Novelistas Imprescindibles - José María Vargas Vila - José María Vargas Vila - E-Book

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José María Vargas Vila

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Bienvenidos a la serie de libros Novelistas Imprescindibles, donde les presentamos las mejores obras de autores notables.Para este libro, el crítico literario August Nemo ha elegido las dos novelas más importantes y significativas de José María Vargas Vila que son Aura o Las violetas y María Magdalena.José María Vargas Vila fue un escritor colombiano. Con una formación autodidacta,2 participó en luchas políticas como periodista, agitador público y orador. Vargas Vila se caracterizó por sus ideas liberales radicales y una consecuente crítica al clero, las ideas conservadoras y el imperialismo estadounidense. Muchas de sus ideas son próximas al existencialismo y se fueron afirmando como libertarias, afines al anarquismo a tal punto que él mismo se declarara anarquista.Novelas seleccionadas para este libro:Aura o Las violetas.María Magdalena.Este es uno de los muchos libros de la serie Novelistas Imprescindibles. Si te ha gustado este libro, busca los otros títulos de la serie, estamos seguros de que te gustarán algunos de los autores.

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Tabla de contenido

Title Page

El Autor

Aura o Las violetas

María Magdalena

About the Publisher

El Autor

José María de la Concepción Apolinar Vargas Vila Bonilla, conocido como José María Vargas Vila (Bogotá, 23 de junio de 1860-Barcelona, 23 de mayo de 1933), fue un escritor colombiano.

Con una formación autodidacta, participó en luchas políticas como periodista, agitador público y orador. Vargas Vila se caracterizó por sus ideas liberales radicales y una consecuente crítica al clero, las ideas conservadoras y el imperialismo estadounidense. Muchas de sus ideas son próximas al existencialismo y se fueron afirmando como libertarias, afines al anarquismo a tal punto que él mismo se declarara anarquista.

José María Vargas Vila nació el 23 de junio de 1860 en Bogotá siendo hijo del general José María Vargas Vila y de Elvira Bonilla. En su juventud, alternó el oficio de maestro en Ibagué, Guasca, Anolaima y Bogotá.

Vargas Vila participó en la Guerra civil colombiana de 1884-1885 como soldado de las tropas liberales radicales de Santos Acosta. Tras la derrota liberal se refugió en la región de Los Llanos del Casanare donde el general Gabriel Vargas Santos le ofreció recepción y asilo. Por su actitud crítica, el presidente de Colombia en esa época, Rafael Núñez, dio precio a su cabeza, y se exiliaría en Venezuela en 1886.

En la ciudad de San Cristóbal fundó y dirigió la revista Eco Andino junto a Diógenes Arrieta y Juan de Dios Uribe, en Caracas fundó la revista Los Refractarios,4 junto con otros radicales colombianos: Ezequiel Cuartas, Avelino Rosas y Emiliano Herrera, perseguidos por Núñez. Su fama de panfletario crecería y se expandiría con esos primeros escritos que recogerá en Pretéritas.

En 1887 publicó su primera novela Aura las violetas en que sigue el modelo romántico y que fuera llevada al cine en 1922.

En 1889 se encontraba en Curazao, donde pudo haber coincidido con el general Joaquín Crespo que por esas mismas fechas se había visto forzado a trasladarse a las Antillas desde donde intentó invadir a Venezuela, lo que le valió la cárcel y eventual retiro de la política. Paradójicamente el presidente Raimundo Andueza Palacio lo expulsa de Venezuela en 1891, de donde, parte a Nueva York. En esa ciudad trabajó en la redacción del periódico El Progreso y trabó amistad con el escritor e independentista cubano José Martí. Luego fundó la Revista Ilustrada Hispanoamérica, en la que publicó varios cuentos.

En 1892 Joaquín Crespo al frente de la Revolución Legalista entró triunfante en Caracas y toma el poder. Vargas Vila viajó a Venezuela y ocupó el cargo de secretario privado de Crespo y consejero en asuntos políticos del nuevo régimen. Crespo murió dos años más tarde en el combate de la Mata Carmelera y Vargas Vila regresó nuevamente a New York en 1894.

