Obras completas, IV - Sor Juana Inés de la Cruz - E-Book

Obras completas, IV E-Book

Sor Juana Inés de la Cruz

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Beschreibung

En este cuarto volumen de las Obras completas se incluyen las comedias "Los empeños de una casa" y "Amor es más laberinto" , junto con sus loas, sainetes, letras y el sarao correspondiente.

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BIBLIOTECA AMERICANA

Proyectada por Pedro Henríquez Ureña y publicada en memoria suya

Serie de LITERATURA COLONIAL

OBRAS COMPLETAS DE SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ IV

El doctor Alfonso Méndez Plancarte, iniciador de estas Obras Completas, ante el retrato de Sor Juana.

OBRAS COMPLETAS DE SOR JUANA INÉS DE LA CRUZ IV

COMEDIAS, SAINETES Y PROSA

Edición, prólogo y notas de ALBERTO G. SALCEDA

Primera edición, 1957    Sexta reimpresión, 2012 Primera edición electrónica, 2017

D. R. © 1957, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México

Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.

ISBN 978-607-16-4802-0 (ePub)

Hecho en México - Made in Mexico

INTRODUCCIÓN

EL LECTOR que llegue aquí después de haber pasado por los tres tomos anteriores de estas Obras completas de Sor Juana Inés de la Cruz, habrá admirado en ellos —junto con la gracia exquisita y la hondura y la perfección formal del verso sorjuanino— la esmeradísima depuración de los textos, la cuidadosa anotación de variantes y de datos cronológicos y bibliográficos, y los sólidos estudios liminares, que contienen magistrales tratados de la vida y la obra de Sor Juana, del arte barroco y el gongorismo, y de los villancicos, los autos sacramentales y las loas en la Vieja y en la Nueva España; y habrá admirado —y tal vez agradecido— la riqueza de erudición derramada en el gran caudal de las notas explicativas: chorros de luz que extraen todo su brillo a los diamantes de poesía que iluminan; y que en algunos casos y respecto a las obras más crípticas —como El sueño o la Silva al conde de Galve— son verdaderos descubrimientos de “oro mental” oculto durante siglos bajo la intencional capa pudorosa del enigma gongorino, para entregarlo ahora al goce del lector común, no erudito, pero gustador de la belleza.

En pocas líneas dicha, ésta fue la obra, pasmosa por su sabiduría y su precisión, del ilustre editor de esos tres primeros tomos: el doctor Alfonso Méndez Plancarte.

Pero el lector que llega aquí después de haber pasado por los tres tomos anteriores, ya no encuentra al doctor Méndez Plancarte. La muerte lo arrebató a su tarea en la noche del 8 de febrero de 1955, cuando había entregado, totalmente concluido, el tomo tercero.

La editorial Fondo de Cultura Económica y quien esto escribe —y más adelante procurará disculpar su intromisión— estamos obligados a rendir un homenaje de justicia, de afecto y de gratitud, al eminente humanista, al sorjuanista insuperado que hizo posible la publicación de estas obras. Para ello hemos puesto en el frontispicio del presente volumen, sin romper la continuidad de los frontispicios de los anteriores, una imagen más de Sor Juana, pero aquí en compañía de su condigno editor y escoliasta; y transcribimos en seguida el esquema de la personalidad de este insigne hombre de letras, trazado por su particular y cercano amigo el poeta Alfonso Junco:

ALFONSO MÉNDEZ PLANCARTE

En la michoacana Zamora, ubérrimo solar de sacerdotes y mitrados egregios, nació Alfonso el 2 de septiembre de 1909. Vino a la metrópoli, estudió en el Colegio Marista del Puente de Alvarado, ingresó luego al Seminario y finalmente fue a Roma. Allá, con Gabriel su hermano, cinco años mayor que él, estudió en la insigne Universidad Gregoriana y vivió en el Colegio Pío Latino Americano —familiarmente el Piolatino—, centro de convergencia de la flor de nuestras juventudes hispánicas proyectadas hacia Dios. En la eterna ciudad obtuvo el grado de doctor en filosofía, en 1927. Ya vuelto a la patria, se doctoró en teología en la Pontificia Universidad Mejicana, en 1931. Todo con sumas calificaciones. Y al año siguiente —14 de febrero de 1932— recibió la unción sacerdotal.

Ejerció las cátedras de literatura, latín, filosofía y teología, tanto en el Seminario de Méjico (1931-1933) como en el de su natal Zamora (1933-1938). Era un catedrático excepcional, por el dominio de las materias, por la agilidad de la palabra, por la curiosidad alerta, por el vivo intercambio con los alumnos. Y de pronto, extrañamente, perdió el habla normal, que de antes tuvo siempre perfectísima.

Fue en septiembre de 1937 —cuéntame una hermana suya— cuando en una importante celebración familiar tomó Alfonso la palabra y advirtieron que a momentos le fallaba la voz. Fue la cosa extremándose después. Se recurrió a todo médico y sistema imaginable: nada pudo lograrse. Y el que era un conversador de extraordinaria vivacidad y simpatía, quedó con la elocución intermitente y difícil, ya irremediablemente hasta el término de sus días. Y allí surgió al desnudo la calidad de Alfonso. Ni un signo de inconformidad o queja o desesperación. Sufrió, heroico, la frustración mortificante que truncaba su actividad en lozanía: ni cátedra, ni predicación, ni confesonario.

Dejó entonces su querida Zamora y recluyóse en la metrópoli, en la casona familiar de la colonia Santa María, donde vivió hasta el fin. Tuvo que refugiarse en la muda elocuencia de los libros: noble y dilectísimo refugio, al que vorazmente se entregó. Por providencial compensación, pudo así —necesariamente exento de otros deberes— aferrarse a su vocación literaria y realizar proezas increíbles en la investigación y en la crítica.

Lector tan estupendo en la afición como en el aguante, era no sé si el único moderno que se tragaba enteros y verdaderos aquellos poemones antiguos que arrastran por desiertos kilométricos sus furgones de octavas reales. De nada hablaba sin haberlo leído cabal, y su sueño —en buena parte cumplido— era no juzgar a un autor sin haberse nutrido con su obra completa. Capacidad de excepción, física y mental, para la lectura: nunca necesitó anteojos, y captaba al instante bellezas y gazapos, por menudos que fuesen. Y todavía, para descansar de revesados manuscritos y sesudos latines y gongorismos abscónditos, buscaba solaz en lo que menos podría imaginarse: en las novelas policiacas, de que era sorprendente conocedor y gustador.

Porque nunca fue huraño sino alegre, nunca enconchado sino comunicativo. Ni siquiera la prueba desconcertante de su afonía le creó complejos; y, vencidos los trágicos principios, lanzóse con humilde valentía a la plática en la intimidad y entre amigos —y más tarde aun en público mayor—; y nunca perdió la gracia y el ímpetu de su charla, tan nutrida de saber como de agrado.

Su buena fe de niño apasionado, su voraz interés por ideas y opiniones —sobre todo literarias— enfrente de las suyas largamente maduradas y generalmente irreversibles, lo precipitaban sobre el tema que surgía. Y si alguien, taimado, soltaba alguna frase displicente sobre Góngora —digamos—, Alfonso sentía necesidad invencible de recogerla, por las dudas, y analizarla y refutarla hasta el agotamiento.

Y como en lo hablado, en lo escrito. Si se decidía a refutar, lo hacía a fondo, lo mismo en lo mayúsculo que en lo minúsculo. Cuajado de razones, urgido por su propia lealtad, acorralaba, inexorable, a su “víctima”, sin perdonar punto ni coma. Pero su rigor era sólo intelectual, sin un adarme nunca de hiel en el corazón. Y así acabaron en amigos suyos, cuando lo conocieron, los que antes de lejos probaron el bronco filo de su prosa.

