Muros de soledad - Antonio Gargallo Gil - kostenlos E-Book

Muros de soledad E-Book

Antonio Gargallo Gil

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Beschreibung

Muros de soledad se compone de las vivencias de nueve presos del Centro Penitenciario de Castellón I. Protagonistas que con gran generosidad comparten sus vivencias y el motivo que les ha llevado al mundo de la delincuencia, donde conoceremos de primera mano una realidad tan cruda que, en muchas ocasiones, supera incluso a la ficción. Un libro de caracter preventivo con el fin de que otras personas no caigan en los mismos errores que nuestros protagonistas, por ello serán muchos los institutos que lo introducirán en su Plan lector, porque concienciará a mucho jóvenes del peligro de las drogas y otros delitos. Un libro que se trabajó en el Centro de Menores de Picassent y que tocó la fibra de todos los jóvenes, para muchos, el único libro que les había gustado en toda su vida, hasta el punto que ellos mismos solicitaban leerlo.

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© CPFPA Victoria Kent, 2021

email: [email protected]

© Todos los derechos reservados a la escuela Victoria Kent de Castellón.

Coordinador del proyecto: Antonio Gargallo Gil

email: [email protected]

Depósito legal: CS 145-2021

Impreso en España

Índice

Prefacio.........................................................................Pag 6

Prólogo.........................................................................Pag 8

La chica de la bicicleta rosa ....................................Pag 11

Undeniable force (Fuerza innegable) ....................Pag 36

La tumba de los horrores..........................................Pag 67

Pajaritos de cartón.....................................................Pag 93

La abuela que cogió un avión y se largó...............Pag 115

El ladrón de almas......................................................Pag 132

Un jilguero entre barrotes.......................................Pag 157

Noa al desnudo............................................................Pag 183

Entre rejas y carmín..................................................Pag 207

Prefacio

“La educación se recibe en casa”. Cuántas veces he escuchado a mis padres pronunciar esas palabras en tono vehemente, sobre todo para corregir actitudes inadecuadas de un niño demasiado inquieto. Siempre pendientes, vigilantes ante cualquier deriva que me apartara de la dirección correcta. No tenían estudios pero, conscientes de la responsabilidad que adquirieron al convertirse en padres, pusieron todo su empeño en construir en mi interior un sólido armazón fraguado de afecto, firmeza y valores con el que he podido afrontar los desafíos de la vida, sintiéndome muy afortunado por haber recibido una herencia tan valiosa.

Buena parte de los relatos que contiene este segundo volumen de Muros de Soledad retratan con crudeza infancias desgraciadas sazonadas de malos tratos, abandono e indiferencia. Un panorama desolador para cualquier niño, presagio de un itinerario vital repleto de heridas que desemboca en un adulto difícil de reconstruir. Seguramente se les han proporcionado alimentos y educación porque son derechos que obligan a las instituciones, pero ninguna institución puede superar la seguridad afectiva y la estabilidad emocional que ofrece un verdadero hogar.

Sin embargo, considero que una infancia desgraciada no debe abocar necesariamente a la delincuencia. Esta es una opción que genera dolor a quien la ejerce y también, e injustamente, a quien la padece. Por eso este libro te llevará a sentir emociones encontradas. Unas veces, empatía y compasión; otras, rechazo o repulsión, pero casi nunca indiferencia.

En esta ocasión cinco profesores del claustro nos hemos implicado en revisar minuciosamente cada texto para ofrecer al lector un producto de calidad. Agradezco a las profesoras Carmen, Victoria, Fanny, Pilar, Ana, Miriam y a Antonio como coordinador del grupo, los momentos de debate vividos en torno a una coma, un sinónimo, una metáfora o un adverbio y sobre todo por creer en su trabajo y querer a sus alumnos con independencia de sus actos.

Os invitamos a saltar el muro para conocer mejor el mundo de las prisiones y los prisioneros, en definitiva una parte de vuestro mundo, una parte de vuestros semejantes.

Francisco Javier Bou Lloret

Director de la Escuela de Adultos Victoria Kent

Prólogo

Me gustaría presentarles el segundo libro que escribimos en el Centro Penitenciario de Castellón I. Un proyecto llevado a cabo gracias al claustro de profesores de la escuela FPA Victoria Kent que con ilusión trabaja cada día para dar lo mejor de nosotros mismos a todos esos internos que, por una razón u otra, acaban encerrados entre estos muros de soledad.

Cuando publicamos el primer libro, no sabíamos la magnitud del proyecto ni cómo sería acogido y, sin duda alguna, podemos asegurar que recibió el interés tanto de internos como de funcionarios, y no solo eso, sino que también se trabajó en el Centro de Menores de Picassent, donde al director y a un servidor nos invitaron a dar una charla a esos muchachos que, a corta edad, se introducen en el mundo de la delincuencia. Fueron varios los que rompieron a llorar mientras nos escuchaban, mostrando un profundo arrepentimiento. Por comentar una anécdota de aquella experiencia, os compartiré que el libro fue un éxito entre aquellos jóvenes. Recuerdo a una chica que se acercó a mí y me dijo: «Es la primera vez que leo un libro y me gusta. Realmente me ha tocado. ¡Gracias!».

Y es que en Muros de soledad podemos encontrar algo que no es fácil: ¡la autenticidad! Realmente es un ejercicio de generosidad por parte de los internos que han querido compartir su historia y mostrar tanto lo bueno como lo malo. A nadie le resulta difícil hablar de los éxitos, pero ¿quién es capaz de sacar todas las miserias que uno ha cometido y mostrar las heridas más profundas del corazón? ¡No es fácil! Sin embargo, ello conlleva un premio, y es que el lector empatice y pueda replantearse su vida. Sin duda alguna es un libro preventivo, porque el joven que lo lee ya no queda indiferente. También es un libro capaz de producir modificaciones de conducta en aquellos internos que descubren entre sus líneas que el camino que llevan no es el correcto y que desean otra vida: el sendero que les conducirá a la libertad.

