Por siempre jamás - Harlan Coben - E-Book

Por siempre jamás E-Book

Harlan Coben

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2013
Beschreibung

¿SE PUEDE TENER CONFIANZA CIEGA EN ALGUIEN? Will Klein adora a su hermano mayor, Ken, y cree que nunca le decepcionará. Pero una noche, en el sótano de la casa familiar, aparece el cadáver de una chica asesinada. Era una antigua novia de Will. Ante los indicios que apuntan a su culpabilidad, Ken desaparece de casa y de la vida de Will. Once años después, Will descubre que su hermano mayor sigue vivo. No será lo único que averiguará.

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Seitenzahl: 519

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Título original: Gone for Good

© Harlan Coben, 2002

© Traducción de Francisco Martín, 2003

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2013.

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

REF.: OEBO096

ISBN: 978-84-9867-934-2

Conversión a libro electrónico: Víctor Igual, S. L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

Dedicatoria

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EPÍLOGO

AGRADECIMIENTOS

NOTA

1

Tres días antes de morir,mi madre me dijo —no fueron sus últimas palabras, pero estuvieron cerca— que mi hermano vivía.

No dijo nada más. No dio explicaciones. Lo dijo sólo una vez. Estaba agonizando y la morfina le oprimía inexorablemente el corazón; el color de su piel había cobrado ese matiz de ictericia y bronceado desvaído. Sus ojos se habían hundido profundamente en el cráneo y apenas salía del profundo sopor. De hecho, sólo tuvo otro momento de lucidez si es que realmente lo fue, pues lo dudé mucho, que yo aproveché para decirle que había sido una madre estupenda, que la quería mucho y adiós. No hablamos de mi hermano, lo cual no quiere decir que no pensáramos en él como si estuviera sentado también junto al lecho.

Está vivo.

Ésas fueron sus palabras exactas. De ser cierto, yo ignoraba si era bueno o malo.

La enterramos cuatro días más tarde.

Cuando regresamos a casa para el shivah,mi padre irrumpió colérico en el cuarto de estar, donde había una alfombra roída. Tenía la cara congestionada de ira. Yo estaba allí, claro. Mi hermana Melissa y su marido habían venido en avión desde Seattle; tía Selma y tío Murray paseaban de arriba abajo y Sheila, mi alma gemela, estaba sentada a mi lado y me apretaba la mano.

Sólo nosotros.

Como único adorno teníamos un espléndido y monstruoso ramo de flores. Sheila sonrió y me apretó la mano al ver la tarjeta en blanco con un simple dibujo.

Papá no dejaba de mirar por los ventanales, los mismos contra los que habían disparado dos veces con una carabina de aire comprimido en los últimos once años, y musitó entre dientes: «Hijos de puta».

Se había vuelto para pensar en alguien que no había ido. «Dios, ¿cómo es posible que no aparezcan los Bergman?» Luego cerró los ojos y apartó la vista. Volvía a torturarse, mezclando su dolor con algo que no tenía el valor de afrontar.

Una traición más en diez años repletos de traiciones.

Necesitaba tomar el aire.

Me levanté y Sheila me miró preocupada.

—Voy a dar una vuelta —dije en voz baja.

—¿Te acompaño?

—No.

Sheila asintió con la cabeza. Llevábamos juntos casi un año y yo nunca había tenido una compañera tan en sintonía con mis vibraciones, más bien raras. Volvió a apretarme la mano amorosamente y sentí que el calor se extendía dentro de mí.

El felpudo de la entrada era de fibra, como si lo hubiéramos robado en la zona de prácticas de un campo de golf, y tenía una margarita de plástico en la esquina superior izquierda. Pasé por encima de él y di un paseo hasta Downing Place, una calle bordeada por construcciones de dos alturas con ventanas de aluminio abrumadoramente vulgares, de 1962 aproximadamente. Aún llevaba puesto el traje gris oscuro que me picaba con aquel calor. El sol brutal golpeaba como un tambor y algo perverso en mí me decía que hacía un día estupendo para estar de duelo. Ante mí surgió fugaz la imagen de la sonrisa de mi madre capaz de iluminar el mundo antes de que ocurriera aquello. La aparté de mi mente.

Sabía adónde iba, aunque difícilmente lo habría admitido. Me atraía el lugar y una fuerza invisible me impulsaba hacia él. Habrá quien diga que es masoquismo y otros quizá lo atribuyan a mi deseo de poner punto final. Yo no diría que fuese ni lo uno ni lo otro.

Simplemente quería echar un vistazo al lugar donde todo había acabado.

Las imágenes y los sonidos de barrio de la periferia en verano me invadieron: niños en bicicleta gritando. El señor Cirino, propietario de la tienda de coches Ford/Mercury en la Autopista 10, cortaba el césped. Los Stein, que habían montado una cadena de electrodomésticos, después absorbida por otra empresa mayor, daban un paseo cogidos de la mano. En casa de los Levine había un partido de fútbol, aunque yo no conocía a los jugadores. Del patio trasero de los Kaufman salía humo de barbacoa.

Pasé por delante de la antigua casa de los Glassman. Mark Glassman el Tonto había saltado cuando tenía seis años a través de la puerta corredera de cristal jugando a Supermán. Recordé los gritos y la sangre: tuvieron que darle más de cuarenta puntos de sutura. De mayor, el Tonto hizo una carrera fulgurante como multimillonario arribista en patentes de propiedad intelectual. No creo que ahora lo llamen el Tonto, pero nunca se sabe.

La casa de los Mariano, en la esquina, seguía teniendo aquel toldo de color amarillo flema horrendo, y un ciervo de plástico frente a la entrada principal. Angela Mariano, la chica mala del barrio, era dos años mayor que nosotros y de una especie superior que infundía temor. Mirando a Angela tomar el sol en el patio trasero de su casa con un top de cordoncillo sin espalda que desafiaba las leyes de la gravedad, yo había sentido las primeras y dolorosas punzadas hormonales del deseo. Se me hacía la boca agua. Angela solía discutir con sus padres, fumaba a escondidas en el cobertizo de herramientas de detrás de la casa y tenía un novio con moto. El año pasado tropecé con ella en Madison Avenue; yo esperaba encontrarla horrible —como se oye decir que sucede siempre a las lujuriosas precoces—, pero Angela tenía muy buen aspecto y parecía feliz.

En el 23 de Downing Place, un aspersor rociaba perezosamente el césped de Eric Frankel. Eric tenía un bar mitzvah ortodoxo con decoración de viajes espaciales en Chanticleer de Short Hills cuando los dos estábamos en el séptimo grado. El techo negro imitaba un planetario con las constelaciones; la tarjeta de mi mesa rezaba «Mesa Apolo 14»; el florero era un cohete en pequeño sobre una rampa de lanzamiento verde; los camareros vestían artísticos trajes espaciales, supuestamente del Mercurio 7, y nos servía «John Glenn». Allí entramos un día furtivamente, en la capilla, Cindi Shapiro y yo y estuvimos sobándonos más de una hora. Era mi primera vez. No sabía lo que estaba haciendo. Cindi sí. Recuerdo que fue fantástico: su lengua me acariciaba y me hacía cosquillas de una manera increíble. Pero también recuerdo que mi arrobamiento inicial cedió al cabo de veinte minutos aproximadamente a un franco aburrimiento, a un vago «¿y qué más?» y a un ingenuo «¿y eso es todo?».

Cuando regresamos a hurtadillas a la Mesa Apolo 14 en Cabo Kennedy con la ropa arrugada y mucho ánimo después del besuqueo (mientras la banda de Herbie Zane deleitaba al público con Fly Me to the Moon), mi hermano Ken me llevó aparte y me preguntó por los detalles. Yo, naturalmente, se los di alborozado y él me obsequió con una gran sonrisa y chocamos la mano. Aquella noche, tumbados en nuestras literas —la suya era la de arriba— y con el equipo estéreo tocando Don’tFear the Reaper de Blue Oyster Cult (la canción favorita de Ken), él me explicó los secretos de la vida según la versión de un alumno de noveno. Después supe que estaba bastante equivocado (por su excesivo énfasis en lo de las tetas), pero nunca puedo evitar una sonrisa cuando pienso en aquella noche.

