Seis años - Harlan Coben - E-Book

Seis años E-Book

Harlan Coben

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  • Herausgeber: RBA Libros
  • Kategorie: Krimi
  • Sprache: Spanisch
  • Veröffentlichungsjahr: 2015
Beschreibung

Una vida construida sobre mentiras. Una verdad que podría ser letal. Han pasado Seis años desde que Jake Fisher vio como Natalie, el amor de su vida, se casaba con otro hombre. Seis años sin saber nada de Natalie, porque así se lo prometió a ella. Seis solitarios años como profesor de universidad, imaginándola feliz con su marido... Para descubrir de pronto que todo ha sido una gran farsa y que, buscando la verdad, su vida está en peligro.

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Título original inglés: Six Years

© Harlan Coben, 2013.

© de la traducción: Jorge Rizzo Tortuero, 2015.

© de esta edición digital: RBA Libros, S.A., 2015. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

CÓDIGO SAP: OEBO460

ISBN: 9788490069332

Composición digital: Newcomlab, S.L.L.

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Todos los derechos reservados.

Índice

DEDICATORIA

1

2. SEIS AÑOS MÁS TARDE

3

4

5

6

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36. UN AÑO MÁS TARDE

A BRAD BRADBEER

SIN TI, AMIGO MÍO, NO HABRÍA VICTORIA

1

Me senté en el último banco y me quedé mirando cómo el amor de mi vida se casaba con otro hombre.

Natalie vestía de blanco, claro, y, por si aquello fuera poco, estaba más espléndida que nunca. Su belleza siempre había tenido algo de fragilidad y de fuerza contenida, y allá arriba parecía un ser etéreo, como de otro mundo.

Se mordió el labio inferior. Recordé aquellas mañanas en la cama, cuando hacíamos el amor y luego se ponía mi camisa azul y bajábamos. Nos sentábamos en nuestro rincón a desayunar y leíamos el periódico. Alguna vez sacaba su cuaderno y se ponía a hacer bosquejos. Mientras me dibujaba, se mordía el labio inferior, igual que ahora.

Dos manos se hundieron en mi pecho, me agarraron el corazón por los lados y lo partieron en dos con un chasquido.

¿Por qué habría ido allí?

¿Creéis en el amor a primera vista? Yo tampoco. Pero sí creo en una atracción no solo física a primera vista. Creo que en ocasiones —una vez, o quizá dos en toda la vida— te sientes atraído por alguien de un modo tan profundo, tan básico y tan inmediato que la atracción es casi magnética. Así fue con Natalie. A veces no es más que eso. Pero otras veces crece, prende y se convierte en una llama inmensa, de la que no tienes dudas y que sabes que durará para siempre.

Y a veces te engañas y piensas que lo primero es lo segundo.

Yo, en mi ingenuidad, había pensado que aquello era para siempre. Yo, que nunca había creído realmente en el compromiso y que había hecho todo lo posible por huir de él, supe de inmediato —bueno, en menos de una semana— que aquella era la mujer con la que iba a despertarme cada mañana de mi vida. Aquella era la mujer —sí, ya sé que suena cursi— sin la cual no era capaz de hacer nada, que hacía que lo más mundano se convirtiera en algo emocionante.

Ya; patético, ¿no?

El sacerdote, que llevaba la cabeza perfectamente afeitada, no dejaba de hablar, pero el flujo de sangre en mis oídos me hacía imposible distinguir lo que decía. Me quedé mirando a Natalie. Quería que fuera feliz. Lo pensaba en serio, no era la típica mentira que nos decimos porque, en realidad, si la persona a quien queremos no nos quiere, preferimos que sea desgraciada. En este caso lo sentía de verdad. Si lograba convencerme de que Natalie sería más feliz sin mí, podría dejarla marchar, por doloroso que me resultara. Pero no creía que fuera a ser más feliz, pese a todo lo que me había dicho o hecho. O quizás ese sea otro mecanismo de defensa interno, otra mentira que nos contamos.

Natalie no llegó a mirarme, pero yo vi que se le tensaban las comisuras de los labios. Sabía que yo estaba allí. No le quitaba ojo al que iba a ser su marido. Por lo que había descubierto poco antes, se llamaba Todd. Odio ese nombre. Todd. Todd. Probablemente le llamaban Toddy, o ToddMan, o Toddster.

Todd llevaba el pelo demasiado largo, y lucía esa barba de tres días que a algunos les parece tan moderna y que a otros, como a mí, les parece de puñetazo. Barrió con la mirada a los asistentes de una manera un tanto petulante, hasta que se atascó... bueno, conmigo. Se quedó allí un segundo, evaluándome, antes de decidir que no valía la pena perder más tiempo.

¿Por qué había vuelto Natalie con él?

La dama de honor era Julie, la hermana de Natalie. Estaba de pie en la tarima, con un ramo cogido entre las manos y una sonrisa inerte y robótica en los labios. No nos conocíamos personalmente, pero había visto fotos suyas y les había oído hablar por teléfono. Julie también parecía anonadada ante aquel acontecimiento. Intenté cruzar la mirada con ella, pero estaba muy concentrada y procuraba poner la clásica mirada perdida en el infinito.

Volví a fijar la vista en el rostro de Natalie, y fue como si una serie de ráfagas de explosivos detonaran en el interior de mi pecho. Bum, bum, bum. Desde luego, aquello había sido mala idea. Cuando el padrino sacó los anillos, se me empezaron a cerrar los pulmones. Me costaba respirar.

No podía más.

Supongo que había ido para verlo por mí mismo. La experiencia me había enseñado que lo necesitaba. Mi padre había muerto de un infarto cinco meses antes. Nunca había tenido problemas de corazón, y gozaba de buena salud. Recuerdo cuando esperaba en aquella sala, cuando el médico me hizo pasar a su consulta y me dio la terrible noticia, y cuando me preguntaron, tanto en el hospital como en el tanatorio, si quería ver el cadáver. Dije que no. Supongo que no quería recordarle tendido en una camilla o en un ataúd. Prefería recordarle tal como era.

Pero, con el paso del tiempo, empezó a costarme aceptar su muerte. Siempre estaba lleno de vida. Dos días antes de su muerte, habíamos ido a ver jugar a los New York Rangers —papá estaba abonado— y había habido prórroga, habíamos gritado, jaleado... Bueno, ¿cómo podía ser que estuviera muerto? Una parte de mí había empezado a preguntarse si no habrían cometido un error, o si todo aquello no sería un gran montaje y mi padre aún seguía vivo de algún modo. Sé que no tiene sentido, pero la desesperación puede acabar jugando contigo. Y, si le dejas sitio a la desesperación, esta siempre encuentra respuestas alternativas.

