Rotten: No Irish, No Blacks, No Dogs - John Lydon - E-Book

Rotten: No Irish, No Blacks, No Dogs E-Book

John Lydon

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Beschreibung

El libro que tienes en las manos no es una historia del punk. La autobiografía de John Lydon, cantante de los Sex Pistols, revela más bien la idea de algo que pudo ser y no fue; los mimbres de una revolución imposible que, sin embargo, durante un instante de 1976 lograron prender en algún compartimento de la conciencia juvenil. Este libro sitúa su epicentro en esa explosión instantánea que desató el grupo británico y, describiendo una onda expansiva que pronto desvió su trayectoria gracias a la ambición o la estupidez de muchos de sus artífices, nos invita a imaginar "otro punk". Porque, más que la historia de Sex Pistols, "Rotten: No Irish, No Blacks, No Dogs" expone las instrucciones de una manera de vida, redactadas a fogonazos, con tanta aportación del cerebro como del corazón y sin un plan maestro detrás. Mientras nos seguimos preguntando año tras año qué es el punk, John Lydon prefirió responder a esta generalidad casi abstracta sin dar una respuesta. Para ello rescató de la casa de sus padres el álbum de fotos familiar y desde allí comenzó el recorrido de su particular visión de ese periodo de mediados de los setenta en que las calles de Londres se convirtieron en batallas campales, cuando no, en estrafalarios circos no aptos para niños.

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John Lydoncon la colaboración de Keith y Kent Zimmerman

ROTTENNO IRISH, NO BLACKS, NO DOGS

LA AUTOBIOGRAFÍA AUTORIZADA DE JOHNNY ROTTEN, CANTANTE DE LOS SEX PISTOLS Y PiL

Traducción de Tomás González Cobos y José Elías Rodríguez Cañas

Prólogo de César Estabiel

Epílogo de Luis Navarro

Licencia Reconocimiento-NoComercial-SinObraDerivada 2.5 EspañaSe permite copiar, distribuir y comunicar públicamente la obra, siempre que se reconozcan los créditos de la misma de la manera especificada por el autor o licenciador. No se puede utilizar esta obra con fines comerciales. No se puede alterar, transformar o generar una obra derivada a partir de esta. En cualquier uso o distribución de la obra se deberán establecer claramente los términos de esta licencia. Se podrá prescindir de cualquiera de estas condiciones siempre que se obtenga el permiso expreso del titular de los derechos de autor.

© de la presente edición:

Acuarela Libros y Machado Grupo de Distribución, S.L.

Título original:Rotten: No Irish, No Blacks, No Dogs© 1994 John Lydon / Plexus Publishing Limited

Traducción:Tomás González Cobos y José Elías Rodríguez Cañas, con la amable ayuda de Javier Lucini, Ione Harris, Juan Diego Rodríguez Cañas y Natalia Lobo Munilla.

Ilustraciones:Joaquín Secall

Maquetación:Antonio Borrallo

Edición:Acuarela [email protected]

Machado Grupo de Distribución, S.L.C/ Labradores, 5 - Parque Empresarial Prado del Espino 28660 Boadilla del Monte (Madrid)[email protected]

ISBN:978-84-9114-137-2

ÍNDICE

PRÓLOGO:Una comedia muy seria.Por César Estabiel

EL REPARTO

ESCENA 01:Que le den a los situacionistas, esto era comedia de situación

ESCENA 02:El niño de las cenizas

ESCENA 03:John Gray, un viejo amigo de la infancia

ESCENA 04:John Christopher Lydon, mi padre

ESCENA 05:El harapiento y el esclavo de la moda

ESCENA 06:Quiero que sepas que te odio, nena

ESCENA 07:Silencio sepulcral / Cumbre entre John y Paul

ESCENA 08:Todos los errores posibles

ESCENA 09:Mejor taparse los ojos

ESCENA 10:Los skaters de Streatham / Nora, mi mujer

CUADERNO DE FOTOGRAFÍAS

ESCENA 11:Steve Severin y el contingente de Bromley

ESCENA 12:Dando palos de ciego

ESCENA 13:Paul Cook, batería

ESCENA 14:“¡Qué bueno! ¡Odian a los Beatles!” / Paul Stahl, Marco Pirroni y Dave Ruffy

ESCENA 15:El recopilatorioKiss This– Los Pistols tema a tema

ESCENA 16:Dobles de John Wayne vestidos de mujer

ESCENA 17:2 de febrero de 1979, el Día de la Marmota

ESCENA 18:Primero la gran calada y después la cabeza entre las manos / Don Letts, John Lydon y Jeanette Lee

ESCENA 19:¿Dónde está el dinero?

ESCENA 20:Las declaraciones juradas: holgazaneando en la playa

ESCENA 21:Ni irlandeses, ni negros, ni perros

ESCENA 22:John Christopher Lydon, breve regreso

ESCENA 23:“¿Nunca os habéis sentido...?”

EL REPARTO:¿Qué ha sido de ellos?

EPÍLOGO:No había futuro.Por Luis Navarro

PRÓLOGOUNA COMEDIA MUY SERIApor César Estabiel

El libro que acabas de abrir no es una historia del punk. La autobiografía de John Lydon revela más bien la idea de algo que pudo ser y no fue; los mimbres de una revolución imposible que, sin embargo, durante un instante de 1976 lograron prender en algún compartimento de la conciencia juvenil. El libro que acabas de abrir sitúa su epicentro en esa explosión instantánea que desataron los Sex Pistols y, describiendo una onda expansiva que pronto desvió su trayectoria gracias a la ambición o la estupidez de muchos de sus artífices, nos invita a imaginar “otro punk”. Porque, más que la historia de Sex Pistols,Rotten: No Irish, No Blacks, No Dogsexpone las instrucciones de una manera de vida, redactadas a fogonazos, con tanta aportación del cerebro como del corazón y sin un plan maestro detrás. Mientras nos seguimos preguntando año tras año qué es el punk, John Lydon prefirió responder a esta generalidad casi abstracta sin dar una respuesta. Para ello rescató de la casa de sus padres el álbum de fotos familiar y desde allí comenzó el recorrido de su particular visión de ese período de mediados de los setenta en que las calles de Londres se convirtieron en batallas campales, cuando no, en estrafalarios circos no aptos para niños.

John Lydon establece un marco muy simple: allí estaban él y los demás. Un individualista atroz dentro de un movimiento juvenil. Qué enorme frustración, ¿no? ¿Frustración? Sí, ese es un buen comienzo. Uno de los extremos de ese hilo que es esta historia. Sex Pistols fue un grupo frustrado. También incoherente y contradictorio. Siempre he pensado que el arte surge de la contradicción y el enfrentamiento; quizá por eso considero a Sex Pistols uno de los grupos más importantes que ha dado la cultura juvenil en sus seis décadas de vida. Pero no por lo que nos han vendido de ellos, sino por lo que nos dejaron de vender. Porque, ¿qué rasgos han configurado el estilo punk a lo largo de los años? Una estética dominada por imperdibles, cadenas, cuero negro, camisetas destrozadas, desaliño personal y cabelleras en forma de cresta. Una música interpretada a velocidad endiablada, escupida más que cantada. Y un posicionamiento político fundamentado más en la carencia de valores que en la confirmación de otros alternativos.

