No hables con extraños - Harlan Coben - E-Book
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No hables con extraños E-Book

Harlan Coben

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2018
Beschreibung

QUE NADIE CONOZCA TUS SECRETOS. Disfrutas de una vida tranquila. De tu familia, de tu casa, de un buen trabajo. Hasta que un día alguien que no conoces se te acerca y te susurra algo íntimo que no esperas. Y entonces todo en lo que creías se tambalea. Te gustaría ignorar lo que te ha dicho, pero no puedes. Eso es lo que le acaba de suceder a Adam Price, que vuelve a casa para saber si lo que le ha contado el extraño es cierto. Y el caso de Adam no es el único.

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Título original: The Stranger

© Harlan Coben, 2015.

© de la traducción: Jorge Rizzo Tortuero, 2018.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2018. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: ODBO383

ISBN: 9788490569412

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

1

2

3

4

5

6

7

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9

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Agradecimientos

Notas

EN MEMORIA DE MI PRIMO

STEPHEN REITER.

Y PARA SUS HIJOS

DAVID, SAMANTA Y JASON.

Oh, alma mía, prepárate para el advenimiento del Forastero,

prepárate para él, que sabe hacer preguntas

[...]

Hay uno que recuerda el camino a vuestra puerta:

podéis evadir la vida, pero no así la Muerte.*

T. S. ELIOT

1

El desconocido no arrasó de golpe el mundo de Adam Price.

Eso fue lo que Adam se diría más tarde, pero era mentira. De algún modo, Adam supo enseguida, desde la primera frase, que la vida de padre de familia burgués que había conocido hasta entonces había desaparecido para siempre. En realidad, era una frase muy sencilla, pero había algo en el tono, el tono de quien sabe y hasta se preocupa, que le dejó claro que nada volvería a ser igual.

—Podrías haberla dejado —dijo el desconocido.

Estaban en el American Legion Hall, el local de la Asociación de Veteranos de Guerra de Cedarfield, en Nueva Jersey. Cedarfield era una población rica, que contaba entre sus vecinos con gestores de fondos de cobertura, banqueros y otros magnates de las finanzas. Les gustaba reunirse para tomar cerveza en el American Legion Hall porque era una manera cómoda de fingir que eran buenos chicos, como los que aparecen en los anuncios del Dodge Ram, cuando en realidad eran todo lo contrario.

Adam estaba en la barra, que se veía algo pringosa. Tenía una diana detrás. Unos carteles de neón anunciaban la Miller Lite, pero Adam tenía una botella de Budweiser en la mano derecha. Se volvió hacia el hombre, que se acababa de situar a su lado y, aunque Adam ya sabía la respuesta, le preguntó:

—¿Está hablando conmigo?

El tipo era más joven que la mayoría de los padres, más delgado, casi flaco, y sus grandes ojos eran de un azul penetrante. Tenía los brazos blancos y huesudos; llevaba camisa de manga corta; bajo una de ellas asomaba un tatuaje. También llevaba una gorra de béisbol. No era un hípster, pero tenía pinta de empollón, como si dirigiera un departamento técnico y no viera nunca el sol.

Los ojos de un azul penetrante se clavaron en los de Adam con tanta fuerza que le dieron ganas de apartar la mirada.

—Te dijo que estaba embarazada, ¿verdad?

Adam sintió que agarraba la botella con más fuerza.

—Por eso no la dejaste. Corinne te dijo que estaba embarazada.

Fue en aquel momento cuando Adam sintió como si se le accionara un interruptor en el pecho, como si alguien hubiera activado el temporizador digital rojo de una bomba de película y hubiera empezado la cuenta atrás. Tic, tic, tic, tic.

—¿Nos conocemos?

—Ella te dijo que estaba embarazada —prosiguió el desconocido—. Corinne, quiero decir. Primero te dijo que estaba embarazada, y luego, que perdió el bebé.

El American Legion Hall estaba lleno de papás de ciudad pequeña vestidos con esas camisetas de béisbol con mangas tres cuartos y pantalones cargo holgados o vaqueros de padre de familia, perfectamente inmaculados. Muchos de ellos llevaban gorras de béisbol. Esa noche se hacían las pruebas de selección para el equipo de lacrosse de los chavales de cuarto, quinto y sexto, y para el primer equipo. Si alguien quería ver un grupo de machos alfa comportándose como tales en su hábitat natural, no tenía más que ver a ese grupo de padres implicándose en la formación de los equipos de sus hijos. Era algo digno del Discovery Channel.

—Te sentiste obligado a quedarte, ¿no es así? —preguntó el hombre.

—No tengo ni idea de quién cojones...

—Mintió, Adam. —El hombre hablaba con convicción. No solo parecía seguro de lo que decía, sino que además daba la impresión de pensar solo en lo mejor para Adam—. Corinne se lo inventó todo. Nunca estuvo embarazada.

Las palabras seguían cayendo como puñetazos, dejaban a Adam descolocado, atónito y confundido, y con sus defensas mermadas listo para rendirse. Habría querido revolverse, agarrar a aquel tipo por la camisa, arrastrarlo por toda la sala por insultar a su mujer de aquel modo. Pero no lo hizo por dos motivos.

El primero, porque de pronto estaba atónito, como si le hubiera caído una lluvia de puñetazos, y eso había mermado sus defensas.

Y el segundo, porque había algo en el modo de hablar de aquel hombre, esa seguridad al hablar, esa convicción en su voz, que hizo que Adam se plantease la conveniencia de escucharlo.

—¿Quién eres tú? —le preguntó.

—¿Acaso importa?

—Sí, importa.

—Soy el desconocido —dijo—. El desconocido que sabe cosas importantes. Te mintió, Adam. Corinne. No estaba embarazada. No era más que una treta para que volvieras con ella.

Adam sacudió la cabeza. Trató de asimilarlo, de mantener la calma y el sentido común.

—Vi la prueba de embarazo.

—Falsa.

—Vi la ecografía.

—Falsa también —repuso, y levantó una mano antes de que Adam pudiera decir nada más—. Y sí, también la barriga. O quizá debiera decir barrigas. Cuando empezó a notársele, no volviste a verla desnuda, ¿verdad? ¿Qué hacía?, ¿se inventaba algún tipo de malestar a última hora de la noche para evitar el sexo? Eso es lo que ocurre la mayoría de las veces. Así, cuando llega el aborto, uno mira atrás y se da cuenta de que el embarazo ya había presentado complicaciones desde el principio.

Una voz estentórea se hizo oír desde el otro extremo de la sala.

—Muy bien, chicos, coged una cerveza fresca y empezamos.

La voz pertenecía a Tripp Evans, exejecutivo publicitario de Madison Avenue y presidente de la liga de lacrosse, un tipo bastante legal. Los otros padres empezaron a coger sillas de aluminio, de esas que se usan para los conciertos del colegio, y las fueron poniendo en círculo por la sala. Tripp Evans miró a Adam, detectó la innegable palidez de su rostro y frunció el ceño, preocupado. Adam no hizo caso y volvió a dirigirse al desconocido.