«Está vivo...»

Meneé incrédulo la cabeza de un lado a otro y doblé en Coddington Terrace a la altura de la vieja casa de los Holder. Era el mismo camino que Ken y yo seguíamos para ir a la escuela primaria Burnett Hill. Había un paso pavimentado entre dos casas que servía de atajo. Me pregunté si aún existiría. Mi madre —a quien hasta los niños llamaban Sunny— solía seguirnos hasta el colegio casi subrepticiamente y nosotros poníamos los ojos en blanco cuando notábamos que se escondía detrás de un árbol. Sonreí al pensar en aquel sentido sobreprotector, que a mí tanto me molestaba y ante el que Ken simplemente se encogía de hombros. Ken era desde luego lo bastante tranquilo para que le fuera indiferente. Yo no.

Sentí un nudo en el estómago y seguí adelante.

Quizá fuese mi imaginación, pero noté que la gente me miraba. Era como si se hubiera apagado el ruido de las bicicletas, de los pases de baloncesto, de los aspersores y de los cortacéspedes, de los gritos de los jugadores. Algunos me miraban con curiosidad porque era realmente extraño ver a alguien con traje gris oscuro pasear por allí una tarde de verano, pero la mayoría, o a mí me lo pareció, miraban horrorizados al reconocerme, sin poder creerse que osara hollar aquel suelo sagrado.

Llegué decidido hasta el 47 de Coddington Terrace. Me había aflojado la corbata; metí las manos en los bolsillos y recorrí la curva del camino de entrada a la casa. ¿Por qué había ido allí? Vi moverse un visillo y tras el cristal surgió el rostro demacrado y espectral de la señora Miller, que me miraba con odio. Yo le sostuve la mirada. Ella me siguió mirando, pero para mi sorpresa dulcificó acto seguido su actitud, como si nuestra mutua angustia hubiese conectado en cierto modo. Me saludó con una inclinación de cabeza. Yo correspondí sintiendo que mis ojos se inundaban de lágrimas.

Quizá conozcáis la historia por 20/20 o Prime Time Live, o cualquier programa basura de televisión. Para quienes no la conozcan, ésta es la versión oficial: el 17 de octubre, hace once años, en Livingston, Nueva Jersey, mi hermano Ken Klein, de veinticuatro años, violó y estranguló brutalmente a nuestra vecina Julie Miller.

En el sótano de su casa. Coddington Terrace 47.

Allí encontraron el cadáver. Aunque no había pruebas concluyentes de que la hubieran asesinado en aquel cuarto destartalado o de si la habían dejado una vez muerta detrás del sofá a rayas mojado, casi por unanimidad todos se inclinaban por lo primero. Mi hermano huyó y desapareció, repito que según la versión oficial.

Estos últimos once años, Ken ha burlado todos los operativos policiales de captura internacionales, aunque ha «sido visto».

La primera vez fue aproximadamente un año después del crimen en un pueblecito pesquero en el norte de Suecia. La Interpol se presentó, pero mi hermano logró librarse de ella. Se supone que recibió un aviso. No imagino cómo ni de quién.

La segunda vez fue cuatro años más tarde en Barcelona. Ken había alquilado —según la noticia del periódico— «una hacienda con vistas al océano» (Barcelona no está al borde de ningún océano) con —según decía el periódico, repito— «una mujer esbelta, de pelo negro, quizá bailarina de flamenco». Fue nada menos que un vecino de Livingston que pasaba allí las vacaciones quien dijo haber visto a Ken y a su amante española comiendo en la playa. La descripción de mi hermano correspondía a la de un hombre bronceado, de buen aspecto, con camisa blanca desabrochada y mocasines sin calcetines. El vecino de Livingston, Rick Horowitz, fue compañero mío en cuarto grado, en clase del señor Hunt, y recuerdo que durante tres meses el tal Rick hizo nuestras delicias comiendo orugas en los recreos.

El Ken de Barcelona volvió a escurrirse entre las garras de la ley.

El último supuesto avistamiento de mi hermano tuvo lugar en una pista de esquí de los Alpes franceses (lo curioso es que Ken nunca había esquiado antes del asesinato). Eso fue todo, salvo una noticia en 48 Horas. A lo largo de los años, la condición de fugitivo de mi hermano se había convertido en la versión criminal del vídeo musical Where Are They Now?, y aparecía donde surgía el menor rumor o, lo que es más probable, cuando las mallas de pesca de la cadena de televisión estaban flojas de capturas.

Yo odiaba por naturaleza los «reportajes televisivos» sobre «periferias urbanas delictivas» o de cualquier genérico parecido que inventaran. Sus «reportajes especiales» (me gustaría que por una vez calificasen a alguno de «reportaje normal sobre una historia ya contada»), iban siempre acompañados de idénticas fotografías de Ken con aquellos pantalones blancos de tenis —Ken figuró en su día en el ranking nacional de tenistas— y su gesto más pretencioso. No sé de dónde las sacaron. En ellas Ken aparece guapo de esa forma que cae mal a la gente de inmediato: altivo, peinado a la manera de Kennedy y con un bronceado que contrasta brutalmente con el blanco de los dientes. El Ken de la fotografía en cuestión parece uno de esos privilegiados (cosa que no era) que pasan por la vida aprovechando su encanto (algo sí) y gracias a una cuenta bancaria heredada (que él no tenía).

Yo aparecí en uno de esos reportajes porque un productor se puso en contacto conmigo, cuando la noticia era reciente, para decirme que quería presentar «los dos aspectos con imparcialidad». Señaló que había mucha gente decidida a linchar a mi hermano. Lo cierto era que, para lograr cierto «equilibrio», lo que realmente necesitaban era a alguien capaz de describir al «auténtico Ken».

Me dejé engañar.

Una presentadora rubia teñida de modales agradables me hizo una entrevista de más de una hora. En realidad, me agradó. Fue terapéutica. Me dio las gracias y me acompañó hasta la puerta, y cuando emitieron el reportaje sólo salió un recorte de la entrevista y eliminaron la pregunta de: «En cualquier caso, ¿no irá a decirnos que su hermano era perfecto, verdad? No pretenderá decirnos que era un santo, ¿no es cierto?», y únicamente dieron mi imagen en un primerísimo plano comentando con gesto de perplejidad: «Ken no era ningún santo, Diane».

Bien, ésa fue la versión oficial de lo que sucedió.

Yo nunca me lo creí. No digo que no fuera posible, pero pienso que es más verosímil que mi hermano esté muerto; que hace once años que está muerto.

Para corroborarlo está el hecho de que mi madre siempre creyó que Ken había muerto. Estaba firmemente convencida. Su hijo no era un asesino. Su hijo era una víctima.

«Está vivo... Él no fue.»

La puerta de la señora Miller se abrió y vi que salía. Se caló las gafas y apoyó los puños en las caderas en una ridícula imitación de Supermán.

—Largo de aquí, Will —dijo.

Y me largué.

La siguiente sorpresa me la llevé una hora más tarde.

Estaba con Sheila en el dormitorio de mis padres, que conservaba los mismos muebles de color gris claro con reborde azul que yo recordaba de toda la vida; nos habíamos sentado en la cama grande de matrimonio con colchón de muelles suaves y teníamos esparcidos sobre el edredón los objetos más personales de mi madre, las cosas que ella guardaba en los atiborrados cajones de la mesilla. Mi padre seguía abajo mirando con actitud desafiante por la ventana.

No sé por qué se me ocurrió curiosear en las cosas que tanto merecían el aprecio de mi madre, que guardaba y mantenía cerca de ella. Sería doloroso. Lo sabía. Pero existe una peculiar relación entre desahogo y dolor voluntario, una especie de aproximación al sufrimiento basado en jugar con fuego, y supongo que necesitaba hacerlo.