Clavado todo el día en su humilde escritorio, curvó su espalda, blanqueó su cabeza y envejeció su aspecto prematuramente, a pesar de su firme complexión. Trabajador encarnizado, “exprimía el tiempo: pero su avaricia del tiempo nunca llegó a ser falta de caridad con los hombres”, advierte, como testigo personal, el joven jesuita Von Bértrab: “Al oírme entrar se levanta sonriente; para él ya no existía el trabajo, sino sólo un visitante al que se entregaba, y al que entregaba la riqueza de su alma… El trabajo tiene una inercia que se rebela a todo freno, que empuja siempre desbocadamente. Pero el padre Alfonso dominó el trabajo y su inercia; fue señor, no esclavo del tiempo. Él no era del tiempo: el tiempo era suyo”.

¿Qué jugo le sacó Alfonso Méndez Plancarte a su tiempo?

La obra que deja es vasta, opulenta en hallazgos, nunca repetidora de lugares comunes, siempre concienzuda hasta el escrúpulo. Nada de improvisaciones. Nada de hablar de lo que se sabe a medias o de vagas oídas, peste generalizada en nuestro mundo literario. Él, con la severidad de su ejemplo y de su crítica, contribuyó a atenuar esta epidemia y a suscitar más cuidado y responsabilidad en las gentes de pluma. “El lector más temible de Méjico” le llamó alguien, saludablemente alarmado.

Alfonso fue, ante todo, humanista. Su conocimiento radical del latín y de las letras clásicas robusteció sus cimientos y amplió sus horizontes. Le permitió —valga un ejemplo entre mil— saborear a su dilecto Horacio y traducir Cuarenta Odas suyas por una vía angosta y ardua: verterlas en igual número de versos y en estrofas y metros similares. Duro y triunfal esfuerzo de concisión para emparejar el castellano con el latín, y más todavía, con el elíptico y preñado latín de Horacio.

El resultado —sorprendente en su línea— puede a ratos no convencer en el orden poético: hay chirridos y extrañezas. Pero Alfonso —que no pretendía con su versión haber abierto el camino, sino un camino— pensaba que los contemporáneos del lírico romano hallarían también en sus versos originales aquellas extrañezas y chirridos: algo semejante a lo que aconteció, siglos después, con otro gran innovador predilecto de Alfonso: don Luis de Góngora, en quien advertía y subrayaba paralelismos con Horacio.

Esta pasión gongorina favoreció una extraordinaria aportación del doctor Méndez Plancarte a nuestras letras: su descubrimiento, estudio y antología de los Poetas novohispanos, que, por coincidencia llamativa, cubren con exactitud tres siglos: de 1521, toma de la Ciudad de Méjico, a 1821, consumación de nuestra Independencia. Alfonso alcanzó a publicar, en tres volúmenes de la Biblioteca del Estudiante Universitario, los dos primeros siglos, en los que figura buena parte de aquella prolongadísima etapa en que imperialmente dominó el cetro de Góngora —más tarde vituperado y preterido— y de la que se había hablado siempre, aun por críticos egregios, con somera información y ninguna simpatía.

Alfonso se metió a revolver y exhumar manuscritos o publicaciones sólo de referencia conocidas, leyó y revaloró todo aquello, y sacó nombres y poesías incógnitos que integran un panorama literario muy diverso del que venía rutinariamente perpetuándose por repetición.

Entre los poetas novohispanos descuella, claro está, Sor Juana. Y en Sor Juana —que victoriosamente recorrió los más disímiles rumbos— descuella un hermético poema, El sueño, que solían mirar de soslayo los críticos. Con él se enfrentó Alfonso y lo vertió íntegro en prosa, o sea “lo tradujo al castellano”, como le decía yo bromeando y por hacerlo brincar. Así patentizó —como Dámaso Alonso lo había logrado con Góngora— que cada palabra del original era inteligible, y tenía su sentido literal y metafórico.

Surgió a la sazón la oportunidad brindada por el Fondo de Cultura, para que Alfonso acometiera la hazaña más descomunal de su vida —hazaña que llevaba casi tres siglos de aguardar a su protagonista—: la edición crítica de las Obras completas de Sor Juana, con prólogos de vasta erudición y doctrina, con notas copiosísimas que agotan toda culta curiosidad en cuanto a textos y alusiones, así como en cuanto a precedentes e imitaciones de tal cual poesía y aun verso aislado…

Y por supuesto que quien fue “príncipe en obras completas” lo fue también en monografías, indispensable prolegómeno de toda madura visión de conjunto.

Sacó a luz, siempre con alguna fresca aportación y algún toque no estrenado, a León Marchante, jilguerillo del Niño Dios, olvidado poeta español del XVII; a fray José Antonio Plancarte, novohispano de fines del XVIII; a Juan José de Arriola, con sus Décimas a Santa Rosalía. Se paseó, hechizado, por los jardines del haikú. Exploró las veredas históricas y poéticas que suben al Tepeyac, y propuso lecciones y plegarias que trajeran a “más pleno fulgor litúrgico” el prodigio guadalupano.

En el terreno directamente religioso, cultivó El grano de mostaza, sólida y moderna exposición de la doctrina católica; narró y examinó severamente la realidad y maravilla de Fátima; cotejó con aire polémico los textos catequísticos de Ripalda y Gasparri; escudriñó, por fin, los orígenes y rastros de la devoción al Corazón de Cristo en la Nueva España.

Acuciado por un certamen nacional, produjo su libro —suculento— acerca de Díaz Mirón, poeta y artífice, que no obtuvo mención siquiera en el certamen, cuando otros seis trabajos la recibieron. “Esta noticia —pone Alfonso en el prólogo— pláceme consignarla por su posible interés pintoresco para la historia de la crítica de la crítica en Méjico, y para reforzar mis cordiales votos de que pronto salgan a luz esos seis libros más venturosos.” Él presentó su inédito volumen —pasado ya el concurso— como ofrenda de ingreso a la Academia Mejicana de la Lengua, en enero de 1954, y destacó unas páginas que fueron leídas por mí —boca de ganso— como discurso de recepción de Alfonso, al que contestó Nemesio García Naranjo. Poco después, el libro fue editado por Robredo. Los otros trabajos del certamen siguen inéditos hasta hoy.

Además de los libros y opúsculos que alcanzó a editar Méndez Plancarte y que constituyen unos 25 títulos, trazó una colaboración semanaria, cada lunes, para El Universal de Méjico, desde el 11 de octubre de 1943 hasta el 14 de febrero de 1955; por cierto que el último artículo, póstumo, apareció puntualmente en la fecha de aniversario de su ordenación sacerdotal.

ESTAS OBRAS COMPLETAS EN NUEVAS MANOS

La muerte lamentabilísima de este hombre arrojó en mis manos la desproporcionada tarea de concluir la publicación de estas Obras completas. Y fue por instancia del mismo Junco cuya biografía del padre Alfonso acabo de transcribir, y a quien denuncio aquí públicamente para que le quepa su parte en la responsabilidad que yo adquirí.

¿Por qué la acepté? Tengo obligación de decirlo, porque parece que un hombre no debiera nunca aceptar una carga superior a sus fuerzas, y ésta excedía las mías notoriamente y con mucho. En sí misma, por la suma de conocimientos, de noticias, de experiencia y de habilidad que requería; y en las circunstancias especiales en que la tomé, por el peso adicional que le había puesto la descomunal calidad de mi predecesor.

Para compensar la deficiencia no podía yo poner sino mi antigua devoción a la emperatriz del idioma castellano y mi entrañable amistad, siempre respetuosa y admirativa, con el iniciador de la obra, y la muy modesta y meramente material, pero constante, colaboración que le había yo prestado en ella. Esto no me daba méritos, pero sí me aseguraba de que pondría yo en la consumación del arduo empeño inconcluso todo el entusiasmo y todo el esfuerzo de que soy capaz. Sentí el temor de que la obra fuera a quedar trunca, al menos por demasiado tiempo, porque otras manos muy aptas para ello no pusieran la paciencia y la constancia y el amor que pedía.