—¿Quién demonios eres tú?

—Piensa en mí como tu salvador. O como el amigo que te acaba de sacar de la cárcel.

—Deja de decir gilipolleces.

Ya no se oía hablar a casi nadie. Las voces se habían convertido en murmullos, y el sonido de las sillas al arrastrarlas resonaba en la sala. Los padres empezaban a ponerse serios, centrados en el proceso de selección. Adam odiaba todo aquello. Ni siquiera tenía que haber acudido, porque le tocaba a Corinne. Ella era la tesorera de la comisión de lacrosse, pero le habían cambiado el horario de la convención de profesores en Atlantic City, y aunque era el día más importante del año para el lacrosse en Cedarfield (de hecho, el principal motivo por el que Corinne se había vuelto tan activa), Adam se había visto obligado a sustituirla.

—Deberías darme las gracias —le dijo el hombre.

—¿De qué me estás hablando?

Por primera vez, el hombre sonrió. Era una sonrisa bondadosa, Adam no pudo evitar observarlo, la sonrisa de un benefactor, la de un hombre que tan solo desea hacer lo correcto.

—Eres libre —dijo el desconocido.

—Y tú eres un mentiroso.

—Sabes que no, ¿verdad, Adam?

Tripp Evans lo llamó desde el otro lado de la sala.

—¿Adam?

Se volvió hacia ellos. Todo el mundo estaba sentado, salvo Adam y el desconocido.

—Ahora tengo que irme —le susurró este—. Pero si realmente necesitas pruebas, comprueba el extracto de tu tarjeta Visa. Busca un cargo a nombre de Novelty Funsy.

—Espera...

—Una cosa más. —El hombre acercó la cabeza—. Si yo fuera tú, probablemente les haría pruebas de ADN a tus dos chavales.

Tic, tic, tic... ¡Catapún!

—¿Qué?

—De eso no tengo pruebas, pero cuando una mujer está dispuesta a mentir sobre algo así... Bueno, no me extrañaría que no fuera la primera vez que lo hace.

Y entonces, mientras Adam intentaba reaccionar a esa última acusación, el desconocido salió a toda prisa por la puerta.

2

Cuando Adam consiguió recuperar el control sobre las piernas, salió tras el desconocido.

Demasiado tarde.

Estaba metiéndose en el asiento del acompañante de un Honda Accord gris. El coche se puso en marcha. Adam corrió para verlo más de cerca, quizá para ver la matrícula, pero solo pudo ver que era de su estado, Nueva Jersey. Cuando el coche giraba hacia la salida, observó algo más.

Quien conducía era una mujer.

Era joven, y tenía una larga melena rubia. Cuando la luz de las farolas le dio en el rostro, vio que le estaba mirando. Sus ojos se cruzaron por un instante. En su rostro había una mirada de preocupación, de pena.

Por él.

El coche se alejó haciendo rugir el motor. Alguien le llamó por su nombre. Adam se volvió y regresó adentro.

Empezaron a seleccionar jugadores.

Adam trató de prestar atención, pero era como oír todos los sonidos del auditorio desde el interior de una ducha. Corinne le había facilitado mucho el trabajo. Había puntuado a todos los chicos que aspiraban a ingresar en el equipo de sexto, de modo que le bastaba con seleccionar a los que estuvieran disponibles. Lo verdaderamente importante —el motivo de su presencia allí— era asegurarse de que su hijo Ryan, que ahora estaba en sexto, accediera al equipo de la liga estatal. Su hijo mayor, Thomas, que ahora estaba en el instituto, había quedado fuera del equipo de las estrellas cuando tenía la edad de Ryan porque —al menos eso era lo que pensaba Corinne, y Adam estaba más o menos de acuerdo— sus padres no se habían implicado lo suficiente. Aquella tarde había más padres allí para proteger los intereses de sus hijos que por amor al deporte.

Incluido Adam. Era patético, pero así son las cosas.

Adam intentaba olvidar lo que acababa de oír —en cualquier caso, ¿quién demonios era ese tipo?—, pero no lo conseguía. Echó un vistazo a los «informes de los candidatos», pero los veía borrosos. Su mujer era tan organizada, casi obsesiva, que había hecho una lista con los chavales, ordenados del mejor al peor. Cuando seleccionaron a uno de los chicos, Adam lo tachó con un gesto mecánico. Observó la caligrafía perfecta de su mujer, prácticamente como las letras de molde que cuelgan los profesores de tercero en lo alto de la pizarra. Así era Corinne. La chica que llegaba a clase, se lamentaba de que iba a suspender, acababa el examen y sacaba un sobresaliente. Era lista, decidida, guapa y...

¿Mentirosa?

—Vamos a pasar a los equipos para la liga estatal, amigos —propuso Tripp.

El ruido de las sillas arrastrándose por el suelo resonó por la sala de nuevo. Aún descentrado, Adam se unió al corro de cuatro hombres que completarían los equipos A y B para la liga estatal. Aquello era lo que contaba en realidad. Los de la liga escolar se quedaban en la ciudad. Los mejores jugadores pasaban a los equipos A y B y competían viajando por todo el estado.

«Novelty Funsy. ¿Por qué me suena este nombre?».

El entrenador titular del equipo se llamaba Bob Baime, pero Adam siempre lo había identificado con Gastón, el personaje animado de La Bella y la Bestia, la película de Disney. Bob era un tiarrón con una de esas sonrisas luminosas que se ven en la oscuridad. Era ostentoso, orgulloso y cretino, y cada vez que se mostraba en público, pavoneándose, sacando pecho y balanceando los brazos, era como si lo acompañase una banda sonora que dijera: «El más fuerte es Gastón. Solamente Gastón es igual que Gastón. Si dispara Gastón, nunca falla Gastón...».

«Olvídalo —se dijo Adam—. Ese tipo solo quería jugar contigo».

Escoger los equipos debía ser un mero trámite. Cada chaval tenía una puntuación del uno al diez en diversas categorías: manejo del stick, velocidad, pase... Cosas así. Se hacía la suma y se calculaba la media. En teoría, bastaba con echar un vistazo a la lista, poner a los dieciocho primeros chavales en el equipo A, a los dieciocho siguientes en el B, y eliminar a los demás. Sencillo. Pero primero todo el mundo tenía que asegurarse de que sus respectivos hijos estaban en el equipo deseado.

Vale, muy bien.

Luego se seguía el listado de clasificaciones, del primero al último. Las cosas iban bastante bien hasta que llegaron al último puesto del equipo B.

—Deberíamos poner a Jimmy Hoch —declaró Gastón. Bob Baime raramente se limitaba a hablar. La mayoría de las veces emitía dictámenes.

—Pero Jack y Logan tienen mejores puntuaciones —observó uno de sus entrenadores auxiliares, un hombrecillo gris cuyo nombre Adam no conocía.

—Sí, es cierto —declaró Gastón—. Pero conozco a ese chico, Jimmy Hoch. Es mejor jugador que esos dos. Tan solo le fueron mal las pruebas. —Tosió, tapándose la boca con el puño, antes de proseguir—. Además, Jimmy ha tenido un mal año. Sus padres se han divorciado. Deberíamos darle una oportunidad y meterlo en el equipo. De modo que si a nadie le parece mal...

