Plasticidad simbólica - Esteban Levin - E-Book

Plasticidad simbólica E-Book

Esteban Levin

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Beschreibung

¿Qué implicancias tiene para un sujeto la plasticidad y la experiencia de ser niño? ¿Cómo se articulan la Plasticidad simbólica y la neuronal? Los sentidos, en las infancias, ¿escuchan, juegan y hablan? ¿Es posible representar las cosas antes de nombrarlas? ¿Cómo se relacionan el origen del pensamiento, la experiencia y la imagen corporal? ¿Cuál es la génesis de la plasticidad de la escritura? Los garabatos, ¿generan espejos y espacios en donde reflejarse? Las letras y la lectura, ¿resignifican los dibujos? ¿Es posible diagnosticar y pronosticar la experiencia de las infancias que no pueden cesar de moverse? Cuando la niñez reproduce sin pausa la misma experiencia fija, inmóvil, ¿está sufriendo? ¿Por qué jugar es un acontecimiento que produce plasticidad? La Plasticidad simbólica, ¿se hereda, se dona o se transmite? Este libro invita a introducirse en la problemática de la niñez sostenida por la gramática sensible de la plasticidad de una experiencia que rompe la causalidad lineal y el saber hegemónico acerca de los niños y las niñas.

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Esteban Levin

Plasticidad simbólica

La experiencia de ser niño

Esteban Levin

Plasticidad simbólica : la experiencia de ser niño / Esteban Levin. - 1ª ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Centro de Publicaciones Educativas y Material Didáctico, 2024.

(Conjunciones / 82)

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online

ISBN 978-987-538-998-4

1. Imagen Corporal. 2. Neuropsicología. 3. Psicoterapia Infantil. I. Título.

CDD 155.41

Colección Conjunciones

Corrección de estilo: Liliana Szwarcer

Diagramación: Patricia Leguizamón

Diseño de cubierta: Pablo Gastón Taborda

Los editores adhieren al enfoque que sostiene la necesidad de revisar y ajustar el lenguaje para evitar un uso sexista que invisibiliza tanto a las mujeres como a otros géneros. No obstante, a los fines de hacer más amable la lectura, dejan constancia de que, hasta encontrar una forma más satisfactoria, utilizarán el masculino para los plurales y para generalizar profesiones y ocupaciones, así como en todo otro caso que el texto lo requiera.

Las referencias digitales de las citas bibliográficas se encuentran vigentes al momento de la publicación del libro. La editorial no se responsabiliza por los eventuales cambios producidos con posterioridad por quienes manejan los respectivos sitios y plataformas.

1º edición, enero de 2024

Edición en formato digital: marzo de 2024

Noveduc libros

© Centro de Publicaciones Educativas y Material Didáctico S.R.L.

Av. Corrientes 4345 (C1195AAC) Buenos Aires - Argentina Tel.: (54 11) 5278-2200

E-mail: [email protected]

ISBN 978-987-538-998-4

Conversión a formato digital: Numerikes

Índice

CubiertaPortadaCréditosSobre el autorPrólogo a la nueva ediciónLa plasticidad simbólica. La experiencia de ser niñoIntroducciónCapítulo 1. La sensibilidad en el niñoLa sensibilidad en la experiencia infantilLos sentidos corporales en la lengua maternaLo intocable del toqueEl encierro de MatíasLa experiencia del entredósLa imagen inconsciente de la experienciaLo propio del cuerpoCapítulo 2. Plasticidad simbólicaPlasticidad neuronal y plasticidad simbólicaDe los reflejos al acontecimientoEl primer diálogoDemanda, deseo y experienciaEl eje del cuerpo en el acto de amamantarRepetición y diferencia en las primeras escenasFabián: ¿sujeto u objeto?Plasticidad, tristeza y discapacidadCapítulo 3. Infancia y acontecimiento: del don a la representaciónDar lugar al acontecimiento y la di-ferenciaRamón y Pablo: los monstruos en escenaDonar lo infantilLa torre de cubos. Aprendizaje y experienciaEl don versus el dar: el potlach en la infanciaFrancisco frente a la experiencia infantilCapítulo 4. La infancia, entre el diagnóstico y el pronóstico: el malestar del niñoLa herencia como exigenciaFamilia, cultura e infanciaEl pequeño niño disatencionalApertura y plasticidad: Cabeza Azul al rescate¿Qué nos enseñan los niños en los diagnósticos actuales?¿A quién mira un diagnóstico?La creación de la demanda y la plasticidadInterdisciplina e integración. El saber de la experiencia diagnóstica¿A qué está atenta la niña diagnosticada con síndrome disatencional?¿Qué demandan los niños más allá del diagnóstico-pronóstico?Sorpresa e invención en la experiencia con CarlosCapítulo 5. La experiencia corporal en la infanciaEl pensamiento en bricolageLa unificación de la experiencia infantilLa travesía corporalRecuperar la miradaGabriel, entre la ausencia y la presenciaJoaquín y la experiencia de los espejosHacer uso de la imagen corporalCapítulo 6. El nacimiento de la escritura en los niñosGestos, escritura e infanciaLa escritura sensitivaEl garabato en la primera infanciaEl latir de los primeros trazosEl trayecto de la resignificación: del cuerpo al dibujoLa figura de las letrasNominar y leerLas letras de Juan CarlosEl origen corporal de la letraLa experiencia de la lectoescritura: ¿imaginación o método?Capítulo 7. El jugar como acontecimientoEl juego del pensamientoLa dimensión de lo escondidoLa aventura de lo imposibleEl juego de la muerteDe la experiencia solitaria a la plasticidadBibliografía

ESTEBAN LEVIN es Licenciado en Psicología. Psicomotricista. Psicoanalista. Profesor de Educación Física. Profesor invitado en universidades nacionales y extranjeras. Director de distintos cursos de formación en psicomotricidad, psicoanálisis, clínica con niños y trabajo interdisciplinario.

