Páginas de sangre - Thomas Harding - E-Book
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Páginas de sangre E-Book

Thomas Harding

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Beschreibung

En junio de 2006 el anciano Allan Chappelow, un reputado fotógrafo y experto en George Bernard Shaw, fue encontrado en su casa londinense bajo una montaña de papeles y desperdicios. Lo habían golpeado brutalmente hasta matarlo. Casi tres años después, Wang Yam, un disidente político chino, fue declarado culpable de su asesinato. Ambos acontecimientos enmarcan uno de los más intrigantes rompecabezas criminales a los que se ha enfrentado jamás la policía y la justicia británicas, en el que se mezclaron el sexo furtivo, la usurpación de identidad, patologías extrañas e incluso asuntos de seguridad nacional. A partir de los hechos públicos y otros datos que no llegó a conocer la policía, Thomas Harding reconstruye un caso que llevó a las autoridades a una decisión inusual: fue la primera vez que un juicio inglés se celebró a puerta cerrada.

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Título original inglés: Blood on the page.

Autor: Thomas Harding.

© Thomas Harding, 2018.

© de la traducción: Sergio Lledó Rando, 2019.

© de esta edición: RBA Libros, S.A., 2019.

Avda. Diagonal, 189 – 08018 Barcelona

rbalibros.com

La editorial William Heinemann y el autor han hecho todo lo posible por retribuir los derechos de autor de cualquier material que aparezca en este libro y corregirán cualquier omisión en las ediciones siguientes en caso de que les sean notificadas.

Primera edición: septiembre de 2019.

REF.: ODBO578

ISBN: 978-84-9187-521-5

REALIZACIÓN DE LA VERSIÓN DIGITAL• EL TALLER DEL LLIBRE, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Todos los derechos reservados.

AJAMES

LISTA DE PERSONAS

ALLANCHAPPELOW

Paul Chappelow (hermano)

Karen Chappelow (madre)

Archibald Chappelow (padre)

George Chappelow (abuelo)

Torben Permin (hijo de su primo)

Merete Karlsborg (hija de su prima)

Patty Ainsworth (prima lejana)

James Chappelow (primo lejano)

Michael Chappelow (primo lejano)

WANGYAM* (nacido como Ren Hong)

Ren Bishi (abuelo)

Ren Yuanyuan (padre)

Zhang Xiulan (madre)

Ren Jining (primo segundo)

Zhu Xiaoping (prima segunda)

Li Jia (primera esposa)

Dong Hui (segunda esposa)

Angela (hija)

Brian (hijo)

VECINOSYAMIGOSDEALLANCHAPPELOW

Lady Listowel

Steve y Jane Ainger

Peter Tausig

Nigel Steward

John y Peggy Sparrow

Thomas Carr (empleado de mantenimiento)

POLICÍA

Pete Lansdown (inspector jefe del caso)

Peter Devlin (oficial a cargo del caso)

Gerry Pickering (detective, enlace con los familiares)

Rob Burrows (agente de policía)

ABOGADOS

Geoffrey Robertson (abogado de Wang Yam)

Kirsty Brimelow (abogada de Wang Yam)

James Mullion (procurador y abogado de Wang Yam)

Peter Wilcock (abogado de Wang Yam)

Edward (Eddie) Preston (abogado y procurador de Wang Yam)

Mark Ellison (abogado de la acusación)

Juez Ouseley (juez en el Old Bailey, el Tribunal Penal Central, en Londres)

PERIODISTAS

Duncan Campbell (The Guardian)

Richard Norton-Taylor (The Guardian)

Dan Carrier (Camden New Journal)

NOTA DEL AUTOR

El caso Regina contra Wang Yam fue el primer juicio por asesinato de la historia moderna del derecho británico en ser celebrado in camera, excluyendo a la prensa y al público general del proceso. Esto se debió a una petición del gobierno para que ciertas partes del juicio fueran secretas por razones de seguridad nacional y/o para la protección de la identidad de un testigo.

Siguiendo esa petición, el 15 de enero de 2008 se emitió una orden basada en la sección II de la Ley de Desacato al Tribunal de 1981 que imponía restricciones de gran alcance respecto a la información sobre el juicio. En ella se declaraba que los periodistas no podían revelar pruebas, envíos de información, decisiones judiciales ni otros temas que se trataran u oyeran in camera, y que tampoco podían hacer especulaciones sobre los motivos por los que ciertas partes del juicio se celebraban a puerta cerrada. Igualmente, no puede volver a publicarse ningún informe sobre el proceso in camera —ya sea en forma de artículo, entrevista, carta, testimonio o cualquier otro documento—por miedo a caer en el desacato a esa orden, a pesar de que esos informes forman parte ya del dominio público.

Eso significa que existe una infranqueable laguna en el fondo de este libro. Pero esta es la historia completa, y es, hasta donde yo sé, la verdad.

Así como la figura de barro teme al agua,la mentira teme a la verdad.

PRÓLOGO

El sobre blanco que apareció en mi buzón el 18 de diciembre de 2015 no tenía remite. El matasellos indicaba que lo habían enviado dos días antes desde Peterborough (Inglaterra). En su interior había una tarjeta en la que aparecía un colibrí azul revoloteando junto a una madreselva de flores blancas. Al abrirla, vi lo que parecía la caligrafía de un niño:

Querido señor Harding:

¡Gracias hablar con James!

Pido Inside Justice que envía mis documentos legales y pido mi primo llamar usted por teléfono. ¡Espero puede venir a conocerme algún día!

Feliz Navidad y feliz Año Nuevo.

Atentamente,

WANGYAM

El hombre que firmaba la carta, Wang Yam, estaba cumpliendo cadena perpetua en la prisión de Whitemoor por asesinato. Una década atrás, su caso llamó considerablemente la atención de los medios de comunicación por la impactante naturaleza del crimen, pero también porque el juicio se celebró in camera: a puerta cerrada, bajo un control riguroso, en secreto.

«James» era el abogado y procurador de Wang Yam, James Mullion. Inside Justice es una organización sin ánimo de lucro que proporciona asistencia legal a los presos. La tarjeta en sí fue toda una sorpresa. A mi esposa no le entusiasmó recibir correspondencia de un condenado por asesinato.

En cierto momento de mayo de 2006, un hombre de ochenta y seis años llamado Allan Chappelow fue golpeado hasta la muerte en su casa de Hampstead, en la zona noroeste de Londres. Lo descubrieron más de cuatro semanas después, sepultado bajo una montaña de metro y medio de papeles, en posición fetal, parcialmente quemado y cubierto de cera. En septiembre de 2006, Wang Yam, disidente chino, fue detenido en Suiza. Fue extraditado a Gran Bretaña, donde se le condenó por el asesinato de Allan Chappelow. Diez años después, seguía declarándose inocente y protestando.

La policía estaba segura de que había detenido a la persona correcta, aunque no había pruebas forenses que vincularan al acusado con el escenario del crimen. Un patólogo describió el asesinato como particularmente brutal, pero la acusación fue incapaz de demostrar que el acusado tuviera antecedentes de violencia. La policía dijo que Wang Yam había robado la correspondencia del buzón de Allan Chappelow repetidas veces después de matarlo, pero las tarjetas de crédito, las claves secretas y el pasaporte se encontraban intactos a plena vista sobre la cama de la víctima. Cuanto más leía sobre el caso más confuso se volvía todo.

