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Nueva edición de un libro que, en poco más de un año, se ha convertido en un referente en el ámbito del análisis geopolítico, con nuevos materiales sobre lo acontecido en torno a Irán, Turquía, Siria, Libia, Estados Unidos, Rusia o China. Recibimos más información que nunca, y, sin embargo, también está más condicionada que nunca, pues la constitución de un oligopolio mediático hace que dicha información tenga un claro sesgo que sirve a los intereses de sus dueños. Y este hecho se ve reflejado con particular crudeza en el ámbito de la política y la geopolítica, donde la visión global de un mundo dividido entre «buenos» (neoliberales) y «malos» (todos los demás) es continuamente martilleada por televisiones, radios y cabeceras periodísticas. De ahí que, para entender bien nuestro mundo (y tratar de cambiarlo, ahora que aún estamos a tiempo), sea necesario casi partir de cero. Tal es el objeto de este libro. Dirigido a un público joven de 18 a 90 años, en sus páginas se desgranan los conceptos, las teorías y los protagonistas que han dado y dan forma al contexto sociopolítico que nos rodea. De las proyecciones cartográficas a la Guerra Fría, de los «Estados fallidos» a los «Estados canallas», de Estados Unidos a Afganistán, de la Guerra Fría a los bancos, ofrece un panorama que sin duda sorprenderá al lector, pues no acaba de cuadrar con la «versión oficial». Un texto ameno e irónico que, sin perder el rigor, se dirige a todos los «escépticos, sumisos e inadaptados» que no comulgan con lo que dicta el establishment ni con las supuestas «verdades» sobre las que se cimenta la triste realidad. Y no sólo a los que ya son conscientes de ello, sino a los que aún no lo saben.
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Seitenzahl: 655
Veröffentlichungsjahr: 2022
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foca investigación
160
Diseño de cubierta: RAG
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© Augusto Zamora, 2016, 2018
© Ediciones Akal, S. A., 2016, 2018
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28760 Tres Cantos
Madrid - España
Tel.: 918 061 996
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@AkalEditor
ISBN: 978-84-16842-63-6
Augusto Zamora R.
Política y geopolítica
para rebeldes, irreverentes y escépticos
3.ª edición ampliada
Nueva edición, la tercera, de un libro que, en poco más de un año, se ha convertido en un referente en el ámbito del análisis geopolítico, con nuevos materiales sobre los últimos acontecimientos en torno a Irán, Turquía, Siria, Libia, Estados Unidos, Rusia o China.
Recibimos más información que nunca, y, sin embargo, estamos más condicionados que nunca, pues la creación de enormes oligopolios mediáticos hace que dicha información esté al servicio de los intereses de sus dueños. Este hecho se ve reflejado con particular crudeza en el ámbito de la política y la geopolítica, donde la visión global de un mundo dividido entre «buenos» (neoliberales) y «malos» (todos los demás) es continuamente martilleada por televisiones, radios y cabeceras periodísticas. De ahí que, para entender mejor nuestro mundo (y tratar de cambiarlo, ahora que aún estamos a tiempo), sea necesario casi partir de cero.
Tal es el objeto de este libro. Dirigido a un público joven de 18 a 90 años, en sus páginas se desgranan los conceptos, las teorías geopolíticas y los protagonistas que han dado y dan forma al contexto sociopolítico, militar y económico que nos rodea. De las proyecciones cartográficas a la Guerra Fría, de los «Estados fallidos» a los «Estados canallas», de la «borrachera del poder» a la economía psicópata, de Estados Unidos a Afganistán y Siria, de la Guerra Fría a la militarización de Europa, del retorno de Rusia como potencia al creciente poder de China, de las guerras pasadas a las guerras futuras… Esta obra ofrece un panorama que sin duda sorprenderá al lector, pues no acaba de cuadrar con la «versión oficial» que se vende a diario.
Augusto Zamora R. está dedicado, en la actualidad, a la investigación y al periodismo. Fue profesor de Derecho internacional público y Relaciones internacionales en la Universidad Autónoma de Madrid y embajador de Nicaragua en España hasta 2013. Ha sido profesor en la Universidad Nacional Autónoma de Nicaragua y es profesor invitado en distintas universidades de Europa y América Latina. Fue director jurídico del Ministerio del Exterior y jefe de gabinete del ministro del Exterior de 1979 hasta 1990. Formó parte del equipo negociador de Nicaragua en los procesos de paz de Contadora y Esquipulas, desde su inicio hasta la derrota electoral del sandinismo. Abogado de Nicaragua en el caso contra EEUU en la Corte Internacional de Justicia y en otras causas en este tribunal, ha participado en numerosas misiones diplomáticas y negociaciones en Naciones Unidas, la OEA y el Movimiento de Países No Alineados. Miembro de número de la Academia de Geografía e Historia de Nicaragua, ha colaborado en los diarios españoles El Mundo y Público, así como en otros medios de prensa en España e Iberoamérica desde hace dos décadas. Entre sus obras cabe destacar El futuro de Nicaragua (1995; 2.ª edición aumentada, 2001), El conflicto Estados Unidos-Nicaragua 1979-1990 (1996), Actividades militares y paramilitares en y contra Nicaragua (1999), El derrumbamiento del Orden Mundial (2002), La paz burlada. Los procesos de paz de Contadora y Esquipulas (2006) y Ensayo sobre el subdesarrollo. Latinoamérica 200 años después (2008).
A mis hijos
INTRODUCCIÓN
Vivimos una era única y singular. Por vez primera en la historia conocida, se vienen produciendo enormes cambios en el mundo sin que dichos cambios hayan sido consecuencia de una hecatombe bélica o catástrofes naturales. Los grandes cambios de poder suelen ser resultado de decisiones humanas en forma de guerras. España impuso su poder mundial con guerras; Francia la sustituyó como poder hegemónico también con guerras, y guerras de siglos dieron origen al Imperio británico. EEUU se hizo potencia mundial merced a la Primera Guerra Mundial, y poder hegemónico en Occidente y sus contornos gracias a la Segunda. Hechos naturales han puesto fin a civilizaciones enteras, como la minoica, destruida por una erupción volcánica, o como las pestes que asolaron Europa y retrasaron siglos su resurgimiento.
Pero los cambios del presente tienen su origen en un hecho sin parangón en la historia: el suicidio de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la gran superpotencia que competía con EEUU por el dominio mundial –o se lo repartían–. No hay antecedentes históricos conocidos de un hecho similar. La historia muestra que las grandes potencias caen o desaparecen como consecuencia de sus declives internos, que llevan a provocar su derrota militar. Le pasó a España en Utrecht, en 1714; a la Francia napoleónica en Waterloo, en 1815; a Alemania en 1918 y 1945… La URSS desapareció por decisión de un hombre alcohólico y enajenado, un Rasputín entronizado, a quien sus asistentes terminarían encerrando en sus habitaciones para evitar que hiciera ridículos mayores, como ser encontrado en paños menores en una calle de Washington. De golpe, sin guerras externas, terremotos sociales o meteoritos apocalípticos, Boris Yeltsin declaró, en diciembre de 1991, que la URSS había dejado de existir. Y el Estado creado por Vladimir Ilich Uliánov, Lenin, en 1921 desapareció sin más, en lo que otro Vladimir, el presidente de Rusia, Vladimir Putin, ha considerado «la mayor catástrofe geopolítica del siglo xx». Efectivamente lo fue, sobre todo para Rusia que, de golpe y sin mediar derrota militar, vio desaparecer dominios adquiridos duramente a lo largo de 500 años.