Querido lector, si eres un interno, te invito a leerlo con la mente abierta al cambio. Apechuga con tus errores, paga lo que tengas que pagar por ellos, pero tu reinserción empieza desde el momento que entras en prisión. Tú tienes el timón de tu vida: o das un giro de 180 grados o nunca serás capaz de salir del pozo. Si tomas drogas, te invito a tomar conciencia de que eso no te soluciona nada, sino que te conduce a la muerte en vida; por tanto, de ti depende. De nada sirve echar balones fuera y buscar culpables. El cambio empieza ahora, porque si lo dejas para mañana, no estás haciendo otra cosa que mentirte a ti mismo y poner un muro de excusas en el que sin darte cuenta estás construyendo tu propia tumba. Si eres un funcionario, te permitirá conocer, no solo al preso, sino a un ser humano sufriente que necesita ayuda y por el que hay que luchar para su reinserción. Si eres un joven con problemas, lee y relee el libro, porque aunque pienses que eres fuerte y nada te puede pasar, sin darte cuenta puedes perderte toda tu juventud entre barrotes, como les está ocurriendo a muchos de nuestros protagonistas. Si eres un lector sin problemas, te servirá para tener una visión del interno, que muchas veces dista de la realidad, otras no, bien es cierto, pero nosotros queremos trabajar con personas que reconocen con valentía sus errores y quieren poner todo de su parte para salir de ellos y empezar una nueva vida. Si eres maestro, entra sin prejuicios y abre tu mente a un nuevo estilo de enseñanza, donde el lado humano prevalece sobre los contenidos didácticos. Queremos ayudar a todos nuestros alumnos a superar esas barreras y nada mejor que la educación para ello. Asistir a la escuela es una oportunidad que muchos no tuvieron; así que, si estás en prisión, ¡no te la pierdas porque aquí te sentirás libre! Mejor aprender y hacer algo útil que estar perdiendo el tiempo en el patio. No sirve de nada ir de víctima, sirve convertirse en un resiliente. ¡Tú decides!

Finalmente, os invitamos a hacernos llegar vuestra opinión sobre la lectura de este libro de relatos que con tanto cariño hemos realizado, pues es un libro sin ánimo de lucro, gratuito para todos, pero vuestras opiniones pueden animar a esos protagonistas que siguen luchando para salir del pozo.

Don Antonio Gargallo Gil

Maestro de la Escuela de Adultos Victoria Kent

La chica de la bicicleta rosa

¡No podía creerme la noticia! Las nubes ensombrecieron y dejaron el cielo pintado de color ceniza. Mi corazón se rompió en dos como las aguas del Danubio que dividen Budapest, la ciudad que me vio nacer. Sus aguas se fundieron con mis lágrimas al conocer la noticia más triste a la que se puede enfrentar un ser humano: la pérdida de un ser querido.

El hombre que me acunó en sus brazos como un padre nos dejaba súbitamente. ¡Ni siquiera tuvimos tiempo de despedirnos de él! El corazón de mi abuelo, el que adoptó la figura paterna porque nunca conocí a mi padre, dejó de latir cuando más lo necesitaba. Tenía doce años y aquel instante marcaría un punto de inflexión en mi vida, una vida que vivió la transformación inversa a la de una mariposa, pues me desprendí de mis alas y acabaría como ese gusano que despierta de la crisálida y quiere crecer para volar.

Atrás quedarían esos paseos inolvidables por la isla Margit a orillas del Danubio. Allí me sentaba junto a él para ver los animalitos; después jugábamos, conversábamos, paseábamos a nuestra perrita y, de la noche a la mañana, ya nunca más podría volver a vivir esas experiencias con un ser que era todo bondad.

El tiempo transcurría con la voracidad de un niño hambriento con un pastel entre sus manos. Una tarde, cuando comenzaba a oscurecer, me reuní con mi mejor amiga para quedar con otros amigos. Por aquel entonces tenía trece años, la edad en la que una desea probar cosas nuevas y más cuando en tu interior tienes un vacío que no sabes cómo llenar. Quedamos en la casa de un amigo en las afueras de Budapest, en un precioso chalet. Desde un principio sabíamos a lo que íbamos: a fumar hierba por primera vez. Queríamos descubrir qué se siente, qué efectos produciría en nuestro cuerpo. ¡Estábamos expectantes!

Subimos a la planta de arriba, donde no nos podrían descubrir. Éramos cuatro y pronto empezó la función. La primera calada no me hizo sentir nada pero, a medida que íbamos fumando, los efectos no tardaron en aparecer. Empezamos a reírnos sin parar, a hacer tonterías y, la verdad, me lo pasé genial. Fue una tarde diferente, entre risas y carcajadas, que aún a día de hoy me hacen reír, inconsciente de que ahí comenzaría una fuerte adicción que continúa hasta la fecha de hoy.

Al poco tiempo ya estaba fumando hierba diariamente porque me hacía sentir bien. Después empecé a coquetear con el éxtasis y, posteriormente, con el speed. ¡Me encantaba la droga! Me daba mucha energía, alegría, vitalidad. Diariamente tomaba drogas, principalmente hierba.

Progresivamente fui perdiendo interés en los estudios y en todo lo que hacía. Solo tenía interés en irme de fiesta, salir con chicos y pasármelo bien. A pesar de tener grandes capacidades para pintar y haber podido dedicarme a las Bellas Artes, lo dejé todo por la droga.