Otra parte de mí estaba obsesionada con el hecho de que nunca había visto el cuerpo de mi padre. En esta ocasión no quería repetir el mismo error. Pero —siguiendo con esta triste metáfora— ahora ya había visto el cadáver. No había motivo para tomarle el pulso o hurgarlo con el dedo más de lo necesario.

Intenté desaparecer de allí de la manera más discreta posible. Eso no es fácil cuando mides 1,96 y tienes la constitución «de un leñador», como solía decir Natalie. Tengo las manos grandes. A Natalie le encantaban. Las cogía con las suyas y me reseguía las palmas. Decía que eran manos de verdad, manos de hombre. También las había dibujado porque, según decía, mis manos contaban mi historia: mi educación en un barrio humilde, mis ímprobos esfuerzos para estudiar en la Universidad de Lanford hasta encontrar trabajo de gorila en una discoteca local y, de algún modo, también el hecho de que ahora fuera el profesor más joven de su departamento de Ciencias Políticas.

Salí de la pequeña capilla blanca casi a trompicones y aspiré el aire cálido del verano. Verano. ¿Habría sido eso nada más? ¿Una historia de verano? No éramos dos chavales calientes que buscaban marcha en un campamento; éramos dos adultos buscando soledad para nuestras actividades —ella para su arte, y yo para escribir mis disertaciones sobre ciencias políticas— que se habían conocido y se habían enamorado perdidamente, y ahora, que se acercaba septiembre, bueno... Todo lo bueno se acaba. Toda nuestra relación tenía ese aire irreal, ambos apartados de nuestras vidas habituales y de todas las cosas mundanas que la componían. Quizás eso fuera lo que la hacía tan estupenda. Quizás el hecho de que viviéramos en aquella burbuja alejada de la realidad hacía mejor aún nuestra relación, más intensa. O a lo mejor todo eran tonterías mías.

Al otro lado de la puerta oí vítores y aplausos. Aquello me despertó de mi estupor. El servicio había acabado. Todd y Natalie eran ya el Señor Barba de Tres Días y Señora. No tardarían en recorrer el pasillo y salir. Me preguntaba si les tirarían arroz. Seguro que a Todd no le gustaría. Le estropearía el peinado y se le pegaría a la barba.

No, no necesitaba ver más.

Me dirigí hacia la parte trasera de la capilla y desaparecí justo en el momento en que las puertas de la capilla se abrían. Miré hacia el espacio que había delante. Nada, solo..., bueno, espacio. Había árboles a lo lejos. Los bungalows estaban al otro lado de la colina. La capilla formaba parte del lugar de retiro para artistas donde se alojaba Natalie. Yo vivía en otro para escritores, más allá. Ambos establecimientos eran antiguas granjas de Vermont que aún cultivaban algunos productos ecológicos.

—Hola, Jake.

Me giré hacia la voz familiar. Allí, a apenas diez metros, estaba Natalie. La vista se me fue a su dedo anular izquierdo. Como si me leyera el pensamiento, levantó la mano y me enseñó su nueva alianza.

—Felicidades. Me alegro mucho por ti.

Pasó por alto mi comentario.

—No me puedo creer que hayas venido.

—Es que he oído que habría unos aperitivos espléndidos —respondí, abriendo los brazos—. Ya sabes que no me pierdo una ocasión así.

—Muy gracioso.

Me encogí de hombros, mientras mi corazón se convertía en polvo arrastrado por el viento.

—Todo el mundo me aseguró que no vendrías —dijo Natalie—. Pero yo sabía que lo harías.

—Te sigo queriendo.

—Lo sé.

—Y tú me sigues queriendo.

—Yo no, Jake. ¿Lo ves? —respondió, y me puso el anillo delante de las narices.

—¿Cariño? —Todd y su vello facial aparecieron por la esquina. Me miró y frunció el ceño—. ¿Y este quién es? —preguntó, aunque estaba claro que lo sabía.

—Jake Fisher —me presenté—. Enhorabuena.

—¿Dónde nos hemos visto antes?

Aquella se la dejé a Natalie. Ella le puso una mano sobre el hombro y respondió:

—Jake ha hecho mucho de modelo para nosotros. Probablemente te suena de alguna de nuestras piezas.

Él seguía frunciendo el ceño. No me moví. No me eché atrás. No aparté la mirada.

—Vale —respondió, a regañadientes—. Pero no tardes.

Me echó una última mirada malcarada y regresó hacia la capilla. Natalie se giró de nuevo hacia mí. Señalé al lugar por donde había desaparecido Todd.

—Parece divertido —observé.

—¿Por qué has venido?

—Necesitaba decirte que te quiero —dije—. Necesitaba decirte que siempre te querré.

—Ya se acabó, Jake. Pasarás página. Te repondrás.

No dije nada.

—¿Jake?

—¿Qué?

Ladeó la cabeza ligeramente. Sabía el efecto que tenía ese gesto sobre mí.

—Prométeme que nos dejarás en paz.

No reaccioné.

—Prométeme que no nos seguirás, ni llamarás, ni nos mandarás correos electrónicos.

El dolor del pecho fue en aumento. Se convirtió en algo intenso y afilado.

—Prométemelo, Jake. Prométeme que nos dejarás en paz —repitió, mirándome fijamente a los ojos.

—De acuerdo —accedí—. Lo prometo.

Sin decir más, Natalie se alejó y regresó a la puerta de la capilla, junto al hombre con quien se acababa de casar. Yo me quedé allí un momento, intentando recuperar el aliento. Intenté enfadarme, quitarle hierro al asunto, no darle importancia y decirle que ella se lo perdía. Lo intenté todo, e incluso asumirlo con madurez, pero sabía que todo aquello no era más que un artificio para no afrontar el hecho de que me pasaría la vida desconsolado.

Me quedé allí, detrás de la capilla, hasta que di por hecho que todo el mundo se había ido. Entonces volví a la parte delantera. El sacerdote de la cabeza afeitada estaba de pie sobre los escalones. También Julie, la hermana de Natalie, que me puso una mano sobre el brazo.

—¿Estás bien?

—Estupendo —le respondí.

El sacerdote me sonrió.

—Un día precioso para una boda, ¿no cree?

—Supongo que sí —dije yo, parpadeando para protegerme del sol, y luego me fui.

Cumpliría lo que me había pedido Natalie. La dejaría sola. Pensaría en ella cada día, pero nunca la llamaría, ni me acercaría, ni la buscaría en internet. Mantendría mi promesa.

Seis años.

2

SEIS AÑOS MÁS TARDE

Aunque yo no podía saberlo en aquel instante, el mayor cambio de mi vida llegaría en algún momento entre las 3.29 y las 3.30 de la tarde.

