El psicólogo de Pietrelcina - Antonio Gargallo Gil - E-Book

El psicólogo de Pietrelcina E-Book

Antonio Gargallo Gil

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Beschreibung

"El compendio perfecto para tener éxito en el matrimonio se encuentra en este maravilloso libro con el que no solo va a disfrutar, emocionarse y quedarse completamente enganchado, sino que además le va a marcar de por vida. Algo extraordinario le espera cuando se sumerja en esta lectura; ha hecho mella en mí y, sin duda, lo hará también en usted. ¡El psicólogo de Pietrelcina es una obra maestra!", Juan López.

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Título: El psicólogo de Pietrelcina

Colección: El psicólogo de Nazaret

© Antonio Gargallo Gil

© Editorial Santidad, 2021

www.editorialsantidad.com

[email protected]

Fotografía de portada H.Koppdelaney

Todos los derechos reservados. Queda rigurosamente prohibida, bajo las sanciones establecidas en las leyes, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra que solo puede ser realizada con la autorización del autor.

ISBN: 9788418631108

Depósito legal: CS 213-2020

PRÓLOGO

ADVERTENCIA: La lectura de esta novela puede tener efectos reales en su matrimonio.

Estimado lector:

Se encuentra usted ante la tercera —y tan esperada—novela del escritor Antonio Gargallo Gil, que forma parte de la tetralogía El psicólogo de Nazaret. Los ricos matices que la Divina Providencia sembró en el corazón de su autor han sido dispuestos para mostrar los colores de la vida, en el amplio lienzo de esta serie de novelas.

El psicólogo de Nazaret cuenta ya con un nombre propio; se ha traducido a los idiomas inglés, francés, portugués, italiano, alemán y catalán. Ha sido la puerta de entrada con la que el autor se nos dio a conocer, que sigue aportando valor a personas de todo el mundo, y por la que les recomiendo acceder para una lectura ordenada de esta serie. Una vez dentro, La psicóloga de Medjugorje es la reina de la casa: interesante, tierna, delicada… emotiva y sorprendente. Ahora, El psicólogo de Pietrelcina irrumpe de lleno en nuestro hogar y nos habla del núcleo por excelencia de las relaciones humanas.

El matrimonio —tema central de esta novela— es un sacramento, un tesoro desconocido muchas veces para los mismos cónyuges que lo contraen pensando que el asunto es cosa de dos cuando, en verdad, es materia de tres. Antonio Gargallo es capaz de redescubrir al lector algo tan antiguo y presentarlo de nuevo, con notas frescas y estimulantes, tejiendo lo humano y lo sobrenatural como quien pasea alegre por un campo conocido, bien seguro de hacia dónde va.

Como lector, uno puede pensar que casi lo ha visto y leído todo sobre historias de amor, incluso sobre el matrimonio, y que sobre estos temas nada le va a sorprender. En este caso, pensar así sería conocer bien poco a su autor Antonio Gargallo Gil. En su narrativa, vuelve a estar presente aquello que lo caracteriza y que hace disfrutar y sentir al lector: sus giros inteligentes, el humor sutil e intempestivo, las enseñanzas de la Palabra de Dios que el autor nos regala haciéndolas vida en sus personajes, su sencillez descriptiva, así como su intensidad, que nos transmite su pasión por la vida.

Si algo nos traslada el autor en esta novela —como en las anteriores— es algo propio de su psicología: su motivación intrínseca para no rendirse y seguir creciendo. Este motor subyace en el hilo conductor de los encuentros y desencuentros humanos desde donde nos lanza una invitación constante a replantear lo establecido y reflexionar. Antonio Gargallo abre siempre una puerta a la esperanza, sea cual fuere la situación difícil de partida, y es una bocanada grande de oxígeno que siempre está presente. Desde el problema más conflictivo o irresoluble, allí espera al lector de sus novelas para entregarle una tarjetita cuadrada, verde pistacho, con el nombre de un psicólogo.

El lector entra a formar parte de la trama de la novela: ¿esto es para mí? ¿Cómo?, porque en cualquiera de sus páginas es posible encontrar una cita, una reflexión, una idea… una luz que hacer propia.

Antonio Gargallo Gil disfruta con su trabajo y da ejemplo, como en la parábola de los talentos del Evangelio, cuando los pone al servicio, igual que nos invita a que hagamos los demás. Después, sonríe esperando con ilusión nuestros testimonios tras la lectura, se los podemos enviar a:

[email protected]

A mí esta novela me ha servido para unirme más al gran Padre Pío, el único sacerdote que vivió cincuenta años con los estigmas de Nuestro Señor. Con ella he disfrutado, en un capítulo me emocioné y, al mismo tiempo, me ha hecho mirar hacia dentro. He vuelto a pensar en la indescriptible belleza del amor humano, cuando sí es amor. En el hecho de que la palabra matrimonio aleje a tantas personas por temor o desengaño. Tantas rupturas y sufrimientos, armonías de egoísmos, cárceles habitadas en desamor. Incluso en muchos ámbitos ha dejado de ser una palabra atractiva. Y, sin embargo, el amor está ahí… eterno e indisoluble, fuente de dicha y fecundo. ¿Qué es lo que falla?

Cada uno de nosotros nos podríamos preguntar: ¿Quién te ama? ¿A quién amas?

Pocas preguntas son tan decisivas.

Si hay una victoria importante en esta vida, es la de aprender a amar, y esto implica purificar el corazón. No todos lo consiguen, pero no hay mucho tiempo que perder.

Merece la pena encontrar el Amor.

Solo hay que comenzar a leer…

Feliz y bendecida lectura,

Cynthia García Egea

Directora del programa “Amaos” en Radio María España.

ORACIÓN AL PADRE PÍO

Padre Pío, gran sacerdote y siervo de Cristo, presenta a Dios nuestras plegarias, en especial nuestros deseos más profundos. Pídele que tenga misericordia de nosotros y que, si son acordes con su Providencia, nos los conceda. Y si no, que nos dé luz y fortaleza para aceptar el plan de Dios y actuar en todo según su santa Voluntad. Amén.