Comparemos. Remontémonos a 1976, a aquel mes en que Sex Pistols alcanzan el número uno de ventas en Inglaterra con su singleGod Save the Queen, una insolencia musical inédita hasta entonces en las Islas, el embrión del futuro punk. ¿Qué estilo proyectaban entonces los Pistols? No tengo respuesta. Bueno, en todo caso diría que la ausencia del mismo. Porque si el bajista Glen Matlock optaba por una camisa de cuadros y pantalones ajustados para salir al escenario, Johnny Rotten (alter ego de John Lydon dentro de los Sex Pistols) decidía hacer jirones su camiseta. Si, por el contrario, los demás destrozaban su ropa, él se colocaba una americana y la hacía acompañar de una corbata. Si sus compañeros mostraban el mayor de los descuidos por su cabello, él se tiraba dos horas engominándolo y pintándolo de naranja. Si alguien le copiaba alguna idea, Rotten sencillamente la apartaba de su indumentaria. Entonces, si admitimos que los Sex Pistols encendieron la revolución punk, ¿por qué reconocemos una estética punk basada en camisetas hechas añicos y sujetadas con imperdibles y en pelos en forma de cresta? Como afirmará más tarde el propio Lydon, la rebeldía del punk dejó de ser eficaz cuando uno se colocó un imperdible en la ropa imitando milimétricamente el gesto de otro.

Cuando los Sex Pistols se disolvieron, en 1978, Lydon arrancó su proyecto Public Image Limited escribiendo una canción que define con precisión de cirujano la enorme frustración que llegó a sentir al frente de los Sex Pistols: “Nunca escuchasteis nada de lo que dije / solo me juzgasteis por la ropa que llevo / Detrás de una imagen pública hay ignorancia y miedo / es producto de esa maquinaria social / que aún mantiene la misma vieja escena / Mi imagen me pertenece / es mi acreditación / mi propia creación / mi gran final / mi adiós” (Public Image). ¿No parece además quererle dar una nueva oportunidad a esa revolución que un día imaginó y que eso que entonces llamaron punk le negó? Nacía el post-punk, con dos ideas bien claras: defender la individualidad y la diferenciación, evitando que cualquier gesto generara clones por repetición, como entonces ya ocurría con el punk que habían absorbido las discográficas. Porque, a partir de la disolución de los Sex Pistols, las compañías intentaron hacer caja capitalizando aquella estética destartalada, agresiva y feísta. No era una apuesta arriesgada. Las ventas de los singles de Sex Pistols la avalaban comercialmente. Además de ser un filón publicitario. Pero si el significado del punk, en algún momento, tuvo que ver con la ruptura de cualquier estética establecida y, lo que es más importante, el cuestionamiento sistemático de uno mismo, desde entonces tomaría un camino y un nombre distinto. John Lydon lo guió con sus PiL., pero otros músicos espontáneos como Howard Devoto (pasando de Buzzcocks a Magazine) o Alex Fergusson (pasando de Alternative TV a Psychic TV) también lo entendieron así. Sex Pistols levantaron confusamente los cimientos y los grupos más espabilados desarrollaron aquellas ideas de individualidad y diferenciación. No necesitaban nada ni a nadie para sacar un disco, así que la ética del d.i.y. (“do it yourself ”, hazlo tú mismo: sin medios económicos ni discográficas detrás) se vio posible, después viable y más tarde necesaria. Tampoco precisaban una imagen que les sirviera de referencia musical ni tampoco como requisito para ser aceptados. Esa ausencia de uniformidad (tanto estética como musical) que había defendido siempre Johnny Rotten, en los últimos años de la década de los setenta se reveló como el único principio común de interesantísimos grupos como Magazine, Pop Group, Slits, The Fall, Gang Of Four o los propios PiL. de John Lydon. Había nacido el post-punk; la herencia más válida, aunque menos reconocida, que legaran Sex Pistols.

En España nunca se cogió muy bien esta idea. En 1976 acabábamos de nacer, de abrir los ojos. Teníamos la mirada de un niño de cuatro años al que le llevan al circo por primera vez. Las ganas de empezar a vivir las cosas por nosotros mismos solo eran comparables a nuestra ingenuidad. La irrupción del punk en Inglaterra llegó casi en paralelo con la muerte de Franco, pero no sirvió entonces como modelo al que agarrarse. Si hubo una escena punk nacional esta se consolidaría unos años después, hacia 1984, con el rock radical vasco. El alto índice de paro, la desilusión creada tras los primeros años de legislatura socialista y los fardos de heroína dibujaron en las áreas industriales del País Vasco un panorama que guarda algún parecido al que se vivió en las calles inglesas siete u ocho años atrás. Eso sí, con una gran diferencia: mientras en Londres, la tienda de ropa que regentaba Malcolm McLaren dirigía las tendencias de ese movimiento en ciernes, en las calles del País Vasco se vivió de una manera descontrolada y, en cierto modo, descerebrada. Sorprendentes y terroríficos versos lo avalan, como aquella canción de Cicatriz (“me siento feliz / de ser un puto subnormal / con delirios de grandeza / mientras me hago un chute / y privo cerveza”) o unas declaraciones de su cantante en las que reconocía sinceramente que “de pequeño quería ser etarra pero cuando descubrí los porros me di cuenta de que aquello era lo mío”.

¿No era este el pensamiento marginal que aceptó Sid Vicious después de conocer a Nancy Spungen? El bajista de Sex Pistols no fue la única víctima de la trampa del punk, esa que ondeaba el eslogan “no future” y que muchos entendieron como un digno y honesto suicidio. Además, tenían el arma a mano: la heroína. Por eso llora John Lydon al final de la películaThe Filth And The Fury, de Julian Temple. Porque su amigo Sid no cogió el mensaje. Entonces era el momento de elegir tu propio futuro, no aquel que te ofrecían. Se trataba de dar tres pasos, aunque muchos se quedaron en el segundo: hazlo tú mismo, sé tú mismo y fabrícate tu propio futuro.

Pero había otras analogías curiosas. Si en Inglaterra tenían a Sex Pistols y The Clash, en el País Vasco estos papeles los asumieron, en cierto modo, Eskorbuto y Kortatu. Los primeros se especializaron en moverse en ambientes hostiles, mientras que los segundos se sentían más cómodos defendiendo unas ideas comunes y apuntando siempre al mismo enemigo. Aunque tuvieron un final trágico (como su amigo Sid Vicious), el tiempo que Eskorbuto estuvieron dando guerra debería tenerse en cuenta, más allá de la coyuntura del punk, por mantener una coherencia aplastante. Aceptaron un modelo de vida marginal: puede que fueran delincuentes, pero nunca aceptarían que otros les señalaran el objetivo. Cuando salían de Euskadi cantaban cosas como “España, maldito país” y cuando tocaban en casa preferían canciones comoCuidado, una seria advertencia a muchos de sus compañeros del movimiento de liberación vasco. Les asqueaba la idea de España, pero no sé si más que la complacencia y pasotismo que respiraban en casa. Como a los Sex Pistols, Eskorbuto no eran bien recibidos allá donde iban. No tengo ninguna duda de que John Lydon hubiera estado más que orgulloso de ellos. Incluso le imagino una sonrisa al leer aquella frase que figuraba en el viniloAnti-Todo: “aún no hemos parado de reírnos”. Lástima que la vida en el filo del abismo siempre está condicionada a un simple empujón que te precipite al vacío. La heroína se prestó voluntaria.

Pero, ¿la onda expansiva del punk no nos llegó ni de refilón en su momento? Hubo un caso curioso. Sin haber existido una transmisión de ideas, un grupo de Madrid surgía en 1976 como una versión atropellada y cañí de los Sex Pistols. Muchos lo consideraron una broma, como al grupo de Rotten, pero aún tenían más rasgos en común: cada uno era de su padre y de su madre, entendían que el sentido del humor siempre empieza por uno mismo, no siempre señalaban al blanco fácil y consideraban que la ofensa era el mejor de los aplausos. Pero Kaka de Luxe no era un grupo de broma. Establecieron sin saber unas pautas del punk, que como los Sex Pistols, solo defendían la individualidad y la contradicción como grupo.