Es autor de numerosos artículos en diversas publicaciones especializadas nacionales e internacionales y de los libros Discapacidad. Clínica y educación. Los niños del otro espejo (Noveduc 2017); Constitución del sujeto y desarrollo psicomotor: la infancia en escena (Noveduc, 2017); Autismos y espectros al acecho, la experiencia infantil en peligro de extinción (Noveduc, 2018); ¿Hacia una infancia virtual? La imagen corporal sin cuerpo (Noveduc, 2018); La dimensión desconocida de la infancia. El juego en el diagnóstico (Noveduc, 2019); Pinochos: ¿marionetas o niños de verdad? (Noveduc, 2020); Las infancias y el tiempo. Clínica y diagnóstico en el país de Nunca Jamás (Noveduc, 2020); La clínica psicomotriz. El cuerpo en el lenguaje (Noveduc, 2020); La niñez infectada. Juego, educación y clínica en tiempos de aislamiento (Noveduc, 2021); La rebeldía de la infancia. Potencia, ficción y metamorfosis (Noveduc, 2021) y La función del hijo. Espejos y laberintos de la infancia (Noveduc, 2023).

Prólogo a la nueva edición

LA PLASTICIDAD SIMBÓLICA. LA EXPERIENCIA DE SER NIÑO

En este libro desarrollamos el concepto de plasticidad simbólica articulada con la experiencia infantil, que se toca y trastoca con el de plasticidad neuronal. Sin lugar a dudas, este ha modificado el modo de pensar el vasto campo de las infancias y sus problemas en la actualidad.

El término “plástico” –como figura sensible y abierta a la recepción– se opone a lo rígido (la rigidez de cualquier encuadre acerca de las infancias), a la fijeza de la experiencia (a lo cerrado y estrecho del espacio), a lo ya estructurado y determinado del tiempo cronológico, evolutivo, del desarrollo infantil.

El cuerpo, receptáculo de las infancias, se caracteriza por lo plástico: por un lado, recibe y, por el otro, al hacerlo se transforma (cambia de forma) y deviene donador de otra experiencia deseante. A partir ella, dona otra potencia e intensidad sensible, susceptible de la esencial metamorfosis de las infancias en juego.

La plasticidad simbólica es efecto indisociable del acontecimiento que experimentan los niños y las niñas durante el devenir de la niñez.

Los más pequeños reciben la herencia del amor y del deseo del Otro. Pliegan el afuera, lo que dramáticamente provoca la “explosión”, la transformación, y despliegan otra escena que redistribuye, reforma y redimensiona el entretejido simbólico, social y comunitario de las infancias. Las experiencias que estas realizan dejan huellas móviles, plásticas, resignifican lo anterior y provocan la apertura del porvenir. Precisamente, estos trazos modifican el cuerpo y la imagen corporal. Esta última nunca se corresponde con lo carnal de la corporalidad; se trata de una verdadera metamorfosis que sucede por efecto de la neuroplasticidad y la plasticidad simbólica. Ambas se vitalizan a través de las escenas de la niñez.

La plasticidad que hemos denominado simbólica implica los acontecimientos en los que se pone en escena la subjetividad. En este sentido, las experiencias sufrientes de las infancias se oponen a la plasticidad, se ubican en sus antípodas. Cuando un niño o una niña sufre, se defiende de enfrentar cualquier situación que signifique un cambio de posición y permanece en la fijeza de un encierro por el que bloquea la relación, se aísla y se resiste a recibir otra experiencia. Por lo tanto, ni dona ni recibe, tan solo reproduce la desolación del sufrimiento.

Cuando las infancias pueden jugar, se desdoblan en otros (juguetes, personajes, cosas) que no son, y conforman espejos de ficción, no para reflejarse en el mismo lugar del cual parten sino, por el contrario, para multiplicarse en la heterogeneidad de lo plural.

El acontecimiento de la natalidad de un gesto, una postura, un movimiento, una palabra o un deseo de desear por el placer de hacerlo involucra necesariamente la pérdida, la sustracción de la experiencia anterior. Para la niñez, perder la imagen sufriente es tomar un riesgo, pero, al mismo tiempo, abre la posibilidad de producir la diferencia, la alteridad y la creación de sensibilidades, afectos y deseos inconmensurables e inconscientes.

La niñez es plástica; deviene en tránsito hacia otras dimensiones desconocidas, pero también aventureras y chispeantes.