Ya esta consideración me impulsaba, cuando vinieron a mi recuerdo palabras de la propia Juana Inés, que creí recibir como inspiración: “en blanco inaccesible no queda tan desairado el yerro del tiro como en los comunes, y basta para bizarría en los pigmeos atreverse a Hércules”, y estas otras:

No conseguir lo imposible

no desluce lo brïoso,

si la dificultad misma

está honestando el mal logro;

y las de Ovidio que ella misma invoca:

Ut desint vires, tamen est laudanda voluntas:

Hac ego contentos auguror esse deos.

Y si, como no lo es, fuera cierto que el trabajo todo lo vence, yo estaría ahora tranquilo. No lo estoy, porque sé que para la perfección de la obra hacen falta, además, ciencia y talento. Pero sí es cierto, en cambio, que no hay trabajo perdido, y que aun el error es fecundo, porque incitando a otros a corregirlo, contribuye indirectamente al logro de la verdad. Sé que otros corregirán mis errores y llenarán mis omisiones; y quedaré satisfecho de haberles dado la oportunidad.

Cuando acepté el encargo del benemérito Fondo de Cultura Económica de dar fin a esta obra, tenía la esperanza de que el padre Alfonso hubiera adelantado ya algo en el empeño, y que a mí me bastara ordenar y revisar los materiales acumulados. Esta esperanza no era muy fundada, porque la muerte del padre llegó precisamente cuando acababa de terminar el tomo tercero —que él no vio ya en los escaparates—; y porque, a pesar de nuestro frecuente trato y de nuestra continua comunicación acerca del asunto, nada me había dicho referente a esto. En efecto, la esperanza se desvaneció al rebuscar entre los papeles dejados por mi admirado amigo. Sólo pude hallar un mero índice de algunos pasajes de Los empeños que requerían anotación. En las copias mecanográficas de los textos de Sor Juana que mi esposa y yo habíamos preparado para él, apenas estaba iniciada una somera labor de corrección. En consecuencia, es sólo mía la responsabilidad de lo hecho en el presente volumen.

No he pretendido ni por un momento emular al maestro muerto, aunque sí seguirlo a longe e imitarlo en miniatura.

En los renglones que siguen de esta introducción no intento hacer una labor del mismo género de erudición y de crítica de las que preceden a los tomos anteriores. Desesperando de lograrlo, siquiera medianamente, me limito a dar al lector información acerca de los hechos que de alguna manera se relacionan con las obras que aquí se publican, para ayudar a la mejor comprensión y a la más exacta valuación de ellas, añadiendo sólo unas cuantas apreciaciones personales.

EL CONTENIDO DE ESTE TOMO

El presente volumen contiene todas las obras literarias de Sor Juana de que he tenido noticias y que no estaban incluidas en los tres primeros. Van clasificadas en dos secciones: la primera comprende las dos comedias —con las piezas menores que las acompañan— completando la obra dramática; y la segunda, la entera producción en prosa.

El plan original de Méndez Plancarte era algo más extenso. En la sección de prosa ofrecía incluir “todos los documentos personales que subscribe Sor Juana Inés, como su profesión y su testamento, aunque hasta cierto punto extraliterarios y aun acaso no siempre redactados por ella misma”; y además se proponía añadir “un muy sustantivo apéndice crítico y documental, precioso y utilísimo a todas luces, siguiendo la estructura miscelánea de las viejas Fama y obras póstumas y aprovechando de esta última parte lo más vigente, si bien ya hoy completándola a la altura de nuestros días… copiando o extractando lo más hermoso y certero —o bien lo más significativo— de entre cuanto se ha escrito de Sor Juana en esta triple centuria”.

Ahora bien, en cuanto a lo primero, sí se incluye en este tomo el acta de su profesión entre los documentos existentes en el libro de profesiones del Convento de San Jerónimo de Méjico, que he añadido a las prosas publicadas en las viejas ediciones, por el valor tan personal de esos pequeños manuscritos autógrafos de Sor Juana; pero —después de muchas dudas y reflexiones— no he creído que puedan considerarse como obras literarias de la autora los documentos notariales o forenses que aparecen suscritos con su firma. Los que conocemos, de este género, son, además de su testamento, otorgado ante el escribano José de Anaya, algunas otras escrituras públicas descubiertas en el Archivo General de Notarías por el ingeniero Enrique A. Cervantes y publicadas por él en el pequeño libro que lleva por título Testamento de Sor Juana Inés de la Cruz y otros documentos (Méjico, 1949); y una declaración rendida en un juicio por Sor Juana y que es uno de los documentos descubiertos y publicados por Guillermo Ramírez España en La familia de Sor Juana Inés de la Cruz.

De entre los documentos de Cervantes, aparecen suscritos por nuestra autora los siguientes:

I. Solicitud de Juana Inés de la Cruz, novicia del Convento de San Jerónimo, para otorgar su testamento y renuncia de bienes. 15 de febrero de 1669.

II. Testamento y renuncia de bienes de Juana Inés de la Cruz, novicia del Convento de San Jerónimo. 23 de febrero de 1669.

VI. Sor Juana Inés de la Cruz vende, a su hermana doña Josefa María de Asbaje, una esclava. 6 de junio de 1684.

XIV. Petición de Juana Inés de la Cruz, religiosa del Convento de San Jerónimo, para imponer a censo asegurado en fincas de dicho convento, la cantidad de $1 400.00 pesos de oro común, propiedad de la solicitante. 12 de marzo de 1691.

XV. Censo sobre $1 400.00, asegurado en fincas del Convento de San Jerónimo, que se establece a favor de Sor Juana Inés de la Cruz. 24 de marzo de 1691.

XVII. Imposición de $600 más sobre bienes y rentas del Convento de San Jerónimo, por Sor Juana Inés de la Cruz. 18 de agosto de 1691.

XVIII. Sor Juana Inés de la Cruz solicita licencia del arzobispo de Méjico, para comprar la celda que fue de la madre Catalina de San Jerónimo. 20 de enero de 1692.

XX. Venta de la celda que fue de la madre Catalina de San Jerónimo, a Sor Juana Inés de la Cruz. 9 de febrero de 1692.

Todos estos documentos, no solamente carecen de intención literaria, sino que por su carácter jurídico y por estar otorgados en protocolos de escribanos, deben suponerse redactados por los propios escribanos. No tenemos, pues, ningún derecho para atribuirlos literariamente a Sor Juana. Por esta razón quedan excluidos.

En cuanto al apéndice crítico que habría de agrupar la colección de opiniones sobre la obra de Sor Juana Inés de la Cruz para formar su Fama Coetánea y Póstuma (que en el plan de su colector y selector sería añadido al contenido de este tomo, pero dividiendo la suma en dos volúmenes), su exclusión ha sido decretada por los directores del Fondo de Cultura Económica. Y con muy buenas razones. Aunque su adición enriquecería ciertamente el valor de nuestro libro, engrosaría excesivamente el presente volumen o impondría la necesidad de no concluir aquí, sino en un quinto tomo, con grave tardanza en la terminación de la obra, que ya hasta hoy se ha demorado por más de cinco años y medio desde que apareció el tomo primero.

En mi poder queda esta colección de opiniones para la Fama de la Décima Musa, en la forma en que la dejó Méndez Plancarte, y espero que algún día Dios le conceda llegar al público en volumen separado, junta con otra colección de iconografía, que también venía preparando con reproducciones de retratos de Sor Juana y de los personajes de su alrededor, y de portadas de libros y vistas de lugares que se relacionan con ella.

Pero sí he creído necesario agregar, en apéndice, dos documentos íntimamente ligados con otras tantas piezas sorjuaninas: el sermón del padre Vieyra comentado por Juana Inés en la Carta Atenagórica; y la carta del obispo Fernández de Santa Cruz que provocó la Respuesta a Sor Filotea.

LAS PIEZAS DE TEATRO

Todas las piezas de teatro que aquí se publican fueron escritas para llenar los programas de dos fiestas de homenaje a dos virreyes. Por esto, las he dividido aquí en dos “festejos”, agrupándolas y ordenándolas en la misma forma en que aparecen en las ediciones coloniales.