Miré el rostro encantador de Sheila, con la mirada baja y concentrada, con la cabeza ladeada hacia mí, y recobré el ánimo. Quizá parezca raro, pero podía pasarme horas mirando a Sheila. No únicamente por su belleza. La suya no era una belleza que pudiera llamarse clásica, sus rasgos eran algo asimétricos, por herencia o quizá más bien por su tenebroso pasado, pero tenía una cara tan expresiva, inquisitiva y al mismo tiempo delicada, que parecía que pudiera romperse al menor soplo. Sheila hacía que quisiera —al estar allí conmigo— ser fuerte para ella.

Sin levantar los ojos, Sheila dijo con una leve sonrisa:

—Corta.

—No estoy haciendo nada.

Finalmente, alzó la vista y vio mi expresión.

—¿Qué sucede? —dijo.

—Tú eres mi vida —respondí escuetamente encogiéndome de hombros.

—Y tú estás muy bien.

—Sí; es cierto —contesté.

Ella hizo amago de darme una bofetada.

—Sabes que te quiero —añadió.

—¿Qué es la vida sin amor?

Sheila puso los ojos en blanco, volvió la vista hacia el lado que solía ocupar mi madre en la cama y se calmó.

—¿En qué piensas? —pregunté.

—En tu madre. La apreciaba mucho —contestó sonriendo.

—Ojalá la hubieses conocido antes.

—Ojalá.

Comenzamos a ojear recortes plastificados y tarjetas de nacimiento: la de Melissa, la de Ken, la mía; artículos sobre los triunfos de Ken en tenis: sus trofeos, aquellos homúnculos con raqueta que seguían llenando su dormitorio. Había fotos, casi todas antiguas, de antes del asesinato. Sunny, así llamaban a mi madre desde niña. Le pegaba. Había una foto suya de cuando fue presidenta de la Asociación de Padres, en donde se la veía haciendo no sé qué en el escenario con un sombrero ridículo mientras las otras madres se partían de risa. En otra aparecía en la fiesta del colegio vestida de payaso. Sunny era la persona mayor preferida de mis amigos; les encantaba cuando organizaba el transporte de la gente en los coches; les gustaba hacer una fiesta de fin de curso en nuestra casa. Sunny era una madre enrollada sin ser empalagosa, sólo un poco «ida», quizás algo alocada y por ello imprevisible. Era una mujer que suscitaba siempre cierto alboroto, cierta agitación como quien dice.

Estuvimos en la habitación más de dos horas. Sheila miraba despacio y atentamente las fotos. Al llegar a una de ellas se detuvo y frunció la frente.

—¿Quién es éste? —preguntó.

Me pasó la fotografía. En la izquierda se veía a mi madre con un bikini amarillo algo obsceno, de hacia 1972, pensé, luciendo sus curvas y apoyando el brazo en el hombro de un hombre bajito de bigote negro y sonrisa feliz.

—El rey Hussein —contesté.

—¡Qué dices!

Asentí con la cabeza.

—¿El de Jordania?

—Pues sí. Mis padres lo conocieron en el Fontainebleau de Miami.

—Ah.

—Y mamá le pidió que posara con ella para una foto.

—No me digas.

—Ahí tienes la prueba.

—¿Y no llevaba guardaespaldas o algo?

—No creo que ella pareciera armada.

Sheila se echó a reír y recordé a mi madre contándome la anécdota: ella posando con el rey Hussein mientras mi padre farfullaba maldiciones porque la cámara no funcionaba y ella le fulminaba con la mirada para que disparase, y el rey aguardando pacientemente mientras el jefe de seguridad examinaba la cámara, arreglaba el fallo y se la devolvía a mi padre.

Mi madre: Sunny.

—Era encantadora —dijo Sheila.

Es un tópico muy manido decir que parte de ella murió cuando encontraron el cadáver de Julie Miller, pero sucede que los tópicos suelen ser ciertos. A partir de entonces, el ánimo chispeante de mi madre se quebró y después del asesinato no volvió a gastar bromas ni a gritar histérica. Ojalá lo hubiera hecho. Mi veleidosa madre cayó en una atonía inquietante y se volvió apagada, monótona —desapasionada sería el término más apropiado—, lo que, en una persona como ella, era para nosotros más insoportable que la payasada más intempestiva.

Sonó el timbre, miré por la ventana del dormitorio y vi la furgoneta de reparto de Eppes-Essen. Comida triste para los dolientes. Mi padre, optimista, la había encargado en exceso, iluso hasta el final. Se quedaba en su casa como el capitán del Titanic. Recordé la primera vez que dispararon contra las ventanas con una escopeta de perdigones poco después del asesinato, él esgrimiendo el puño, desafiante. Creo que mi madre quería mudarse de casa, pero mi padre no; para él, cambiar de casa habría sido una derrota. Irse a otro lugar habría sido reconocer la culpabilidad de su hijo. Una traición.

Bobo.

Sheila me miraba. Su cordialidad era casi palpable, como un rayo de sol en mi rostro, y por un instante dejé que me bañase aquel calor. Nos habíamos conocido en el trabajo poco menos de un año antes. Yo soy director ejecutivo de Covenant House de la Calle 41 en Nueva York, una fundación benéfica que ayuda a jóvenes que abandonan su casa y viven en la calle, y Sheila entró allí de voluntaria procedente de un pueblo de Idaho, aunque poco tenía de pueblerina; me comentó que hacía muchos años ella también se había escapado de casa, pero fue todo cuanto me explicó de su pasado.

—Te quiero —dije.

—¿Qué es la vida sin amor? —replicó.

Yo no puse los ojos en blanco. Sheila se había portado muy bien con mi madre en los últimos días. Tomaba el autobús desde Port Authority hasta Northfield Avenue y llegaba a pie al centro médico de St. Barnabas, donde, antes de caer enferma, la última vez que mi madre había estado allí fue para traerme al mundo. Probablemente hubiera en ese dato algo conmovedor vinculado al ciclo vital, pero en aquellas circunstancias yo era incapaz de establecer esa relación.

El hecho de haber visto a Sheila hacer compañía allí a mi madre despertó mi curiosidad y me arriesgué.

—Tienes que llamar a tus padres —dije en voz baja.

Sheila me miró como si le hubiese dado una bofetada y se levantó despacio de la cama.

—Sheila.

—No es momento, Will.

Cogí una foto enmarcada de mis padres de vacaciones, bronceados.

—Como otros cualesquiera —dije.

—Tú no sabes nada de mis padres.

—Pero me gustaría conocerlos —repliqué.

—Tú has trabajado con jóvenes fugitivos —añadió volviéndome la espalda.

—¿Y qué?

—Sabes lo contraproducente que puede ser.

Era cierto. Miré de nuevo intrigado sus rasgos asimétricos, aquella nariz, por ejemplo, con un abultamiento revelador.

—Pero sé también que es peor si no se habla de ello —dije.

—Ya he hablado de ello, Will.

—No conmigo.

—Tú no eres mi terapeuta.

—Pero soy el hombre a quien quieres.

—Sí. Pero ahora no, ¿de acuerdo? Por favor —dijo volviéndose.

No sabía qué replicar; quizá tuviese razón. Mis dedos jugueteaban distraídamente con la foto enmarcada. Y entonces sucedió.

La fotografía se desplazó un poco y al bajar los ojos vi que aparecía otra debajo. Desplacé un poco la de encima y apareció una mano; traté de apartarla más pero no cedía: busqué las tarabillas traseras, las descorrí y sobre la cama cayó la tapa seguida de dos fotografías.

Una —la de encima— era de mis padres en un crucero, con aspecto feliz, y sanos y relajados como casi no recordaba haberlos visto nunca. Pero la que llamó mi atención fue la otra fotografía, la que estaba escondida.