Allan Chappelow era mi vecino, y Hampstead fue mi primer hogar. Durante la década de 1970, yo entregaba periódicos en sus buzones dorados, compraba caramelos en la oficina de correos, paseaba por el parque Hampstead Heath con mi familia. Allí fue donde aprendí a montar en bici un verano en el que mi padre me dijo que me daría una libra si lo conseguía, y también donde montaba en trineo siempre que nevaba.

A pesar de estar cerca de la metrópolis, en Hampstead siempre hubo un fuerte sentido propio de comunidad. Por las bodas de plata de la reina almorzamos en una larga ristra de mesas plegables con mantel dispuestas a lo largo de toda la calle. En la biblioteca de la Keats House, en la calle Keats Grove, había unas abuelitas amables que nos leían a mí y a otros niños. Y, aunque éramos judíos, la mayoría de las Navidades íbamos con nuestros vecinos a la misa del gallo en la elegante iglesia que había al otro lado de la calle. En Halloween, mis amigos y yo llamábamos a los timbres de nuestros vecinos, y, si no nos contestaban o no nos traían caramelos, les metíamos petardos encendidos por debajo de la puerta. Tiempo después, durante la adolescencia, merodeábamos por el exterior de la parada de metro de Hampstead con los amigos y con nuestras primeras novias, sin avergonzarnos por nuestras públicas muestras de afecto.

Hampstead no fue solo el telón de fondo de mi niñez, sino el escenario en el que tuvo lugar. Me sabía los nombres de los árboles del parque Heath y de los tenderos más generosos (que me daban piruletas si esperaba tranquilo mientras mis padres compraban). Sabía dónde cambiar los tacones a nuestros zapatos, dónde arreglar los relojes y dónde enmarcar las fotografías. Sabía en qué panadería hacían el mejor pan, quién vendía las mejores flores, quién hacía el mejor chocolate a la taza. Se trataba, se trata, de un conocimiento físico. Es un lugar que creía conocer bien.

El asesinato de Allan Chappelow es una historia trágica e impactante, una historia que, para ser un caso al que se dio carpetazo rápidamente, resulta de una complejidad inquietante. De hecho, cuando comencé a investigar más, un abogado experimentado me advirtió de que estaba a punto de entrar en aguas «muy, muy turbias».

Tenía razón.

Un crimen de tamaña importancia reduce al autor y a su víctima a estereotipos conocidos: un hombre mayor al que dan una paliza mortal, un asesino a la fuga. Pero eso apenas supone una mínima parte de la historia. No quería averiguar solamente cómo había sido la muerte de Allan Chappelow, sino también su vida. ¿Cómo llega uno a vivir en una casa en ruinas en uno de los bar­rios más elegantes de Londres? Y también quería saber cosas acerca del hombre a quien culparon de su muerte. ¿Cómo demostrar que se es inocente? ¿Qué lleva a una persona a cometer un asesinato? Ante un tribunal se muestran dos relatos y le piden al jurado que decida en cuál de los dos cree y cuál es la versión ganadora. Sin embargo, la vida rara vez es así de clara.

También me percaté de que esta historia me proporcionaba una rara oportunidad para comprender cómo funciona una investigación de asesinato moderna. En una era de conectividad constante, viajes internacionales baratos, pruebas de ADN, análisis forense de manchas de sangre por proyección y fonética forense, seguir el rastro a un criminal y después crear un caso sólido que convenza a un jurado requiere un trabajo de investigación metódico con dedicación y largas horas para recopilar, documentar y, después, hacer una criba de las pruebas. No tiene nada que ver con esos momentos de iluminación que vemos en los procedimientos policiales televisivos. Pero cuanto más empeño ponía yo en seguir la línea de puntos de la policía, menos clara quedaba la imagen del cuadro.

De modo que busqué más allá de la investigación. Intenté establecer quiénes eran realmente estos hombres. Informar acertadamente sobre las vidas de otros nunca es una tarea sencilla; la «objetividad» queda corrompida por la lente «subjetiva» del autor y las fuentes en las que se basa. No obstante, tuve que esforzarme más aún, ya que el crimen tuvo lugar en un mundo en penumbras habitado por estafadores, excéntricos y fabuladores, donde nada era lo que parecía. Busqué testigos y expertos que no habían sido entrevistados por la policía que arrojaban nueva luz sobre el caso. Una pregunta me llevó a otra, una prueba conducía a diez más y de ese modo comenzaron a surgir nuevos relatos que competían entre sí.

A medida que continuaba con mi investigación, se presentaron preguntas más importantes. ¿Por qué se celebró a puerta cerrada el caso de Wang Yam? ¿Es posible garantizar un juicio justo en secreto? En esta época en la que cada vez hay más amenazas criminales y terroristas, ¿están siendo sacrificadas las libertades personales y de información ante el altar de la seguridad nacional?

Y más allá de eso, había algo en esas dos vidas, tanto la de Wang Yam como la de Allan Chappelow, que me intrigaba. Quizás a través de sus historias pudiera albergar esperanzas de comprender mejor lo que significa vivir en los márgenes de la sociedad, qué sucede a puerta cerrada, qué puede ocurrir cuando nadie nos mira.

Páginas de sangre es una obra de no ficción. He intentado ser transparente en mi proceso y articular las ambigüedades del caso. Cuando ha sido posible, he permitido que los personajes hablen por sí mismos sin interrupciones, confiando en su versión de los hechos. También he dejado patentes los momentos en que surgían dudas respecto a la veracidad de sus afirmaciones, cuando tenía dificultades para desentrañar la verdad o se me ha impedido revelar ciertos hechos.

Obtener el punto de vista de la policía resultó una tarea difícil, ya que los agentes que seguían en activo en la Policía Metropolitana de Londres se negaban a compartir sus recuerdos al respecto. Por fortuna, había dos inspectores a cargo del caso que se habían jubilado recientemente y estaban dispuestos a hablar conmigo. Sus reminiscencias han resultado vitales. Para comprender mejor la versión de la policía, leí miles de páginas de evidencias y revisé declaraciones de testigos, testimonios de expertos, informes forenses, registros bancarios, documentos de viaje, cartas, fotografías y correos electrónicos.

Para explicar el papel que tuvo Wang Yam en este relato, confié principalmente en su memoria. Durante treinta horas de entrevistas telefónicas llevadas a cabo desde su celda de la prisión, le formulé preguntas indagatorias acerca de su vida, a menudo repasando los mismos temas para verificar los detalles. Siempre que pude, intenté contrastar sus recuerdos hablando con miembros de su familia o con anteriores conocidos.

Para la biografía de Allan Chappelow me basé en sus propias palabras, en varios libros y cartas y en sus fotografías, realizadas a lo largo de medio siglo, además de contar con el testimonio de sus parientes, amigos y vecinos. Yo también conocí a Allan Chappelow. Viví a cuatro casas de él durante dieciocho años. Es decir, siendo yo niño, lo veía como a ese extraño viejo que vive en la misma calle, ese vecino que ocasionalmente saludaba cuando me veía pasar, aunque no creo que él me reconociera, y seguro que ni sabía mi nombre. En cualquier caso, el hecho de que lo conociera hizo que yo nunca olvidara que, en el fondo, la suya era una historia muy triste, el asesinato de un viejo frágil cuyos amigos y familia todavía lloran su muerte. Una historia trágica con consecuencias que perduran en el tiempo.

Así que cuando recibí esa tarjeta navideña de Wang Yam, tuve que enfrentarme a una decisión: mirar hacia otro lado o intentar encontrar la verdad. Contesté a su carta. Quería saber por qué ese juicio se había celebrado en secreto. Quería saber quién había asesinado a mi vecino.

