—¿Un hombre?

—Myron...

—Lo siento, ha sido un acto reflejo —dijo. Le miró la mano izquierda y le dio un vuelco el corazón al ver que no llevaba anillo— . ¿Al final no te casaste con aquel como-se-llame? —inquirió.

—Quieres decir con Doug.

—Eso. Doug. ¿No era Dougie?

—¿Te estás riendo del nombre de alguien?

Myron se encogió de hombros. Tenía razón.

—¿Y qué fue de él?

Ella se quedó mirando la marca de un vaso en la barra y dijo:

—No fue por él. Ya lo sabes.

Myron abrió la boca para decir algo pero se contuvo al ver que no le convenía revolver los amargos recuerdos del pasado.

—¿Y qué te trae de nuevo por la Gran Manzana?

—Voy a dar clases un semestre en la Universidad de Nueva York.

A Myron se le puso el corazón a cien.

—¿Te has vuelto a trasladar a Manhattan?

—El mes pasado.

—Siento mucho que tu padre...

—Recibimos las flores que enviaste —le interrumpió ella.

—Me hubiese gustado poder hacer algo más.

—Mejor no —dijo ella apurando el vaso—. Tengo que irme. Me ha gustado volver a verte.

—Pensaba que habías quedado con alguien.

—Pues me he equivocado.

—Todavía te quiero, ¿sabes?

Ella se puso en pie y asintió.

—Volvamos a intentarlo —añadió Myron.

—No —le contestó ella, y se dispuso a marcharse.

—¿Jess?

—¿Qué?

Myron pensó en contarle lo de la foto de su hermana en la revista pero, tras meditarlo un momento, le preguntó:

—¿Podríamos quedar algún día para comer? Sólo comer, ¿de acuerdo?

—No —le contestó Jessica.

Tras la negativa, dio media vuelta y se alejó de él. Otra vez.

Windsor Horne Lockwood III escuchaba la historia de Myron con las yemas de los dedos de una mano apoyadas en las de la otra. Esa postura de las manos le sentaba muy bien a Win, mucho mejor que a Myron. Cuando Myron acabó de contárselo todo, Win no dijo nada durante unos segundos y se limitó a quedarse concentrado manteniendo las manos en aquella postura hasta que, finalmente, las apoyó sobre la mesa.

—Bueno, bueno, bueno, menudo día que hemos tenido, ¿eh?

El propietario de la oficina de alquiler de Myron era su antiguo compañero de habitación de universidad, Windsor Horne Lockwood III. La gente solía decir que Myron no tenía el aspecto que su nombre daba a entender, comentario que Myron se tomaba como un gran cumplido; pero Windsor Horne Lockwood III, por el contrario, tenía justo el aspecto que su nombre daba a entender. Cabello rubio, ni muy largo ni muy corto y con la raya a la derecha. Sus rasgos faciales eran los del patricio clásico, demasiado guapo, como si su rostro fuera de porcelana.

Siempre llevaba la típica ropa de clase alta: camisas rosa, polos, pantalones color caqui, de golf (es decir, horribles) y zapatos blucher de pala vega y picado inglés (blancos de junio a septiembre y marrones de septiembre a mayo). Win tenía incluso ese acento repulsivo que no viene determinado por la región donde se vive sino por determinadas escuelas privadas de alta alcurnia como Andover y Exeter (y Win había ido a Exeter). Sabía jugar condenadamente bien al golf. Tenía un hándicap de tres y era miembro de quinta generación del estirado Merion Golf Club de Filadelfia y de tercera generación en el igualmente estirado Pine Valley al sur de Nueva Jersey. Tenía el permanente tono de piel de golfista, que sólo se tiene en los brazos (por los polos de manga corta) y en forma de «V» en el cuello (por el polo de cuello abierto del cocodrilo), aunque la piel nívea de Win nunca se bronceaba, se quemaba.

Win era un miembro hecho y derecho de la típica clase blanca dirigente. Hasta el punto de que, a su lado, el famoso quarterback Christian Steele parecía un barriobajero.

Myron había odiado a Win al verlo, igual que solía hacer la mayoría de la gente. Sin embargo, Win estaba acostumbrado. A la gente le gusta hacerse una primera impresión de una persona y no cambiarla nunca. Y en el caso de Win, esa impresión era la de niño rico, elitista, arrogante... en una palabra: un auténtico capullo. Win no podía evitarlo, así que se dedicaba a ignorar a la gente que se basaba únicamente en las primeras impresiones.

Win señaló la revista que había sobre la mesa y dijo:

—¿Y preferiste no decirle nada de esto a Jessica?

Myron se levantó, dio unas cuantas vueltas por la habitación y volvió a sentarse.

