Pasiones oscuras - Gena Showalter - E-Book
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Pasiones oscuras E-Book

Gena Showalter

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Beschreibung

El guerrero inmortal Aeron llevaba semanas percibiendo una presencia femenina invisible. Habían enviado a un ángel, o demonio, o asesino, a matarlo. Olivia dijo que había caído del cielo y renunciado a la inmortalidad porque no podía soportar hacerle daño. Pero confiar en Olivia, y enamorarse de ella, los pondría a todos en peligro. ¿Cómo se las había arreglado esa "mortal" de grandes ojos azules para desatar la pasión más oscura de Aeron?Ahora, con un enemigo persiguiéndolo de cerca y con su fiel compañera diablesa decidida a desterrar a Olivia de su vida, Aeron se verá atrapado entre el deber y un deseo apasionado. Y lo peor de todo: habían enviado a otro verdugo a hacer el trabajo que Olivia no quiso hacer.

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GENA SHOWALTER

PASIONES OSCURAS

Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2010 Gena Showalter. Todos los derechos reservados. PASIONES OSCURAS, Nº 9 - octubre 2010 Título original: The Darkest Passion Publicada originalmente por HQN™ Books

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV. Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia. ® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A. ® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-671-9181-3 Editor responsable: Luis Pugni

ePup Edition X Publidisa

Agradecimientos

Quiero dar las gracias a todo el maravilloso equipo de Harlequin Books por su continuo apoyo y sus ánimos. ¡Es una bendición trabajar con vosotros!

Capítulo Uno

—No parece que les importe estar muriéndose.

Aeron, un guerrero inmortal poseído por el demonio Ira, estaba en el tejado de los Apartamentos Bübájos en el centro de Budapest y miraba a los humanos que se movían por la calle. Unos compraban, otros hablaban y reían, y algunos comían algo mientras caminaban. Pero ninguno de ellos caía de rodillas e imploraba a los dioses más tiempo en aquellos cuerpos débiles. Ni lloraban porque no podían conseguirlo.

Cambió su foco de atención de la gente a lo que había a su alrededor. La luz de la luna caía del cielo y se mezclaba con el brillo ámbar de las farolas, lanzando sombras sobre las calles pavimentadas. Había edificios por todas partes y algunos de los puntos más altos tenían marquesinas de color verde claro, el contraste perfecto con el verde esmeralda de los árboles que crecían a sus pies.

Hermoso… para ser un ataúd.

Los humanos sabían que decaían. Qué narices, crecían sabiendo que tendrían que abandonar todo y a todos los que amaban y, sin embargo, como ya había notado, no exigían ni pedían más tiempo. Y eso… le fascinaba. Si él se enterara de que se iba a separar pronto de sus amigos, los demás guerreros poseídos por demonios con los que había pasado los últimos miles de años, haría cualquier cosa, incluso suplicar, para cambiar su destino.

¿Por qué los mortales no? ¿Qué sabían que no supiera él? —No se están muriendo —dijo su amigo Paris, a su lado—. Viven mientras pueden.

Aeron hizo una mueca. Aquélla no era la respuesta que buscaba. ¿Cómo podían vivir mientras podían, cuando sólo podían hacerlo durante un simple parpadeo?

—Son frágiles. Se destruyen fácilmente. Como tú bien sabes.

Era cruel por su parte decirlo, porque la… ¿novia? ¿amante?, ¿mujer elegida?... no sabía cómo llamarla, pero a la mujer elegida de Paris la habían matado hacía poco delante de él. Aun así, Aeron no lamentaba sus palabras.

Paris era el guardián de Promiscuidad y se veía obligado a acostarse con una humana distinta cada día si no quería debilitarse y morir a su vez. No podía permitirse llorar la pérdida de una amante concreta. Y menos de una amante enemiga, que era lo que había sido Sienna.

Aeron odiaba admitirlo, pero en cierto modo se alegraba de que la mujer hubiera muerto, pues pensaba que ella habría utilizado las necesidades de Paris contra él y habría acabado por destruirlo.

«Yo, sin embargo, procuraré siempre su bienestar». Era un juramento. El rey de los Titanes le había concedido a Paris elegir: el regreso del alma de Sienna o la liberación de Aeron de una horrible maldición que le hacía ansiar sangre y lo mantenía obsesionado con la idea de matar. Obsesión que, para vergüenza suya, había llevado a la práctica una y otra vez.

Debido a esa maldición, Reyes, el guardián del demonio Dolor, había estado a punto de perder a su adorada Danika. De hecho, Aeron se disponía a lanzar su daga bien afilada hacia el hermoso cuello de ella cuando Paris eligió liberarlo. La locura lo había abandonado y había perdonado la vida a Danika.

En cierto modo, Aeron se sentía todavía culpable por lo que había ocurrido…. Y por las consecuencias de la elección de Paris. Una culpa que era como ácido en sus huesos y lo destrozaba. Paris ahora sufría por su amante y él disfrutaba de su libertad. Pero eso no significaba que le fuera a mostrar compasión a Paris en aquel tema. Quería demasiado a su amigo para eso. Además, estaba en deuda con él. Y Aeron siempre pagaba sus deudas.

De ahí la razón de que estuvieran en el tejado.

Pero cuidar de Paris no era tarea fácil. En las seis últimas noches, Aeron había arrastrado allí a su amigo entre protestas incesantes. Paris sólo tenía que elegir a una mujer y Aeron se la procuraba y se aseguraba de que estuvieran a salvo mientras tenían sexo. Pero cada noche la elección se producía más tarde.

Aeron tenía la impresión de que esa vez estarían sentados allí hasta el amanecer.

Si el ahora deprimido guerrero hubiera despreciado a aquellos débiles mortales como él, no estaría ahora deseando lo que no podía tener. No ansiaría desesperadamente algo que le sería negado toda la eternidad.

Aeron suspiró.

—Paris, ese luto tiene que acabar. Te está debilitando.

Su amigo se pasó la lengua por los dientes.

—Mira quién habla de debilidad. ¿Cuántas veces has sido víctima de Ira? Incontables. ¿Y de cuántas de esas incontables veces puedes culpar a los dioses? Sólo de una. Cuando te vence tu demonio, pierdes todo el control de tus actos, así que no añadas la hipocresía a tus demás pecados, ¿vale?

Aeron no se ofendió. Por desgracia, la afirmación de Paris era irrefutable. A veces Ira se hacía con el control de su cuerpo y lo llevaba volando por la ciudad, golpeando a todos los que se ponían al alcance y disfrutando con su terror. En esos casos, Aeron era consciente de lo que sucedía, pero no podía cambiarlo.

Aunque no siempre quería que cesara la carnicería. Algunas personas merecían lo que les pasaba.

Pero sí odiaba perder el control de su cuerpo como si fuera una marioneta movida por hilos. O un mono que bailara cumpliendo órdenes. Cuando se veía reducido a ese estado, despreciaba a su demonio, pero no tanto como se despreciaba a sí mismo. Porque con el odio, experimentaba también orgullo. Arrebatarle las riendas del control a Ira exigía poder, y el poder de cualquier tipo era un motivo de orgullo.

Lo que no quitaba para que aquella lucha entre su demonio y él también le perturbara.

—Puede que no fuera tu intención, pero acabas de darme la razón —dijo—. La debilidad lleva a la destrucción. No hay excepciones —en el caso de Paris, el luto era simplemente una forma de distracción. Y distracciones así podían ser fatales.

—¿Qué tiene que ver eso conmigo? ¿Qué tiene que ver con los humanos de ahí abajo? —preguntó Paris.

—Esa gente envejece y se deteriora en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Y qué?

—Y déjame terminar. Si te enamoras de una mujer humana, puede que la tengas casi un siglo. Eso, si no sucumbe antes a la enfermedad o a un accidente. Pero será un siglo que pasarás viéndola debilitarse y morir. Y todo ese tiempo sabrás que te espera una eternidad sin ella.