La autodestrucción de la Unión Soviética desató una euforia infinita en EEUU y sus aliados. En Washington se dieron a la tarea de rediseñar el mundo para lo que, creían, sería «un nuevo siglo americano». Imponer una hegemonía mundial, un mundo unipolar, requería de conflictos armados. Una tras otra se sucedieron las guerras entre 1998 y 2013, afectando a tres continentes. Con la excepción de la agresión contra Yugoslavia, todas las aventuras armadas terminaron en fracaso. Su único resultado tangible ha sido potenciar un fenómeno antiguo en cuanto a su práctica, pero residual en el mundo –salvo contados países– hasta las guerras de agresión lanzadas por la OTAN. Ese fenómeno viejo pero residual era –es– el terrorismo. La más sofisticada tecnología militar y la maquinaria militar más potente del mundo fueron derrotadas por ejércitos desharrapados, desprovistos de misiles, blindados o aeronaves. Los ejércitos que pensaban desfilar victoriosos en sus respectivos países retornaron uno a uno en silencio y humillados. Lo único que dejaron tras de sí fueron pueblos destruidos, millones de víctimas, decenas de millones de desplazados y refugiados, y un virulento resurgimiento del fanatismo religioso. La unipolaridad y el sueño de un «nuevo siglo americano» se quedaron rápidamente sin pólvora, pero no será ése el peor de sus problemas. Mientras la OTAN se desgastaba en guerras infecundas, otras potencias emergían.
***
En los cinco siglos que duró la hegemonía europea en el planeta nunca ningún ideólogo consideró otro mundo que no fuera el dominado por Europa y la cultura occidental. Asia no contaba, África no existía, América era excéntrica. De repente, sin ostentaciones, alardes o prepotencia, la República Popular China emergió con fuerza inusitada, convirtiéndose, en menos de dos décadas, en el ombligo industrial del mundo, como Gran Bretaña lo fue en el siglo xix y EEUU en el xx. El ascenso chino ha sido tan fulgurante que, al día de hoy, un porcentaje considerable de población occidental sigue sin imaginarse el brusco cambio de las coordenadas económicas y políticas mundiales. No pasa igual en otras partes, como Iberoamérica o África. En 2015, China facilitó más fondos monetarios a países iberoamericanos que el FMI. Las inversiones chinas en África están cambiando el rostro de ese continente. El poder económico chino ha visto reconocido su peso con la decisión del FMI, en noviembre de 2015, de incorporar el yuan a la «cesta» de monedas de reserva que maneja ese organismo. Hasta el momento, el selecto club de monedas lo integraban dólar estadounidense, euro, libra esterlina y yen japonés. Estas monedas son las utilizadas por el FMI y otros organismos financieros internacionales para regular las tasas de cambio y controlar la deuda externa de los países, entre otras operaciones. China se había quejado de menosprecio a su moneda, no obstante ser la segunda economía mundial y primera en términos de paridad adquisitiva. Desde noviembre pasado, el yuan ha pasado a formar parte del club.
No sería China la única gran potencia en reaparecer. Tras la era Yeltsin, una Rusia dirigida con mano de hierro por Putin daba golpes contundentes en el tablero mundial (para emplear el título del libro del impronunciable Zbigniew Brzezinski), primero poniendo fin a la rebelión secesionista en Chechenia, luego al reincorporar Crimea a Rusia y parar los pies a la OTAN en Ucrania para, finalmente, irrumpir en Siria y remover drásticamente la situación en Oriente Medio y Próximo. Debe aceptarse que la enérgica reacción rusa agarró a la OTAN por sorpresa y sin capacidad de respuesta. Tampoco la había. Bajo Putin, la economía rusa se ha reordenado y nadie –argumento definitivo– hace la guerra a un país que posee 15.000 ingenios nucleares. Más aún, el rearme de Rusia ha sido –y sigue siendo– simplemente espectacular, superando su desarrollo tecnológico incluso al alcanzado por la URSS en su periodo de esplendor.
Brzezinski escribió que uno de los objetivos de EEUU en Eurasia era manejar su política en este vasto continente de forma que «impida la emergencia de una potencia euroasiática dominante y antagónica», creando un equilibrio continental en el que los EEUU «ejerzan las funciones de árbitro político». Quería decir que EEUU debía actuar de forma que impidiera el renacimiento de Rusia como «una gran potencia dominante y antagónica». Otro objetivo fracasado. En Eurasia, ahora, no hay sólo una potencia dominante y antagónica, hay dos grandes potencias que, además, han establecido una alianza estratégica entre ellas. Con motivo de su visita oficial a Rusia, para asistir a los actos conmemorativos del 70 Aniversario del fin de la Segunda Guerra Mundial, el presidente de China, Xi Jinping, publicó en mayo de 2015 un mensaje en el que afirmaba que «los pueblos de China y de Rusia defenderán el mundo hombro con hombro, contribuirán al desarrollo y harán su aporte para asegurar una paz duradera en el planeta». El mensaje de Xi Jinping tenía un obvio destinatario: EEUU y la OTAN. Un mensaje a tomar en cuenta en el devenir de este siglo xxi, ahora que está próximo a cumplir su segunda década.
La gran derrotada en la nueva recomposición del mundo ha sido la Unión Europea, proyecto integracionista devorado por la OTAN. Europa es la única región del mundo donde EEUU ha podido alcanzar plenamente sus objetivos, excepción hecha de Ucrania y Georgia. Poco queda ya del proyecto europeo, salvo unas instituciones antidemocráticas al servicio del gran capital. Nada queda del proyecto social, devorado por el neoimperialismo alemán. Nada del Euroejército, convertido en anécdota. Nada de la política exterior y de seguridad común. La UE es un remedo de las «banana republics» que llenaron el mar Caribe de dictadores y sangre. «Banana republics» desarrolladas, ricas, sí, pero sometidas a Washington, igual que las subdesarrolladas y míseras Cuba o Nicaragua de los años treinta y cuarenta. Mientras los europeos se desperdician en el renacimiento de los nacionalismos –fenómeno del siglo xix– o de los fascismos –propio de los años treinta del siglo xx–, EEUU aprovecha el desconcierto europeo para militarizar el este de Europa, preparando escenarios de guerra que sólo a EEUU pueden interesar. Los países bálticos y Polonia han sido convertidos en los guardianes de los intereses estadounidenses y responden más a ellos que a cualquier proyecto europeísta. No obstante el abismo que puede abrirse en el este de Europa, los medios de comunicación occidentales apenas informan de esos hechos. ¿No interesa informar o está vetado en una prensa cada vez más concentrada en pocas manos? Europa no sólo se ha convertido en un peón de EEUU, sino que está viendo renacer el darwinismo social con la tragedia de los refugiados. Dicho más claramente, desde hace casi dos décadas, la UE vive un proceso kafkiano de convertirse, de proyecto de futuro, en triste escarabajo.
***
Una de las causas del desconcierto europeo es que, hasta ahora, no ha tomado en cuenta un factor geoestratégico que separa hondamente a Europa de EEUU. Como ha señalado Brzezinski, el «concepto estadounidense de seguridad [está] basado en la idea de que los Estados Unidos son una isla continental». Para entender cabalmente este concepto no sería mal ejercicio darle un vistazo a un mapamundi. EEUU, como todo el continente americano, está separado del resto de continentes por dos inmensos océanos, el Atlántico y el Pacífico. Es el único continente aislado completamente del resto del mundo, sin que el estrecho de Bering sirva de excepción. Unos pocos kilómetros separan Asia de Europa, y menos de 20 kilómetros España de África. Asia y Oceanía están conectadas por miríadas de islas. A América debe irse en barco o en avión. Decenas de horas y de días. Las dos guerras mundiales la enriquecieron a niveles astronómicos sin que una sola bomba afectara su territorio (en 1941, cuando el ataque japonés a Pearl Harbor, Hawái tenía el estatus de colonia). Por la misma causa que las bombas de las guerras mundiales no alcanzaron su territorio, resulta imposible para los refugiados de las guerras de la OTAN alcanzar territorio estadounidense. A EEUU, las guerras que provoca –Afganistán, Iraq, Libia, Siria– le quedan lejos, infinitamente lejos. El terrorismo también. Su condición de Estado-isla en un continente-isla determina toda su política. Puede provocar cualquier cantidad de caos en el mundo sin que ese caos llegue a rozar sus costas, salvo cuando se trata del narcotráfico, que es un fenómeno esencialmente americano y del que –aun así– escapa, pues la peor parte se la llevan países como México o Colombia. Con Europa ocurre exactamente lo contrario. Europa limita con Asia y África. Lo que ocurra en esos dos continentes le afecta de lleno, sobre todo si se trata de guerras promovidas por la Alianza Atlántica.