Autor Antonio Gargallo

1

La brisa marina masajeaba con fuerza el rostro de Cristina, dejando que sus cabellos rubios bailasen alegremente al son de las olas, mientras sus oídos se deleitaban con la dulce melodía que emitían las rocas al ser besadas con ímpetu por el mar. Una sinfonía que iba acompañada de la belleza de color que el astro rey libera cuando se despierta caprichoso por mostrar su magnificencia, tan elocuente para muchos, pero desapercibida por quienes caen en las redes de la apatía, del desánimo. Afortunadamente, aquellos tiempos en que la desesperación y el desencanto fueron la tónica general de su vida, quedaron muy atrás; no obstante, para el día de su cumpleaños, como si se tratase de la fiesta de Pascua, le gustaba rememorar aquel despertar, aquel paso a la vida gracias al psicólogo de Nazaret, por ello se dirigía hasta el lugar donde un día se reclinó para luego despertar como una mujer diferente. Desde entonces fue capaz de ver los colores de la vida y, ahora, con cuarenta y tres primaveras se sentía más viva que nunca.

—Jesús, contigo y como Tú —susurró al Todopoderoso, dejando que su mirada se perdiese tras el horizonte—. Gracias porque cada día soy más feliz, cada nuevo amanecer te siento con más fuerza y sé que siempre estás a mi lado. Quiero ser un instrumento de tu amor, por ello te pido que me enseñes a anteponer las necesidades de los demás a las mías, solo así seré capaz de cumplir tu voluntad.

Tras aquella sincera oración, Cristina cerró los ojos para tomar una larga y profunda respiración que la llenó de paz y serenidad, una tranquilidad que se vio de súbito interrumpida por una voz lejana, aunque conocida.

—¡No me lo puedo creer!

Cristina abrió los ojos y volteó la cabeza para descubrir de quién provenía aquella voz.

—¡Madre mía! ¡Ni se imagina las veces que he pensado en usted! —prosiguió aquella voz varonil que se acercaba con lentitud.

Cristina se quedó contemplando la figura de un joven de mediana altura, que llevaba un traje ibicenco, y que apareció por sorpresa como cuando una estrella fugaz surca el firmamento. Iba descalzo y con los zapatos en la mano, dejando una estela de huellas sobre la arena, aunque ni siquiera en la cercanía lograba reconocer quién era.

—¿Cómo se encuentra, doña Cristina? —preguntó el muchacho con voz entusiasta, sin la confianza para darle dos besos, pero sí para estrecharle la mano.

Solo los internos de la prisión la llamaban con el calificativo de doña Cristina, así que no cabía duda de que se trataba de uno de sus exalumnos.

—No me reconoce, ¿verdad? —cuestionó el joven al darse cuenta de que la maestra se había quedado paralizada—. Soy Francisco —añadió.

—¿Francisco? —repitió Cristina, todavía sin identificar al joven.

—Usted me cambió la vida —dijo lanzándole una mirada de admiración y respeto—. Me dio la tarjeta para visitar a la psicóloga de Medjugorje e incluso tuvo el detalle de pagarme el viaje.

Los ojos de Cristina se abrieron con la misma dulzura que lo hacen las alas de una mariposa.

—¡Francisco! —exclamó entusiasmada—. Pero… ¡estás irreconocible!

Cristina recordaba la imagen cadavérica y moribunda de Francisco, tan endeble que a veces tuvo la impresión de que aquel cuerpo podría apagarse en cualquier momento. Recordaba su mirada triste, abatida, que conducía a las tinieblas, allá donde su espíritu moraba en la época en que lo conoció. Sin embargo, ahora, su mirada era transparente, limpia, fuerte, cargada de positividad; aunque lo que más le sorprendió fue la transformación que había sufrido su cuerpo: había ganado mucha musculatura y su piel bronceada le daba un atractivo peculiar. Ya no era el tipo pálido que conoció, sino un hombre nuevo.

—¡Estoy tan emocionado! —exclamó Francisco con sinceridad.

El sonido del móvil interrumpió aquel encuentro tan inesperado como el arcoíris en un día sin lluvia.

—Disculpa —musitó Cristina antes de coger el teléfono.

Era su amiga Marta, quien, como de costumbre, la llamaba para felicitarla el día de su cumpleaños.

—¡Buenos días!... Gracias… Ya ves, a este ritmo en nada me pongo en los cincuenta… ¿Ahora? —Cristina miró el reloj—. Vale, pero solo dispongo de una hora porque le he prometido a Naim y a mi querido esposo que iríamos al circo… Después nos iremos a comer a Ares del Maestrazgo... Claro que sí… Estupendo, pues en quince minutos nos vemos.

—¡Felicidades! —dijo Francisco en cuanto Cristina colgó el teléfono.

—Muchas gracias —repuso—, ya un añito más vieja.

—Pero los años no pasan para usted, está igual de guapa que siempre.

Cristina sonrió.

—Acabo de quedar con una amiga para tomar un café. ¿Te apetece venirte con nosotras y nos ponemos al día? Me tienes que explicar cómo has conseguido ese cambio —dijo Cristina señalándole con las manos abiertas—. ¡Me muero de ganas por escuchar tu historia!

—Claro, además se va a sorprender.

De camino al establecimiento, Francisco le contó la odisea que vivió tras su encarcelamiento y cómo fue su encuentro con la psicóloga de Medjugorje. Cristina escuchaba entusiasmada cada una de las palabras de un hombre que había sido capaz de resurgir de sus cenizas y volver a tomar las riendas de su vida.

—…Y así fue como entré en la Comunidad Cenáculo.

—¡Increíble! —exclamó Cristina, embelesada por el testimonio de vida que le estaba compartiendo su exalumno—. ¿Y qué pasó con la chica? —indagó con ganas de saber más de una historia que se le antojaba de novela.

El sonido del claxon de un Peugeot de color rojo interrumpió la apasionante conversación que estaban manteniendo frente a la entrada de la cafetería.

Marta bajó la luna de la puerta del conductor para hacer saber a Cristina que ya había llegado.

—Mira, ahí tienes un sitio para aparcar —le indicó Cristina señalando un hueco apenas a diez metros de la fachada.

—Pues ese sitio ya tiene dueño —repuso Marta sin demorarse en realizar la maniobra.

Salió del coche con una bolsa de regalo, que entregó a Cristina con su correspondiente felicitación.

—No tenías que molestarte, mujer —intervino la cumpleañera.

—Bueno, no es más que un pequeño detalle —repuso Marta con una sonrisa, un tanto extrañada de ver junto a Cristina a un apuesto joven, que al permanecer allí, supuso que sería un café para tres, aunque ella hubiese preferido estar a solas con su amiga y mostrar el pesar que le estaba carcomiendo el alma desde hacía tiempo. Era una carga demasiado pesada para seguir llevándola desde la soledad, necesitaba compartirlo con su mejor amiga, la única con la que tenía la confianza suficiente para abrir su corazón.

