Por qué leer los clásicos - Italo Calvino - E-Book

Por qué leer los clásicos E-Book

Italo Calvino

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«En este volumen se presenta gran parte de los ensayos y artículos de Calvino sobre "sus clásicos": los libros de los escritores y poetas, los hombres de ciencia que más contaron para él, en diversos periodos de su vida».Esther Calvino Los clásicos son, para Italo Calvino (1923-1985), aquellos libros que nunca terminan de decir lo que tienen que decir, textos que «cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad». Y ése es el convencimiento que anima a Italo Calvino a comentar los «suyos», según su criterio de que el clásico de cada uno «es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él». Así, mezclados en el tiempo y en la historia de la literatura universal, el lector descubre las lecturas de Italo Calvino. El resultado de todo ello es una obra que se ha convertido, a su vez, en un clásico.

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Índice

Cubierta

Portadilla

Nota preliminar

Por qué leer los clásicos

Por qué leer los clásicos

Las Odiseas en la Odisea

Jenofonte, Anábasis

Ovidio y la contigüidad universal

El cielo, el hombre, el elefante

Las siete princesas deNezami

Tirant lo Blanc

La estructura del Orlando

Pequeña antología de octavas

Gerolamo Cardano

El libro de la naturaleza en Galileo

Cyrano en la Luna

Robinson Crusoe, el diario de las virtudes mercantiles

Cándido o la velocidad

Denis Diderot, Jacques el fatalista

Giammaria Ortes

El conocimiento pulviscular en Stendhal

Guía de La cartuja destinada a los nuevos lectores

La ciudad-novela en Balzac

Dickens, Our mutual friend

Gustave Flaubert, Tres cuentos

Lev Tolstói, Dos húsares

Mark Twain, El hombre que corrompió a Hadleyburg

Henry James, Daisy Miller

Robert Louis Stevenson, El pabellón en las dunas

Los capitanes de Conrad

Pasternak y la revolución

El mundo es una alcachofa

Carlo Emilio Gadda, El zafarrancho

Eugenio Montale, «Forse un mattino andando»

El escollo de Montale

Hemingway y nosotros

Francis Ponge

Jorge Luis Borges

La filosofía de Raymond Queneau

Pavese y los sacrificios humanos

Bibliografía

Notas

Créditos

Nota preliminar

En una carta del 27 de noviembre de 1961 Italo Calvino escribía a Niccolò Gallo: «Para recoger ensayos dispersos e inorgánicos como los míos hay que esperar a la propia muerte o por lo menos a la vejez avanzada».

Sin embargo Calvino inició esta tarea en 1980 con Una pietra sopra [Punto y aparte], y en 1984 publicó Collezione di sabbia [Colección de arena (Siruela, 2001)].Después autorizó la inclusión en las versiones inglesa, norteamericana y francesa de Una pietra sopra –que no son idénticas a la original– de los ensayos sobre Homero, Plinio, Ariosto, Balzac, Stendhal, Montale y del que da título a este libro. Además modificó –en un caso, Ovidio, añadió una página que dejó manuscrita– algunos de los títulos destinados a una edición italiana posterior.

En este volumen se presenta gran parte de los ensayos y artículos de Calvino sobre «sus clásicos»: los libros de los escritores y poetas, los hombres de ciencia que más contaron para él, en diversos periodos de su vida. Por lo que se refiere a los autores de nuestro siglo, he dado preferencia a los ensayos sobre los escritores y poetas por los cuales Calvino sentía particular admiración.

Esther Calvino

Por qué leer los clásicos

Por qué leer los clásicos

Empecemos proponiendo algunas definiciones.

1. Los clásicos son esos libros de los cuales suele oírse decir: «Estoy releyendo...» y nunca «Estoy leyendo...».

Es lo que ocurre por lo menos entre esas personas que se supone «de vastas lecturas»; no vale para la juventud, edad en la que el encuentro con el mundo, y con los clásicos como parte del mundo, vale exactamente como primer encuentro.

El prefijo iterativo delante del verbo «leer» puede ser una pequeña hipocresía de todos los que se avergüenzan de admitir que no han leído un libro famoso. Para tranquilizarlos bastará señalar que por vastas que puedan ser las lecturas «de formación» de un individuo, siempre queda un número enorme de obras fundamentales que uno no ha leído.

Quien haya leído todo Heródoto y todo Tucídides que levante la mano. ¿Y Saint-Simon? ¿Y el cardenal de Retz? Pero los grandes ciclos novelescos del siglo XIX son también más nombrados que leídos. En Francia se empieza a leer a Balzac en la escuela, y por la cantidad de ediciones en circulación se diría que se sigue leyendo después, pero en Italia, si se hiciera un sondeo, me temo que Balzac ocuparía los últimos lugares. Los apasionados de Dickens en Italia son una minoría reducida de personas que cuando se encuentran empiezan enseguida a recordar personajes y episodios como si se tratara de gentes conocidas. Hace unos años Michel Butor, que enseñaba en Estados Unidos, cansado de que le preguntaran por Émile Zola, a quien nunca había leído, se decidió a leer todo el ciclo de los Rougon-Macquart. Descubrió que era completamente diferente de lo que creía: una fabulosa genealogía mitológica y cosmogónica que describió en un hermosísimo ensayo.

Esto para decir que leer por primera vez un gran libro en la edad madura es un placer extraordinario: diferente (pero no se puede decir que sea mayor o menor) que el de haberlo leído en la juventud. La juventud comunica a la lectura, como a cualquier otra experiencia, un sabor particular y una particular importancia, mientras que en la madurez se aprecian (deberían apreciarse) muchos detalles, niveles y significados más. Podemos intentar ahora esta otra definición:

2. Se llama clásicos a los libros que constituyen una riqueza para quien los ha leído y amado, pero que constituyen una riqueza no menor para quien se reserva la suerte de leerlos por primera vez en las mejores condiciones para saborearlos.

En realidad, las lecturas de juventud pueden ser poco provechosas por impaciencia, distracción, inexperiencia en cuanto a las instrucciones de uso, inexperiencia de la vida. Pueden ser (tal vez al mismo tiempo) formativas en el sentido de que dan una forma a la experiencia futura, proporcionando modelos, contenidos, términos de comparación, esquemas de clasificación, escalas de valores, paradigmas de belleza: cosas todas ellas que siguen actuando, aunque del libro leído en la juventud poco o nada se recuerde. Al releerlo en la edad madura, sucede que vuelven a encontrarse esas constantes que ahora forman parte de nuestros mecanismos internos y cuyo origen habíamos olvidado. Hay en la obra una fuerza especial que consigue hacerse olvidar como tal, pero que deja su simiente. La definición que podemos dar será entonces:

3. Los clásicos son libros que ejercen una influencia particular ya sea cuando se imponen por inolvidables, ya sea cuando se esconden en los pliegues de la memoria mimetizándose con el inconsciente colectivo o individual.