Los europeos no han entendido la profundidad y extensión de esta regla axiomática de la geopolítica. Han hecho una alianza a muerte con un país que nunca morirá con ellos. Todo lo contrario, los ha visto morir y se ha enriquecido hasta la obscenidad con sus desgracias. Para EEUU, las dos guerras mundiales fueron un regalo de dioses. Sin esas guerras no habría llegado nunca a lo que llegó sin sacrificar un dólar. Los europeos occidentales le siguen agradeciendo que les ayudara a vencer a Alemania, aunque, en la verdad histórica, su participación en la Primera Guerra Mundial fue simbólica y, en la Segunda, limitada, correspondiendo el mayor mérito a la URSS. Las decisiones que tome la UE respecto a Rusia nos dirán si habrá paz o guerra.
Capítulo I
De política, economía y psicología
Política: el arte –de muchos– de vivir del cuento
Término polifacético que define desde la «ciencia que trata del gobierno y la organización de las sociedades humanas, especialmente los Estados» hasta una clase o casta de personas que se dedican a tiempo parcial o completo a la actividad política. Max Weber (La política como profesión) define la política como «la aspiración a participar en el poder o a influir en la distribución del poder entre distintos Estados o, dentro de un Estado, entre los distintos grupos humanos que éste comprende». Es tan antigua como las sociedades humanas, en la medida que estas sociedades, para serlo, necesitan una organización mínima y, con la organización, a personas que ocupen o desempeñen los cargos propios de la misma, sean jefes, brujos, chamanes, dictadores, reyes o presidentes. La obra primigenia de referencia es la Política, obra escrita por Aristóteles, en el siglo v a.C. Desde entonces, se han publicado océanos de libros, tratados, artículos y similares para tratar el tema y darle razón, explicación y sistematización, los más de ellos aburridos, ininteligibles y fugaces. Aunque las ideologías jueguen lo suyo, la política, en su aplicación cotidiana, la deciden personas y grupos de intereses económicos, financieros o industriales, o todos a la vez.
Con contadas excepciones, el poder político lo suelen detentar los mismos grupos a lo largo de siglos, aunque muten de nombres, banderas o personajes. Es de referencia la frase del filme El Gatopardo, de Luchino Visconti, basado en la obra del mismo nombre del aristócrata siciliano Giuseppe Tomasi di Lampedusa. En una parte del filme, que trata del periodo de la formación de Italia (1860), Tancredo, uno de los protagonistas, expresa a su tío Don Fabrizio, príncipe de Salina: «Si queremos que todo quede como está es preciso que cambie todo», y la clase dominante se hace revolucionaria para mantener estatus y poder. La Revolución francesa fue un alzamiento contra la aristocracia, que terminó creando una nueva realeza, con el plebeyo Napoleón de emperador, para, después de su derrota, darse la restauración de los Borbones. La muerte del general Franco abrió las puertas al juego democrático en España, pero el juego lo terminaron jugando dos partidos, que se alternaban en el poder y entre ambos garantizaron que cambiaran las cuestiones –en sustancia– accesorias (las «alianzas de civilizaciones», por ejemplo), para no tocar nunca las fundamentales (la plutocracia que gobierna de facto, la fuga de capitales, las bases militares extranjeras, el sometimiento a Alemania, etcétera).
En una pluralidad de países, la política se ha convertido en una profesión, algo que se ve favorecido cuando no se establecen límites temporales a los periodos de gobierno para presidentes, alcaldes, diputados o como sea que se denominen los cargos públicos. Hay alcaldes que lo han sido toda su vida o casi, diputados que han puesto huevos en su sillón y dejado cuatro generaciones de polluelos. Esta falta de límites temporales está en la base de la conversión de la actividad política en una profesión. Estamos, en estos casos, ante los llamados «políticos profesionales», es decir, personas que viven por y para la política, a diferencia de los políticos «ocasionales», que, señala Weber en La política como profesión, no hacen de esa actividad «su vida, principalmente, ni en sentido material ni ideal». Los políticos profesionales, dice Weber, «viven de la política». Se «es» político como otros son dentistas, agricultores o científicos, aunque el pobre grado de productividad de la clase o casta política invitaría, en no pocos casos, a cerrar congresos, diputaciones o ayuntamientos e, incluso, gobiernos. El «drama» de estos personajes suele radicar en que se han profesionalizado tanto, que no han aprendido a ser o hacer otra cosa que políticos. De ahí que no se sepa cómo librarse de ellos luego de ser jubilados, voluntaria o forzosamente. Se sabe que algunos, secretamente, escriben libros con sus memorias, esperando que la gente, después de aguantarlos cuarenta años, sea lo suficientemente masoquista –o chismosa– para leerse 800 páginas sobre cómo lograron alcanzar una perfecta simbiosis de codos y coxis con reposabrazos, respaldos y asientos de sus sillones. España se inventó un órgano –el Senado– para depositar en él a políticos jubilados. El Parlamento Europeo ha sido convertido en otro cementerio de elefantes. Así, los políticos profesionales pueden seguir colgados, de una u otra forma, usufructuando recursos de los presupuestos nacionales o internacionales. Estos políticos, en fin, llegan a parecerse tanto unos a otros que terminan formando un grupo especial, que ha sido bautizado como «casta». Están, también, las «puertas giratorias», ese sistema a través del cual empresas –generalmente privatizadas– ofrecen altos cargos honorarios o directivos a exjerarcas políticos que han abandonado su profesión, como recompensa por los «sacrificios» realizados durante tanto años por el país. De las «puertas giratorias» a entronizar sistemas políticos corruptos no hay más que un paso.
Síndrome de hybris: el poder embriaga más que el alcohol
Conocido también como «embriaguez» o «borrachera del poder», es un síndrome que afecta a cierto porcentaje de políticos. Fue estudiado en la década de los setenta del pasado siglo por el político y neurólogo británico David Owen, aunque este síndrome ha estado presente en las culturas humanas desde tiempos inmemoriales. El nombre procede del griego hubris, término que suele traducirse como «desmesura». Robert Graves, en Los mitos griegos, le da el significado de «desvergüenza». Hubris, por su parte, surgió del teatro griego clásico, pues se empleaba para referirse a los actores que robaban escenas y, luego, por extensión, a las personas ostentosas o de conductas desmesuradas o de escasa vergüenza. En la Grecia clásica no existía el concepto del pecado, tal como lo entiende el cristianismo, por lo que remitían las conductas inapropiadas a decisión de los dioses. Éstos castigaban según las normas sociales, de modo que aquellas personas que las transgredían podían ser objeto de la ira divina.
La mitología griega abunda en casos de personas que incurrían en el hybris y eran condenadas por los dioses a castigos terribles, para mostrarles sus límites y devolverlos a ellos. En el panteón griego existía la diosa Hibris, hija del Érebo y la Noche, que representaba el exceso de los instintos y la carencia de moderación. Hibris tuvo una familia extensa. «De la unión entre la Noche y el Érebo nacieron el Hado, la Vejez, la Muerte, el Asesinato […], la Discordia, la Miseria, la Vejación, Némesis, la Alegría, la Amistad, la Piedad, las Parcas y las Tres Hespérides», refiere Graves. El castigo a la hybris lo expresa Herodoto en una célebre frase: «Los dioses tienden a abatir todo lo que descuella en demasía». Se calificaba de hybris a los guerreros que, vencedores en grandes guerras, se emborrachaban de poder y empezaban a comportarse abusiva y arbitrariamente, como si fueran dioses. Para controlar a la diosa Hibris estaba Némesis, la diosa del castigo. Los romanos, conscientes de estas conductas, cuando un emperador, general o cónsul desfilaba en triunfo por Roma, le ponían al lado, en el carro, a un siervo que les susurraba al oído que seguían siendo humanos. No parece haber servido de mucho o por mucho tiempo el remedio, pues en la época del imperio hubo un grupo notable de emperadores que se proclamaron dioses. Julio César fue el primero en ser adorado como dios. A Augusto se le llamó Sebastos, que significa «el divino» en griego. Calígula se proclamó dios con el nombre de Neos Helios.