El primero, el “Festejo de Los empeños de una casa”, es el más rico, y constituye, según decir de Monterde, un programa completo de teatro barroco mejicano. Fue hecho para rendir homenaje a los marqueses de la Laguna, y está integrado por la comedia del mismo nombre —dividida en tres jornadas—, una loa que precedió a la comedia, dos sainetes intercalados en los intermedios entre la primera y la segunda, y entre la segunda y la tercera jornadas, tres “letras para cantar” y un “sarao” final.

En el siglo XVII —dice J. M. Blecua— la representación de una comedia duraba alrededor de dos horas o un poco más, careciendo de descanso en los entreactos, que se suplían intercalando bailes, cantos o piececitas cortas llamadas entremeses, terminando algunas veces con un fin de fiesta. Normalmente la representación de una comedia comenzaba con un tono, cantado por los mismos músicos, al que seguía, en ciertas ocasiones, una loa —alabanza de la comedia, de la población en que actuaba la compañía, del personaje que costeaba el espectáculo, etc.—. Después de la primera jornada o acto, se intercalaba el entremés, y entre la segunda y la tercera un baile. Algunas veces solía terminar el espectáculo con una mojiganga o final de fiesta. Este orden no siempre se mantenía con todo rigor, ya que en ocasiones se intercalaba otro entremés entre el acto segundo y el tercero, colocando el baile detrás de la loa.

No siempre eran del mismo autor las varias piezas del espectáculo, como vemos en algunas loas sorjuaninas que fueron escritas para acompañar a la representación de comedias ajenas; y del famoso entremesista Quiñones de Benavente se dijo que “el autor que tenía una mala comedia, con ponerle dos entremeses de este ingenio le daba muletas para que no cayese, y el que tenía una buena, le ponía alas para que se remontase; conque todas las comedias le debían, la buena el ser mejor, la mala el no parecerlo”.

En nuestro caso, todas las piezas, mayores y menores, son de la misma pluma de la Décima Musa, y se nos muestra tan ágil y despierta en unas como en otras, tan vigorosa y punzante en grande como en pequeño.

El segundo festejo, dedicado al marqués de Galve, es más corto y sólo lo forman la comedia Amor es más laberinto —dividida también en tres jornadas, de las que la segunda no es de Sor Juana sino del licenciado Juan de Guevara— y una loa que “parece que precedió a la comedia”.

CRONOLOGÍA DE LOS FESTEJOS

Aunque poseemos muy escasos datos directos sobre las fechas de las primeras representaciones de las obras teatrales de Sor Juana, podemos determinar algunas, a veces con certeza absoluta y a veces con cierta probabilidad y con mayor o menor precisión, valiéndonos de referencias y alusiones que se encuentran en las mismas obras y relacionándolas con informes que lógranse obtener de otras fuentes.

Para fechar el festejo de Los empeños de una casa, disponemos de los siguientes datos:

En la loa que precede a la comedia se expresa varias veces que la representación se hace con motivo de la visita, a cierta casa, de “la excelsa María y del invicto Cerda”, acompañados

del José generoso

que, sucesión florida,

a multiplicar crece

los triunfos de su real progenie invicta…;

es decir, de los condes de Paredes y marqueses de la Laguna, don Tomás Antonio de la Cerda y doña María Luisa Manrique de Lara, y de su hijo José, nacido en Méjico el 5 de julio de 1683.

Al final de la misma loa se dice:

Y porque a la causa es bien

que estemos agradecidas,

repetid conmigo todos:

que con bien Su Señoría

Ilustrísima haya entrado,

pues en su entrada festiva,

fue la dicha de su entrada

la entrada de nuestra dicha.

Lo que indica que la ocasión del festejo que llevó a los virreyes a la casa aludida, fue la solemne entrada de “Su Señoría Ilustrísima”; es decir, de un obispo o arzobispo que, durante el virreinato del conde de Paredes, no pudo ser otro sino el ilustrísimo doctor don Francisco de Aguiar y Seijas, arzobispo de Méjico.

En el sainete segundo —del que volveremos a ocuparnos adelante—, Sor Juana hace aparecer dos personajes que salen a comentar en términos despectivos la comedia que se está representando. Y dice uno de ellos:

…¿Quién sería

el que al pobre de Deza engañaría

con aquesta comedia

tan larga y tan sin traza?

lo cual nos hace saber que se apellidaba Deza la persona que había encargado la comedia, y en cuya casa, muy probablemente, se realizaba el festejo.

Ahora bien, con los datos asentados coinciden los que encontramos en el Diario de sucesos notables, de don Antonio de Robles, entre sus notas de octubre de 1683:

Entrada del señor Arzobispo. Lunes 4, día de Nuestro Padre San Francisco, hizo su entrada pública el señor Arzobispo por el Arco; asistieron los Virreyes en casa del Contador de Tributos don Fernando Deza; se colgaron los balcones de paños de corte de Flandes.

Esto nos permite, pues, afirmar, casi con plena certeza, que Los empeños, con su loa, sainetes, letras y sarao, se representó en la casa del contador don Fernando Deza, en Méjico, el 4 de octubre de 1683, con motivo de un festejo ofrecido a los virreyes condes de Paredes y en ocasión de la entrada pública del nuevo arzobispo don Francisco de Aguiar y Seijas.

De don Fernando Deza escribe Leopoldo Martínez Cosío en Los Caballeros de las Órdenes Militares en México (1946):

Sabemos que perteneció a la Orden de Santiago, por haberlo visto así en documentos de su gobierno y actividades. Fue nuestro caballero, señor del Valle de Tebra, Almirante de Galeones, cuatro veces General de la Armada de Barlovento, Gobernador y Capitán General del Reino de la Nueva Vizcaya, Corregidor de México y Factor de la Real Caja de Hacienda en la Capital del Virreinato. Casó don Fernando de Deza y Ulloa con doña Antonia Mencía y de la Llana, y fue padre del caballero de Santiago don Antonio de Deza y Ulloa y de la esposa del santiaguista don Francisco de Avendaño.

Francisco Monterde estima que la primera representación de Los empeños de una casa no ocurrió antes del otoño de 1684, pero sólo se apoya en la alusión que a don Antonio de Benavides, el Tapado, se hace en la tercera jornada de la comedia, donde dice Castaño, el criado gracioso que tiene que disfrazarse de mujer y se cubre con el manto la cabeza y la mitad del rostro:

Dama habrá en el auditorio

que diga a su compañera:

—Mariquita, aqueste bobo

al Tapado representa.

Recordemos que el Tapado fue el apodo de don Antonio de Benavides, misterioso y sensacional personaje que apareció en la Nueva España en mayo de 1683, “vendiéndose por Marqués de San Vicente, Mariscal de Campo y Castellano de Acapulco” y visitador por el rey de España; fue aprehendido por orden del virrey, y traído a Méjico el 4 de junio de 1683, donde permaneció preso hasta que lo ahorcaron el 12 de junio de 1684. Sor Juana, aprovechando el primer cumpleaños del hijo del virrey, pidió infructuosamente el perdón de Benavides.

Arguye Monterde:

No habría sido oportuno por parte de Sor Juana —y todas las poesías de la ilustre monja revelan su excepcional finura de tacto—, hablar de Benavides en esa forma, por los días en que solicitaba su indulto. Habría equivalido a “mentar la soga”, no precisamente en casa del ahorcado, pero sí ante la esposa de quien iba a mandar que lo ahorcaran. En cambio, podía referirse al personaje de ese modo, cuando ya todos hablaban de él como de una sombra… Como Sor Juana pidió la vida de Benavides el 5 de julio de 1684 —cinco días antes de que lo ejecutaran—, puede suponerse que la representación de estas obras se habrá efectuado en la segunda mitad del mismo año, cuando ya había pasado la impresión dramática, pero aún recordaban todos ese alias: “El Tapado”… (“El Sainete Segundo de Sor Juana, y el autor de El Pregonero de Dios”, en rev. Occidente, de Méj., núm. 6, sept.-oct. de 1945.)