En 1898 fue nombrado por el presidente del Ecuador, Eloy Alfaro como ministro plenipotenciario en Roma y es recordada su negativa de arrodillarse ante el papa León XIII, al afirmar: «no doblo la rodilla ante ningún mortal». A causa de la publicación de su novela Ibis en 1900, fue excomulgado por la Santa Sede y recibió la noticia con regocijo.

En 1903 fundó en Nueva York la revista Némesis, desde la cual se criticaba al gobierno colombiano de Rafael Reyes y a otras dictaduras latinoamericanas, así como a las imposiciones del gobierno estadounidense, como la usurpación del Canal de Panamá y la Enmienda Platt sobre Cuba. En 1903 publicó en esa revista Ante los Bárbaros tras lo cual el gobierno de Washington le obligó a dejar Estados Unidos.

En 1904, el presidente nicaragüense, José Santos Zelaya, designó a Vargas Vila como representante diplomático en España, junto al poeta Rubén Darío. Los dos fueron integrantes de la Comisión de Límites con Honduras ante el rey de España, quien era entonces mediador en el litigio. Pero esta labor duró poco tiempo; pues el colombiano pronto regresó a la edición de sus libros y luego de breves estancias en París y Madrid, se asentó en Barcelona, donde inició, por acuerdo con la Editorial Sopena, la publicación de sus obras completas. Rubén Darío le dedicó un par de poemas: Cleopompo y Heliodemo y Propósito primaveral.

Vargas Vila falleció tras una breve enfermedad el 23 de mayo de 1933 en su residencia de la calle Salmerón de Barcelona. En 1980 Jorge Valencia visitó la tumba de Vargas Vila, en el cementerio de Las Corts. Entonces emprendió la tarea de repatriar los restos del escritor. Es así como estos llegan a Colombia el 24 de mayo de 1981, siendo sepultado en el Cementerio Central de Bogotá.

Aura o Las violetas

Descorrer el velo tembloroso con que el tiempo oculta a nuestros ojos los parajes encantados de la niñez; aspirar las brisas embalsamadas de las playas de la adolescencia; recorrer con el alma aquella senda de flores, iluminada primero por los ojos cariñosos de la madre, y luego por las miradas ardientes de la mujer amada; 

traer al recuerdo las primeras tempestades del corazón, las primeras borrascas del pensamiento, los primeros suspiros y las primeras lágrimas de la pasión, es un consuelo y un alivio en la adversidad; 

parece que el alma desfallecida, se rejuvenece con aquellas brisas; el corazón se vuelve a abrir a los reflejos de aquel sol purísimo, y la imaginación vuelve a adornarse con el espléndido follaje de aquella primavera inmortal; 

¡primer amor! ¡encanto de la vida, alborada de la felicidad; los rayos de su luz no mueren nunca! ¡corona encantadora de la niñez, formada con las primeras flores que brota el alma, y acariciada por los hálitos de la inocencia! el tiempo la marchita, y descolora después; pero, las hojas mustias de aquellas flores, los rayos amortecidos de aquella aurora, las claridades de aquella edad, en que vaga aérea y vaporosa, la imagen de una mujer, envuelta entre las gasas de la infancia; aquellos recuerdos y aquella historia, son la más bella herencia de la vida; 

páginas de la adolescencia, recuerdos de la cándida mañana de la vida, cánticos melodiosos de aquel himno, murmullos de aquella edad bendita, ¡cuan gratos son al corazón herido! ellos traen al alma, recuerdos del nativo campo, brisas del huerto paterno, rumores de sus ríos, perfumes de sus bosques, voces queridas, imágenes amadas, y besos de la madre, enviados en las alas de la tarde; 

¡ellos despiertan al corazón! ¡benditos sean! 

.............................................................................. .............................................................................. ............................................................................. Hay al volver los ojos al pasado, seres tan íntimamente ligados a las escenas más interesantes de nuestra vida, que marcan en la memoria, las huellas de su existencia, con caracteres indelebles, y señalan épocas, días y horas, que se levantan fijos como fantasmas, en la neblina obscura de otro tiempo; 

cruces solitarias, clavadas allí, por el recuerdo, mostrando las jornadas que nuestra planta vacilante, incierta, de viaje siempre, a las regiones desconocidas de la Eternidad, no ha de volver a repasar jamás; 

tales han sido las violetas para mí, su presencia me despierta tantos recuerdos, su perfume trae a la memoria tantas ilusiones perdidas, que cada una de ellas me parece una estrofa, arrancada de aquel poema, cuyos primeros cantos formaron la aurora de mi vida. **** 