Este libro procura captar la fuerza en potencia de la plasticidad que, a nivel neuronal, se manifiesta en el “modelado” de conexiones sinápticas, la capacidad de reparación y regeneración frente a lesiones o dificultades en el desarrollo infantil. Y, a nivel de la plasticidad simbólica, se pone en escena en una experiencia significante, que deja sus huellas singulares, móviles, al plegar el afuera y reconfigurar el adentro, en tanto único e impredecible acontecimiento en juego.

La plasticidad nos permite pensar en otra lógica sensible que no es la de la expresividad y la representación, sino la de la intimidad de la relación, la potencia del ritmo, la fuerza de la sensación donde las infancias arman sus experiencias y despliegan los pensamientos, las escenas de la vida. Estas ideas nos facilitan pensar la imagen del cuerpo desde la dimensión performativa, lo que da lugar al acontecimiento imposible de prever o anticipar.

La capacidad simbólica de la plasticidad de deformarse y desdoblarse sin desaparecer o disolverse permite el despliegue de la vital experiencia infantil en constante movimiento y transformación.

Las infancias sin plasticidad enuncian el modo de existir sufriente: un sufrimiento psíquico y corporal que desmantela, desliga y reproduce lo mismo. Frente a esta realidad, los diagnósticos-pronósticos invalidantes cierran y coagulan aún más lo infantil de las infancias, hasta terminar de fijarlas a un síndrome que los agrupa, nominándolos sin ninguna otra referencia singular, ya sea familiar, epocal o comunitaria.

A lo largo de este texto, entre otros temas acuciantes de las infancias, nos interrogamos sobre la sensibilidad de los niños y las niñas en la época actual. La diferencia sustancial entre la acción de dar y el don del deseo.

¿Qué nos enseñan las infancias a través de la experiencia?

¿Cuál es el papel de la plasticidad simbólica en el nacimiento de la escritura?

¿Cómo se constituye el origen gestual del cuerpo, los garabatos y las letras?

¿Qué función cumple la plasticidad de la experiencia en el jugar como acontecimiento instituyente de la subjetividad?

Para concluir, dejamos latente un sucinto interrogante: las infancias son plásticas, pero… ¿lo somos nosotros, en nuestro quehacer cotidiano con ellas?

Introducción

Somos contemporáneos del niño que fuimos.

Gilles Deleuze

¿Qué implicaciones tiene para un sujeto la experiencia de ser niño? En este texto procuraremos pensar la infancia desde y a partir de la experiencia y el acontecimiento que, al realizarse, deja una huella imperecedera, creadora del universo infantil en el que la plasticidad simbólica desempeña un rol preponderante.

La historia del niño está atravesada por sucesos impredecibles e incalculables que irrumpen y provocan una discontinuidad, un salto a partir del cual la experiencia cambia, deviene otra, se complejiza en nuevas redes de sentido, de apertura y relación. Durante la infancia, la subjetividad tiene que realizarse como acontecimiento único, intransferible, intraducible y no anticipable. El espacio y tiempo de la niñez oscila entre experiencias y acontecimientos. En ese singular pasaje –no exento de riesgos y peligros– configura su quehacer infantil.

La experiencia infantil supone un movimiento sensible hacia el afuera y que retorna como producción de subjetividad si el niño constituye su imagen corporal, a partir de la cual se unifica aquello que vive y siente como propio. El Otro le presenta el cuerpo y el mundo en un encuentro deseante que lo afecta y fuerza a ubicarse en otra posición con respecto a lo corporal, a los otros y a las cosas. Así, el niño, a través del acontecimiento, vive y aprende la experiencia de la diferencia, del lenguaje y del mundo que le toca vivir.

La niñez es el momento de la vida en el que el pensamiento de lo nuevo se encarna en el cuerpo y deja una huella psíquica generadora de plasticidad simbólica y neuronal que lo transforma.

Trabajar con niños nos interroga, inquieta y preocupa. El cuerpo, el lenguaje, los gestos, el espacio, el tiempo y los otros les permitirán a ellos crear imágenes, ideas y pensamientos, abrir la mirada, tocar las palabras y las cosas, palpar el olor de la sorpresa, degustar el sentir de lo nuevo y generar sus espejos móviles donde experimentar el placer del descubrimiento y del aprendizaje. Desde los niños que nos conmueven, demandan e interpelan a través de la experiencia, los malestares, los síntomas, la angustia, el sufrimiento y el placer, nos preguntamos: ¿cómo se configuran la experiencia y los acontecimientos en el tiempo de la niñez? ¿Qué significa la plasticidad simbólica? Los sentidos en los niños, ¿escuchan, juegan y hablan? ¿Cuál es el espacio en el que se articulan el lenguaje, el pensamiento y la imagen corporal en los más pequeños? ¿Se pueden tocar y representar las cosas antes de nombrarlas? ¿Cuál es la génesis de la escritura? Los garabatos, ¿generan espejos donde reflejarse? ¿Las letras y la lectura resignifican los dibujos? ¿Es posible diagnosticar y pronosticar la experiencia de un niño que no puede parar de moverse? Cuando un niño reproduce sin pausa la misma experiencia fija, inmóvil, ¿está sufriendo? ¿Por qué jugar es un acontecimiento? La experiencia de ser niño, ¿se hereda, se dona o se transmite?