Cuando cumplí dieciséis años intenté entrar en el mundo de la moda. Al ser alta, delgada, morena, natural y, según la gente, muy guapa, no tuve problemas para hacer un casting y un portfolio para trabajar de modelo. Enseguida me llamaron, pero tuve que inventarme una excusa porque no estaba en condiciones: ¡iba completamente colocada!

En cuanto acabé la educación obligatoria me puse a trabajar en el Burger King. Lo cierto es que me encantaba trabajar allí porque estaba siempre rodeada de gente joven. Pero no solo me agradaba la gente joven, sino que muy pronto me di cuenta de que me atraían los hombres maduros, por eso acabaría teniendo una relación con el encargado del local que era doce años mayor que yo.

Estuve trabajando allí durante un año y medio, hasta que me echaron por no cumplir con sus expectativas. Decían que gritaba mucho, que me comportaba de una manera muy infantil y que me entretenía hablando con los clientes en lugar de hacer el trabajo.

Después seguí buscando empleos, pero ninguno me duraba más de tres meses. ¡No me gustaba trabajar! Mi única ilusión era drogarme y vivía para ello, pero la droga es muy cara y como no tenía dinero suficiente empecé a robar a mi familia… Me cuesta seguir narrando esta historia, las lágrimas me inundan los ojos solo de pensar en el daño que causé a mi madre y a mi padrastro.

¡Cuánto sufrimiento les he causado! No puedo olvidarme de aquella vez que robé a Gustavo, la pareja de mi madre, el único recuerdo que tenía de su padre: una cadena de oro con una cruz. Se sintió traicionado y es algo que nunca seré capaz de perdonarme. ¿Cómo pude ser tan mezquina? Una mezquindad que no acabó ahí, pues la droga me cegaba y seguía robándoles sin compasión. Como aquella vez que le robé un clarinete con botones de plata, una auténtica joya instrumental de gran valor, sobre todo sentimental. Encima, como era una ignorante, el dueño del establecimiento donde lo vendí, no tuvo escrúpulos y me engañó: ¡me dio tan solo cuarenta euros por aquella reliquia!

Tampoco puedo olvidar la vez que le robé a mi madre una cubertería de plata que había sobrevivido a dos guerras y que siempre permaneció en la familia, pero la droga es tan poderosa que es capaz de vencer una guerra, una familia y dominar todo tu ser.

Aquellos actos pesaban tanto en mí que ni siquiera podía dormir. Tenía miedo de que entrasen en mi habitación y me riñeran por haberles robado, pues siempre tenía la esperanza de que no se diesen cuenta.

Era una rebelde sin causa, una cabeza loca que vivía sin brújula, sin un sentido en la vida y con un vacío interior que siempre he intentado llenar con la droga. Un sentido que todavía no he encontrado a mis veintinueve años, porque la droga tiene unas raíces que crecen en tu interior como la mala hierba de un campo que resulta muy difícil de eliminar. Hay días que tomo conciencia de que no voy por buen camino, de que la droga está consumiendo mis días como un cigarro que se quema y deteriora tu cuerpo sin apenas darte cuenta. Sueño con tener un hijo para poder sentir ese sentimiento tan bello que solo conocen las madres y poder llenar los muros de soledad que recubren mi corazón. Entonces ya no necesitaré drogarme porque tendré una motivación en la vida, pero el problema es que todavía no soy capaz de llevar a cabo ese sueño, porque al día siguiente mi cuerpo vuelve a pedirme la droga y el deseo irresistible vence a todo sueño. A veces me siento como una soldado que lucha en una batalla perdida, pues no he conseguido estar más de una semana sin saborear la heroína o el crack. De hecho, mi madre me dijo en una ocasión que las drogas eran mi nueva familia. Me sentí fatal ante esas palabras, pero sé que si las dijo es porque siente que les he abandonado y no creo que sea fácil para una madre ver cómo su hija se pierde por los derroteros de la muerte.

¡Qué difícil me está resultando contar mi historia! He usado todo el papel que tenía y no puedo dejar de llorar.

Es ahora, mientras comparto mi historia con don Antonio, aunque a mí me gusta llamarle Toni, que siento por primera vez en mi vida que quiero dejar la droga. He ido a muchos psicólogos, pero ninguno ha conseguido ayudarme o sacarme las cosas que llevaba dentro de mí, pero él ha sabido ahondar dentro de mi corazón y hacerme reflexionar acerca del sentido de mi existencia. Deseo con más fuerza que nunca descubrir las maravillas que nos puede dar la vida, como ser madre, y romper las cadenas que me han atado a la droga hasta el momento. ¡Y sé que lo vamos a conseguir!

A los dieciocho años empecé a trabajar en una tienda de ropa ubicada en el centro de Budapest, junto a la estación de trenes. Por allí pasaba a menudo un chico moreno de ojos verdes, musculoso, con tatuajes en los brazos y siempre que pasaba por la tienda me miraba y me sonreía, hasta que un día se acercó y me tocó la espalda. El corazón se me disparó de la emoción. Hacía semanas que esperaba diese ese paso para poder conocernos y ese sueño se cumplió como el de una princesa que espera a su caballero. ¡Me lo pasaba genial con él!

Todo fue muy rápido, a pesar de que no nos entendíamos porque él era rumano y apenas hablaba húngaro. En menos de una semana estaba viviendo con él en un apartamento de grandes dimensiones donde habitaba otra familia; sin embargo, a mí no me gustaba compartir el piso con unos desconocidos, por ello le propuse irnos a vivir a casa de mi abuela.