David Owen, quien pasó casi toda su vida en la política y fue parte de la clase dirigente británica, publicó en 2008 una obra titulada In Sickness and in Power (En la enfermedad y en el poder), en la que analiza el impacto del poder en las personas y la influencia de las enfermedades en la toma de decisiones. Owen señala que la megalomanía «puede ser uno de los gajes del oficio para los políticos» y que «su manifestación en forma desarrollada» es la hybris. Un acto de hybris «era aquel en el cual un personaje poderoso, hinchado de desmesurado orgullo y confianza en sí mismo, trataba a los demás con insolencia y desprecio». Owen describe la trayectoria para llegar a desarrollar el síndrome de Hybris: «El héroe se gana la gloria y la aclamación al obtener un éxito inusitado contra todo pronóstico. La experiencia se le sube a la cabeza: empieza a tratar a los demás, simples mortales corrientes, con desprecio y desdén, y llega a tener tanta fe en sus propias facultades que empieza a creerse capaz de cualquier cosa. Este exceso de confianza en sí mismo lo lleva a interpretar equivocadamente la realidad que lo rodea y a cometer errores. Al final, se lleva su merecido y se encuentra con su némesis, que lo destruye». En los políticos, interesa «la hybris como descripción de un tipo de pérdida de capacidad». En los líderes políticos, el éxito «les hace sentirse excesivamente seguros de sí mismos y despreciar los consejos que van en contra de lo que creen, o en ocasiones toda clase de consejos, y que empiezan a actuar de un modo que parece desafiar a la realidad misma». El médico-político Owen elabora un listado de 14 síntomas, para facilitar la realización de un diagnóstico, señalando que bastan tres o cuatro de ellos para que se pueda diagnosticar la existencia del síndrome. De esa lista vale destacar los siguientes:
1. Inclinación narcisista a ver el mundo como un escenario donde ejercer su poder y buscar la gloria, en vez de un lugar con problemas que requieren planteamientos pragmáticos.
2. Forma mesiánica de hablar de lo que están haciendo y tendencia a la exaltación.
3. Una identificación de sí mismos con el Estado hasta el punto de considerar idénticos los intereses y perspectivas del Estado con los de ellos mismos.
4. Excesiva confianza en su propio juicio y desprecio del consejo y crítica ajenos.
5. Exagerada creencia –rayando en un sentimiento de omnipotencia– en lo que pueden conseguir personalmente.
6. Pérdida de contacto con la realidad, a menudo unida a un progresivo aislamiento.
7. Obstinada negativa a cambiar de rumbo, por creer que su «visión amplia» y la rectitud moral de sus actuaciones hace innecesario estudiar costes y resultados.
8. Un tipo de incompetencia –«incompetencia de la hybris»–, que los lleva a no preocuparse por los aspectos prácticos de una directriz política.
El psiquiatra Manuel Franco, de la Real Academia de Medicina, resume el proceso que suelen seguir los líderes políticos hasta alcanzar el síndrome de Hybris: «Una persona más o menos normal se mete en política y de repente alcanza el poder o un cargo importante. Internamente tiene un principio de duda sobre si realmente tiene capacidad para ello. Pero pronto surge la legión de incondicionales que le felicitan y reconocen su valía. Poco a poco, la primera duda sobre su capacidad se transforma y empieza a pensar que está ahí por méritos propios. Todo el mundo quiere saludarle, hablar con él, recibe halagos de belleza, inteligencia… y hasta liga». Esto, según el psiquiatra, ocurre en la primera fase del desarrollo del síndrome. En la siguiente, al líder político «ya no se le dice lo que hace bien, sino que menos mal que estaba allí para solucionarlo, y es entonces cuando se entra en la ideación megalomaníaca, cuyos síntomas son la infalibilidad y el creerse insustituible». A partir de esta fase, los políticos «comienzan a realizar planes estratégicos para 20 años como si ellos fueran a estar todo ese tiempo, a hacer obras faraónicas o a dar conferencias de un tema que desconocen». Que el síndrome de Hybris sea más común en la política que en otros campos obedece, según el doctor Franco, a que «en otros ámbitos es más frecuente que el que esté arriba sea el más capaz, pero en política no es así, porque los ascensos van más ligados a fidelidades. El poder no está en manos del más capaz, pero quien lo ostenta cree que sí y empieza a comportarse de forma narcisista».
La historia está llena de ejemplos, algunos para reír, otros para temblar. Calígula, en un encuentro, les espetó a dos cónsules: «Lo que encuentro gracioso es que, moviendo tan sólo un dedo, puedo hacerles cortar la cabeza al instante». Un episodio de la vida del presidente argentino Hipólito Yrigoyen (1852-1933) es ilustrativo del actuar de los aduladores que suelen rodear a los poderosos y que contribuyen a agravar el síndrome de Hybris. Los colaboradores más directos del presidente argentino decidieron, para no preocuparle por la mala situación política que vivía, ¡imprimir un diario especial para él! El popular presidente no se enteraba de nada. En 1930, durante su segundo periodo presidencial, Yrigoyen fue derrocado por un golpe de Estado. Hay, en Argentina, quienes niegan la existencia del diario especial. Cierta o falsa la historia, lo que no puede ponerse en duda es que los hombres de poder han vivido y viven rodeado de aduladores, que, si no diarios, sí elaboran informes laudatorios para agradar los oídos del gran líder.
No desconocía el fenómeno el autor político más citado de la historia. En El príncipe, Nicolás Maquiavelo escribió: «No quiero pasar en silencio un punto importante, que consiste en una falta de la que se preservan los príncipes difícilmente […] Esta falta es la de los aduladores, de que están llenas las cortes; pero se complacen los príncipes en lo que ellos mismos hacen, y en ello se engañan con una tan natural propensión, que únicamente con dificultad pueden preservarse contra el contagio de la adulación».
No es baladí el síndrome de Hybris. David Owen relata en su libro que George Bush Jr. y Tony Blair decidieron invadir Iraq intoxicados como estaban de una «borrachera de poder». En mayo de 2003, tres meses después, en un portaaviones, Bush declaró que «las principales operaciones militares en Iraq han terminado» y que «la batalla de Iraq es una victoria contra el terrorismo». Embriagado del síndrome de Hybris, Bush era incapaz de ver y entender nada, aunque su decisión había condenado al infierno al pueblo iraquí y a toda la región. En Iraq pensaban lo contrario. La verdadera guerra no había comenzado aún y el terrorismo estaba en pañales. Tras nueve años de conflicto, en diciembre de 2011 se retiraron las últimas tropas de combate de Iraq, sin haber alcanzado ninguna victoria, dejando el país en ruinas y destruido. Sobre ese fondo de desolación, muerte y rabia se multiplicarán los grupos radicales y el terrorismo alcanzará su mayor expansión.
Otro sector fuertemente afectado por el síndrome de Hybris es el financiero y bancario. Sobre el tema ha escrito Mathew Hayward, profesor de la Universidad de Colorado y exfinancista de riesgo en Wall Street. En 2007 apareció su obra Ego Chek: Why Executive Hubris is Wrecking Companies and Careers and How to Avoid the Trap (Por qué el orgullo desmedido de los ejecutivos está arruinando a las empresas y cómo evitar la trampa), un poco el equivalente del libro de David Owen, pero en el mundo empresarial. En su obra narra cómo el «orgullo desmedido», el síndrome de Hybris, ha llevado a muchos ejecutivos a fusiones de empresas completamente ruinosas, de las que analiza un centenar de casos, como la de American On Line y Time Warner. La operación terminó en fracaso, con pérdidas millonarias para los accionistas. Merck, la multinacional farmacéutica, estaba de capa caída en 1999. Para detener las pérdidas, el presidente de la empresa decidió apurar los estudios de un fármaco para el estómago, el Vioxx, descubierto en 1994. Lo sacó al mercado, pese a las advertencias de que el fármaco podía provocar enfermedades coronarias. En septiembre de 2004, Merck tuvo que retirar el Vioxx del mercado, después de que se hubieran dispensado 93 millones de recetas. En 2005, un tribunal de Texas le obligó a indemnizar con 250 millones de dólares a un consumidor. La Agencia de Medicamentos de EEUU calcularía, en un informe oficial, que el Vioxx había provocado cerca de 38.000 muertes por infartos.