El mundo de los niños implica una dimensión escénica que se realiza y ejecuta en el espacio compartido del “nos-otros”. Sin esta realización, el acontecimiento infantil no sucede. En esta puesta en escena afectiva, activa, dramática, el niño produce subjetividad. Nuestra propuesta implica dar lugar y ofrecer los medios para que el niño pueda producirse en ella.

La experiencia lo lleva a pensar, a forzar el pensamiento hacia rumbos desconocidos e inesperados. No es una acción común o una aventura por la que el niño simplemente pasa. Es lo que lo hace ser niño. No se puede reemplazar ni sustituir. En este sentido es singular, sensible, simbólica. Es el único modo de representar y habitar aquello que siente a través del cuerpo en movimiento. Ella se estructura entre el placer y el displacer, entre la pasión y el padecimiento, entre la satisfacción y la insatisfacción. Solo es pensable cada experiencia en el marco de la relación con los otros, aquellos con los cuales la comparte y crea el “nos-otros”.

Cada vez que un sujeto piensa su infancia, ella ya aconteció y cobra existencia en el recuerdo infantil. Esa historicidad perdida vive en cada uno. Posteriormente, sin ser consciente de ello, el individuo hará uso de la misma y de este modo se resignificará en otros sentidos, en otros gestos.

Pueden recortarse las experiencias del niño con los otros, los amigos, esos semejantes a él con los que se anima a recorrer lo desconocido. También inventa la experiencia de lo otro. Lo que no comprende, lo que lo cuestiona y, al hacerlo, lo ubica. Aquello que no se explica y lo intimida. Lo que le da vergüenza, le duele y lo angustia. Lo que lo hace sufrir y hostiga.

El escenario infantil de la primera infancia es inaugural y creador. Adviene como acontecimiento original de una primera vez, posición en la cual ser hijo se constituye en una experiencia del nos-otros. La fuerza de la invención no reside en una cosa, en el objeto, sino en el deseo de inventar junto al otro, en ese espacio entre la experiencia de uno y la del otro se mantiene vivo lo infantil de la infancia y se crea la experiencia compartida.

En el origen del lenguaje y en la configuración del cuerpo está la experiencia infantil. Sin ella, la infancia no tendría sentido, el cuerpo no podría devenir imagen y el lenguaje reproduciría una soledad desolada. No hay infancia posible sin la estructura del lenguaje, sin la plasticidad y sin el cuerpo al que la experiencia infantil pone en escena hasta realizarse como acontecimiento subjetivo.

Las próximas páginas no invitan a conocer e informarse acerca de la infancia y sus problemas sino a introducirse en ellos, sostenidos por la gramática sensible de una experiencia que rompe la causalidad lineal y el saber hegemónico acerca de los niños y convoca a reinventar la textura de la infancia en el devenir de cada acontecimiento.

Capítulo 1LA SENSIBILIDAD EN EL NIÑO

Debido a que fui jugado, soy una posibilidad que no era.

Georges Bataille

LA SENSIBILIDAD EN LA EXPERIENCIA INFANTIL

Para un recién nacido, el mundo es básicamente corpóreo. Esta condición se prolonga durante toda la primera infancia, en la cual poco a poco, gracias a la experiencia del lenguaje, va tomando distancia del cuerpo como órgano para transformarlo en imagen y esquema de representaciones del cuerpo, de la cultura, de sí y de los otros.

En la experiencia infantil prolifera lo sensible. El ininterrumpido flujo perceptivo sensorial que inunda al niño desde el nacimiento se ve trastocado y atravesado por la relación que se establece con el Otro que lo configura y lo transforma en lenguaje. Al hacerlo, coloca todo su afecto en cada sensación corporal. De algún modo, inventa junto a él un estilo de llevar su cuerpo.

La sensibilidad de la experiencia infantil no es la simple percepción táctil de un ojo, una oreja, una boca, un olor, un sabor, sino un vaivén representacional del toque, la mirada, la escucha, el acto de oler o saborear una cosa, un sonido o un simple gesto.

Cada niño dibuja su organización sensorial como prisma y espejo donde los otros y él se reflejan, refractan, juegan y seleccionan la infinidad de estímulos y percepciones que recibe como cuerpo receptáculo de un entramado social y cultural donde prima la experiencia a partir de la cual comienza a pensar.

Las cosas en el universo infantil no existen en sí o para sí, sino que son investidas por un toque afectivo, una mirada, un olor, un sabor, una palabra, un sonido. Si por alguna causa el niño no puede constituirse en la imagen corporal ofrecida en el deseo y el amor del Otro, no podrá interponer, mediar entre el estímulo (lo que siente) y la respuesta (lo motor). El universo simbólico e imaginario delinea y orienta la densidad e intensidad de los sentidos.

Frente al mundo de la sensibilidad corporal, el niño no solo es movimiento, mano, piel, nariz, ojo, boca, sino también un deseo de comer, un gesto de relacionarse, un toque transformado en caricia, una mirada que demanda palabra, un olor hecho imagen. No puede percibir lo real sin las imágenes y los símbolos que lo cobijan y ubican inmersos en una red en la que no deja de proyectarse y encontrarse.