Cuando llevábamos un par de meses saliendo juntos, me propuso irnos a vivir a España porque decía que tenía amigos, trabajo y un hogar donde residir. Me dijo que hasta que aprendiese español, podría quedarme en casa mientras él trabajaba. ¡No lo dudé! A la semana estábamos metidos en un autobús en dirección a Castellón. ¡Qué horror! El olor humano era nauseabundo y así sería hasta Perpignan, cuando la policía detuvo el autobús en la frontera e hicieron descender a Adrián porque tenía la entrada prohibida en España.

¡Me quedé de piedra! No paraba de preguntarme la razón por la cual tenía vetada la entrada al país del sol. Me dijo que era por algunos robos que había cometido en el pasado, pero que ya no quería seguir por ese camino. Como no teníamos dinero, me hizo vender mi móvil diciéndome que en España me compraría uno mejor, con lo cual perdí la comunicación con toda mi familia y amigos; no obstante, previamente me hizo llamar a un muy buen amigo mío para que me enviase dinero por medio de Western Union para poder atravesar el país de manera clandestina. En media hora ya teníamos los trescientos euros que ingresó mi amigo y los setenta euros que me dieron por el móvil.

Al día siguiente Adrián contactó con un marroquí para que nos llevase a España a través de los Pirineos. Todo transcurrió con normalidad, aunque yo sentía correr la adrenalina por mi cuerpo ante la aventura que estábamos viviendo. Después cogimos un autobús hacia Castellón y llegamos sin mayor contratiempo después de haber estado viajando durante una larga semana.

Lo que no me imaginaba es que iríamos a vivir a una vieja casa repleta de cucarachas y suciedad, algo totalmente tercermundista, aunque por amor no me importó.

Al día siguiente me informó de que, como había podido observar, él no podía trabajar, pero que yo podría empezar como camarera en un restaurante de un amigo suyo.

Esa misma tarde fuimos a un restaurante y me presentó al dueño, pero como no sabía español no me enteré de nada.

Después de la entrevista nos fuimos a un bazar chino a comprar ropa, pero me sorprendió que quisiese comprar ropa muy provocativa. Imaginé que querría vivir fantasías conmigo.

Por la tarde me llevó de nuevo al restaurante para comenzar con mi nuevo empleo; sin embargo, entramos por la puerta trasera, algo que me llamó la atención. ¿Por qué no entrábamos por la puerta del restaurante? No tardé en averiguar el motivo.

Adrián tocó el timbre y abrió el dueño. Empezaron a hablar y fue cuando vi cómo pasaba por detrás del dueño una mujer vestida en ropa interior: ¡era una prostituta!

Me asusté. ¡No sabía ni qué hacer! El miedo se apoderó de mí porque me estaban conduciendo sin yo saberlo al mundo de la prostitución.

¡Me negué rotundamente! Pero Adrián me decía que si no lo hacía dormiríamos en la calle porque no teníamos dinero y que solo sería un tiempo hasta que él pudiese trabajar.

Sola, en un país extranjero, sin saber el idioma, sin medios. ¿Qué podía hacer? Al final consiguió convencerme, pues era la única persona que conocía y, a pesar de todo, confiaba en él.

Me dejaron con la Mami, una mujer muy amable que se encargaba de cobrar a los clientes y consolar a las chicas, porque muchas de ellas estaban sufriendo un calvario. La mayoría eran rumanas, las veía llenas de moratones, con un miedo desgarrador que con tan solo verlas se me encogía el alma.

Me enseñó la habitación donde tendría que estar con los clientes. Era una habitación amplia, pintada con colores cálidos, acogedora, con un baño y una cama de matrimonio. Tenía una colcha a juego con las paredes y las cortinas decorativas le daban un toque romántico.

La Mami me acompañó hasta el bar donde estaban los clientes. Me había informado de que tendría una comisión del 50% por cada copa a la que fuese invitada, es decir, quince euros, y cuarenta euros por cada media hora que pasase con un cliente. A su vez me informó de que debía elegir un nombre, una forma de ocultar nuestra verdadera identidad. Elegí el nombre de Nadia.

Estaba nerviosísima, temblando como un flan de gelatina. Me senté en un rinconcito, maldiciendo el estar allí y con el deseo de hacerme invisible o de despertar de aquella pesadilla sin fin.

Desde allí observaba al resto de prostitutas, sorprendida de ver cómo las rumanas acechaban a cada cliente que entraba. Enseguida aprendí que si no llevaban dinero a su chulo, les daban palizas, por ello actuaban como águilas hambrientas en busca de una presa.

Pronto se me acercó un hombre italiano de unos cincuenta años de edad, muy elegante y educado. Me invitó a tomar una copa e intenté comunicarme con él como buenamente pude. Al cabo de una hora me sugirió subir a mi habitación y acepté. Estaba tensa, pero él me tranquilizó porque me trataba con delicadeza. Sería mi primer cliente y, a partir de ese momento, se convertiría en un cliente habitual.

Aquella noche conseguiría mis primeros 85 euros y, lo cierto, es que no me resultó tan difícil como me imaginaba.

A las cinco de la mañana concluyó mi jornada. Mi novio vino a recogerme y enseguida me preguntó cuánto dinero había conseguido. Se lo mostré y se lo metió en el bolsillo, dado que él se encargaría de toda la manutención y gastos que pudiésemos tener.