Por mi parte, creo que —precisamente por la misma finura de tacto de Sor Juana— es improbable esa jocosa referencia cuando ya el aludido había sido ahorcado dos o tres meses antes; y al contrario, muy verosímil en la fecha que dejo señalada, pues entonces el fingido visitador se encontraba preso en Méjico, era el objeto de los comentarios y hablillas de la ciudad, y aún se ignoraba la terrible suerte que iba a correr.

Por cierto, que el festejar aquí —al mismo tiempo que a los virreyes— al señor arzobispo en su “entrada”, parece fruto de mera coincidencia, y pegadiza adición para “matar dos pájaros de un tiro”; pues en la serie de obras que forman el programa de la fiesta se hacen numerosos elogios y se rinden homenajes a los marqueses y a su hijito, y se expresa el agradecimiento por la visita de ellos a la casa, y sólo en los últimos renglones de la loa —los que antes dejo transcritos— se hace alguna referencia a la entrada del arzobispo. Y estos últimos renglones dan la impresión de haber sido añadidos a última hora.

Por otra parte, el señor Aguiar y Seijas no era nada aficionado a las fiestas y a las comedias. Hombre austero, seco, ascético, “aborrecía mucho de… toros y comedias”, que “suelen ser… una causa principal de muchos pecados… Predicaba con gran acrimonia contra estos toros y comedias, y los estorbó siempre que pudo”.

Creo, pues, que Deza preparó la fiesta en su casa para los virreyes, y que, al coincidir con la solemne entrada del arzobispo, le pidió a Sor Juana que intercalara alguna mención del suceso; feliz casualidad que nos dio un valiosísimo indicio cronológico.

Y quizás el envío de estas piezas teatrales al señor Deza fue hecho con la décima “Va de exornación escasa”, ya publicado en nuestro primer tomo.

Para fechar el festejo de Amor es más laberinto, nos podemos valer de la loa que antecede a la comedia en la primera edición del Segundo Volumen de las Obras de Sor Juana Inés de la Cruz, año 1692, en Sevilla, por Tomas López de Haro, y en todas sus reimpresiones de la época colonial.

No tan sólo en el título, sino en su texto, la propia loa nos dice con claridad que se hace en homenaje a los años del conde de Galve, y que esto ocurre en el mes de enero. Allí, además, se nombra, como presentes, a los condes de la Monclova, virreyes a los que sucedieron los Galve. Y se expresa, también, que el conde de Galve acaba de venir:

Siendo tan recién llegado

Su Excelencia, que aún apenas

a la admiración ha dado

lugar de aplaudir sus prendas…

Ahora bien, en el Diario de sucesos notables, de don Antonio de Robles, leemos que el excelentísimo señor don Gaspar de Silva y Mendoza, conde de Galve, del hábito de Alcántara, y su esposa doña Elvira de Toledo, llegaron a la Ciudad de Méjico el 18 de noviembre de 1688, y que el conde tomó posesión del virreinato el día 20 del mismo e hizo su entrada pública el 4 de diciembre, y celebraba sus años el 11 de enero.

Su primer cumpleaños en Méjico fue, pues, el 11 de enero de 1689; y este mismo fue el único que pasó estando todavía en la Nueva España los condes de la Monclova, que salieron para el Perú el 18 de abril de ese año.

Agreguemos que el propio Diario de Robles consigna en ese enero de 1689: “Años del Virrey. —Martes 11, fueron los años del Virrey Conde de Galve. Tuvo comedia en Palacio”. Y esto nos da la fecha exacta de la representación de la loa a que nos referimos; y también, por consiguiente, la de la comedia Amor es más laberinto, a la medida de la probabilidad de que esta loa haya precedido a la primera representación de la comedia. En la edición príncipe, de 1692, la loa lleva este rubro: “Loa a los años del Excelentísimo señor Conde de Galve, que parece que precedió a la Comedia que se sigue”. Esta expresión dubitativa disminuye ciertamente la fuerza de los argumentos cronológicos sacados de la loa para atribuirlos a la comedia; pero hay que tener en cuenta que ya en la segunda edición (Barcelona, 1693) el rubro ha sido cambiado y dice: “Loa que precedió a la comedia que sigue”. Suponemos que algún motivo habrán tenido los editores de 1693 para este cambio.

Cabe, es cierto, objetar la simultaneidad de dicha loa y de la comedia, no sólo por la expresión dudosa del rubro de la primera edición sino porque en la loa hay algunas palabras que vendrían a robustecer la duda. Allí, en efecto, “el Estío” (uno de los personajes) pretende excusarse de rendir homenaje al conde, alegando que éste, acostumbrado a la grandeza de Europa y a sus célebres saraos, encontrará tan humildes los festejos que aquí se le puedan hacer, que más parecerán desprecios que tributos; mas “la Edad”, otro de los personajes, replica que ya

cuidado más soberano

ha dispuesto la Comedia,

la cual siendo de su agrado

y soberana elección,

los festines de Palacio

no la podrán exceder…

Claro que si esto hubiera de entenderse como una alabanza al texto de la comedia que iba a seguir, dicha alabanza sería impropia e inconcebible en la pluma de la misma autora, y concluiríamos que se trataba de una obra ajena.

Pero, muy al revés, pondérase la comedia sólo por cuanto ha sido elegida y es del agrado de “cuidado más soberano” (probablemente el del virrey mismo); y entonces, no hay ningún inconveniente en que las palabras transcritas se refieran a una obra de la misma pluma que hizo la loa.

Podemos fechar, pues, la loa con certeza, y la comedia con suma probabilidad, el 11 de enero de 1689 en el palacio virreinal de Méjico.

LAS COMEDIAS Y LOS SAINETES

A través de toda la obra literaria de Sor Juana, el tema dominante es el amor. En muchas ocasiones, el tema aparece en la forma de expresiones amorosas; es decir, de lenguaje del amor, de tan fina calidad que, como bien dice Menéndez y Pelayo, sus versos de amor profano “son de los más suaves y delicados que han salido de pluma de mujer”.

En otras muchas ocasiones, el amor aparece como objeto de estudio, analizándose con detenimiento y delectación sus causas o motivos, su desarrollo, sus efectos, sus complicaciones, sus diversas clases, las pasiones que con él se entrecruzan, las circunstancias que lo afectan, etc. Este análisis cubre todo el campo de estudio: desde el amor divino hasta el simulacro del amor; y está presente siempre, a todo lo largo de la obra, como preocupación fundamental. Entresacando y ordenando las partes relativas, podría formarse un muy completo “Tratado del Amor” de Sor Juana Inés de la Cruz.

Pues bien, las dos comedias, Los empeños de una casa y Amor es más laberinto, no son sino dos capítulos más de este tratado; son dos pretextos para que la autora continúe su obra de filósofa del amor.

La segunda de ellas ha sido considerada como “mitológica” o “mitológico-galante”. Es cierto que le da pie la fábula del laberinto de Creta, y que por su escena desfilan el rey Minos, el héroe Teseo, el dios Baco, infantas y príncipes; pero fábula y personajes han sido transportados al mundo común de la comedia de capa y espada. La acción dramática, las pasiones que la mueven y las personas entre quienes se mueve son equivalentes a las de Los empeños: típica comedia de capa y espada. Los caracteres de ambas son muy semejantes, y en las dos —repito— el objeto de estudio es el amor. Las complicaciones y enredos, equivocaciones, cruzamiento y entrecruzamiento de afectos y reacciones —cortados por el mismo patrón en una y otra obra, y valiéndose de parecidos recursos— no tienen otro propósito que mostrar cuán intrincado y complejo laberinto el amor es.

Los enredos de la trama provocados por las equivocaciones que sufren los personajes al tomar a unos por otros en la semioscuridad pueden parecer inverosímiles o ingenuos a los ojos de un espectador de teatro de hoy, tan pegado al realismo escénico; pero en el teatro del siglo XVII —más teatral— son un legítimo recurso para representar, por un lado, los efectos de las falsas apariencias, y por otro, el error en la apreciación del objeto amado.