La fecha en rojo de la parte inferior era de hacía menos de dos años y estaba tomada en un terreno elevado o una colina. En el fondo no se veían casas, sino montañas de cumbres nevadas muy parecidas a las de la primera escena de Sonrisas y lágrimas. El hombre que aparecía en la fotografía llevaba pantalones cortos, mochila, gafas de sol y botas de montaña gastadas. Su sonrisa me resultaba familiar. Su cara también, aunque tenía ya más arrugas y llevaba el pelo más largo y una barba canosa. Pero no había duda: aquel hombre era mi hermano, Ken.

2

Mi padre estaba soloen el patio trasero. Se había hecho de noche, pero él seguía sentado inmóvil y miraba a la oscuridad. Al acercarme a él por detrás recordé de pronto una escena contradicto-ria.

Unos cuatro meses después del asesinato de Julie lo encontré en el sótano de espaldas a mí, igual que en ese momento. Él, convencido de que no había nadie en casa, sostenía en la mano derecha su carabina Rugger del calibre 22. La acunaba con ternura, como si fuese un animalito; yo nunca había sentido más miedo en mi vida. Me quedé paralizado; él miraba fijamente el arma. Al cabo de unos minutos interminables volví a subir la escalera de puntillas y una vez arriba fingí que entraba. Bajé los escalones pesadamente, la escopeta había desaparecido.

No me separé de él en una semana, atento, a su lado.

Crucé la puerta corredera de cristal.

—Hola —dije.

Se volvió, mientras esbozaba una sonrisa amplia. Siempre tenía una para mí.

—Hola, Will —respondió suavizando la aspereza de su voz.

A mi padre siempre le alegraba ver a sus hijos y antes de suceder todo aquello era un hombre con muchas amistades; caía bien a la gente porque era amable y formal, incluso algo brusco, lo que lo hacía parecer aún más formal. Su mundo era su familia y nadie más le importaba. El sufrimiento de los extraños, incluso de los amigos, no hacía mella en él: era un hombre de algún modo centrado en la familia.

Me senté en la tumbona a su lado sin saber cómo abordar el tema. Respiré hondo y él lanzó también un profundo suspiro. A su lado me sentía maravillosamente seguro; él era el mayor y más débil y yo era ahora el más alto y fuerte, pero sabía que si surgía alguna adversidad él plantaría cara y recibiría el golpe por mí.

—He tenido que cortar esa rama —dijo señalando a la oscuridad.

—Ya —asentí yo sin lograr verla.

La luz de la puerta de cristal corredera iluminaba su perfil. La ira se había disipado y él había recuperado su actitud anonadada. A veces pienso que mi padre, efectivamente, había tratado de parar el golpe del asesinato de Julie, pero lo que recibió fue una patada en el culo. Sus ojos conservaban ese estallido interior, esa mirada de quien acaba de recibir de improviso, sin venir a cuento, un directo en el estómago.

—¿Te encuentras bien? —preguntó con su habitual latiguillo.

—Estoy bien. Bueno, bien no, pero...

—Sí, claro —añadió con un gesto de la mano—. Qué tonto soy.

Permanecimos en silencio y él encendió un cigarrillo. Él, que nunca fumaba en casa por la salud de sus hijos y todo eso. Dio una calada y, como si de pronto lo recordase, me miró y lo apagó.

—Fuma, fuma —dije.

—Tu madre y yo acordamos no fumar en casa.

Sin replicar, crucé las manos sobre el regazo. Después me lancé.

—Mamá me dijo algo antes de morir.

Entornó los ojos escrutándome.

—Me dijo que Ken estaba vivo.

Mi padre se puso tenso una fracción de segundo. En su cara se dibujó una sonrisa triste.

—Por las drogas, Will.

—Fue lo que yo pensé al principio —dije.

—¿Y ahora?

Lo miré a la cara tratando de detectar un atisbo de contrariedad. Había habido rumores, cierto. Ken no tenía mucho dinero. Muchos se preguntaban cómo mi hermano se había podido permitir vivir escondido tanto tiempo; yo pensaba que era imposible y que había muerto aquella noche. Otros, quizá casi todos, creían que mis padres le enviaban dinero a escondidas.

Me encogí de hombros.

—No sé por qué diría eso al cabo de tantos años.

—Las drogas —repitió—. Y se estaba muriendo, Will.

La segunda parte de la respuesta parecía abarcar muchas cosas. Me callé un instante, después pregunté:

—¿Crees que Ken sigue vivo?

—No —contestó, y desvió la mirada.

—¿Te dijo algo mamá?

—¿Sobre tu hermano?

—Sí.

—Más o menos lo que a ti —respondió.

—¿Que está vivo?

—Sí.

—¿Algo más?

Mi padre se encogió de hombros.

—Que él no mató a Julie, y dijo que ya habría debido volver pero que antes tenía algo que hacer.

—¿Hacer qué?

—Decía cosas absurdas, Will.

—¿Tú se lo preguntaste?

—Claro, pero deliraba; ya no me oía. Así que la tranquilicé; le dije que se pondría bien.

Volvió a apartar la mirada y pensé en enseñarle la foto de Ken, pero cambié de idea. Quería pensar antes de abrir esa vía.

—Le dije que se pondría bien —repitió.

Tras la puerta corredera se veía uno de esos cubos de fotos castigado por el sol, en que el color de las viejas imágenes había quedado reducido a borrones amarillo-verdosos. No había fotos recientes en la sala; nuestra casa había quedado atrapada en el túnel del tiempo desde hacía años, como en la antigua canción del reloj del abuelo que se para al morir él.

—Vuelvo enseguida —dijo mi padre.

Lo vi levantarse y caminar hasta que lo único que distinguía era su contorno en la oscuridad. Vi que agachaba la cabeza y que le temblaban los hombros. Creo que nunca lo había visto llorar y no quise empezar en ese momento.

Me volví y recordé la otra foto, la de mis padres en el crucero, bronceados y felices, y pensé si acaso él también pensaba en lo mismo.

Cuando me desperté tarde aquella noche, Sheila no estaba en la cama.

Me incorporé y escuché. Nada. Por lo menos en el apartamento. Sólo oía el rumor normal de la calle tres pisos más abajo. Miré hacia el cuarto de baño y la luz estaba apagada. En realidad no había ninguna luz encendida.

Pensé en llamarla pero había algo raro en aquella quietud, algo frágil que bullía en el aire. Me levanté de la cama, mis pies sintieron esa moqueta que ponen en los apartamentos como si fuera a amortiguar cualquier ruido.

El apartamento era pequeño, tenía un solo dormitorio. Fui al cuarto de estar y asomé la cabeza. Sheila estaba allí, sentada en el alféizar mirando la calle por la ventana. Me recreé contemplando su espalda, su cuello de cisne, aquellos hombros maravillosos, el cabello que le caía sobre la blanca piel, y sentí otra vez la excitación. Nuestra relación estaba aún en los prolegómenos de qué grande es estar vivo, en que nunca se tiene suficiente del otro, ese estado que te impulsa a cruzar el parque flotando para reunirte con ella con la certeza de que la relación va a convertirse pronto en algo más profundo y rico.

Yo sólo había estado enamorado antes otra vez y de eso hacía mucho tiempo.

—Hola —dije.

Se volvió ligeramente pero fue suficiente. Tenía lágrimas en las mejillas y vi cómo resbalaban a la luz de la luna. Ella no contestó; no profirió ni un sollozo ni un suspiro. Sólo lloraba. Me quedé en la puerta indeciso.

—Sheila...

En nuestra segunda cita, Sheila me hizo un juego de naipes. Consistía en coger dos cartas, introducirlas en la baraja mientras ella volvía la cabeza, y después ella las tiraba todas al suelo menos las dos que yo había elegido. Me dirigió una amplia sonrisa cuando me las mostró. Yo también sonreí. Fue..., no sé cómo calificarlo, ¿una tontería? A Sheila le gustaban esas bobadas; los trucos de cartas, los refrescos de sabores y las bandas infantiles. Cantaba ópera, leía con voracidad y declamaba anuncios comerciales. Era capaz de hacer una perversa imitación de Homer Simpson y de Mr. Burns, aunque la de Apu y Smithers no le salía tan bien. Pero lo que verdaderamente le gustaba era bailar; le encantaba cerrar los ojos con la cabeza apoyada en mi hombro, abstraída.