—¿Qué le iba a decir? ¿«Hola, te quiero, vuelve conmigo; por cierto, aquí tienes una foto de tu hermana supuestamente muerta anunciando una línea de teléfono erótico en una revista porno»?

Win se quedó un momento pensativo y luego añadió:

—Bueno, yo no se lo hubiese dicho exactamente con esas palabras.

Win fue pasando las hojas de la revista porno con la ceja arqueada como si reflexionara seriamente sobre su contenido y Myron lo miró sin decir palabra. Había decidido no contarle nada sobre Chaz Landreaux ni sobre el incidente en el garaje. Al menos de momento. Win tenía una forma muy curiosa de reaccionar cuando se enteraba de que alguien pretendía hacerle daño a Myron. Y no siempre era agradable de ver.

Mejor se lo guardaba para más adelante, cuando Myron supiera exactamente cómo iba a encargarse de Roy O’Connor. Y de Aaron.

Win dejó caer la revista sobre la mesa y preguntó:

—¿Empezamos?

—¿Empezamos a qué?

—A investigar. Eso es lo que ibas a proponerme, ¿me equivoco?

—¿Quieres ayudar?

Win sonrió.

—Pues claro —respondió. Le dio la vuelta al teléfono para encararlo a Myron—. Marca.

—¿El número que sale en la revista?

—No, hombre, Myron, el de la Casa Blanca —dijo Win con sequedad—. Vamos a ver si conseguimos que Hillary nos diga guarradas.

Myron descolgó el auricular y preguntó:

—¿Has llamado alguna vez a una línea de éstas?

—¿Yo? —Win se hizo el ofendido—. ¿A la «Niña Primeriza»? ¿A la «Asociación de Sementales»? Estás de broma.

—Yo tampoco.

—Pues entonces tal vez prefieras estar solo —le dijo Win—. Desabróchate el cinturón, bájate los pantalones... lo típico.

—Muy gracioso.

Myron marcó el número que había impreso bajo la foto de Kathy. Había hecho cientos de llamadas durante sus investigaciones, tanto para el FBI como cuando trabajaba por cuenta propia para presidentes de equipos y comisionados. Pero aquélla era la primera vez que le daba vergüenza.

Un pitido horroroso le destrozó la oreja y acto seguido oyó la voz de un operador: «Lo sentimos pero su llamada ha sido bloqueada».

Myron levantó la vista para dirigirse a Win y dijo:

—No puedo hacer la llamada.

Win asintió con la cabeza y le contestó:

—Me había olvidado de que tenemos bloqueadas todas las llamadas que empiecen por novecientos, porque los empleados llamaban un día sí y otro también y las facturas empezaron a ser exorbitantes. Y no sólo llamaban a líneas eróticas, también a astrólogos, líneas de deportes, psicólogos, recetas y hasta de plegarias. —Estiró el brazo por detrás de Myron y sacó otro aparato de teléfono—. Usa éste. Es mi línea privada y no está bloqueada.

Myron volvió a marcar el número. Oyó dos señales y luego una voz ronca y femenina grabada en una cinta le dijo: «Hola, acaba de llamar a la línea telefónica Fantasía. Si es menor de dieciocho años o no desea pagar por esta llamada, por favor, cuelgue ahora». Al cabo de un segundo, prosiguió: «Bienvenido a la línea telefónica Fantasía, donde podrá hablar con las mujeres más sexys, más serviciales, más hermosas y más deseables de todo el mundo».

Myron se percató de que la grabación le hablaba mucho más despacio, como si estuviera leyendo un cuento ante una clase de párvulos. Cada palabra parecía una frase entera.

«Bienvenido. A. La. Línea. Telefónica. Fantasía...»

«En unos instantes podrá hablar directamente con una de nuestras chicas maravillosas, guapísimas, voluptuosas y calientes que están aquí para hacerle gozar y llegar a cotas de éxtasis nunca antes alcanzadas. Conversaciones privadas de tú a tú. Le pasamos el importe de la llamada a su factura de teléfono con la mayor discreción posible. Hablará en directo con su fantasía personal.» La voz siguió hablándole de aquella forma tan melódica hasta que llegó a las instrucciones: «Si tiene un teléfono con teclado, pulse uno si quiere hablar sobre las confesiones secretas de una profesora de escuela muy traviesa. Pulse dos si...».

Myron observó a Win y le preguntó:

—¿Cuánto tiempo llevo con la llamada?

—Seis minutos —le respondió Win.

—Veinticuatro dólares —dijo Myron—. ¿Te suena la palabra «estafa total»?

Win asintió y añadió:

—Y todo eso sólo por una paja.