Las comedias y los sainetes de Sor Juana se acomodan en su estructura a la usual de su tiempo. Si los entremeses acababan generalmente en palos, los sainetes sorjuaninos acaban en canto, o en canto y silbos. Sus comedias terminan puntualmente en casamientos de todos los protagonistas, que era lo acostumbrado, y que —según dice Quevedo— es peor, “porque son palos y mujer”.

EL SAINETE PRIMERO

Este sainete primero —representado en el entreacto entre la primera y la segunda jornadas de Los empeños— lleva el subtítulo “De Palacio”. En él, un “Alcalde” hace salir a la escena, personificados, a los entes de Palacio: el Amor, el Respeto, el Obsequio, la Fineza, la Esperanza, para disputarse un premio, que no es el favor de las damas sino sólo su desprecio.

Si consideramos este sainete como una parte del “tratado del Amor” de Sor Juana, lo veremos como un capítulo especial, o más bien como un apéndice, pues no se trata allí del amor propiamente, sino de un simulacro suyo, curioso y muy propio de su tiempo, del cual hoy apenas si se conserva recuerdo y que fue conocido con la designación de “Galanteo de Palacio”.

Para revivir la noticia de él y dar el cuadro circunstancial dentro del cual se mueve, a mi parecer, la breve acción del sainete, copiaré —aunque resulte un poco larga— la descripción que hace el duque de Maura en su Vida y reinado de Carlos II. Esta descripción se refiere al Palacio Real de Madrid, pero podemos suponer que, por muy natural imitación, algo semejante ocurriera en la vida palaciega de la corte virreinal de Méjico. Dice el duque:

Los galanteos de Palacio, arcaica denominación de una antigualla histórica hoy conocida poco, y comúnmente interpretada mal.

Trashumantes los Reyes Católicos, como sus predecesores castellanos; en perpetuo viaje Carlos V; ausente Felipe II lo más de su vida, aun después de consagrar a Madrid capital del Reino; quebrada la incipiente animación cortesana bajo Felipe III, a causa del traslado a Valladolid, que tampoco prevaleció, no hubo en España Corte estadiza y brillante sino cuando, muy entrado el siglo XVII, las aficiones mundanas de Felipe IV emparejaron en matrimonio con las de Isabel de Borbón… Sólo entonces decidieron algunos grandes Señores, cuyo ejemplo imitaron luego casi todos los demás, fijar su residencia cerca de los Monarcas, instalándose en Madrid con sus familias, a lo menos buena parte del año. Los Grandes avecindados en Madrid, otros que permanecían en sus Estados, e incluso Ministros y Títulos de Castilla prestigiosos e influyentes, aspiraron a que sus hijas de mejor palmito o mayor soltura de ingenio se incorporasen, niñas todavía, en el umbral de la juventud, a la servidumbre de la Reina, y viviesen en Palacio, puliendo sus maneras, completando su instrucción, adquiriendo trato de gentes, experiencia de mundo y muy valiosas relaciones o amistades, para que pudieran ser conocidas y, llegada la sazón, pedidas en matrimonio por las más ilustres familias del Reino y aun de Europa.

Albergado este enjambre en los pisos altos de la regia mansión, disponiendo cada Dama de habitaciones particulares para su alojamiento, el de las dos criadas que la etiqueta permite y las suplementarias que tolera… es hervidero de lujo y riqueza, señorío y elegancia, donde las Damas de la Reina dan gaya nota juvenil de hermosura y alegría. Cumplen ellas su estricto deber procurando máximo realce y continua exhibición a sus encantos, sempiterna concupiscencia femenina, por obra de la cual tantas otras mujeres, a quienes está vedada, sucumben frágiles e inciden en deshonor. No han de vivir confinadas en harén, como sus predecesoras musulmanas, ni siquiera en clausura de gineceo, sino que circulan, aunque jamás solas, por cámaras y salones, corredores, patios y jardines; decoran las fiestas de Corte, las procesiones y otros desfiles, salen en público acompañando a los Reyes; tienen, pues, innumerables oportunidades de ver y de ser vistas. No es extraño que procuren atraer hacia su gentileza natural o sus adquiridas pero bien compuestas galas, la atención masculina, sumándola ellas y restándola a las demás cuanto les sea posible. Corresponden, lógica y cortésmente, los varones con miradas, sonrisas, piropos, pláticas y valiosos obsequios, y cuidan de hacer ostensible, tanto quizá como el homenaje mismo, la complacencia con que se recibe. Escasean en el concurso varonil los solteros jóvenes, que, o sirven lejos de la Corte, o no han adquirido aún jerarquía que les permita frecuentarla. Las parejas, estables o movedizas, que se anudan, divorcian, entrecruzan o intercambian sin cesar, son, por lo común, de casado y soltera, relajación circunstancialmente tolerada y excepcionalísima de las costumbres de la época, porque cuando esa misma Dama contraiga matrimonio habrá de extremar la circunspección en el trato con el sexo contrario, so pena de caer en general descrédito. Esos lazos del galanteo, inconsistentes, pero corredizos, casi nunca deliberadamente preconyugales, ni prepecaminosos, se traban por consentimiento mutuo y selección recíproca, que inspiran motivos muy diversos: frívolos o fugaces algunos, como la vanidad, el interés, el aburrimiento, el despecho orgulloso, el celoso, el afán de despertar uno u otro, la travesura burlona, la enredadora, la malicia pérfida o la compasión caritativa; más firmes y duraderos otros, escalonados en la gama de la simpatía, como la apacible similitud de caracteres o su tormentosa antítesis, también atrayente, el afecto, la amistad, el cariño, con ternuras de hermano o hermana, de hijo o de hija, de padre o de madre, y, en fin, la atracción irresistible, intelectual, sentimental o física, lindante ya con el amor, en sus varios matices, platónico, juguetón, atrevido, disoluto o apasionado.

Galanteos de antaño, como flirteos de hogaño, pueden no pasar nunca de la caricia inocente, concluir en crimen pasional o acabar de muy varios modos intermedios.

Los anatemas, a veces apocalípticos, lanzados contra los galanteos por predicadores y moralistas durante la segunda mitad del siglo XVII, responden al loable propósito de imponer la profilaxis ética, removedora de ocasiones. Pero la deformación contrahecha de esa costumbre cortesana, perpetuada después por novelistas, comediógrafos, dramaturgos, historiadores y libelistas, suponiéndola a menudo existente bajo todos los Austrias, acusa, amén de ignorancia de la Historia, olvido indisculpable de dos rasgos fisonómicos de la época, desvanecidos luego. Es uno la reciedumbre religiosa y social que conserva el matrimonio, mientras la mujer prerromántica no se atribuye derecho a “vivir su vida”, ni aun a elegir compañero de ella, guiada exclusivamente por su gusto, conveniencia o capricho, y mientras el hombre de calidad, preaburguesado, reputa baldón imborrable consentir que llegue a ser depositaria de su honor y madre de sus hijos doncella o viuda con mácula de liviandad presunta, cuanto más notoria y divulgada en la Corte. Consiste el otro rasgo diferencial, conexo con el anterior, en la eficacia (casi equiparable a la del cinturón de castidad medieval) del inflexible rigor con que, no ya los aristócratas, sino la gente hidalga y bien nacida de entonces recluye, como apestados, en lazareto de ignominia, al varón convicto de infringir el séptimo mandamiento y a la hembra de quien se sabe que ha pecado gravemente contra el sexto.

Claro es que la disciplina palaciana, como cuantas en el mundo han sido, se relajó y burló en ocasiones, cuyo número impide conocer su lograda clandestinidad; pero no debió de ser grande, cuando lo era tanto el de posibles denunciadores y, sobre todo, denunciadoras, y cuando la crueldad de las consecuencias del decir ajeno inspiraba tan general y saludable terror al qué dirán. La mayor parte de los escándalos de Corte llegados en rememoración histórica hasta nosotros se nos antojan hoy, cuando más, chismes de bar elegante, de tinelo o de portería; y el origen de casi todos no es haber sido entonces fácil el amor de las damas, sino difícil el amor propio de sus galanes.

Parece que también a estos galanteos de Palacio se refieren las escenas del sarao de la segunda jornada de Amor es más laberinto (la de Guevara).