La vida de Kaka de Luxe fue muy corta. El tiempo también fue uno de los principales verdugos de los Sex Pistols. Fueron héroes de una revolución imposible, un acto sin futuro en sí mismo pero que abría el camino a muchos otros actos. El periodista norteamericano Greil Marcus apreció esta idea del grupo y, conectándolo con los situacionistas franceses de los años sesenta, escribióRastros de carmín(1994), un ensayo que desarrollaba hipotéticas conexiones entre ambas corrientes contraculturales. Su libro puso de nuevo al punk en el disparadero. John Lydon siempre negó que su formación hubiera estado algo influida por los actos de sabotaje de los situacionistas de Guy Debord en el mayo parisino del 68. Cójanlo con pinzas. John Lydon no ha reconocido públicamente una influencia en su vida, quizá sabiendo que los medios necesitan solo una de ellas para levantar sospechas sobre la individualidad del artista.

Pero es curioso que mientras Guy Debord se vería obligado a justificar acciones pretéritas en su libroComentarios a la sociedad del espectáculo, desilusionado en parte por las continuas malinterpretaciones de su trabajo, John Lydon acometió la tarea de redactar esta autobiografía con motivaciones similares. Son dos libros que pretendieron en su día devolverle el significado riguroso y sincero a dos acciones que el poder mediático se había encargado de contaminar: los planteamientos situacionistas en el caso de Debord y el punk en el de Lydon. Pero más allá de esta similitud coyuntural, en mi opinión, el ensayo de Marcus peca de manipulador y novelesco. Fija una atractiva conclusión (el punk y lo situacionista hermanados mediante hilos secretos) y desfigura los hechos para que encajen, cual novela, en su desenlace. El trabajo de Marcus generó en su día una agresiva –aunque poco publicitada– oposición, sobre todo, en la figura de Stewart Home, antiguo neo-nazi y agitador underground de la cultura popular al que se le conocía en Londres por sus “huelgas de arte”, por sus movimientos artísticos ficticios (como el neoísmo) y por la vehemencia con que solía combatir aquellas tesis que pretendían introducir la sospecha del arte (o del anti-arte: al fin y al cabo, una lectura postmoderna del arte mismo) en la acepción del punk. Stewart Home se posicionó radicalmente contra ese deliberado nacimiento del punk que explicaba Marcus y llegó a escribir algún libro (Cranked Up Really High) defendiendo la que consideraba la esencia real del punk: una juventud jodida reconociendo su propio poder en un grito rabioso sin manipulación alguna ni, muchísimo menos, referencias contraculturales detrás.

Creo que si a estos dos puntos de vista añadimos los de Malcolm McLaren (el punk como un catálogo de complementos) y los de John Lydon (el punk como diferenciación), tenemos abierto el abanico que plantea este eterno dilema. Pero mientras las tesis de Marcus maximizan de manera perversa una influencia, las de McLaren se olvidan del contexto social y las de Home abonan una autenticidad rancia y sin brillo, las palabras de John Lydon aún suenan edificadoras. Él necesitaba hacer algo distinto, no que le dieran masticado ese “algo diferente”. Supongo que pensaría que en el momento que asimilas esa diferencia, dejas de ser diferente. Por eso no creo que John Lydon estuviera muy de acuerdo con esa actitud punk de la que se apropia la modernidad para enterrar definitivamente la estética punk, y que no es más que simple e inofensiva provocación. ¿Es punk salir hoy por televisión y decir que te metes tres gramos de cocaína diarios? ¿Es punk salir ataviado con una esvástica? Punk no sé si es. Estúpido, seguro. Porque si tenemos que defender una actitud punk tal y como la entendió John Lydon, esta debería ir sustentada sobre un cuestionamiento sistemático de todo lo que nos rodea, influye y condiciona y, lo que es más importante, de uno mismo; sobre todo, en una época en que la complacencia y el asentamiento forma parte del estilo de vida.

Recomendaría esta lectura sin buscar necesariamente –aunque lo tiene– un magnetismo narrativo que nos conduzca atrapados hasta el final. Cada frase deRotten: No Irish, No Blacks, No Dogsencierra una notable carga de intención. Más que una cronología narrada de la historia de Sex Pistols, cada línea aporta una espontánea pincelada en la personalidad de uno de los individuos más inteligentes y edificantes que ha dado la cultura juvenil. Y con un sentido del humor que encierra una inusual capacidad para desarmar a su adversario. Parece mentira, pero el sentido del humor, moldeado y bien dirigido, se ha convertido en eficaz arma para combatir la corrección política y las posturas de una sola dirección. John Lydon sabe que las buenas comedias nunca son inofensivas, en parte porque su realización le exige a su autor más inteligencia que una amplia colección de chistes. Consideremos entonces a los Sex Pistols como una gran comedia de situación. ¿Les parece bien? Tengan en cuenta que un enemigo que se ríe de sí mismo es casi un enemigo invencible. Por eso nunca han podido con John Lydon. Riámonos, pues. Ríanse. Yo solo puedo imaginarme una enorme carcajada en el rostro de este irlandés cada vez que escucha la palabra “punk”.

ROTTENNO IRISH, NO BLACKS, NO DOGS

EL REPARTO

PAUL COOK,el batería

CAROLINE COON,la periodista

JOHN GRAY,el amigo de adolescencia

BOB GRUEN,el fotógrafo de Estados Unidos

CHRISSIE HYNDE,la Pretender

BILLY IDOL,el de Generation X

STEVE JONES,el guitarrista

JEANNETTE LEE,la dependienta de King’s Road

DON LETTS,el pincha de reggae

JOHN CHRISTOPHER LYDON,el padre

JOHN LYDON, JOHNNY ROTTEN,el cantante

NORA,en el papel de Nora

MARCO PIRRONI,el de los Ants

RAMBO,el hooligan del Arsenal

ZANDRA RHODES,la diseñadora de moda

DAVE RUFFY,el de los Ruts

STEVE SEVERIN,el Banshee

PAUL STAHL,el soul boy que se hizo punki

JULIEN TEMPLE,el director de cine

HOWARD THOMPSON,el de la discográfica

Se ha escrito mucho sobre los Sex Pistols, pero la mayoría ha sido sensacionalismo o periodismo pseudopsicológico. El resto ha sido puro rencor.

Este libro es lo más cerca que puede haber de la verdad, ya que recuerda los acontecimientos desde dentro. Toda la gente que colabora en el libro estuvo allí y se refleja tanto su punto de vista como el mío. Por ello no se han eliminado las contradicciones ni los insultos, ni tampoco los cumplidos, si es que los hay. No tengo tiempo para mentir ni para fanta-sear y tampoco quiero desperdiciar el vuestro.

Y si no lo disfrutas, que te pudras...

JOHN LYDON

LA MAÑANA DESPUÉS DE WINTERLAND, SAN FRANCISCO, 15 DE ENERO DE 1978

“¿Nunca os habéis sentido estafados?”. Esa fue la famosa frase que dije al terminar el último concierto. El final de los Sex Pistols fue igual que el principio: un completo desastre. Entre medias todo fue igual de desastroso. Yo era el primero en reconocer que aquel último concierto en Winterland había sido un fracaso.

La noche del concierto ni siquiera me dieron una habitación en el hotel. Y tampoco la tuve la mañana siguiente, al menos no en el hotel en que se alojaba el resto del grupo. Malcolm McLaren nos dijo a Sidney y a mí que no quedaba ninguna habitación. Así que tuvimos que dormir con los técnicos en un motel de San José, a ochenta kilómetros de San Francisco.