PRIMERA PARTE

EL CRIMEN

La imaginación, obviamente, puede abrir cualquier puerta, hacer girar la llave y dejar que el terror entre directamente.

A sangre fría,

TRUMANCAPOTE

1

EL DESCUBRIMIENTO

En los días despejados puede verse todo Londres desde la cima de Parliament Hill. La frontera sur del Hampstead Heath se extiende hasta una pista de atletismo en Gospel Oak, antes de dar paso a las casas unifamiliares de Kentish Town y los bloques de apartamentos de Camden. El techo arqueado de la estación de trenes internacional de St. Pancras es lo siguiente que se ve; y, tras él, muchos edificios icónicos de la capital: la catedral de St. Paul, la torre de telecomunicaciones BT, los rascacielos «Gherkin» y Shard. Después, el London Eye y el palacio de Westminster, marcando la ruta del río Támesis; y más allá, sobre el horizonte, se divisan los cerros calizos que abrazan la frontera sur de la ciudad, a casi cincuenta kilómetros de distancia.

En verano, Parliament Hill, con su brisa prácticamente constante, es un lugar popular para echar a volar las cometas, hacer un picnic o, simplemente, sentarse en uno de sus muchos bancos de madera para disfrutar del paisaje. Si dejamos atrás las vistas de la ciudad y bajamos la colina hacia el oeste, hay un sendero estrecho que te lleva a través de un túnel de robles, arces y alerces antes de cruzar entre dos estanques, uno habitado por cisnes y patos, y el otro, por hombres y mujeres con la valentía suficiente como para bañarse en sus frías aguas. Cuando sigues adelante, el sendero se abre hacia un claro lleno de arbustos. Dos veces al año, durante las vacaciones de verano y Semana Santa, este espacio se llena de norias, pasajes del terror, tiovivos y autos de choque. Aquí es donde acaba el Hampstead Heath, el parque más grande de Londres, con trescientas veinte hectáreas de prados, bosque, pozas y cursos de agua, y donde comienzan las calles del barrio de Hampstead.

Durante siglos, Hampstead fue un pueblo a las afueras de Londres, y era impasible a las intrigas y pasiones de la capital de Inglaterra. Después, atraería a pacientes con problemas pulmonares, ya que su altitud ofrece refugio ante la polución de las calles del centro de la ciudad. Más tarde, llegaron los poetas y los artistas, los novelistas y los actores,[1] que le confirieron a Hampstead un toque de cultura bohemia y una reputación de extravagancia. A finales del siglo XX, dada su proximidad a la zona centro de Londres —apenas a treinta minutos en autobús o tren desde el Soho o Covent Garden—, así como sus hermosas casas, boutiques de moda y elegantes cafés, Hampstead fue colonizada por abogados mercantiles y banqueros de altos vuelos, famosos internacionales, oligarcas, magnates de los medios de comunicación y marchantes de arte.

Pero se dice que Hampstead también tiene su lado oscuro. Por la noche, cuando cierran los comercios y se vacían las calles, cuando la luz azulada de las pantallas de televisión parpadea a través de las ventanas con las cortinas echadas, se instala la tensión. Los residentes saben que es mejor no acercarse al Hampstead Heath cuando anochece. La policía declaró ciertas zonas del Heath como «áreas peligrosas» tras una serie de robos violentos. Se creía que había delincuentes, ladrones y pervertidos que merodeaban por el bosque, acechando a caminantes solitarios, mujeres y niños. Lo propio de las novelas góticas.

No obstante, cuando se hace de día, se convierte en un mundo diferente. En la frontera suroeste del Heath se congregan bebedores en la extensa terraza que hay a la entrada del pub The Freemasons Arms, un local en expansión situado a los pies de Downshire Hill, una de las calles más caras de Londres. Cuando los paseantes suben por ella hacia Hampstead High Street[2] pasan ante unas cuantas casas de ladrillo de los siglos XVIII y XIX, todas ellas en excelentes condiciones, con puertas de hierro forjado y pulcros jardines delanteros. Un poco más allá, en la esquina con Keats Grove —un camino estrecho que desciende abruptamente, donde vivió en su día el poeta John Keats—, está St. John, una iglesia de color crema con un campanario y un reloj de colores negro y dorado. Frente a la iglesia, en el lado derecho de Downshire Hill, hay una hilera de elegantes propiedades encaladas de estilo regencia retiradas unos cincuenta metros de la calzada.

Si continuamos adelante, vemos a la izquierda una casa ultramoderna en forma de cubo construida enteramente a base de cristal y finas vigas de acero azul, y después hay un gran bloque de pisos de ladrillo rojo de la época victoriana. Finalmente, dominando la calle, en las esquinas de Downshire Hill y Hampstead High Street, hay una comisaría de policía de tres pisos. Ahora desocupada, montó guardia durante más de un siglo, proporcionando protección a los residentes y comerciantes de Hampstead.

A las 11.55 de la mañana del 12 de junio de 2006, dos agentes de policía, Mike Cole y Sam Azouelos, patrullaban en coche por Hampstead High Street cuando recibieron una notificación de la central en su terminal móvil. Cole iba al volante del Ford Fiesta blanco. Debían dirigirse de inmediato al número 9 de Downshire Hill, en Hampstead. El mensaje les proporcionó la siguiente información de contexto:

El cliente del HSBCALAN[sic]CHAPPELOW (edad: ochenta y seis años) ha realizado transacciones inusuales en su cuenta corriente que podrían ser fraudulentas. El departamento de fraude del HSBC ha intentado contactar con él, pero no han podido hacerlo. Cuando llamaron a su número, un hombre oriental contestó al teléfono haciéndose pasar por el SR. CHAPPELOW. El emisor de la llamada solicita que la policía constate el bienestar del SR. CHAPPELOW y le pidan que este llame al informante en cuanto pueda, si consiguen contactar con él.

Diez minutos después de recibir la petición, Cole y Azouelos llegaron a Downshire Hill. El número 9 estaba prácticamente en el medio exacto de la calle, en la acera de la izquierda, a cien metros de la iglesia de St. John. Cuando aparcaron delante de la casa, Cole y Azouelos vieron a otros dos agentes uniformados que les esperaban: Chantal Thomas y Ben Roberts. La temperatura era ya de 22ºC, algo inusual en esa época del año. Los meteorólogos habían pronosticado que las temperaturas alcanzarían los 24ºC a media tarde e incluso era probable que se produjeran tormentas eléctricas. Cole y Azouelos dejaron sus chaquetas dentro del coche, cerraron las puertas y fueron a encontrarse con sus compañeros.

La casa no podía verse desde la calle. La vista estaba vedada por un muro de estuco medio derruido, sobre el que se apoyaban ramas de un extenso roble y habían crecido rododendros asilvestrados, y con dos columnas cubiertas de hiedra que enmarcaban una puerta de dos hojas de hierro forjado. Una de las columnas permanecía recta, tal vez por el apoyo del roble; la otra estaba ladeada, y en su capitel combado lucía las palabras MANORHOUSE en letras mayúsculas de color azulado. Alguien se había tomado la molestia de apartar las ramas de la hiedra para que se viera el nombre de la casa, pero no lo suficiente como para repintar las desvaídas letras.