—Perdona, Will —dijo sin mirarme.

—¿Por qué? —repliqué.

Ella siguió mirando fijamente a la calle.

—Acuéstate. Voy dentro de un momento.

Quise quedarme o decirle algo para consolarla, pero no lo hice. Ella era inalcanzable en aquel momento. Algo la había alejado. Hubiera sido inútil y contraproducente decir o hacer nada. Al menos, es lo que yo pensé. Cometí un gran error. Me metí en la cama y aguardé.

Pero Sheila nunca volvió.

3

Las Vegas, Nevada

Morty Meyer estaba acostado, profundamente dormido boca arriba, cuando sintió el cañón de la pistola en la frente.

—Despierte —dijo una voz.

Morty abrió los ojos de par en par. El dormitorio estaba a oscuras. Quiso levantar la cabeza, pero la pistola se lo impedía. Dirigió la mirada al radio-reloj luminoso de la mesilla; no había ninguno. Ahora que lo pensaba, hacía años que no tenía reloj: desde la muerte de Leah, cuando había vendido la casa estilo colonial de cuatro dormitorios.

—Ya sabéis que pienso pagaros, muchachos —dijo Morty.

—Arriba.

El hombre apartó la pistola y Morty alzó la cabeza. Sus ojos se acostumbraban a la oscuridad y distinguió una cicatriz en aquel rostro. Le vino a la memoria aquel programa de radio de su niñez: «La Sombra».

—¿Qué quiere?

—Tiene que ayudarme, Morty.

—¿Nos conocemos?

—Levántese.

Morty obedeció. Sacó las piernas de la cama y, al ponerse en pie, sintió un mareo y se tambaleó por efecto de ese momento de transición en que la borrachera cede y la resaca arrecia como un huracán.

—¿Dónde tiene el maletín de urgencias? —preguntó el hombre.

Morty sintió que el alivio le inundaba las venas. Así que no era más que eso. Trató de ver alguna herida, pero estaba demasiado oscuro.

—¿Usted? —preguntó.

—Yo no. Ella está en el sótano.

«¿Ella?»

Morty sacó de debajo de la cama su viejo maletín médico de cuero, del que ya se habían borrado las iniciales en pan de oro y cuya cremallera cerraba mal. Era un regalo de Leah después de graduarse en la Facultad de Medicina de la Universidad de Columbia hacía más de cuarenta años. Después había ejercido durante treinta años en Great Neck como internista. Había tenido tres hijos con Leah, y ahora allí estaba, con sus casi setenta años, viviendo en una habitación miserable y debiendo dinero y favores a casi todo el mundo.

El juego. Ésa había sido la droga para Morty. Había vivido durante años como un ludópata, contemporizando con sus demonios interiores pero manteniéndolos a raya hasta que finalmente se apoderaron de él. Siempre sucede así. Muchos comentaban que era Leah quien lo había inducido al juego y quizá fuese cierto, pero al morir ella Morty ya no encontró razones para seguir luchando y dejó que los demonios hicieran presa en él.

Morty lo había perdido todo, incluso la licencia para ejercer como médico. Se trasladó al oeste, vivía en aquella pocilga y se pasaba las noches en la mesa de juego. Sus hijos —ya mayores y a su vez con hijos— ya no le llamaban; lo culpaban de la muerte de su madre y decían que él la había hecho envejecer. Probablemente tenían razón.

—Dese prisa —dijo el hombre.

—Bien, bien.

Comenzaron a bajar la escalera del sótano y Morty vio que habían encendido la luz. Aquel edificio, su reciente y lóbrega morada, había sido una funeraria. Él alquilaba una habitación en la planta baja con derecho a uso del sótano en que antaño se recibían los cadáveres para embalsamarlos.

Presidía un rincón del fondo del sótano un tobogán oxidado que comunicaba con el aparcamiento trasero desde donde dejaban caer los cadáveres. Las paredes estaban recubiertas de azulejos, desprendidos en parte. Para abrir el grifo había que usar unos alicates y a casi todos los armarios les faltaban las puertas. Aún conservaba el olor a muerto; un viejo fantasma que se negaba a irse.

La mujer herida estaba tumbada encima de una mesa metálica. Morty vio enseguida que era grave y se volvió hacia La Sombra.

—Ayúdela —le dijo.

A Morty no le gustó el tono de voz del hombre. Había ira en ella, sin duda, pero predominaba en él un timbre de desesperación, de súplica descarnada.

—Tiene mal aspecto —dijo.

—Si muere, lo mato —amenazó el hombre arrimando la pistola al pecho de Morty.

Morty tragó saliva. Quedaba claro. Se acercó a la mujer. Había curado a lo largo de los años a muchos hombres en aquel sótano, pero era la primera vez que atendía a una mujer. Se ganaba así la vida: unos puntos de sutura y listo; porque si alguien se presenta en una unidad de urgencias con un balazo o una puñalada, el médico de guardia está obligado a denunciarlo. Por eso venían a la clínica clandestina de Morty.

Rememoró las lecciones de protocolos de urgencia de la Facultad de Medicina, el abecé por así decir: vías aéreas, respiración, pulso. La respiración era entrecortada y con salivación.

—¿Le hizo esto usted?

El hombre no dijo nada.

Morty hizo, lo mejor que pudo, una cura provisional para estabilizarla y que se la llevara de allí.

Cuando terminó, el hombre la incorporó con cuidado.

—Si dice algo...

—He recibido amenazas peores.

El desconocido se marchó apresuradamente con la mujer malherida y Morty se quedó en el sótano. Tenía los nervios deshechos por el sobresalto al despertarse; suspiró y decidió volver a la cama. Pero antes de subir Morty cometió un error fatal: mirar por la ventana que daba a la parte de atrás.

Vio que el hombre llevaba a la mujer hasta un coche donde la tumbaba con cuidado, casi con ternura, en el asiento trasero. Sin perder un detalle de la escena, Morty vio a alguien más que se movía; entrecerró los ojos y sintió una conmoción: en el asiento de atrás había otro pasajero, un pasajero incongruente. Morty estiró el brazo automáticamente para coger el teléfono, pero se detuvo. ¿A quién iba a llamar? ¿Qué iba a decir?

Cerró los ojos y rechazó sus pensamientos. Subió penosamente la escalera, se metió en la cama, se arrebujó entre las sábanas y miró al techo tratando de olvidar.

4

La nota que me dejó Sheila era breve y cariñosa:

Siempre te querré.

    S.

No había vuelto a la cama. Yo pensé que iba a pasarse la noche mirando por la ventana; el silencio no volvió a romperse hasta que oí la puerta cuando salió hacia las cinco de la mañana. No me sorprendió la hora porque ella madrugaba bastante, era la clase de persona que me recordaba ese antiguo anuncio del ejército que afirma que se hacen más cosas antes de las nueve que la mayoría de la gente en todo el día. Ya me entienden: la clase de mujer que hace que uno a su lado se sienta un gandul y la adore por ello.

Sheila me dijo en cierta ocasión —tan sólo una vez— que estaba acostumbrada a levantarse pronto por los muchos años que había trabajado en el campo. Yo le pedí más detalles pero eso fue cuanto dijo. Su pasado era una raya en la arena que era peligroso cruzar.

Más que preocuparme, su comportamiento me intrigaba.

Me duché y me vestí. Tenía en el cajón del escritorio la foto de mi hermano. La saqué y la estuve examinando durante un buen rato. Sentía un vacío en el pecho y, aunque mi mente divagaba y fantaseaba, una idea fija predominaba:

Ken se había escapado.