Catorce primaveras contaba yo aquel día; esta frente, hoy palidecida, y angustiada, era entonces tersa, despejada y serena; estos ojos que han enturbiado después las lágrimas de la desesperación, y los insomnios del pesar, eran grandes y negros, abiertos, soñadores; 

esta cabellera, en la cual despuntan hoy delgados hilos de plata, como un pago anticipado, del invierno del dolor, al invierno de la edad, era entonces negra, rizada y abundante; 

estos labios amargamente plegados ahora por la decepción, sonreían con esa ingenua franqueza, con que un alma de catorce años sonríe a la mañana de la vida; 

mi alma era pura, como la sonrisa de una madre, y mi corazón inocente, como la mirada de un niño; ¡y, ella! ¡cuán bella estaba aquel día, con sus hermosos ojos azules, como flores de borraja, sus blondos cabellos, del col de las margaritas en estío, su semblante pálido, y su mirada triste! 

¡cuán bien le sentaban su traje vaporoso, azul, y su sombrero de paja, atado debajo de la barba, con cintas del mismo color! 

el sol descendía lánguidamente al ocaso, y sus últimos fulgores iluminaban la naturaleza, con esa luz melancólica y tibia .con que e] astro rey se despide de aquella parte de la tierra que empieza a dormirse en los brazos de la sombra, helada, los besos de la noche; 

las nubes vagaban desgarradas en el firmamento, semejando copos de níveo vellón, y más encendidas al Occidente, parecían con los resplandores de la luz moribunda, las últimas gradas de un incendio lejano; 

era la hora del crepúsculo, en que las aves se recogen al nido, tendiendo sobre él las alas entreabiertas, y las flores de noche abren sus cálices pálidos, al primer resplandor de los luceros, cual si fueran las almas de las muertas vírgenes, que vienen al silencio de la noche, a recibir los besos que sus amantes les mandan con rayos de luz desde el espacio; 

esta hora en que la naturaleza toda, al compás de las palmas que se mecen, de las palomas que se quejan, de las olas que ruedan, de los murmullos que gimen, y, viendo levantarse la luna silenciosa en el Oriente, como una hostia sostenida en el espacio, por las manos de un sacerdote invisible, parece murmurar con todos aquellos acordes, una plegaria a su Creador; 

hora meditabunda y triste, para las almas soñadoras y enamoradas; ¡hora de la meditación y el sentimiento, de las tristezas y del amor, hora sublime! 

el huerto de la paterna estancia, estaba lleno de perfumes; las brisas murmuraban tristemente, como los acordes de un arpa desconocida, pulsada en el silencio de aquellos campos por el genio de la soledad; 

el cielo estaba sereno, despejado, como nuestra conciencia de niños; las flores se inclinaban temblorosas a nuestro paso; los viejos árboles que nos habían visto crecer cerca de ellos, parecían brindarnos el toldo de su anciana vestidura para cobijar nuestros amores, y las aves asomaban su cabeza fuera del nido para vernos pasar, levantando un gorjeo débil, cual si estuviesen celosas de nuestra felicidad. 

Aura, apoyada en mi brazo, caminaba distraída, dejando errar su mirada dulce, por las riberas del torrente cercano, bordadas de lirios blancos y de azucenas silvestres, y apenas hollaba con su planta las gramíneas que le servían de alfombra; 

yo, me sentía orgulloso y feliz, de llevarla a mi lado, aquella niña vaporosa y bella, soñadora y triste; había sido el encanto y la dicha de mi niñez; 

juntos habíamos nacido, bajo ese cielo siempre primaveral de nuestra patria, habíamos crecido a la sombra de aquellos bosques gigantescos, y nos había servido de horizonte la inmensa esplendidez de aquellos valles; 

junto con ella y mis hermanas, habíamos recorrido alborozados esos campos, en pos de las perdices, cazando con flechas las palomas, y robándoles el nido a las alondras, y cuando las sombras de la noche nos sorprendían, regresábamos al hogar, recibíamos la bendición, que mi madre daba a todos, como si ella también fuera su hija, rezábamos al toque de oración, y nos separábamos luego, dándonos cita para recorrer al día siguiente algún paraje olvidado en nuestra última excursión; 