Empezó a escribir el nombre de Jimmy.

—A mí sí —dijo Adam, sin darse cuenta siquiera.

Todas las miradas se volvieron hacia él.

Gastón orientó la barbilla con hoyuelo hacia Adam.

—¿Perdón?

—A mí me parece mal —repitió Adam—. Jack y Logan tienen puntuaciones más altas. ¿Quién tiene la puntuación más alta de los dos?

—Logan —respondió uno de los auxiliares.

Adam repasó la lista y vio las puntuaciones.

—Muy bien, pues es Logan quien debería estar en el equipo. Es el chaval que tiene la mejor valoración y el puesto más elevado en la lista.

Los asistentes a la reunión no emitieron ningún sonido, pero casi se oía la tensión en el ambiente. Gastón no estaba acostumbrado a que le llevaran la contraria. Se inclinó hacia delante y sonrió, mostrando su enorme dentadura.

—No te lo tomes a mal, pero solo has venido a sustituir a tu mujer.

Dijo la palabra «mujer» con cierto retintín, como si tener que sustituir a una mujer implicara falta de hombría.

—Ni siquiera eres entrenador auxiliar.

—Es cierto —respondió Adam—. Pero sé leer números, Bob. La puntuación total de Logan es de seis coma siete. Jimmy solo tiene un seis coma cuatro. Hasta con las matemáticas modernas, seis coma siete sigue siendo mayor que seis coma cuatro. Te puedo hacer una gráfica, si te sirve de ayuda.

Gastón no captó el sarcasmo.

—Pero como acabo de explicar, hay circunstancias atenuantes.

—¿El divorcio?

—Exactamente.

Adam miró a los entrenadores auxiliares, que de pronto habían encontrado en él un espectáculo fascinante.

—Bueno, ¿sabes cuál es la situación doméstica de Jack o de Logan?

—Sé que sus padres siguen juntos.

—Entonces ¿ese es ahora nuestro criterio de selección? —preguntó Adam—. Tu matrimonio va bastante bien, ¿no, Ga...? —Había estado a punto de llamarlo Gastón—. ¿Bob?

—¿Qué?

—Melanie y tú. Sois la pareja más feliz que conozco, ¿no?

Melanie era una rubia menuda y alegre, y parpadeó como si de pronto alguien le hubiera dado una bofetada. A Gastón le gustaba tocarle el culo en público, no tanto como gesto de cariño, ni siquiera de deseo, sino para demostrar que era de su propiedad. Se echó atrás e intentó sopesar sus palabras con cuidado.

—Nos va bien en el matrimonio, sí, pero...

—Bueno, pues eso debería restarle al menos medio punto a la valoración de tu hijo, ¿no? Eso deja a Bob júnior en... déjame ver... un seis coma tres. Equipo B. Lo que quiero decir es que si vamos a aumentar la puntuación de Jimmy porque sus padres tienen problemas, ¿no deberíamos bajar también la de tu hijo, en vista de que sus padres son tan increíblemente perfectos?

—Adam, ¿te encuentras bien? —le preguntó uno de los otros entrenadores auxiliares.

Adam se giró hacia la voz.

—Muy bien.

Gastón empezó a apretar los puños.

«Corinne se lo inventó todo. Nunca estuvo embarazada».

Adam miró fijamente a los ojos a aquel tiarrón y le sostuvo la mirada. «Venga, anímate, grandullón —pensó Adam—. Lúcete». Gastón era el clásico grandullón, todo fachada. Más allá, Adam vio que Tripp Evans los miraba con gesto de sorpresa.

—Esto no es un tribunal —dijo Gastón, luciendo sonrisa—. Se ve que no estás en tu medio.

Adam llevaba cuatro meses sin ver la sala de un tribunal, pero no se molestó en corregirle. Levantó las hojas para que todos las vieran.

—Las evaluaciones están aquí por algún motivo, Bob.

—Y nosotros también —replicó Gastón, pasándose la mano por la negra melena—. Como entrenadores. Como personas que hemos estado observando a los chavales durante años. Nosotros somos los que decidimos en última instancia. Y yo, como jefe de entrenadores, soy quien decide. Jimmy tiene actitud. Eso también importa. No somos ordenadores. Usamos todas las herramientas de que disponemos para seleccionar a los mejores. —Abrió sus enormes manos, intentando hacer volver a Adam al redil—. Y en realidad estamos hablando del último chaval del equipo B. No creo que sea tan importante.

—Yo apuesto a que será muy importante para Logan.

—Yo soy el jefe de entrenadores. La última palabra la tengo yo.

La gente empezaba a marcharse. Adam abrió la boca para decir algo más, pero ¿de qué iba a servir? No iba a ganar aquella discusión y, a fin de cuentas, ¿por qué lo hacía? Ni siquiera sabía quién demonios era ese Logan. Solo le había servido para dejar de pensar en el lío en que lo había metido aquel desconocido. Nada más. Estaba claro. Se levantó de la silla.

—¿Adónde vas? —preguntó Gastón, estirando la barbilla tanto que parecía estar pidiendo un puñetazo.

—Ryan está en el equipo A, ¿no?

—Sí.

Para eso había ido Adam, para defender a su hijo, de ser necesario. Lo demás no importaba.

—Buenas noches a todos.

Adam volvió a la barra del bar. Saludó con un cabeceo a Len Gilman, el jefe de Policía del pueblo, a quien le gustaba trabajar detrás de la barra porque así controlaba que no bebieran demasiado. Len le devolvió el cabeceo y le colocó una botella de Bud delante. Adam le quitó el tapón con un gesto de placer quizás algo exagerado. Tripp Evans tomó asiento a su lado. Len también le colocó una Bud delante. Tripp la levantó y la hizo chocar con la de Adam. Los dos bebieron en silencio mientras se disolvía la reunión. Los demás fueron despidiéndose. Gastón se levantó con un gesto teatral —se le daba muy bien todo lo teatral— y fulminó a Adam con la mirada. Adam levantó la botella en su dirección, como si brindase con él. Gastón se fue hecho una furia.

—¿Haciendo amigos? —preguntó Tripp.

—Soy un tipo sociable —respondió Adam.

—Sabes que es el vicepresidente de la comisión, ¿verdad?

—La próxima vez que lo vea no me olvidaré de hacerle una genuflexión.

—Yo soy el presidente.

—En ese caso, más vale que me compre unas rodilleras.

Tripp asintió. Le gustó aquella ocurrencia.

—Ahora mismo Bob está pasando un mal momento.

—Bob es un capullo.

—Bueno, sí. ¿Sabes por qué sigo en el cargo de presidente?

—¿Te ayuda a ligar?

—Eso también. Y porque si lo dejo, lo asume él.

—No quiero ni pensarlo —dijo Adam, dispuesto a dejar la cerveza en la barra—. Es hora de volver a casa.

—Está sin trabajo.

—¿Quién?