Era una prostituta diferente, pues no iba nunca tras los clientes, sino que esperaba que ellos viniesen a mí. Si me resultaban atractivos accedía a estar con ellos y si no los rechazaba. Eso suponía que alguna noche consiguiese poco dinero y ahí fue cuando comenzó realmente mi pesadilla. Fue al cabo de una semana, cuando mi novio se enteró de que rechazaba a clientes y por ello empezó a golpearme con furia, como si fuese un muñeco de trapo. Me caían puñetazos por todos los lados y lo peor de todo es que no podía defenderme ni huir porque estaba encerrada en su casa. ¿Adónde podía ir?

Viví por primera vez la experiencia del maltrato físico, esa vorágine de sentimientos en el que un día deseas estar con esa persona porque ves todo lo bueno que hay en ella y te trata como una princesa, mientras otros días me enfrentaba a un diablo de cuyo infierno solo ansías salir. Me educaba a base de palos, si traía dinero era sumamente atento conmigo e incluso nos lo pasábamos muy bien, de modo que se convertía en una especie de bálsamo a los malos momentos que me hacía pasar. Era como una droga, que un día deseas dejarlo, pero otro solo deseas estar con él. Una dicotomía que te carcome por dentro, te paraliza y merma tu autoestima hasta niveles tan bajos que llegas a aceptar ese maltrato, sintiéndote incluso culpable por no cumplir sus expectativas. Y eso que el primer mes conseguí muchísimo dinero, en torno a los seis mil euros.

¡Todo se lo quedó él!

Mi vida iba a la deriva, pero todavía no había tocado fondo. Una noche, mientras estaba con un cliente que se había convertido en un buen amigo mío, me dijo en tono preocupado: «Nadia, ¿no te das cuenta de que estás embarazada? ¡Se te nota un montón!». Le miré con cara de incredulidad, pero sabía que quizás tuviese razón porque estaba sufriendo cambios fisiológicos, como tener más pecho, no me venía la regla, tenía más barriguita… Y, efectivamente, cuando me hice la prueba dio positivo. ¡Estaba casi de tres meses!

La noticia me vino como un baño en un glaciar. ¿Cómo podía tener un hijo y formar una familia con un hombre que no hacía otra cosa que pegarme y faltarme al respeto? Solo veía las cosas negativas de un ser sin escrúpulos, algo que me hizo despertar de mi letargo y empezar a desear dejarle definitivamente.

Le di la noticia a Adrián y con ella mi decisión de abortar. Por primera vez lo vi llorar. Me suplicó de rodillas que no abortase, pero mi decisión era firme.

Las chicas me ayudaron a reunir los quinientos euros que me costaría el aborto y, a la semana, me fui a la clínica Acuario de Valencia, sin ser consciente de que quitaba una vida; algo en lo que años después sí pensé, porque un acto así no se puede olvidar.

Al cabo de un mes y medio no podía soportar más esa convivencia bipolar de hoy te quiero con locura y mañana te quiero matar. Me sentía dolida, putrefacta y profundamente herida al tener que soportar tantas vejaciones y abusos, así que un día quise poner fin a una relación tóxica que solo me producía sufrimiento. Tuvimos una fortísima discusión el día que le dije que me iba de allí. Empezó a golpearme con furia e intentaba retenerme por todos los medios, hasta que le mordí en el brazo dejándole un trozo de carne colgando.

Le llegué incluso a acompañar al médico para que le pusiesen puntos en el brazo. Todavía tengo en mi recuerdo esa sensación repugnante de sentir cómo mis dientes entraban en su carne…Pero aquello sería lo último que haríamos juntos porque, cuando entré en el club, ya no salí. Me alquilé una habitación allí y durante tres semanas no pisé el exterior, por miedo a encontrármelo, pues él tenía la entrada vetada al club porque en una ocasión abusó de una de las chicas y ya no le dejaron volver a entrar.

Fue una liberación, ya no tendría que dar cuentas a nadie, sino que trabajaría para mí. Mi objetivo era conseguir mil euros para regresar a mi país, aunque sufrí un grave contratiempo. Cuando llevaba seiscientos euros ahorrados, uno de mis clientes rumanos me robó todo el dinero que tenía en un cajón de la mesita.

Estaría otro mes y medio en el club, un tiempo del que guardo gratos recuerdos porque no estaba obligada a tener sexo con cualquiera, sino con quien yo quería. Había días que simplemente me tomaba las copas a que me invitaban los clientes y con ello pagaba los veinte euros que me costaba la manutención e incluso me quedaba remanente.

El punto de inflexión vendría el día en el que se formó un fuerte alboroto en el club. En el exterior de la entrada había dos mujeres gritando como poseídas. ¡Venían a por sus maridos! Como el género humano es cotilla por naturaleza, salimos todas las chicas a ver el espectáculo. Sería allí cuando observé una perrita que paseaba por las inmediaciones. Me cautivó más que el morbo de ver el triste espectáculo de dos mujeres desesperadas por recuperar a sus maridos. Me dirigí a ella, la acaricié y al momento apareció su dueño: un chico rondando los cincuenta, alto, muy delgado, rapado y con los ojos color esmeralda. Vestía una chaqueta de piel que le llegaba hasta las rodillas y unos pantalones vaqueros. Enseguida conectamos, pues Cupido hizo de las suyas y lanzó dos flechas que penetraron en nuestros corazones. Me dijo que se llamaba Germán y, para mi sorpresa, vivía en un aparcamiento, en su coche. Venía de Madrid, pero me comentó que ya había vivido en Castellón y que estaría un tiempo por aquí.

La conexión fue tan grande que me invitó a que fuésemos a dar un paseo, pero le dije que estaba trabajando en el club y que no podía. Entonces me sugirió reservar tres horas conmigo. A pesar de que vivía como un vagabundo, tenía muchísimo dinero ya que acababa de recibir una importante herencia tras el fallecimiento de su padre, quien había desarrollado un importante negocio de jamones.