Quizá se pregunten por qué me había convencido todos aquellos años de que estaba muerto. Confieso que, en parte, era por una intuición anticuada mezclada con una esperanza ciega. Yo quería a mi hermano y sabía cómo era. No era perfecto. Ken se dejaba llevar por la cólera y se crecía en los enfrentamientos. Ken estaba mezclado en algo turbio, pero no era un asesino. Estaba seguro.

Pero había algo más en la teoría de la familia Klein aparte de esa fe singular. En primer lugar, ¿cómo podía Ken haber sobrevivido como un fugitivo, él que no tenía más que ochocientos dólares en el banco? ¿De dónde pudo sacar recursos para escabullirse de la orden de captura internacional? ¿Y qué motivos podía haber tenido para matar a Julie? ¿Cómo es que no se había puesto en contacto con nosotros durante aquellos once años? ¿Por qué estaba tan nervioso cuando vino por última vez a casa? ¿Por qué me dijo que corría peligro? Y ahora que lo pienso, ¿por qué no lo forcé a contarme más?

Pero lo peor —o lo más consolador, depende del punto de vista— era la sangre hallada en el escenario del crimen. Parte de ella era de Ken. En el sótano había una gran mancha de sangre suya y en un cobertizo del patio trasero de los Miller se descubrieron rastros en un seto. La teoría de la familia Klein era que el verdadero asesino había matado a Julie y herido gravemente (y finalmente matado) a mi hermano. La teoría de la policía era más simple: Julie se había defendido.

Había algo más que corroboraba la teoría de la familia, algo directamente atribuible a mí, que era, supongo, por lo que nadie se tomaba en serio nuestra teoría.

Aquella misma noche, yo vi a un hombre merodear cerca de la casa de los Miller.

Ya he dicho que este dato las autoridades y la prensa no lo tomaron en cuenta, porque, evidentemente, después de todo, yo estaba interesado en exculpar a mi hermano, mientras que es crucial para entender por qué nosotros creíamos en su muerte. Las opciones que se nos presentaban eran: que mi hermano había matado a una encantadora joven sin motivo y que luego hubiese vivido escondido once años sin recursos visibles (eso, no hay que olvidarlo, dejando aparte la amplia cobertura de los medios y la intensa búsqueda policial), o bien que había tenido una relación sexual consentida con Julie Miller (por las abrumadoras pruebas físicas) y que el lío en que estuviera metido y quien lo hubiese aterrorizado de aquel modo, tal vez el hombre que yo vi fuera de la casa de Coddington Terrace aquella noche, habían logrado implicarlo en un asesinato teniendo buen cuidado de que su cadáver no apareciese.

No digo que fuese una explicación perfecta, pero nosotros conocíamos a Ken y sabíamos que él no había hecho lo que se le imputaba. ¿Qué otra alternativa teníamos?

Había quien daba crédito a nuestra teoría, pero la mayoría se comportaba como esos necios que piensan que Elvis y Jimi Hendrix están en una de las islas Fiyi tocando música. Los reportajes de televisión difundieron las consabidas tonterías que cabe esperar del medio. A medida que pasaba el tiempo me volví menos activo en mi defensa de Ken. Aunque suene egoísta, yo quería vivir, seguir mi carrera. No quería convertirme en el hermano de un famoso asesino fugitivo.

Estoy seguro de que en Covenant House me aceptaron con reservas. No se lo reprocho. Aunque soy director, mi nombre no aparece en el membrete y se evita mi presencia en las campañas de recogida de fondos. Mi trabajo tiene lugar estrictamente entre bastidores. Y en general no me importa.

Miré otra vez la foto de alguien tan conocido y al mismo tiempo tan desconocido para mí.

¿No habría mentido mi madre desde el principio?

¿Había estado ayudando a Ken mientras que a papá y a mí nos decía que había muerto? Ahora que lo pienso fue mi madre quien más insistió en la teoría de que había muerto. ¿Le habría mandado dinero a escondidas todos esos años? ¿Conocía Sunny desde el principio su paradero?

Eran preguntas que hacerse.

Aparté la vista y abrí un armarito de la cocina. Había decidido no ir a Livingston aquella mañana; la idea de permanecer un día más en aquella casa-ataúd me sacaba de quicio, y tenía que trabajar; estaba seguro de que mi madre, además de entenderlo, me habría apoyado. Así que me serví un tazón de cereales Golden Grahams y marqué el número del buzón de voz de Sheila en la oficina, le dije que la quería y que me llamase.

Mi apartamento —bueno, ahora es nuestro apartamento— está en el cruce de la Calle 24 con la Novena Avenida, cerca del Hotel Chelsea. Generalmente camino las diecisiete manzanas en dirección norte hasta Covenant House, que está en la Calle 41, no lejos de la autopista del West Side, un barrio que era una zona ideal para jóvenes huidos de casa antes de que hicieran la limpieza de la Calle 42, una repugnante zona de degradación a la vista de todo el mundo. La Calle 42 era una especie de antesala del infierno donde se daba cita un comercio amoroso grotesco de diversas especies. Trabajadores que acudían de la periferia y turistas se cruzaban con prostitutas, camellos, proxenetas, tiendas de psicodelia y cines de pornografía, y al final del recorrido acababan excitados o deseando darse una ducha y ponerse una inyección de penicilina. En mi opinión era una degradación tan asquerosa, tan deprimente, que resultaba agobiante. Soy un hombre, sé lo que son la lujuria y el deseo, como cualquier otro, pero nunca he entendido cómo alguien puede confundir el erotismo con esas guarras desdentadas adictas al crack.

El saneamiento de la ciudad dificultó en cierto sentido nuestro trabajo. Antes, la furgoneta de recogida de Covenant House sabía por dónde hacer la ronda, mientras que ahora los jóvenes campaban por todas partes y nuestro cometido resultaba más ambiguo, pero lo peor de todo era que la ciudad estaba limpia únicamente en apariencia. La llamada gente decente, esos empleados y turistas de que hablaba antes, no se veían expuestos ahora a deambular ante escaparates con el cartel de SÓLOADULTOS o marquesinas destartaladas con anuncios de títulos pornográficos grotescos como AFEITANDOLOSBAJOSARYAN o BRAGASARDIENTES. Pero semejante sordidez nunca desaparece; la sordidez es como las cucarachas: pervive escondida en madrigueras. Yo creo que es imposible acabar con ella.

Y esconder la sordidez tiene sus aspectos negativos, porque cuando está a la vista puede uno despreciarla y sentirse superior; es muy humano y para muchos un desahogo. Otra ventaja de la sordidez al descubierto es la de: ¿qué es preferible, una agresión visible o un peligro subrepticio que acecha como una serpiente oculta entre las matas? Finalmente —quizá resulte un análisis prolijo por mi parte— no puede haber cabeza sin cola, arriba sin abajo, ni estoy seguro de que haya luz sin sombra, limpieza sin suciedad, bien sin mal.

El primer bocinazo no me hizo volver la cabeza. Vivo en Nueva York y no oír bocinazos cuando caminas equivaldría a no sentir el agua cuando nadas. Así que no me volví hasta que oí la voz conocida decir: «Eh, gilipollas», al tiempo que la furgoneta de Covenant House se detenía con un frenazo. Su único ocupante era Cuadrados, sentado al volante. Bajó el cristal de la ventanilla y se quitó las gafas de sol.

—Sube —dijo.

Abrí la portezuela y monté de un brinco. La furgoneta de ayuda olía a tabaco, a sudor y levemente a los bocadillos de mortadela que repartíamos de noche. Había todo tipo de manchas en la alfombrilla, la guantera era una especie de cueva y los asientos estaban desfondados.

—¿Qué demonios hacías? —preguntó Cuadrados sin apartar la vista de la carretera.

—Ir al trabajo.

—¿Por qué?

—Terapia —contesté.