Mi clase de primero sobre la política del razonamiento moral acababa de terminar. Estaba saliendo del Bard Hall. Era un día perfecto para pasarlo al aire libre. El sol brillaba con fuerza, y el aire era fresco en Massachusetts. En el patio interior iba a jugarse un partido de frisbee. Los estudiantes se habían distribuido por el campo, como si los hubiera esparcido una mano gigante. Sonaba música a todo trapo. Era como un folleto sobre la vida en el campus hecho realidad.

Me encantan los días así. Como a cualquiera, supongo.

—¿Profesor Fisher?

Me giré. Había siete estudiantes sentados en un semicírculo sobre la hierba. La chica que me hablaba estaba en el centro.

—¿Quiere sentarse con nosotros? —preguntó.

Sonreí y negué con la mano.

—Gracias, pero estoy en horario de despacho.

Seguí caminando. Tampoco me hubiera quedado, aunque me habría encantado sentarme con ellos en un día tan espléndido como aquel. Una fina línea separa a profesores de alumnos, y lo siento, pero, por insensible que pueda parecer, no quería ser ese tipo de profesor, el profesor que sale quizá demasiado con los estudiantes y que asiste de vez en cuando a una fiesta de las fraternidades, o quizás incluso invita a cervezas después del partido de fútbol. Un profesor debería mostrarse accesible y dar apoyo al alumno, pero no puede convertirse ni en un colega ni en su padre.

Cuando llegué a la Clark House, la señora Dinsmore me saludó frunciendo el ceño, como siempre. La señora Dinsmore era una mujer de armas tomar, y tal vez llevase de recepcionista en el departamento de Ciencias Políticas desde tiempos del presidente Hoover. Debía de rondar los doscientos años, pero, a juzgar por su impaciencia y su trato desagradable, bien podría pasar por la mitad.

—Buenas tardes, belleza —le dije—. ¿Algún mensaje?

—Sobre su mesa —respondió. Hasta en el tono de voz se le notaba el ceño fruncido—. Y frente a la puerta tiene una cola de alumnas, como siempre.

—Vale, gracias.

—Ni que les hiciera pruebas para coristas.

—Ya.

—Su predecesor nunca se mostró tan accesible.

—Venga ya, señora Dinsmore. Yo venía a verle constantemente, cuando era estudiante.

—Sí, pero al menos sus pantalones cortos le cubrían algo de pierna.

—Y eso siempre le decepcionó un poco, ¿no?

La señora Dinsmore hizo todo lo que pudo para contener una sonrisa.

—Quítese de en medio, ¿quiere?

—Admítalo.

—¿Quiere que le dé una patada en el culo? Salga de aquí.

Le lancé un beso y entré al despacho por la puerta de atrás para evitar la fila de alumnas que se habían apuntado a la tutoría del viernes. Tenía dos horas de visitas «abiertas», los viernes de tres a cinco de la tarde. No había lista, eran nueve minutos por alumno, sin horario ni cita previa. Solo había que presentarse: el orden de llegada era el de atención. Respetábamos estrictamente los tiempos. Nueve minutos, ni más ni menos, y un minuto para salir y dejar que el estudiante siguiente se acomodara y entrara en materia. Si alguno necesitaba más tiempo, o si yo le dirigía la tesis o lo que fuera, la señora Dinsmore le programaba una visita más prolongada.

Exactamente a las tres en punto hice pasar a la primera alumna. Quería discutir las teorías de Locke y Rousseau, dos politólogos más conocidos últimamente por sus reencarnaciones en la serie Lost que por sus teorías filosóficas. La segunda alumna no tenía otro motivo para estar ahí —si se me disculpa la crudeza— que la de hacerme la pelota. A veces me entraban ganas de ponerme en pie y decir: «Más vale que me hagas unas galletitas», pero lo entiendo. La tercera alumna había acudido para suplicarme un poco. Es decir, pensaba que su nota de notable alto debía ser más bien un sobresaliente justito, cuando en realidad probablemente tendría que haberle puesto un notable pelado.

Así era. Había quien acudía a mi despacho a aprender; otros, a impresionarme; otros, a suplicar; otros, a charlar... Todo eso me parecía bien. No hago juicios de valor basándome en esas visitas. No estaría bien. Trato a cada estudiante que pasa por esa puerta igual que a los demás, porque estamos aquí para enseñar, si no ya ciencias políticas, quizás sí algo sobre pensamiento crítico e incluso —¡glups!— sobre la vida. Si los estudiantes nos llegaran completamente formados y sin inseguridades, ¿qué sentido tendría?

—Se queda en notable alto —dije cuando acabó su alocución—. Pero estoy seguro de que en el próximo trabajo podrás sacar mejor nota.

Sonó el zumbido del reloj. Sí, como decía, soy muy estricto con los tiempos. Eran exactamente las 15.29. Por eso supe, cuando repasé todo lo sucedido, cuándo había empezado todo: entre las 15.29 y las 15.30.

—Gracias, profesor —dijo ella, mientras se ponía en pie para marcharse. Yo también me puse en pie.

Mi despacho no había cambiado un ápice desde que me nombraron jefe del departamento, cuatro años antes, momento en que ocupé el que había sido el despacho de mi predecesor y mentor, el profesor Malcolm Hume, secretario de Estado en un gobierno y jefe de gabinete en otro. Aún conservaba aquel magnífico desorden que le daba un aire nostálgico: antiguos globos terráqueos, volúmenes enormes, manuscritos amarillentos, pósteres despegándose de la pared, retratos enmarcados de hombres con barba... No había ningún escritorio, solo una gran mesa de roble a la que podían sentarse doce personas, el número exacto de mi clase de tesis de grado.

No había ni un rincón despejado. No me había molestado en redecorar la sala, y no tanto por respeto a mi mentor, como muchos pensaban, sino porque, en primer lugar, me daba pereza y no encontraba el momento; en segundo lugar, lo cierto era que no tenía un estilo personal, ni fotografías de familia que colocar, y en realidad no me importaba mucho esa tontería de que «el despacho es el reflejo del hombre» o, si me importaba, entonces es que yo era así; y en tercer lugar, porque siempre me había parecido que el desorden propiciaba la expresión individual. La esterilidad y la organización tiene algo que inhibe la espontaneidad en un estudiante. El caos parece ayudar a mis estudiantes a expresarse: «Si el entorno ya es tan caótico y desordenado —deben de pensar—, ¿qué daño pueden hacerle mis ridículas ideas?».

Pero sobre todo era porque me daba pereza y no encontraba el momento.