—Bob. Perdió su trabajo hace más de un año.

—Lo siento mucho —lamentó Adam—. Pero eso no es excusa.

—No he dicho que lo fuera. Solo quería que lo supieras.

—Vale. Ya lo sé.

—El caso es que... —prosiguió Tripp Evans—. Ha recurrido a una importante agencia de colocación.

Adam dejó la cerveza.

—¿Y?

—Pues que esa agencia de colocación está intentando encontrarle un nuevo puesto.

—Eso ya me lo has dicho.

—Y la agencia la dirige un tal Jim Hoch.

Adam se quedó de piedra.

—¿Hoch? ¿Como Jimmy Hoch? ¿Su padre?

Tripp no dijo nada.

—¿Por eso quiere que el chaval entre en el equipo?

—¿Tú crees que a Bob le importa que sus padres estén separados?

Adam se limitó a menear la cabeza.

—¿Y a ti te parece bien?

Tripp se encogió de hombros.

—Aquí no hay nada puro. Cuando un padre se implica en el futuro deportivo de su hijo, bueno, ya sabes, es como una leona protegiendo a su cachorro. A veces escogen a un chaval porque es el vecino. A veces, porque su madre está buenísima y se viste provocativa en los partidos...

—¿Y eso lo sabes de primera mano?

—Pillado. Y a veces uno escoge a un chaval porque su padre puede ayudarle a conseguir trabajo. A mí me parece una razón tan válida como la que más.

—Tío, eres de lo más cínico, para ser publicista.

—Sí, lo sé —confesó Tripp con una risotada—. Pero es lo que solemos decir. ¿Hasta dónde llegarías para proteger a tu familiar? Nunca le harías daño a nadie. Yo nunca le haría daño a nadie. Pero si algo amenazara a tu familia, si se tratara de salvar a tu hijo...

—¿Mataríamos?

—Mira a tu alrededor, amigo mío. —Tripp abrió los brazos—. Este pueblo burgués, estos colegios, estos programas, estos chavales, estas familias... A veces me siento, miro a mi alrededor y no me puedo creer la suerte que tenemos todos nosotros. Estamos viviendo un sueño, ¿sabes?

Adam lo sabía. Más o menos. Había pasado de abogado de oficio mal pagado a socio de un bufete especializado en expropiaciones para poder pagarse el sueño. Se preguntaba si valía la pena.

—¿Y si eso es a costa de Logan?

—¿Desde cuándo es justa la vida? Mira, yo tenía unos clientes de una gran empresa de automóviles. Sí, la conoces. Y sí, has leído hace poco en el periódico cómo han tapado un problema en la dirección de sus coches. Ha habido muchos heridos, e incluso muertos. Esos tipos de la casa de coches son realmente majos. Normales. ¿Cómo pudieron permitir que sucediera? ¿Cómo pudieron decidir aumentar el margen de beneficios a riesgo de que muriera gente?

Adam veía adónde quería llegar, pero con Tripp la explicación siempre valía la pena.

—¿Porque son unos cabrones corruptos?

Tripp frunció el ceño.

—Sabes perfectamente que eso no es así. Es como los empleados de las tabacaleras. ¿Ellos también son malvados? ¿Todos? ¿O todos esos santos varones que han tapado los escándalos de la Iglesia o... no sé... que han contaminado los ríos? ¿Son todos unos cabrones corruptos, Adam?

Tripp era así: un papá filósofo de barrio residencial.

—Dímelo tú.

—Todo es cuestión de perspectiva, Adam —le respondió Tripp con una sonrisa. Se quitó la gorra, se alisó el escaso cabello y se la colocó de nuevo—. Los seres humanos no sabemos ser objetivos. Siempre hay algo que nos condiciona. Siempre protegemos nuestros propios intereses.

—Hay una cosa que observo en todos esos ejemplos... —apuntó Adam.

—¿Qué es?

—El dinero.

—Es el origen de todos los males, amigo mío.

Adam pensó en el desconocido. Pensó en sus dos hijos, que en ese momento estarían en casa, tal vez haciendo los deberes o jugando a un videojuego. Pensó en su esposa, y en la convención de profesores de Atlantic City.

—No de todos —puntualizó.

3

El aparcamiento de la American Legion estaba oscuro. Tan solo los resquicios de luz de las puertas de los coches abiertas y los destellos aún más pequeños de los teléfonos móviles contrarrestaban el negro que lo cubría todo. Adam se metió en su coche y se sentó al volante. Por unos momentos no hizo nada. Se limitó a quedarse ahí. Oía puertas de coches que se cerraban. Motores que se encendían. Adam no se movió.

«Podrías haberla dejado...».

Sintió la vibración del teléfono en el bolsillo. Sería, pensó, un mensaje de Corinne. Estaría impaciente por saber cómo había ido la selección. Adam sacó el teléfono y leyó el mensaje. Sí, era de Corinne:

Cómo ha ido??

Tal como pensaba. Adam se quedó mirando el mensaje como si contuviese algún mensaje oculto cuando oyó un golpeteo de nudillos contra el cristal que le hizo dar un respingo. La cabeza de Gastón, del tamaño de una calabaza, cubría toda la ventanilla del acompañante. Le mostró una sonrisa y le indicó con un gesto que bajara la ventanilla. Adam encendió el motor, apretó el botón y vio cómo bajaba el cristal.

—Eh, colega —dijo Gastón—. Sin rencores. Solo ha sido una diferencia de opiniones, ¿verdad?

—Verdad.

Gastón pasó la mano por la ventanilla para estrechársela. Adam le devolvió el saludo.

—Buena suerte esta temporada —dijo Gastón.

—Sí. Y buena suerte con la búsqueda de trabajo.

Gastón se quedó paralizado un segundo. Los dos se quedaron inmóviles: Gastón, imponente, junto a la ventanilla; Adam sentado en el coche, pero sin apartar la mirada. Al final, Gastón soltó la mano y se fue.

Payaso.

El teléfono vibró de nuevo. Otra vez Corinne.

Y bien?!?

Adam se la imaginaba mirando la pantalla, nerviosa, a la espera de una respuesta. No le gustaba marear la perdiz, y no vio motivo para no responder:

Ryan está en el A.

La reacción de ella fue inmediata.

Bien!!! Te llamo en media hora.

Guardó el teléfono, puso el coche en marcha y emprendió el camino a casa. Había exactamente 4,2 kilómetros: Corinne lo había medido con el cuentakilómetros una de las primeras ocasiones en que salió a correr. Adam pasó por la nueva tienda conjunta de Dunkin’ Donuts y Baskin-Robbins en South Maple y giró a la izquierda por la gasolinera Sunoco de la esquina. Cuando llegó a casa era tarde; pero, como siempre, todas las luces estaban encendidas. En los colegios de hoy en día se dedican muchos esfuerzos a hablar de conservación y energías renovables, pero sus dos hijos aún no habían aprendido a salir de una habitación sin dejar las luces encendidas.

Mientras se acercaba a la puerta y sacaba la llave oyó ladrar a su border collie, Jersey. Este le dio la bienvenida como si de un prisionero de guerra liberado se tratase. Adam observó que el cuenco del agua de la perra estaba vacío.