los viejos arrendatarios de la hacienda, estaban acostumbrados a vernos vagar juntos, en alegre caravana, recorriendo sus campos y hollando descuidados sus plantíos, y, muchas veces, habíamos tomado en su rústico albergue, el pan y la leche con que nos obsequiaban aquellos sencillos campesinos, que habían sido: unos, compañeros de mi abuelo en sus faenas de campo; otros, soldados de mi padre en las últimas campañas, y hoy, cultivadores de aquella hacienda, donde mi madre se había refugiado cor: nosotros, después de la muerte de mi padre, y los cuales miraban con tan cariñoso respeto, a la viuda y a los huérfanos, que habían ido a vivir allí, entre los restos de su pasada opulencia, como el que habían tenido por sus antiguos señores, en todo el esplendor de su fortuna; 

así se habían pasado los primeros años de nuestra infancia, sencillos y puros, como la vida de las aves que gorjeaban sobre nuestras cabezas, inocente y amable como la de los niños pastores de las tribus bíblicas; 

después, un poco más crecidos, el corazón y la mirada, los suspiros y los anhelos infinitos, nos hicieron comprender que nos amábamos, y despertamos a un mundo nuevo, entre los himnos de aquella naturaleza, virgen como nosotros, los cánticos de aquellas aves, los murmullos de aquellas fuentes, el esplendor de aquel cielo bellísimo y la galana exuberancia de aquella vegetación tropical, como debieron despertar Adán y Eva, a 

los primeros rayos del sol y a las primeras sensaciones de la pasión, entre todas las armonías, la luz y la belleza del Paraíso; 

desde entonces comprendimos el amor, y ya nuestros ojos se buscaban con insistencia, cada una de nuestras sonrisas era una promesa, y cada una de nuestras palabras era una confesión; 

buscábamos la soledad, porque el mundo nos era importuno, y nos entregábamos a esos raptos de dulce melancolía, en que parece que las almas de los amantes, se desprenden de sus cuerpos, y alzando el vuelo juntas, cual dos palomas que dejaran el nido, buscan regiones más serenas donde poder hablarse en ternísimos coloquios, de aquel amor que forma su ventura; 

¡cuántas veces, su mano entre mis manos, y mi frente sobre su seno, nos arrobamos en aquellos éxtasis sublimes, mirando declinar el sol, hasta que las sombras de la noche nos advertían que era tiempo de volver a casa! 

¡virginidad del alma, primera eflorescencia de la vida, primavera del amor, quién os tuviera! ¡quién conservara una no de vuestros himnos, una palabra de vuestros cantos, una flor de vuestras coronas, que sirviera de consuelo en esta noche eterna de pesar! 

así se deslizaba nuestra vida mansa y feliz como un rumor la soledad, como una onda en el lago, como un murmullo en el viento; 

éramos dos aves gemelas, ensayando el vuelo en el nativo bosque, dos olas jugueteando en el remanso azul de un mismo río, dos lágrimas de la aurora en el cáliz de una misma flor, dos lirios nacidos y enlazados a la ribera de una misma fuente; 

pero, ¡ay! pronto la tempestad debía rugir sobre nosotros; el nido de nuestra felicidad debía caer al suelo y separados tristemente, iríamos a consumirnos al dolor de la ausencia; 

yo veía la tormenta condensarse sobre nuestras cabezas, veía que el rayo de la desgracia iba a herir aquella frente inmaculada, y no podía protegerla, ni me atrevía a anunciarle la desventura que nos amenazaba; 

embebido en tan tristes pensamientos, llegamos al sitio de Las Violetas, espacio cubierto por grandes árboles, bajo cuya sombra crecían en profusión, aquellas flores que ella amaba tanto, y al cual, los campesinos habían dado aquel nombre poético y bello. 