Una vez en pie, ambos nos dimos la mano junto a la gran mesa de roble. Ella sostuvo la mía un segundo más de lo necesario, así que yo la retiré rápidamente. No, eso no ocurre todo el tiempo. Pero ocurre. Ahora tengo treinta y cinco años, pero cuando empecé, con veintitantos, ocurría más a menudo. ¿Recordáis aquella escena de En busca del arca perdida en que una estudiante se escribía las palabras «Te quiero» en los párpados? Algo así me sucedió a mí el primer semestre. Solo que en ese caso la segunda parte de la primera palabra era «ME», y empezaba por «F» y no hablaba de amor. No me vanaglorio de ello. Los profesores ocupamos una posición de poder enorme. Los hombres que acceden a esas cosas o que de algún modo se creen dignos de esas atenciones (no es por ser sexista, pero casi siempre son hombres) suelen ser más inseguros y estar más desesperados que cualquier jovencita de las que hacen proposiciones a sus profesores.

Mientras esperaba sentado la llegada del siguiente alumno, le eché un vistazo al ordenador situado a la derecha de la mesa. Se había activado el salvapantallas de la facultad. Era una página típica de universidad, supongo. A la izquierda, había un pase de diapositivas de la vida en la universidad, con alumnos de diferentes sexos, razas, credos y religiones disfrutando del ambiente académico, interactuando unos con otros, con los profesores, en actividades extracurriculares, esas cosas. La cabecera de la página mostraba el logo de la facultad y sus edificios más reconocibles, como la prestigiosa Johnson Chapel, una versión ampliada de la capilla donde había visto casarse a Natalie.

A la derecha de la pantalla había un recuadro con noticias de la facultad, y en aquel momento, mientras entraba el siguiente estudiante de la lista, Barry Watkins, y saludaba con un «Eo, profe, ¿cómo va eso?», vi una necrológica en la pantalla de noticias que me dejó de piedra.

—Hola, Barry —dije, sin apartar la vista del ordenador—. Siéntate.

Lo hizo y puso los pies sobre la mesa. Sabía que no me importaba. Barry venía cada semana. Hablábamos de todo un poco, y de nada en particular. Sus visitas eran más una especie de terapia que algo académico, pero aquello tampoco me parecía mal.

Miré la pantalla más de cerca. Lo que me había sorprendido era la fotografía del fallecido, del tamaño de un sello. No lo reconocía —al menos, de lejos—, pero parecía joven. Tampoco es que aquello fuera raro en las necrológicas. Muchas veces la facultad, en lugar de ir a buscar una fotografía reciente, escaneaba la fotografía de la orla del difunto, pero en este caso, incluso a primera vista, estaba claro que no era así. El peinado no era, digamos, de los años sesenta o setenta. La fotografía tampoco era en blanco y negro, como las de los anuarios hasta 1989.

Aun así, nuestra facultad era pequeña, de unos cuatrocientos alumnos por curso. La muerte no era algo infrecuente, pero, quizá por el tamaño del centro o por mi estrecha relación con él, primero como alumno y luego como parte del profesorado, siempre sentía que la muerte de cualquier alumno o profesor me afectaba directamente.

—¡Eooo, profe!

—Un segundo, Barry.

Ahora el que estaba incumpliendo el horario era yo. Siempre llevo un cronómetro portátil de sobremesa, de esos que se ven en los gimnasios donde se juega al baloncesto, con unos números digitales rojos enormes. Un amigo me lo había regalado, quizá pensando que, por mi altura, debía de jugar al baloncesto. No jugaba, pero me encantó el reloj. Como estaba programado para hacer una cuenta atrás desde los nueve minutos, pude ver que en aquel momento estábamos en 8.49.

Hice clic en la pequeña fotografía. Cuando apareció la versión ampliada, tuve que hacer un esfuerzo para contener una exclamación.

El nombre del difunto era Todd Sanderson.

Había borrado el apellido de Todd de mi memoria —la invitación a la boda solo decía «¡Todd y Natalie se casan!»—, pero desde luego no me había olvidado de la cara. No había ni rastro de la barba de tres días. Estaba perfectamente afeitado, y llevaba el cabello casi rapado. Me pregunté si aquello habría sido cosa de Natalie —ella siempre se quejaba de que mi barba le irritaba la piel—, y luego me pregunté por qué me planteaba siquiera esas tonterías.

—El reloj está en marcha, profe.

—Un segundo, Barry. Y no me llames profe.

Allí decía que Todd tenía cuarenta y dos años. Eso era algo más de lo que me esperaba. Natalie tenía treinta y cuatro, uno menos que yo. Me imaginaba que Todd tendría una edad más próxima a la nuestra. Según la necrológica, Todd había sido un jugador destacado en el equipo de fútbol de la universidad y finalista de la beca Rhodes para estudiar en Oxford. Impresionante. Se había licenciado con honores en historia, había fundado una organización benéfica llamada Fresh Start y, en su último año de estudios, había sido presidente de mi fraternidad, la Psi U.

Todd no solo había sido alumno de mi universidad, sino que ambos habíamos pertenecido a la misma fraternidad. ¿Cómo es que yo no sabía nada de eso?

Había más, mucho más, pero me fui directo a la última línea:

El funeral se celebrará el domingo en Palmetto Bluff (Carolina del Sur), cerca de Savannah (Georgia). El señor Sanderson deja esposa y dos hijos.

¿Dos hijos?

—¿Profesor Fisher? —La voz de Barry tenía un tono extraño.

—Lo siento, estaba...

—No, hombre, no pasa nada. ¿Pero está bien?

—Sí, estoy bien.

—¿Está seguro? Parece pálido. —Barry bajó los pies al suelo y apoyó las manos en la mesa—. Puedo venir en otro momento, si quiere.

—No —respondí.

Aparté la mirada de la pantalla. Ya me ocuparía más tarde. El marido de Natalie había muerto joven. Aquello era triste, sí, quizás incluso trágico, pero no tenía nada que ver conmigo. No era motivo para cancelar compromisos laborales ni para causarles molestias a mis alumnos. Me había pillado por sorpresa, claro, no solo la muerte de Todd, sino también el hecho de que hubiera ido a mi universidad. Aquello era una casualidad muy curiosa, supongo, pero no exactamente una revelación trascendental.

A lo mejor es que a Natalie le gustaban los hombres de Lanford, nada más.

—Bueno, ¿qué hay? —le pregunté a Barry.

—¿Conoce al profesor Byrner?

—Claro.

—Es un capullo integral.

Lo era, pero yo no iba a decirlo.

—¿Cuál es el problema?

No había visto la causa de la muerte en la necrológica. En las del campus no solían publicarla. Ya investigaría más tarde. Si ahí no lo ponía, quizá podría encontrar una necrológica más completa en internet.

Por otra parte, ¿para qué iba a querer más información? ¿Qué cambiaría eso?