—¡Qué pesimismo! —musitó Paris—. Tú lo ves como un siglo perdiendo lo que eres incapaz de proteger. Yo lo veo como un siglo disfrutando de una gran bendición. Una bendición que te ayudará el resto de la eternidad.

¿Ayudarte? Absurdo. Cuando uno perdía algo precioso, su memoria se convertía en un recuerdo torturante de lo que no podría volver a tener. Esos recuerdos aumentaban los problemas y distraían, no fortalecían.

La prueba estaba en que eso era lo que sentía él respecto a Baden, guardián de Desconfianza y antes su mejor amigo. Hacía tiempo que había perdido al hombre al que quería más de lo que habría podido querer a un hermano de sangre y ahora, siempre que estaba solo, pensaba en él y se preguntaba por lo que podría haber sido.

No quería eso para Paris.

—Si tan capaz eres de aceptar la pérdida, ¿por qué sigues llorando a Sienna? —preguntó implacable.

Un rayo de luna cayó sobre el rostro de Paris y Aeron vio que tenía los ojos levemente vidriosos. Obviamente, había vuelto a beber.

—Yo no tuve un siglo con ella, sólo tuve unos días.

—Y si te hubieran dado cien años con ella antes de que muriera, ¿ahora aceptarías su muerte?

Hubo una pausa.

—¡Basta! —Paris dio un puñetazo en el tejado y tembló el edificio entero—. No quiero hablar más de esto, por favor.

—La pérdida es pérdida y la debilidad es debilidad —continuó Aeron con decisión—. Si no nos permitimos querer a los humanos, no sufriremos cuando nos dejen. Si endurecemos nuestros corazones, no desearemos lo que no podemos tener. Nuestros demonios nos enseñaron eso muy bien.

Todos sus demonios habían vivido en el Infierno y deseado la libertad, así que habían luchado juntos por salir. Sólo que habían acabado cambiando una prisión por otra y la segunda había sido mucho peor que la primera.

En lugar de soportar azufre y llamas, habían pasado mil años encerrados en la Caja de Pandora. Mil años de oscuridad, desolación y dolor. No habían tenido independencia ni esperanzas de algo mejor.

Si los demonios hubieran sido más fuertes, no habrían ansiado lo que les estaba prohibido y no habrían sido capturados.

Si la voluntad de Aeron hubiera sido más fuerte, no habría ayudado a abrir la Caja. No habría sufrido la maldición de albergar dentro de su cuerpo a uno de los demonios liberados. No lo habrían echado de los Cielos, el único hogar que había conocido, para que pasara el resto de la eternidad en aquella Tierra caótica donde nada permanecía igual.

No habría perdido a Baden guerreando con los Cazadores, mortales despreciables que aborrecían a los Señores y los culpaban de todos los males del mundo. ¿Un amigo moría de cáncer? Los Señores eran responsables. ¿Una adolescente descubría que estaba embarazada? Los Señores habían vuelto a atacar.

Si hubiera sido más fuerte, no se habría visto atrapado de nuevo en la guerra, luchando, matando. Siempre matando.

—¿Nunca has deseado sexualmente a una humana? —preguntó Paris, sacándolo de sus pensamientos oscuros.

Aeron soltó una risita.

—¿Recibir a una mujer en mi vida un día para perderla al siguiente? No —él era más listo que todo eso.

—¿Quién dice que tengas que perderla?

Paris sacó una petaca de la chaqueta de cuero y tomó un trago largo.

¿Más alcohol? Estaba claro que aquella conversación no ayudaba nada a su amigo.

—Maddox tiene a Ashlyn, Lucien tiene a Anya, Reyes a Danika y ahora Sabin tiene a Gwen —añadió Paris, después de tragar—. Hasta la hermana de Gwen, Bianka la Terrible, ha encontrado un consorte.

—Esas parejas se tienen el uno al otro, pero cada una de esas mujeres tiene algo que la diferencia de las demás de su especie. Son más que humanas —pero eso no implicaba que vivirían para siempre. Hasta los inmortales podían ser sacrificados. Él había tenido que recoger la cabeza de Baden sin el cuerpo del guerrero. Había sido el primero en ver aquella expresión traumatizada congelada para siempre.

—Pues ya tienes la solución. Busca una mujer que tenga algo que la distinga de las demás —dijo Paris con sequedad.

Como si fuera tan fácil. Además…

—Tengo a Legion y con ella me sobra por el momento.

Pensó en la pequeña diablesa que era como una hija para él y sonrió. Ella, de pie, le llegaba sólo hasta la cintura. Tenía escamas verdes, dos cuernos pequeños encima de la cabeza y dientes afilados que producían saliva venenosa. Su adorno favorito eran las diademas y la carne viva era su alimento preferido.

Aeron disfrutaba regalándole lo primero y estaban trabajando en lo segundo.

Se habían conocido en el Infierno. O en lo más cerca del Infierno que podía acercarse un hombre sin derretirse en sus llamas. Él estaba encadenado en la puerta de al lado, por así decir, borracho de aquella maldita sed de sangre, decidido a destrozar hasta a sus amigos, cuando Legion se abrió paso hasta él y su presencia le despejó la mente y le dio la fuerza que tanto valoraba. Ella lo había ayudado a escapar y desde entonces estaban juntos.

Aunque no en ese momento. Su querida diablesa había vuelto al Infierno, un lugar que despreciaba, porque una mujer ángel vigilaba a Aeron acechando en las sombras, invisible, esperando… algo. Qué, no lo sabía. Sólo sabía que esa mirada intensa no se posaba en él en ese momento pero volvería. Siempre volvía. Y Legion no podía soportarla.

Se echó hacia atrás y miró el cielo nocturno. Las estrellas eran vívidas esa noche, como diamantes esparcidos por raso negro. A veces, cuando ansiaba la ilusión de soledad, planeaba tan alto como lo llevaban sus alas y caía después rápido y seguro, para frenar sólo segundos antes del impacto.

Paris tomó otro trago de licor y el aroma a ambrosía flotó en la brisa, gentil y dulce como el aliento de un niño. Aeron movió la cabeza. La ambrosía era la droga elegida por su amigo, la única que podía nublar la mente y el cuerpo de hombres como ellos, pero su uso empezaba a descontrolarse y volver torpe al que antes era un soldado feroz.

Con Galen, líder de los Cazadores y también un guerrero poseído por un demonio, al acecho, necesitaba a su amigo lúcido. Y si incluía también al ángel en la ecuación, lo necesitaba en plena forma. Hacía poco que se había enterado de que los ángeles eran asesinos de demonios.

¿Aquel ángel quería matarlo? No estaba seguro y Lysander, que además de ser otro ángel también era el consorte de Bianka, no querría decírselo. Pero, en realidad, la respuesta no importaba. Pensaba degollarla en cuanto tuviera el valor de presentarse ante él.

Nadie lo separaría de Legion sin sufrir por ello. Legion podría estar sufriendo en aquel momento, física y mentalmente. Aeron apretó los puños con tal fuerza que casi se fracturó los huesos. Los demás diablos disfrutaban atormentándola y sólo los dioses sabían lo que podían hacerle si la capturaban.

—Por mucho que quieras a Legion —dijo Paris, antes de vaciar lo que quedaba en la petaca—, ella no puede satisfacer todas tus necesidades.

Se refería al sexo. ¿No podían dejar aquel tema de una vez? Aeron suspiró. No se había acostado con una mujer en años, tal vez siglos. Simplemente, no valían el esfuerzo. Debido a Ira, el deseo de hacerles daño superaba enseguida al deseo de darles placer. Además, con sus tatuajes y sus huellas de la guerra, tenía que trabajarse mucho cada muestra de cariño que recibía. Las mujeres le tenían miedo… y con razón. Ablandarlas requería tiempo y paciencia, y él no los tenía. Después de todo, había mil cosas más importantes que podía hacer. Cosas como entrenar, guardar su hogar, proteger a sus amigos. Satisfacer todos los deseos de Legion.