La discusión de aquellas dos mujeres llegó a su fin cuando salieron sus respectivos maridos y ya no sé qué ocurrió entre ellos porque Germán y yo nos subimos a la habitación.

Germán era un tipo peculiar. ¡Era como mi alma gemela! Nos parecíamos muchísimo, hasta el punto de ser igual de hiperactivos, que no puedo parar y soy un torbellino fruto de la hiperactividad que arrastro desde la niñez y por la cual he llegado a estar tratada. Una disfunción que ha empeorado con la ingesta de drogas, pues me resulta imposible estar quieta y mi nerviosismo consigue irritar a muchas personas, especialmente en la cárcel, donde muchas presas la tienen tomada conmigo y hasta me he llegado a pelear, llegando a las manos, con una compatriota. Lamentablemente, no solo mi cerebro no permite el flujo de neurotransmisores encargados de transmitir los mensajes de neurona a neurona, sino que he visto cómo mi memoria se ha visto gravemente afectada y tengo muchísimas lagunas, tantos vacíos mentales que en la cárcel averigüé que tenía un año más de los que yo pensaba y que en breve iba a cumplir los treinta. ¡No me lo podía creer!

Germán me sorprendió al entrar en la habitación: no quiso que pusiese las monedas que encienden la luz y hacen la cuenta regresiva del tiempo que tiene contratado el cliente. Se notaba que estaba acostumbrado a visitar prostíbulos, por ello sacó de su chaqueta unas velas para ahorrarse la luz y ganar tiempo, algo que consiguió despertar en mí una gran carcajada. ¡Era muy original! Y como a mí tampoco me importó, porque quería conocerlo mejor, le permití ese lujo.

A continuación sacó una cuchara donde vertió cocaína con un poco de bicarbonato y agua. Puso el mechero debajo de la cuchara y, poco a poco, le fue dando calor hasta que el bicarbonato se deshizo y se quedó la base —también conocida como «crack»—. ¡Era la primera vez que fumaba cocaína! La ingesta de esa droga me dio la sensación de llevar un casco de moto puesto en la cabeza, acompañado de un fuerte y constante pitido de oídos, junto a otras sensaciones que jamás había experimentado con otro tipo de drogas. Me sentía eufórica y, a la vez, tensa, una sensación indescriptible y sumamente placentera. Así nos pasamos las tres horas, hablando y drogándonos. Por primera vez supe lo que era fumar base, una adicción que he arrastrado hasta el día de hoy. Es algo sumamente poderoso. No necesitas comer, solo piensas en repetir una y otra vez para no perder esa sensación. Puedes pasar días y noches sin dormir, consumiendo sin parar, teniendo paranoias cada vez más fuertes y viendo cómo los días pasan como si estuvieses viviendo en otro mundo, completamente evadida de la realidad. Un mundo donde era feliz, pero en el que tus motivaciones se reducen a una: ¡la de conseguir droga a toda costa!

La historia con Germán era de lo más rocambolesca, pues dormía en el coche debajo de mi ventana. Ponía la música a toda máquina para que escuchase las canciones románticas que quería dedicarme y yo bajaba para pasar un rato con él y con su perrita Kika.

Pronto se convertiría en mi único cliente, pues las noches las pasaba con él.

Un día tuvimos una conversación muy divertida. ¡Me hizo soñar! Me preguntó dónde me gustaría vivir y yo le dije que en la playa, porque soy de un país que no tiene mar ni palmeras.

Un par de días después me dijo que cogiese todas mis cosas que ya no iba a volver más al prostíbulo, que tenía una sorpresa para mí.

¿Podía salir por fin de allí? ¡No lo dudé!

Dejar el prostíbulo era toda una liberación para mí, así que no dudé en preparar mi maleta y marcharme para nunca más volver. Me dejé llevar por el romanticismo que suponía irme con el hombre del que me había enamorado y con quien me divertía a morir.

Metimos las cosas en el coche y me llevó a la playa, a un paraje precioso. Me sorprendió cuando metió el coche dentro de una urbanización y aparcó en su interior.

Descendimos y me dijo con una mueca en sus labios: “Bienvenida a tu nuevo hogar, he comprado el apartamento de tus sueños”.

¡No me lo podía creer! Pensé que me estaba vacilando.

Subimos al segundo piso, puso las llaves en la cerradura y a al abrir me di cuenta de que estaba viviendo un cuento de hadas. Era un apartamento precioso, muy acogedor y con vistas al mar.

Fue una historia de amor extravagante, onírica, fuera de lo común. Me compraba oro, ropa, regalos muy caros y me sentía su princesa. Vivíamos de los ahorros de Germán y nos pasábamos el día drogándonos. Con él descubriría la heroína y me hice adicta a ella porque me tranquilizaba y contrarrestaba la cocaína. Me gustaban mucho los efectos de la heroína, a pesar de su amargo sabor. La heroína me dejaba completamente relajada, una sensación muy agradable que tu cuerpo solo quiere repetir una y otra vez. El organismo se hace tan dependiente de la heroína que si no la tienes empieza el mono: tienes diarrea, frío, temblores, te caen las lágrimas, te retuerces del dolor de estómago, te duelen lo riñones y hasta la piel. ¡Te sientes tan mal que incluso querrías salir de tu propio cuerpo ante tanto sufrimiento! Para mí, no hay nada peor. Es lo más doloroso que he vivido nunca, de ahí que resulte tan difícil dejar la heroína.