Una de las razones por las que tenía que viajar en autocar con Sid Vicious durante la gira por Estados Unidos en lugar de en avión era para alejarle de las drogas. Ya en Londres su adicción se había convertido en un problema serio. El objetivo era que se mantuviera limpio. Por eso me enfadé tanto cuando, nada más llegar a San Francisco, no sé cómo, Sid se las arregló para escaparse y comprar un paquete de heroína. Qué curioso. A algunos les parecerá casualidad. Aquello le dejó para el arrastre. El resultado, querido lector, fue que el concierto de Winterland fue desastroso.

El sonido fue horrible durante todo el concierto. Ni siquiera recuerdo que hubiera prueba de sonido. La sala de Winterland, con capacidad para cinco mil personas, era seguramente la más grande en la que habíamos tocado. Nos habían vendido como los nuevos Rolling Stones. Fue horrible. Nunca estábamos a la altura cuando la situación lo requería; no por culpa nuestra, sino por la gente que tenía que velar por nosotros. Nunca entenderé por qué tuvo que encargarse de la mesa de mezclas Boogie, nuestro manager de las giras inglesas. En un concierto tan importante como aquel, necesitábamos un técnico de sonido profesional. Desde donde yo estaba, en el centro del escenario, era aún peor. Al fin y al cabo, si estabas en medio del público tenías suerte: no tenías que soportar toda la reverberación. Lo único que oía era la guitarra de Steve, todo el rato desafinada. Es muy difícil cantar sin oírte. Vas a ciegas. Los monitores del escenario no funcionaban. Había una reverberación constante.

Normalmente ese tipo de fallos no suponían un obstáculo, pero aquella noche en San Francisco sí lo fueron. Se esperaba mucho de nosotros. Bill Graham, el promotor, hizo que se llevaran todo el equipo del escenario después del concierto para montar una fiesta a la que no me invitaron. ¡En mi propio concierto! Me dijeron que era por lo mal que me había comportado.

Por aquel entonces nos odiábamos. Yo odiaba todo aquel ambiente. Era un circo. Me di cuenta desde nuestra primera semana de ensayos en 1975. Dejé el grupo montones de veces. Igual que los demás. Era algo constante. Me largué del escenario en muchos conciertos. Pero el único que dejó el grupo de verdad fue Glen Matlock, el bajista original al que sustituyó Sid, aunque en aquel caso fue una bendición para todos. Las cosas mejoraron infinitamente desde entonces. La incorporación de Sid infundió en el grupo el caos que tanto me gustaba. Cierto, Glen fue el autor de muchas de las primeras melodías, si es que se las puede llamar así. Tenía un efecto dulcificador, quería que fuéramos un grupo a lo Bay City Rollers con imagen de maricas del Soho. Esa era su particular visión de los Sex Pistols: unos patéticos zapatos blancos de plástico y pantalones rojos de pitillo. Un auténtico horror. Imagen de gay hortera.

No es verdad que fuera Malcolm quien creó a los Sex Pistols. Según la leyenda popular salieron de su tienda de ropa. Cuando me uní ya había varios miembros en el grupo. La primera conexión con la tienda fue, me imagino, que Glen trabajaba allí. Pero da igual lo que estuvieran haciendo antes de que yo entrara, el caso es que no tenía nada que ver con lo que fuimos a partir de entonces. No tenían imagen, ni dirección, ni nada de nada. Lo único que tenían era un ruido de lo más penoso que imitaba a los Small Faces y a los Who. Era lamentable, una auténtica bazofia, pero me gustó.

En los ensayos no dejaban de quejarse de que yo no sabía cantar, y no les faltaba razón. Todavía no he aprendido, ni quiero. No sé a qué se referían con cantar bien, pero los discos que escuchaban eran malísimos. Los Faces son probablemente el peor grupo de la historia en el que inspirarse. En el escenario se movían como una pandilla de borrachos, y eso era lo que le gustaba a Glen, porque le parecía inteligente. Pero a mí me parecía pub rock vomitivo.

Cancioncillas tontas, eso es lo que querían. Había que haberles visto la cara cuando solté la letra deAnarchy in the U.K. Fue memorable, para haberles grabado.God Save the Queenfue el motivo por el que Glen se fue; no tenía estómago para ese tipo de letras. Decía que era una letra de fascistas. Le di la razón, porque pensé que así me libraría de él. No creo que ser antimonárquico te convierta en fascista, más bien al contrario. Menudo gilipollas.

No hubo progreso ni evolución en la historia de los Pistols. Cuando estábamos en Estados Unidos de gira había períodos en los que no hacíamos nada. Sin embargo, yo no dejaba de tomar notas. Al final acabé escribiendo muchas canciones para mi siguiente grupo, Public Image Limited. A los Pistols no les interesaban. Querían volver al rollo de las cancioncitas tontas a lo Who. Las canciones sobre religión les sacaban de quicio. “¡No puedes cantar eso! ¡Te van a detener!”. De eso se trataba, precisamente.

La única violencia en los Sex Pistols era rabia. Nada más. No éramos violentos. En nuestros conciertos no moría nadie. Lo que me enfurecía de los Sex Pistols era la progresiva homogeneización del uniforme punk entre el público, porque echaba por tierra todo. Desde luego, con mi aprobación no iban a contar, porque aquello demostraba que carecían del concepto de individualidad y que no entendían lo que hacíamos. Lo nuestro no tenía que ver con la uniformización.

Malcolm fue un elemento destructivo en la gira americana. No alcanzo a comprender por qué tuvo un comportamiento tan negativo. Montamos el escándalo siendo nosotros mismos y por eso Malcolm, al saber que estaba de sobra, tenía que compensarlo de algún modo. Todo aquel rollo de la relación de los situacionistas franceses con el punk es una payasada, una auténtica estupidez. Las revueltas de París y el movimiento situacionista de los sesenta no fueron más que chorradas de intelectuales franceses. Historias para las enciclopedias. No existe un plan maestro de conspiración en nada, ni siquiera en los gobiernos. Todo es una especie de caos vagamente organizado.

Y mi filosofía era el caos, sin lugar a dudas, la ausencia de normas. Si la gente empieza a levantar barreras alrededor de ti, ábrete paso y a otra cosa. Nunca dejes que te comprendan del todo, porque entonces te dan el golpe de gracia, el punto y final, y nunca se le debe poner punto y final a las ideas. Las ideas cambian.

Soy un mal bicho. Siempre lo he sido. Solo necesito que me den una oportunidad para liarla. En los informes del colegio se observa perfectamente. Actitud negativa. Pues claro.

El último concierto de San Francisco fue el punto y final definitivo. Cobramos sesenta y siete dólares por aquel concierto, así que la gente no tenía gran derecho a quejarse.

El equipo de técnicos tuvo que irse por la mañana porque la gira se había cancelado. Yo no tenía alojamiento, así que fui al hotel Miyako, donde estaban Malcolm, Steve Jones, Jamie Reid, Bob Gruen y Paul Cook. No encontré a Malcolm. No pude localizarle, pero hablé con Paul y Steve, que se mostraron muy distantes y fríos conmigo. Parecían no saber lo que estaba pasando y lo único que tenían que decir al respecto era que yo lo había estropeado todo. Ni siquiera me explicaron qué es lo que había estropeado.