El síndrome de Hybris puede afectar a cualquiera y darse en cualquier escala de poder. Se puede ver de cotidiano. Presidentes que quieren eternizarse en el poder, alcaldes que sienten que el ayuntamiento es suyo, políticos que terminan considerándose dueños de su partidos… En los años de la «burbuja financiera», España se llenó de obras ciclópeas y megalómanas que costaron al país 6.000 millones de euros, de aeropuertos sin aviones a autovías sin vehículos, pasando por museos y centros culturales. La lista es interminable y los daños también. Se precisa una vacuna para el síndrome de Hybris, aunque es siempre preferible la medicina preventiva: poner límites temporales a los cargos de tipo político (presidentes, diputados, alcaldes, etc.), de manera que ese límite actúe como Némesis de aquellos que han contraído el síndrome de Hybris o están en riesgo de contraerlo. Es lo de siempre: más vale prevenir que lamentar.
En 1965, el psicoanalista Erich Fromm relataba en su libro Ética y política que, hacía poco, «un alto cargo de Defensa Civil declaraba que, en caso de un primer ataque atómico a Estados Unidos, podrían morir 49.900.000 personas», y seguía desarrollando el tema. Fromm preguntaba, respecto a la frialdad del alto cargo al hablar de la destrucción del país: «¿No estamos locos?». (La verdad es que sí, hay suficiente gente en los gobiernos que debería ir por ley al psicoanalista.) Por demás, es de recordar cómo Eurípides, sumo maestro de la tragedia griega, resumía el castigo que recibían quienes se habían sumido en el síndrome de Hybris: «Aquel al que los dioses quieren destruir, primero le vuelven loco».
Pensamiento grupal: el grupo puede obturar la mente
Término o concepto elaborado por el psicólogo Irving Janis en 1972. Según lo explicaba el propio Janis, «uso el término “pensamiento grupal” [para referirme] a un modo de pensar en el que las personas se implican cuando están profundamente inmersas en un endogrupo cohesivo, cuando los esfuerzos que los integrantes realizan en pos de la unanimidad son muy superiores a su motivación de evaluar de manera realista los cursos alternativos de acción». Janis señala que utiliza el término «pensamiento grupal» siguiendo el mismo orden de las palabras de nuevo cuño empleadas por George Orwell en su novela 1984 –llevada al cine por Rudolph Cartier en 1954, por Michael Anderson en 1956 y por Michael Radford en 1984–, lo que da al término «una connotación perversa. Esta perversidad es intencional: el pensamiento grupal se refiere al deterioro de la eficacia mental, de la capacidad de contrastación de la realidad y del juicio moral que se producen como resultado de las presiones endogrupales». Janis se dio a la tarea de investigar casos de decisiones defectuosas tomadas «por un conjunto pequeño de decisores políticos que constituían un grupo cohesivo. Por decisión defectuosa entiendo aquella que es resultado de prácticas de toma de decisiones de muy baja calidad». Como resultado de sus investigaciones, encontró al menos seis importantes defectos en la toma de decisiones, que contribuían a los fracasos a la hora de solucionar problemas adecuadamente, a saber:
1. Las decisiones de grupo están limitadas a unas pocas alternativas de acción (a menudo sólo a dos), sin que se proceda a estudiar todas las alternativas de acción existentes.
2. El grupo no reexamina el curso de acción escogido al inicio por una mayoría grupal para analizar los riesgos e inconvenientes no evaluados al principio.
3. Los integrantes no prestan atención a las alternativas evaluadas inicialmente como insatisfactorias por una mayoría grupal, ni dedican tiempo a evaluar si no han pasado por alto algunas posibles ventajas o formas de reducir costos en las alternativas desechadas inicialmente por insatisfactorias.
4. Los integrantes prestan poca o ninguna atención a la obtención de información de expertos que pueden proporcionar evaluaciones de las ventajas y desventajas que cabría esperar de las distintas alternativas de acción.
5. Aparece un sesgo sobre la información real, los juicios de expertos y las críticas, de forma que el grupo tiende a preferir los hechos y opiniones que concuerdan con las opciones políticas iniciales, tendiendo a ignorar hechos y opiniones contrarias a sus opciones iniciales.
6. Los miembros del grupo dedican poco tiempo a deliberar acerca de las dificultades prácticas que puede encontrar la ejecución de la opción elegida, de manera que no elaboran planes contingentes a aplicar, en caso de que surjan los previsibles contratiempos que podrían hacer peligrar el éxito de la acción elegida.
Obviamente, la toma de decisiones equivocadas «puede originarse por otras causas comunes de la estupidez humana», como informaciones erróneas, exceso de información, fatiga, prejuicios o ignorancia. Lo relevante es que «una decisión que esté afectada por la mayoría de estos defectos, tiene pocas probabilidades de éxito». También hay que tomar en cuenta que, señala Janis, «la suerte y la estupidez del enemigo pueden a veces ofrecer un brillante resultado a una decisión equivocada». Por eso mismo, en ocasiones «el resultado es un fracaso, pero no siempre».
Sostiene Janis que «los grupos de mente débil muy probablemente serán extremadamente duros con los exogrupos y los enemigos. En sus relaciones con naciones rivales […] encuentran relativamente fácil la autorización de soluciones antihumanas como bombardeos a gran escala». Tras «adoptar soluciones militares duras», los miembros del grupo no se sentirán inclinados «a originar discusiones éticas» que impliquen «que este grupo estupendo que componemos con su humanitarismo y altos principios sea capaz de adoptar un curso de acción que sea inhumano o inmoral». La característica distintiva del pensamiento grupal es la idea de cohesión, «la tendencia a buscar la unión, lo que fomenta el superoptimismo, la falta de vigilancia y los pensamientos estereotipados sobre la debilidad e inmoralidad de los exogrupos».
Janis aclara que no «todos los grupos cohesivos [están] afectados por el pensamiento grupal». Por el contrario, «un grupo cuyos miembros tengan sus roles bien definidos, con procedimientos […] que hagan fácil la crítica, es probablemente capaz de tomar decisiones mejores que cualquier otro individuo de grupo que se enfrente solo al problema». Janis resume el tema central de su análisis recurriendo a la Ley de Parkinson: «A mayor amabilidad y espíritu corporativo de los miembros de un grupo de decisores políticos, mayor peligro de que el pensamiento crítico independiente pueda ser reemplazado por el pensamiento grupal, del cual resultan probablemente acciones irracionales y deshumanizadas dirigidas en contra de los exogrupos».
En resumidas cuentas, que todos los grupos examinados, a pesar de ser muy diferentes entre sí, «habían mostrado signos de alta cohesividad y de la tendencia paralela de búsqueda de convergencia que interfería con el pensamiento crítico, es decir, mostraban signos de pensamiento grupal, de sus aspectos centrales». Así que, ya sabemos, dos cabezas pueden pensar más que una, pero muchas cabezas pueden terminar pensando bastante peor que una sola. En una generalidad de países, la política exterior y las guerras suelen ser analizadas por grupos cohesivos que plantean los problemas en blanco y negro, y donde, normalmente los «buenos» son ellos y los «malos» los otros. Así pueden ordenar bombardeos inmisericordes contra países indefensos o de inferiores recursos (piénsese, por ejemplo, en los bombardeos estadounidenses sobre Vietnam o en la brutalidad de los de la OTAN sobre Yugoslavia o Libia, o los de Israel sobre la franja de Gaza, en noviembre de 2012) o bien adoptar medidas de extrema crueldad contra países enteros (las sanciones contra Iraq después de la Segunda Guerra del Golfo, que incluían la prohibición de vender productos medicinales, mataron a más de medio millón de iraquíes, la mayor parte niños).