—Yo no tengo tales necesidades —y, en su mayor parte, era cierto. Disciplinado como era, raramente se permitía placeres de la carne. Sólo lo hacía cuando estaba solo—. Tengo todo lo que deseo. ¿Pero hemos venido aquí a hablar de mis sentimientos o a buscarte una amante?

Paris lanzó con un gruñido la petaca vacía al edificio de enfrente. Chocó en la pared y levantó nubecillas de polvo y piedra.

—Un día una mujer te fascinará y esclavizará y tú la anhelarás con todas las fibras de tu cuerpo. Espero que te vuelva loco. Espero que, por un tiempo al menos, se niegue a ti y tengas que cazarla. Quizá entones comprenderás algo mi dolor.

—Si eso es lo que se necesita para devolverte el favor que me hiciste, sufriré con placer ese destino. Incluso se lo suplicaré a los dioses —Aeron no podía imaginarse deseando tanto a una mujer, humana o inmortal, como para que eso alterara su vida. No era como los otros guerreros, que buscaban compañía constantemente. Él era más feliz cuando estaba solo. O mejor dicho, a solas con Legion. Además, era demasiado orgulloso para perseguir a alguien que no correspondiera a su ardor.

Pero hablaba en serio. Por Paris, estaba dispuesto a soportar lo que hiciera falta.

—¿Has oído eso, Cronos? —gritó mirando al cielo—. Quiero que me envíes a una mujer que me atormente. Una que se niegue a quererme y a quien desee perseguir.

—Chulo bastardo —Paris soltó una risita—. ¿Y si te envía de verdad esa mujer inalcanzable?

—Es dudoso —Cronos quería a los guerreros concentrados en derrotar a Galen. Esa derrota era su obsesión desde que Danika predijera que el rey de los Titanes moriría a manos de Galen.

Danika era el Ojo, y sus predicciones siempre acertaban. Las malas también. Pero había una parte buena: esas visiones se podían utilizar para provocar cambios. Al menos en teoría.

—¿Pero y si lo hace? —insistió Paris.

—Si Cronos responde a mi plegaria, disfrutaré de lo que me envíe —mintió Aeron con una sonrisa—. Pero basta ya de hablar de mí. Vamos a hacer lo que hemos venido a hacer —se incorporó y miró la calle, observando a la multitud.

Los coches no podían entrar en aquella parte de la ciudad, así que todos iban caminando. Por eso había elegido ese lugar. No le gustaba sacar a una mujer de un vehículo en movimiento. Y así Paris sólo tenía que elegir y Aeron extendía las alas y bajaba al guerrero. Una mirada a aquel guerrero hermoso de ojos azules bastaba para que la mujer elegida cayera a sus pies. A veces sólo se necesitaba una sonrisa para convencerla de que se desnudara allí mismo en público.

—No encontrarás a nadie —dijo Paris—. Ya he mirado yo.

—¿Y… ella? —Aeron señaló a una rubia regordeta y poco vestida.

—No —Paris no vaciló—. Demasiado… obvia.

Aeron señaló a otra.

—¿Y ésa? —era una mujer alta con muchas curvas y pelo corto rojo. Y muy conservadora en el vestir.

—No. Demasiado masculina.

—¿Qué narices significa eso?

—Que no la quiero. Siguiente.

Aeron pasó una hora señalando compañeras de cama potenciales y Paris las rechazó todas por distintas razones. «Demasiado limpia, demasiado desordenada, demasiado bronceada, demasiado blanca». El único rechazo que importaba era «la he poseído antes», y aunque Paris había tenido a muchas mujeres, Aeron oía esa frase demasiado a menudo.

—Al final vas a tener que decidirte por una. ¿Por qué no nos ahorras a los dos la molestia, cierras los ojos y señalas con el dedo? La que señales será la ganadora.

—Ya he jugado a ese juego una vez y acabó… —Paris se estremeció—. Olvídalo. No tiene sentido recordar eso. No. Simplemente, no.

—¿Y por qué no…? —Aeron se interrumpió bruscamente cuando la mujer a la que miraba desapareció en las sombras. No había desaparecido de la vista, como habría sido lo natural. Simplemente había dejado de existir, las sombras habían tirado de ella como si estuviera atada a una cadena.

Aeron se puso en pie y sus alas salieron automática-mente de las ranuras de su espalda y se desplegaron.

—Tenemos un problema.

—¿Qué ocurre? —Paris también se puso en pie. Aunque se tambaleaba un poco por la ambrosía, seguía siendo un guerrero y empuñaba ya una de sus dagas.

—La mujer morena. ¿La has visto?

—¿Cuál de ellas?

Aquello respondía a la pregunta. No, Paris no la había visto. Si la hubiera visto, no necesitaría preguntar a quién se refería Aeron.

—Vamos —éste abrazó a su amigo por la cintura y saltó del edificio. El viento movía los rizos de Paris y los lanzaba sobre su cara a medida que se acercaban más y más al suelo—. Atento a una mujer de pelo negro hasta los hombros, liso, alrededor de un metro setenta, veintitantos años y vestida de negro. Muy probablemente, es más que humana.

—¿Matar?

—Capturar. Tengo preguntas que hacerle —por ejemplo, cómo había desaparecido así o qué hacía allí. O para quién trabajaba.

Los inmortales siempre tenían un objetivo.

Justo antes de chocar contra el suelo, Aeron agitó las alas y frenó sólo lo suficiente para aterrizar de pie. Soltó su carga y se lanzaron inmediatamente en direcciones distintas. Después de miles de años luchando juntos, sabían cómo actuar sin tener que especificar cada movimiento.

Aeron corrió por el callejón de su izquierda, la dirección que llevaba la mujer, y guardó sus alas en las ranuras mientras corría. Divisó a varias personas… una pareja agarrada de la mano, un mendigo que vaciaba una botella de whisky, un hombre que paseaba a su perro… pero ninguna mujer morena. Llegó a una pared de ladrillo y se dio la vuelta. ¡Maldición! ¿Ella sería como Lucien, capaz de transportarse a cualquier lugar con sólo el pensamiento?

Hizo una mueca. Registraría todas las calles de la zona de ser preciso. Pero hacia la mitad del callejón, las sombras a su alrededor se hicieron más densas, nublando el resplandor dorado de las farolas. Miles de gritos enmudecidos parecían brotar cerca. Gritos torturados. Gritos agónicos.

Se detuvo para no chocar con algo o con alguien y agarró sus dos dagas. ¿Qué demonios…?

Una mujer, la mujer de antes, salió de entre las sombras a poca distancia de él. Sus ojos eran tan negros como la oscuridad que la rodeaba, sus labios tan rojos y húmedos como la sangre. Era hermosa, de un modo fiero.

Ira siseó dentro de la cabeza de Aeron.

Éste temió por un momento que Cronos le hubiera hecho caso después de todo y hubiera enviado a una mujer para atormentarlo. Pero al mirarla no sintió calor en las venas ni palpitaciones en el corazón, como había oído decir a los otros Señores que habían sentido al conocer a «su mujer». Aquélla era como cualquier otra para él: fácil de olvidar.

—Vaya, vaya, vaya. Soy una chica con suerte. Tú eres uno de ellos, un Señor del Submundo, y has venido a mí —dijo ella con voz áspera como el humo—. Ni siquiera he tenido que pedirlo.

—Soy un Señor, sí —no había razón para negarlo. La gente de la ciudad los reconocía. Algunos incluso los consideraban ángeles. Los Cazadores también los reconocían al verlos, pero ellos los calificaban de demonios—. Y he venido en tu busca.

Su confirmación pareció sorprender a la mujer.