Yo no sabía que estaban preparando un viaje a Río de Janeiro para grabar imágenes con Ronald Biggs, el infame ladrón del famoso atraco al tren correo de Glasgow en 1963. Me enteré por Sophie Richmond, la secretaria de Malcolm. Me pareció una idea impresentable apoyar a un viejo mamón como Ronald Biggs. Era deplorable. Yo no tenía ninguna intención de ir a homenajear a un tipo que participó en un atraco en el que dejaron para el arrastre al maquinista del tren y robaron dinero que, más que nada, era para pagar a trabajadores. No es lo mismo que robar un banco. Ni siquiera fue de los que lo planeó, toda su fama se debía a que escapó de una cárcel inglesa para irse a Río de Janeiro. No sé cuánta pasta se llevó, pero no creo que estuviera forrado. Según me contaron vivía en Brasil, en una cabaña junto a la playa, nada más lejos de mi idea del éxito. No había hecho nada ingenioso ni divertido. No tenía nada que ver con lo que eran los Sex Pistols. Al contrario, aquel viaje daba una imagen mezquina y deprimente, sin gracia. Carecía de humor y el único objetivo era la provocación sin ton ni son. Todavía sigo sin entender el meollo del proyecto de Río. Por lo que he visto, lo único que hicieron fue grabar imágenes de Steve, Paul y Ronnie Biggs en la playa.

Por lo que a mí respecta, el grupo se había separado cuando dije aquellas últimas palabras en el escenario. Me sentía estafado y no iba a soportarlo más, era una farsa ridícula. Sid estaba totalmente pasado, hecho una piltrafa. Para entonces todo era una broma. Lo del hotel Miyako fue muy desagradable y confuso. Ni a mí ni a Sid nos invitaron a aquel coto privado. La excusa oficial era que en principio no nos habían reservado una habitación y ya no quedaban. Como Malcolm no puso el dinero nadie hizo la reserva. Acabé durmiendo en una cama supletoria en la habitación de Sophie. Yo estaba muy tenso y creo que ni siquiera dormí aquella noche. No entendía lo que estaba pasando y Malcolm no quería salir de su habitación para hablar conmigo, pese a que varias personas –entre ellas Boogie y Sophie– intentaron convencerle de que bajara a verme. Luego les contó a Paul y Steve que toda la tensión era culpa mía porque yo nunca daba mi brazo a torcer.

No tenía ni un centavo. Llamé a Warner Brothers, el sello discográfico de los Sex Pistols en Estados Unidos, pero no me creyeron porque les habían dicho que me había vuelto a Inglaterra. Estaba atrapado: sin billete de avión, sin dinero, sin nada.

Malcolm no podía venirme con la idea del viaje a Río porque sabía cuál sería mi respuesta. No me gusta incumplir los compromisos y para un grupo las giras son la parte esencial del proceso. Había otra gira de los Sex Pistols en la agenda justo después de Estados Unidos que empezaba en Estocolmo. Nos habíamos comprometido y la gente ya estaba comprando las entradas. Pero aquella gira por Suecia se complicaba mucho desde el punto de vista logístico si Malcolm nos llevaba a Río. Y yo, pese a que pensaba que el grupo estaba acabado, sentía que teníamos que hacer la gira. Pero el sueño de Malcolm era ir a Río y que le dieran a la gira y al grupo. Una vez más demostró que lo único que le importaba eran sus propios intereses y caprichos. El viaje a Río supuso la cancelación de la gira, con lo que logró imponer su visión. Malcolm pensaba que nos habíamos convertido en un aburrido grupo de rock y que el viaje podría servir para abrir nuevos horizontes de inspiración. Pero había compromisos de por medio, como ir a Estocolmo. No se podía dejar todo de lado solo porque a Malcolm se le había metido en la cabeza ir a Río. Había que tener en cuenta a otras personas para que todo funcionara. De lo contrario estaríamos viviendo en las nubes.

Mi relación con Steve en el momento de la separación era pésima, sobre todo antes de que se fueran a Río. En San Francisco, cuando hablé con Steve y Paul, me dijeron que era yo el que no quería estar en el mismo hotel. Les dije que no era cierto, pero no me creyeron.

Al día siguiente Paul y Steve se fueron con Malcolm a Río sin mí. No creo que lo hicieran con mala idea, supongo que fueron donde pensaban que ganarían más dinero. Era la opción más fácil de las dos que tenían: irse con Malcolm o ponerse de mi lado y averiguar qué es lo que estaba pasando. Joe Stevens, que había compartido habitación con Malcolm durante la mayor parte de la gira, fue quien me prestó dinero para comprar un billete de vuelta a Londres. Nos fuimos a Nueva York aquella misma tarde. De no haber sido por su ayuda me hubiera quedado abandonado a mi suerte, ya que nadie me facilitó un billete de vuelta. Fue un gesto de agradecer, sobre todo teniendo en cuenta que él formaba parte del grupo de Malcolm. Los demás nunca me mostraron el más mínimo respeto.

Tras hacer escala en Nueva York, volví a mi casa de Gunter Grove, en Londres. Afortunadamente, tomé la precaución de comprarla a mi nombre antes de ir a Estados Unidos. Recuerdo perfectamente la discusión. Malcolm quería firmar él. Yo le dije que o me daba el dinero o dejaba el grupo. Ninguno de los Pistols teníamos cuentas bancarias entonces, pero Steve y Paul vivían en un piso de Bell Street a nombre de Malcolm. Así que en cierto modo tenían que estar de acuerdo con todo lo que dijera. El muy miserable.

Los Sex Pistols se apagaron sin más. No hubo una última discusión oficial para separarnos en San Francisco. Tampoco celebramos una reunión de despedida, ni se trató de una dimisión colectiva en términos formales. Si me paro a pensarlo, puedo entender por qué Steve y Paul no querían seguir. Yo tampoco quería. A aquellas alturas ninguno quería hacer una gira por Escandinavia. Sid se encontraba en un estado lamentable. No recuerdo haberle visto después del concierto en San Francisco. Daba tanta vergüenza ajena que me alejé de él todo lo que pude. Se había convertido en todo lo que yo creía que un Sex Pistol no debía ser: otro roquero drogadicto. Estaba en total contradicción con todo lo que queríamos hacer en los Sex Pistols.

En aquella época Steve y Paul también estaban en contra del abuso de las drogas duras. Mucho después Steve tuvo problemas con las drogas porque no acababa de encontrarle un sentido a su vida. Paul nunca se hizo adicto a nada, pero creo que a veces para Paul es mejor no saber; él simplemente acepta las cosas como son y sigue adelante.

Cuando Malcolm quería portarse como un capullo sabía cómo hacerlo. Por eso luché tanto tiempo contra él en el juicioLydon contra Glitterbest, porque me habían abandonado como a un perro. Si me hubieran comprado un billete para volver a Inglaterra no me habría importado tanto. Y hay cosas que no se pueden olvidar. Intentó escapar a la francesa e incluso quiso apropiarse de mi nombre, Johnny Rotten. No me dejaron utilizarlo durante años, hasta que fui a juicio y lo recuperé.

Unos doce años más tarde, cuando finalmente fui a Río con PiL, Ronnie Biggs quiso venir a uno de mis conciertos. Me había dejado un mensaje en el hotel en el que decía que Malcolm le debía dinero y quería saber si yo se lo podía pagar. Tenía que ver con los royalties del disco que hicieron juntos. ¿Qué dinero esperaba Ronnie Biggs? No creo que no le pagaran a propósito. La única razón era la incompetencia de Malcolm. Pero yo no tenía tiempo para escuchar los lamentos de Biggs.

En este sentido, resulta gracioso: Malcolm timó hasta al ladrón del gran atraco al tren.

Es increíble que ni siquiera con sistemas de seguridad se pueda evitar que los niños entren en un sitio. Siempre encuentran la forma. Cuanto más sofisticado el sistema de seguridad y más grandes los perros guardianes, mayor empeño ponen los chavales. Y yo no era una excepción. Teníamos la costumbre de colarnos en las fábricas. Lo pasábamos a lo grande, por ejemplo, en las fábricas de máquinas de coser, o en cualquier sitio que estuviera cerrado por la noche y los fines de semana, porque nos encantaba correr por el interior, y a veces nos juntábamos hasta treinta o cuarenta críos correteando allí dentro. A principios de los sesenta había muchas pandillas en Finsbury Park, un barrio del norte de Londres. La única regla consistía en que si los niños de otro barrio intentaban traspasar tu zona, se armaba una batalla de ladrillos. Juntabas todos los ladrillos que podías y se los tirabas mientras ellos hacían lo mismo desde el otro lado de la calle, hasta que uno de los dos bandos salía corriendo. Así de sencillo. Era una gozada.