—¿Hola?

No hubo respuesta. A esas horas Ryan quizás estuviera ya durmiendo. Thomas estaría acabando los deberes o también en la cama. Nunca lo pillaba jugando con la consola o perdiendo el tiempo con el ordenador: siempre daba la casualidad de que estaba acabando los deberes y a punto de ponerse a jugar con la consola o a perder el tiempo con el ordenador.

Rellenó el cuenco de agua.

—¿Hola?

Thomas apareció en lo alto de las escaleras.

—Eh.

—¿Has sacado a Jersey a pasear?

—Aún no.

Lo cual, en lenguaje adolescente, significa «No».

—Pues sácala ahora.

—Primero tengo que acabar una cosa de los deberes.

En lenguaje adolescente: «No».

Adam estaba a punto de decirle «Ahora» —era el clásico tira y afloja adolescente-padre—, pero se frenó y se quedó mirando al chico. Se le humedecieron los ojos, aunque contuvo las lágrimas. Thomas se parecía a Adam. Todo el mundo lo decía. Tenía el mismo modo de caminar, la misma risa, el dedo índice de los pies más largo que el pulgar, como él.

Imposible. Era imposible que no fuera hijo suyo. Aunque el desconocido hubiera dicho que...

«¿Es que vas a escuchar lo que dice un desconocido?».

Pensó en todas las ocasiones en que él mismo y Corinne habían advertido a los chicos sobre los desconocidos, sobre el peligro que suponían, todos aquellos consejos para que no se mostraran demasiado solícitos, para no llamar demasiado la atención si se les acercaba un adulto, sobre la creación de un lenguaje de seguridad. Thomas lo había pillado enseguida. Ryan era más confiado por naturaleza. Corinne desconfiaba de esos tipos que merodeaban por los campos de la Liga Escolar, los que se pasaban allí la vida, con una necesidad casi patológica de entrenar a los chavales, aunque hiciera años que sus hijos habían dejado la escuela o, peor aún, aunque no tuvieran hijos. Adam no había hecho nunca mucho caso, aunque quizás hubiera un motivo más oscuro: quizá fuera que, cuando se trataba de sus hijos, no confiaba en nadie, no solo en los que podían despertar sospechas.

Así era más fácil, ¿no?

Thomas vio algo en el rostro de su padre. Hizo una mueca y bajó las escaleras con el típico movimiento de los adolescentes, prácticamente dejándose caer, como si una mano invisible le empujara desde atrás y a sus pies les costara mantener el ritmo.

—Ya saco a Jersey ahora. Tampoco pasa nada —dijo.

Pasó junto a su padre y agarró la correa. Jersey ya estaba pegada a la puerta, lista para salir. Siempre dispuesta, como cualquier perro. Y mostraba su intenso deseo de salir colocándose frente a la puerta, pero impidiendo así su apertura. Perros.

—¿Dónde está Ryan? —preguntó Adam.

—En la cama.

Adam echó un vistazo al reloj del microondas. Las diez y cuarto. La hora de irse a la cama de Ryan eran las diez, aunque le permitían leer en la cama hasta las diez y media. Al igual que Corinne, Ryan era muy disciplinado. Nunca tenían que recordarle que eran las diez menos cuarto. Por la mañana, se levantaba en cuanto sonaba el despertador, se duchaba, se vestía y se preparaba el desayuno él mismo. Thomas era diferente. Adam se había planteado más de una vez comprarse un bastón eléctrico para ganado para sacar a su hijo de la cama por la mañana.

«Novelty Funsy...».

Adam oyó cómo se cerraba la puerta con mosquitera al salir Thomas y Jersey. Subió y fue a ver a Ryan. Se había dormido con la luz encendida, con la última novela de Rick Riordan caída sobre el pecho. Adam entró de puntillas, cogió el libro, encontró un punto de libro, se lo puso y lo cerró. Alargó la mano hacia el interruptor de la lámpara, pero en aquel momento Ryan se movió.

—¿Papá?

—Eh.

—¿He entrado en el equipo A?

—El correo electrónico sale mañana, colega.

Una mentirijilla. Se suponía que aún no se sabía. Los entrenadores no debían decírselo a los chavales hasta que se enviaran los correos de confirmación por la mañana, para que todo el mundo lo supiera a la vez.

—Vale.

Ryan cerró los ojos y se durmió antes de tocar la almohada con la cabeza. Adam se quedó mirando a su hijo durante un momento. En el aspecto físico, Ryan se parecía a su madre. Eso hasta aquel momento no había significado gran cosa para Adam —de hecho, hasta le había gustado la idea—, pero ahora, esa noche, le hacía preguntarse cosas. A lo mejor era una tontería, pero ahí estaba. Un camino sin retorno. Ese resquemor que no le dejaría en paz, aunque... ¿qué narices? Aunque fuera cierto, no cambiaría nada. Miró a Ryan y experimentó la sensación sobrecogedora que lo asaltaba a veces al mirar a sus hijos: en parte felicidad en estado puro, en parte miedo por lo que pudiera ocurrirles en este mundo cruel, en parte deseos y esperanzas, todo ello mezclado en la única cosa de todo el planeta que le parecía completamente pura. Suena cursi, sí, pero es lo que hay. Pureza. Eso es lo que ves cuando miras a tu hijo: una pureza que solo podría derivar de un amor genuino, incondicional.

Quería muchísimo a Ryan.

Y si descubriera que Ryan no era hijo suyo, ¿se perdería todo eso? ¿Puede desaparecer algo así? ¿Acaso importaba?

Sacudió la cabeza y se volvió. Ya había tenido su buena ración de filosofía y paternidad por una noche. De momento, no había cambiado nada. Un tío raro le había soltado un rollo sobre un embarazo falso. Eso era todo. Adam llevaba suficiente tiempo trabajando en el sistema legal para saber que no se puede dar nada por seguro. Uno hace su trabajo. Investiga. La gente miente. Investiga porque sus ideas preconcebidas suelen saltar por los aires con demasiada frecuencia.

Sí, algo en su interior le decía que las palabras del desconocido tenían algo de cierto, pero el problema era ese: cuando escuchas tu voz interior, muchas veces no haces más que alimentar la incertidumbre.

«Haz tu trabajo. Investiga».

«¿Cómo?».

«Muy sencillo. Empieza con Novelty Funsy».

Tenían un ordenador de sobremesa para toda la familia en el salón. Había sido idea de Corinne. En casa no habría búsquedas secretas (léase porno). Adam y Corinne lo sabrían todo —o esa era la idea— y actuarían como padres maduros y responsables. Pero Adam no tardó en darse cuenta de que esa política era inútil o tonta. Los chicos podían buscar cosas en internet —también porno— a través de sus teléfonos. Podían ir a casa de un amigo. Podían coger uno de los portátiles o de las tabletas que había por la casa.