Estuvimos juntos dos años, pero no todo fue una historia idílica. Germán sufría graves paranoias, ahora sé que se trataba de una esquizofrenia y que una gran parte de drogadictos acaban teniendo esa enfermedad. A veces venía con la paranoia de que tenía un amante escondido en la habitación; cogía un cuchillo y empezaba a buscar ese fantasma que solo existía en su imaginación. Luego compró una escopeta y hasta llegó a pegar algún tiro, lo cual me empezó a dar miedo porque virutas de azulejos saltaban y se clavaban en nuestra piel. Tampoco soportaba el olor a amoníaco, pues el hombre pensaba que si rociaba la casa con amoníaco el amante saldría. Una paranoia constante y repetitiva. Hasta llegó a poner silicona en las ventanas para que no entrase el amante, sospechando del vecino.

Al final, estaba tan esquelética, tan podrida por dentro y con tantos problemas de convivencia con Germán que decidí regresar a mi país.

Me fui a vivir a casa de mis padres, empecé a trabajar en una pastelería, a estudiar por las tardes y así pasaría cuatro meses, hasta el día que conocí a un compañero de clase que tomaba heroína. Sin saberlo sería el punto de inflexión más grave que he sufrido en mi vida, dado que me fui a fumar heroína con él y lo que no sabía es que en mi país la heroína es muy pura, nada que ver con la heroína en España. Es tan pura que cuando la fumas no paras de vomitar y te deja completamente noqueada, adormecida, que hasta te caes de la silla sin apenas darte cuenta. Una sensación muy placentera y extremadamente adictiva, tanto que desde ese día no dejé de pensar en ella y de consumirla hasta hace un año.

Mi madre se percató de que no había dejado la droga, a través de pequeños detalles como pedirle dinero para tonterías o ropa que luego no compraba. Sospechas que acabé confesándole porque estamos muy unidas afectivamente. Ella insistía en que entrase en un centro de desintoxicación, pero yo no quería.

Como estaba muy enganchada y no soportaba la presión de mi madre y de mi padrastro, decidí regresar a España con Germán, quien insistía en que regresase e incluso me pagó el billete.

Por teléfono me dijo que ya no viviríamos en el apartamento, sino que ahora lo haríamos en un adosado con jardín como okupas. Me alegré muchísimo de saber que su situación había mejorado, teniendo en cuenta que son muy pocas las personas propietarias de un adosado en la playa.

Sería al llegar al adosado cuando descubriría el significado de la palabra okupa, que en su momento no me decía nada. ¡Qué decepción me llevé! Germán había perdido toda su herencia y de ser un hombre rico, acabó convirtiéndose en un mendigo pidiendo dinero en Mercadona.

¡Todo lo había perdido por culpa de la droga!

—Aquí no voy a vivir —le dije yo porque ni siquiera podíamos entrar por la puerta, sino por la ventana. No teníamos agua y me sentía insegura porque igual que entrábamos nosotros podría hacerlo cualquiera.

—Vamos a estar genial, ya verás. ¡Hasta tenemos luz! —repuso con entusiasmo.

Al cabo de una semana, harta de las paranoias de Germán y de una vida insoportable, decidí irme de allí con una conocida llamada Cristina, una joven experta en obtener provecho de la mendicidad: ¡sacaba hasta 150 euros! Una verdadera maestra, pues imitando su técnica conseguía entre 80 y 100 euros al día.

Germán consiguió dar con nuestro paradero y también se metió de okupa en la obra donde nos refugiábamos. Afortunadamente solo estaría allí un par de semanas porque conocí a Ricardo, un hombre 13 años mayor que yo, también drogadicto, que se dedicaba a pintar y que siempre me decía cosas bonitas cuando me veía.

Al cabo de una semana ya estábamos viviendo en el chalet que tenía en Castellón. Era un hombre completamente diferente a Germán: muy tranquilo, atento, servicial y me trataba como a una princesa. Realmente se enamoró de mí y prueba de ello eran todos los gestos de ternura y dedicación que me prodigaba.

Mientras él trabajaba, yo me iba a mendigar con la bicicleta rosa que me regaló un amigo. Era un fantástico medio de transporte, dado que no me suponía ningún coste y era una auténtica liberación para mí. Me encanta ir en bicicleta y sentir la sensación del aire acariciando mi piel,

¡es como volar! Disfrutaba llevando un ritmo alto y adelantando a todos los coches. Me movía tanto con la bici que al final me conocían como la chica de la bicicleta rosa. Me sentía tan cómoda en ella, que hasta iba sin manos y haciendo imprudencias, lo que supuso que en una ocasión atropellase a un abuelito que, encima, me dio cinco euros por compasión. Aunque no todo fue de color de rosa, pues las imprudencias se pagan y en una ocasión me atropelló un coche a la salida de un garaje. ¡Es lo que sucede si vas sin manos y sin frenos! Durante un mes no pude caminar; no obstante, en cuanto me recuperé, volví a coger la bicicleta pero, como no cambié mi forma de conducir, tuve otros dos accidentes que me han dejado varias cicatrices en la pierna y en la barbilla.

La relación con Ricardo duraría en torno a los tres años, hasta que cumplí los veintiocho. Estuve muy feliz a su lado, lo apreciaba, y nunca me faltó de nada, pero no le amaba. Todo empezaría a cambiar cuando regresé a mi país porque quería ver a mi familia y desde España Ricardo me enviaba las botellas de metadona. Allí estaría medio año, aunque no dejaba de drogarme: por la mañana me tomaba la metadona para poder tener fuerza para sacar dinero y luego comprar heroína.