Cristina hizo las correspondientes presentaciones, asumiendo que Marta se sentiría cómoda con el inesperado invitado.

Tomaron asiento junto al escaparate, la zona más tranquila.

—¿Os apetece chocolate con churros? —preguntó Cristina—. Hoy invita la abuela —añadió con una mueca irónica, mostrando que no le importaba cumplir años y que no se entristecía por envejecer, dado que muchos habrían deseado alcanzar al menos su edad antes de partir hacia el Padre Celestial.

Al instante tuvieron sobre la mesa un plato de churros y las tres tazas de chocolate, cuya combinación de aromas despertaba a las papilas gustativas, prestas a disfrutar de la mezcla de aquellos dos sabores.

—Francisco tiene una apasionante historia que contarnos —intervino de nuevo Cristina, quien hizo el correspondiente resumen a Marta para integrarla en la conversación que estaban teniendo.

Marta quedó anonadada ante aquella historia de superación personal, la cual la animó y la reconfortó en cierta manera. También la ayudó a empatizar con Francisco, por fin alejado del mundo de las drogas. Un testimonio de vida que, sin duda alguna, valía la pena seguir conociendo. Tal era su interés que, sin saber nada, emitió la misma pregunta que con anterioridad había realizado su amiga. ¡Quería saber más!

—¿Y qué sucedió con la chica?

—Mientras estuve rehabilitándome nos carteamos con frecuencia —retomó Francisco el hilo de su historia—. A mí, la verdad, la chica me encantaba, e incluso llegué a pensar que era la mujer de mi vida, que con ella podría formar una familia, tener hijos y sentar cabeza. De hecho, era una motivación más para salir del pozo en el que me encontraba. A pesar de la distancia, podía sentir su amor a través de las preciosas cartas que me escribía. —Francisco cogió un churro, lo mojo de chocolate y lo saboreó con agrado; seguidamente, prosiguió—: Finalmente, al cabo de un año y medio, unos meses más tarde de lo previsto, salí rehabilitado de Medjugorje para, por fin, hacer realidad aquel sueño de amor.

—¡Qué romántico, por favor! —exclamó Marta embelesada.

—Regresé a España y me puse a trabajar de peón albañil, el oficio que aprendí en el Cenáculo, con el fin de reunir el dinero suficiente para comprarme los pasajes de avión.

—¡Qué bueno que hayas aprendido un oficio! —intervino Cristina, satisfecha de que su exalumno hubiese entrado en el mundo laboral—. Entonces, conseguiste el dinero y te fuiste para allá.

—No exactamente —repuso frunciendo el ceño—. Trabajé duro para cumplir mi sueño e ir a visitar a la persona que creía podía ser mi compañera de vida; sin embargo, durante ese tiempo de espera sucedió algo que me dejó un tanto decepcionado y que cambió nuestro porvenir.

—¿Qué pasó? —inquirió Marta preocupada.

—Observé que Laura publicaba fotografías muy provocativas en su Facebook, lo cual me dejó un tanto pensativo y molesto. Era obvio que con esas fotos no me estaba buscando a mí —expuso con cierta melancolía—. Vamos, a lo mejor pensáis diferente, pero lo vi una falta de respeto. ¿Qué necesidad tenía de provocar a otros hombres si se suponía que estaba conmigo e íbamos a iniciar una relación seria y no virtual?

—¿Te generó desconfianza, verdad? —cuestionó Cristina, quien entendía el punto de vista de Francisco.

—Mucha —asintió Francisco—. Además, cuando uno pierde la confianza en la otra persona, brota el desasosiego como las espinas en un rosal.

—La provocación es un caballo de Troya en una relación, que además tiene el peligro real de una infidelidad —expuso Cristina.

—Por otro lado dejó de escribirme con asiduidad, lo cual me parecía un tanto extraño, dado que, si de verdad amas a alguien, intentas comunicarte con la persona a diario. Todo ello, junto con otros factores que ni siquiera vale la pena mencionar, me mostró que en realidad no estaba enamorada de mí y que, por tanto, sería una relación condenada al fracaso. —Francisco suspiró dejando un halo de melancolía—. Así que, con todo el dolor de mi corazón, le escribí para decirle que los hechos me indicaban que no estaba enamorada de mí y que, por ende, ponía fin a aquella relación imposible. Le deseé lo mejor e incluso le aconsejé que en su próxima relación se fijase siempre en los hechos, porque las palabras se las lleva el viento.

—¿Y qué te dijo? —preguntó Marta intrigada.

—Nunca me contestó, lo cual me ratificó que poco o nada le importaba… Fue una historia un poco extraña, la verdad, pero mejor descubrir que no éramos afines durante el noviazgo, que descubrirlo en el matrimonio.

—Hablas con mucha madurez —intervino Cristina—. No es fácil tomarse tan bien un desamor.

—Medjugorje fue una lección de vida. Aprendí, sobre todo, a quererme a mí mismo, pero también a los demás. Yo amaba a esa chica, pero habría sido muy egoísta por mi parte el querer atarla a mi lado cuando su corazón estaba lejos de mí. Seguro que conocerá a otra persona que le dé aquello que yo no pude ofrecerle, al fin y al cabo si sus sentimientos no fueron lo suficientemente fuertes hacia mí, no me quedaba otra que aceptarlo y respetarlo… Y fin de la historia —concluyó Francisco, sin más ánimo de remover tiempos pasados.

Se produjo un breve silencio durante el cual el sonido de fondo de la máquina de café se hizo más intenso.

—Estoy convencida de que si así sucedió fue porque tenías que aprender una lección de vida, ¿verdad? —intervino Cristina para no dejar que aquella historia concluyese de forma tan triste y melancólica.

—Así es, aprendí lo que es el amor.

—¿Y qué es el amor? —planteó Marta con remarcado interés.

—El amor es el alma de la vida; sin él nada tiene sentido.

—¿Y entonces qué ocurre cuando muere? Vamos, no quiero ahondar en tu pasado, pero no entiendo cómo puedes hablar con tanta paz de un desamor y aceptarlo de esa manera.

—Aquellos bellos sentimientos que yo sentí, ¿a quién pertenecen? —repuso Francisco de forma retórica—. ¿Son míos o de ella?

—Tuyos.

—Así es —asintió Francisco con una sonrisa—. Entonces, como son míos, significa que puedo volverlos a sentir por otra persona, ¿cierto? —Marta asintió—. ¡Esa fue la gran lección que aprendí! Y es maravilloso descubrir que en mí existen tan bellos sentimientos, porque el día de mañana resurgirán de la misma forma o incluso con más fuerza, dado que cuando se es correspondido, ese amor puede crecer hasta límites insospechados.