Los bombardeos de Israel sobre Gaza, en noviembre de 2012, provocaron miles de víctimas entre la población civil, muchos de ellos niños. Nadie pagó por nada.
Llévese la cuestión del pensamiento grupal a partidos y centros de poder como Bruselas y encontrará respuesta a los recortes sociales, los desahucios masivos de familias, el desempleo o la corrupción rampante. Habría que adoptar leyes que obliguen a hacer públicas las reuniones grupales de gobiernos, grandes empresas (sobre todo de aquellas que controlan los servicios básicos) y burocracias internacionales, como la existente en la Unión Europea donde, recordando a don Francisco de Goya y Lucientes, los sueños de la razón producen monstruos.
Psicópatas, sociedades y sistemas económicos
Robert D. Hare, nacido en Calgary, Alberta, Canadá, en 1934, es doctor en Psicología, profesor emérito de la University of British Columbia y autor del prestigioso test PCL (Psychopathy Checklist) y de su revisión, el PCL-R, considerado el más exacto para identificar conductas violentas. Ha sido asesor del FBI y trabajado en Gran Bretaña y Canadá desarrollando programas para tratamiento de las conductas psicopáticas. En su obra más celebrada narra cómo fue su inicio en el mundo de la psicología de cierta clase de criminales: «Después de obtener el máster en psicología a principios de la década de 1960, busqué un trabajo para alimentar a mi mujer y a mi pequeña hija y para pagar mis estudios posteriores. Sin haber trabajado nunca antes en una prisión, me encontré siendo el único psicólogo de la Penitenciaría de British Columbia». Aquella experiencia con criminales fue el principio de una ardua investigación sobre un tipo de conducta frecuente en criminales violentos, pero no sólo en ellos. Producto de 25 años de estudios e investigaciones, fue una obra que Hare tituló Sin conciencia, publicada en EEUU en 1993 y que marcó un hito en su campo. Estaba dedicada a un tipo de personalidad: la psicopatía. Se trató de la primera investigación que enfocaba el tema de las psicopatías de forma sistematizada y con estudio de casos. Hare empezaba su libro con una definición de este tipo de personas:
Los psicópatas son depredadores que encandilan, manipulan y se abren camino en la vida sin piedad, dejando una larga estela de corazones rotos, expectativas arruinadas y billeteras vacías. Con una total carencia de conciencia y sentimientos por los demás, toman lo que les apetece de la forma que les viene en gana, sin respeto por las normas sociales y sin el menor rastro de arrepentimiento o piedad. Sus asombradas víctimas preguntan desesperadamente: « ¿Quiénes son esas personas?», « ¿Por qué son así?», « ¿Qué podemos hacer para protegernos de ellas?». Aunque estas cuestiones y otras relacionadas han sido objeto de especulación clínica e investigación empírica durante cien años –y de mi propio trabajo durante un cuarto de siglo–, ha sido en las últimas dos décadas cuando el increíble misterio de la psicopatía ha empezado a revelarse.
El capítulo 7 está dedicado a los «Psicópatas de cuello blanco», es decir, no a los psicópatas criminales que tantos temas han dado al cine (M, el vampiro de Dusseldorf [1931] de Fritz Lang, Psicosis [1960], de Alfred Hitchcock, El silencio de los cordero [1991], de Jonathan Demme, o The Chaser [2008], de Na Hong-jin, son títulos insoslayables), como asesinos en serie, secuestradores sádicos o similares. Los psicópatas de cuello blanco dedican sus impulsos a acumular dinero, que es el leitmotiv del capitalismo. Dicho capítulo empieza narrando cómo sus estudios sobre psicópatas criminales le llevarán a dar con los psicópatas que habitaban en el mundo de la economía y las finanzas:
En julio de 1987, en respuesta a un artículo publicado en The New York Times que resumía mi trabajo sobre la psicopatía, recibí una carta del ayudante del fiscal del distrito, Brian Rosner, de Nueva York. Me explicaba que recientemente había participado en la vista de un hombre acusado por un fraude multimillonario a un banco internacional. «Su descripción del artículo me hizo pensar que ese hombre era un psicópata. [...] En el Departamento de Fraudes, nuestra especialidad es, parafraseándole, el abogado, el médico o el hombre de negocios sinvergüenza. Creo que su trabajo nos ayudará a hacer entender a los tribunales por qué hombres con educación, embutidos en carísimos trajes, cometen esos delitos y qué se debe hacer con ellos. Le he adjuntado, para su interés, material sobre el caso. Si alguna vez necesita hechos que confirmen esa teoría, aquí los encontrará.»
Las investigaciones de Hare permiten entender, desde perspectivas psicológicas, muchos de los hechos acaecidos en España y otros países europeos a raíz de la crisis económica originada en 2008, que ha provocado la mayor catástrofe económica y social de las últimas décadas. Los gobiernos europeos, guiados por la Troika, pusieron en marcha una suma de medidas draconianas y brutales, que se resumían en una: el sacrificio inmisericorde de las clases populares y buena parte de las clases medias para salvar los intereses de minorías privilegiadas, poniendo el sistema económico y financiero al servicio de las clases dominantes. Los gobiernos, puestos a escoger entre personas y bancos, escogieron los bancos. Las medidas de «salvación» incluyeron despidos masivos, desahucios inmorales, reducción de la protección médica, social y educativa, merma de las pensiones… Medidas inhumanas que producían terribles sufrimientos a buena parte de las sociedades. El resultado ha sido una fractura social escandalosa, más próxima al siglo xix o principios del xx que al siglo xxi (aunque se hable de «recuperación económica», esa recuperación sólo ha servido –y sirve– a una plutocracia que ha emergido de la crisis más opulenta que nunca).
Pero el hecho a destacar es el siguiente: todas esas medidas inhumanas fueron tomadas y aplicadas sin la menor compasión ni piedad. Quienes las aprobaban sabían que iban a producir enormes niveles de sufrimiento, pero ese sufrimiento no les importaba ni les provocaba dudas morales. Todo lo contrario. Argumentaban y sostenían que eran medidas absolutamente necesarias, como podía serlo una operación médica para salvar una vida. En el caso de Grecia actuaron, incluso, con sadismo, un sadismo multiplicado por el reto planteado por el primer ministro Alexis Tsipras, al convocar –y ganar– un referéndum sobre los recortes sociales que quería imponer la Unión Europea. Nadie, en los medios de comunicación, hizo una aproximación a la conducta de la Troika y sus mesnadas desde la psicología. No obstante, Hare, en la obra citada, al explicar la psicología de los psicópatas pareciera estar describiendo a la Troika y sus adláteres:
Los psicópatas muestran una increíble falta de interés por los devastadores efectos que sus acciones tienen en los demás. Frecuentemente, lo admiten sin tapujos: no tienen sentimientos de culpa. No se arrepienten en absoluto del dolor y la destrucción que han causado y afirman que no hay razón para preocuparse.
Sigue exponiendo Hare: «El débil y el vulnerable –de quienes se ríen más que otra cosa– son sus objetivos favoritos. “En el mundo del psicópata no existe el meramente débil –escribió el psicólogo Robert Rieber–. El que es débil también es un imbécil, esto es, alguien que pide que le exploten”». Eso pareciera guiar los esquemas económicos prevalecientes en la Unión Europea. No hay lugar para los débiles y desamparados. Simplemente no existen, simplemente no importan. La actitud asumida ante la tragedia de los refugiados –insolidaria, indiferente al dolor, inmoral, ilegal– reforzaría el diagnóstico de Hare sobre este tipo de personas en puestos de poder. Bernard Madoff, el mayor estafador de la historia reciente de EEUU, es ejemplo conspicuo de psicópata incrustado en el mundo de las finanzas. Madoff, hombre encantador y convincente, alcanzó las mayores cimas financieras y fue tal su prestigio que personalidades como el director de cine Steven Spielberg, gestoras financieras, universidades y grandes bancos como el Santander le confiaron su dinero. La estafa piramidal alcanzó los 50.000 millones de dólares. Quienes llegaron a conocerlo, lo calificaron de persona malvada, cruel, amoral y arrogante, pero un «ingenioso diablo». Madoff no tuvo límites. Estafó a su propia familia y a pobres pensionistas. Los millonarios estafados duelen nada. Los pensionistas que terminaron recogiendo comida en los contenedores de basura, sí. Hasta descubrirse el fraude, Madoff era un admirado icono del capitalismo. Un auténtico ídolo de multitudes. (Hollywood, como no podía ser de otra forma, estrenó en 2017 una película sobre su vida –Wizard of lies, de Barry Levinson–, que se quedó en la superficie del psicópata.)