EL SAINETE SEGUNDO

De este sainete —que ocupó el intermedio entre la segunda y la tercera jornada de Los empeños— ha dicho Francisco Monterde, muy acertadamente, que “su humorismo descubre, dentro del teatro, rutas que no recorrerán de nuevo otros escritores antes de que transcurran dos siglos”.

El propio Monterde ha creído hallar ciertas semejanzas entre algún pasaje de este sainete segundo y algún otro de El pregonero de Dios, comedia de don Francisco de Acevedo, representada en el Coliseo de las Comedias de esta misma ciudad el 4 de octubre de 1684 y denunciada al Santo Oficio; y por estas semejanzas, sospecha que este Acevedo pueda haber sido aquel comediógrafo en que Sor Juana Inés de la Cruz pensó al atribuirle jocosamente Los empeños de una casa y los sainetes que la acompañaron; y como considera la representación de ambas comedias casi simultánea, opina que Sor Juana, en el sainete, trató de ridiculizar a Acevedo y de caricaturizar versos que éste puso en su comedia.

En el sainete, los personajes Arias y Muñiz censuran acremente la comedia que se está representando (Los empeños), y dicen:

MUÑIZ

pero aquí, ¡vive Cristo, que no puedo

sufrir los disparates de Acevedo!

ARIAS

¿Pues él es el autor?

MUÑIZ

                         Así se ha dicho,

que de su mal capricho

la comedia y sainetes han salido…;

y luego, todos silban cuando asoma a escena “Acevedo”, el supuesto autor.

Concuerdo con el distinguido sorjuanista en la sospecha de que este “Acevedo”, a quien burlescamente se atribuyen Los empeños, sea el mismo autor de El pregonero, y también el mismo que en el certamen de la Universidad en honor de la Inmaculada Concepción (o sea, el del Triunfo parthénico) de 1683, “como fue Fiscal de esta literaria métrica justa”, cedió el lugar primero que se le había asignado en el emblema cuarto, a don Juan Sáenz del Cauri, que era la misma Sor Juana en perfecto anagrama de su nombre. Realmente, para ser pura coincidencia, me parece excesiva la igualdad del apellido del personaje del sainete con el de un poeta contemporáneo que sólo unos meses antes (en febrero del mismo año) había tenido tal rasgo de gentileza con la autora.

Pero —pidiendo perdón a mi estimado amigo Monterde por disentir de su parecer— ni encuentro tan notables las semejanzas entre los pasajes que él cita, ni siento que en el sainete se pretenda ridiculizar ni caricaturizar al poeta del Pregonero. Todo el sainete tiene un tono de burla afectuosa hecha a personas vivas, y da la impresión de que todos sus personajes corresponden a gente de carne y hueso, amigos de la autora y que frecuentemente representaban en las comedias palaciegas.

Sólo así les hallo cabal sentido a ciertos pasajes. Por ejemplo, Arias dice a Muñiz:

¿No era mejor hacer a Celestina,

en que vos estuvisteis tan gracioso…?

y le contesta Muñiz:

…la Celestina que esta risa

os causó, era mestiza,

acabada a retazos,

y si le faltó traza, tuvo trazos,

y con diverso genio,

se formó de un trapiche y de un ingenio…;

y es claro que esto sólo tiene gracia si se refiere a una reciente representación, por el mismo personaje, de una determinada comedia escrita en colaboración por dos autores.

Más adelante, cuando se trata de silbar al supuesto autor, Muñiz objeta que no sabe silbar, porque no acierta a pronunciar la ese, lo cual parece burlona referencia a un defecto físico o a una peculiar manera de hablar de una persona viva.

Por otra parte, este Muñiz es llamado Andrés por el personaje Arias:

¿Aquesto, don Andrés, os embaraza?…;

y consta la existencia, en ese tiempo y en esta ciudad, de un alférez Andrés Muñiz, pues la madre de Sor Juana, en la cláusula 13 de su testamento, declara que, por parte del precio de una pulsera de perlas que compró a su sobrino Diego Ramírez, dio cien pesos “al Alférez Andrés Muñiz, vecino de la Ciudad de México, por orden que dicho mi sobrino me dio”.

Mi suposición coincide, pues, con la de Alfonso Méndez Plancarte, transcrita ya en su estudio por Monterde: “la de que los tres personajes principales del Sainete Segundo, hubieran tenido, en realidad, los mismos nombres con que en aquél aparecen, ya fueran comediantes, o aficionados”.

Creo, en consecuencia, que sí hay en el sainete una burla para don Francisco de Acevedo, pero que se trata de una burla amistosa y que en nada podía herirlo, ya que consiste en la juguetona atribución a él de ciertas piezas escritas por la misma Juana Inés.

Fue —tal vez— el modo que ella eligió para agradecerle su galantería, usando para mostrar su agradecimiento un tono de fingida venganza; como si dijera: “¡Ah, tú quisiste tomar el lugar tercero que a mí me correspondía; pues ahora vas a cargar con la responsabilidad de mis engendros poéticos!”.

Y seguramente así la recibió el burlado, pues debía considerar como un halago el hecho de que la insigne y celebrada poetisa le adjudicara la paternidad de esas obras suyas.

Entendidas las cosas en esta forma, creo que se desvanece todo aspecto de dureza o de falta de caridad en las referencias que estudiamos; pues Sor Juana hace que la silben a ella, encarnada en la persona de Acevedo.

Ya anticipé, además, que no considero especialmente notables las semejanzas entre los pasajes del “ahorcamiento” en el sainete y en El pregonero; pero las que haya, pueden explicarse —en mi conclusión de que esta comedia es exactamente un año posterior al sainete—, o quizá como simples coincidencias, o bien, como reminiscencias, conscientes o subconscientes, de este último.

Monterde —que hizo una edición de los dos sainetes sorjuaninos y que a su estudio ha dedicado, aparte de la citada comparación con El pregonero de Acevedo, un capítulo de su Cultura Mexicana— dice en este último libro que Sor Juana “no sólo se burla del personaje: se burla de sí misma, según apuntó Vossler, y a la vez del público, al salirse de los convencionalismos del teatro”; y añade:

Sor Juana crea, dentro de la ficción, una ficción nueva; las murmuraciones que se desenvuelven en el escenario, sustituyen los comentarios de los espectadores, en los intermedios: procedimiento —empleado también por Pirandello, más tarde— que le permite hacer labor de autocrítica. Así juzga su propia comedia de un modo original, entonces nuevo en el teatro.

Con esas innovaciones a las que no parece conceder importancia alguna, dentro del espontáneo humorismo —elegante actitud de artista que no se detiene a contemplar la obra creada por juego, en unas vacaciones de su inteligencia—, abre Sor Juana Inés de la Cruz la primera brecha en el muro invisible que separa a los intérpretes de los espectadores.

UNA POSIBLE OBRA DESCONOCIDA DE SOR JUANA

Este mismo sainete segundo, tan lleno —dentro de su brevedad— de interés, de vida, de ingenio y de gracia, nos ofrece además el indicio de una posible obra desconocida de Sor Juana.

Ya citamos el diálogo en que Arias dice a Muñiz:

¿No era mejor hacer a Celestina,

en que vos estuvisteis tan gracioso,

que aun estoy temeroso

—y es justo que me asombre—

de que sois hechicera en traje de hombre;

y le contesta Muñiz:

Pero la Celestina que esta risa

os causó, era mestiza

y acabada a retazos,

y si le faltó traza, tuvo trazos,

y con diverso genio,

se formó de un trapiche y de un ingenio.

Y en fin, en su poesía,

por lo bueno lo malo se suplía.

Conociendo el tacto y la cortesanía de Sor Juana, debemos suponer que, cuando menosprecia a uno de los autores de esa Celestina, es porque ese autor no es otro sino ella misma. Es decir, esto nos da el indicio de que hubo una obra teatral llamada La celestina, uno de cuyos personajes era una hechicera, y que fue escrita en parte, por un autor trasatlántico y en parte por la misma Sor Juana.