También era un intento por fomentar la responsabilidad de los chicos. Enseñarles a hacer lo correcto porque es lo correcto, no porque mamá o papá te estén controlando. Por supuesto, al principio todos los padres creen en esas cosas, pero muy pronto te das cuenta de que, en asuntos de educación, los atajos están ahí por algo.

El otro problema era más evidente: si querías usar el ordenador para lo que se supone que hay que usarlo —para estudiar o hacer deberes—, el ruido de la cocina y de la televisión sin duda suponían una distracción. Así que Adam había trasladado el escritorio al pequeño hueco que había bautizado, con suma generosidad, como «estudio», una salita que era demasiadas cosas para demasiadas personas. A la derecha estaban amontonados los ejercicios de los alumnos de Corinne, a la espera de recibir su calificación. Los deberes de los chavales siempre estaban desordenados, y en la impresora era fácil encontrar el borrador de una redacción abandonado como un soldado herido en el campo de batalla. Las facturas se amontonaban sobre la silla, a la espera de que Adam las pagara por internet.

El navegador estaba abierto, y mostraba la página web de un museo. Uno de los chicos debía de haber estado estudiando la antigua Grecia. Adam repasó el historial de búsquedas para comprobar qué había estado viendo, aunque los chavales habían aprendido lo suficiente como para dejar algún rastro incriminatorio. Aunque nunca se sabía. Una vez, Thomas había dejado su perfil de Facebook abierto por error. Adam se había sentado al ordenador y se había quedado mirando la página de inicio, intentando combatir la tentación de echar un vistazo al historial de mensajes de su hijo.

Había perdido aquella batalla.

Tras unos cuantos mensajes, lo había dejado. Su hijo estaba seguro —eso era lo importante—, pero la intrusión en la intimidad de su hijo le había afectado. Se había enterado de cosas que se suponía que no debía saber. Nada terrible. Nada estrepitoso. Pero cosas de las que quizás un padre debiera hablar a su hijo. Y ahora ¿qué se suponía que debía hacer con esa información? Si hablaba de ello a Thomas, tendría que admitir que había curioseado en su vida privada. ¿Valía la pena? Se planteó contárselo a Corinne, pero dejó que pasara un tiempo y, ya más relajado, se dio cuenta de que los mensajes que había leído no eran anormales, que él mismo había hecho cosas durante su adolescencia que no habría querido compartir con sus padres, que tan solo las había superado al madurar y que, si sus padres le hubieran espiado y le hubieran hecho hablar de ellas, probablemente habría sido peor.

Así que lo dejó estar.

Desde luego, criar a un hijo no es para flojos.

«Estás desviando el tema, Adam».

Sí, era consciente de ello. Así que a centrarse. Aquella noche no había nada espectacular en el historial. Uno de los chicos —tal vez Ryan— estaba estudiando, efectivamente, la antigua Grecia, o quizás estuviera profundizando en su libro de Riordan. Había enlaces que llevaban a Zeus, Hades, Hera e Ícaro. Así que, de manera más específica, la mitología griega. Retrocedió en el historial hasta el día anterior. Vio una búsqueda de indicaciones para llegar al Borgata Hotel Casino & Spa de Atlantic City. Tenía sentido. Ahí era donde se alojaba Corinne. También había buscado el programa de la convención y lo había examinado.

Prácticamente no había nada más.

Ya estaba bien de posponerlo.

Abrió la página web de su banco. Corinne y él tenían dos cuentas Visa. Entre ellos, las llamaban «personal» y «negocios», pero solo a efectos de contabilidad. Usaban la tarjeta de «negocios» para lo que consideraban un gasto profesional; por ejemplo, la convención de profesores en Atlantic City. Para todo lo demás usaban la tarjeta personal, y por eso fue la primera que consultó.

Tenían una herramienta de búsqueda universal. Introdujo la palabra novelty. No apareció nada. Pues bueno, pues vale. Se desconectó e hizo la misma búsqueda con la Visa de negocios.

Y ahí estaba.

Había un cargo de algo más de dos años antes, a una empresa llamada Novelty Funsy, por valor de 387,83 dólares. En el silencio, Adam oía incluso el murmullo del ordenador.

¿Cómo? ¿Cómo podía saber de ese cargo el desconocido? Ni idea.

Adam había visto el cargo en su momento, ¿no? Sí, estaba seguro. Buscó en lo más profundo de su cerebro, combinando recuerdos. Había estado ahí sentado, comprobando los cargos de la Visa. Le había preguntado por ese a Corinne. Ella se lo había aclarado. Había dicho algo sobre elementos de decoración para el aula. Le había sorprendido el importe, recordó. Le había parecido alto. Corinne había dicho que el colegio iba a reembolsárselo.

Novelty Funsy. No sonaba a nada perverso, ¿no?

Adam abrió otra ventana del navegador y buscó en Google «Novelty Funsy». Google respondió:

Mostrando resultados para Novelty Fancy No hay resultados para Novelty Funsy

Vaya. Eso sí que era raro. Google lo encontraba todo. Adam se apoyó en el respaldo de la silla y se replanteó sus opciones. ¿Por qué no iba a haber ni una coincidencia para Novelty Funsy? La empresa era real. El cargo de la Visa lo dejaba claro. Supuso que venderían algún tipo de elemento decorativo o..., bueno, artículos de fiesta divertidos.

Adam se mordió el labio inferior. No lo entendía. Un desconocido se le acerca y le dice que su mujer le ha mentido —durante mucho tiempo, según parecía— sobre su embarazo. ¿Y él quién era? ¿Por qué iba a hacerlo?

Vale, de momento podía dejar de lado esas dos preguntas y centrarse en la que más le importaba: ¿era cierto?

Adam habría querido limitarse a decir que no y seguir a lo suyo. Pese a todos sus posibles problemas, cicatrices lógicas tras dieciocho años de matrimonio, confiaba en ella. Muchas cosas se perdían con el tiempo, desaparecían, se disolvían o —siendo optimistas— cambiaban, pero lo único que permanece en cualquier caso y adquiere mayor cohesión es el vínculo de protección familiar: tu cónyuge y tú sois un equipo. Estáis en el mismo bando, estáis juntos en esto, y os cubrís las espaldas. Tus victorias son las suyas. Y también tus fracasos.

Adam confiaba en Corinne al máximo. Y sin embargo...

Lo había visto un millón de veces en su trabajo. En pocas palabras: la gente te engaña. Corinne y él podían ser una unidad cohesionada, pero también eran individuos. Sería bonito confiar de manera incondicional y olvidarse de la aparición del desconocido —y justo eso era lo que se sentía tentado de hacer—, pero aquello se acercaba demasiado a la imagen proverbial de quien mete la cabeza en la arena. La vocecilla que sembraba la duda en el fondo de la mente quizá se callara del todo un día, pero nunca desaparecería.

Al menos, hasta que estuviera seguro.

El desconocido había dicho que la prueba era ese cargo de Visa aparentemente inocuo. Tenía que comprobarlo, por sí mismo y —sí— por Corinne. Ella tampoco querría que la vocecilla les acompañara toda la vida, ¿no? Así que llamó al número gratuito de Visa. Una voz grabada le pidió que introdujera el número de tarjeta, la fecha de caducidad y el código CVV del dorso. Intentó darle la información de forma automática, pero al final la grabación le preguntó si quería hablar con un agente. Un agente. Como si estuviera llamando al FBI. Contestó «sí» y oyó el tono de llamada del teléfono.