Aura, quitóme de la mano el pequeño cesto que yo le había ayudado a conducir, y doblando las rodillas, se inclinó para llenarlo de violetas; 

¡cuán bella estaba así! después, han pasado muchos años; errante y solitario, he llegado a aquel lugar, y siempre me ha parecido verla allí, arrodillada, formando ramilletes con las flores; 

mientras permanecía en aquella actitud, yo la devoraba con la mirada, y al pensar que iba a abandonarla, acaso para siempre, no pude contenerme, y las lágrimas brotaron de mis ojos; 

ella, acababa de formar un pequeño ramo, que ató con hebras de sus cabellos a falta de cinta, y alzando la frente, me lo alargó con cariño, diciéndome: 

–Toma, éste es el tuyo; pero al fijar sus ojos en los míos notó que había llorado, y poniéndose de pie, exclamó con emoción: –¿Qué tienes? ¿por qué lloras? ¿por qué estás triste? temblaba la pobre niña como azogada, y sus ojos suplicantes inspiraban lástima; callé, porque no me atrevía a desgarrar su corazón, con la noticia de mi partida. –por piedad –me dijo entonces–, dime qué tienes; había tanta tristeza en su mirada, tan profunda desesperación en su acento, que fue preciso decirle todo; al saber que era la última vez que debíamos vernos en mucho tiempo; que al día siguiente partiría para la Capital, donde mis parientes me reclamaban para que principiara mis estudios y que duraría largos años sin verla, lanzó un gemido ahogado, como el grito de una torcaz que va a morir, y se lanzó a mis brazos exclamando con desesperación: 

–No te vayas, por Dios, no me abandones; 

nada pude responderle, porque los gemidos ahogaban mi voz; estreché contra mi corazón, su cabeza idolatrada, y nos sentamos sobre el césped; 

allí, permanecimos mudos, largo rato, sus lágrimas caían sobre mi pecho, y las mías empapaban sus cabellos; 

¡qué cuadro aquél! ¡dos niños heridos por la primera ráfaga del dolor, y estrechándose el uno al otro, como para protegerse contra la desgracia! 

¡cuánto lloramos! el corazón, en la adolescencia, es como una sensitiva; se abre al más tibio rayo del sol del placer, y se recoge estremecido al contacto del dolor; 

feliz edad, aquella en que se encuentra el llanto como un consuelo, en presencia de la adversidad; ¡ay! después he buscado en vano en mis ojos, una lágrima para desahogarme; el pesar y la desesperación las han secado; 

así mudos y absortos permanecimos un rato; después, hablamos mucho y muy paso; ¿qué nos dijimos? el coloquio de dos almas inocentes, en el silencio de un bosque, prontas a separarse tal vez para siempre, es como acordes de un himno misterioso, que sólo pueden remedar los ángeles; como estrofas incoherentes, voces truncas de un idioma divino, de un canto melodioso, que no se vuelven a escuchar jamás; 

en aquel silencio que todo lo envolvía, sólo se escuchó por algún tiempo el ruido confuso de nuestras voces, murmullos y gemidos, y besos, y promesas, y súplicas de amor... 

cuando volvimos de aquel delirio apasionado, en que nos habían sumido el cariño y el dolor, la noche acababa de cubrir el firmamento, con sombras tan espesas, como las que acababan de caer sobre nuestras almas; 

mudos y temblorosos, no acertábamos a mirarnos, pero al fin era preciso decirnos adiós; haciendo un esfuerzo supremo, la estreché por última vez contra mi pecho, junté a los suyos mis labios yertos, y, al separarlos, sentí que mi alma se quedaba en ellos; 

como un hombre que huye de la luz, me cubrí los ojos con la mano, y me alejé rápidamente; sonó un grito débil a mi espalda, volví a mirar, y Aura, que había caído de rodillas sobre aquella alfombra de violetas, pálida como un cadáver y bañada en llanto, pronunciaba mi nombre; 

cerré los ojos para no verla llorar, apuré el paso, y doblé senda que conducía a mi casa. 

**** ¡Cuántos años han pasado y siento aún la impresión de aquella escena! al llevar aquella noche la mano a mi frente, hallé marchitas en ella, las flores de mi corona infantil, cuyas hojas desprendidas, aun agitaba el viento en aquel bosque, y en el corazón sentí algo como la punta de un puñal que se clavaba en él. ¡Dios mío! era mi niñez que moría con mi ventura; ¡eran los últimos resplandores de mi infancia, que se apagaban para siempre ya! 