—Es un gran honor, desde luego. ¿Por qué me buscabas?

—Quiero saber quién eres —o mejor dicho, qué era.

—A lo mejor no tengo tanta suerte como pensaba — los labios rojos de ella se fruncieron en un mohín y fingió secarse una lágrima—. Si mi propio hermano no me reconoce.

—Yo no tengo hermanas.

Ella enarcó una ceja negra.

—¿Estás seguro?

—Sí —no había nacido de un hombre y una mujer; Zeus, rey de los Griegos, lo había creado con palabras. Igual que a todos los Señores.

—Testarudo —ella chasqueó con la lengua—. Debería haber sabido que seríamos parecidos. En cualquier caso, es un placer ver por fin a solas a uno de vosotros. ¿Quién me ha tocado? ¿Furia? ¿Narcisismo? Tengo razón, ¿verdad? Admítelo, tú eres Narcisismo. Por eso te llenaste el cuerpo con tatuajes de tu propio rostro. ¿Puedo llamarte Narci?

¿Furia? ¿Narcisismo? Ninguno de sus hermanos transportaba esos demonios. Duda, Enfermedad, Tristeza y muchos otros sí, pero ésos no. Movió la cabeza… y entonces recordó que había otros inmortales poseídos por demonios. Inmortales a los que no había visto nunca. Inmortales a los que se suponía que tenían que encontrar.

Como sus amigos y él habían sido los que abrieron la Caja de Pandora, siempre habían asumido que eran los únicos con aquella maldición. Pero Cronos les había dado hacía poco unos pergaminos con los nombres de otros como ellos. Al parecer, había habido más demonios que guerreros y, como nadie podía encontrar la Caja, los Griegos, los dioses de aquel momento, habían colocado a los demás demonios dentro de algunos prisioneros inmortales del Tártaro.

Un descubrimiento que no presagiaba nada bueno para los Señores, quienes, en su calidad de centinelas de élite de Zeus, habían encerrado a muchos de esos prisioneros… y los criminales a menudo sólo vivían para vengarse. Algo que Ira le había enseñado muy bien.

—Hola —dijo la mujer—. ¿Hay alguien en casa?

Él parpadeó y se maldijo. Se había permitido distraerse en presencia de una posible enemiga.

—Quien yo sea no es de tu incumbencia —musitó.

Aquella información se podía usar en su contra. Sobre todo porque, últimamente, Ira se sentía provocado tan fácilmente que los comentarios más inocentes podían lanzarlo (y a Aeron con él) a una locura asesina que pondría en peligro aquella ciudad y a todos sus habitantes.

Aeron culpaba de eso al ángel que lo acosaba.

Excepto porque no podía culpar al ángel cuando Ira empezó a rugir dentro de su mente y a clavarle las garras en el cráneo, desesperado por entrar en acción. Por hacer daño. La mayor habilidad del demonio había sido siempre percibir los pecados de la gente cercana. Y los de aquella mujer debían de ser muchos.

—Asumo que esa expresión ausente significa que no, no eres Narci, y no hay nadie en casa.

—Deja… de hablar —él se tocó las sienes, con las dagas frías apretando la piel, en un intento por parar el bombardeo mental que sabía que se acercaba, otra distracción que no podía permitirse. Fue inútil. La multitud de pecados de aquella mujer pasó una vez por su cabeza, como películas en pantallas separadas. Hacía poco que había torturado a un hombre, lo había encadenado a una silla y le había prendido fuego. Antes de eso, había destripado a una mujer. Había engañado y había robado. Había secuestrado a un niño de su casa. Había atraído a un hombre a su lecho y le había cortado el cuello. Violencia… ¡tanta violencia!, ¡tanto terror, dolor y oscuridad! Podía oír los gritos de sus víctimas. Olía a carne quemada y sentía sabor a sangre.

Quizá ella había tenido razones para hacer esas cosas, o quizá no. Fuera como fuera, Ira quería castigarla, usar sus crímenes contra ella. Primero la encadenaría, después la destriparía, luego le cortaría la garganta y le prendería fuego.

Así era el demonio de Aeron. Golpeaba a los que golpeaban, asesinaba a los asesinos, y a todos los demás. Así que Aeron había hecho esas cosas llevado por el impulso de Ira. Muchas veces.

Apretó todos los músculos de su cuerpo para clavar todos los huesos en su sitio. «Tranquilo. No puedes perder el control. Tienes que mantenerte cuerdo». Pero la necesidad de castigar era muy fuerte, una necesidad que le gustaba más de lo que debería haberle gustado. Como siempre.

—¿Qué haces en Budapest, mujer? —bien. Aquello iba bien. Bajó lentamente los brazos.

—¡Vaya! —ella ignoró la pregunta—. Ha sido una gran muestra de autocontrol.

¿Ella sabía que el demonio quería atacarla?

—A ver si lo adivino —la mujer se llevó un dedo a la barbilla—. No eres Narci, así que tienes que ser… Machismo. He acertado, ¿verdad? Crees que una cosita linda como yo no puede afrontar la verdad. Pero no importa. Guarda tus secretos. Aunque ya aprenderás. Oh, sí, aprenderás.

—¿Me estás amenazando, mujer?

Ella lo ignoró una vez más.

—Por ahí se rumorea que Cronos os dio los pergaminos y pensáis usarlos para cazarnos. Para utilizarnos. Quizá incluso sacrificarnos.

A Aeron le dio un vuelco el estómago. En primer lugar, ella sabía lo de los pergaminos cuando sus amigos y él se habían enterado hacía poco. En segundo lugar, sabía que estaba en esa lista. Lo que implicaba que aquella mujer era en verdad una inmortal, y una criminal, y si decía la verdad, también estaba poseída por un demonio.

Aeron no la reconocía, lo que quería decir que sus amigos y él no habían sido los que la habían aprisionado. Eso implicaba que ella había llegado antes del periodo de los Señores en los Cielos. Lo que significaba que era una Titán y un gran peligro, pues los Titanes eran mucho más salvajes que sus homólogos los Griegos.

Peor, los ahora liberados Titanes estaban al mando. Ella podía contar con ayuda divina.

—¿Qué demonio llevas tú? —preguntó él.

Ella sonrió con malicia.

—Tú no me has dado esa información. ¿Por qué voy a dártela yo a ti?

—Te has referido a más personas —Aeron miró por encima del hombro, medio esperando que alguien se lanzara a atacarlo. Sólo se veía oscuridad… y sólo se oían aquellos gritos apagados—. ¿Quiénes son los otros?

—No lo sé —ella extendió las manos vacías—. Estoy sola, como siempre, y así es como me gusta estar.

Probablemente otra mentira. ¿Qué mujer se acercaría a un temible Señor del Submundo sin contar con algún apoyo? Aeron la miró a los ojos sin bajar la guardia.

—Si has venido a luchar con nosotros, has de saber…

—¿Luchar? —rió ella— ¿Cuando podría mataros mientras dormís? No, sólo he venido a daros un aviso. Dejad de perseguirnos o borraré vuestra presencia de este mundo. Y si alguien puede hacer eso, soy yo.

Después de las cosas que había visto en su mente, él la creía. Ella atacaba en las sombras, como un fantasma sin anunciarse. Sin duda, no había ningún crimen que le pareciera demasiado vil. Lo que no implicaba que él fuera a cumplir sus exigencias.

—Por muy poderosa que te creas, tú no puedes derrotarnos a todos. Lo que vas a conseguir si sigues con esas advertencias es la guerra.

—Lo que tú digas, guerrero. Ya he dicho lo que quería decir. Más vale que pidas que ésta sea la última vez que me veas —las sombras se hicieron densas de nuevo hasta envolverla y no dejar ninguna señal de su presencia. Finalmente, él oyó al lado de su oído—: Oh, y otra cosa. Ésta ha sido una visita de cortesía. La próxima vez, no seré amable.