Cuando se puso la agente, le hizo repetir la misma información exactamente —¿por qué hacen siempre eso?—, junto con las cuatro últimas cifras de su número de la seguridad social y su dirección.

—¿En qué puedo ayudarle, señor Price?

—Hay un cargo a mi tarjeta Visa de una empresa llamada Novelty Funsy.

Ella le pidió que le deletreara «Funsy». Luego:

—¿Tiene el importe y la fecha de la transacción?

Adam le dio la información. Se esperaba algún problema al comunicar la fecha —el cargo tenía más de dos años de antigüedad—, pero la agente no hizo ningún comentario al respecto.

—¿Qué información necesita, señor Price?

—No recuerdo haber comprado nada de una empresa llamada Novelty Funsy.

—Hum —dijo la agente.

—¿Hum?

—Hum. Algunas compañías no facturan con su nombre real. Ya sabe, por discreción. Como cuando va a un hotel y le dicen que el título de la película de pago no aparecerá en su cuenta de gastos.

Estaba hablando de pornografía o de algo relacionado con el sexo.

—No es este el caso.

—Bueno, pues vamos a ver qué es, entonces. —Por el teléfono se oyó cómo tecleaba en su ordenador—. Novelty Funsy aparece como un negocio detallista. Eso suele indicar que es una empresa que valora la privacidad. ¿Eso le sirve de ayuda?

Sí y no.

—¿Hay algún modo de pedirles un recibo detallado?

—Por supuesto. Puede que tarde unas horas.

—No es ningún problema.

—Tenemos una dirección de correo electrónico en su ficha. —Se la leyó—. ¿Se lo enviamos allí?

—Sí, perfecto.

La agente le preguntó si podía ayudarle con alguna otra cosa. Él dijo que no, gracias. Ella le deseó que pasara buena noche. Él colgó el teléfono y se quedó mirando al listado de cargos en la pantalla. Novelty Funsy. Ahora que lo pensaba, también podía ser un nombre de un sex shop.

—¿Papá?

Era Thomas. Adam se apresuró a apagar la pantalla como..., bueno, como habría hecho uno de sus hijos si estuviera viendo porno.

—Eh —dijo Adam, como si nada—. ¿Qué hay?

Si su hijo había notado algo raro, no lo demostró. Los adolescentes eran increíblemente despistados y egocéntricos. Y en aquel momento, Adam lo agradeció. A Thomas no le interesaba lo más mínimo lo que pudiera estar haciendo su padre en internet.

—¿Me puedes llevar a casa de Justin?

—¿Ahora?

—Tiene mis pantalones.

—¿Qué pantalones?

—Los pantalones de deporte. Para el entrenamiento de mañana.

—¿Y no puedes ponerte otros?

Thomas miró a su padre como si le hubiera salido un cuerno en la frente.

—El entrenador dice que tenemos que llevar los pantalones reglamentarios al entrenamiento.

—¿Y Justin no te los puede llevar al colegio mañana?

—Se suponía que tenía que traérmelos hoy. Se le va la cabeza.

—¿Y qué has usado hoy?

—A Kevin le sobraba un par. De su hermano. Pero me iban grandes.

—¿Y no le puedes decir a Justin que los meta en la mochila ahora mismo?

—Sí que podría, pero no lo hará. Solo son cuatro manzanas. Y no me iría mal practicar con el coche.

Thomas acababa de sacarse el carné la semana anterior, el equivalente a una prueba de estrés para padres sin necesidad de electrocardiograma.

—Vale, bajo en un momento.

Adam limpió el historial de navegación y bajó. Jersey esperaba que contaran con ella para otro paseo y les puso aquellos ojos de «no puedo creerme que me dejéis aquí» al verlos pasar de largo. Thomas cogió las llaves y se puso al volante.

Adam conseguía mantener la calma en el asiento del acompañante. Corinne era una controladora obsesiva, y no dejaba de dar instrucciones y advertencias. Casi se le iba el pie a un pedal de freno imaginario. Cuando Thomas puso el coche en marcha, Adam se volvió y estudió el perfil de su hijo. Le estaba apareciendo algo de acné en las mejillas, y también empezaba a salirle algo de vello, al estilo de las patillas de Lincoln, no por el volumen, pero sí por la silueta. El caso era que su hijo ya tenía que afeitarse. No todos los días. No más de una vez por semana, pero lo hacía. Thomas llevaba pantalones cortos de corte militar. Tenía las piernas peludas. Y unos ojos azules muy bonitos. Todo el mundo lo decía. Tenían ese azul brillante del hielo.

Thomas se detuvo frente a la casa de su amigo. Tal vez se pegó demasiado al bordillo derecho.

—Serán dos segundos —dijo.

—Vale.

Thomas echó el freno y salió corriendo hacia la puerta principal.

Para su sorpresa, abrió la madre de Justin, Kristin Hoy. Adam la reconoció por el brillo de su rubia melena. Kristin daba clase en el mismo instituto que Corinne. Las dos se habían hecho bastante amigas. Adam había supuesto que estaría en Atlantic City, pero luego recordó que la convención era de profesores de historia y lenguas. Kristin daba clase de matemáticas.

Kristin sonrió y le saludó desde lejos. Él le devolvió el saludo. Thomas desapareció en el interior de la casa, y Kristin aprovechó para acercarse al coche. Sería políticamente incorrecto pensarlo, sí, pero Kristin Hoy era una de esas MILF. Adam se lo había oído decir a muchos amigos de Thomas, aunque se lo habría podido imaginar él mismo. En ese momento se le acercaba contoneándose con sus vaqueros pintados y un top blanco ajustado. Participaba en competiciones de culturismo o algo así. Adam no sabía muy bien qué era, pero había alcanzado el nivel pro, fuera lo que fuese eso. Él nunca había sido un gran admirador de las culturistas tradicionales, y, en efecto, Kristin aparecía excesivamente fibrosa en alguna de sus fotos de competición. Su cabello también era de un rubio casi exagerado; su sonrisa, quizá demasiado blanca, y su bronceado, tal vez anaranjado en exceso, pero en persona tenía un aspecto sensacional.

—Hola, Adam.

Adam no estaba seguro de si debía salir del coche. Decidió quedarse dentro.

—Eh, Kristin.

—¿Corinne sigue fuera?

—Sí.

—Pero vuelve mañana, ¿verdad?

—Eso.

—Muy bien. Ya le diré algo. Tenemos que entrenar. Tengo los estatales en dos semanas.

En su página de Facebook afirmaba ser una «modelo de fitness» y «WBFF Pro». Corinne la envidiaba por su cuerpo. De un tiempo a esa parte habían empezado a entrenar juntas. Como suele ocurrir con la mayoría de las cosas buenas, un hábito potencialmente positivo se estaba convirtiendo en una especie de obsesión.