Squares asintió con la cabeza. Se había pasado la noche al volante de la furgoneta cual ángel redentor en busca de jóvenes desvalidos y su aspecto era deplorable, pero, claro, tampoco habría empezado muy entero. Iba peinado al estilo Aerosmith de los ochenta, con raya en medio, y tenía el pelo bastante sucio; creo que tampoco lo había visto nunca bien afeitado y menos con una barba cuidada o un ligero sombreado de dejadez atractivo a lo Miami Vice;los trozos de piel visibles eran marcas de viruela, llevaba unas botas de trabajo tan desgastadas que parecían blancas, sus pantalones vaqueros parecían haber sido arrastrados por un búfalo de las praderas y ostentaba una panza que le confería el poco deseable aspecto de fontanero derrengado. Por su manga subida asomaba un paquete de Camel. Tenía los dientes amarillos por el tabaco.

—Estás hecho una mierda —dijo.

—Eso quiere decir algo, viniendo de ti —repliqué.

Mi respuesta le hizo gracia. Lo llamábamos Cuadrados, como abreviatura de los cuatro cuadrados que tatuaban su frente, dos y dos superpuestos, como las divisiones cuadrangulares de ciertas canchas de juego. Como ahora se había convertido en un maestro de yoga, con vídeos editados y una cadena de escuelas, muchos suponían que el tatuaje era algún tipo de símbolo hindú con determinado simbolismo. Pero no era eso.

En su día había sido una cruz gamada. Le había añadido cuatro líneas para cerrarla.

Era algo de su pasado que yo no acababa de entender porque Cuadrados es probablemente la persona menos polémica que he conocido, y también probablemente mi mejor amigo. La primera vez que me habló del origen de los cuadrados me quedé de una pieza. Nunca me explicó el motivo, ni buscó disculparse; él, igual que Sheila, nunca hablaba de su pasado. Otros dan pelos y señales. Ahora lo entiendo mejor.

—Gracias por las flores —dije.

Cuadrados guardó silencio.

—Y por venir —añadí.

Había acudido al entierro en la furgoneta de Covenant House con un grupo de amigos que componían más o menos el contingente de asistentes ajenos a la familia.

—Sunny era estupenda —dijo.

—Sí.

Se hizo otro silencio y Cuadrados añadió:

—Pero qué asistencia de mierda.

—Gracias por señalármelo.

—Por Dios, hombre, ¿cuánta gente había?

—Eres un consuelo, Cuadrados. Gracias, tío.

—¿Quieres consuelo? Pues que sepas que la gente es gilipollas.

—Espera, que cojo un boli y lo apunto.

Silencio. Cuadrados se detuvo ante un semáforo y me miró a hurtadillas. Tenía los ojos enrojecidos. Sacó de la manga remangada el paquete de cigarrillos.

—¿Quieres contarme qué te pasa?

—Pues, mira, resulta que el otro día se murió mi madre.

—De acuerdo. No me lo cuentes —dijo.

El semáforo se puso verde y la furgoneta arrancó. Me vino a la mente la visión de mi hermano en la fotografía.

—Cuadrados.

—Dime.

—Creo que mi hermano está vivo —dije.

Cuadrados no dijo palabra; sacó un cigarrillo de la cajetilla y se lo puso en la boca.

—Vaya epifanía —comentó.

—Epifanía —repetí asintiendo con la cabeza.

—Es que voy a cursillos nocturnos —añadió—. ¿Y a qué viene de pronto ese cambio de ánimo?

Dejó la furgoneta en el pequeño aparcamiento de Covenant House. Solíamos aparcar en la calle pero la gente rompía la ventanilla o la cerradura y se metía dentro para dormir. No llamábamos a la policía, claro, pero el gasto de cristales y de cerraduras era tal que durante un tiempo decidimos dejarla abierta para que se guareciera en ella quien quisiera. Por la mañana, el primero que llegaba al trabajo daba unos golpes en la chapa, los inquilinos nocturnos pillaban el mensaje y se largaban.

Pero hubo que desistir también de este método porque la dejaban —me ahorraré detalles— hecha un asco. Los sin techo no son precisamente de lo más exquisito: vomitan, ensucian, muchas veces no encuentran váter. No digo más.

Antes de bajarnos de la furgoneta reflexioné sobre cómo enfocarlo.

—Voy a hacerte una pregunta.

Cuadrados aguardó.

—Nunca me has comentado qué piensas tú de lo que sucedió con mi hermano —dije.

—¿Eso es una pregunta?

—Bueno, una observación. La pregunta es: ¿por qué?

—¿Por qué nunca te he dicho lo que imagino que le sucedió a tu hermano?

—Eso es.

—Porque nunca me lo preguntaste —respondió Cuadrados encogiéndose de hombros.

—Pero hemos hablado mucho de ello.

Cuadrados volvió a encogerse de hombros.

—Bien; te lo pregunto ahora —dije—. ¿Crees que está vivo?

—Desde siempre.

Así, por las buenas.

—Así que tanto como hemos hablado de ello y tantas veces como te he presentado argumentos convincentes en contra...

—No acababa de ver claro si intentabas convencerme a mí o querías autoconvencerte.

—¿No te creíste mis argumentos?

—No —respondió—. Nunca.

—Pero tú no me llevabas la contraria.

Cuadrados dio una profunda calada al cigarrillo.

—Porque tu fantasía no hacía mal a nadie.

—Ojos que no ven, corazón que no siente, ¿verdad?

—Sí, suele ser así.

—Pero ciertos razonamientos eran sólidos.

—Porque te los crees tú.

—¿A ti no te lo parecen?

—No me lo parecen —replicó Cuadrados—. Decías que tu hermano no tenía recursos para andar por esos mundos escondiéndose, cuando para eso no se necesitan recursos. Mira esos chicos sin hogar que vemos a diario. Si alguno de ellos quisiera desaparecer, lo haría en un instante.

—Pero contra ellos no hay orden internacional de búsqueda y captura.

—Orden internacional —repitió Cuadrados en tono de desdén—. ¿Tú crees que todos los polis del mundo se levantan pensando en tu hermano?

Tenía razón; sobre todo ahora que me daba cuenta de que a lo mejor había recibido ayuda monetaria de mi madre.

—Sería incapaz de matar a nadie.

—Tonterías —replicó Cuadrados.

—Tú no lo conoces.

—Tú y yo somos amigos, ¿verdad?

—Sí.

—¿Tú puedes creerte que yo antes quemaba cruces y gritaba: «Heil Hitler!»?

—Es distinto.

—No lo es. —Bajamos de la furgoneta—. Una vez me preguntaste por qué me cambié el tatuaje, ¿lo recuerdas?

Asentí con la cabeza.

—Y me contestaste que me fuera a la mierda —añadí.

—Exacto. Pero la verdad es que podía habérmelo borrado con láser o disimulármelo mejor; pero lo conservo porque me sirve de recordatorio.

—¿De qué? ¿Del pasado?

—De las posibilidades —dijo Cuadrados enseñando los dientes amarillos.

—No sé qué quieres decir.

—Porque eres un negado.

—Mi hermano era incapaz de violar y matar a una mujer inocente.

—Hay escuelas de yoga que enseñan mantras —replicó Cuadrados—. Pero no por repetir una cosa mil veces resulta verdad.

—Hoy estás muy profundo —dije.

—Y tú estás muy gilipollas —replicó apagando el cigarrillo—. ¿Vas a decirme por qué has cambiado de opinión?

Estábamos a punto de cruzar la puerta.

—Vamos a mi oficina —dije.

Dejamos de hablar nada más entrar. La gente piensa encontrarse con una pocilga, pero nuestro centro de acogida dista mucho de serlo. Nuestra filosofía es que debe ser un lugar que cualquiera pueda considerar aceptable para su propio hijo si se encontrara en apuros. A los patrocinadores al principio les chocó este enfoque —como todos los albergues de beneficencia, éste les queda muy lejos—, pero también hay necesitados donde ellos viven.