Teníamos la suerte de vivir junto a un polígono industrial, el mejor parque de atracciones que nos pudiera haber tocado. Enredábamos con los tornos y jugábamos con las máquinas o lo que hubiera. Nunca tuve muchos juguetes de niño. Como no teníamos dinero, nos conformábamos con cualquier cosa, no como otros niños. Algunos chicos del colegio tenían juguetes carísimos y yo me moría de envidia pero también me consolaba diciéndome que ellos no hacían las mismas cosas que yo.

En Benwell Road y Holloway Road, en la zona de Finsbury Park, había una muchedumbre de niños de todas las edades. Nuestro jefe era un chico que se llamaba [Smoothie]*, un pieza de cuidado. Para su familia era una fuente inagotable de problemas pero a mí me parecía genial. Era la personificación del caos y como no obedecía ningún tipo de normas le tenían que meter constantemente en un reformatorio. Sus padres le llevaron a muchos cursos para rehabilitarlo. Era inglés, así que tenía un poco más de dinero que los irlandeses, que vivíamos al otro lado de la calle. En su familia decían que los culpables del comportamiento de Smoothie éramos los irlandeses, pero entonces yo tenía seis años y él doce. Me gustaban las peleas de pandillas que montaba. Eran unas trifulcas comiquísimas, no como las peleas de cuchillos y pistolas de hoy en día. No había esa maldad, se trataba más de gritar, tirar piedras y echar a correr muertos de risa. Quizá por mi edad lo pintaba todo de color de rosa.

En Inglaterra los días son muy largos en verano. Oscurece muy tarde, a las nueve y media o diez. Cuando me acuerdo ahora de mi niñez pienso en las películas en blanco y negro de después de la Segunda Guerra Mundial, con los solares en ruinas que habían dejado los bombardeos y la típica ausencia de farolas. En los sesenta era parecido: un paisaje de edificios desiertos. Entonces no había muchos coches en Inglaterra. El escenario lo completaban losteddy boysy los chulillos de las mafias que paseaban por la calle. Tipos con tupés enormes, cuanto más grandes mejor, con trajes negros abotonados hasta arriba y en los que la raya iba siempre planchada a la perfección. Algo así como la imagen de Steve McGarrett en la serieHawaii 5-0. Mientras tanto los niños íbamos por ahí con la ropa llena de rotos y la mayor parte de las veces ni siquiera llevábamos zapatos. Nos parecían incómodos, sobre todo a mis hermanos, porque les tocaba ponerse lo que yo iba dejando pequeño. Por eso mismo a mí me regañaban más si los estropeaba, porque mis hermanos los tenían que “heredar”. Así que era mejor correr descalzos.

Todo el mundo conocía a los gemelos Kray en mi barrio, los chavales les consideraban héroes. A veces te daban cinco libras por tirarle un ladrillo a la ventana de un bar, y te decían: “Es un encargo de los Kray”. Todo el mundillo de los gángsters estaba muy extendido entre el norte de Londres y el East End. Eran los dominios de los Kray. A la gente le producían una sensación turbadora cuando mostraban fotografías suyas en televisión. Vestían con una elegancia brutal, con más estilo que nadie en aquella época. Tenían un aire canalla y duro, pero nada hortera. Así es como me gusta que se lleven los trajes, con un toque de malicia. En el fondo los Kray no eran una influencia sino más bien una imagen cautivadora, como lo que ven los niños en los superhéroes de cómic. Un niño de diez años no era capaz de ver la realidad que había detrás de aquellas imágenes. Veían a los gángsters de las películas americanas y pensaban lo genial que era pasarse el día matando gente sin que te mataran. Los Kray eran una cuestión de estilo.

En el barrio también teníamos nuestros propios gángsters locales. El barrio de Queensland Road, cerca de nuestro piso en Benwell Road, era la zona más peligrosa de todo Londres. Un día mi hermano llegó a casa y dijo: “Mira lo que he encontrado, papá”. Habían disparado a un policía la noche anterior en Queensland Road y Jimmy se había traído la pistola y el casco del policía. Siempre había una banda de teddy boys haciendo apuestas cerca de nuestra casa y por la noche se oían tiros. Algunos tipos de nuestra calle eran auténticos asesinos con pistola que paseaban con perros agresivos.

El caso es que de pequeño yo era muy tímido, muy retraído. No decía nada y me ponía nervioso como un flan. Al parecer nací en Londres, pero no lo sé con seguridad. Hay cierta imprecisión con respecto a mi fecha de nacimiento porque el certificado lo sacaron cuando ya tenía dos años. Parece que el original se perdió. Me costó mucho que me dieran un pasaporte porque no estaba inscrito en los registros oficiales. Grandes misterios de la historia. Seguramente soy bastardo. A efectos prácticos, crecí en Londres. Es la ciudad en la que me crie, pero todos los años íbamos a Irlanda, de donde eran mis padres, y pasábamos allí entre seis y ocho semanas de vacaciones. Con eso bastaba, y es que Irlanda no es mi sitio favorito para vivir. Está muy bien para emborracharse, pero te despiertas y no hay nada que hacer. No le veo mucho sentido. En una granja no puedes ser un rebelde, porque lo único contra lo que te puedes rebelar son las vacas. Mi parte irlandesa es la responsable de mi toque travieso. Mi filosofía, como la de Oscar Wilde, ha sido: “Tú hazlo, a ver lo que pasa”.

No es casualidad que los irlandeses inventaran la literatura del flujo de conciencia. Fue por pura necesidad. Era debido a la pobreza y a la pérdida de su idioma. De ahí la memoria colectiva, un concepto celta. Los indios americanos también lo tienen, es la idea de que el tiempo fluye. Los celtas creen que si te hace falta escribir tu propia historia, es que te faltan la inteligencia y la convicción necesarias para recordar.

Los irlandeses también tenían una tradición anterior a las estufas de gas y las calefacciones centrales, la de los “niños de las cenizas”. Como soy el mayor de los hermanos, me tocó a mí. En mi caso no me iniciaron en las cenizas en Irlanda, sino en Inglaterra. El padre pone a su hijo delante de un fuego de carbón para ver si decide tocar las llamas o las cenizas. Si el niño es tonto y toca las llamas, entonces no es un auténtico gaélico. Si metes la mano en el fuego es que eres imbécil. Pero si te decides por las cenizas, te ganas el apodo de “niño de las cenizas” y te ensucias los dedos. Me parece un concepto muy romántico.

Me encantaba jugar con cenizas, sobre todo con el atizador caliente. Es mi primer recuerdo de infancia. Todos los fines de semana, cuando era pequeño, mi padre me daba el atizador y me sentaba junto al fuego. Yo metía el atizador hasta que se ponía al rojo vivo y luego lo sumergía en una jarra de Guinness. La cerveza emitía un sonido silbante mientras iba calentándose. El calor quema casi todo el alcohol y luego te lo bebes. Creo que yo tendría unos tres o cuatro años. Es lo primero que recuerdo de mi vida. Era un ritual familiar irlandés, una de las pocas tradiciones que me transmitió mi familia. Por desgracia, no puedo transmitírsela a nadie. La tradición gaélica se ha perdido en Londres.