Myron pulsó un botón para dejar de oír aquella grabación. El teléfono emitió diez tonos («¡hay que ver cómo saben estirar el tiempo!») y finalmente oyó otra voz femenina que le dijo:

—Hola, ¿cómo estás?

La voz era exactamente tal y como Myron se la había imaginado, suave y susurrante.

—Eh... hola —empezó Myron sin saber muy bien qué decir—. Mira, me gustaría...

—¿Cómo te llamas, encanto? —le preguntó.

—Myron —Acto seguido se dio una palmada en la frente y soltó una barbaridad.

¿De verdad acababa de ser tan tonto como para darle su nombre?

—Mmmmm, Myron —dijo como si estuviera probando una comida—, me gusta ese nombre, es tan sexy...

—Sí, bueno, gracias...

—Yo me llamo Tawny.

«Que te crees tú eso», pensó Myron.

—¿Cómo has conseguido mi teléfono, Myron? —continuó ella.

—Lo he visto en una revista.

—¿Qué revista, Myron?

El hecho de que no parara de decir su nombre le estaba empezando a poner nervioso.

—Pezones —le contestó.

—Oooooh. Me gusta esa revista. Me pone tan, ya sabes...

Estaba claro que aquella chica tenía el don de la elocuencia.

—Oye, esto... Tawny, me gustaría preguntarte una cosa sobre tu anuncio.

—¿Myron?

—Sí.

—Me encanta tu voz. Suena tan bien... ¿Quieres saber cómo soy físicamente?

—No, de hecho...

—Tengo los ojos marrones. El pelo largo y castaño, ligeramente ondulado. Tengo veinticinco años. Y mis medidas son noventasesenta-noventa. Copa C de sujetador y a veces D.

—Debes estar muy orgullosa, pero...

—¿Qué te apetece hacer, Myron?

—¿Hacer?

—Para divertirnos.

—Mira, Tawny, pareces muy amable, de verdad, ¿pero puedo hablar con la chica de la foto?

—Yo soy la chica de la foto —dijo Tawny.

—No, quiero decir, la chica que aparece en la foto de la revista justo encima de este número de teléfono.

—Soy yo, Myron. Yo soy esa chica.

—La chica de la foto es rubia y de ojos azules —dijo Myron—, y tú me acabas de decir que tienes el pelo castaño y los ojos marrones.

Win le hizo un gesto con los pulgares levantados, dándole un punto por la aguda visión de Myron Bolitar, un hacha de la investigación.

—¿En serio he dicho eso? —le preguntó Tawny—. Pues quería decir rubia con los ojos azules.

—Quiero hablar con la chica del anuncio. Es muy importante.

La chica bajó el tono de voz una octava más y dijo:

—Yo soy mejor. Soy la mejor de todas.

—Seguro que sí, Tawny. Suenas muy profesional, pero ahora mismo necesito hablar con la chica del anuncio.

—No está aquí, Myron.

—¿Cuándo volverá?

—No estoy segura, Myron. Pero tú ponte cómodo y relájate. Vamos a pasarlo muy bien...

—Oye, no quiero parecer grosero, pero es que no me interesa. ¿Puedo hablar con tu superior?

—¿Mi superior?

—Sí.

—¿No lo dirás en serio, no? —preguntó la chica con un tono de voz diferente, más natural.

—Sí, lo digo en serio. Por favor, dile a tu jefe que se ponga.

—Muy bien, como quieras —accedió—, espera un segundo.

Pasó un minuto. Luego dos. Win dijo:

—No va a volver. Sólo quiere ver cuánto tiempo se va a quedar esperando el tontorrón que ha llamado para meterse unos dólares en el bolsillo.

—No creo —repuso Myron—. Me ha dicho que le gustaba mi voz, que sonaba muy bien.

—Ah, perdona. Probablemente sea la primera vez que le ha dicho eso a alguien.

—Precisamente lo que estaba pensando. —Varios minutos más tarde Myron colgó el teléfono—. ¿Cuánto tiempo he estado?

Win consultó su reloj y dijo:

—Veintitrés minutos. —Luego cogió una calculadora y añadió— : Veintitrés por tres con noventa y nueve el minuto... —pulsó las teclas y dijo—: Te ha salido por noventa y un dólares con setenta y siete centavos.

—Menuda ganga —ironizó Myron—. ¿Y sabes qué? No me ha dicho ninguna guarrería.

—¿Qué?

—La chica del teléfono. No me ha dicho ninguna guarrería.

—Y estás decepcionado.

—¿No te parece un poco extraño?

Win se encogió de hombros y siguió pasando páginas de la revista, hasta que de pronto dijo:

—¿Pero tú te has mirado bien esta revista?

—No.