estrechando contra mis labios, el único ramo de violetas que había recibido de sus manos, me dormí soñando con su amor y mi desgracia; varias veces desperté sobresaltado, y veía a mi madre, ya inclinada al pie de un crucifijo, o ya llorando cerca de mí, y besándome en la frente; la pobre viuda veía acercarse la partida de su hijo, y comprendía que la mitad de su corazón se iba con él; 

al día siguiente, empapado por las lágrimas de aquella madre amorosa, y las de mis hermanas, dejé la casa de mis mayores con el corazón transido de agonía; 

a poca distancia de allí, me hallé frente a la casa de Aura; a las primeras luces del día, vi una sombra que se dibujaba tras de las cortinas de un balcón; el corazón la reconoció: ¡era ella! 

la ventana comenzó a abrirse, y una mano blanquísima asomo; creí que iba a llamarme; no sintiéndome con fuerzas Para aquel último sacrificio, me incliné sobre el caballo, le clavé las espuelas, y partí como un rayo... 

atravesé el río, y pronto me encontré en el recodo del camino que me ocultaba a la vista de los de la casa; allí me alcanzó el criado que me acompañaba, y me entregó lo que había recogido al pie del balcón: era un ramo de violetas, atado con una cinta blanca, en cuyos extremos se leía trazado con lápiz: –de un lado ¡adiós! – del otro, Aurora; 

acerqué mis labios a aquella reliquia cariñosa, y seguí mi camino, diciendo ç con el alma, un adiós a aquellos bosques queridos, que habían sido la cuna de mi amor, los amigos de mi niñez y los testigos de mi felicidad; 

cada uno de ellos era un recuerdo querido; bajo su sombra protectora había fabricado mi espíritu soñador, sus mejores castillos de ilusión, y había pulsado la lira, en los primeros ensayos de mis cantos; 

¡allí dejaba mi amor; jirones de mi virtud, y recuerdos de mi infancia, y sólo llevaba, en cambio, un puñado de violetas símbolo de tanta pasión, tanta felicidad, y tanta angustia! 

**** Tres años de abandono y soledad pasé en los claustros de un colegio; la imagen de mi madre, y de mi amor, eran mis nuevos compañeros, en mis largas horas de desesperación: sus cartas, el único consuelo de mi angustia, y, la esperanza de tornar a verla, la única que acariciaba en mis dolores; 

al fin llegó el día deseado; como bandada de perdices que abandonan una era, mis compañeros y yo abandonamos el colegio para salir a vacaciones, en los primeros días de un hermoso mes de diciembre; 

contento, risueño, y lleno de ilusiones, torné a la casa paterna; todo lo hallé lo mismo: las caricias amantes de mi madre, el cariño sencillo y siempre igual de mis hermanas, y el calor siempre grato de mi hogar; ¡sólo el amor de Aura, no era el mismo para mí! 

en vano mis ojos buscaban a sus ojos, si huía de mis miradas; en vano quería hablarle a solas, si huía de mi presencia; indiferente y fría, parecía no conservar ni el recuerdo de nuestro antiguo amor; 

mis ojos tímidos, ya no osaban alzarse hasta ella, y el corazón temblaba azorado, en presencia de tanta ingratitud; 

mi alma sencilla y buena, no podía comprender esto; yo creía que tenía obligación de amarme, porque yo la amaba mucho, y que no podía olvidarme, puesto que yo no la olvidaba un momento; 

¡la candidez del alma me perdía! resolví escribirle, y así lo hice, pero no dio contestación a ninguna de mis cartas; ¿a qué se debía esta variación? he ahí lo que me torturaba la imaginación; ¿qué podría moverla a tratarme así, a mí, que había contado los días y las horas que estuve lejos de ella, y que creía enloquecer de placer al volver a verla? 

¿era éste el pago a tanto amor, a tanta adoración? mis ojos; la seguían adondequiera, tratando de descubrir secreto de su perfidia; la sorprendí muchas veces, pensativa y triste, y una tarde, oculto entre los árboles del jardín, la vi apoyada en el antepecho de un balcón, leer con avidez, un papel que llevó luego a sus labios, y cuando alzó el rostro, corrían por sus mejillas dientes gotas de llanto; 

entonces me pareció comprenderlo todo; Aura amaba con pasión a un hombre, y ese hombre no era yo; ¡ay! ¡entonces, la virginidad del alma, se desgarró en pedazos, los celos y la angustia, acabaron la paz del corazón! 