Más valía no meter mucho las narices.

En cualquier caso, tendría que esperar a que acabara el turno de visitas. Acabé con Barry y seguí adelante. Intenté apartar la necrológica de mis pensamientos y concentrarme en los alumnos que quedaban. Estaba distraído, pero ellos no se dieron cuenta. Los alumnos no se pueden imaginar que los profesores tengan una vida propia, del mismo modo que no se pueden imaginar que sus padres tengan relaciones sexuales. En cierto modo, mejor para mí. Por otra parte, les recordaba constantemente que miraran más allá de su propio ombligo. La condición humana supone, entre otras cosas, que todos pensamos que somos los únicos seres complejos, mientras que todos los demás tienen una interpretación más simple. Eso no es cierto, por supuesto. Todos tenemos nuestros propios sueños y esperanzas, deseos e ilusiones. Todos tenemos nuestros puntos de locura.

La cabeza me iba de una cosa a otra. Observé el lento avance del reloj como si fuera el estudiante más aburrido en la clase más aburrida. Cuando dieron las cinco, volví a fijar mi atención en la pantalla del ordenador y leí la necrológica completa de Todd Sanderson.

No, no decían la causa de la muerte.

Qué curioso. A veces se daba una pista en el apartado de donaciones sugeridas. Por ejemplo, «En lugar de enviar flores, por favor, hágase una donación a la Sociedad Estadounidense de Lucha contra el Cáncer», o algo así. Pero no se decía nada. Tampoco se mencionaba la ocupación de Todd, pero, una vez más, ¿qué más me daba?

La puerta del despacho se abrió de golpe y apareció Benedict Edwards, profesor de humanidades y mi mejor amigo. No se molestó en llamar antes, pero nunca lo había hecho, ni le parecía que hubiera motivo. Solíamos quedar los viernes a las cinco y nos íbamos a un bar donde yo había trabajado de portero en mis tiempos de estudiante. En aquellos tiempos era nuevo, estaba impecable y era lo último. Ahora era un local viejo y descuidado, y estaba tan de moda como el Betamax.

Físicamente, Benedict era más bien opuesto a mí: afroamericano, pequeño y de huesos finos. Unas gafas gigantes de Hombre Hormiga que parecían más bien las gafas de seguridad del departamento de Química le magnificaban los ojos. Tal vez Apollo Creed le había servido de inspiración para dejarse aquella cabellera afro y aquel enorme bigote. Tenía dedos finos de pianista y unos pies que serían la envidia de cualquier bailarina, y desde luego no tenía pinta de leñador.

A pesar de eso —o quizá precisamente por eso—, Benedict tenía un éxito brutal y ligaba más que un rapero tras conseguir un éxito de ventas.

—¿Qué pasa? —me preguntó.

Evité las respuestas habituales —«Nada» o «¿Por qué tiene que pasar algo?»— y fui directamente al grano:

—¿Has oído hablar de un tal Todd Sanderson?

—No creo. ¿Quién es?

—Un exalumno. Han publicado su necrológica.

Giré la pantalla en su dirección. Benedict se ajustó las enormes gafotas.

—No lo reconozco. ¿Por qué?

—¿Te acuerdas de Natalie?

Una sombra le recorrió el rostro.

—No te oía pronunciar su nombre desde...

—Ya, ya. Bueno, pues este es (o era) su marido.

—¿El tío por el que te dejó?

—Sí.

—Y ahora está muerto.

—Eso parece.

—Bueno... —dijo Benedict, arqueando una ceja—. Pues vuelve a estar soltera.

—Muy delicado.

—¿Vas a llamarla?

—¿A quién?

—A Condoleezza Rice. ¿Tú qué crees? A Natalie.

—Sí, claro. Y le digo algo así: «Oye, el tío por el que me dejaste ha muerto. ¿Quieres ir al cine?».

Benedict estaba leyendo la necrológica.

—Espera.

—¿Qué?

—Dice que tiene dos hijos.

—¿Y bien?

—Eso complica las cosas.

—¿Quieres parar?

—O sea, dos hijos. Ahora quizás esté gorda. —Benedict me miró con sus ojos magnificados—. ¿Qué aspecto tendrá ahora? Tío, dos hijos. Probablemente estará rolliza, ¿no?

—¿Cómo quieres que lo sepa?

—Hummm, pues como todo el mundo. Google. Facebook, esas cosas.

Negué con la cabeza.

—Eso no lo he hecho nunca.

—¿Qué? Todo el mundo lo hace. Oye, yo lo hago con todas mis exparejas.

—¿Y la red admite todas esas búsquedas?

—La verdad es que tengo que usar mi propio servidor —dijo Benedict, con una sonrisa.

—Tío, espero que eso no sea un eufemismo.

Sin embargo, tras su sonrisa entreví alguna cosa más. Recordé aquella vez en un bar, cuando Benedict estaba especialmente mamado y le pillé contemplando una vieja fotografía que llevaba escondida en la cartera. Le pregunté quién era. «La única chica a la que querré nunca», me respondió, arrastrando las palabras. Entonces la guardó tras su tarjeta de crédito y, a pesar de mis insinuaciones, nunca más me dijo ni una palabra de ella.

Aquella vez tenía la misma sonrisa en el rostro.

—Se lo prometí a Natalie —le aclaré.

—¿El qué?

—Que les dejaría en paz. Que nunca les investigaría ni les molestaría.

Benedict se quedó pensando.

—Bueno, pues parece que has cumplido tu promesa, Jake.

Yo no dije nada. Benedict me había mentido antes. No usaba Facebook para investigar a sus exnovias o, si lo hacía, no le ponía demasiado entusiasmo. Pero una vez, al entrar en su despacho sin avisar —al igual que él, yo nunca llamaba—, le vi consultando Facebook. Eché una mirada rápida y vi que la página que estaba contemplando pertenecía a la misma mujer cuya foto llevaba en la cartera. Benedict cerró el navegador enseguida, pero habría jurado que consultaba esa página muy a menudo. Cada día, quizá. Apuesto a que miraba cada nueva fotografía de la única mujer a la que había amado. Apuesto a que en aquel mismo momento estaba pensando en su vida, en su familia, en el hombre que compartía su cama y que contemplaba todo aquello del mismo modo que solía mirar la fotografía de su cartera. No tengo pruebas de todo eso, es solo una impresión, pero no creo que vaya especialmente desencaminado.

Como decía antes, todos tenemos nuestras propias locuras.

—¿Qué intentas decirme? —le pregunté.

—Solo digo que todo ese rollo de «ellos» ya se ha acabado.

—Hace mucho tiempo que Natalie no forma parte de mi vida.

—¿De verdad crees eso? ¿También te hizo prometer que te olvidarías de tus sentimientos?