—O morir —intervino Marta con aire apesadumbrado.

Cristina miró a su compañera y vio cómo sus ojos comenzaban a brillar. Aquellas dos últimas palabras se convirtieron en todo un testamento, que tal vez a los ojos de Francisco pasasen desapercibidas, pero no para ella que conocía a la perfección a su amiga y sabía leer entre líneas, sobre todo, su mirada.

Francisco miró de forma intuitiva la mano de Marta y vio destellar la alianza de oro que llevaba en el dedo anular, similar a la que llevaba Cristina, e intuyó que aquella mujer de noble corazón estaba atravesando una profunda crisis matrimonial.

—El verdadero amor no muere, solo se transforma —expuso Francisco con una madurez que a los ojos de Cristina le parecía impropia. ¿Cómo pudo aquel joven transformar su vida y desarrollarse personalmente de aquella manera en tan poco tiempo?

Marta se llevó las manos a la cara y no pudo frenar las lágrimas que comenzaron a recorrer sus mejillas como la nieve de un glaciar, tan frías que eran incluso capaces de quemar. El dolor era tan profundo que, en el acto, una mirada afligida se cruzó entre Francisco y Cristina, quienes sintieron una profunda compasión por quien sufría en silencio, y con una humildad conmovedora, las llagas del amor.

—Es que lo he dado todo y ya no me queda nada —confesó Marta entre sollozos y con el rostro oculto.

Cristina le puso la mano sobre el hombro para tranquilizarla y así transmitirle su cercanía. Jamás había visto a su amiga llorar, a pesar de que hacía muchos años que se conocían. Era una mujer fuerte y entregada, tanto en su trabajo como en su familia, y aunque sabía que en muchas ocasiones se sentía agobiada por el trabajo, la crianza y el cuidado de la casa, nunca imaginó que su relación con Santiago naufragase cuando parecía navegar. ¡Hacían tan buena pareja!

—Tranquila, todo irá bien —susurró Cristina con el corazón compungido por sentir el sufrimiento de la persona que más la había apoyado en su vida, tanto en los buenos como en los malos momentos.

—Perdonad, llevo tanto acumulado que me cuesta hasta hablar… —se disculpó Marta un poco avergonzada por no poder contener sus emociones.

—No pasa nada, a veces debemos dar rienda suelta a nuestros sentimientos para dejar salir el dolor. Si supieses cuántas lágrimas he derramado yo —expuso Francisco en tono cordial y pacificador.

Poco a poco Marta se fue recomponiendo y, cuando lo hizo, se sintió tan arropada que no dudó en abrir su corazón.

—Desde hace un año mi matrimonio está roto. Somos dos islas desiertas, que habitan bajo el mismo techo, pero que cada día están más distanciadas. Ya no hacemos nada juntos y, aunque existe respeto, porque eso nunca ha faltado, me he dado cuenta de que nuestro amor ha muerto y ya no hay solución... —Marta cogió una bocanada amarga de aire para, por fin, espetar lo que desde un principio quería compartir con su amiga—: Nos vamos a divorciar.

Cristina no daba crédito a lo que estaba escuchando. Marta y Santiago eran el modelo idóneo de matrimonio. Se conocían desde que Marta tenía dieciocho años, y para Cristina eran un ejemplo a seguir. Se les veía siempre tan enamorados, con tanta complicidad, que jamás habría imaginado que el amor en aquella pareja podría romperse como una estalactita que cae de un tejado nevado, se hace añicos contra el suelo, para acabar derritiéndose y desaparecer.

—Todas las parejas pasan por crisis, lo importante es saber superarlas —dijo Cristina con tal de animar a su amiga.

—Es una decisión firme —replicó Marta—. Se me rompe el corazón solo de pensar en el trauma que le vamos a causar a nuestro hijo, pues no es más que la víctima de una decisión de dos adultos que, con certeza, no va a entender.

—Pero ¿qué ha pasado para tomar tan drástica decisión? —interpeló Cristina.

—Pues que ya no nos entendemos —repuso Marta—. El tiempo ha ido congelando y distanciando una relación que ya no tiene razón de existir, por ello hemos acordado de forma amistosa ir a un abogado el lunes, para que prepare el convenio de separación.

—Es que me resulta incomprensible —decía Cristina negando con la cabeza—. ¿Acaso se ha inmiscuido una tercera persona? —preguntó, intentando encontrar una explicación lógica.

—No…, que yo sepa —repuso dubitativa.

—¿Y habéis hecho algo para intentar solventar la crisis? —intervino Francisco, algo más retraído porque el tema de pareja, dada su poca experiencia, se le hacía grande.

—¿Qué podemos hacer cuando el amor se convierte en cenizas?

—Soplar para que vuelva a surgir la llama —musitó Cristina—. En un matrimonio se debe luchar con tenacidad para luchar los problemas, dado que es un sacramento indisoluble… A no ser que el matrimonio fuese declarado nulo, lo cual significa que nunca habría existido realmente, pero no creo que sea vuestro caso —apuntó—. ¿Habéis intentado ir a un psicólogo de pareja?

Las palabras de la maestra fueron como un rayo de luz que llegó directo al corazón de Francisco. En ese instante recordó que llevaba una tarjeta de color verde pistacho, que debía entregar a aquella persona que se encontrase en dificultades.

—¡Tengo la solución, Marta! —exclamó Francisco con emoción, mientras sacaba de su cartera una tarjeta que, por su forma y color, le resultó familiar a Cristina.

«¡No me lo puedo creer!», pensó Cristina emocionada y con el vello erizado con solo ver aquella tarjeta tan especial, similar a la que fue el origen de la transformación de su propia vida y, como había podido comprobar, también de la de Francisco.

Marta cogió la tarjeta y la leyó en voz alta frunciendo el ceño.

Francesco de Pietrelcina

Psicólogo

—Lo siento, ya es tarde, no hay psicólogo que arregle esta situación —balbuceó Marta con el espíritu apagado, dejando caer la tarjeta sobre la mesa.

—Este psicólogo os puede ayudar a reconstruir, no solo vuestro matrimonio, sino también vuestras vidas —apostilló Francisco—. A veces una crisis personal puede repercutir de forma involuntaria en el matrimonio, y cuando se solventa una, quizás también se pueda arreglar la otra. Porque…, perdona si me inmiscuyo demasiado, pero ¿tú te encuentras bien?