Ahora bien, en el “Prólogo a quien leyere” de don Juan Ignacio de Castorena y Ursúa, en la Fama y obras póstumas de Sor Juana, al dar cuenta de las obras de la autora que quedan sin publicar, se menciona: “un poema que dejó sin acabar don Agustín de Salazar, y perficionó con graciosa propiedad la poetisa; cuyo original guarda la estimación discreta de don Francisco de las Heras, Caballero de la Orden de Santiago, regidor de esta Villa; y por ser propio del primer tomo, no le doy a la estampa en este libro, y se está imprimiendo para representarse a Sus Majestades”. Que este poema que dejó inconcluso don Agustín de Salazar sea una obra de teatro, nos lo hacen suponer: el hecho de que Salazar se distinguió especialmente como autor dramático, la mención de que se va a representar a sus majestades, y la consideración de que es propio del primer tomo, en el cual hay varias obras de teatro, en tanto en el tercero no se publica ninguna de este género.

Coincide con estos datos la comedia de don Agustín de Salazar y Torres incluida en el tomo segundo de Dramáticos posteriores a Lope de Vega (tomo 49 de la Biblioteca de Autores Españoles, p. 241) con el nombre de El encanto es la hermosura, y el hechizo sin hechizo. Lleva allí una nota del compilador don Ramón de Mesonero Romanos, que dice:

Esta comedia, compuesta al cumplimiento de años de la reina doña Mariana de Austria, es más conocida por el título de la Segunda Celestina, y no fue publicada con éste, ni concluida por su autor don Agustín de Salazar y Torres. En las obras líricas y cómicas de éste, que dio a luz en 1694 su amigo don Juan de Vera Tassis y Villarroel (poeta aventajado que también publicó las de Calderón) insertó esta comedia con los dos primeros títulos y no con el tercero, y a cierto punto de la tercera jornada y al final de ella expresa que hasta allí dejó escrito Salazar, concluyéndola después el mismo Vera Tassis, por mandato soberano. Posteriormente se reimprimió con el título de La Segunda Celestina, y con otra conclusión hecha por autor anónimo en que imitó y descargó de incidentes la conclusión de Vera Tassis; pero hemos dado la preferencia a la de éste por ser más auténtica y acorde con el resto de la comedia.

En la comedia, el personaje central, “Celestina”, es una hechicera.

Atando, pues, estos cabos, puede suponerse que Sor Juana concluyó la comedia de Salazar, inconclusa a la muerte de éste, ocurrida en 1675. Esta conclusión de Sor Juana puede ser la que Mesonero cita como de autor anónimo, o puede ser otra de cuya publicación hasta ahora no hemos tenido noticias, o quizás y desventuradamente, quedó sin ser publicada nunca. Pero estos datos nos dan una pista para buscarla, y puede esperarse que alguien más afortunado dé con ella algún día.

Como información complementaria, diré que la colección de obras líricas y cómicas de Salazar que cita Mesonero es la que lleva por título Cítara de Apolo, cuya primera parte es de 1681 y la segunda de 1694; que en el Manual del librero hispanoamericano de Antonio Palau y Dulcet, se cita la obra de Salazar: “La gran comedia de la Segunda Celestina. Fiesta para los años de la Reina nuestra señora (Madrid), año de 1676, cuarto, 24 hojas. Tuvieron ejemplar de esta rara pieza, Murillo y Cánovas del Castillo”.

Añadamos que don Agustín de Salazar y Torres (1642-1675), nacido en Almazán de Soria (España), pero venido en 1645 a México con su tío el ilustrísimo Torres de Rueda, obispo de Yucatán y luego virrey, cursó letras y artes en San Ildefonso y fue graduado en leyes por nuestra Universidad, de modo que aquí pasó su juventud y recibió su educación, circunstancias que justifican la inclusión que de él hace Méndez Plantarte entre los Poetas Novohispanos; regresó a España en 1660 con el duque de Alburquerque y allí destacó entre los mayores ingenios dramáticos de la época y murió en Madrid a los 33 años de edad.

EL NEPTUNO ALEGÓRICO Y LOS ARCOS TRIUNFALES

“Ha sido el lucimiento de los arcos triunfales erigidos en obsequio de los señores virreyes que han entrado a gobernar este nobilísimo reino, desvelo de las más bien cortadas plumas de sus lucidos ingenios.” Con estas palabras inicia Sor Juana el Neptuno alegórico, o sea su descripción del arco triunfal que por encargo del Cabildo de la Iglesia Catedral Metropolitana de Méjico ideó para que fuera erigido a la entrada pública a la Ciudad de Méjico del virrey don Tomás Antonio de la Cerda, marqués de la Laguna, y de su esposa doña María Luisa Manrique de Lara, condesa de Paredes, los cuales habrían de ser “su familia ideal” —como los llama don Ezequiel A. Chávez—, sus amigos y protectores.

Efectivamente, desde los primeros años del gobierno colonial fue costumbre recibir a los virreyes con arcos triunfales que fuesen halago y homenaje al nuevo gobernante, simbolizando en emblemas y alegorías sus glorias y virtudes (reales o supuestas). Y la idea para tales arcos, y su descripción, se encomendó a los más notables poetas de la época.

Don Carlos de Sigüenza y Góngora señala los más antiguos diciendo que Méjico “con magnificencia indecible ha erigido semejantes arcos o portadas triunfales desde 22 de diciembre de 1528, día en que recibió a la primera Audiencia que vino a gobernar estos reinos hasta los tiempos presentes”. Y cita a Antonio de Herrera. “Decad. 4 lib. 6 cap. 10, donde lo refiere con circunstancias dignas de ser leídas, como también a Bernal Díaz del Castillo en su Conquista de la Nueva España, cap. 200, donde hace mención de los que ideó en esta ciudad Luis de León, patricio romano, por las paces de España y Francia, aunque les dio título de epitafios y carteles.”

Después, hay que tener en cuenta los que cita Toussaint:

El que se levantó a la entrada del virrey Marqués de Villamanrique en 1586. Las peripecias de su entrada y aun de la construcción del arco pueden leerse en las actas de Cabildo. Lo importante desde nuestro punto de vista histórico es que fue publicado un libro describiendo el arco y la festividad, libro que no se conoce. Encontré la referencia en un inventario del Real Fisco de la Inquisición en el Archivo General y la consigné desde entonces en un artículo acerca de una casa colonial del siglo XVI. Don Luis González Obregón me hizo notar que se trataba de un impreso desconocido de esa centuria. Nuestros bibliógrafos no se dieron por aludidos.

Otro arco de gran importancia artística y literaria fue el que se erigió a la entrada del virrey Fr. García Guerra en 1611. De gran importancia artística porque lo pintó nadie menos que Luis Juárez, gran artífice de nuestro siglo de oro, y lo describió nadie menos que Mateo Alemán, egregio escritor español, en su libro Sucesos de Fr. García Guerra que espera aún su reedición decorosa.

Enseguida hay que enumerar los siguientes:

Arco erigido al Marqués de Villena, Duque de Escalona (anónimo, Méj., Juan Ruiz, 1640).

Astro Mitológico político, pompa triunfal con que se recibió en Méjico al Excmo. Sr. D. Luis Enríquez de Guzmán conde de Alva de Aliste (Méj., Juan Ruiz, 1650), del Lic. Alonso Alanís Pinelo.

Marte Católico, arco de la Catedral al Duque de Alburquerque (anónimo, Méj., Vda. de Calderón, 1653).

Ulises Verdadero, arco de la ciudad al mismo acontecimiento (Méj., Hipólito de Rivera, 1653).

Tres de don Alonso Ramírez de Vargas, que son:

Elogio panegírico y dibujo del ínclito Eneas, descripción del arco con que la ciudad de Méjico recibió a su virrey el Sr. Conde de Mancera (Calderón, 1664).

Simulacro histórico y político de un príncipe escondido bajo la alegoría de Cadmo, descripción del arco triunfal que erigió la Iglesia de Méjico en la entrada del virrey conde de Galve (Lupercio, 1688).

Zodíaco ilustre,