La puerta estaba entreabierta. Los cuatro agentes de policía se adentraron por el deteriorado sendero de cemento y, antes de llegar a la puerta principal, pasaron ante una vieja motocicleta Norton tapada con una lona cubierta de musgo. En sus buenos tiempos, la casa debió de ser extraordinariamente hermosa; un edificio de tres plantas color crema con dos balcones ornamentados, algunas ventanas arqueadas y un tejado plano. Ahora estaba en ruinas. Una hiedra gigantesca trepaba por la fachada y se extendía hacia el cielo en forma de horquilla, cubriendo parcialmente las ventanas.

El agente Azouelos, que lideraba la unidad policial, golpeó con firmeza una de las dos altas hojas azules de la puerta principal para llamar, pero nadie contestó. La puerta estaba cerrada, y no presentaba indicios de que hubiera sido forzada. Azouelos rodeó el inmueble para comprobar si había otra entrada al edificio, y miró por las ventanas de la planta baja, cada una de las cuales tenía barrotes de acero azul. A la derecha de la casa había un estrecho pasadizo bloqueado por un muro de ladrillo. Azouelos trepó por el muro entre los números 9 y 10 de la calle, caminó cuidadosamente por la cornisa y saltó hacia el callejón que había al otro lado. Ya en el jardín trasero, que estaba tan cubierto de árboles, arbustos y maleza que apenas podía distinguirse entre una planta y otra, descubrió que las ventanas traseras de la casa también estaban cerradas y tenían barrotes de acero.

Azouelos regresó a la entrada principal y habló con sus compañeros. Tras una breve discusión, decidieron forzar la entrada para acceder al edificio. Las pesadas puertas delanteras medían casi dos metros y medio y tenían pequeñas ventanillas a la altura de los ojos. Azouelos sacó su porra negra de la funda y rompió uno de los cristales. Después metió la mano e intentó abrir la cerradura desde dentro, pero había una tabla pegada al interior de la puerta que le impedía soltar el resbalón. El agente tomó carrerilla y le dio una fuerte patada a la cerradura, y la puerta se abrió.

En el interior, el vestíbulo principal se adentraba en la oscuridad. Medía cuatro metros y medio de largo, y estaba completamente lleno de desperdicios. El suelo estaba cubierto de periódicos viejos, bolsas de plástico, botellas, fragmentos de madera y escombros. Del techo colgaban cables de electricidad sueltos. Al otro lado del pasillo había una gran puerta de color blanco, asimismo cerrada. Azouelos intentó abrirla también de una patada, pero esta vez no cedió, a pesar de que usó una fuerza considerable.

Los agentes de policía volvieron a discutir acerca de la situación. Preocupados porque le hubiera sucedido algo al anciano ocupante de la casa —tal vez se hubiera caído y no podía alcanzar el teléfono, o se hubiera quedado encerrado en una habitación— coincidieron en que era necesario entrar, y en que para ello necesitarían mejores herramientas. Azouelos y Cole condujeron hasta su comisaría de policía en West Hampstead, mientras sus compañeros permanecían en el domicilio y, tras conseguir autorización de su supervisor, el subinspector Nick Giles, regresaron a Downshire Hill poco después de la una de la tarde. Esta vez iban equipados con un ariete cilíndrico de acero rojo brillante de poco más de medio metro de largo al que llamaban el «ejecutor». Una vez dentro de la casa, el agente Cole, con su compañero detrás de él, agarró los asideros del ariete con los guantes puestos y arremetió contra la puerta. No consiguió nada. Necesitó cinco o seis intentos hasta lograr que cediera la cerradura, y entonces pudieron pasar.

«Se hizo evidente inmediatamente el desorden y desbarajuste que había en el domicilio», escribiría más tarde Azouelos en su informe oficial para la policía. «Había polvo por todas partes, y trozos de papel, libros y basura se amontonaba en todas las habitaciones. Parecía como si el propietario no hubiera tirado nunca nada». Al adentrarse en la casa percibió cierto olor. «Había olido un cuerpo en descomposición anteriormente, y solo puedo describir ese olor como nauseabundo y dulce. La casa no olía así, sino más bien como lo que me parecían orines de algún animal. Había tanta basura y desperdicios dentro [de ella] y estaba tan mal cuidada que pensé que el olor podía deberse a cualquier cosa».

En una habitación encontró un carrito de la compra de tela escocesa con cajas vacías de tartaletas de la marca Mr. Kipling. A la izquierda de la escalera había un amplio salón que daba a la calle. Estaba demasiado oscuro como para vislumbrar nada en su interior. Llegando a la parte trasera de la casa había una sala más pequeña que daba al jardín y donde había una montaña de libros, papeles, estanterías metálicas y pilas de desechos que le llegaban a la altura del pecho. Dada la cantidad de basura que había, decidió no entrar allí.

Regresó al exterior y realizó una llamada por radio para pedir la ayuda de una tercera unidad. Cole y él continuaron la búsqueda. Miraron en el sótano, una oscura habitación cavernosa llena hasta arriba de basura, atados de papeles amarillentos, montañas de libros y muebles rotos. Inspeccionaron la cocina, que tenía una pequeña mesa de madera, dos sillas y un frigorífico que parecía no haber sido usado desde hacía años. Miraron en otra habitación grande que había en la planta principal —posiblemente fuera el comedor en otro tiempo—. Estaba demasiado atestada de muebles rotos, montañas de papeles y bolsas con escombros, como si alguien se hubiera quedado a medias en un proyecto de reforma. El aire estaba cargado de polvo, y la sala era húmeda y oscura; ninguna de las luces funcionaba.

Azouelos subió al piso de arriba, y se percató de que había cubos con orina en los escalones. En esta planta encontró un aseo con la bañera hasta arriba de libros, revistas y botellas de plástico. El váter estaba repleto de papeles. Entró en una habitación, miró bajo las mantas y bajo la cama, abrió un armario y retiró montones de ropa. Nada. Después, entró en otra habitación en la que había una cama cubierta con ropas viejas y un saco de dormir azul. Supuso que era el dormitorio de Chappelow. Sobre una repisa al lado de la cama había un viejo radiocasete. Otra estantería contenía libros y diarios. La habitación estaba caliente y húmeda, lo cual hacía incómoda la inspección. Sobre la mesilla de noche había una botella con un líquido marrón. Azouelos supuso que se trataba también de orina. En el suelo había esparcidas diversas publicaciones. Entre ellas había un Daily Mail del 6 de mayo de 2006.

Llegaron más agentes a la casa, que trajeron linternas potentes para facilitar la búsqueda. No obstante, a pesar de sus exhaustivos esfuerzos, no pudieron encontrar ni rastro del propietario. Una inspectora recordaría después que «todas las zonas y superficies de la casa estaban llenas de polvo y todo tenía un aspecto grisáceo». Ella se dirigió a la escalera, pero no le pareció seguro subir por ahí. Una de las habitaciones estaba tan repleta de papeles y otros desechos que no podía ver nada en su interior. «La casa —escribió— tenía el aspecto de una propiedad en ruinas no habitable».

Dos horas después de que Azouelos y Mike Cole entraran por primera vez en el domicilio, este último llamó al subinspector Nick Giles y lo puso al día sobre la situación. Si encontraban un cadáver, Giles sería el responsable de acordonar la zona e informar al grupo de homicidios, que a su vez enviaría a un equipo de investigación al escenario del crimen. Pero todavía no se había encontrado ningún cuerpo. Giles le dijo a Cole que buscara indicios que pudieran indicarles el paradero de Allan Chappelow. Poco después, Cole encontró documentos que informaban sobre un viaje a Estados Unidos con salida el 26 de marzo y regreso el 1 de mayo, seis semanas antes del registro. También encontraron un talonario de cheques, una tarjeta de crédito de Sainsbury’s, un pasaporte británico (todo ello a nombre de Allan Chappelow) y un artículo sobre la historia del aguacatero americano.