Marta volvió a tomar aire, como si el ambiente estuviese cargado y le faltase el oxígeno.

—La verdad es que no, me siento muy deprimida, pero supongo que se debe al estrés de esta situación…

—Pero ¿desde cuándo te sientes apagada y desilusionada? —interrumpió Francisco, convencido de que aquella crisis tan profunda se podría solventar. Si un caso tan extremo como el suyo encontró solución, ¿por qué no podía suceder lo mismo con Marta?

—Hace unos tres años que siento mucha fatiga… Fue cumplir los cuarenta y arrastrar una crisis existencial que no puedo con ella.

Las palabras de Marta despertaron en Cristina y Francisco un mismo sentimiento que, curiosamente, acabó en una frase que ambos pronunciaron a la vez, con una sincronización inaudita:

—Tienes que ir, te cambiará la vida.

Aquella frase pronunciada desde la espontaneidad provocó un escalofrío que recorrió todo el cuerpo de Marta. ¿Cómo podían haber pronunciado la misma frase a la vez y desde la improvisación?

—¿Es que vosotros tenéis telepatía o qué?

—Créenos —retomó la palabra Francisco—. Esta tarjeta me la regaló la psicóloga de Medjugorje, la que me ayudó a salir de la muerte, porque mi vida había perdido toda razón de existir. Gracias a ella y al amor de Dios, ahora soy un hombre nuevo.

—Si yo no dudo en la existencia de Dios, e incluso en ocasiones he ido a la iglesia con Santiago, que ya sabes que es de Misa diaria, aunque, la verdad, de poco o nada me sirve rezar, porque parece que mis oraciones se pierden en los agujeros negros del universo… A veces me pregunto si hay alguien allá arriba que me escuche, y deseo que me susurre algo al oído, pero solo encuentro el mutismo como respuesta.

—Una fe tibia no mueve ni las hojas caídas de los árboles, pero una fe consistente y que confía en Dios puede revertir cualquier situación —expuso Francisco con convicción—. Además, ¿tienes algo que perder? La opción del divorcio la tienes puesta encima de la mesa, ¿perderías algo por hacer un último intento? —Marta escuchaba pensativa, acogiendo las palabra de aquel joven desconocido que cada vez sentía más cercano—. Yo estoy de acuerdo con Cristina en la idea de que se tiene que gastar hasta la última gota de sangre para salvar el matrimonio. ¿Tú sabes lo bonito que es ver a una familia unida que va venciendo las dificultades que surgen a lo largo del camino de la vida?

—A mí me gustaría volver a enamorarme, seguro que con otra persona sería mucho más feliz que con un hombre para quien no soy más que un florero.

—Eso es un engaño, te lo puedo asegurar —aseveró Cristina—. Con una nueva pareja, y no dudo de que te pudieses volver a enamorar, ¿crees que no surgirían problemas a la larga? El enamoramiento no es más que un periodo de una duración limitada. Fíjate en que si quisiésemos sentir siempre mariposas en el estómago, tendríamos que estar cambiando de pareja cada diez o doce meses. Y como entenderás, esa no es la solución. Pero hay que regar la semilla del amor, de lo contrario quedará agazapada como los granos de arena en un desierto, pero basta una gotita de agua para que esa semilla germine. Luego, si se riega y se cuida a diario, entonces crecerá un árbol fuerte y robusto que dará frutos en abundancia. ¡Pero se tiene que regar!

—En mi matrimonio ya no queda ni agua con qué regar esa semilla.

—Piensa una cosa —dijo Cristina—. Si Dios no está en medio de tu matrimonio, por más que hagas, por más que luches, todo será en vano, por ello, como te decía antes, la Iglesia podría declarar la nulidad matrimonial.

—Entonces, tal vez mi matrimonio sea nulo, porque te aseguro que ni el mismísimo fuego podría levantar una sola chispa.

—Pero si vuestro matrimonio ha sido la pura llama del amor y yo he sido testigo de ello durante muchos años.

—Tú lo has dicho: «Ha sido», pretérito perfecto compuesto, acción pasada.

—Pero ¿por qué no haces este último intento? —instó Francisco—. Piensa que, si no lo das todo, luego puede que lamentes esa decisión el resto de tu vida. Que no te quede nunca una reserva que te lleve a pensar: «¿Y si hubiese hecho esto?, ¿y si hubiese hecho aquello?». Este sencillo «y si» —remarcó Francisco a la vez que marcaba las comillas con los dedos—, puede ser demoledor, porque te dejaría con unos remordimientos que se adhieren a tu estómago como una sanguijuela, dejándote solamente dolor y, quizás, un hiriente sentimiento de culpabilidad.

—Me suenan esas palabras —dijo Cristina con una sonrisa que, además, sirvió para cortar la tensión que se había generado.

—Tuve una gran profesora que me las enseñó —repuso Francisco con una sonrisa cómplice.

Marta cogió de nuevo la tarjeta, clavó sus ojos en ella, y tras unos segundos en los que se mostró pensativa, intervino de nuevo:

—Francisco, comentas que la psicóloga de Medjugorje te dio esta tarjeta. —Marta la alzó a la altura de los ojos—. Es evidente que no es un psicólogo de Benicasim, sino que Francesco de Pietrelcina es un nombre italiano, si no me equivoco; es decir, que está en Italia. ¡Pero no pone ninguna dirección! Entonces, ¿cómo diantres podría ir a su consulta? Además, una terapia psicológica de estas características tiene que ser en pareja, no solo para mí, porque el matrimonio es cosa de dos. Por otro lado, necesita un seguimiento. ¿Y cómo vamos a ir a Italia todas las semanas? ¡Es imposible!

—¿Por qué? —cuestionó Francisco.

—Primero, dudo que Santiago quiera ir, pues en un par de días firmaremos el convenio de divorcio. Segundo, los dos tenemos fobia a los aviones y, para colmo, a ninguno nos gusta conducir. Tercero, Santiago está en el paro desde hace tres años y, por más que busca un empleo, no lo encuentra, de modo que tenemos que ir tirando de mi sueldo de enfermera. En otras palabras: que no podría hacer frente a una terapia de estas características. Y cuarto, es inviable por la distancia.

—Bueno, ahora estás de vacaciones, ¿no? —apuntó Cristina.

—Sí, me quedan trece días.