la tristeza cayó sobre mi alma, como cae la sombra de la noche, sobre el silencio helado de los mares; el cariño de mi madre, no alcanzaba a consolarme, y niño, enamorado, solitario, el mundo me parecía un desierto sin un amigo cariñoso, para confiarle mis dolores; la melancolía de los desgraciados se apoderó de mí; di entonces, por recorrer uno por uno, los lugares en que habíamos estado juntos, y me extasiaba en evocar allí, los recuerdos del pasado; 

visité los sitios más queridos a la memoria, las piedras del camino, en que ambos nos habíamos sentado, los árboles cuyos frutos le agradaban más. y, que yo le ayudaba a desgajar, las fuentes a que concurríamos con mayor frecuencia, y los prados en que solíamos descansar; 

cada uno de aquellos sitios, era un altar de recuerdos, en el cual yo la adoraba en silencio; 

allí me recogía, para tributarle culto, como el salvaje busca el misterio de los bosques, para postrarse de rodillas, y alzar los ojos al Sol que adora como su dios; 

como los antiguos indios de América se inclinaban sobre el cristal tembloroso del lago, para adorar la luna reflejada en él, y luego alzaban sus cantos, que repetían los ecos de las selvas, i iban a morir en las riberas del Océano; así la adoraba yo, en - silencio de aquellos campos, testigos de mi dicha pasada, y así escapaba de mi labio su nombre, mezclado a mis sollozos; yo lanzaba como un gemido, y el viento lo murmuraba como un cántico; 

mis días, transcurrían monótonos y lentos, entre la incertidumbre y el dolor; en vano, me examinaba a mí mismo, tratando de buscar la causa de su desamor: no la encontraba; sus cartas, durante el tiempo de mi ausencia, habían sido siempre cariñosas para mí, y llenas de promesas, aunque las-últimas tenían un tinte de tristeza y de ambigüedad indefinibles; 

el día que llegué, había llorado de felicidad, cuando la abracé junto con mis hermanas; sus ojos y su emoción, no podían mentir; pero, después, cuando aprovechando un momento de soledad, quise hablarle en tono confidencial, como su amante se puso en pie, confusa, temblando, suspiró tristemente y sé alejó; 

otro día, que, dispuesto a pedirle una explicación, la sorprendí sola en el corredor, y quise tomarle una de sus manos trató de gritar, se libertó de mí, y, como una cierva perseguida, corrió a los aposentos; la seguí hasta el oratorio, donde confusa y temblorosa, fue a arrodillarse al lado de mi madre, que oraba en aquel momento; 

desde aquel día, esquivaba mi presencia; venía lo menos posible a casa, y evitaba hallarse sola conmigo, buscando siempre la compañía de mis hermanas, o el lugar más próximo a mi madre; 

mi desesperación, aumentaba cada día, y, para mi desgracia, hallábala más bella que nunca; su cuerpo había tomado la esbeltez de la mujer formada; tenía cierta languidez en sus maneras, cierta voluptuosidad inocente en sus movimientos, que la hacían encantadora; 

el eco de su voz, de esa voz que a través de tanto tiempo, aun llega a mi alma, como el eco de una melodía lejana, era entonces más armonioso y más dulce; 

sus hermosos ojos azules, agrandados por las ojeras, que el pesar había impreso en su rostro, tenían un aire de melancolía infinita; de esa melancolía de los mártires y de los genios, de las almas que sufren y que piensan, y que aman con pasión un solo ideal; parecía vivir en el mundo, por lo humano, pero vivir por el pensamiento en Dios; 

aquella frente, pensadora y seria, se alzaba con majestuosa dignidad, como si tuviese algo de divina; había nacido para ser coronada, ya con las bellas flores del amor, ya con las pálidas y tristes del martirio; 

su sonrisa, era bella, pero melancólica, como la luz del crepúsculo, y se notaban en su fisonomía dulzura para el amor, y resignación para el sacrificio; 

era una de aquellas mujeres predestinadas a andar entre las borrascas del mundo, como pintan a Jesús, sobre el Tiberíades, sin hundir las plantas; 

y, sin embargo, aquella mujer, así tan sublime e ideal, era perjura, había olvidado nuestro amor, destrozado mi felicidad y llenaba mi alma de amargura; 

cuánto sería mi despecho y mi pesar, al pensar que en otro tiempo había sido mía; que su corazón había latido enamorado, sólo para mí; que yo, había despertado sus primeras sensaciones, y hoy no me amaba!... 

ella, cuya imagen, había sido compañera en las horas de estudio, cuando colocando su retrato, entre las hojas abiertas de mis libros, la contemplaba, extasiado, horas enteras; 

ella, a quien veía en mis sueños, venir hacia mí, con los cabellos flotantes, y los ojos medio entornados, para hablarme I oído, y revolar luego, entre las cortinas de mi lecho, como el ángel custodio en mi descanso; 

¡ella me había olvidado!... ¿habéis sabido lo que es alimentar una ilusión, verla nacer, crecer, y desarrollarse con nosotros, y luego, verla convertida en humo, llevándose la paz del corazón? 