Finalmente, el registro acabó alrededor de las cinco de la tarde. Cole llamó a una carpintería de la zona para que sellaran con tablones las puertas de entrada que habían roto, y un joven operario llegó pocos minutos después. Atornilló dos pasadores por debajo y por encima de la cerradura de la puerta blanca que había al fondo del vestíbulo, y después los bloqueó con dos candados. Las puertas azules de hoja doble de la entrada principal quedaron cerradas, pero sin bloquear. Cuando volvieron a la comisaría de policía de West Hampstead, Giles le dijo a Cole que presentara un informe de desaparición de una persona de «bajo riesgo» en la base de datos Merlin de la Policía Metropolitana de Londres.

Unas horas después, a las diez de la noche, Mike Cole llamó a la vecina que vivía en el número 10 de Downshire Hill, lady Listowel. Esta informó de que Chappelow había regresado efectivamente de sus vacaciones a principios de mayo, pero hacía semanas que no lo veía. En caso de que tuviera intención de marcharse nuevamente se lo habría dicho. Antes de acabar su turno, Cole realizó una copia de la fotografía del pasaporte de Chappelow y le pidió al sargento del turno de noche que la trasladara al departamento de personas desaparecidas.

¿Qué le había sucedido a Allan Chappelow? Se preguntaba Cole. Tal vez, a pesar de lo que aseguraba su vecina, se hubiera marchado de vacaciones, o quizás estuviera quedándose en casa de unos amigos. En cualquier caso, había que informar al banco HSBC de que, por el momento, había resultado imposible encontrar a su anciano cliente.

Allan Gordon Chappelow nació en Copenhague (Dinamarca) el 20 de agosto de 1919. Su padre, Archibald Cecil Chappelow, era un decorador y tapicero inglés de treinta y siete años que en aquel momento impartía un curso de restauración de antigüedades en la Universidad de Copenhague. Dispuesto a evitar el servicio militar a comienzos de la Primera Guerra Mundial, se había trasladado a Dinamarca, que se mantuvo neutral a lo largo de las hostilidades.

Karen, la madre de Allan, de treinta y nueve años, había nacido en la pequeña ciudad de Hillerød, justo al norte de Copenhague. Había conocido a Archibald tres años antes en la universidad, y no tardaron en casarse. Karen ocupaba su tiempo gestionando el hogar familiar y cuidando de los niños, especialmente de Paul, el hermano de Allan, que sufría parálisis cerebral. En una carta a un primo estadounidense, Archibald escribió que Paul «tuvo la desgracia de sufrir una lesión al nacer y es un tullido. Sus manos tienen cierta afección, habla entrecortado y camina como a trompicones. No obstante, es guapo, alegre y saludable, un gran lector y un ratón de biblioteca».

Poco después del nacimiento de Allan, al cabo de seis meses del final de la guerra, la familia regresó a Londres y se trasladaron al domicilio del padre de Archibald, George Chappelow, que vivía en una pequeña casa en Hampstead. Estaban un poco apretados, pero contentos de volver a vivir en familia. Archibald se unió a la empresa del padre: George Chappelow & Son, que había sido fundada antes de la guerra. Según el membrete de la compañía, hacían «reformas y decoración, promotores de la vivienda y la propiedad». Instalados en el número 27A de Charles Street, una bocacalle de Berkeley Square, en el distrito de Mayfair, entre sus clientes se incluían los teatros, las galerías, los restaurantes y los clubes del West End de Londres. Al padre y al abuelo de Allan les encantaba trabajar juntos, y, cuando no estaban en el despacho, jugaban al tenis y al billar, o bien llevaban a sus esposas al teatro.

Unos años después, con la ayuda de George, Archibald, Karen y sus dos hijos pudieron trasladarse a una casa grande en el número 9 de Downshire Hill, en Hampstead.[3] Estaban contentos de tener al fin su propio espacio. Construida en 1823, su nueva casa estaba en buenas condiciones, tanto el interior como el exterior de ella. Hasta el final del siglo XIX, el edificio había sido el hogar del señorío de Belsize (que viene del francés bel assis, con el sentido de «bien situado»), y por ello fue llamada Manor House («casa señorial»). La propiedad contaba con un jardín trasero y otro frontal, repletos de una combinación de arbustos y árboles, en tanto que en la fachada había dos elegantes balcones de hierro forjado. En el interior había una sala de estar en forma de «L» con largos ventanales franceses, que llevaban al exterior, y una escalera con paneles de madera en las paredes, que a los Chappelow les parecía adecuada como galería pictórica. «Es prácticamente un ejemplo perfecto del estilo regencia tardío —escribió más tarde Archibald en su libro Old Homes of England, y añadió—: Tal vez sea una pequeña casa de campo emplazada entre bosques naturales —apuntó—, pero está a poco más de tres kilómetros de Oxford Street», es decir, del centro de Londres.

Los padres de Allan eran progresistas y apoyaban reformas radicales. Como miembros de la Sociedad Fabiana, que había sido fundada en 1884, creían en una transición hacia el socialismo y, particularmente, en la mejor redistribución de la riqueza. Cuando era niño, Allan oyó muchas historias sobre sus adelantados familiares. Por ejemplo, su bisabuelo Joseph Stevens, que era predicador, abogaba por el cambio social, e hizo campaña por la mejora de las condiciones en las fábricas. En 1838, Stevens fue detenido y acusado de «asistir a una reunión ilegal», por lo que fue condenado a dieciocho meses de cárcel. No obstante, cuando salió, su reputación permanecía intacta, y contaba con la admiración de sus pares. Grace Chappelow, prima segunda de Allan, fue una de las mujeres que lideraron el movimiento sufragista. La detuvieron en numerosas ocasiones, participó en diversas huelgas de hambre en la cárcel y había sufrido la humillación de ser alimentada a la fuerza por las autoridades. Y después estaba su tío Eric Chappelow, el hermano de Archibald, un poeta que fue objetor de conciencia durante la Primera Guerra Mundial. Detenido y acusado de cobardía y traición, fue uno de los seis mil conchies («objetores de conciencia») encarcelados por el gobierno británico durante la Gran Guerra, lo que provocó una manifestación a escala nacional y peticiones de reforma. A pesar de las protestas de la familia, Eric pasó cuatro meses en prisión. Más tarde, el gobierno admitiría que se había equivocado al encarcelar a Eric y al resto de los objetores de conciencia.

En una carta a un primo de Estados Unidos, Archibald hablaba sobre sus valores personales y describía el carácter de la familia:

Personalmente, jamás creí en la guerra y nunca podré hacerlo. A menudo me pregunto si no estaría bien llevar a mi familia a un lugar donde brille el sol y se viva de manera abierta y sencilla, evitando los periódicos y sin preocuparse más que de tener el dinero justo para vivir. Creo que los Chappelow consiguen sacarle bastante partido a la vida, aunque pocos de ellos parecen ganar dinero, o conservarlo, si es que llegan a ganarlo. Encuentro muy interesante la historia de nuestra familia; hemos hecho muchas cosas buenas en nuestros tiempos, y siempre hemos sido personas sin miedo a decir lo que piensan. También somos «honorables», ya que no conozco a ningún miembro de la familia que haya caído en la quiebra.