Thomas ya había regresado con los pantalones.

—Adiós, Thomas.

—Adiós, señora Hoy.

—Buenas noches, chicos. No os divirtáis demasiado ahora que no está mamá —dijo, y volvió contoneándose hacia la casa.

—Es un poco pesada —sentenció Thomas.

—No digas eso. No está bien.

—Deberías ver su cocina.

—¿Por qué? ¿Qué le pasa a su cocina?

—Tiene fotos suyas en bikini en la nevera —contestó Thomas—. Es desagradable.

Para eso no tenía respuesta. Pero en el momento en que el coche se puso en marcha, vio que Thomas sonreía.

—¿Qué pasa? —preguntó Adam.

—Kyle la llama «la Gamba» —respondió Thomas.

—¿A quién?

—A la señora Hoy.

Adam se preguntó si aquello tenía connotaciones sexuales, como MILF, o algo así.

—¿La Gamba?

—Bueno, es lo que se dice de una que no es guapa de cara... pero tiene un buen cuerpo.

—No te sigo.

—Como las gambas —se explicó Thomas—. Que les quitas la cabeza, y el cuerpo está riquísimo.

Adam intentó contener una sonrisa mientras meneaba la cabeza en señal de desaprobación. Iba a reñirle a su hijo (al tiempo que se preguntaba cómo hacerlo sin que le diera la risa tonta) cuando sonó el teléfono. Miró la pantalla.

Era Corinne.

Apretó el botón de rechazar. Tenía que prestar atención a la conducción de su hijo. Corinne lo entendería. Estaba a punto de meterse el teléfono en el bolsillo cuando sintió que vibraba. No podía ser el mensaje del contestador: demasiado rápido. Era un correo electrónico de su banco. Lo abrió. Había enlaces para ver el detalle de sus compras, pero Adam apenas los vio.

—¿Papá? ¿Todo bien?

—No apartes la vista de la calzada, Thomas.

Ya lo miraría de arriba abajo cuando llegara a casa; pero, en ese momento, la primera línea del email le decía más de lo que quería saber.

Novelty Funsy es el nombre de facturación del siguiente detallista online:

Fake-A-Pregnancy.com*

4

Ya en casa, en su pequeño estudio, Adam hizo clic sobre el enlace del mensaje y vio aparecer la página web en la pantalla.

Fake-A-Pregnancy.com.

Adam intentó no reaccionar. Sabía que internet ofrecía soluciones para todos los gustos y caprichos, incluso los que desafiaban a la imaginación, pero el hecho de que hubiera toda una página web dedicada a fingir embarazos era una de esas cosas que hace que a un ser humano racional le vengan ganas de bajar los brazos, echarse a llorar y admitir la victoria de nuestros instintos más bajos.

Bajo el gran rótulo de color rosa, en un tamaño de letra algo menor, decía: ¡LOS MEJORES ARTÍCULOS DE BROMA!

¿Artículos de broma?

Seleccionó el enlace de «tu cesta de la compra». El primero de la lista era un «¡NUEVO falso test de embarazo!». Adam sacudió la cabeza. El precio habitual, de 34,95 dólares, estaba tachado en rojo, y a su lado aparecía el nuevo: 19,99 dólares, y en letra cursiva, debajo, «¡Ahorras 15 dólares!».

«Bueno, gracias por el ahorro. Espero que mi mujer aprovechara el descuento».

El artículo se enviaba en veinticuatro horas, con un «embalaje discreto». Siguió leyendo:

¡Úsalo del mismo modo en que usarías un test de embarazo normal!

Orina sobre la tira y lee el resultado.

¡Da positivo siempre!

Adam sintió la boca seca.

¡Asusta de muerte a tu novio, a tus suegros, a tu prima o a tu profesor!

¿La prima? ¿El profesor? ¿Quién demonios quiere asustar a la prima o al profesor haciéndoles creer...? No quería ni pensarlo.

Había una advertencia en letra pequeña al fondo:

ADVERTENCIA: Este artículo podría ser usado de forma irresponsable. Al rellenar y enviar el siguiente formulario, el comprador se compromete a no usar este producto con fines que puedan ser ilegales, inmorales, fraudulentos o lesivos para otros.

Increíble. Hizo clic en la imagen y amplió el envoltorio. El test era una tira blanca con una cruz roja que indicaba el embarazo. Adam se devanó los sesos. ¿Era ese el test que había usado Corinne? No lo recordaba. ¿Se había molestado él en verlo? No estaba seguro. Todos se parecían, ¿no?

Pero en ese momento recordó que Corinne se había hecho el test cuando él estaba en casa.

Aquello era nuevo para ella. Con Thomas y Ryan, Corinne se había limitado a recibirlo en la puerta de casa con una gran sonrisa y le había disparado la noticia. Pero esa última vez ella había insistido en que él estuviera presente. Eso lo recordaba. Él estaba tendido en la cama, viendo la tele, zapeando. Ella había entrado en el baño. Él pensaba que el test llevaría unos minutos, pero no había sido así. Corinne había salido corriendo del baño con el test en la mano.

«¡Adam, mira! ¡Estoy embarazada!».

¿El test tenía ese aspecto?

No lo recordaba.

Adam seleccionó el segundo enlace y hundió la cabeza entre las manos.

¡BARRIGAS DE SILICONA!

Las había de diversos tamaños: primer trimestre (semanas 1-12), segundo trimestre (semanas 13-27) y tercer trimestre (semanas 28-40). También había un tamaño extragrande y uno para gemelos, trillizos e incluso cuatrillizos. Había una foto de una bella mujer mirando con ternura su vientre «de embarazada». Llevaba un vestido de novia blanco y un ramo de lirios en la mano.

El reclamo en la parte superior decía:

¡Nada como estar embarazada para ser el centro de atención!

Y, debajo, un subtítulo menos sutil:

¡Verás qué regalos te hacen!

El producto estaba hecho de «silicona de uso médico», descrita como «¡lo más parecido a la piel que se ha inventado nunca!». En la parte inferior había testimonios de «clientes reales de Fake-A-Pregnancy». Adam abrió uno. Una guapa morena sonreía a la cámara y decía: «¡Hola! Me encanta mi barriga de silicona. ¡Es muy natural!». Luego explicaba que le había llegado solo en dos días hábiles (no tan rápido como el test de embarazo, pero tampoco es algo que necesites con tanta prisa, ¿no?) y que ella y su marido iban a adoptar un niño y no querían que sus amigos lo supieran. La segunda mujer —esta vez una pelirroja delgada— explicaba que ella y su marido habían contratado un vientre de alquiler y no querían que sus amigos se enteraran. (Adam esperaba por su propio bien que sus amigos no fueran tan raritos como para frecuentar aquella página web de vez en cuando.) El último testimonio era de una mujer que había usado el vientre falso para jugarles «una mal pasada» a sus amigos.

Debía de tener unos amigos bastante curiosos.

Adam volvió a la página del carrito de la compra. El último artículo era... oh, Dios... unas ecografías falsas.

¡En 2-D o 3-D! ¡Tú eliges!