Por eso en la vida adulta debería haber un tiempo dedicado a repetir las lecturas más importantes de la juventud. Si los libros siguen siendo los mismos (aunque también ellos cambian a la luz de una perspectiva histórica que se ha transformado), sin duda nosotros hemos cambiado y el encuentro es un acontecimiento totalmente nuevo.

Por lo tanto, que se use el verbo «leer» o el verbo «releer» no tiene mucha importancia. En realidad podríamos decir:

4. Toda relectura de un clásico es una lectura de descubrimiento como la primera.

5. Toda lectura de un clásico es en realidad una relectura.

La definición 4 puede considerarse corolario de ésta:

6. Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir.

Mientras que la definición 5 remite a una formulación más explicativa, como:

7. Los clásicos son esos libros que nos llegan trayendo impresa la huella de las lecturas que han precedido a la nuestra, y tras de sí la huella que han dejado en la cultura o en las culturas que han atravesado (o más sencillamente, en el lenguaje o en las costumbres).

Esto vale tanto para los clásicos antiguos como para los modernos. Si leo la Odisea leo el texto de Homero, pero no puedo olvidar todo lo que las aventuras de Ulises han llegado a significar a través de los siglos, y no puedo dejar de preguntarme si esos significados estaban implícitos en el texto o si son incrustaciones o deformaciones o dilataciones. Leyendo a Kafka no puedo menos que comprobar o rechazar la legitimidad del adjetivo «kafkiano» que escuchamos cada cuarto de hora aplicado a tuertas o a derechas. Si leo Padres e hijos de Turguéniev o Demonios de Dostoievski, no puedo menos que pensar cómo esos personajes han seguido reencarnándose hasta nuestros días.

La lectura de un clásico debe depararnos cierta sorpresa en relación con la imagen que de él teníamos. Por eso nunca se recomendará bastante la lectura directa de los textos originales evitando en lo posible bibliografía crítica, comentarios, interpretaciones. La escuela y la universidad deberían servir para hacernos entender que ningún libro que hable de un libro dice más que el libro en cuestión; en cambio hacen todo lo posible para que se crea lo contrario. Por una inversión de valores muy difundida, la introducción, el aparato crítico, la bibliografía hacen las veces de una cortina de humo para esconder lo que el texto tiene que decir y que sólo puede decir si se lo deja hablar sin intermediarios que pretendan saber más que él. Podemos concluir que:

8. Un clásico es una obra que suscita un incesante polvillo de discursos críticos, pero que la obra se sacude continuamente de encima.

El clásico no nos enseña necesariamente algo que no sabíamos; a veces descubrimos en él algo que siempre habíamos sabido (o creído saber) pero no sabíamos que él había sido el primero en decirlo (o se relaciona con él de una manera especial). Y ésta es también una sorpresa que da mucha satisfacción, como la da siempre el descubrimiento de un origen, de una relación, de una pertenencia. De todo esto podríamos hacer derivar una definición del tipo siguiente:

9. Los clásicos son libros que cuanto más cree uno conocerlos de oídas, tanto más nuevos, inesperados, inéditos resultan al leerlos de verdad.

Naturalmente, esto ocurre cuando un clásico funciona como tal, esto es, cuando establece una relación personal con quien lo lee. Si no salta la chispa, no hay nada que hacer: no se leen los clásicos por deber o por respeto, sino sólo por amor. Salvo en la escuela: la escuela debe hacerte conocer bien o mal cierto número de clásicos entre los cuales (o con referencia a los cuales) podrás reconocer después «tus» clásicos. La escuela está obligada a darte instrumentos para efectuar una elección; pero las elecciones que cuentan son las que ocurren fuera o después de cualquier escuela.

Sólo en las lecturas desinteresadas puede suceder que te tropieces con el libro que llegará a ser tu libro. Conozco a un excelente historiador del arte, hombre de vastísimas lecturas, que entre todos los libros ha concentrado su predilección más honda en Las aventuras de Pickwick, y con cualquier pretexto cita frases del libro de Dickens, y cada hecho de la vida lo asocia con episodios pickwickianos. Poco a poco él mismo, el universo, la verdadera filosofía han adoptado la forma de Las aventuras de Pickwick en una identificación absoluta. Llegamos por este camino a una idea de clásico muy alta y exigente:

10. Llámase clásico a un libro que se configura como equivalente del universo, a semejanza de los antiguos talismanes.

Con esta definición nos acercamos a la idea del libro total, como lo soñaba Mallarmé.

Pero un clásico puede establecer una relación igualmente fuerte de oposición, de antítesis. Todo lo que Jean-Jacques Rousseau piensa y hace me interesa mucho, pero todo me inspira un deseo incoercible de contradecirlo, de criticarlo, de discutir con él. Incide en ello una antipatía personal en el plano temperamental, pero en ese sentido me bastaría con no leerlo, y en cambio no puedo menos que considerarlo entre mis autores. Diré por tanto:

11. Tu clásico es aquel que no puede serte indiferente y que te sirve para definirte a ti mismo en relación y quizás en contraste con él.

Creo que no necesito justificarme si empleo el término «clásico» sin hacer distingos de antigüedad, de estilo, de autoridad. Lo que para mí distingue al clásico es tal vez sólo un efecto de resonancia que vale tanto para una obra antigua como para una moderna pero ya ubicada en una continuidad cultural. Podríamos decir:

12. Un clásico es un libro que está antes que otros clásicos; pero quien haya leído primero los otros y después lee aquél, reconoce enseguida su lugar en la genealogía.

Al llegar a este punto no puedo seguir aplazando el problema decisivo que es el de cómo relacionar la lectura de los clásicos con todas las otras lecturas que no son de clásicos. Problema que va unido a preguntas como: «¿Por qué leer los clásicos en vez de concentrarse en lecturas que nos hagan entender más a fondo nuestro tiempo?» y «¿Dónde encontrar el tiempo y la disponibilidad de la mente para leer los clásicos, excedidos como estamos por el alud de papel impreso de la actualidad?».

Claro que se puede imaginar una persona afortunada que dedique exclusivamente el «tiempo-lectura» de sus días a leer a Lucrecio, Luciano, Montaigne, Erasmo, Quevedo, Marlowe, el Discurso del método,elWilhelm Meister, Coleridge, Ruskin, Proust y Valéry, con alguna divagación en dirección a Murasaki o las sagas islandesas. Todo esto sin tener que hacer reseñas de la última reedición, ni publicaciones para unas oposiciones, ni trabajos editoriales con contrato de vencimiento inminente. Para mantener su dieta sin ninguna contaminación, esa afortunada persona tendría que abstenerse de leer los periódicos, no dejarse tentar jamás por la última novela o la última encuesta sociológica. Habría que ver hasta qué punto sería justo y provechoso semejante rigorismo. La actualidad puede ser trivial y mortificante, pero sin embargo es siempre el punto donde hemos de situarnos para mirar hacia adelante o hacia atrás. Para poder leer los libros clásicos hay que establecer desde dónde se los lee. De lo contrario tanto el libro como el lector se pierden en una nube intemporal. Así pues, el máximo «rendimiento» de la lectura de los clásicos lo obtiene quien sabe alternarla con una sabia dosificación de la lectura de actualidad. Y esto no presupone necesariamente una equilibrada calma interior: puede ser también el fruto de un nerviosismo impaciente, de una irritada insatisfacción.