—Tú sigue así, y te quedas sin compañía para salir por ahí.

—Me buscaré a otro. Tampoco eres tan guapo.

—Cerdo asqueroso.

Se puso en pie.

—Los profesores de humanidades conocemos a la gente.

Benedict me dejó solo de nuevo. Me puse en pie y me acerqué a la ventana. Eché un vistazo al patio. Observé a los estudiantes que pasaban por allí, como solía hacer cuando me enfrentaba a una decisión importante, y me pregunté qué le aconsejaría a uno de ellos si se encontrara en mi situación. De pronto, sin aviso previo, me volvió todo a la mente: aquella capilla blanca, el tocado de su cabello, el modo en que me mostró el anillo, todo el dolor, el deseo, las emociones, el amor, la herida. Me temblaban las rodillas. Pensaba que ya la había dado por perdida. Me había destrozado el corazón, pero había recogido los pedacitos, me había recompuesto y había seguido con mi vida.

Qué estúpido pensar en aquello en aquel momento. Qué egoísta. Qué inapropiado. Aquella mujer acababa de perder a su marido, y yo, capullo de mí, me ponía a pensar en lo que implicaba para mí.

«Déjalo —me dije—. Olvídalo y olvídala. Pasa página».

Pero no podía. Sencillamente, no estaba hecho así.

La última vez que había visto a Natalie había sido en una boda. Ahora la vería en un funeral. A algunos les parecería una ironía, pero a mí no.

Volví a sentarme ante el ordenador y reservé un vuelo a Savannah.

3

La primera señal de que algo iba mal llegó durante el sermón del funeral.

Palmetto Bluff, más que una población, era una enorme urbanización cercada. El «pueblo», de reciente construcción, era un lugar bonito, limpio, bien conservado y con muchísimas referencias a su pasado histórico, y todo ello le daba un aspecto estéril y artificial, como de parque temático. La capilla, blanca y reluciente —sí, una más—, se erguía en lo alto de una loma tan pintoresca que parecía más bien un cuadro. El calor, no obstante, era muy real: una atmósfera viva y cargada de humedad, tan densa como una cortina de cuentas.

En otro momento de efímera lucidez me pregunté por qué había ido, pero enseguida aparté el pensamiento de mi mente. Estaba allí, así que la pregunta ya no tenía sentido. El bar The Inn de Palmetto Bluff parecía un decorado de cine. Me acerqué a la barra y le pedí un whisky a una camarera muy mona.

—¿Ha venido por el funeral? —me preguntó.

—Sí.

—Una tragedia.

Asentí y me quedé mirando mi copa. La camarera mona pilló el mensaje y no dijo nada más.

Me considero un hombre racional. No creo en el destino, ni en ninguna de esas tonterías y supersticiones. Sin embargo, ahí estaba yo, justificando mi conducta impulsiva precisamente con eso. «Tenía que venir», me decía. Estaba obligado a tomar aquel vuelo. No sabía por qué. Había visto con mis propios ojos cómo Natalie se casaba con otro hombre, y aun así, incluso ahora, no podía aceptarlo. Aún necesitaba poner un cierre al asunto. Seis años atrás, Natalie me había dejado con una nota en la que me decía que iba a casarse con su antiguo novio. Al día siguiente me llegó la invitación de la boda. No era de extrañar, pues, que aún me sintiera... incompleto. Y ahora estaba ahí, con la esperanza no ya de poner fin a la historia, sino al menos de cerrarla.

Me sorprenden los razonamientos que podemos hacer cuando deseamos algo de verdad.

Pero ¿qué buscaba yo, exactamente?

Me acabé la copa, le di las gracias a la camarera mona y me dirigí hacia la capilla. Manteniendo las distancias, por supuesto. Sería un monstruo desalmado y egoísta, pero no tanto como para incordiar a una viuda en el entierro de su marido. Me situé tras un gran árbol —una palmera enana, como las que daban nombre al complejo—, sin atreverme siquiera a mirar a los asistentes.

Cuando oí el himno inicial, me imaginé que el terreno estaría despejado, y así fue. Un vistazo rápido me sirvió para confirmarlo. Todo el mundo estaba en el interior de la capilla. Me encaminé hacia allí. Se oía cantar a un coro de góspel. Eran magníficos. No estaba muy seguro de qué hacer. Tanteé la puerta de la capilla, encontré que estaba abierta (sí, bueno), empujé y pasé. Agaché la cabeza al entrar, y me llevé una mano al rostro, como si me picara y necesitara rascarme.

Tampoco hacía falta.

La capilla estaba hasta los topes. Me coloqué atrás, de pie, con otros asistentes de última hora que no habían encontrado sitio. El coro acabó el sentido himno, y un hombre —una especie de sacerdote, supongo— subió al púlpito. Empezó a hablar de Todd como un «médico atento, un buen vecino, un amigo generoso y un hombre de familia magnífico». Médico. Eso no lo sabía. El hombre sacó brillo a todas las virtudes de Todd: su dedicación a obras de beneficencia, su personalidad arrolladora, su espíritu generoso, su habilidad para hacer que todo el mundo se sintiera especial, su disposición para arremangarse y echar una mano a cualquiera, amigo o extraño. Por supuesto, descarté todo aquello como la típica retórica de los funerales —tenemos una tendencia natural a ensalzar a los difuntos—, pero en los ojos de los presentes vi lágrimas mientras asentían al escuchar las palabras, como si fuera una canción que solo ellos podían oír.

Desde mi posición intenté ver a Natalie, pero había demasiadas cabezas entre los dos. No quería que se me viera demasiado, así que lo dejé. Además, había entrado en la capilla, había observado y había escuchado las palabras de elogio al fallecido. ¿No bastaba con eso? ¿Qué más podía hacer?

Era hora de marcharse.

—Nuestro primer panegírico —anunció el hombre del púlpito— lo pronunciará Eric Sanderson.

Un adolescente pálido —supuse que tendría unos dieciséis años— se puso en pie y se acercó al púlpito. En un principio se me ocurrió que debía de ser el sobrino de Todd Sanderson (y, por extensión, de Natalie), pero la primera frase que dijo me demostró que estaba muy equivocado.

—Mi padre era mi héroe...

¿Padre?

Tardé unos segundos en reaccionar. La mente humana, cuando sigue una dirección, a veces no puede salirse del camino trazado. Cuando era niño, mi padre solía plantearme un acertijo que pensaba que me desconcertaría. «Un padre y un hijo tienen un accidente de coche. El padre muere. Al niño se lo llevan corriendo al hospital. La persona que debe operarle dice: “No puedo operar a este chico. Es hijo mío”. ¿Cómo puede ser?» Eso es lo que quería decir con lo del camino trazado. Para la generación de mi padre, supongo que aquel acertijo resultaba algo difícil de resolver, pero para los chicos de mi edad, la respuesta —que la cirujana en realidad es su madre— era tan evidente que recuerdo que me reí en su cara. «¿Qué más, papá? ¿Ahora vas a ponerte a escuchar música con una gramola?»