El mundo que rodeaba a Aeron recuperó su ambiente habitual. Los edificios de los lados, los cubos de basura en las aceras, el hombre ebrio tumbado en el suelo. Ira por fin en calma.

Aeron permaneció alerta, buscando con los ojos y con el cuerpo preparado. Escuchó, oyó sólo su aliento, el ruido de pasos humanos más allá del callejón y el canto de los pájaros nocturnos.

Una vez más, desplegó las alas y se elevó por los aires, decidido a buscar a Paris y regresar a la fortaleza. Tenía que informar a los demás Señores. Fuera quien fuera aquella mujer sedienta de sangre, había que lidiar con ella. Pronto.

Capítulo Dos

—¡Aeron! ¡Aeron!

En la fortaleza, los pies de Aeron se posaron en la terraza que llevaba a su dormitorio. Aquella voz femenina desconocida lo sobresaltó y soltó a Paris.

—¡Aeron!

Tras aquel tercer grito penetrante de terror y desesperación, Paris y él se volvieron a mirar la colina debajo de ellos. Árboles espesos se elevaban hacia el cielo, oscureciendo la visibilidad, pero entre los tonos verdes y marrones, consiguió divisar una figura vestida de blanco.

Una figura que corría hacia su casa.

—¿La mujer sombra? —preguntó Paris—. ¿Cómo puñetas ha pasado nuestra verja tan rápidamente y a pie?

Aeron le había explicado por el camino lo ocurrido en el callejón.

—No, no es ella —la nueva voz era más aguda, más vibrante y mucho menos segura—. La verja… no lo sé.

Semanas atrás, después de que Paris y él se recuperaran de las heridas sufridas en un combate con los Cazadores, habían erigido una verja de hierro alrededor de la fortaleza. La verja tenía tres metros de altura, estaba cubierta de alambre de espino y tenía puntas lo bastante afiladas para cortar cristal. También vibraba con electricidad suficiente para producirle una parada cardiaca a un humano. Nadie que intentara escalarla viviría lo suficiente para llegar al otro lado.

—¿Crees que es un Cebo? —Paris la observó con más intensidad—. Pueden haberla dejado caer de un helicóptero.

Los Cazadores habían usado antes a hermosas mujeres humanas para hacer salir a los Señores a campo abierto, distraerlos, capturarlos y torturarlos. Aquélla, desde luego, parecía responder a esos criterios. Poseía un largo pelo color chocolate, piel tan pálida como una nube y un cuerpo etéreo y lleno de curvas. Aeron no conseguía ver sus rasgos faciales todavía, pero estaba seguro de que eran exquisitos.

Desplegó las alas mientras contestaba:

—Tal vez.

Los malditos Cazadores y su sentido de la oportunidad. La mitad de sus amigos estaban fuera. Habían viajado a Roma a buscar el Templo de los No Mencionados, cuyas ruinas habían salido recientemente del mar. Esperaban encontrar cualquier cosa que los llevara a las reliquias divinas todavía no encontradas. Cuatro artefactos que, usados juntos, indicarían la posición de la Caja de Pandora.

Los Cazadores esperaban usar la Caja para volver a encerrar a los demonios dentro y acabar así con los Señores, que no podían vivir sin su demonio. Los Señores simplemente querían destruirla.

—Allí hay alambres tensados —cuanto más hablaba Paris, más notaba Aeron un temblor en su voz. Por culpa de la mujer sombra, como la había denominado su amigo, no había tenido tiempo de acostarse con nadie en la ciudad y su fuerza se debilitaba—. Si no tiene cuidado… Aunque sea un Cebo, no merece morir así.

—¡Aeron!

Paris se agarró a la barandilla de la terraza y se inclinó para ver mejor.

—¿Por qué te llama a ti?

¿Y por qué usaba su nombre con tanta familiaridad?

—Si es un Cebo, los Cazadores probablemente estarán ahora ahí fuera esperándome. Yo intentaré ayudarla y ellos atacarán.

Paris se enderezó. La luz de la luna bañaba su rostro. Tenía moratones debajo de los ojos.

—Llamaré a los otros y nos encargaremos de ella. O de ellos —se marchó antes de que Aeron pudiera contestar, golpeando con sus botas el suelo de piedra del dormitorio.

Aeron mantuvo su atención en la chica. Cuando estuvo más cerca, pudo ver que la tela blanca que la envolvía era una túnica. Y la parte de atrás, que no había podido ver antes, estaba manchada de rojo brillante.

No llevaba zapatos. Sus dedos descalzos tropezaron con una piedra y ella cayó, con aquella masa de pelo color chocolate formando cascadas en torno a su rostro. Había flores entrelazadas con los rizos y faltaban algunos pétalos. También había ramitas, pero él no creía que las hubiera colocado allí intencionadamente. Le temblaban las manos, que alzó para apartarse el pelo.

Finalmente, su rostro quedó a la vista y todos los músculos del cuerpo de Aeron se tensaron. Como había supuesto, era exquisita. Incluso con el rostro manchado e hinchado por las lágrimas. Tenía unos ojos enormes de color azul pálido, una nariz perfectamente formada, pómulos y barbilla bien esculpidos y unos labios perfectos que formaban un corazón lujurioso.

No la había visto nunca, porque de ser así, la recordaría. Pero de pronto había algo casi… familiar en ella.

La mujer se incorporó gimiendo y siguió su marcha. Volvió a caerse. Un sollozo dolorido salió de sus labios, pero insistió en levantarse y continuar hacia la fortaleza. Cebo o no, tal determinación era admirable.

Consiguió de algún modo esquivar las trampas, moviéndose a su alrededor como si supiera que estaban allí, pero cuando chocó con otra piedra y cayó al suelo por tercera vez, permaneció allí temblando y llorando.

Aeron le miró la espalda. ¿Lo rojo… era sangre? ¿Sangre fresca, todavía húmeda? La brisa transportó su olor metálico, confirmando sus sospechas. Oh, sí. Lo era.

¿De ella o de otra persona?

—Aeron —ya no era un grito, sino un aullido patético—. Ayúdame.

Él desplegó las alas sin detenerse a pensar. Sí. Los Cazadores habían herido otras veces a los Cebos antes de enviarlos a la guarida de los leones, con la esperanza de conseguir así su compasión. Sí, probablemente acabaría con la espalda llena de flechas y balas, pero no la iba a dejar allí, herida y vulnerable. No iba a permitir que sus amigos arriesgaran la vida para salvar (o destruir) a la visitante.

Saltó desde la terraza y se elevó primero en el aire antes de caer hacia ella. Voló en zigzag para no resultar un blanco muy fácil, pero ninguna flecha cruzó el aire y no se oyeron disparos. Aun así, en lugar de aterrizar a su lado, aumentó la velocidad, extendió los brazos y la alzó en ellos sin frenar en absoluto.

Quizá ella tenía miedo de las alturas y por eso se puso rígida de pronto. Quizá esperaba que lo mataran antes de llegar hasta ella y, al verse capturada por él, se había puesto tensa de terror. Fuera como fuera, a Aeron le daba igual. Había hecho lo que se había propuesto.

La tenía.

Ella empezó a gemir débilmente contra sus brazos.

—¡No me toques! ¡Suéltame! Suéltame o juro que…

—Estate quieta o por los dioses que te suelto —la había agarrado por el estómago y la cara de ella miraba al suelo. Así podría ver la altura desde la que caería.

—¿Aeron? —estiró el cuello para verlo. En cuanto sus miradas se encontraron, se relajó. Incluso sonrió un poco—. Aeron —repitió con un suspiro de placer—. Tenía miedo de que no vinieras.

Aquel placer, genuino y sin pizca de malicia, le sorprendió y confundió. Las mujeres nunca lo miraban así.

—Tu miedo no era realista. Deberías haber temido que viniera.