Tal vez el ideal sería oír la actualidad como el rumor que nos llega por la ventana y nos indica los atascos del tráfico y las perturbaciones meteorológicas, mientras seguimos el discurrir de los clásicos, que suena claro y articulado en la habitación. Pero ya es mucho que para los más la presencia de los clásicos se advierta como un retumbo lejano, fuera de la habitación invadida tanto por la actualidad como por la televisión a todo volumen. Añadamos por lo tanto:

13. Es clásico lo que tiende a relegar la actualidad a la categoría de ruido de fondo, pero al mismo tiempo no puede prescindir de ese ruido de fondo.

14. Es clásico lo que persiste como ruido de fondo incluso allí donde la actualidad más incompatible se impone.

Queda el hecho de que leer los clásicos parece estar en contradicción con nuestro ritmo de vida, que no conoce los tiempos largos, la respiración del otium humanístico, y también en contradicción con el eclecticismo de nuestra cultura, que nunca sabría confeccionar un catálogo de los clásicos que convenga a nuestra situación.

Estas eran las condiciones que se presentaron plenamente para Leopardi, dada su vida en la casa paterna, el culto de la Antigüedad griega y latina y la formidable biblioteca que le había legado el padre Monaldo, con el anexo de toda la literatura italiana, más la francesa, con exclusión de las novelas y en general de las novedades editoriales, relegadas al margen, en el mejor de los casos, para confortación de su hermana («tu Stendhal», le escribía a Paolina). Sus vivísimas curiosidades científicas e históricas, Giacomo las satisfacía también con textos que nunca eran demasiado up to date: las costumbres de los pájaros en Buffon, las momias de Frederick Ruysch en Fontenelle, el viaje de Colón en Robertson.

Hoy una educación clásica como la del joven Leopardi es impensable, y la biblioteca del conde Monaldo, sobre todo, ha estallado. Los viejos títulos han sido diezmados pero los novísimos se han multiplicado proliferando en todas las literaturas y culturas modernas. No queda más que inventarse cada uno una biblioteca ideal de sus clásicos; y yo diría que esa biblioteca debería comprender por partes iguales los libros que hemos leído y que han contado para nosotros y los libros que nos proponemos leer y presuponemos que van a contar para nosotros. Dejando una sección vacía para las sorpresas, los descubrimientos ocasionales.

Compruebo que Leopardi es el único nombre de la literatura italiana que he citado. Efecto de la explosión de la biblioteca. Ahora debería reescribir todo el artículo para que resultara bien claro que los clásicos sirven para entender quiénes somos y adónde hemos llegado, y por eso los italianos son indispensables justamente para confrontarlos con los extranjeros, y los extranjeros son indispensables justamente para confrontarlos con los italianos.

Después tendría que reescribirlo una vez más para que no se crea que los clásicos se han de leer porque «sirven» para algo. La única razón que se puede aducir es que leer los clásicos es mejor que no leer los clásicos.

Y si alguien objeta que no vale la pena tanto esfuerzo, citaré a Cioran (que no es un clásico, al menos de momento, sino un pensador contemporáneo que sólo ahora se empieza a traducir en Italia): «Mientras le preparaban la cicuta, Sócrates aprendía un aria para flauta. “¿De qué te va a servir?”, le preguntaron. “Para saberla antes de morir”».

[1981]

Las Odiseas en laOdisea

¿Cuántas Odiseas contiene la Odisea? En el comienzo del poema, la Telemaquia es la búsqueda de un relato que no es el relato que será la Odisea. En el Palacio Real de Ítaca, el cantor Femio ya conoce los nostoi de los otros héroes; sólo le falta uno, el de su rey; por eso Penélope no quiere volver a escucharlo. Y Telémaco sale a buscar ese relato entre los veteranos de la guerra de Troya: si lo encuentra, termine bien o mal, Ítaca saldrá de la situación informe, sin tiempo y sin ley, en que se encuentra desde hace muchos años.

Como todos los veteranos, también Néstor y Menelao tienen mucho que contar, pero no la historia que Telémaco busca. Hasta que Menelao aparece con una fantástica aventura: disfrazado de foca, ha capturado al «viejo del mar», es decir a Proteo, el de las infinitas metamorfosis, y le ha obligado a contarle el pasado y el futuro. Naturalmente Proteo conocía ya toda la Odisea con pelos y señales: empieza a contar las vicisitudes de Ulises a partir del punto mismo en que comienza Homero, cuando el héroe está en la isla de Calipso; después se interrumpe. En ese punto Homero puede sustituirlo y seguir el relato.

Habiendo llegado a la corte de los feacios, Ulises escucha a un aedo ciego como Homero que canta las vicisitudes de Ulises; el héroe rompe a llorar; después se decide a contar él mismo. En su relato, llega hasta el Hades para interrogar a Tiresias, y Tiresias le narra a continuación su historia. Después Ulises encuentra a las sirenas que cantan; ¿qué cantan? La Odisea una vez más, quizás igual a la que estamos leyendo, quizá muy diferente. Este retorno-relato es algo que existe antes de estar terminado: preexiste a la situación misma. En la Telemaquia ya encontramos las expresiones «pensar en el regreso», «decir el regreso». Zeus «no pensaba en el regreso» de los atridas (III, 160); Menelao pide a la hija de Proteo que le «diga el regreso» (IV, 379) y ella le explica cómo hacer para obligar al padre a decirlo (390), con lo cual el Atrida puede capturar a Proteo y pedirle: «Dime el regreso, cómo iré por el mar abundante en peces» (470).

El regreso es individualizado, pensado y recordado: el peligro es que caiga en el olvido antes de haber sucedido. En realidad, una de las primeras etapas del viaje contado por Ulises, la de los lotófagos, implica el riesgo de perder la memoria por haber comido el dulce fruto del loto. Que la prueba del olvido se presente en el comienzo del itinerario de Ulises, y no al final, puede parecer extraño. Si después de haber superado tantas pruebas, soportado tantos reveses, aprendido tantas lecciones, Ulises se hubiera olvidado de todo, su pérdida habría sido mucho más grave: no extraer ninguna experiencia de todo lo que ha sufrido, ningún sentido de lo que ha vivido.