Cuando regresé a España vi a Ricardo con otros ojos. Había cogido peso porque se estaba quitando de la droga, lo cual a mí no me gustaba. Yo quería al otro Ricardo, aquel con quien íbamos toda la noche por ahí colocados y haciendo diabluras. Poco a poco me iba desencantando y fijándome en otros chicos, hasta que decidí poner fin a una relación que para mí había muerto hacía tiempo. Mis sentimientos eran de una profunda amistad, que hasta la fecha de hoy sigue y de hecho lo considero uno de mis mejores amigos, aunque él sigue enamorado de mí.

No tardaría en empezar a salir con José, el amor de mi vida. Lo conocí en el Barranco drogándome y cada vez que se cruzaba conmigo en el coche paraba y me decía algo. Desde el primer momento me pareció un hombre muy atractivo: ojos color café, pelo negro, de mi altura, muy delgado, diez años mayor que yo y con una sonrisa preciosa. ¡Me encantaba todo de él! Su forma de hablar me encandilaba y todo su ser me enamoraba. ¡Sentía que era mi alma gemela! Éramos muy parecidos, incluso igual de egoístas e hiperactivos.

José trabajaba de albañil, estaba casado y con dos hijas, pero tenía problemas en su familia porque se drogaba. Tenía cariño hacia su mujer, pero no la quería, lo que hizo que se decidiese por mí. Lo dejó todo, ¡hasta su trabajo!

Desde el principio fue una historia de amor trepidante. Vivíamos en la calle y dormíamos en el coche. Me lo pasaba genial junto a él, pues vivir a su lado es una aventura que sabes cómo va a empezar, pero no cómo va a terminar.

Jamás olvidaré aquella noche que me llevó a un garaje. Entramos en el ascensor, abrió la caja donde están los botones, mientras yo sujetaba la tapa para que pudiese apretar el botón que nos conducía a la planta baja. Una vez allí empezaba un espectáculo donde la adrenalina corría por mis venas como a un corredor cuya estela es seguida por los toros en San Fermín. ¡Increíble!

De repente veo a José, completamente emocionado, rompiendo los cristales de los coches con el martillo que yo previamente había robado en el autobús. Las alarmas disparadas, todo lleno de cristales rotos, incluso en la ropa, y yo completamente amedrentada por miedo a ser pillados in fraganti; pero él seguía en su empeño, haciendo caso omiso a las alarmas porque decía que no se escuchaban. Yo le ayudaba a llenar las bolsas con todo lo que encontrábamos en los vehículos: móviles, joyas, tarjetas de crédito… ¡Jamás había disfrutado de tanta adrenalina! A veces robábamos tanto que llenábamos el coche, descargábamos, y regresábamos, dado que nos quedábamos con algún mando que abría la puerta del garaje. Sobre todo buscábamos las furgonetas de empresa, que siempre albergaban herramientas muy caras como por ejemplo taladros… o en una ocasión hasta nos encontramos con un coche lleno de teléfonos móviles.

¡Sacábamos auténticas fortunas! Como aquella vez que de una tarjeta de crédito, al averiguar al azar la contraseña, pudimos hacer un desfalco de seis mil euros. Un dinero que empleábamos principalmente en droga y en comer bien, pero seguíamos viviendo en el coche. ¡No íbamos a malgastar el dinero en algo que no fuese la droga!

Siempre íbamos a robar a los garajes por la noche porque así no nos veía nadie y, al no dejar pruebas, no tenemos ninguna causa por todos los hurtos que realizamos.

En una ocasión, mientras estábamos robando, bajaron dos señores que se iban a trabajar.

¡Jamás he pasado tanto miedo! Nos escondimos tras un coche y yo le suplicaba a Dios que no nos descubrieran, que su coche no estuviese cerca de donde estábamos nosotros y que no se diesen cuenta de los coches que estaban rotos, dado que en ese caso habrían llamado a la policía. Estuvieron hablando durante cinco minutos que fueron los más eternos de mi vida. Apenas podíamos respirar porque estábamos a diez metros de ellos. Afortunadamente salieron y no hubo más consecuencias, teniendo el tiempo suficiente para volver con el coche y recoger todo lo que habíamos usurpado.

La relación con José era y es maravillosa, el único problema es que discutimos mucho y lo hacemos como animales salvajes. Cuando nos enfadamos empezamos a gritar como auténticas bestias, pero a los cinco minutos nos reconciliamos.

Una tarde que estábamos fumando debajo de un túnel le dije que me esperase, que iba a comprar una botella de vino. Cogí la bici pero, antes de comprar, pensé en conseguir algo de dinero para fumar base. Sin apenas darme cuenta transcurrieron dos horas. Al llegar al túnel José ya no estaba, así que me fui a buscarlo. Lo encontré en el Barranco, que es el barrio donde compramos la droga. En cuanto me vio se puso como un energúmeno y empezó a gritarme. Yo le respondí de la misma manera. José empezó a dar patadas a la puerta de un bloque de pisos, cogió la bicicleta y la lanzó al suelo con toda su fuerza y, claro, al armar tanto escándalo la policía se presentó allí al cabo de pocos minutos.

Los agentes me preguntaron si me había agredido y yo les dije que no, que jamás lo había hecho, que simplemente era una discusión de pareja. ¡No me creyeron! Uno de ellos cogió la botella de vino que acabábamos de abrir para tranquilizarnos y la derramó por la alcantarilla.

—¡Qué hace! —grité completamente rabiosa. ¿Por qué tenía que derramar mi vino con el trabajo que me había costado conseguir el dinero? Pero ¿quién le daba derecho a hacer algo así?

José, que en aquel momento había sacado la cartera para entregar el DNI al otro policía, sintió la misma impotencia que yo. Cogió la cartera y la tiró con fuerza al suelo maldiciendo el acto que había hecho aquel agente.