Durante la primera infancia, cada percepción se recibe como una experiencia a descifrar, a discernir, a pensar en el devenir mismo de las sensaciones. Las cosas sensibles solo se vuelven reales en el registro del lenguaje, por eso los niños tienen diferentes registros sensitivos –no hay uno igual a otro–, no experimentan las mismas sensaciones ni siquiera los mismos gustos, olores, sonidos, colores, movimientos. La propia historicidad genera la diferencia que se plasma en el desarrollo neuromotor en el que la singularidad del niño cobra existencia en la experiencia.

No deberíamos olvidar que, si bien el sistema perceptivo se encuentra atravesado desde el origen por el universo del lenguaje, siempre queda algo, un exceso o un resto irreductible a la lengua, algo no representable ni articulable que causa el deseo de continuar creando, buscando y experimentando.

El recién nacido recibe sensaciones vividas por él como un verdadero caos sensitivo-motor, donde cualquier estímulo está mezclado con otro, entrelazado con cualidades, datos e intensidades perceptivas. El bebé está inmerso en un mundo sensitivo indiferenciado. Sensaciones internas, externas, propias y ajenas, aparecen todas juntas. Hambre, sed, ruidos, luces, frío, calor, movimiento y gritos configuran el origen de lo que experimenta.1

Para el Otro (que encarna figuradamente la función materno-paterna), la experiencia sensorial del bebé se transforma en el modo de relacionarse con él, conocerlo y aprender a crear e inventar saberes acerca de lo que le pasa, lo que quiere, lo que le inquieta, lo que le gusta o incomoda. Justamente, la experiencia sensible se constituye en los primeros espejos donde el niño y el Otro se reconocen y desconocen mutuamente.

Los sentidos corporales en la primera infancia funcionan como verdaderas cajas de resonancia. No solo dan a ver, a oír, a oler, a degustar, a tocar, sino que tras el ver se oculta la mirada, frente al oír está en juego el decir, en el oler se huele lo desconocido, en el gusto se degusta un nuevo sabor y en el toque surge la caricia, no discernible en el tacto.

LOS SENTIDOS CORPORALES EN LA LENGUA MATERNA

Desde el vientre materno, el bebé experimenta ruidos, susurros, sonidos, sensaciones cenestésicas, sin poder diferenciarlos. El útero es el sonar que detecta ecos y murmullos indescriptibles e insituables. El baño sonoro se configura en resonancias afectivas y libidinales, vía la voz materna. Ella torna familiar lo que no deja de ser caótico para el bebé. Del magma sonoro e indiferenciado, la voz materna reporta, reordena y orienta cada ruido como sonoridad, en la que, tanto el bebé como ella, se reconocen en un espejo que no cesa de hablar de lo que les pasa, en una sutil gestualidad que traspasa el cuerpo.

La lengua materna, esa primera lengua del lenguaje, requiere de la experiencia íntima con el Otro, de esa resonancia apasionada donde se pliegan y despliegan los sentidos sin dar ninguna explicación. Se trata, en realidad, de la musicalidad de la experiencia, del sabor y el toque sensible a aquello que las palabras solas o como simple información nunca pueden decir. En la intimidad sobran las palabras, y en las palabras falta la intimidad. Entre la una y la otra se juega la experiencia.

La trama sensorial se constituye en el eco de la experiencia íntima con el Otro, resonancia que se unifica en la imagen sensible del cuerpo, donde la piel origina la superficie a través del toque, de la mirada, del gusto por las cosas, del contacto olfativo, del sonido en el oído. La piel, sostenida y sustentada por la propia imagen, oficia de puente y nexo en la unificación imaginaria del sujeto.

En la infancia primera, las manos miran y los ojos acarician, la mirada toca lo intocable y el toque mira lo invisible. En esa entrañable experiencia escénica, el ojo aprende a mirar, la lengua a hablar, el movimiento a mover y gesticular, el tacto a palpar, la boca a degustar y el olfato a oler. El cuerpo como receptáculo funciona fuera de sus límites en el juego de presencia y ausencia, lugar desde el que surge la imagen unificadora. De este modo, comienza a seleccionar, relacionar e interpretar las sensaciones.

El cuerpo erógeno de los pequeños delinea las sensibilidades propioceptivas, interoceptivas y exteroceptivas, a la vez que estas son fuente del circuito pulsional. La erogeneidad corporal se constituye en relación con el deseo del Otro, en tanto la represión delimita la memoria sensorial a partir de la división de lo consciente e inconsciente. De aquí en más, los recuerdos y la memoria infantil se constituirán como un proceso móvil de amplificación y resignificación constante.

El niño, en su inteligencia precoz, es memoria en movimiento; lo que constituye, lo que hace, no está constituido previamente. En el tiempo fundante de la infancia, el niño construye una memoria discontinua, atravesada por represiones en las que predomina el funcionamiento inconsciente a través de metonimias (desplazamientos), metáforas (sustituciones) y figurabilidad2 (puesta en escena). Soporta así olvidos que hacen posible el recuerdo, experiencias y acontecimientos que conllevan una temporalidad que se reorganiza desde el futuro, desde lo porvenir. Esta dramática inconsciente posibilita que los más pequeños comiencen a construir y comprender la propia historicidad, aunque siempre perdura la dimensión del enigma que se asocia a la imaginación y la curiosidad infantil.