—¡Ya lo tengo! —exclamó Francisco animado—. Primero plantéale a Santiago si estaría dispuesto a realizar la terapia, tal vez no le importe hacer un último esfuerzo. Segundo, existen autobuses que te llevarían hasta Pietrelcina. Tercero, sé que la terapia es gratuita, así que con tan solo presentar esta tarjeta no tendrás que abonar nada y, en cuanto a los gastos del viaje, yo te los pagaré —Marta no daba crédito a lo que estaba escuchando—. Digamos que tengo una deuda pendiente que creo que puedo devolver de esta manera. —Cristina lanzó una mirada de admiración ante aquel gesto de generosidad. ¡Era otro hombre!—. Y cuarto, saldréis mañana.

—¿Cómo dices? —espetó Marta sorprendida, no solo por el gesto tan generoso que quería tener Francisco, sino también por la prontitud de aquel supuesto viaje que veía tan lejano y complicado como la llegada del hombre a Marte.

—Mientras te estaba escuchando me llegó la inspiración —confesó Francisco—. Sé que nada sucede por casualidad, de modo que haciendo cálculos he visto que, si salís mañana hacia Pietrelcina, dispondréis de al menos ocho días de terapia, pues vais a necesitar casi un par de días para ir y otros dos para volver.

—Claro, lo mejor es que realicéis una terapia de carácter intensivo —dijo Cristina apoyando la propuesta de Francisco—. Además, así evitáis la tentación de ir al abogado el lunes.

—¿Y qué pasa con mi hijo Marcos? ¡No puedo separarme de él tanto tiempo!

—Compraré tres pasajes —apostilló Francisco—. Serán vuestras vacaciones familiares.

—¡Qué gran idea! —exclamó Cristina con una emoción contagiosa.

Marta movía la cabeza de un lado a otro.

—No lo veo, no lo veo —se limitó a decir.

—Disculpadme, chicas —se excusó Francisco—. Tengo que hacer un recado, pero vuelvo enseguida.

Las dos amigas se quedaron a solas, aunque a Marta ya no le importaba que estuviese aquel joven entre ellas para abrir su corazón.

—Tu amigo es muy agradable y tiene muy buenos sentimientos, pero su propuesta está fuera de lugar… No voy a ir —sentenció Marta.

—¿Por qué no os dais una última oportunidad? Piensa que tenéis mucho que ganar y poco que perder —insistió Cristina, quien no quería que aquel matrimonio se acabase sin antes haberlo dado todo, pues tenía el firme convencimiento de que todavía se podía salvar y que, seguir intentándolo, era la mejor opción para su amiga. Salvar aquella crisis los ayudaría a madurar y a salir más fortalecidos. Muchos eran los matrimonios que se rompían por ser incapaces de afrontar unidos las crisis y las pruebas que surgen a lo largo del camino. Incluso su propio matrimonio pasó por momentos de gran dificultad, pero al borrar de su vocabulario la palabra rendición, fueron capaces de superar los escollos que iban surgiendo en el día a día. Solo de pensar en qué habría sido de su vida y de sus hijos, de no haber luchado por su matrimonio, se le congelaba la sangre. Se sentía tan bendecida, que deseaba transmitir su experiencia, su ejemplo, en aquello sobre lo que podía hablar y dar testimonio.

Un incómodo silencio envolvió a las dos amigas, por lo que Cristina aprovechó para rezar para sus adentros: «Dios mío, inspírame para decirle las palabras correctas a mi amiga. Se encuentra tan devastada que no sabe cómo salir de esta, pero yo sé que está a punto de cometer el mayor error de su vida porque su matrimonio no es nulo y, por tanto, sé que estás en medio de ellos aunque no te vea. Por eso te pido que te sienta presente, pues nuestra vida es una constante lucha espiritual y sin tu ayuda no somos más que barcos a la deriva. Danos luz en nuestra ceguera y ten misericordia de Marta y de Santiago».

Tras la oración, los ojos de Cristina se dirigieron hacia la tarjeta verde pistacho que, de nuevo, volvía estar sobre la mesa. Fue entonces cuando entendió, de forma inmediata, que Dios estaba hablando a través de aquella tarjeta, la cual era como una cuerda de salvación lanzada por Francisco, que, como ángel enviado, presentaba in extremis una posible solución.

—Dios lo transforma todo y tiene el poder de hacer las cosas nuevas, pero debes confiar en Él —intervino de nuevo Cristina—. Todo se arreglará, ya verás.

Marta respiró profundamente, miró nerviosa hacia los lados, y apretó los labios para añadir algo que dejó helada a Cristina.

—Es que yo ya no quiero que esto se arregle, la verdad… Me he enamorado de un compañero de trabajo —balbuceó la enfermera ruborizada, aunque aliviada de poder confesar aquel sentimiento que la estaba martirizando.

—¿Qué me estás diciendo? —Las palabras de Marta cayeron como una avalancha de nieve sobre Cristina.

—A ver, no ha pasado nada entre nosotros, y nada pasará hasta que Santiago y yo nos hayamos divorciado —apostilló Marta con sinceridad—. No soy una adúltera y no cometeré adulterio por el respeto que le debo al padre de mi hijo, pero en cuanto firmemos los papeles de divorcio quedaré libre para poder rehacer mi vida con quien ha cautivado mi corazón.

—Desde el momento en que lo miraste con deseo ya cometiste adulterio en tu corazón —aseveró Cristina, intuyendo que ya solo un milagro podría salvar a aquel matrimonio—. ¿Y cómo se llama el susodicho? —farfulló Cristina con desdén, consciente del grave error que estaba cometiendo aquella mujer devastada y perdida en un océano de dudas. Sabía que jamás encontraría a un hombre como Santiago, tan bueno, atento y servicial. Ante todo un padrazo que se desvivía por su hijo.

—Víctor.

—¿Y qué tiene Víctor que no tenga Santiago?

El rostro y la mirada de Marta cambiaron repentinamente, mostrando pequeños destellos de luz entre tanta oscuridad.

—Víctor es un médico cirujano que llegó hace un año al hospital. Desde el principio conectamos muy bien y, la verdad, a su lado me siento como una reina en un trono —dijo sonriente—. Me trata de forma especial y me encanta hablar con él. ¡Podríamos pasarnos horas y horas hablando sin parar! Es un gran orador, con una personalidad cautivadora y muy guapo, para qué te voy a engañar.

Cristina escuchaba con detenimiento cada palabra que emitía su amiga. Y enseguida intuyó lo que estaba sucediendo.

—¿Cuántos años tiene?