Sobre la estela de Robert Hare, en España, Inmaculada Jáuregui, en su artículo «Psicopatía: pandemia de la Modernidad», de 2008, sostiene que la psicopatía «parece ser una patología consustancial a la modernidad, profundamente ligada a los “valores” económicos que van filtrándose en la cultura» hasta devaluar la idea de democracia. Aplicada al mundo económico, Jáuregui resume: «El ser humano no importa al capital. El dinero no tiene ética ni moral. Quien dice dinero dice negocios, dice empresas, dice política, dice corrupción, dice especulación, pero dice sobre todo de aquellas personas que están detrás de este tipo de mercadeo: los psicópatas». El capitalismo neoliberal, continúa Jáuregui, «nos dice […] que en el mundo no hay lugar para todos, no hay comida para todos, no hay derechos para todos […] Una vez que todos hemos aceptado las reglas del juego, cualquier carnicería, cualquier atrocidad queda legitimada». Los «valores» que se inculcan a los niños desde su infancia llevan a crear sociedades psicopáticas, afirma por su parte el psicólogo Iñaki Piñuel en Mi jefe es un psicópata, publicado en 2007. En «una sociedad psicopática –dice Piñuel– el narcisismo social dominante hace, además, el resto, inoculando desde pequeños a los niños la necesidad del éxito, de apariencia y de notoriedad social. El virus del narcisismo social les conduce a la rivalidad, la competitividad, la envidia y el resentimiento contra los demás […] [Eso] explica por qué muchos de estos niños, al hacerse mayores, se convierten en depredadores en organizaciones en las que recalan como trabajadores». Piñuel también sostiene que el sistema puede cambiar a buenas personas en depredadores de muchas formas, una de ellas por los mecanismos de pertenencia e identificación con el grupo, es decir, que personas normales pueden derivar en psicópatas como «efecto colateral» del pensamiento grupal.
Escribía Bertrand Russell en los años treinta (Elogio de la ociosidad y otros ensayos) las razones por las que no aceptaba el comunismo –filosóficas, económicas, tendencia al autoritarismo, dictadura de clases…– y rechazaba el fascismo. Con una diferencia sustantiva. En palabras de Russell: «Mis objeciones al fascismo son más simples que mis objeciones al comunismo y, en cierto sentido, más fundamentales. El propósito del comunismo es un propósito con el cual, en conjunto, estoy de acuerdo; mi desacuerdo se refiere más a los medios que a los fines. Pero en el caso del fascismo me disgustan los fines tanto como los medios». Para Russell,
el comunismo es antidemocrático, pero sólo durante un tiempo, al menos en cuanto a sus fundamentos teóricos […] por añadidura, su objetivo es servir a los intereses de los asalariados, que son mayoría en los países desarrollados […] El fascismo es antidemocrático en un sentido más fundamental. No acepta la felicidad del mayor número como principio justo de gobierno, sino que elige a ciertos individuos, ciertas naciones, ciertas clases, como «los mejores» y como únicos merecedores de consideración. Los demás están para que se les obligue por la fuerza a servir a los intereses de los elegidos. Y trata de asegurar tales intereses, no tanto mediante el aumento de la eficiencia, como mediante el aumento de la opresión tanto de los asalariados como de los sectores antipopulares de la misma clase media.
De Bertrand Russell a Robert H. Hare existe un hilo conductor que es conveniente seguir. El nazismo estuvo lleno de psicópatas, como los movimientos y partidos neonazis lo están hoy. Puede verse en el tratamiento racista, inhumano y cruel hacia los refugiados que han llegado a Europa huyendo de las guerras promovidas por Europa. Pareciera existir un vínculo natural entre fascismo, capitalismo y psicopatías. Jáuregui así lo sostiene, recordando que en la ética capitalista, de origen calvinista –como recoge Max Weber en La ética protestante y el espíritu del capitalismo–, «el lucro es un deber moral. La racionalización o racionalidad que propone la nueva religión reduce al mundo y todo lo que habita en él a un objeto de cálculo, explotación y dominación». La diferencia es que hoy no hacen falta divisiones blindadas ni campos de concentración. Los nuevos panzers son los bancos y las instituciones financieras; los campos de concentración, países enteros como ejemplifica Grecia, país-probeta usado para escarmentar a quienes quieren abandonar el campo de prisioneros. Tampoco hace falta llegar a los niveles de barbarie del nazismo. Basta con aplicar las leyes. El capitalismo social conocido como «Estado de bienestar» habría derivado a un sistema nuevo, que combina un fascismo blando con un capitalismo duro e implacable, dirigido por sonrientes y encantadores psicópatas que, de mil formas, van vaciando nuestros bolsillos y convirtiéndonos en masa esclava, demediada y prisionera del sistema. El soma –la droga que la clase dirigente administraba a los habitantes de El mundo feliz de Aldous Huxley para que vivieran en una nube que, sin el soma, no existía– adquiere forma de sobredosis de fútbol, incitación disparatada al consumismo y lavado permanente de cerebros utilizando los medios de comunicación de masas, especialmente la televisión, como anticipaba George Orwell en su célebre y aterradora novela 1984.
Refiriéndose a los psicópatas de cuello blanco, Hare citaba un artículo de Forbes titulado «Scam Capital of the World» («La capital mundial del timo»), que describía la bolsa de Vancouver como un lugar «infestado de promotores deshonestos, de hijos de promotores deshonestos y de hijos de amigos de promotores deshonestos». Hare afirmaba en Sin conciencia que, «si no pudiésemos estudiar a los psicópatas en la cárcel, mi siguiente elección sería probablemente la bolsa de Vancouver». Y hacía una observación que sigue siendo tan válida ayer como hoy:
Finalmente, el delito de cuello blanco es muy lucrativo, las posibilidades de que les pillen son mínimas y las sanciones triviales. Piénsese en los que usan información privilegiada, los reyes de los bonos basura y los tiburones de los empréstitos. Sus depredadoras operaciones financieras son espectacularmente beneficiosas para ellos, incluso cuando les pillan. En muchos casos, las reglas del juego delictivo a gran escala no son las mismas que las del delito ordinario. En el primer caso, sus protagonistas suelen formar parte de una red estructurada para proteger sus mutuos intereses. Provienen del mismo estrato social y las mismas escuelas, pertenecen a los mismos clubes e incluso desempeñan un papel decisivo en el establecimiento de las reglas de control gubernamental. Un ladrón de bancos puede ser condenado a veinte años de prisión, mientras que un abogado, un hombre de negocios o un político que defrauda millones de dólares puede recibir sólo una multa o una sentencia (luego suspendida), después de un juicio ampliamente demorado y nada claro. Condenamos al ladrón de bancos, pero le pedimos al desfalcador que invierta nuestro dinero o se apunte a nuestro club de tenis.
En febrero de 2016, un tribunal español falló, después de años de juicio, la quiebra dolosa en 2009 de la entidad financiera Caja Castilla-La Mancha. El expresidente de la entidad, que había provocado pérdidas por 9.000 millones de euros, que tuvieron que ser puestos por el Estado, fue condenado a dos años de prisión y a una multa 29.970 euros, cuando su salario anual en la Caja era de 150.000 euros. España tuvo su símil de Bernard Madoff: el exbanquero Mario Conde. Siendo presidente del Banco Español de Crédito, lo llevó a la quiebra en 1993, con daños para el Estado de 2.520 millones de euros. Fue condenado a veinte años de cárcel, de los que sólo cumplió realmente cuatro En febrero de 2016, el expresidente de los empresarios de España, Gerardo Díaz Ferrán, fue condenado a dos años de cárcel por apropiarse de 4,4 millones de euros. Definitivamente, «los delitos de cuello blanco son muy lucrativos». Otro es el destino de los pobres dentro del sistema: robar una gallina tasada en 5 euros costó un año de cárcel a un joven de 18; un robo de teléfono móvil, dos años; robar dos cajas de pizzas, por hambre, año y medio de cárcel… y así en un listado interminable.