Crecí en un bloque de viviendas de clase obrera. Hasta los once años viví en un piso de dos habitaciones, con el retrete en el exterior. Lo que todo el mundo llama un cuchitril. Había un refugio antiaéreo junto al meadero y a mí me parecía muy misterioso porque dentro había ratas. Como estaba abierto, a veces entrábamos a jugar.

Era un edificio victoriano con cuarenta o cincuenta familias. Somos tres hermanos, sin mucha diferencia de edad entre nosotros. Yo soy el mayor. No sé qué edad tienen, ni cuándo es su cumpleaños, aunque ellos tampoco lo saben, no somos ese tipo de familia, no celebramos esas cosas. Nunca nos interesó. Hasta hace poco, no he tenido una relación estrecha con mi padre. No creo haber hablado en serio con él hasta el día que me echó de casa.

–Ya es hora de que te busques la vida, ¡cabrón!

A partir de entonces las cosas cambiaron y empezó a saludarme de otra manera: “¡Hola, hijo! ¿Qué tal? Ves, ahora te vales por ti mismo”. Estuvo bien que lo hiciera porque de lo contrario me habría convertido en un teleadicto o en un mueble más de la casa, y me hubiera pasado el día en la cola del paro.

Mi familia era muy, muy pobre. El nombre de mi padre es John Christopher Lydon. El mío, John Joseph Lydon. Casi toda la familia tuvo que irse a Inglaterra en busca de trabajo. Su padre era un tipo despreciable, un gilipollas integral. En la familia le llamaban el Viejo. Creo que mi padre le odiaba. Quizá fuera una familia muy rara, pero también muy pintoresca, eso lo puedo garantizar, y también muy violenta por la parte de mis primos. Los fines de semana venían y se liaban a puñetazos en el patio de atrás. Mi padre, que venía de Galway, trabajaba manejando grúas. Es cierto lo que dicen de que los obreros irlandeses tienen manos como palas y así es como las usan, más o menos. Es la forma irlandesa de trabajar, sobre todo entre los peones de obra. John Lydon, hijo de un simple peón de obra. Para mí no era motivo de vergüenza porque casi todos mis amigos pertenecían a familias por el estilo, pero era una pesadilla cuando nos llevaba a trabajar con él. Seguramente mi padre tenía la esperanza de que siguiéramos sus pasos como peones de obra. Yo odiaba subirme a una grúa con él. Era un enorme cacharro de metal que apestaba y producía un ruido horroroso. Puede que a otros niños les gustara, pero a mí no. Yo me consideraba por encima de todo aquello.

La parte de mi madre es muy tranquila, más reflexiva. Mi madre es de Cork. Su nombre de soltera era Eileen Barry. Su padre había alcanzado cierto renombre por su participación en el ejército independentista irlandés. Para mí era simplemente mi abuelo. Recuerdo que tenía una magnífica colección de pistolas. Odiaba a los ingleses y seguramente me odiaba a mí y a mi hermano Jimmy porque teníamos un acento cerrado de Londres que no soportaba. Mi madre tenía un acento irlandés muy marcado.

Los londinenses no tenían más opción que aceptar a los irlandeses porque éramos muchos y nos era más fácil integrarnos que a los jamaicanos. De pequeño, cuando íbamos al colegio, los padres de los niños ingleses nos tiraban ladrillos. Para llegar a la escuela católica tenías que atravesar un barrio donde la mayoría era protestante. Era de lo más desagradable, de modo que lo atravesábamos corriendo a toda leche. “¡Cabrones irlandeses!”, nos decían, y otros insultos por el estilo. Ahora lo hacen con los negros o con quien sea. Siempre habrá odio en Inglaterra porque es una nación llena de odio. Es lo que pasa con las clases obreras de todo el mundo. Siempre intentan desahogar su odio en quienquiera que esté un escalón por debajo en lugar de lanzarse a la yugular de los capullos de las clases medias y altas, que son los que en realidad les oprimen. Nosotros éramos la escoria irlandesa. Pero también tiene su gracia ser escoria.

Vivíamos en un mundo de callejones de mala muerte donde las mujeres se asomaban a la ventana con los rulos en el pelo y olía a judías con tostadas y huevos fritos. El típico ambiente de clase obrera. El edificio de cuchitriles donde vivíamos en Benwell Road, junto a Holloway Road, ya no existe. Lo tiraron. Ahora es ilegal meter a la gente en edificios así. No teníamos una casa, tan solo dos habitaciones en el bajo. Toda la familia compartíamos la misma habitación y una cocina. Eso era todo. En un cuarto contiguo, que daba al exterior y antes había sido una tienda, vivía un vagabundo. Había una puerta que conectaba su cuarto con nuestra casa, así que se oían los pedos que se tiraba y podíamos oler el pestazo que despedía.

Teníamos una bañera de latón que mi madre sacaba de vez en cuando. Las bañeras de zinc te hacían daño en las uñas y el agua nunca estaba lo bastante caliente porque nadie tenía cacharros grandes para calentarla. En aquella época solo teníamos una tetera y una cacerola, así que para cuando te tocaba meterte el agua estaba helada. Nos frotaban con Dettol, un disolvente para lavabos que también usábamos para matar los bichos del fregadero. Las cerdas del cepillo con que nos frotaban estaban rígidas como púas. Normalmente nos bañaban una vez al mes. En invierno, con un poco de suerte, podías aguantar hasta seis semanas. Solíamos mentir: “No, mamá, esta mañana nos llevaron a nadar en el colegio”. Ya entonces había tomado el camino hacia la “podredumbre”*.

Siempre me sentí confuso con respecto a mi familia, mis sentimientos por ellos y mis orígenes. ¿Que si era feliz con los padres que me habían tocado? Recuerdo que a veces quería tener unos padres diferentes. Me impresionaba la gente que tenía casas grandes y bonitas. Ojalá hubiera nacido allí, pensaba. ¿Por qué no me venden a ellos? Era una idea natural, pero lo que no era natural era mi forma de llevarla hasta el extremo. Me quedaba sentado analizándola durante mucho tiempo. Me fascinaba la gente que tenía casas como es debido. En esos sitios no huele siempre a comida, pensaba, mientras que en nuestra casa siempre había un horrible olor a repollo.

De debajo del fregadero salían unas ratas enormes. Al parecer la tubería del desagüe se había roto y las ratas se habían ido abriendo camino. Ratas grandes de cloaca. Una vez vi cómo mataban a un gato. Lo hicieron pedazos.

Al ser el hermano mayor, cuando mi madre estaba enferma –lo que ocurría a menudo– mi principal tarea consistía en cuidar de mis hermanos. Les preparaba para ir al colegio y les hacía el desayuno porque cuando escaseaba el dinero mi padre tenía que trabajar lejos de casa. Así son las casas irlandesas. No teníamos ninguna hermana en quien descargar el trabajo, de modo que no me podía negar. No entiendo por qué a las chicas se les tienen que endosar todas esas responsabilidades. Debería encargarse el mayor, independientemente del sexo. Es tu familia, son tu gente.

Eso es lo que me enseñaron mis padres. Siempre hubo hermanos de nuestros padres que echaban una mano cuando hacía falta. Cuando era pequeño y mi madre tenía que estar varias semanas en el hospital, se ocupaba de mí la tía Pauline. También nos mandaban a casa de mi tía Agnes. Es una costumbre irlandesa para mantener los vínculos familiares, y no me parece mala idea, porque lejos de estropear los lazos con tus padres, hace que los aprecies de una forma más concreta y te permite entender los conceptos de individualidad e independencia. Pasar los veranos con mis tíos, lejos de mis padres, era como una excursión o una aventura, mucho mejor que ir a los estúpidos campamentos de verano, que en el fondo eran como una prolongación del colegio.