Pero, mirándolo bien, esta amenaza de desmemoria vuelve a enunciarse varias veces en los cantos IX-XII: primero con las invitaciones de los lotófagos, después con las pociones de Circe, y después con el canto de las sirenas. En cada caso Ulises debe abstenerse si no quiere olvidar al instante... ¿Olvidar qué? ¿La guerra de Troya? ¿El sitio? ¿El caballo? No: la casa, la ruta de la navegación, el objetivo del viaje. La expresión que Homero emplea en estos casos es «olvidar el regreso».

Ulises no debe olvidar el camino que ha de recorrer, la forma de su destino: en una palabra, no debe olvidar la Odisea. Pero tampoco el aedo que compone improvisando o el rapsoda que repite de memoria fragmentos de poemas ya cantados deben olvidar si quieren «decir el regreso»; para quien canta versos sin el apoyo de un texto escrito, «olvidar» es el verbo más negativo que existe: y para ellos «olvidar el regreso» quiere decir olvidar los poemas llamados nostoi, caballo de batalla de sus repertorios.

Sobre el tema «olvidar el futuro» escribí hace años algunas consideraciones que concluían: «Lo que Ulises salva del loto, de las drogas de Circe, del canto de las sirenas no es sólo el pasado o el futuro. La memoria sólo cuenta verdaderamente –para los individuos, las colectividades, las civilizaciones– si reúne la impronta del pasado y el proyecto del futuro, si permite hacer sin olvidar lo que se quería hacer, devenir sin dejar de ser, ser sin dejar de devenir».

A mi artículo siguieron uno de Edoardo Sanguineti y una cola de respuestas, mía y suya. Sanguineti objetaba: «Porque no hay que olvidar que el viaje de Ulises no es un viaje de ida, sino un viaje de vuelta. Y entonces cabe preguntarse un instante, justamente, qué clase de futuro le espera: porque el futuro que Ulises va buscando es entonces, en realidad, su pasado. Ulises vence los halagos de la Regresión porque él tiende hacia una Restauración.

»Se comprende que un día, por despecho, el verdadero Ulises, el gran Ulises, haya llegado a ser el del Último Viaje, para quien el futuro no es en modo alguno un pasado, sino la Realización de una Profecía, es decir de una verdadera Utopía. Mientras que el Ulises homérico arriba a la recuperación de su pasado como un presente: su sabiduría es la Repetición, y se lo puede reconocer por la Cicatriz que lleva y que lo marca para siempre».

En respuesta a Sanguineti, recordaba yo que «en el lenguaje de los mitos, como en el de los cuentos y la novela popular, toda empresa que aporta justicia, que repara errores, que rescata de una condición miserable, es representada corrientemente como la restauración de un orden ideal anterior: lo deseable de un futuro que se ha de conquistar es garantizado por la memoria de un pasado perdido».

Si examinamos los cuentos populares, vemos que presentan dos tipos de transformaciones sociales, que siempre terminan bien: primero de arriba abajo y después de nuevo arriba: o bien simplemente de abajo arriba. En el primer caso un príncipe, por cualquier circunstancia desafortunada, queda reducido a cuidador de cerdos u otra mísera condición, para reconquistar después su condición principesca; en el segundo un joven pobre por su nacimiento, pastor o campesino, y tal vez pobre también de espíritu, por virtud propia o ayudado por seres mágicos, logra casarse con la princesa y llega a ser rey.

Los mismos esquemas valen para los cuentos populares con protagonista femenino: en el primer caso la doncella de condición real o acaudalada, por la rivalidad de una madrastra (como Blancanieves) o de las hermanastras (como la Cenicienta) se encuentra desvalida hasta que un príncipe se enamora de ella y la conduce a la cúspide de la escala social; en el segundo, se trata de una verdadera pastorcita o joven campesina que supera todas las desventajas de su humilde nacimiento y llega a celebrar bodas principescas.

Se podría pensar que los cuentos populares del segundo tipo son los que expresan más directamente el deseo popular de invertir los papeles sociales y los destinos individuales, mientras que los del primero dejan traslucir ese deseo de manera más atenuada, como restauración de un hipotético orden precedente. Pero pensándolo bien, la extraordinaria fortuna del pastorcito o la pastorcita representan sólo una ilusión milagrera y consoladora, que después será ampliamente continuada por la novela popular y sentimental. Mientras que, en cambio, las desventuras del príncipe o de la reina desgraciada unen la imagen de la pobreza con la idea de un derecho pisoteado, de una injusticia que se ha de reivindicar, es decir, fijan (en el plano de la fantasía, donde las ideas pueden echar raíces en forma de figuras elementales) un punto que será fundamental para toda la toma de conciencia social de la época moderna, desde la Revolución francesa en adelante.

En el inconsciente colectivo el príncipe disfrazado de pobre es la prueba de que todo pobre es en realidad un príncipe, víctima de una usurpación, que debe reconquistar su reino. Ulises o Guerin Meschino o Robin Hood, reyes o hijos de reyes o nobles caballeros caídos en desgracia, cuando triunfen sobre sus enemigos restaurarán una sociedad de justos en la que se reconocerá su verdadera identidad.

¿Pero sigue siendo la misma identidad de antes? El Ulises que llega a Ítaca como un viejo mendigo, irreconocible para todos, tal vez no sea ya la misma persona que el Ulises que partió rumbo a Troya. No por nada había salvado su vida cambiando su nombre por el de Nadie. El único reconocimiento inmediato y espontáneo es el del perro Argos, como si la continuidad del individuo se manifestase solamente a través de señales perceptibles para un ojo animal.

Las pruebas de su identidad son para la nodriza la huella de una dentellada de jabalí, para su mujer el secreto de la fabricación del lecho nupcial con una raíz de olivo, para el padre una lista de árboles frutales: señales todas que nada tienen de realeza, y que equiparan a un héroe con un cazador furtivo, con un carpintero, con un hortelano. A estas señales se añaden la fuerza física, una combatividad despiadada contra los enemigos, y sobre todo el favor evidente de los dioses, que es lo que convence también a Telémaco, pero sólo por un acto de fe.

A su vez Ulises, irreconocible, al despertar en Ítaca no reconoce su patria. Tendrá que intervenir Atenea para garantizarle que Ítaca es realmente Ítaca. En la segunda mitad de la Odisea, la crisis de identidad es general. Sólo el relato garantiza que los personajes y los lugares son los mismos personajes y los mismos lugares. Pero también el relato cambia. El relato que el irreconocible Ulises narra al pastor Eumeo, después al rival Antínoo y a la propia Penélope, es otra Odisea, totalmente diferente: las peregrinaciones que han llevado desde Creta hasta allí al personaje ficticio que él dice ser, un relato de naufragios y piratas mucho más verosímil que el relato que él mismo había contado al rey de los feacios. ¿Quién nos dice que no sea esta la «verdadera» Odisea? Pero esta nueva Odisea remite a otra Odisea más: en sus viajes el cretense había encontrado a Ulises: así es como Ulises cuenta de un Ulises que viaja por países por donde la Odisea que se da por «verdadera» no lo hizo pasar.