Además de historias sobre sus heroicos familiares, al joven Allan también le contaron las tragedias que había sufrido la familia.Había un relato en particular que su abuelo George solía repetir y causaba en el chico una profunda impresión acerca de la importancia de la seguridad personal.

Edward Rayner Chappelow, tío abuelo de Allan, era un apasionado de la aventura. Se enroló en la marina mercante y navegó por los mares, luchó contra los cafres (paganos negros) en Sudáfrica, y en Perú cargó embarcaciones de guano. En la primavera de 1885, Edward llegó a California dispuesto a instalarse. Se abstuvo de la bebida, adquirió un vivero propio y comenzó a cultivar la tierra. Un día, Edward visitó una pequeña comunidad al este de Los Ángeles para recuperar dos mil dólares que le debían. Y los cobró. Como era tarde, no pudo depositar el dinero en un banco. De regreso a casa, fue atacado por una banda de jóvenes que lo apuñalaron de muerte, arrastraron su cuerpo a una pequeña cabaña de madera y le prendieron fuego con parafina. Edward tenía solo veintisiete años.

A pesar de su pintoresca historia familiar, la infancia de Allan fue la típica de un niño educado en la clase media de Hampstead. En septiembre de 1927 comenzó sus estudios en The Hall, una escuela primaria privada a quince minutos a pie de Downshire Hill. El centro era conocido por sus altos logros académicos, así como por sus americanas, gorras y corbatas de color rosa; allí conoció Allan la obra de Shakespeare, y aprendió a leer latín y a adquirir suculentos caramelos en el quiosco.

Según las anotaciones privadas del director de la escuela Gerard Wathen, tras un primer trimestre «malillo», Allan había «mejorado mucho», era «inteligente» y «bueno en las manualidades». Otra de las entradas informaba de que el pupilo no era «un caso perdido en absoluto», sino «inusualmente inteligente en ciertos aspectos». Wathen dejó constancia de que el padre de Allan era un «artista arquitecto», su madre, una «danesa», y su hermano, un «tarado». El director también registró que, en febrero de 1930, Allan fue castigado con golpes de vara por una tal señora Bolton. No obstante, la causa de ese correctivo no se especificaba.

En The Hall, como en muchas otras instituciones educativas de aquella época, se permitían los castigos corporales. De hecho, para la edición de la revista escolar de 1932, un estudiante compuso los siguientes versos humorísticos con las letras del alfabeto:

R is for Rudeness (no not Mr. Rotherham). It’s what the staff say when the boys come to bother ’em.

S is for Sita, best-seller it seems, for some humourist said, «Go to him for ice-creams».

T’s for Thrashing, a penalty rare. You go to the study, the Principal’s there.*

Los deportes también tuvieron un papel relevante en la juventud de Allan. Cuando no estaba jugando al tenis con su padre y su abuelo, a Allan lo motivaban para participar en deportes de equipo. En su último curso en The Hall, él era bateador del equipo de críquet de la escuela, y sus esfuerzos en la escuadra de rugbyle granjearon un comentario del director en la revista escolar de 1933. «Chappelow (delantero) necesita más energía —escribió Wathen—. Es más útil en el barro que en terreno seco, cuando se necesita una mayor velocidad».

En sus horas libres, Allan daba de comer a los patos en los estanques del Hampstead Heath y subía a Parliament Hill para apreciar la vista de Londres. Recogía el pan de la panadería Rumbolds, en South End Green, y acompañaba a su madre a comprar frutas y verduras al mercado de Hampstead High Street. Aunque no asistía a la iglesia de St. John, al otro lado de la calle, ni a ninguna otra, ya que su familia era estrictamente atea, sí disfrutaba de las festividades: subía al tejado del número 9 de Downshire Hill para ver los fuegos artificiales de la Noche de Guy Fawkes, participaba en la búsqueda de los huevos de Pascua en el jardín trasero de la casa y disfrutaba de las comidas de Navidad con su familia en el comedor de celebraciones formales.

Allan era un lector compulsivo ya a edad temprana, y esta actividad le resultó más sencilla cuando su oftalmólogo le recetó unas gafas con gruesos cristales para corregir su miopía. Pasaba horas en su pequeña habitación, empapándose de los libros del momento, como Emilio y los detectives, Swallows and Amazons y Los chicos del ferrocarril. En un lugar de honor junto a su cama había una pequeña estantería en la que disponía sus lecturas favoritas.

Y lo que más le gustaba de todo era coleccionar sellos, ya que, como su madre, era un ferviente filatélico. Siempre que llegaba una carta a casa suplicaba para que le dieran el sobre. Si lo conseguía, usaba una tetera hirviendo para despegar el sello con cuidado antes de ponerlo a secar y, después, incluirlo en uno de sus álbumes, dependiendo de su color, valor y tipo. Le gustaban especialmente los sellos extranjeros, en los que aparecían jefes de Estado, animales exóticos y plantas de apariencia extraña. Se sentaba en su cama y pasaba las horas hojeando sus álbumes, pensando en países lejanos que esperaba visitar algún día.

El segundo día de inspección en el número 9 de Downshire Hill comenzó a las tres de la tarde del martes 13 de junio de 2006. Mike Cole había vuelto a hablar con su supervisor, el subinspector Nick Giles, que dijo que el banco de Allan Chappelow había denunciado otro intento de utilizar su tarjeta de crédito. La policía sospechó cada vez más que se pudiera haber cometido un delito grave, y decidió regresar a la vivienda cuanto antes.

Como su compañero Sam Azouelos estaba de baja, Mike Cole fue con el agente Terry Seward hasta la comisaría de policía de Kentish Town, a unos tres kilómetros de Hampstead, donde recogió las llaves y continuó hasta el número 9 de Downshire Hill. El subinspector Nick Giles estaba esperándolos junto a la verja de entrada. Cole abrió la puerta principal y les hizo una breve visita guiada por el ruinoso inmueble. Su intención era hacer un registro más exhaustivo del lugar.

«Al entrar en la casa —escribió Seward después en un informe— olía a polvo y a algo en estado de descomposición». A pesar del calor que hacía fuera, la casa estaba fresca. Seward se puso unos guantes desechables y se dirigió al primer piso. Cuando subía por las escaleras se percató de que había un montón de moscardas revoloteando cerca de una ventana. «Aquí era donde olía más a podrido», escribió.

El subinspector Giles vio una escalera de mano en el piso de arriba, y subió al ático, abrió una trampilla y trepó hasta el tejado plano de la casa. Deambuló por él varios minutos, pero no había rastro del anciano. Miró desde el borde hacia el lugar donde podría haber caído, pero lo único que se veía en el jardín de abajo eran árboles y arbustos. Vio a Seward delante de la casa, y le pidió que buscara en el jardín, pero no encontraron nada.

Mientras continuaba la búsqueda en el interior de la casa, otros policías recogían declaraciones de los residentes del lugar. Los vecinos dijeron a la policía que en los últimos años no veían mucho a Allan Chappelow. Habían acabado pensando que era un excéntrico y un ermitaño.[4] En cierta ocasión, uno de los vecinos le preguntó si podía hacerle una visita, y Chappelow declinó la oferta educadamente. Todos suponían que quizás estaba avergonzado por el estado de su casa.