La sonrisa de la mujer se evaporó.

Mejor. Lo único que le perturbaba ahora era el silencio de su demonio, que debería estar bombardeándolo ya con imágenes e impulsos, como había ocurrido con la mujer sombra. «Ya te preocuparás de eso más tarde».

Siguió volando en zigzag hasta su dormitorio, sin parar en la terraza como de costumbre. Necesitaba estar a cubierto lo antes posible. Por si acaso. Pero cuando estaba plegando las alas, éstas golpearon ambos lados de la puerta y un dolor de fuego subió desde las puntas hasta los arcos.

Aeron ignoró el dolor y se quedó de pie. Se acercó a la cama y depositó con gentileza su carga boca abajo. Le pasó un dedo por la columna y ella lanzó un gemido de agonía. Él había esperado que estuviera empapada con la sangre de otra persona, pero no. Sus heridas eran reales.

Aquello no debería ablandarlo. Probablemente se las había infligido ella misma… o les permitido hacerlo a los Cazadores para suscitar su compasión. «Yo no tengo compasión, sólo irritación». Cuando se acercó al armario, intentó plegar las alas, pero estaban rotas y no entraban en las ranuras. Aquello aumentó aún más su irritación.

No tenía una cuerda y no quería salir de la habitación para buscarla, así que tomó dos corbatas que le había regalado Ashlyn por si alguna vez quería «vestir bien» y regresó a la cama.

Ella tenía la mejilla apoyada en el colchón y seguía con la mirada todos sus movimientos, como si no pudiera evitar mirarlo… y no con repulsión, como la mayoría de las mujeres. Ella lo miraba con algo parecido al deseo.

Seguramente fingía.

Y, sin embargo, aquel deseo… había algo familiar en él. Algo perturbador. Pensó que eso era lo que había notado antes. Cuando ella había pronunciado su nombre, aquel mismo deseo había sido evidente, y en el fondo él sabía que lo había encontrado antes. ¿Cuándo? ¿Dónde?

¿En ella?

Siguió mirándola y se dio cuenta de que Ira seguía silencioso. Se suponía que aquélla era la primera vez que estaba en su presencia, pero su demonio no pasaba los pecados de ella por su mente. Aquello era raro. Con anterioridad sólo había sucedido una vez. Con Legion. Por qué, no lo sabía. Los dioses sabían que su diablesa había pecado.

¿Y por qué se repetía ahora? ¿Y nada menos que con un posible Cebo?

¿Aquella mujer no había pecado nunca? ¿Nunca había dicho una mala palabra a otra persona? ¿Nunca había hecho caer a alguien adrede ni había robado aunque sólo fuera una chocolatina? Aquellos ojos puros como el cielo decían que no. ¿O, al igual que Legion, había pecado pero, por alguna razón, esquivaba el radar de Ira?

—¿Quién eres? —él tomó una de sus muñecas, de piel cálida y suave, y la ató a la cama con una corbata. Repitió la operación con la otra muñeca.

Ella no protestó en ningún momento. Casi parecía que esperara recibir ese tratamiento y lo hubiera aceptado.

—Mi nombre es Olivia.

Olivia. Un nombre hermoso. Que encajaba con ella. Delicado. En realidad, lo único que no era delicado en ella era su voz. Capa tras capa de… ¿qué era aquello? La única palabra que se le ocurría para describirlo era «sinceridad», y emanaba tanta de ella que él retrocedió.

Aquella voz nunca había dicho una mentira. No podría.

—¿Qué haces aquí, Olivia?

—Estoy aquí… estoy aquí por ti.

De nuevo aquella verdad. Era una fuerza que fluía desde sus oídos al interior de su cuerpo y lo dejaba tambaleándose. No había lugar para la duda. Ninguno en absoluto. Simplemente, se veía obligado a creerla.

A Sabin, guardián de Duda, le habría encantado. Nada complacía más a ese demonio que destruir la confianza de alguien.

—¿Eres un Cebo?

—No.

De nuevo la creyó; no tenía más remedio.

—¿Has venido aquí para matarme? —se enderezó y se cruzó de brazos. La miró de hito en hito, esperando.

Sabía que tenía un aspecto muy fiero, pero ella no reaccionó como solían hacer las mujeres, temblando y llorando. Parpadeó, aparentemente herida por la pregunta.

—No, claro que no —hizo una pausa—. Bueno, ya no.

¿Ya no?

—¿O sea, que en otro tiempo pensabas matarme?

—Me enviaron para hacer eso, sí.

—¿Quién?

—Al principio me envió la Única Deidad Verdadera sólo a observarte. No era mi intención espantar a tu amiguita. Yo sólo hacía mi trabajo —sus ojos se llenaron de lágrimas, que convertían aquellos iris azules en lagos de remordimiento.

«Nada de ablandarse».

—¿Quién es la Única Deidad Verdadera?

Una expresión de amor puro iluminó la expresión de la mujer y apartó momentáneamente el brillo del dolor.

—Tu deidad y la mía. Él es mucho más poderoso que vuestros dioses, aunque normalmente se conforma con permanecer en las sombras y por eso lo conocen pocos. Padre de humanos. Padre de… ángeles. Como yo.

«Ángeles. Como yo».

Aeron abrió mucho los ojos. Ahora entendía que su demonio no pudiera encontrar maldad en ella. Y también entendía por qué su mirada le resultaba familiar. Era un ángel. Mejor dicho, el ángel. Enviada para matarlo según sus propias palabras. Aunque ya no pensaba acabar con él. ¿Por qué?

¿E importaba eso? Aquella delicada criatura había sido, en cierto momento, elegida para ejecutarlo.

Sintió ganas de reír. Ella jamás habría podido vencerlo.

«Tú no podías verla. ¿Crees que habrías sido capaz de pararla si se hubiera lanzado a por tu cabeza?».

Dejó de reír. Ella era la que lo había observado todas aquellas semanas. Era la que lo había seguido sin ser vista y la que había espantado a Legion.

Lo cual suscitaba la pregunta de por qué Ira no reaccionaba igual que Legion. Con miedo e incluso agonía física. Quizá el ángel controlaba qué demonios la percibían. Sería estupendo tener una habilidad así, mantener a sus víctimas ignorantes de su presencia… e intenciones.

Esperaba que lo invadiera una rabia brutal. La rabia que había prometido desencadenar contra aquella criatura si alguna vez se ponía a su alcance. Cuando la rabia no apareció, esperó que llegara al menos determinación. Tenía que proteger a sus amigos a toda costa.

Pero eso tampoco hizo acto de presencia. ¿Y qué tenía en su lugar? Confusión.

—Tú eres…

—El ángel que te ha estado observando, sí —repuso ella, confirmando sus sospechas—. O mejor dicho, era un ángel —cerró los ojos y sus pestañas se llenaron de lágrimas. Le tembló la barbilla—. Ahora no soy nada.

Porque la creía, porque no podía ser de otro modo, Aeron tendió una mano y le apartó el pelo, con cuidado de no tocar su piel herida. Tomó el cuello de la túnica y tiró con gentileza. La tela suave se rompió fácilmente, dejando al descubierto la espalda.

Una vez más, abrió mucho los ojos, sorprendido. Entre los omoplatos, donde deberían haber estado las alas, había dos largos surcos de piel rota, tendones rotos en la columna, músculos arrancados... incluso asomaba algo de hueso. Eran heridas salvajes, violentas e inmisericordes, que todavía exudaban sangre. A él también le habían arrancado las alas a la fuerza una vez y había sido la herida más dolorosa de su larguísima vida.

—¿Qué ha pasado? —preguntó con voz ronca.

—He caído —repuso ella avergonzada. Enterró el rostro en la almohada—. Ya no soy un ángel.

—¿Por qué?