Desde esta perspectiva, lo propio de la sensación desborda considerablemente el origen orgánico desde donde parte el quantum de estímulo. La mirada trasciende el espacio, los gestos, el movimiento. Sin un límite preciso, surge aquello que se siente y ese sentir es pensado como existencia. La sensación, el pensamiento y la imagen confluyen en la corporalidad de la experiencia infantil. La escucha atraviesa la mirada donde no alcanza a percibir el murmullo del otro, el toque introduce la claridad del volumen, los gestos descubren la sucesión del ritmo, el tiempo del hacer y del sentir degusta el sabor de lo nuevo.

LO INTOCABLE DEL TOQUE

El sentido táctil engloba toda la superficie, el volumen y el espesor corporal. Lo sensible es, ante todo, lo palpable de las cosas, de los objetos, de los otros, del mundo, aunque lo que el bebé toca por primera vez le resulta ininteligible e incognoscible. Desde el punto de vista de la ontogénesis, el sentido del tacto es el primero en constituirse, lo que le otorga un lugar preeminente e insustituible.

Lo mirado, en su funcionamiento libidinal, palpa al ojo y lo modifica, así como la voz lo hace con el oído, el olor con la nariz y el sabor con la boca, que funciona al mismo tiempo como aparato degustador y fonador.3

El tono muscular de un niño pone en escena la apertura y el cierre de lo corporal. Las reacciones hipotónicas, hipertónicas o distónicas son, sobre todo, un límite donde lo inconsciente conmueve la realidad tónico-motriz. La piel respira, vive del encuentro y desencuentro con el Otro y lo otro. De esta relación emanan olores, texturas, calores e imágenes en las que se filtran las sensaciones externas e internas, el afuera, el adentro, el espesor y el volumen.

El toque, por excelencia, delimita lo cercano, lo que se puede tocar, lo posible y lo imposible, lo permitido y lo prohibido, lo que da paso a la curiosidad y al enigma. Tanto en la piel como en el tono muscular resuenan los diálogos tónicos, no como músculo sino como temblor, tensión, textura, memoria hecha lenguaje.

El gesto táctil de un niño, cuando quiere alcanzar una cosa, comienza en un vacío, en una distancia a recorrer para poder tocarlo. El espacio táctil sería el que transcurre entre un toque y otro. En esa distancia, el vacío, de algún modo, se enriquece. Podríamos pensar que un toque queda siempre enlazado a otro mediante una distancia necesaria para historizarlo.

Tal como afirma Merleau-Ponty, “tocar es tocarse”; he allí la propiedad transitiva del toque. Entre uno y otro se juega lo intocable. Sin ello no hay diálogo posible. El toque, como caricia, no concuerda con lo cutáneo ni con lo tocado. Conlleva la dimensión existencial y subjetiva, en la cual los niños reconocen que las cosas existen al palparlas y “saborearlas” con el toque.

La sensación de inconsistencia de la imagen del cuerpo, de provisoriedad de lo imaginario, se funde con la sensibilidad corporal y crea la ilusión de consistencia. Para un niño, no basta con existir en la imagen del cuerpo. Es preciso sentir y experimentar. El espejismo de la imagen del cuerpo se sustenta en un límite simbólico, que anuda lo real a una superficie de representación. Sin embargo, esta necesita del toque, del dolor, del placer, del calor para no ser solo mirada e imagen, para tener la sensación de consistir en un cuerpo cuyo límite implica el contacto y la relación con el Otro y con lo otro, donde necesita reflejarse y constituir el nos-otros.

El toque no puede diferirse. El que toca tiene que hacerlo al mismo tiempo que reconoce lo que toca y es tocado por él. Los otros sentidos (el oído, la vista, el olfato) disponen de otro espacio y otro tiempo que anuncian la posibilidad del contacto.4

Como sabemos, la sensibilidad táctil se presenta ya en el útero, desde el segundo mes de vida, envuelta en un tamiz táctil corporal. El contacto con las paredes del vientre materno, por intermedio de la placenta, ofrece al feto las primeras sensaciones perceptivas, interoceptivas y cenestésicas. Las vibraciones táctiles percibidas son registradas mucho antes que la vista, el olfato o la audición, aunque para él permanecen en un estado de indiferenciación y fragmentación.

El mundo del lactante se estructura en esa red de sensaciones, imágenes y palabras que conforman la lengua materna, en la cual el “diálogo tónico”, el toque, la caricia del Otro, se transforman en una consistencia esencial como experiencia unificadora. En ese escenario se crea e inventa una relación. Un niño “inventa” a sus padres y ellos “inventan” a un hijo en la experiencia compartida. Sin ella, el lenguaje se torna impotente.

Las sensaciones experimentadas por el bebé en contacto con el cuerpo materno, con el seno o la mamadera, con la piel, el olor corporal, el rostro, el sabor, la respiración, la mirada, los sonidos y las palabras conforman los primeros espejos placenteros-displacenteros, en los que la pura necesidad biológica se inserta en la intimidad del encuentro con el Otro y, de este modo, se transforma.