Marta tomó un sorbito de chocolate antes de responder a una pregunta que, por la expresión de su rostro, le resultaba incómoda.

—Treinta.

—¡Trece años más joven que tú! —exclamó Cristina con asombro, sin dar crédito a lo que estaba escuchando.

—El amor no tiene edad —alegó Marta—. ¿Acaso Santiago no es diez años mayor que yo? Hay que mirar el alma de las personas, no la edad de su cuerpo.

—Me parece muy bien, pero ¿qué pasará cuando tú tengas sesenta años y él esté todavía en sus cuarenta y tantos? ¿Acaso no sabes que el hombre siempre mira hacia abajo buscando mujeres de menor edad?

—Pues en este caso ha mirado hacia arriba.

—Te conservas muy bien y eres muy bella, no lo pongo en duda —Marta mantenía una figura de veinteañera, que junto con su bello rostro le daba un atractivo peculiar—, pero cuando tú estés a punto de jubilarte y él siga siendo joven, ¿no crees que mirará a las mujeres más jóvenes que tú y que puede dejarte más colgada que una bombilla en una lámpara?

—La verdad es que eso no me preocupa, al fin y al cabo uno tiene que mirar el presente… En realidad me atormenta más otra cosa.

—No entiendo —murmuró Cristina.

—Me preocupa que también está casado y con una hija de dos años.

Los ojos de Cristina se desorbitaron.

—Marta, esto se está poniendo muy feo. ¿Me estás diciendo que no te importa romper dos matrimonios, produciendo así un daño colateral que sufrirían esas criaturas?

—¿Y qué podemos hacer si nos hemos enamorado?

—Pero ¿ya lo habéis hablado?

—En cierta manera —repuso Marta frunciendo el ceño—. No es que se me haya declarado, pero, cuando le dije que me iba a divorciar, sus ojos se iluminaron y me dio un abrazo que me hizo revivir lo que ya había olvidado que una mujer podía sentir. A partir de ese momento ha empezado a tener más detalles conmigo y me manda mensajes al móvil todos los días.

—Mi querida amiga, estás más perdida que una cabra montesa en un desierto. Ese muchacho no es más que un libertino, porque es obvio que busca una amante, y tú una insensata por caer en sus redes —gruñó Cristina, herida por todo lo que estaba escuchando.

—No sé para qué te cuento nada —alegó Marta, molesta por la incomprensión de su amiga.

«Si es que encima de que está actuando erróneamente, me va a hacer sentir culpable», pensó Cristina.

—Disculpa si te he ofendido. Me duele tanto esta situación, que no doy crédito a lo que estoy escuchando —se sinceró la maestra—. Si tan claro lo tienes, adelante, no seré yo quien te ponga unas esposas para detenerte, pero mi misión como amiga es intentar ayudarte. Solo pretendía eso, nada más.

Marta se puso las manos sobre las mejillas con los codos apoyados sobre la mesa.

—Si es que estoy hecha un lío. ¡Ojalá supiese qué es lo mejor! Solo sigo a mi corazón para que encuentre un resquicio de luz en esta noche oscura que me invade y me oprime cada día, cada hora. ¡No te imaginas por lo que estoy pasando! Solo quiero salir corriendo y no mirar hacia atrás.

—Decía san Ignacio de Loyola con gran sabiduría: «En tiempo de tribulación no hacer mudanza».

Marta suspiró.

—Será mejor que me vaya, no me encuentro con ánimos para seguir hablando.

Por el escaparate vieron en ese momento a Francisco que regresaba con premura a la cafetería.

—Perdonad la demora, chicas —se excusó Francisco con la respiración entrecortada—. Marta, aquí tienes los billetes —dijo extendiéndoselos con los ojos iluminados de felicidad bajo el asombro de Cristina, que veía providencial aquella aparición, mientras que a Marta se le formó un nudo en la garganta—. Primero tomaréis un tren desde Castellón a Barcelona. Una vez en la Ciudad Condal, cogeréis un autobús que os llevará hasta Roma en veintiuna horas y, después, tomaréis un autobús desde la Ciudad Eterna que os dejará en la estación de autobuses de Benevento en tres horas. Por último llamaréis a un taxi que os dejará en Pietrelcina en apenas quince minutos, ya que solo hay trece kilómetros de distancia entre las dos poblaciones.

—Pero… —balbució Marta.

—No tienes que decir nada, tranquila —urgió Francisco—. Nunca antes había invertido todos mis ahorros en algo tan bello. —La generosidad de Francisco fue como una lanza que se clavó en el corazón de Marta desgarrando todo su ser—. ¡Ah, una última cosa, salís mañana en el Euromed de las 11:30 h!

Marta miró aquel manojo de folios donde una frase impresa en la primera página destacaba sobre el resto: «Billete no reembolsable».

2

«Padre Pío, concluyo esta novena con la esperanza de que puedas interceder ante Dios y le digas que, por favor, haga un milagro en mi vida —bañado en lágrimas proseguía su oración desde las entrañas de la tristeza, aunque una profunda paz recorría su cuerpo con la calidez de quien se sumerge en las aguas termales de un volcán—. Sin trabajo, sin dinero, huérfano y a las puertas del divorcio. ¿Cómo he podido acabar así? —se preguntaba con la impotencia de no poder hacer nada para revertir una situación ajena a su voluntad—. Marta se quedará con la custodia del niño y con la casa, pero ¿qué será de mí? ¿Qué pensará mi hijo cuando vea que su padre tiene que mendigar por las calles para poder sobrevivir? ¿Qué estoy haciendo mal? ¡No lo entiendo! He intentado ser un buen padre, he procurado ser un atento y respetuoso esposo, salgo a buscar empleo a diario y, sin embargo, todas las puertas se cierran a mi paso igual que le sucedió a María y a José cuando estuvieron en Belén. Al menos ellos fueron capaces de permanecer unidos y salir fortalecidos después de tan humillante desprecio. ¡Qué bello ejemplo de matrimonio! Me imagino a José animoso, consolando a María cada vez que se enfrentaban con el rechazo: “No te preocupes, cielo, yo estoy contigo. Darás a luz al niño más hermoso y más amado, aunque nadie nos ofrezca un techo bajo el que dormir —le diría con templanza, tragándose el orgullo ante el continuo rechazo de los betlemitas—. Ya sé lo que haremos, buscaremos un establo donde podremos refugiarnos del frío y yo te ayudaré”. María, por su parte, lo miraría con ternura y le diría: “Cariño, si la voluntad de Dios es que Jesús tenga un nacimiento humilde, sus motivos tendrá. ¡Todo saldrá bien!”. Le robaría un beso y retomarían la marcha con su borrico, al igual que haría luego Jesús cuando el Domingo de Ramos entró en Jerusalén, aunque lo hubiese podido hacer en un magnífico corcel. Después, una vez en el establo, María rompería aguas y José, con la experiencia básica en nacimientos, se afanaría en preparar un poco de agua y en coger la mano de María con fuerza para decirle con una sonrisa: “Tranquila, yo estoy contigo”.