Aeron no había conocido nunca a un ángel (aparte de Lysander, claro, pero ese bastardo no contaba porque se negaba a hablar a los Señores de nada que tuviera importancia) y no sabía gran cosa de ellos. Sabía sólo lo que le había dicho Legion y, por supuesto, había muchas posibilidades de que su punto de vista se viera influido por el odio que sentía por ellos, pues nada de lo que le había contado encajaba con la mujer que había en su cama.

Legion había dicho que los ángeles eran criaturas sin alma ni sentimientos que sólo tenían un objetivo: destruir a los demonios. También había dicho que, de vez en cuando, un ángel sucumbía a la atracción de la carne, curioso por los mismos seres a los que se suponía que tenía que detestar. A ese ángel entonces lo arrojaban al Infierno, donde los demonios a los que antes había derrotado podían vengarse por fin.

¿Era eso lo que le había ocurrido a aquélla? ¿Un viaje al Infierno, donde la habían atormentado los demonios? Era posible.

¿Debería desatarla? Sus ojos… tan puros… tan inocentes… ahora decían: «Ayúdame». Y «sálvame».

Pero a él lo habían engañado otras veces con una inocencia parecida. Y a Baden también, y había muerto por ello.

Un hombre listo averiguaría antes algo más sobre aquella mujer.

—¿Quién te ha cortado las alas? —gruñó.

Ella se estremeció.

—Cuando me han…

—¡Aeron, estúpido! —dijo una voz de hombre—. Dime que no has… —Paris entró en la habitación y se detuvo al ver a Olivia. Achicó los ojos y se pasó la lengua por los dientes—. O sea que es cierto. Has volado hasta ella y la has traído.

Olivia se puso tensa y mantuvo la cara escondida. Los hombros le temblaban como si sollozara. ¿Finalmente se había asustado? ¿Precisamente ahora?

¿Por qué? Las mujeres adoraban a Paris.

«Concéntrate». Aeron no tenía que preguntar cómo sabía Paris lo que había hecho. Torin, el guardián del demonio Enfermedad, vigilaba la fortaleza y la colina sobre la que se levantaba ésta veinticuatro horas al día, nueve días a la semana (o eso parecía).

—Creía que habías ido a buscar a los otros.

—Torin me ha puesto un mensaje de texto y he ido primero con él.

—¿Y qué te ha dicho de ella?

—Pasillo —su amigo señaló la puerta con la barbilla.

Aeron movió la cabeza.

—Podemos hablar aquí. No es un Cebo.

Paris suspiró.

—Y tú dices que yo soy estúpido en lo relativo a las mujeres. ¿Cómo sabes lo que es ella? ¿Te lo ha dicho y no has podido evitar creerla? —preguntó con burla.

—Es un ángel, déspota. El ángel que me estaba observando.

Aquello borró la burla de la expresión de Paris.

—¿Un ángel de verdad? ¿Del Cielo?

—Sí.

—¿Como Lysander?

—Sí.

Paris la miró detenidamente. Con lo experto en mujeres que era, probablemente se sabía de memoria su cuerpo cuando terminó. El tamaño de los pechos, la forma de las caderas, la longitud exacta de las piernas. Aeron se dijo que no le importaba. Ella no significaba nada para él. Nada excepto problemas.

—Sea lo que sea —dijo Paris, mucho menos enfadado que antes—, eso no significa que no trabaje con el enemigo. ¿Necesito recordarte que Galen dice que él es un ángel?

—No, pero él miente.

—¿Y ella no puede mentir?

Aeron se pasó una mano por el rostro repentinamente cansado. —Olivia, ¿trabajas con Galen para perjudicarnos? —No —murmuró ella; y Paris retrocedió como había hecho Aeron, apretándose el pecho.

—¡Por todos los dioses! —susurró—. Esa voz…

—Lo sé.

—No es un Cebo y no está ayudando a Galen —declaró Paris. —Lo sé —repitió Aeron. Paris movió la cabeza. —De todos modos, Lucien querrá registrar la colina

en busca de Cazadores. Por si acaso.

Una de las muchas razones por las que Aeron siempre había seguido a Lucien era por su inteligencia y su cautela.

—Cuando termine, convoca una reunión con quien haya aquí y háblales de la otra mujer. La del callejón.

Paris asintió y le brillaron los ojos.

—¡Vaya noche!, ¿eh? Me pregunto a quién más te encontrarás. —¡Qué los dioses me ayuden si hay otra mujer! — murmuró Aeron.

—No deberías haber desafiado a Cronos, amigo mío.

Aeron miró al ángel y se le encogió el estómago. ¿Había respondido el rey dios a su desafío y tendría que perseguir a Olivia? Se dio cuenta de que el corazón le latía con fuerza y le hervía la sangre.

Apretó los dientes. Ella podía intentar tentarlo, pero no lo conseguiría.

—No lamento mis palabras —dijo.

No sabía si era verdad o mentira. No sabía que Cronos tuviera algún poder sobre los ángeles, pero, si no, ¿cómo había podido enviársela? ¿O él no era el responsable? Quizá Aeron estaba confundido y Cronos no tenía nada que ver.

Pero no importaba. No sólo Olivia no conseguiría tentarlo, sino que además él se cercioraría de que se fuera antes de que tuviera tiempo de causar ni un solo momento de preocupación.

—Para que lo sepas —dijo Paris—. Torin vio a ésta en la colina con sus cámaras ocultas. Dice que salió del suelo.

Del suelo. ¿Eso quería decir que la habían arrojado al Infierno y se había visto obligada a liberarse con las uñas? No podía imaginar a aquella mujer frágil haciendo algo así. Pero entonces recordó la determinación con la que había corrido hacia la fortaleza. Tal vez sí.

—¿Eso es verdad? —la miró con ojos nuevos. Desde luego, tenía tierra debajo de las uñas y la tierra manchaba también sus brazos. Pero su túnica, sin embargo, estaba perfectamente limpia aparte de la sangre.

De hecho, mientras la observaba, el desgarro que él le había hecho en la túnica desapareció, más o menos como cuando el cuerpo de él regeneraba las heridas. Un trozo de tela con propiedades curativas. ¿No acabarían nunca las sorpresas?

—Olivia, contesta.

Ella asintió sin alzar la vista. Él oyó un sollozo.

Un dolor le cubrió el pecho, pero lo ignoró. «No importa lo que sea ni lo que haya soportado. Tú no puedes ablandarte. Ella asusta y perjudica a Legion y tiene que irse».

—Un ángel de verdad —musitó Paris, claramente admirado—. Si quieres, me la llevo a mi habitación y…

—Está demasiado herida para juegos de cama —lo interrumpió Aeron.

Paris lo miró con curiosidad. Sonrió y movió la cabeza.

—No estaba pensando en eso, así que no te pongas celoso.

Aquello ni siquiera merecía una respuesta. Él nunca había tenido celos y no iba a empezar ahora.

—¿Y por qué te has ofrecido a llevártela a tu cuarto?

—Para vendarle las heridas. ¿Quién es ahora el déspota?

—Yo cuidaré de ella —quizá. ¿Los ángeles toleraban la medicina humana o les hacía daño? Él conocía bien los peligros de dar a una raza algo creado para otra. Ashlyn había estado a punto de morir por beber vino destinado sólo a los inmortales.

Le habría gustado llamar a Lysander, pero éste vivía en ese momento en los Cielos con Bianka y, si había algún modo de ponerse en contacto con él, Aeron no lo conocía. Además, él no le caía bien a Lysander y éste no solía estar dispuesto a dar información sobre su raza.

—Si quieres ser tú el responsable, vale. Pero admítelo —sonrió Paris—. La quieres para ti.

—No es verdad —no tenía el menor deseo de algo así. Era simplemente que ella estaba herida y no podía curarse sola y, por lo tanto, no estaba en posición de ser la compañera de cama de nadie. Y Paris sólo la querría para una cosa. Sexo. Por mucho que afirmara lo contrario.