Que Ulises es un mistificador ya se sabe antes de la Odisea. ¿No fue él quien ideó la gran superchería del caballo? Y en el comienzo de la Odisea, las primeras evocaciones de su personaje son dos flash-back de la guerra de Troya contados sucesivamente por Elena y por Menelao: dos historias de simulación. En la primera penetra bajo engañosos harapos en la ciudad sitiada llevando la mortandad; en la segunda está encerrado dentro del caballo con sus compañeros y consigue impedir que Elena, incitándolos a hablar, los desenmascare.

(En ambos episodios Ulises se encuentra frente a Elena: en el primero como una aliada, cómplice de la simulación: en el segundo como adversaria que finge las voces de las mujeres de los aqueos para inducirlos a traicionarse. El papel de Elena resulta contradictorio pero es siempre la contramarca de la simulación. De la misma manera, también Penélope se presenta como una simuladora con la estratagema de la tela: la tela de Penélope es una estratagema simétrica de la del caballo de Troya, y es a la par un producto de la habilidad manual y de la falsificación: las dos principales cualidades de Ulises son también las de Penélope.)

Si Ulises es un simulador, todo el relato que hace al rey de los feacios podría ser falso. De hecho sus aventuras marineras, concentradas en cuatro libros centrales de la Odisea, rápida sucesión de encuentros con seres fantásticos (que aparecen en los cuentos del folclore de todos los tiempos y países: el ogro Polifemo, los veinte encerrados en el odre, los encantamientos de Circe, sirenas y monstruos marinos), contrastan con el resto del poema, en el que dominan los tonos graves, la tensión psicológica, el crescendo dramático que gravita hacia un final: la reconquista del reino y de la esposa asediados por los proceos. Aquí también se encuentran motivos comunes a los de los cuentos populares, como la tela de Penélope y la prueba del tiro con arco, pero estamos en un terreno más cercano a los criterios modernos de realismo y verosimilitud: las intervenciones sobrenaturales tienen que ver solamente con las apari - ciones de los dioses del Olimpo, habitualmente ocultos bajo apariencia humana.

Es preciso sin embargo recordar que idénticas aventuras (sobre todo la de Polifemo) son evocadas también en otros lugares del poema; por lo tanto el propio Homero las confirma, y no sólo eso, sino que los mismos dioses discuten de ello en el Olimpo. Y que también Menelao, en la Telemaquia, cuenta una aventura del mismo tipo (las del cuento popular) que la de Ulises: el encuentro con el viejo del mar. No nos queda sino atribuir la diferencia de estilo fantástico a ese montaje de tradiciones de distinto origen, transmitidas por los aedos y que confluyeron después en la Odisea homérica, que en el relato de Ulises en primera persona revelaría su estrato más arcaico.

¿Más arcaico? Según Alfred Heubeck, las cosas hubieran podido tomar un rumbo absolutamente opuesto. Antes de la Odisea (incluida la Ilíada) Ulises siempre había sido un héroe épico, y los héroes épicos, como Aquiles y Héctor en la Ilíada, no tienen aventuras del tipo de las de los cuentos populares, a base de monstruos y encantamientos. Pero el autor de la Odisea tiene que mantener a Ulises alejado de la casa durante diez años, desaparecido, inhallable para los familiares y los ex compañeros de armas. Para ello debe hacerle salir del mundo conocido, pasar a otra geografía, a un mundo extrahumano, a un más allá (no por nada sus viajes culminan en la visita a los Infiernos). Para este destierro fuera de los territorios de la épica, el autor de la Odisea recurre a tradiciones (éstas sí, más arcaicas) como las empresas de Jasón y los Argonautas.

Por tanto la novedad de la Odisea es haber enfrentado a un héroe épico como Ulises «con hechiceras y gigantes, con monstruos y devoradores de hombres», es decir, situaciones de un tipo de saga más arcaica, cuyas raíces han de buscarse «en el mundo de la antigua fábula y directamente de primitivas concepciones mágicas y chamánicas».

Aquí es donde el autor de la Odisea muestra, según Heubeck, su verdadera modernidad, la que nos lo vuelve cercano y actual: si tradicionalmente el héroe épico era un paradigma de virtudes aristocráticas y militares, Ulises es todo esto, pero además es el hombre que soporta las experiencias más duras, los esfuerzos y el dolor y la soledad. «Es cierto que también él arrastra a su público a un mítico mundo de sueños, pero ese mundo de sueños se convierte en la imagen especular del mundo en que vivimos, donde dominan necesidad y angustia, terror y dolor, y donde el hombre está inmerso sin posibilidad de escape.»

Stephanie West, aunque parte de premisas diferentes de las de Heubeck, formula una hipótesis que convalidaría su razonamiento: la hipótesis de que haya existido una Odisea alternativa, otro itinerario del regreso, anterior a Homero. Homero (o quien haya sido el autor de la Odisea), encontrando este relato de viajes demasiado pobre y poco significativo, lo habría sustituido por las aventuras fabulosas, pero conservando las huellas de los viajes del seudocretense. En realidad en el proemio hay un verso que debería presentarse como la síntesis de toda la Odisea: «De muchos hombres vi las ciudades y conocí los pensamientos». ¿Qué ciudades? ¿Qué pensamientos? Esta hipótesis se adaptaría mejor al relato de los viajes del seudocretense...

Pero apenas Penélope lo ha reconocido en el tálamo reconquistado, Ulises vuelve a narrar el relato de los cíclopes, de las sirenas... ¿No es quizá la Odisea el mito de todo viaje? Tal vez para Ulises-Homero la distinción mentira-verdad no existía, él contaba la misma experiencia ya en el lenguaje de lo vivido, ya en el lenguaje del mito, así como para nosotros también todo viaje nuestro, pequeño o grande, es siempre Odisea.

[1983]

Jenofonte,Anábasis

La impresión más fuerte que produce Jenofonte, al leerlo hoy, es la de estar viendo un viejo documental de guerra, como vuelven a proyectarse de vez en cuando en el cine o en la televisión. La fascinación del blanco y negro de la película un poco desvaída, con crudos contrastes de sombras y movimientos acelerados, nos asalta espontáneamente en fragmentos como éste (capítulo V del libro IV):

Desde allí recorrieron, a través de una llanura cubierta de mucha nieve, en tres etapas, cinco parasangas. La tercera fue difícil: soplaba de frente un viento del norte que lo quemaba absolutamente todo y que helaba a los hombres [...]. Los ojos estaban protegidos de la nieve, si se avanzaba con algo negro puesto delante de ellos, y los pies, moviéndose sin estar nunca quietos, y descalzándose por la noche [...]. Por tanto, debido a tales penalidades, algunos soldados quedaban rezagados. Al ver un espacio negro porque había desaparecido allí la nieve, imaginaron que se había fundido. Y se había fundido a causa de una fuente que estaba cerca humeando en el valle.