Lady Listowel, que vivía en el número 10, repitió que no había visto a su vecino desde que regresó de Estados Unidos a principios de mayo. Mujer menuda, pero elegante, de unos setenta años, se había trasladado junto con su marido William Hare, quinto conde de Listowel, a su espaciosa residencia de estilo regencia en 1987. Según dijo, conocía a Allan muy bien, y echaba un ojo a su casa siempre que él estaba fuera. Cuando la gente de la calle se burlaba de Allan por ser un ermitaño o no cuidar de su propiedad, lady Listowel, de nombre Pamela, lo defendía. «Es un chico muy amable», decía. Le gustaba su jardín descuidado y la fauna que atraía, y apreciaba su carácter extravagante. Le parecía una persona inteligente, encantadora y extrovertida, y nunca le molestó el estado en que se encontraba su casa. Posiblemente a algunas personas no les guste vivir de esa forma, en realidad, a la mayoría, pero Allan había vivido allí desde que era un adolescente: si estaba cómodo así, ¿quién era ella para juzgarlo?

Peter Tausig, que vivía en el número 11, también afirmó que hacía tiempo que no veía a Allan. Con sesenta y seis años y jubilado de su empleo como banquero, Tausig dijo que solía cruzarse con su anciano vecino por la calle, normalmente cuando Allan iba a leer el periódico a la biblioteca de Keats Grove. Tausig creía ser una de las pocas personas de la calle que tenía un vínculo cercano con Allan. Dos o tres años antes, Allan le había dicho que ya no le llegaba la correspondencia. Tausig se ofreció a ayudarle. Tras percatarse de que el problema era lo asilvestrado que estaba su jardín, hizo que podaran algunos de los árboles y arbustos. Desde aquel momento, Allan pasaba ocasionalmente por casa de Tausig para tomar el té. No hablaba de sí mismo, sino que prefería hablar de política, y en particular de su desprecio por George Bush y Tony Blair y su «injustificada» invasión de Irak.

Cuatro meses antes, Allan le había dicho que planeaba hacer un viaje a Texas. «Parecía emocionado», recordaba Tausig. «Dijo que iba tras algo nuevo, algo grande, que su nuevo libro sobre George Bernard Shaw sería su obra maestra».

Mientras tanto, en el interior del número 9 de Downshire Hill, Cole buscaba cualquier correspondencia o información útil que hubiera podido obviar el día anterior. Pasó varias horas hojeando balances de cuentas, cartas, revistas y diarios, pero no encontró nada útil. Cole le preguntó al subinspector Giles qué debía hacer con los documentos de viaje y el pasaporte que se había llevado el día anterior. Su jefe le dijo que volviera a ponerlos donde los había encontrado.

Tras echar un nuevo vistazo alrededor de la vivienda, Cole y el resto de los policías abandonaran el edificio. Cerraron de nuevo las puertas y devolvieron las llaves a la comisaría de Kentish Town antes de la hora de la cena.

La mañana del miércoles 14 de junio, dos días después de la primera visita de Cole a la casa, el subinspector Nick Giles decidió tomar el mando de la búsqueda. Se había puesto en contacto con dos parientes lejanos de Allan Chappelow —Michael Chappelow, marchante de arte, y James Chappelow, profesor en la ciudad de Hemel Hempstead—, y ambos le habían dicho que era muy improbable que el anciano estuviera en otra parte que no fuera su casa. El subinspector estaba cada vez más preocupado por la posibilidad de que hubiera sucedido algo desafortunado. Tras dos días de búsqueda, todavía no estaban seguros de que Allan Chappelow no se hallara en su domicilio del 9 de Downshire Hill. La mitad de las habitaciones estaban tan llenas de desperdicios que no habían podido realizar una investigación exhaustiva. La mejor forma de asegurarse completamente sería vaciar todas las habitaciones. No obstante, tardarían semanas en hacerlo, ya que ese trabajo lo llevaría a cabo un equipo de registro especializado que tendría que fotografiar y catalogar cada elemento antes de trasladarlos. Mientras tanto, solo quedaba otra opción: la unidad canina.

Sobre las tres de la tarde, el subinspector Giles regresó al domicilio, donde se encontró con Paul Vardon y Scott Stepney, cada uno de los cuales estaba acompañado por un pastor alemán negro y canela. Stepney y su perro fueron al piso de arriba, en tanto que Vardon dio una vuelta con su perra, Lacey, por la planta principal. Los pasillos, las escaleras y la habitación de la izquierda no suscitaron interés alguno en ella, pero en cuanto se aproximó a la habitación de la derecha, que estaba llena hasta arriba de papeles, emitió un ladrido grave específico y empezó a escarbar entre los papeles con sus garras. Vardon le dijo a Giles que era razonable concluir que había un cuerpo en descomposición de alguna clase en aquella habitación. Era posible que fuera desde comida podrida hasta un animal muerto, pero Vardon añadió que lo más probable era que se tratara de un cadáver. La única manera de comprobarlo sería retirar cuidadosamente toda la basura. El subinspector Giles, satisfecho de hacer finalmente algún progreso, cerró de nuevo la entrada a la casa, y después acordonó la propiedad entera con cinta azul y blanca.

A las cuatro de la tarde, de nuevo en la calle, frente a la casa, había llegado el momento de que el subinspector Giles pasara el caso al siguiente escalafón de la cadena de mando. Llamó a su jefe y lo informó de que habían encontrado algo y de que, a pesar de no poder asegurarlo completamente, era muy probable que se tratara del cuerpo de Allan Chappelow. Recomendó que enviaran al domicilio a un especialista en investigaciones de escenarios del crimen antes de que este estuviera más contaminado.

El caso quedaría ahora en manos de la unidad de homicidios del distrito noroeste de Londres y de su agente al mando, Pete Lansdown.

APUNTES DEL CASO

Decidí intentar dejar constancia de mi búsqueda: con quién hablaba, qué decían, cualquier pista que resultara interesante.

Primer paso, necesito hablar con el agente que dirige la investigación: Pete Lansdown. Encontré su número en internet tras varias horas de búsqueda, y lo llamé. Le sorprendió que hubiera conseguido dar con él, y sugirió que podría ganarme la vida como detective o inspector. Nos reunimos en un despacho tranquilo del Peel Centre de la Policía Metropolitana de Londres, en Colindale, en la zona norte de la ciudad. Su hermana, que también trabajaba para la Policía Metropolitana, nos trajo té y galletas. Me dijo que no debería concederme esa entrevista, ya que no había firmado el papeleo correspondiente, pero le había dicho al personal al mando que no había podido contactar conmigo para cancelar la visita (me enviarían un contrato en los próximos días). Me dijo que la muerte de Chappelow fue un suceso muy triste, una manera horrible de morir para un anciano. Me sugirió que hablara también con Peter Devlin, el detective que gestionó el día a día del caso. Sabía que estaba jubilado y que ahora vivía en Irlanda, pero no tenía su contacto. Me explicó cómo se realizaban las investigaciones de homicidios y lo que él consideraba que era la clave para establecer una teoría con éxito. Dijo que había cuatro «bloques» principales: las pruebas, los testigos, el escenario del crimen y la «victimología» (el círculo social de la víctima). A partir de ahí es posible establecer el método, el móvil y la ocasión: los motivos por los que un crimen sucede en un tiempo y un lugar determinados y de un modo en particular. Cuando me levanté para marcharme, Lansdown dijo que el asesinato de Allan Chappelow fue «uno de los mejores rompecabezas criminales que jamás haya visto».