Además, ella lo había llamado a él. Había gritado su nombre.

—Un ángel no es un humano —prosiguió Paris—. Es algo más.

Aeron frunció el ceño.

—He dicho que no la quiero para mí.

Paris se echó a reír.

—Lo que tú digas. Disfruta de tu mujer.

Aeron apretó los puños.

—Ve a decirle a Lucien lo que hemos hablado, pero no puedes decir a las mujeres, bajo ningún concepto, que hay un ángel herido aquí. Asaltarán mi habitación para conocerla y éste no es el momento.

—¿Por qué? ¿Te vas a poner a hacer algo con ella?

Aeron apretó los dientes con tanta fuerza que temió que pronto no fueran otra cosa que un buen recuerdo.

—Pienso interrogarla.

—¡Ah! Ahora se llama así. Que te diviertas —Paris salió sonriendo de la habitación.

Aeron miró a Olivia. Ésta dejó de sollozar en silencio y lo miró.

—¿Qué haces aquí, Olivia? —decir su nombre no debería afectarle. Lo había dicho antes. Pero le afectó. Su sangre se calentó un grado más. Debían de ser aquellos ojos… penetrantes…

Ella suspiró.

—Conocía las consecuencias. Sabía que renunciaría a mis alas, a mis habilidades, a mi inmortalidad, pero lo hice de todos modos. Porque... mi trabajo cambió. Ya no podía dar alegría, sólo muerte. Y no me gustaba lo que querían que hiciera. No podía hacerlo, Aeron. Simplemente, no podía.

Oír su nombre en labios de aquella mujer, pronunciado con tanta familiaridad, también le afectó. Contuvo el aliento. ¿Qué le ocurría? «Endurécete. Sé el guerrero frío y duro que sé que puedes ser».

—Te observaba… a ti y a los que te rodean y… sufría —continuó ella—. Te deseaba y quería lo que tenían ellos… libertad, amor y diversión. Quería jugar. Quería besar y tocar. Quería alegría propia —lo miró a los ojos—. Al final, tuve que decidir. Caer… o matarte. Decidí caer. Así que aquí estoy. Soy tuya.

Capítulo Tres

«Tuya». No debería haber dicho eso.

Olivia quedó paralizada por el horror, con un solo pensamiento en mente: lo había estropeado todo.

No debería haberle dicho la verdad a Aeron. Después de todo, siempre que se había acercado a él en las últimas semanas, la había amenazado con agonía y muerte. No importaba que ella fuera invisible entonces, él sabía que andaba cerca. Cómo, aún no había podido entenderlo. Debería haber sido imperceptible, tan insustancial como un fantasma de la noche. Y ahora estaba allí, en carne y hueso, contando sus secretos, y él probablemente la consideraba aún más peligrosa. Posiblemente la veía como a una enemiga.

De «posiblemente» nada; la veía así. Sus preguntas la herían profundamente. Sí. Lo había estropeado todo. Él ya no querría nada con ella. Nada excepto infligirle la agonía y la muerte prometidas.

«Tú no te has abierto paso desde las profundidades del Infierno para ser sacrificada en esta fortaleza». Había luchado por salir del Infierno para tener una posibilidad con Aeron. A pesar de las probabilidades de fracaso.

«Puedes hacerlo». Después de haberlo observado una y otra vez, tenía la sensación de conocerlo bastante bien. Era disciplinado, distante y brutalmente sincero. No confiaba en nadie aparte de sus amigos. La debilidad no era un rasgo que tolerara. Y, sin embargo, con la gente a la que quería era amable y solícito. Colocaba el bienestar de ellos por encima del suyo propio. «Yo quiero ser amada así».

¡Ojalá él hubiera podido verla antes de que la hubieran echado a patadas del único hogar que había conocido! ¡Ojalá hubiera podido verla antes de que le hubieran quitado la capacidad de volar! Antes de que hubiera anulado su recién adquirida habilidad de crear armas del aire. Antes de que le hubieran quitado su capacidad para escudarse de los males del mundo.

Ahora…

Ahora era más débil que un humano. Después de siglos apoyándose más en las alas que en las piernas, ni siquiera sabía andar normalmente. ¿Y si no podía hacer aquello?

Se le escapó un sollozo. Había renunciado a su hogar y sus amigos a cambio de dolor, humillación e indefensión. Si Aeron la echaba también, no tendría a donde ir.

—No llores —gruñó él.

—No puedo… evitarlo —repuso ella, entre gemidos. Sólo había llorado una vez antes, y también había sido por Aeron, el día que se dio cuenta de que sus sentimientos por él empezaban a ensombrecer su sentido de autoconservación.

La magnitud de lo que había hecho le gritaba ahora como una fuerza oscura en el interior de su cabeza. Estaba sola, atrapada en un cuerpo frágil que no entendía y a merced de un hombre que a veces atacaba terriblemente a la gente. A una gente a la que ella antes, como portadora de alegría, había tenido la responsabilidad de hacer feliz.

—Inténtalo, maldita sea.

—¿Puedes… quizá… no sé… abrazarme? —preguntó entrecortadamente.

—No —él parecía horrorizado.

Ella lloró con más fuerza. Si hubiera estado presente Lysander, su mentor, la habría abrazado y mecido hasta que se callara. O a menos, ella así lo creía, pues la verdad era que nunca había puesto a prueba esa teoría.

¡Pobre y dulce Lysander! ¿Conocía él su marcha? ¿Sabía que no podría volver nunca? Era consciente de que él sabía que estaba fascinada con Aeron y pasaba mucho tiempo observándolo en secreto, incapaz de terminar la terrible tarea que le habían encomendado. Pero Lysander no esperaba que renunciara a todo por él.

Y si había de ser sincera, ella tampoco.

Tal vez debería haberlo sospechado, teniendo en cuenta que sus problemas habían empezado antes de que viera a Aeron por primera vez.

Unos meses atrás, había aparecido un plumón dorado en sus alas. Pero el dorado era el color de los guerreros y ella nunca había deseado ser una guerrera. Aunque serlo elevaba su estatus.

Suspiró al recordarlo. Había tres castas de ángeles. Los Elegidos, como Lysander, que trabajaban directamente con la Única Deidad Verdadera. Habían sido escogidos desde el principio de los tiempos para entrenar a otros ángeles y controlar los sucesos diabólicos. Después, estaban los Guerreros. Éstos destruían a los demonios que conseguían escapar de sus prisiones de fuego. Y en último lugar estaban los Portadores de Alegría, como había sido Olivia.

Muchos de sus hermanos habían sentido envidia ante la llegada del plumón dorado. No con malicia, por supuesto, pero por primera vez en su existencia, ella había dudado de su camino. ¿Por qué había sido elegida para ese trabajo?

Le gustaba el trabajo que tenía. Amaba susurrar afirmaciones hermosas en los oídos de los humanos, llevarles confianza y placer. La idea de hacer daño a otro ser humano aunque se lo mereciera… la estremecía.

Fue entonces cuando llegaron los primeros pensamientos sobre la caída, sobre empezar una nueva vida. En realidad, eran pensamientos inocentes. Del tipo de «¿qué pasaría si…?». Y, cuando vio a Aeron, se intensificaron. ¿Y si podían estar juntos? Tal vez pudieran ser felices para siempre.

¿Cómo sería ser humana?

Cuando el Alto Consejo Celestial, una institución compuesta de ángeles de cada una de las tres facciones, la llamó a la cámara del tribunal, ella esperaba que la riñeran por no haber destruido a Aeron, pero, en lugar de eso, recibió un ultimátum.

Estaba de pie en el centro de la espaciosa habitación blanca de techo abovedado, con las paredes formando un círculo perfecto. Las columnas se extendían a todo alrededor y hasta la hiedra que subía por ellas era de un blanco inmaculado. Entre cada una de esas columnas había un trono con una figura ocupándolo.