Pero Jenofonte tolera mal las citas: lo que cuenta es la sucesión continua de detalles visuales y de acciones; es difícil encontrar un pasaje que ejemplifique cabalmente el placer siempre variado de la lectura. Tal vez éste, dos páginas atrás:

Algunos de los que se habían alejado del campamento decían que habían visto por la noche resplandecer muchas hogueras. Entonces los estrategos pensaron que no era seguro acampar dispersos, sino que debían reunir de nuevo al ejército. Así lo hicieron. Y pareció que el cielo se despejaba. Mientras ellos pasaban la noche, cayó una inmensa nevada que cubrió el campamento y los hombres tendidos en el suelo. La nieve trababa las patas de las acémilas. Daba mucha pereza levantarse, pues mientras estaban echados, la nieve caída les proporcionaba calor, mientras no se deslizaba de sus cuerpos. Con todo, Jenofonte tuvo la osadía de levantarse desnudo y ponerse a partir leña. Rápidamente se levantó un soldado y luego otro que lo relevó en esta tarea. A continuación se levantaron otros, encendieron fuego y se ungieron. Pues había aquí muchos ungüentos, que utilizaban en vez de aceite de oliva: manteca de cerdo, aceite de sésamo y aceite de almendras amargas y de terebinto. Encontraron también perfumes extraídos de estas mismas materias.

El paso rápido de una representación visual a otra, de ésta a la anécdota, y de aquí a la notación de costumbres exóticas: tal es el tejido que sirve de fondo a un continuo desgranarse de aventuras, de obstáculos imprevistos opuestos a la marcha del ejército errante. Cada obstáculo es superado, por lo general, gracias a una astucia de Jenofonte: cada ciudad fortificada que hay que asaltar, cada formación enemiga que se opone en campo abierto, cada paso, cada cambio atmosférico requiere una idea ingeniosa, un hallazgo, una iluminación genial, una invención estratégica del narrador-protagonista-caudillo. Por momentos Jenofonte parece uno de esos personajes infantiles de tebeo que en cada viñeta se las ingenia para salir de situaciones imposibles; más aún, como en los cuentos infantiles, los protagonistas del episodio suelen ser dos, los dos oficiales rivales, Jenofonte y Quirísofo, el ateniense y el espartano, y la invención de Jenofonte siempre es la más astuta, generosa y decisiva.

En sí mismo el tema de la Anábasis habría dado para un relato picaresco o heroico-cómico: diez mil mercenarios griegos, reclutados con falaz pretexto por un príncipe persa, Ciro el Joven, para una expedición al interior de Asia Menor destinada en realidad a derrocar a su hermano Artajerjes II, son derrotados en la batalla de Cunaxa, y se encuentran sin jefes, lejos de la patria, tratando de abrirse el camino de regreso entre poblaciones enemigas. Lo único que quieren es volver a casa, pero cualquier cosa que hagan constituye un peligro público: los diez mil, armados, hambrientos, por donde quiera que pasen pillan y destruyen como una plaga de langostas, llevándose consigo un gran séquito de mujeres.

Jenofonte no era alguien que se dejara tentar por el estilo heroico de la epopeya ni que gustara –como no fuese ocasionalmente– de los aspectos truculentos de una situación como aquélla. El suyo es el memorial técnico de un oficial, un diario de viaje con todas las distancias, puntos de referencia geográficos y noticias sobre los recursos vegetales y animales, y una reseña de los problemas diplomáticos, logísticos, estratégicos, así como de sus respectivas soluciones.

El relato está entretejido de «actas de reunión» del estado mayor y de arengas de Jenofonte a las tropas o a embajadores de los bárbaros. De estos trozos oratorios yo conservaba desde las aulas escolares el recuerdo de un gran tedio, pero me equivocaba. El secreto, al leer la Anábasis, es no saltarse nunca nada, seguir todo punto por punto. En cada una de esas arengas hay un problema político: de política exterior (los intentos de establecer relaciones diplomáticas con los príncipes y los jefes de los territorios por los que no se puede pasar sin permiso) o de política interna (las discusiones entre los jefes helénicos, con las habituales rivalidades entre atenienses y espartanos, etc.). Y como el libro está escrito en pugna con otros generales, en cuanto a la responsabilidad de cada uno en la dirección de aquella retirada, el fondo de las polémicas abiertas o sólo insinuadas hay que extraerlo de esas páginas.

Como escritor de acción, Jenofonte es ejemplar; si lo comparamos con el autor contemporáneo que podría ser su equivalente –el coronel Lawrence– vemos que la maestría del inglés consiste en suspender –como sobrentendiendo la exactitud puramente fáctica de la prosa– un halo de maravilla estética y ética en torno a las vicisitudes y a las imágenes; en el griego no, la exactitud y la sequedad no sobrentienden nada: las duras virtudes del soldado no quieren ser sino las duras virtudes del soldado.

Hay, sí, un pathos en la Anábasis: es el ansia por regresar, el miedo al país extranjero, el esfuerzo por no dispersarse porque mientras estén juntos en cierto modo llevarán consigo la patria. Esta lucha por el regreso de un ejército conducido a la derrota en una guerra que no es la suya y abandonado a sí mismo, ese combatir, ahora solos, para abrirse una vía de escape contra ex aliados y ex enemigos, todo ello hace que la Anábasis se acerque a un filón de nuestras lecturas recientes: los libros de memorias sobre la retirada de Rusia de los soldados alpinos italianos. No es un descubrimiento de hoy: en 1953 Elio Vittorini, al presentar lo que quedaría como un libro ejemplar en su género, Il sergente nella neve, de Mario Rigoni Stern, lo define como «pequeña anábasis dialectal». Y en realidad los capítulos de la retirada en la nieve de la Anábasis (de donde proceden mis citas anteriores) son ricos en episodios que podrían equipararse a los del Sergente.

Es característico de Rigoni Stern, y de otros de los mejores libros italianos sobre la retirada de Rusia, que el narrador-protagonista sea un buen soldado, como Jenofonte, y hable de las acciones militares con competencia y celo. Para ellos como para Jenofonte, en el derrumbe general de las ambiciones más pomposas, las virtudes guerreras se convierten en virtudes prácticas y solidarias por las que se mide la capacidad de cada uno para ser útil no sólo a sí mismo, sino también a los otros. (Recordemos La guerra dei poveri, de Nuto Revelli, por el apasionado furor del oficial decepcionado; y otro buen libro injustamente olvidado, I lunghi fucili, de Cristoforo M. Negri.)