—La mitad de las páginas son anuncios de líneas eróticas. Esto debe ser un gran negocio.

—Sexo seguro —repuso Myron—. El más seguro de todos.

Se oyó a alguien llamar a la puerta.

—Adelante —dijo Win en voz alta.

Esperanza abrió la puerta y le anunció a Myron:

—Una llamada para ti. Es Otto Burke.

—Dile que voy ahora mismo.

La secretaria asintió en silencio y desapareció.

—Dispongo de tiempo libre —dijo Win—. Intentaré descubrir quién puso el anuncio. También nos va a hacer falta una muestra de la letra de Kathy Culver para poder compararla.

—Veré lo que puedo hacer.

Win volvió a juntar las yemas de los dedos, dándose leves golpecitos, y dijo:

—Supongo que, como habrás intuido, puede que esta fotografía no quiera decir nada. Lo más seguro es que todo esto tenga una explicación muy simple.

—Quizás —asintió Myron levantándose de la silla.

No había cesado de repetirse lo mismo durante las dos últimas horas, pero ya no se lo creía.

—¿Myron?

—¿Qué?

—¿No pensarás que ha sido una coincidencia, no? Me refiero al hecho de que Jessica estuviera abajo, en el bar.

—No, supongo que no —contestó.

Win asintió.

—Ve con cuidado —dijo—. Quien avisa no es traidor.

4

Maldito sea.

Jessica Culver estaba sentada en la cocina de la casa de su familia, en el mismo lugar donde se había sentado miles de veces durante su infancia.

Debería habérselo imaginado. Debería haberlo meditado a fondo, haber venido preparada para cualquier eventualidad. Y ¿qué había hecho en lugar de eso? Se había puesto nerviosa. Había dudado. Había ido a tomar una copa en el bar que estaba justo debajo de su despacho.

Tonta, tonta, tonta.

Y no sólo eso, sino que, además, él la había sorprendido y ella se había puesto histérica.

¿Pero por qué?

Debería haberle contado la verdad. Debería haberle dicho en tono neutro e indiferente la verdadera razón por la que estaba allí. Pero no lo había hecho. Estaba distraída y, de repente, había aparecido él, tan guapo y a la vez tan herido y...

«Jessie, por Dios, eres una imbécil...»

Hizo un gesto afirmativo para sus adentros. Pues sí. Imbécil de verdad. Y autodestructiva. Y un montón de adjetivos igualmente peyorativos que ahora mismo no se le ocurrían. Su editor y su agente no lo veían así, claro. A ellos les encantaban sus «flaquezas» (aunque así era como las llamaban ellos, ella las consideraba «imbecilidades»), e incluso la animaban a seguir con ellas. Eran lo que hacía que Jessica Culver fuera una escritora tan excepcional. Eran lo que le daba al estilo de Jessica Culver aquel «tono» tan particular (lo que, de nuevo, era la forma que tenían ellos de llamarlo).

Y tal vez fuera así. Jessie no estaba segura. Aunque una cosa estaba clara: aquellas imbecilidades flaqueantes le habían arruinado la vida.

«¡Oh, compadeceos del artista atormentado, pues el sufrimiento le hace sangrar el corazón!»

Descartó aquel tono socarrón haciendo un gesto negativo con la cabeza. Aquel día estaba especialmente introspectiva, aunque era comprensible. Había visto a Myron y eso la había llevado a plantearse muchos «¿qué habría pasado si...?», toda una avalancha de «¿qué habría pasado si...?»; de hecho, totalmente inservibles y vistos desde todos los ángulos y perspectivas posibles.

«Y si...», volvió a cavilar otra vez.

En consonancia con su típica forma de actuar, sólo había considerado «¿qué habría pasado si...?» en referencia a ella misma, excluyendo a Myron. Y ahora se preguntaba cómo habría sido para él, cómo habría sido realmente su vida desde que el mundo se desmoronó bajo sus pies, y no todo a la vez, sino a pequeños fragmentos que iban descomponiéndose. Cuatro años. No lo había visto desde hacía cuatro años. Había metido a Myron en algún armario de lo más recóndito de su mente y había echado el cerrojo. Había pensado (¿quizás esperado?) que así se acabaría todo, que la puerta del armario podría aguantar cierta presión sin abrirse. Pero al verlo hoy, al contemplar aquel rostro amable y bien parecido, aquella espalda tan ancha, al ver aquella mirada inocente en sus ojos, la puerta había saltado por los aires como en una explosión de gas.

Jessica se había visto superada por sus sentimientos. Le habían entrado tantas ganas de volver a estar con él que había tenido que salir corriendo de allí.

«Lo cual tiene mucho sentido —pensó— cuando se es una imbécil sin remedio.»