Estábamos los dos callados porque en Covenant House concentramos nuestros cinco sentidos en los chicos. Es lo menos que puede hacerse por ellos; por una vez en sus desgraciadas vidas son lo que más importa. Saludamos a todos como si fuesen —me perdonarán que me exprese así— hermanos perdidos durante mucho tiempo. Los escuchamos. Les estrechamos la mano y los abrazamos. Los miramos a los ojos, nunca por encima del hombro, y los miramos de frente serenamente, porque si intentas fingir, estos chicos lo captan rápidamente; tienen un sexto sentido. Aquí les damos cariño sin reservas, incondicional. Y lo hacemos a diario. Si no, más vale quedarse en casa. Eso no quiere decir que siempre obtengamos los mejores resultados, ni siquiera casi siempre, porque perdemos más de los que salvamos y las calles vuelven a tragárselos; pero mientras están aquí en el albergue han de encontrarse a gusto. Mientras están aquí se les quiere.

Al entrar en mi despacho vimos que había dos personas esperándonos: una mujer y un hombre. Cuadrados se paró en seco y olfateó el cuarto como un perro de caza.

—Policías —me dijo.

La mujer sonrió y vino a nuestro encuentro mientras el hombre permanecía detrás apoyado en la pared.

—¿Will Klein?

—Soy yo —contesté.

Me enseñó su carnet con ademán ostentoso y el hombre hizo lo propio.

—Mi nombre es Claudia Fisher y mi compañero es Darryl Wilcox. Somos agentes del FBI.

—Federales —comentó Cuadrados alzando los pulgares como si le impresionara que yo mereciera tal atención. Echó un vistazo al carnet y luego a la mujer—. Eh, ¿por qué se ha cortado el pelo?

—¿Usted quién...?

—No se sulfure —la interrumpió Cuadrados.

La agente frunció el ceño y me miró entornando los ojos.

—Quisiéramos hablar con usted. A solas —añadió.

Claudia Fisher era baja y vivaracha; la estudiante-atleta de instituto aplicada pero demasiado recatada, la clase de chica que se divierte pero nunca de manera espontánea. Llevaba el pelo corto y peinado hacia atrás, un poco al estilo de los setenta, pero le sentaba bien. Lucía unos pequeños pendientes de aro y tenía una pronunciada nariz aguileña.

En Covenant House desconfiamos de la ley. No es que yo pretenda proteger a los delincuentes, pero no me apetece contribuir a su captura. Pretendemos que el albergue sea un refugio de paz, y cooperar con la ley afectaría a nuestra fama en las calles, que es nuestra baza principal. Digamos que somos neutrales: una Suiza para los desamparados. Por supuesto, es indudable que mi historia personal, por el modo en que los federales han tratado el caso de mi hermano, no contribuye a que los aprecie.

—Prefiero que él esté presente —dije.

—Él no tiene nada que ver en esto.

—Considérenlo mi abogado.

Claudia Fisher miró a Cuadrados escrutando los vaqueros, el pelo, el tatuaje, mientras él se estiraba unas solapas imaginarias y fruncía las cejas.

Yo fui a mi escritorio y él se dejó caer en el sillón de enfrente y plantó las polvorientas botazas en la mesa. Fisher y Wilcox permanecieron de pie.

—¿Qué desea usted, agente Fisher? —dije abriendo las manos.

—Estamos buscando a una tal Sheila Rogers.

Aquello no me lo esperaba.

—¿Puede decirnos dónde podemos encontrarla?

—¿Por qué la buscan? —pregunté.

—¿Le importaría decirnos dónde está? —replicó Claudia Fisher con una sonrisa condescendiente.

—¿Se encuentra en algún apuro?

—Ahora mismo —hizo una breve pausa y cambió de sonrisa— sólo queremos hacerle unas preguntas.

—¿Sobre qué?

—¿Se niega usted a colaborar con nosotros?

—No me niego a nada.

—Pues entonces díganos, por favor, dónde podemos localizar a Sheila Rogers.

—Me gustaría saber el motivo.

La mujer miró a su compañero y Wilcox asintió levemente con la cabeza. La agente volvió a mirarme.

—A primera hora de hoy, el agente especial Wilcox y yo fuimos al lugar de trabajo de Sheila Rogers en la Calle 18. No estaba. Preguntamos dónde podríamos encontrarla. Su jefe nos informó que había llamado diciendo que estaba indispuesta. Fuimos a su último domicilio conocido. El casero nos dijo que hace meses que se marchó de allí y que su dirección actual era la de usted, señor Klein, 378 Oeste de la Calle 24. Fuimos allí. Sheila Rogers no estaba.

—Qué bien habla —comentó Cuadrados.

—No queremos problemas, señor Klein —dijo ella sin hacerle caso.

—¿Problemas? —pregunté.

—Tenemos que interrogar a Sheila Rogers y rápidamente. Podemos hacerlo por las buenas, pero si opta por no colaborar podemos recurrir a otros medios menos agradables.

—¡Oh!, amenazas —terció Cuadrados frotándose las manos.

—¿Cómo lo prefiere, señor Klein?

—Lo que preferiría es que se marchasen.

—¿Qué sabe usted de Sheila Rogers?

Aquello empezaba a ser absurdo y me dolía la cabeza. Wilcox metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y sacó una hoja de papel que entregó a su compañera.

—¿Está al corriente de la ficha delictiva de la señorita Rogers? —preguntó ella.

Traté de mantenerme imperturbable, pero incluso Cuadrados se sorprendió.

La agente comenzó a leer el papel:

—Robo en comercios, prostitución, posesión de droga con intención de venta.

Cuadrados profirió un ruido burlón.

—Cosas de aficionados —dijo.

—Robo a mano armada.

—Va mejorando —comentó Cuadrados con una inclinación de cabeza—. Pero no hay condena, ¿verdad? —añadió mirando al hombre.

—Así es.

—Así que a lo mejor no es culpable.

Fisher volvió a fruncir el ceño mientras yo me mordía el labio inferior.

—Señor Klein.

—No puedo ayudarlos —dije.

—¿No puede o no quiere?

—Déjese de semánticas —repliqué sin amilanarme.

—Vaya, señor Klein, reincidente al parecer.

—¿Qué coño quiere decir con eso?

—Encubrimiento. Primero de su hermano. Ahora de su amante.

—Váyase a la mierda —dije.

Cuadrados me hizo una mueca claramente decepcionado por mi floja réplica.

La agente insistió.

—Usted no se da cuenta —dijo.

—¿De qué?

—De las repercusiones —añadió—. ¿Cómo les sentaría, por ejemplo, a los patrocinadores de Covenant House si lo detuviéramos por, pongamos, complicidad e instigación al delito?

—¿Sabe a quién debería preguntar? —dijo Cuadrados acudiendo en su defensa.

La mujer arrugó la nariz en dirección a él como si fuese algo que acababa de rasparse de la suela del zapato.

—A Joey Pistillo —añadió Cuadrados—. Seguro que Joey lo sabe.

Al oír aquel nombre, los dos agentes se pusieron a la defensiva.

—¿Llevan móvil? —insistió Cuadrados—. Podemos preguntarle ahora mismo.

La agente miró a su compañero y luego a Cuadrados.

—¿Nos está diciendo que usted conoce al subdirector Joseph Pistillo? —preguntó.

—Llámelo —respondió Cuadrados—. Ah, un momento; tal vez no sepa su número directo —añadió estirando el brazo y haciéndole una seña con el dedo para que le pasara el aparato—. ¿Le importa?

La agente le entregó el teléfono y Cuadrados marcó el número y se lo acercó al oído. Se reclinó cómodamente en el asiento sin quitar los pies de la mesa. De haber llevado un sombrero del Oeste, no me habría costado imaginármelo inclinándolo sobre los ojos para echar una siestecita.

—¿Joey? Hola, hombre, ¿cómo estás? —dijo; escuchó un minuto y soltó una carcajada antes de iniciar una réplica jocosa mientras los dos agentes palidecían.