En esa intensa relación piel a piel, ambos sienten los olores, las palabras, las melodías que los acunan, y la sensibilidad generada en y por el deseo del Otro moviliza el deseo de tocar, oler, degustar, mirar, escuchar y, fundamentalmente, sentir el contacto con el Otro que, en esos instantes, es su mundo. Ese contacto excede por completo la higiene y los cuidados fundamentales que requiere un niño pequeño. Se trata, en realidad, de un espacio semántico, sensorial, motor y, básicamente, escénico, libidinal, donde la experiencia psicomotriz atraviesa la sensorialidad hasta hacerla existir como lazo de amor a través del cual un sujeto se asienta en su cuerpo como imagen sensible que lo unifica, a la vez que crea la historicidad por venir.

El cuerpo da espacio a la existencia de un sujeto y el sujeto da un lugar posible a la existencia del cuerpo. Entre ambos, en el umbral, se pone en escena la experiencia. En el intersticio entre el toque y lo que se toca surge lo intocable. Se trata del borde de lo que se puede tocar y de lo que se siente. Sentir el cuerpo implica experimentarlo y es una experiencia de sentirse uno diferente del otro. El toque es afecto, en tanto afecta al cuerpo y lo diferencia de otros cuerpos. En ese vaivén, toca y se hace tocar. Existe en ese límite de lo intocable.

En la caricia, al niño se le revela la sensación corporal por medio del Otro. Es un roce, un toque donde es tocado y toca al mismo tiempo. El Otro, a través del acariciar, transmite y recibe. No hay reciprocidad en el tocar. El acariciar es toque, pero un tocar que se escabulle. Se escapa a la sensación y, por ello, se intenta repetir, se busca aquello que, aunque no puede retenerse, queda inscripto en la memoria.

La imagen del cuerpo se experimenta no solo a través de la mirada, sino también del toque, cuando tocar es tocarse y unificar los sentidos. Sentir, para un niño, es sentirse, en tanto el toque se configura como una experiencia que confirma la propia imagen y, al mismo tiempo, remite al Otro y a la legalidad que él impone.

El toque unifica y refleja, enuncia un decir en el hecho de tocar, ser tocado y hacerse tocar. En ese sentido, interrumpe y crea una distancia temporal y espacial. La alternancia entre un toque y el otro coloca en escena, a la vez, la alteridad y la diferencia.5

La experiencia infantil del toque es siempre una experiencia que ha sido ayer. Se resignifica desde el compartir, y eso no sucede en el instante en que se está produciendo, sino después. Es un pensar que no sabe que piensa hasta que es pensado como tal. Realiza así la sensible intensidad de lo que, sin saber, deja huellas imborrables que dan lugar a la plasticidad simbólica.

Pensar el cuerpo, en el sentido en que lo venimos proponiendo, es tomar distancia de él hasta hacerlo existir por fuera de la piel, del límite corpóreo. La existencia subjetiva trasciende el cuerpo y la experiencia, pero no es sin ambas.

En la experiencia infantil, el niño conocerá a los otros en primer lugar como corporalidad. El Otro está encarnado en un cuerpo, en una figura corporal con forma, color, volumen, piel, olor, calor, peso, tono, rostro, sonido. El mundo de los cuerpos de los otros será el tránsito de la experiencia infantil como punto de partida de lo propio. Es partida y llegada de “sí” a “sí” a través del Otro, y conforma el nosotros. En la niñez, la experiencia del cuerpo fuerza al pensamiento a ir más allá, más lejos de lo pensado, pero nunca lo suficientemente lejos como para que sea solo cuerpo o solo pensamiento.

Al hacer la experiencia corporal, el pequeño comprende que dos cuerpos no pueden ocupar simultáneamente el mismo lugar. Él no puede estar al mismo tiempo en el lugar del otro, no puede hablar y jugar desde donde el otro escucha y juega. Siempre hay otra posición, otro cuerpo, otra experiencia por realizar o desde donde pensar. Constata así una verdad irrefutable: no hay contacto sin separación, y es justamente este corte, esta pérdida, el motor de la ficción, de la imaginación y de la aventura que inicia y determina la íntima curiosidad.

Nos preocupa mucho cuando una experiencia infantil comienza a cerrarse, cuando se torna impenetrable y se compacta de modo tal que la sensibilidad no se abre al otro y no se torna plural. La indiferencia y la solidez muchas veces producen un cuerpo rígido, tenso, pétreo. El niño en bloque violenta una experiencia que se presenta siempre igual, como en el caso de Matías, que a continuación se relata sucintamente.

EL ENCIERRO DE MATÍAS

Matías es un niño de cuatro años que llega al consultorio con cuatro diagnósticos: autismo, retraso madurativo, trastorno general del desarrollo (TGD) y un presunto espectro autista.