Durante mi niñez, mi madre sufrió numerosos abortos naturales. Supongo que mis padres le daban como conejos. Cada año tenía un aborto. Yo suspiraba y decía: “Oh, no, voy a tener que sacar el cubo para recoger la sangre otra vez”. Tenía unos seis años, pero no me asustaba ni me preocupaba, porque me parecía normal. A veces los niños pueden ser más fuertes que los adultos, porque no se dan cuenta de que puedes morir si pierdes mucha sangre. Tan solo se quejan de lo asqueroso y maloliente que es, pero alguien tiene que hacerlo. Incluso de niño me gustaba estar ocupado y disfrutaba de mi sentido de la responsabilidad. Cuanto más ocupado estaba, mejor. A mayor problema, mayor motivación. El trabajo fácil nunca me ha atraído en absoluto. Siempre he preferido que la vida cotidiana esté al borde del desastre, algo muy frecuente cuando tienes que encargarte de llevar a tus tres hermanos pequeños al colegio, sobre todo si intentan escaparse por todos los medios. A menudo yo era el único que iba a clase. El director me preguntaba por Jimmy y Bobby y yo le respondía que les había puesto camino al colegio una hora antes y no tenía ni idea de dónde andaban. Mis hermanos nunca mostraron ningún interés por los estudios. El colegio era el sitio al que íbamos a que nos torturaran durante varias horas. Los colegios católicos de Inglaterra eran aburridos y estrictos. El único consuelo era recuperar la libertad a las cuatro de la tarde.

Como no teníamos un padre en casa que nos metiera en cintura, a mi hermano Jimmy y a mí se nos presentaba una amplia gama de posibilidades y procuramos experimentarlas todas. Creo que nunca nos íbamos a la cama antes de las once o las doce de la noche, ni siquiera cuando teníamos menos de siete años. Nunca me acostaba hasta un rato después de que acabara la emisión de la tele. Me pasaba el día jugando en la calle. Entonces era diferente, no había mucha violencia, no había hordas de psicópatas violadores ni asesinos pedófilos. Los niños tenían más libertad. Cuando nació Bobby, el menor de mis hermanos, mi padre ya trabajaba más cerca de casa.

Las latas de Heinz eran el plato fuerte del menú una noche sí y otra también en casa de los Lydon. Cincuenta y siete variedades y las he probado todas. ¿Que había hambre?, pues a abrir una lata. Entonces a nadie le preocupaba que la comida fuera sana, sino que buscaban lo más barato y fácil. La gente de Heinz llenó la despensa de Gran Bretaña durante décadas, así que no me sorprendería que detesten toda esta generación loca por las ensaladas. Si Heinz descubriera una forma de meter una ensalada en una lata, sin duda lo haría. Comíamos sopas, judías con tomate y estofados de carne en lata. Los domingos mi madre preparaba un plato especial con repollo cocido y tocino, que si se hace al estilo irlandés requiere una cocción muy lenta, durante todo el día, hasta que la casa apesta a ropa sucia.

Todos los años íbamos a Irlanda en coche. Una vez, cuando cruzábamos Gales, nos atacaron en la autopista. Dos enormes jugadores de rugby galeses, grandes como castillos, fueron derechos a por mi padre, que salió a por ellos enseguida, pero luego se dio cuenta de que había otros dos tíos sentados en la parte de atrás del coche. Mientras regresaba de vuelta a nuestro coche, Jimmy, Bobby y yo salimos, envalentonados, con botellas de refrescos en la mano.

–¡Vamos, papá! ¡No tengas miedo, nosotros te apoyamos! –gritábamos detrás de él. ¡Menudo apoyo éramos!

Algunos de mis peores recuerdos de niño vienen de ir al cine a ver películas horribles comoLa Biblia,Mary PoppinsoChitty Chitty Bang Bang. Tengo recuerdos especialmente malos del cine por culpa de esas primeras experiencias. El cine era una sala de tortura porque las películas no acababan nunca y eran muy infantiles. Yo nunca fui infantil, no me gustaban las cosas de niños. No entendía que los niños fueran tan sentimentales y se pusieran a lloriquear con payasadas comoMary Poppins.

Lo pasé fatal durante la época en que empecé a ir al colegio. No me gustaba nada, me asustaba. Me ponía muy nervioso. En varias ocasiones pasé una vergüenza horrible, me cagaba en los pantalones y me daba demasiado miedo pedir permiso al profesor para ir al servicio. Me quedaba sentado con los pantalones llenos de mierda todo el día. Los profesores de los colegios católicos irlandeses eran unos desalmados. Las monjas todavía eran más perversas y crueles. Les encantaba pegarte con el filo de la regla en la mano porque dolía mucho más. La aritmética no era lo mío, mis intereses eran más creativos, por ejemplo, el dibujo. Me encantaba la geometría pero no el lado matemático. Me gustaba dibujar formas. Y me encantaba la historia pero no me creo nada. Tengo buena memoria, pero como la historia de mi propia carrera musical ha sido distorsionada de forma tan metódica, no puedo tragarme la de ninguna otra persona. En doce años los medios de comunicación me convirtieron en un monstruo en beneficio propio, de modo que se puede uno imaginar lo que han hecho con Napoleón y demás. La historia siempre la cuentan los ganadores, así que los perdedores son siempre los malos de la película.

Y entonces di el primer paso que me llevó a convertirme en Rotten.

Una mañana mi padre y mi madre no eran capaces de despertarme. Me desmayaba y me caía entre los brazos de mi madre, así que me llevaron al hospital. Al principio los médicos dijeron que no me pasaba nada, típico de la Seguridad Social. Recuerdo que tenía unos pensamientos muy raros y que mi mente divagaba en una especie de delirio. Era casi como una película. Te sientes despegado de todo, es una sensación muy extraña. No hay ninguna droga que produzca alucinaciones similares, y mira que he probado cosas en todos estos años. Tuve visiones impresionantes, aún las recuerdo con nitidez. Dragones verdes echando fuego por la boca. Todavía puedo sentir aquella sensación de calor abrasante. Debía de tener una imaginación muy activa para que mi mente produjera aquellas imágenes, aunque lo cierto es que todos los niños desarrollan el miedo a los dragones por culpa de la basura que echan por la tele.

Dicen que puede ser por consumir agua en la que han meado las ratas, pero lo cierto es que no estoy seguro de cómo cogí la meningitis. Me pasé un año en el hospital, entre los siete y los ocho. Casi me muero. Es una enfermedad cerebral –eso explica muchas cosas– en la que se produce una infección del líquido de la médula espinal y las membranas del cerebro. Tenía alucinaciones constantes y no podía fijar la vista. Parecía que la cabeza me iba a estallar, sentía mucho calor y estaba hinchado. No podía comer, vomitaba todo el rato y luego me sumía en un sueño profundo. Entré en coma y me dieron penicilina. Estuve entrando y saliendo del coma durante seis o siete meses, más unos cuantos meses de rehabilitación.

Mi madre venía a visitarme, pero tan solo durante una hora al día o algo así. Una hora en la vida de un niño no es nada. Junto al hospital St. Ann, en Highgate, había una iglesia católica y el sitio estaba infestado de curas que visitaban a los enfermos. Era lo que faltaba.

–Estoy enfermo, por amor de Dios, quitadme estos vampiros de encima.

Pese a mi corta edad, ya empezaba a desconfiar de los fanáticos religiosos.

Había unas cuarenta camas en la sala del hospital. Era un sitio muy anticuado, como los que se ven en las películas de la Segunda Guerra Mundial, con los somieres metálicos. Había niños de todas las edades. Las enfermeras no paraban de fastidiar y cada seis horas me ponían inyecciones de penicilina por todo el cuerpo. Pese al miedo que provocan las agujas en los niños, las enfermeras no hacían el más mínimo esfuerzo por tranquilizarnos.