Pero las analogías se detienen ahí. Las memorias de los soldados alpinos nacen del contraste de una Italia humilde y sensata con las locuras y las matanzas de la guerra total; en las memorias del general del siglo V el contraste se da entre la condición de plaga de langostas a la que se ve reducido el ejército de los mercenarios helénicos, y el ejercicio de las virtudes clásicas, filosófico-cívico-militares, que Jenofonte y los suyos tratan de adaptar a las circunstancias. Y resulta que ese contraste no tiene en absoluto el desgarrador dramatismo del otro: Jenofonte parece estar seguro de haber logrado conciliar los dos términos. El hombre puede verse reducido a ser una langosta y aplicar sin embargo a su situación de langosta un código de disciplina y de decoro –en una palabra, un «estilo»– y confesarse satisfecho, no discutir ni mucho ni poco el hecho de ser langosta sino sólo el mejor modo de serlo. En Jenofonte ya está bien delineada, con todos sus límites, la ética moderna de la perfecta eficacia técnica, del estar «a la altura de las circunstancias», del «hacer bien lo que se hace», independientemente de la valoración de la propia acción en términos de moral universal. Sigo llamando moderna a esta ética porque lo era en mi juventud, y era éste el sentido que surgía de muchas películas americanas, y también de las novelas de Hemingway, y yo oscilaba entre la adhesión a esta moral puramente «técnica» y «pragmática» y la conciencia del vacío que se abría debajo. Pero aún hoy, que parece tan alejada del espíritu de la época, creo que tenía su lado bueno.

Jenofonte tiene el gran mérito, en el plano moral, de no mistificar, de no idealizar la posición de su bando. Si a menudo manifiesta hacia las costumbres de los «bárbaros» la distancia y la aversión del «hombre civilizado», debe decirse sin embargo que la hipocresía «colonialista» le es ajena. Sabe que encabeza una horda de bandoleros en tierra extranjera, sabe que la razón no está del lado de los suyos sino del lado de los bárbaros invadidos. En sus exhortaciones a los soldados no deja de recordar las razones de los enemigos: «Otras consideraciones habréis de tener en cuenta. Los enemigos tendrán tiempo de saquearnos y no les faltan razones para acecharnos con insidias, ya que ocupamos sus tierras...». En el intento de dar un estilo, una norma, a ese movimiento biológico de hombres ávidos y violentos entre las montañas y las llanuras de Anatolia, reside toda su dignidad: dignidad limitada, no trágica, en el fondo burguesa. Sabemos que se puede muy bien llegar a dar apariencia de estilo y dignidad a las peores acciones, aunque no sean dictadas como éstas por la necesidad. El ejército de los helenos, que serpentea por las gargantas de las montañas y los desfiladeros, entre continuas emboscadas y saqueos, sin distinguir ya hasta dónde es víctima y hasta dónde opresor, rodeado aún en la frialdad de las masacres por la suprema hostilidad de la indiferencia y del azar, inspira una angustia simbólica que tal vez sólo nosotros seamos capaces de entender.

[1978]

Ovidio y la contigüidad universal

[...] Hay en lo alto una vía bien visible cuando el cielo está sereno. Se llama Láctea y resalta justamente por su blancura. Por ella pasan los dioses para ir al palacio real del gran Tonante. A derecha e izquierda, las moradas de la nobleza celeste abren sus puertas a la multitud que las asedia. La plebe divina vive dispersa en distintos lugares. Los dioses más poderosos e ilustres han establecido aquí sus penates, en la parte de delante («[...] a fronte potentes / caelicolae clarique suos posuere penates»). Si la expresión no pareciera irreverente, me atrevería a decir que este lugar es el Palatino del cielo.

Así Ovidio, al iniciar Las metamorfosis, para introducirnos en el mundo de los dioses celestiales, empieza acercándonoslo tanto que lo vuelve idéntico a la Roma de todos los días, en cuanto a urbanismo, a divisiones en clases sociales, a costumbres (la pululación de los clientes). Y en cuanto a religión: los dioses tienen a sus penates en las casas donde viven, lo cual implica que los soberanos del cielo y de la Tierra tributan a su vez un culto a sus pequeños dioses domésticos.

Acercamiento no quiere decir reducción o ironía: estamos en un universo donde las formas llenan todo el espacio intercambiando continuamente sus cualidades y dimensiones, y el fluir del tiempo está lleno de una proliferación de relatos y de ciclos de relatos. Las formas y las historias terrenas repiten formas e historias celestes, pero unas y otras se entrelazan en una sola espiral. La contigüidad entre dioses y seres humanos –emparentados con los dioses y objeto de sus amores compulsivoses uno de los temas dominantes de Las metamorfosis, pero no es sino un caso particular de la contigüidad de todas las figuras o formas de lo existente, antropomorfas o no. Fauna, flora, reino mineral, firmamento engloban en su común sustancia lo que solemos considerar humano como conjunto de cualidades corporales, psicológicas y morales.

La poesía de Las metamorfosis se enraíza sobre todo en esos límites indistintos entre mundos diferentes y en el libro II ya encuentra una ocasión extraordinaria en el mito de Faetón que se atreve a conducir el carro del Sol. El cielo se nos aparece como espacio absoluto, geometría abstracta, y al mismo tiempo como teatro de una aventura humana expresada con tal precisión de detalles que no perdemos el hilo ni por un instante, llevando la participación emocional hasta el paroxismo.

No es solamente la precisión de los datos concretos más materiales, como el movimiento del carro que se desbanda y salta debido a la insólita levedad de la carga, sino la visualización de los modelos ideales, como el mapa celeste. Digamos en seguida que se trata de una precisión aparente, de datos contradictorios que comunican su sugestión si se los toma uno por uno y también de un efecto narrativo general, pero que no pueden concretarse en una visión coherente: el cielo es una esfera atravesada por vías de ascenso y de descenso, reconocibles por los surcos de las ruedas, pero al mismo tiempo rodando en torbellino y en dirección contraria a la del carro solar; está suspendido a altura vertiginosa sobre las tierras y los mares que se ven allá en el fondo; aparece ya como una bóveda en cuya parte más alta están fijas las estrellas, ya como un puente que sostiene el carro en el vacío provocando en Faetón el mismo terror de seguir o de volver atrás («Quid faciat? Multum coeli post terga relictum / ante oculos plus est. Animo metitur utrumque»);es vacío y desierto (no es por lo tanto el cielo-urbe del libro I: «¿Piensas quizá que hay bosques sagrados y ciudades de dioses y templos ricos en dones?», dice Febo) poblado por las figuras de bestias feroces que son sólo simulacra, formas de constelaciones, pero no por ello menos amenazadoras; se reconoce en él una pista oblicua, a media altura, que evita el polo austral y la Osa; pero si uno se aparta del camino y se pierde entre los precipicios, termina pasando bajo la Luna, chamuscando las nubes, pegando fuego a la Tierra.