»El cansancio, las humillaciones, el desprecio, todo quedaría atrás en el momento en el que el Hijo de Dios vio la luz en un frío día de invierno. ¡Qué hermosísimo nacimiento! —exclamaba Santiago para sus adentros visualizando aquella escena que, por algún motivo, le vino a la mente—. Allí, rodeado de excrementos de animales, nacería de la forma más humilde el niño capaz de mostrar al mundo el camino, la verdad y la vida, siendo además el hombre más bueno y feliz que ha existido sobre la faz de la tierra.

»No tardarían en llegar los pastorcillos, postrándose ante el Mesías que les había anunciado el ángel. “¡Qué maravilloso acontecimiento!”, se dirían unos a otros. Imagino que entre ellos se las ingeniarían para ayudar a la pareja. Uno les llevaría leche, para que María pudiese reponerse del esfuerzo que supone un parto y un viaje tan largo desde Nazaret, otro les daría una hogaza de pan, mientras otros llamarían a sus esposas para que le echasen una mano a María, al fin y al cabo las mujeres eran quienes más experiencia tenían a la hora de dar vida. ¡Cómo se compadecieron aquellos pastorcillos! Supongo que por ello, luego, María siempre los tuvo en cuenta a la hora de sus apariciones. ¡Eran sus predilectos! ¿Cómo no acordarse de ellos cuando fueron los primeros en estar allí? Los humildes de corazón, tan compasivos y tiernos, tan animosos y simpáticos. “¡Qué guapo es! ¿Puedo tenerlo un momento en los brazos?”, preguntarían emocionados, conscientes de ser testigos directos del evento más extraordinario de todos los tiempos.

»Pronto se escucharían los suaves cánticos de alabanza que mecían a Jesús en un sueño profundo, rodeado por los brazos amorosos de aquella bella jovencita de mirada cristalina. “¡Dichosa tú, María!” —exclamó Santiago, uniéndose a los cánticos de los pastorcillos que contemplaba en su imaginación—. Ya ves, María, vosotros tan unidos en los momentos difíciles, mientras que nosotros, por el contrario, hemos terminado como el rosario de la aurora, tan distanciados que parecemos dos desconocidos que deambulan por la estepa de la amargura. ¡Si al menos recibiese un poco de luz o una gota de agua en este desierto que tengo que atravesar! —Santiago se enjugó las lágrimas, respiró profundamente con el fin de recomponerse, no fuese a entrar el pequeño Marcos en aquel reducido santuario lleno de estampas de santos, vírgenes y símbolos religiosos, y pillase a su padre in fraganti en los suburbios de la desesperación. Una vez repuesto, concluyó su oración dirigiéndose a Jesús—: Señor, ¿qué quieres de mí? Estoy dispuesto a todo con tal de hacer tu voluntad, pero dame luz y sabiduría para discernir cuál es el camino que tengo que seguir porque ando errante en este mundo. Que tus designios sean la brújula que me guíe para ser un fiel instrumento de tu amor. Y si el mundo me arrebata todo lo que tengo, permíteme al menos sentir tu paz y tu alegría…».

El sonido de las llaves en la puerta de la entrada precipitó la conclusión de la oración de Santiago, quien escuchaba la carrera de Marcos por el pasillo para dar la bienvenida a su madre, con quien tenía gran complicidad. Le gustaba lanzarse en sus cálidos brazos y recibir las carantoñas de una mujer que se desvivía por él.

«¡Ay, Señor, quién fuese Marcos en estos momentos!», clamó para sus adentros al recordar los cálidos pero lejanos brazos que un día lo envolvieron, impregnando en su corazón la huella perenne del amor.

—¡Mamá!

—¡Hola, cariño! ¿Cómo está el niño más guapo del mundo mundial?

—Genial.

—¿Ya has hecho los deberes, campeón?

—Es que estoy cansado —replicó el pequeño, siempre en busca de una excusa que lo liberase de las tareas escolares.

—Tesoro, ¿cómo vas a estar cansado si te acabas de levantar? —preguntó su madre con incredulidad—. Me he encontrado a tu profesora de camino a casa y me ha dicho que tienes que practicar la lectura, así que mamá te ha comprado un libro que me ha recomendado y que mola un montón.

El niño cogió el libro que venía envuelto en papel de regalo y lo abrió con prontitud, intrigado por saber qué escondía aquel envoltorio anaranjado.

—¡Ostras, Pelopincho y la puerta mágica! —exclamó entusiasmado dando pequeños saltitos cargados de emoción—. Este libro está triunfando en el colegio. ¡Todo el mundo habla de las aventuras de Pelopincho!

—Me alegro de que te haya gustado mi sorpresa.

—Cuando me lo lea, ¿me comprarás también Pelopincho y el partido de las estrellas?

—Cuenta con él, si te pones a leerlo ahora mismo mientras los papás hablamos un ratito, ¿de acuerdo?

—Vale —dijo con los ojos iluminados, a la vez que salía disparado hacia su habitación, con su gracioso pijama de Spiderman, para adentrarse en la magia de la lectura.

Marta se fue directa al pequeño oratorio que Santiago tenía montado en la sala de estar en el que solía refugiarse con frecuencia. Desafortunadamente ni siquiera compartían la misma inquietud, dado que a ella no le entusiasmaba rezar porque lo consideraba una pérdida de tiempo. Lo había intentado alguna vez, pero desistió al encontrar el eco de su voz como única respuesta; no obstante, no ponía ningún impedimento para que él realizase una oración con Marcos antes de acostarse. No lo entendía, pero al niño le relajaba y, a pesar de que era un chiquillo muy activo, la oración conseguía apaciguarle y que se durmiese antes. Lo cierto es que era un bello momento que padre e hijo compartían, pues Marcos se sentaba en el regazo de su padre, quien lo abrazaba con ternura, mientras el pequeño se acurrucaba con la cabeza apoyada en el cuello de su padre y, de vez en cuando, se daban besitos en la mejilla o en la sien cargados de un amor infinito. ¡Se admiraban!