He intentado encontrar una copia de las transcripciones del juicio por el asesinato de Allan Chappelow. Según me han dicho, solo puedo disponer de ellas si pago miles de libras a DTI Global, que tiene la exclusiva de las transcripciones de todos los juicios celebrados en el Old Bailey (el Tribunal Penal Central de Inglaterra y Gales, en Londres). Esto contrasta con lo que ocurre en Estados Unidos, donde puedes leerlos libremente en cualquier juzgado. He recibido un correo electrónico de DTI Global: «Hemos realizado la búsqueda en los juzgados —dicen—, y, desgraciadamente, debido a la antigüedad del caso, las cintas ya no están disponibles». Y añaden que: «Nos resulta imposible ayudarle con su petición relativa a esa transcripción». Me sorprende mucho que hayan perdido las grabaciones, sobre todo siendo un caso con solo diez años de antigüedad y que sigue estando sujeto a apelación. Me siento frustrado por no poder leer o escuchar lo que los testigos y abogados dijeron en el tribunal.

Escribí a Wang Yam, que está recluido en la prisión de Whitemoor, en Cambridgeshire. No he vuelto a tener noticias suyas.

2

ALLAN CHAPPELOW

En septiembre de 1933, a los catorce años, Allan Chappelow fue enviado como interno a la escuela Oundle, a dos horas en coche al norte de Londres y a veinticuatro kilómetros de Peterborough. Paul, el hermano mayor de Allan, permaneció en casa debido a su parálisis cerebral.

Situado en el entorno de la localidad medieval de Oundle, a orillas del río Nene, el internado contaba con alojamiento y aulas, un conjunto de campos de críquet, fútbol y rugby, un vestíbulo de piedra de estilo gótico construido en 1908 y la impresionante capilla de St. Anthony. También disponía del campo de tiro de Elmington, que con sus 460 metros era uno de los más largos del país. Lo que atrajo a los padres de Allan fue su reputación como centro de excelencia en ingeniería y ciencias, así como sus métodos de enseñanza progresistas.

A su llegada, Allan fue destinado al alojamiento New House bajo la tutela del señor King, un anciano amable que trataba a sus pupilos con respeto y compasión. Allan se inscribió en muchas de las actividades de la escuela. Recibió clases de piano y se apuntó al club de fotografía. En su tiempo libre paseaba por los alrededores de las instalaciones tomando fotografías de árboles, flores y animales. Después, se encerraba en el cuarto oscuro de la escuela y bañaba el papel fotográfico en líquidos químicos malolientes, mejorando poco a poco sus habilidades de revelado. A pesar de las inclinaciones antimilitaristas de su familia, lo obligaron también a participar en el Cuerpo de Adiestramiento de Oficiales.

A principios de diciembre, Allan regresó a Londres para pasar las vacaciones de Navidad junto a su familia. Aunque había sido un primer trimestre sin incidentes, disfrutó de poder dormir en su propia cama en Downshire Hill. Cuando se despertó a la mañana siguiente, se puso sus gafas y buscó su álbum de sellos favorito, el que contenía la colección de estampas extranjeras. No estaba en la estantería en que lo había dejado la última vez. Sorprendido, y ya un poco más despierto, buscó por toda la habitación. Bajo la cama, detrás de sus libros, en los cajones de la cómoda. No estaba. Enojado, se reunió con sus padres a la mesa del desayuno y les dijo que sus sellos más valiosos habían desaparecido. Tras nuevas búsquedas, sus padres concluyeron que uno de los sirvientes de la familia debía de ser el culpable. Ese mismo día, a pesar de sus protestas de inocencia, el sirviente fue despedido. De todos modos, nunca encontraron su preciado álbum, y Allan quedó abatido.

Karen se esforzó por consolarlo. «Puedes empezarlo de nuevo», lo animó con ternura. Le dijo que era una oportunidad para redefinir el tipo de sellos que quería coleccionar. Durante esas vacaciones, trabajaron juntos para encontrar ejemplares nuevos y más raros incluso, pidiendo a los parientes que les guardaran sus sellos y rebuscando en los mercadillos locales. Cuando volvió a la escuela al trimestre siguiente, Allan pasó muchos de los recreos en el patio comparando e intercambiando sellos con sus amigos. Estaba dispuesto a encontrar cartas y postales inusuales, especialmente si procedían del extranjero. Tardaría algún tiempo en reconstruir su colección, pero iba camino de ello.

Allan disfrutaba con sus estudios, y era reconocido por su inteligencia y su esfuerzo. Por ejemplo, al final del primer curso le concedieron el premio de francés en el Día de Discursos (también hablaba pasablemente italiano, danés y alemán). Al año siguiente, en diciembre de 1934, participó en un simposio que organizaban los estudiantes llamado Junior Scientific Conversazione, donde se plantó ante toda la escuela y presentó un mapa de estaciones inalámbricas y telegráficas del mundo. También trabajó junto con otros tres estudiantes, y explicó cómo un recipiente hueco —por ejemplo, una barca o un cráneo— puede deformarse o destruirse si «existe una fuerza externa lo suficientemente poderosa». Se publicó un panfleto acerca del evento, y el nombre de Allan apareció impreso por primera vez. En su portada, se citaba la siguiente frase del matemático del siglo XVII John Newton: «No hay nada que pueda aprenderse mejor que mediante el juego». Durante su último año en la escuela, Allan tuvo la confianza suficiente como para enviar una de sus fotografías a un periódico local, y quedó encantado cuando la publicaron junto con su nombre.

Sin embargo, tras graduarse en julio de 1938, sus sueños de hacer carrera en el periodismo se desvanecieron cuando su padre le dijo que necesitaba conseguir un trabajo con unos ingresos estables. Quiso demostrar que podía conseguirlo por sí mismo, y comenzó como aprendiz en un banco del centro de Londres justo antes de cumplir los diecinueve años. Mientras tanto, su hermano Paul había encontrado un trabajo vendiendo tabaco y cigarrillos en una tienda local de Hampstead. A Archibald y Karen les gustaba tener a ambos hijos viviendo en casa con ellos.

Pete Lansdown se consideraba a sí mismo un lugareño.[1] Hijo de una secretaria y de un artillero del Royal Tank Regiment, se había criado en «The Coombe», un alto edificio de apartamentos de King’s Cross con amplias vistas a Regent’s Park y a la zona de Londres que hay tras él. Lansdown era lo que se llama un «buscavidas». Había ingresado en la policía de Londres a los dieciocho años y aprendió el oficio como patrullero en el West End antes de ascender rápidamente en la cadena de mando. Su primer caso de asesinato fue en Chinatown: habían quemado una casa de apuestas en la que murieron varias personas. Tres años más tarde, ya era un reputado detective, y lo enviaron a Harlesden, en Brent,[2] donde se unió al equipo que se ocupaba de las bandas violentas que dominaban el noroeste de Londres en aquella época.

En 1990, Lansdown fue destinado a la Brigada Regional de Delitos, que lidiaba con delitos graves y con el crimen organizado, y después, en 2000, lo designaron inspector jefe del Equipo 3 de Investigaciones de Asesinato para la zona noroeste de Londres. Desde que comenzó como inspector jefe, había estado al mando de más de cincuenta casos de asesinato, de los cuales le enorgullecía poder decir que solo uno de ellos había quedado sin resolver. De hecho, la Policía Metropolitana tenía uno de los índices de éxito más elevados del mundo, con un 75 % de casos resueltos (mediante acusación y/o juicio), lo que contrastaba con el 64 % del FBI. Según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, en el momento del asesinato de Allan, Londres tenía una de las tasas de asesinato más bajas de todas las capitales del mundo, con solo 1,8 asesinatos por cada cien mil personas, comparado con los 5,6 de Nueva York, 4,8 de Ciudad de México, 4,6 de Moscú y 4,4 de Ámsterdam. En 2