Después de la cabalgata celeste suspendida en el vacío, que es la parte más sugestiva del relato, empieza la grandiosa descripción de la Tierra ardiendo, del mar hirviente donde flotan cuerpos de focas con el vientre al aire, una de las clásicas páginas del Ovidio catastrófico, que hace pendant al diluvio del libro I. Alrededor del Alma Tellus, la Tierra Madre, se arriman todas las aguas. Las fuentes agotadas tratan de volver a esconderse en el oscuro útero materno («fontes / qui se condiderant in opacae viscera matris [...]»). Y la Tierra, con el pelo chamuscado y los ojos inyectados por las cenizas, suplica a Júpiter con el hilo de voz que le queda en la garganta sedienta, advirtiéndole que, si los polos se incendian, también se derrumbarán los palacios de los dioses. (¿Los polos terrestres o los celestes? Se habla también del eje de la Tierra que Atlante ya no logra sostener porque está incandescente. Pero los polos eran en aquel tiempo una noción astronómica, y por lo demás el verso siguiente precisa: regia caeli. Entonces, ¿el palacio real del cielo estaba realmente allá arriba? ¿Cómo es que Febo lo excluía y Faetón no lo encontró? Por lo demás estas contradicciones no están sólo en Ovidio; también con Virgilio, como con otros supremos poetas de la Antigüedad, es difícil hacerse una idea clara de cómo «veían» verdaderamente el cielo los antiguos.)

El episodio culmina con la destrucción del carro solar tocado por el rayo de Júpiter, en una explosión de fragmentos dispersos: «Illic frena iacent, illic temone revulsus / axis, in hac radii fractarum parte rotarum [...]». (No es éste el único accidente de circulación en Las metamorfosis: también Hipólito se sale de la pista a gran velocidad en el último libro del poema, donde la riqueza de detalles del relato del siniestro pasa de la mecánica a la anatomía, describiendo el desgarramiento de las vísceras y de los miembros arrancados.)

La compenetración dioses-hombres-naturaleza implica no un orden jerárquico unívoco sino un intrincado sistema de interrelaciones en el que cada nivel puede influir en los otros, aunque sea en diversa medida. En Ovidio el mito es el campo de tensión en el que estas fuerzas chocan y se equilibran. Todo depende del espíritu con el que se narra el mito: a veces los mismos dioses cuentan los mitos en los que son parte interesada como ejemplos morales para advertencia de los mortales; otras veces los mortales usan los mismos mitos cuando discuten con los dioses o los desafían, como hacen las Piérides o Aracné. O tal vez hay mitos que a los dioses les gusta oír contar y otros que prefieren que no se cuenten. Las Piérides conocen una versión de la escalada del Olimpo por los Gigantes vista por los Gigantes, y el miedo de los dioses que escapan (libro V). La cuentan después de haber desafiado a las Musas en el arte del relato, y las Musas responden con otra serie de mitos que restablecen las razones del Olimpo: después castigan a las Piérides transformándolas en urracas. El desafío a los dioses implica una intención del relato irreverente o blasfema: la tejedora Aracné desafía a Minerva en el arte del telar y representa en un tapiz los pecados de los dioses libertinos (libro VI).

La precisión técnica con que Ovidio describe el funcionamiento de los telares en el desafío puede indicarnos una posible identificación del trabajo del poeta con el tejido de un tapiz de púrpura multicolor. ¿Pero cuál? ¿El de Palas-Minerva, donde alrededor de las grandes figuras olímpicas con sus atributos tradicionales están representados en minúsculas escenas, en los cuatro ángulos de la tela, enmarcados por ramajes de olivo, cuatro castigos divinos a mortales que han desafiado a los dioses? ¿O bien el de Aracné, en el que las seducciones insidiosas de Júpiter, Neptuno y Apolo que Ovidio había ya contado por extenso, reaparecen como emblemas sarcásticos entre guirnaldas de flores y festones de hiedra (no sin añadir algún detalle precioso: Europa transportada a través del mar en la grupa del toro, alzando los pies para no mojarse: «[...] tactumque vereri / adsilientis aquae timidasque reducere plantas».)?

Ni uno ni otro. En el gran muestrario de mitos que es todo el poema, el mito de Palas y Aracné puede contener a su vez dos muestrarios en escala reducida orientados en direcciones ideológicas opuestas: uno para infundir sagrado temor, el otro para incitar a la irreverencia y al relativismo moral. Quien dedujera que todo el poema debe ser leído de la primera forma –dado que el desafío de Aracné es castigado cruelmente–, o de la segunda –ya que el tratamiento poético favorece a la culpable y víctima–, se equivocaría: Las metamorfosis quieren representar el conjunto de lo narrable transmitido por la literatura con toda la fuerza de imágenes y significados que ello implica, sin escoger –con arreglo a la ambigüedad propia del mito– entre las claves de lectura posibles. Sólo acogiendo en el poema todos los relatos y las intenciones de relatos que fluyen en todas direcciones, que se agolpan y empujan para encauzarse en la ordenada serie de sus hexámetros, el autor de Las metamorfosis estará seguro de que no se pone al servicio de un diseño parcial sino de la multiplicidad viviente que no excluye ningún dios conocido o desconocido.

El caso de un dios nuevo y extranjero, que no es fácil de reconocer como tal, un dios-escándalo en contraste con cualquier modelo de belleza y virtud, es ampliamente recordado en Las metamorfosis: Baco-Dionisio. A su culto orgiástico se niegan a unirse las devotas de Minerva (las hijas de Minias) y siguen hilando y cardando lana los días de las fiestas báquicas, aliviando con cuentos el largo esfuerzo. Éste es pues otro uso del cuento, que se justifica laicamente como diversión pura («quod tempora longa videri / non sinat») y como ayuda a la productividad («utile opus manuum vario sermone levemus») pero que sin embargo se consagra siempre a Minerva, «melior dea», para las laboriosas doncellas a quienes repugnan las orgías y los excesos de los cultos de Dionisio, que se propagan en Grecia después de haber conquistado Oriente.

Es cierto que el arte de contar, caro a las tejedoras, tiene una relación con el culto de Palas-Minerva. Lo hemos visto con Aracné, que por haber despreciado a la diosa es transformada en araña; pero lo vemos también en el caso opuesto, de un excesivo culto de Palas, que lleva a desconocer a los otros dioses. En realidad, también las miniedes (libro IV), culpables por estar demasiado seguras de su virtud, por ser demasiado exclusivas en su devoción («intempestiva Minerva»), serán horriblemente castigadas con su metamorfosis en murciélagos por el dios que no conoce el trabajo sino la ebriedad, que no escucha los relatos sino el canto perturbador y oscuro. Para no transformarse también en murciélago, Ovidio se cuida bien de dejar abiertas todas las puertas de su poema a los dioses pasados, presentes y futuros, indígenas y extranjeros, al Oriente que más allá de Grecia enriquece al mundo de la fábula, y a la restauración de la romanidad emprendida por Augusto que ejerce su presión sobre la actualidad político-intelectual. Pero no logrará convencer al dios más próximo y ejecutivo, Augusto, que lo transformará para siempre en un exiliado, un habitante de la lejanía, a él, que quería conseguir que todo estuviera próximo y presente al mismo tiempo.

Del Oriente («de algún antepasado de Las mil y una noches