Otro hecho merece atención. ¿Por qué razón estos psicópatas de guante blanco levantan tanta admiración? ¿Por qué, incluso después de conocerse la estafa, el engaño, hay tanta gente que los sigue respaldando? Hare cita el caso de Ed Lopes, que por ocho años se hizo pasar por pastor bautista, contando historias truculentas de su pasado. Descubierto por un periodista, «Lopes admitió haber violado la libertad condicional en Illinois, estrangulado a su segunda mujer, golpeado hasta la muerte a otra mujer y apuñalado y estrangulado a su novia». Conocida la noticia, algunos miembros del pueblo se mostraron consternados. Otros «reunieron el dinero para la fianza (que era ridículamente baja: tan sólo 5.000 dólares) y se manifestaron en su apoyo». Hare, desarmado, hace una confesión: «Siempre me ha sorprendido la fuerte atracción que sienten muchas personas hacia los delincuentes. Supongo que, muchas veces, vivimos nuestras propias fantasías a través de aquellos que traspasan la frontera de la ley». También constata otro hecho: «Desafortunadamente, mucha gente considera que los delitos de cuello blanco no son delitos graves porque no causan daños físicos a la gente, a diferencia del robo a mano armada o la violación». Tal vez esos oscuros e inexplicables –por ahora– mecanismos humanos eluciden por qué tanta gente vota a partidos rampantemente corruptos o por qué personas condenadas por delitos económicos se convierten en estrellas televisivas. Mario Conde, tras salir en libertad en 2012, creó un partido y se presentó de candidato a la Xunta de Galicia. Además, una importante cadena de televisión le dedicó una miniserie. Los psicópatas son lo que son. Lo inexplicable es la admiración que despiertan.
Comentaba Hare: «Por nuestro bienestar físico, psíquico y financiero es crucial que sepamos identificar al psicópata, protegernos de él y minimizar el daño que nos pueda hacer». Parece que es hora de que nos tomemos esta recomendación en serio. Los psicópatas más peligrosos no están en las cárceles. Están en los sectores económicos y en la política. El psicólogo Kevin Dutton, autor de La sabiduría de los psicópatas, de 2013, explica –entre otras muchas cosas– cómo hay psicópatas que han llegado a ser presidentes de EEUU. Dutton hizo un listado de las profesiones preferidas por los psicópatas: empresarios, reporteros, periodistas, abogados… Debería, como medida de legítima defensa, proponerse una ley que obligue a los altos cargos económicos, financieros, políticos o militares a realizar un Psychopathy Checklist, el mencionado test elaborado por un equipo dirigido por Hare, «que se usa ahora en todo el mundo para ayudar a los clínicos a distinguir, con una eficacia razonable, los auténticos psicópatas de las personas que simplemente se saltan las normas». O bien el Inventario de Personalidad NEO-PI-R. Podríamos llevarnos muchas sorpresas. ¿O no tantas?
Casta: las irresistibles mieles del poder
Del latín castus, puro, según unos, o del gótico kastan, según el Diccionario de la Lengua Española. Corominas remite al término gótico kasts, que hacía referencia a «grupo de animales» o «nidada de pájaros». Hacia 1471 significaba «especie animal»; para 1500, «clase, calidad o condición». De significados varios, se emplea el término para referirse a un grupo humano que por motivos etnológicos, políticos, sociales o religiosos –y hasta profesionales– permanece o se mantiene separado del resto de la sociedad a causa de sus prejuicios o costumbres. Aunque el sistema de castas ha estado presente en todas las sociedades humanas con distintos nombres (sacerdotes, nobles, guerreros, artesanos, plebe), es en la India donde adquiere una expresión más definida dentro del hinduismo; religión, cuyos orígenes se remontan a las invasiones de pueblos arios, entre 2.000 a 1.700 años antes de Cristo. Cuatro son las castas superiores en el hinduismo: brahmanes (sacerdotes e intelectuales), kshátriyas (reyes y guerreros), vaihyas (comerciantes) y shudras (artesanos, campesinos y trabajadores). Debajo de estas castas hay miles de subcastas, hasta llegar a los dálist o intocables, seres impuros, sin casta, a los que está prohibido tocar, debido a que realizan todos los oficios indignos o infectos. La casta «marca el estatus de las personas. Se nace, se vive y se muere en una casta y no es posible cambiar a otra», explica la Fundación Vicente Ferrer.
En política, las castas se forman a partir del control del poder por un grupo reducido de partidos que, aunque inicialmente democráticos, hacen del usufructo del Estado su modo de vida y de ascenso social y económico. Los primeros en investigar el tema fueron los periodistas italianos Sergio Rizzo y Gian Antonio Stella, quienes publicaron, en 2007, una investigación sobre la clase política italiana que titularon La casta. Cómo los políticos italianos se han vuelto intocables. En España, el periodista Daniel Montero hizo una investigación similar, publicada en 2009 con el título La casta, el increíble chollo de ser político en España. Otros dos periodistas siguieron la estela, recogida en el libro La casta autonómica. La delirante España de los chiringuitos locales, publicado en 2012. Por vez primera, se investigaba el modus vivendi de la clase política.
La formación de «castas políticas» se ve favorecida por la inexistencia de límites temporales a la ocupación de cargos públicos, como ocurre en España, donde hay políticos que lo son de la cuna a la tumba (el alcalde de Castillejos de Mesleón ocupa el cargo ininterrumpidamente desde 1964 y seguirá hasta 2019, si no fallece antes). De la eternización en los cargos a las complicidades mutuas –entre toros no hay cornadas– y a la corrupción no hay más que breves pasos. La connivencia del control de lo público con intereses empresariales termina convirtiendo el cargo público en mina de oro. De ahí surge la figura del «delincuente de cuello blanco». Este tipo de delincuente, según Hermann Manheim, citado por Piero Rocchini en La neurosis del poder, «no es ni un criminal político ni un rebelde. Se aprovecha de la debilidad de la sociedad en lugar de rebelarse contra sus iniquidades, y su interés por la reforma del sistema social, legal y político normalmente está ligada a cambios que le permitan conseguir cada vez más dinero y obtener mayor autoridad; con esta práctica la política deja de ser un servicio a la sociedad para convertirse en medio de enriquecimiento fácil, lícito o ilícito». Se hizo célebre en España la frase de un político –retirado a la fuerza– que afirmó: «Yo estoy en política para forrarme». Más descaro, imposible. Las ideas políticas se desvanecen y el sistema se transforma en un do ut des, te doy para que me des. El caso de las comisiones del 3% a Convergència i Unió, fue denunciado por el entonces president de la Generalitat de Cataluña, Pascual Maragall, en febrero de 2005, en un episodio muy difundido en los medios de comunicación. En un debate en el Parlament, el president Maragall le dice a Artur Mas: «Ustedes tienen un problema que se llama 3%». Artur Mas salta de su asiento y responde: «Usted ha perdido los papeles […] Sabe que nuestro grupo estaba dispuesto a colaborar […] pero ahora mismo acaba de mandar esta legislatura a hacer puñetas». Maragall rectificará y nadie investigará las comisiones del 3%, hasta el verano de 2015, diez años después. Este episodio es ejemplo de cómo funciona el sistema de complicidades entre partidos convertidos en «casta», sin importar la ideología. «Yo te dejo gobernar y tú me dejas hacer» y así hasta el infinito. De esa omertá salen contratos amañados, recalificaciones de terrenos, «puertas giratorias», comisiones por obras y un largo etcétera que ocuparía a los jueces una década entera.