Esto era algo parecido. ¿Cómo podía ser que un hombre que solo llevaba seis años casado con Natalie tuviera un hijo adolescente? Respuesta: Eric era hijo de Todd, no de Natalie. Si Todd no había estado casado con anterioridad, por lo menos había tenido un hijo con otra mujer.

Intenté de nuevo ver a Natalie, en el primer banco. Estiré el cuello, pero la mujer que tenía al lado soltó un suspiro de exasperación por invadir su espacio. En la tarima, el hijo de Todd, Eric, estaba arrasando. Hizo un discurso precioso y conmovedor. No quedaba un ojo seco en la capilla salvo, bueno, los míos.

¿Y ahora qué? ¿Me quedaba ahí? ¿Le presentaba mis respetos a la viuda? ¿Para qué? ¿Para confundirla o para alterarla en su duelo? Y yo, viejo egoísta, ¿qué quería? ¿Quería verle de nuevo el rostro, verla llorar por la pérdida del amor de su vida?

Ni hablar. Miré el reloj. Había reservado un vuelo de regreso para aquella misma noche. Sí, acción rápida. Nada de líos, ni hoteles, ni gastos. Barato y efectivo.

Entre mis amigos había quien me solía recordar lo obvio, que yo había idealizado mi relación con Natalie de un modo irracional. Lo puedo entender. Siendo objetivos, le veo sentido al argumento. Pero el corazón no es objetivo. Yo, que rindo culto a los grandes pensadores, teóricos y filósofos de nuestro tiempo, nunca me rebajaría a usar un axioma tan tópico como el de «Simplemente lo sé». Pero es que lo sé. Sé lo que éramos Natalie y yo. Se lo veía en los ojos. No había ni el rastro de una sombra, y precisamente por eso no puedo entender lo que nos sucedió después.

En resumen, aún no lo entiendo.

Cuando Eric acabó y volvió a sentarse, lo único que se oía en la blanca capilla era el ruido de la gente limpiándose la nariz y sollozando discretamente. El sacerdote volvió al púlpito e indicó con las manos que nos pusiéramos en pie. En aquel momento aproveché la distracción general para salir. Crucé el sendero y volví a atrincherarme tras la palmera enana. Me apoyé en el tronco, lejos de la vista de cualquiera que saliese de la capilla.

—¿Está bien?

Me giré y vi a la camarera mona.

—Estoy bien, gracias.

—Un gran tipo, el doctor.

—Sí —asentí.

—¿Eran íntimos?

No respondí. Unos minutos más tarde, las puertas de la capilla se abrieron. El ataúd brillaba a la luz del sol. Cuando llegó cerca del coche fúnebre, los portadores —entre ellos Eric, el hijo— rodearon el féretro. Detrás iba una mujer con un gran sombrero negro. Rodeaba con un brazo a una niña de unos catorce años. Había un hombre alto a su lado. Ella se apoyó en él. El hombre se parecía un poco a Todd. Supuse que sería su hermano y ella, su hermana, pero no tenía la certeza. Los portadores levantaron el féretro y lo metieron en el coche fúnebre. A la mujer del sombrero negro y a la niña las condujeron al coche de acompañantes. El posible hermano alto les abrió la puerta. Eric entró tras ellas. Me quedé observando, mientras el resto de los asistentes salía de la capilla.

Aún no había ni rastro de Natalie.

Aquello no me pareció tan raro. A la luz de mi experiencia, podía tratarse de dos cosas: a veces la viuda era la primera en salir, junto al féretro, a veces incluso apoyando una mano encima. Y otras veces era la última, pues esperaba que la capilla se vaciara para recorrer el pasillo. Recuerdo que mi madre no había querido hablar con nadie en el funeral de mi padre. Llegó incluso a salir por una puerta lateral para evitar tener que atender a todos los familiares y amigos.

Vi cómo salían. Su dolor, como el calor sureño, se había convertido en algo vívido y palpitante. Era genuino y tangible. Aquellas personas no estaban ahí por pura cortesía. Le tenían cariño a aquel hombre. Estaban conmovidos por su muerte, pero... ¿Qué me esperaba? ¿O es que pensaba que Natalie me iba a cambiar por un perdedor? ¿No era mejor que me hubiera dejado por ese médico tan querido que por un indeseable?

Buena pregunta.

La camarera seguía allí de pie, a mi lado.

—¿De qué murió? —le pregunté.

—¿No lo sabe?

Meneé la cabeza. Silencio. Me giré hacia ella.

—Asesinado.

La palabra se quedó flotando en el aire húmedo, negándose a marcharse. La repetí.

—¿Asesinado?

—Sí.

Abrí la boca. La cerré. Volví a intentarlo.

—¿Cómo? ¿Por quién?

—Le pegaron un tiro, creo. No estoy segura de eso. La policía no sabe quién lo hizo. Creen que fue un robo que salió mal. Ya sabe, un tipo que entró en la casa sin saber que había alguien dentro.

Me quedé en blanco. De la capilla ya no salía más gente. Me quedé mirando la puerta, esperando que Natalie hiciera su aparición.

Pero no lo hizo.

El sacerdote salió y cerró las puertas tras de sí. Se situó frente al cortejo. El coche fúnebre se puso en marcha, con el coche de acompañantes tras él.

—¿Hay una puerta lateral? —pregunté.

—¿Qué?

—La capilla. ¿Tiene alguna otra puerta?

Ella frunció el ceño.

—No. Solo esa puerta.

El cortejo ya se había puesto en marcha. ¿Dónde demonios estaba Natalie?

—¿No va a ir al cementerio? —me preguntó la camarera.

—No.

—Me da la impresión de que no le iría mal una copa —observó, y me puso una mano en el brazo.

Aquello era difícil de rebatir. La seguí con paso vacilante hasta el bar y me dejé caer sobre el mismo taburete de antes. Me sirvió otro whisky. Yo no apartaba la vista del cortejo, de la puerta de la capilla, ni de la pequeña placita.

Ni rastro de Natalie.

—Me llamo Tess, por cierto.

—Jake.

—¿De qué conocía al doctor Sanderson?

—Fuimos a la misma universidad.

—¿De verdad?

—Sí. ¿Por qué?

—Usted parece más joven.

—Lo soy. Nos conocimos ya como exalumnos.

—Ah, vale. Eso cuadra.

—¿Tess?

—¿Sí?