¿habéis sabido, lo que se experimenta, al ver pasar cerca a nosotros, una mujer que ha sido nuestra, y que hoy nos mira con indiferencia o con desprecio? ¡y contemplar aquellos labios, en los cuales, se posaron tantas veces los nuestros; aquellos ojos sobre los cuales nos inclinábamos para leer en el fondo de su alma; aquel seno 

que estrechamos tantas veces contra nosotros, y aquella mirada, antes apasionada y tierna, hoy indiferente y fría! ¡y, ver que nada de esto nos pertenece ya!... ¡qué despecho se apodera de nosotros! 

¡cómo anhelamos, volver a gozar uno siquiera, de aquellos ratos, que ya no retornarán! aquella mujer, huyendo de nuestro amor, es más bella a la imaginación, que cuando se adormecía en nuestros brazos; sus atractivos resaltan a nuestra fantasía, con la idea del misterio; así, esquiva, la desea más el corazón, que amante y rendida; ¡tanto así, ama el alma lo imposible! 

además, Aura se presentaba más bella a mis ojos iluminada por los rayos ardientes de la juventud, que despuntaba en ambos, que cuando la vi tan pura a la luz apacible de la mañana de la vida; 

entonces su hermosura hablaba sólo al alma inocente de n niño, ahora hablaba al alma, al corazón, y a los sentidos de joven, en toda la ebullición de las pasiones, y enamorado de ella hasta el delirio; 

su hermosura, su esquivez, y mi pasión, parecían reunirse para aumentar mi infortunio. 

**** Dominado por mis tristes pensamientos, y perseguido pOr amargas reflexiones, llegué una tarde al sitio de Las Violetas testigo en otro tiempo de mi felicidad; todo estaba lo mismo los árboles gigantescos, dando siempre sombra, a la casta mansedumbre de esas flores; las mismas enredaderas, tejiendo guirnaldas sobre la frente de los arbustos; la misma soledad, la misma calma; pero en vano, busqué una huella de nuestra última visita, no la hallé; 

el viento no guardaba ya, ni memoria de nuestras palabras; nuevas flores habían brotado en el suelo; nuevos vientos habían soplado en la espesura, y murmullos y voces, muy distintos, traía la brisa en sus flotantes alas; 

las violetas, daban su perfume de siempre, abrillantando sus morados pétalos, con la luz amarilla del crepúsculo; cogí algunas, y las llevé a mis labios, ¡ay! no eran las mismas que ella acarició con su aliento, cuando niños, y tímidos, llegamos allí, a decirnos el postrer adiós; 

ante aquel bosque, tabernáculo de nuestro amor, poblado de tantas memorias, y tantos recuerdos, permanecí absorto y meditabundo, como un hijo en presencia del sepulcro de su madre; ¡aquella era la tumba de mi felicidad! 

también, la tarde expiraba, como aquella tarde de mi despedida, las aves voloteaban sobre mi cabeza, y las blancas pasionarias, abrían sus hojas pálidas, a los besos de la noche, que avanzaba; pero ¡ay! el dolor que embargaba mi alma, era más profundo, que el de aquella otra tarde; 

me recliné sobre el sitio en que habíamos estado juntos, y allí permanecí largo rato, como abrazado a su memoria, y dormido en el regazo del recuerdo. 

........................................................................ ......................................................................... ........................................................................ Cuando me puse en pie, era ya de noche; me dirigí a la casa, atravesé sin ser sentido, los corredores y entré a la sala; 

al pasar el umbral de la puerta, me estremecí, como deslumbrado por un rayo, y di un paso atrás; Aura estaba allí, sola, reclinada en un sofá, y en un momento de completa abstracción;