Los padres, muy preocupados, relatan que él es su segundo hijo. El nacimiento prematuro fue muy difícil, “cargado de angustia y sufrimiento”, afirma la madre. “Estuvo un mes internado y nosotros, desorientados, no podíamos hacer nada. Recién después pudimos estar con él, que era muy tranquilo, demasiado. No pedía ni demandaba nada, pero teníamos que cuidarlo. (…) La hermana, que tiene seis años, se puso muy celosa. Gritaba, hacía berrinches, quería que estuviésemos con ella todo el tiempo e ignoraba a su hermano por completo. Es muy, muy celosa. Como Matías ya estaba bien, tratamos de contenerla a ella, que no dejaba a nadie tranquilo. Ella exigía dedicación exclusiva y se la dábamos, porque si no, era un lío. Así fue pasando el tiempo. Matías, tranquilo, hablaba poco. Se entretenía más bien solo, hasta que empezó con el tema de quedarse mirando una cosa o dando vuelta otra, y no respondía a nada más que eso. Y así podía quedarse mirando las nubes, diciendo ‘nube, nube, nube’, y no lográbamos sacarlo de eso. Después siguió con los CD, y otra vez lo mismo, pero ahora con las ruedas. Luego, hicimos una consulta y nos dieron esos diagnósticos. No sabíamos que hacer”.

Matías no dirige la mirada. Su aspecto transmite la fragilidad de un niño sufriente. Lo que llama poderosamente la atención es que se encuentra capturado por las ruedas. Exclama constantemente “rueda, rueda, rueda” y se queda en la calle observando las ruedas de los autos o de los camiones. Las señala, las toca, grita “rueda camión, rueda, rueda”. A veces también viene con una rueda de juguete que hace girar en sus manos, entre sus dedos. “Rueda, rueda, rueda” es la experiencia que Matías no cesa de repetir en todo momento.

Cualquier objeto circular lo remite a la rueda, y la rueda lo remite a ese círculo estereotipado y sin salida en el cual consume todo su tiempo y su universo. Rueda es un CD, rueda es un aro, rueda es una pelota, rueda es un globo o cualquier cosa esférica o circular que el niño no deja de decir, tocar, mirar. Parece prácticamente absorbido por las ruedas, a tal punto que casi no mira otra cosa.

Cuando, en algún momento, logro capturar su mirada, encuentro unos ojos tristes, inseguros, y gestos posturales que dramatizan el sufrimiento de un niño que no alcanza a producir más que una sola experiencia que lo aliena a la rueda. No es posible, por lo menos en este primer momento, separar a Matías de la rueda. La imagen corporal que él tiene rueda en la circularidad de la rueda. Construye una imagen en la que se pierde para ser, se refugia en la rueda, y en esa circularidad goza de esa experiencia sin deseo.

La rueda se transforma en una cosa en sí, un sí que no puede diferenciarse. De algún modo, un sí sin sí, donde transcurre el existir de Matías. La rueda en sí no se relaciona con las demás cosas ni con otros. La sensación que genera va de sí a sí sin distancia simbólica por recorrer; es una presencia sin representación a imaginar o proponer. Sin embargo, Matías instituye una experiencia con la rueda en la que genera una imagen real que rueda en la plenitud de sentido, que lo abarca, excede y consume hasta hacerlo girar en la rueda sin fin de un sí sin sí.

¿Matías es la rueda o la rueda tiene a Matías? ¿Cómo constituir un lazo transferencia! que dé lugar a una experiencia diferente? ¿Cómo vibrar, resonar, en la experiencia que Matías nos impone?

La existencia de la rueda le permite ser rueda camión, rueda CD, rueda pelota, y rodar en un mundo que lo asusta y lo atemoriza, un mundo del cual no puede salir. Matías y la rueda, la rueda y él se diluyen mutuamente, se presentan ensamblados. Es difícil imaginarlo sin mirar o referirse a la rueda. Decido introducirme en ese mundo fijo, opaco, cerrado, sensible y sufriente. Miro con él la rueda, la siento, la toco, vibro y comparto esa experiencia. Mirando el camión estacionado en la vereda, comienzo a hablarle a la rueda: “Hola, rueda del camión de verdura, ¿cómo estás?”. Luego, cambiando el tono de la voz, como si fuera ella, respondo: “Muy bien, ¿y ustedes?”. Lo miro, Matías me mira y continúo: “Bien, nosotros estamos acá, mirándote. ¿Podemos tocarte? Queremos ver cómo sos”. La rueda exclama: “¡Sí, dale!”. Los dos nos aproximamos a la rueda, la tocamos, la olemos, la sentimos; ella –la rueda a la que doy voz y vida– se ríe, siente cosquillas y nos dice que le gusta mucho que estemos ahí.

Sorprendidos, seguimos la escena, conducidos por el imperceptible y propio ritmo escénico. Entre la experiencia de la soledad y opresión de Matías “rueda, rueda, rueda”, se origina una nueva escena, una leve bifurcación por la cual ya no está solo, sino siendo “rueda, camión, auto” con un otro.

Los primeros tiempos del trabajo clínico transcurren en la calle, entre las ruedas, los camiones y los autos que no dejan de hablarnos, de mirarnos a la vez que los miramos, de tocarnos cuando los tocamos, de olernos cuando los olemos. En esos intersticios, compartimos juntos un nuevo escenario. Matías registra lo diferente en esta relación y lo que en ella se produce.