—¿Conocías a la familia del doctor Sanderson?

—Su hijo, Eric, salió con mi sobrina. Un buen chaval.

—¿Cuántos años tiene?

—Dieciséis, quizá diecisiete. Qué tragedia. Eric y su padre estaban muy unidos.

No sabía cómo abordar el tema, así que lo solté tal cual:

—¿Conoces a la esposa del doctor Sanderson?

—¿Usted no?

—No —mentí—. No llegamos a coincidir. Solo nos conocíamos de unos cuantos actos celebrados en la universidad. Él iba solo.

—Pues parece muy afectado para conocerlo solo de unos cuantos actos.

A eso no sabía cómo responder, así que hice una pausa y me tomé un buen trago.

—Bueno, es que... no la he visto en el funeral.

—¿Cómo lo sabe?

—¿El qué?

—Acaba de decirme que no la conocía. ¿Cómo lo sabe?

Desde luego, aquello no se me estaba dando nada bien.

—He visto fotos.

—Pues no debían de ser muy buenas.

—¿Qué quieres decir?

—Que estaba ahí. Ha salido justo detrás del féretro, con Katie.

—¿Katie?

—Su hija. Eric era uno de los portadores. Luego salió el hermano del doctor Sanderson con Katie y Delia.

Los recordaba, por supuesto.

—¿Delia?

—La esposa del doctor Sanderson.

La cabeza empezaba a darme vueltas.

—Pensaba que se llamaba Natalie.

Ella se cruzó de brazos y frunció el ceño.

—¿Natalie? No, se llama Delia. Ella y el doctor salían desde el instituto. Creció aquí mismo. Llevaban casados una eternidad.

Me la quedé mirando, pasmado.

—¿Jake?

—¿Qué?

—¿Está seguro de que no se ha equivocado de funeral?

4

Volví al aeropuerto y cogí el vuelo siguiente de regreso. ¿Qué otra cosa podía hacer? Supongo que podría haberme acercado a la doliente viuda, en el mismo cementerio, y preguntarle por qué su difunto marido se había casado con el amor de mi vida seis años antes, pero en aquel momento me pareció poco apropiado. Y yo soy un tipo sensible.

Así que, teniendo en cuenta lo caro que me había costado el billete, que no admitía cambios y que al día siguiente tenía clases y citas con mis alumnos, me metí a regañadientes en uno de esos aviones de bajo coste, demasiado pequeños para tipos de mi tamaño, doblando las piernas hasta el punto de que las rodillas casi me tocaban la barbilla, y volé de regreso a Lanford. Vivo en una residencia impersonal del campus, hecha toda de ladrillo. Siendo generoso, la decoración podría calificarse de «funcional». Era limpia y confortable, supongo, con uno de esos sofás con chaise longue que se ven anunciados en los centros comerciales de carretera por seiscientos noventa y nueve dólares. El efecto general es, supongo, más anodino que desagradable, pero quizás eso sea lo que me digo yo para consolarme. La pequeña cocina tiene un microondas y un hornillo eléctrico auxiliar —también tiene un horno de verdad, pero no creo que lo haya usado nunca—, y el lavavajillas se avería a menudo. Como habréis supuesto, no recibo muchas visitas.

Eso no quiere decir que no saliera con mujeres, o que no tuviera relaciones sentimentales. Las tenía, aunque la mayoría de ellas tenían fecha de caducidad de tres meses. Algunos lo atribuían al hecho de que Natalie y yo hubiéramos durado poco más de tres meses, pero yo no. No, no sigo sufriendo por ello. No me duermo cada noche entre lágrimas, ni nada de eso. Lo he superado, o eso me digo a mí mismo. Pero sí siento un vacío, por cursi que suene eso. Y —me guste o no— aún pienso en ella todos los días.

¿Ahora, qué?

El hombre que se había casado con la mujer de mis sueños aparentemente estaba casado con otra mujer, por no mencionar que estaba..., bueno, muerto. Por decirlo de otro modo, Natalie no estaba en el funeral de su marido. Eso parecía legitimar algún tipo de respuesta por mi parte, ¿no?

Recordé mi promesa de seis años atrás. Natalie me había dicho: «Prométeme que nos dejarás en paz». A nosotros. No a él o a ella. A riesgo de parecer frío o quizás estricto, ese «nosotros» ya no existía. Todd estaba muerto. Eso significaba —yo al menos lo creía firmemente— que la promesa, en caso de que mantuviera la vigencia, dado que el «nosotros» ya no existía, debía considerarse nula y carente de valor.

Encendí el ordenador, esperé a que arrancara —sí, era viejo— e introduje «Natalie Avery» en el buscador. Apareció una lista de enlaces. Empecé a examinarlos, pero enseguida me desanimé. La página de su antigua galería aún presentaba alguna de sus pinturas. Pero no habían añadido nada en..., bueno, seis años. Encontré algunos artículos sobre inauguraciones de exposiciones y cosas así, pero también eran viejos. Apreté el botón de «Más resultados». Había dos enlaces a las páginas blancas, pero en uno la tal Natalie Avery tenía setenta y nueve años y estaba casada con un hombre llamado Harrison. La otra tenía sesenta y seis y estaba casada con un tal Thomas. Luego estaban las típicas páginas que salen con cualquier nombre: sitios de genealogía, redes sociales de exalumnos de instituto y de universidad, ese tipo de cosas.

Pero lo cierto es que nada de eso parecía relevante.

¿Qué le había pasado a mi Natalie?

Decidí buscar a Todd Sanderson, a ver qué encontraba. En efecto, era médico (y, en concreto, cirujano). Impresionante. Tenía la consulta en Savannah (Georgia), y estaba afiliado al Memorial University Medical Center. Su especialidad era la cirugía estética. Eso podía significar tanto que rectificara paladares como que pusiese tetas. Tampoco me parecía que aquello fuera una información relevante. El doctor Sanderson no estaba muy metido en las redes sociales. No tenía cuenta de Facebook, de LinkedIn ni de Twitter. Nada de eso.

Había unas cuantas referencias a Todd Sanderson y su esposa, Delia, en varias funciones benéficas para una organización llamada Fresh Start, pero tampoco aquello explicaba nada nuevo. Intenté combinar su nombre con el de Natalie. Cero. Me tumbé y pensé un momento. Luego volví a acercarme a la pantalla y probé con su hijo, Eric Sanderson. Era solo un chaval, así que no esperaba encontrar mucho, pero me imaginaba que tendría perfil en Facebook. Empecé por ahí. Los padres a menudo deciden no tener página de Facebook, pero no conocía a ningún estudiante que no la tuviera.

Unos minutos más tarde, obtuve premio. Eric Sanderson, de Savannah (Georgia).