Sermones parroquiales / 3 - John Henry Newman - E-Book

Sermones parroquiales / 3 E-Book

John Henry Newman

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Beschreibung

En este tercer volumen de la serie de los Sermones parroquiales se incluyen veinticinco sermones predicados en la iglesia de Saint Mary's en Oxford. El genio humano y cristiano de Newman, que ya era una autoridad no exenta de polémica en Inglaterra, vuelve a brillar en ellos con toda lucidez. Con un conocimiento de la Escritura poco común, el autor, todavía anglicano, describe con belleza y en toda su riqueza a la Iglesia como instrumento de salvación, como continuidad de Cristo en la historia a través de los sacramentos. Unas convicciones defendidas con fuerza y que llevarían a Newman, en no mucho tiempo, a la conversión al catolicismo.

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Ensayos

JOHN HENRY NEWMAN

Sermones parroquiales/3(Parochial and Plain Sermons)

ISBN DIGITAL: 978-84-9920-640-0

Traducción de VÍCTOR GARCÍA RUIZ con Santiago González y Fernández-Corugedo

Título originalParochial and Plain Sermons © 2009 Ediciones Encuentro, S.A., Madrid © de la Introducción Víctor García Ruiz

Diseño de la cubierta: o3, s.l. - www.o3com.com

Queda prohibida, salvo excepción prevista en la ley, cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra sin contar con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y ss. del Código Penal). El Centro Español de Derechos Reprográficos vela por el respeto de los citados derechos.

Para cualquier información sobre las obras publicadas o en programa y para propuestas de nuevas publicaciones, dirigirse a: Redacción de Ediciones Encuentro Ramírez de Arellano, 17-10.ª - 28043 Madrid Tel. 902 999 689www.ediciones-encuentro.es

Para Javier y para Reme 8 junio 1984

ÍNDICE

SANTOS Y PECADORES EN LA IGLESIA DE DIOS

TABLA DE ABREVIATURAS

SERMÓN 1:

Abrahán y Lot

«Lot alzó la vista y vio la vega entera del Jordán; toda ella hasta Soar era de regadío antes de que el Señor destruyera Sodoma y Gomorra, como el jardín del Señor, como el país de Egipto. Lot eligió para sí toda la vega del Jordán, y se dirigió al Oriente. Así se separaron el uno del otro» (Gn 13,10-11) 19 de julio de 1829

SERMÓN 2:

La obstinación de Israel al rechazar a Samuel

«Desistid y reconoced que Yo soy Dios: excelso entre las naciones, excelso sobre la tierra» (Sal 46,11) 9 de mayo de 1830

SERMÓN 3:

Saúl

«Airado, te di un rey, y, enfurecido, te lo quito» (Os 13,11) 16 de mayo de 1830

SERMÓN 4:

Los años primeros de David

«He visto a un hijo de Jesé, el betlemita, que sabe tocar; es valiente, buen guerrero, grato en la conversación y de buena presencia. El Señor está con él» (1 S 16,18) 23 de mayo de 1830

SERMÓN 5:

Jeroboam

«Y por orden del Señor gritó ante el altar: ‘¡Altar, altar! Así dice el Señor: Mira, nacerá un hijo de la casa de David de nombre Josías, que sacrificará sobre ti a los sacerdotes de los lugares altos que queman incienso en ti; y sobre ti serán quemados huesos humanos’» (1 R 13,2) 1 de agosto de 1830

SERMÓN 6:

Fe y obediencia

«Si quieres entrar en la Vida, guarda los mandamientos» (Mt 19,17) 21 de febrero de 1830

SERMÓN 7:

El arrepentimiento cristiano

«Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo; trátame como a uno de tus jornaleros» (Lc 15,18-19) 20 de noviembre de 1831

SERMÓN 8:

Opiniones estrechas en lo religioso

«Él replicó a su padre: ‘Mira cuántos años hace que te sirvo sin desobedecer ninguna orden tuya, y nunca me has dado ni un cabrito para divertirme con mis amigos’» (Lc 15,29) 4 de diciembre de 1831

SERMÓN 9:

Una providencia particular, tal como se revela en el Evangelio

«¿Verdaderamente, he visto yo aquí al que me ve?» (Gn 16,13) 5 de abril de 1835

SERMÓN 10:

Lágrimas de Cristo en la tumba de Lázaro

«Jesús dijo: ‘¿Dónde le habéis puesto?’. Le contestaron: ‘Señor, ven a verlo’. Jesús rompió a llorar. Decían entonces los judíos: ‘Mirad cuánto le amaba’» (Jn 11,34-36) 12 de abril de 1835

SERMÓN 11:

El dolor corporal

«Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros, y completo en mi carne lo que falta a los sufrimientos de Cristo en beneficio de su cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1,24) 3 de mayo de 1835

SERMÓN 12:

La humillación del Hijo eterno

«Él, en los días de su vida en la tierra, ofreció con gran clamor y lágrimas oraciones y súplicas al que podía salvarle de la muerte, y fue escuchado por su piedad filial, y, aun siendo Hijo, aprendió por los padecimientos la obediencia» (Hb 5,7-8) 8 de marzo de 1835

SERMÓN 13:

El celo de los judíos, modelo para los cristianos

«¡Que perezcan así todos tus enemigos, Señor, y que brillen tus amigos como el sol naciente, con todo su resplandor! Y el país descansó durante cuarenta años» (Jc 5,31-32) 8 de junio de 1834

SERMÓN 14:

Sometimiento a la autoridad de la Iglesia

«Aparta de tu boca la falsedad, aleja de tus labios la calumnia. Que tus ojos miren de frente, y tu mirada sea recta. Sopesa el sendero de tu pie, y caminarás seguro. No te desvíes a derecha ni izquierda. Aparta tu pie del mal» (Pr 4,24-27) 29 de noviembre de 1829

SERMÓN 15:

La batalla entre verdad y falsedad dentro la Iglesia

«Asimismo el Reino de los Cielos es como una red barredera que se echa en el mar y recoge toda clase de cosas. Y cuando está llena la arrastran a la orilla, y se sientan para echar lo bueno en cestos, y lo malo tirarlo fuera» (Mt 13,47-48) 17 de mayo de 1835

SERMÓN 16:

Iglesia visible e Iglesia invisible

«En una casa grande, no sólo hay vasijas de oro y plata, sino también de madera y de barro: unas son para usos nobles, otras para usos vulgares» (2 Tm 2,20) 26 de octubre de 1835

SERMÓN 17:

La Iglesia visible, un estímulo para la fe

«Por consiguiente, también nosotros, que estamos rodeados de una nube tan grande de testigos, sacudámonos todo lastre y el pecado que nos asedia, y continuemos corriendo con perseverancia la carrera emprendida» (Hb 12,1) 14 de septiembre de 1834

SERMÓN 18:

El don del Espíritu

«Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo transformados en su misma imagen, cada vez más gloriosos, conforme obra en nosotros el Espíritu del Señor» (2 Cor 3,18) 8 de noviembre de 1835

SERMÓN 19:

La regeneración bautismal

«Todos fuimos bautizados en un mismo Espíritu para formar un solo cuerpo» (1 Cor 12,13) 15 de noviembre de 1835

SERMÓN 20:

El bautismo de los niños

«Y el que reciba a un niño como este en mi nombre, a mí me recibe» (Mt 18,5) 24 de mayo de 1835

SERMÓN 21:

La celebración diaria del culto

«Sin abandonar nuestras propias reuniones, como acostumbran algunos, sino animándonos tanto más cuanto más cercano veis el día» (Hb 10,25) 2 de noviembre de 1834

SERMÓN 22:

La mejor parte

«Pero el Señor le respondió: ‘Marta, Marta, tú te preocupas y te inquietas por muchas cosas. Pero una sola cosa es necesaria: María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada’» (Lc 10,41-42) 26 de octubre de 1834

SERMÓN 23:

La práctica religiosa, remedio para las emociones

«¿Está triste alguno de vosotros? Que rece. ¿Está contento? Que cante salmos» (St 5,13) 8 de febrero de 1835

SERMÓN 24:

La oración de intercesión

«Mediante oraciones y súplicas, orando en todo tiempo movidos por el Espíritu, vigilando además con toda constancia y súplica por todos los santos» (Ef 6,18) 22 de febrero de 1835

SERMÓN 25:

El estado intermedio (Sobre el Purgatorio)

«Entonces se les dio a cada uno una túnica blanca y se les dijo que aguardaran todavía un poco, hasta que se completase el número de sus hermanos y compañeros de servicio que iban a ser inmolados como ellos» (Ap 6,11) 1 de noviembre de 1835

SANTOS Y PECADORES EN LA IGLESIA DE DIOS

Todo parece indicar que el predicador de estos sermones tan encendidos, el celoso vicario de la Iglesia de Saint Mary’s en Oxford, el batallador fellow de Oriel college, el incansable redactor de Tracts (folletos doctrinales), una de las luminarias del anglicanismo reformista, será pronto declarado beato en la Iglesia Católica. No en la que él llamaba entonces «Iglesia Católica», sino en la Iglesia Católica Romana, de la que verdaderamente sabía pocas cosas en aquellos años ascendentes y cada vez más polémicos del Movimiento de Oxford, entre 1829 y 1835, cuando predicaba los veinticinco sermones contenidos en este tomo tercero. Realmente, ¡qué de vueltas da el mundo! El día de su beatificación será hermoso ver cómo él mismo acaba encarnando una frase de su diario, escrita cuando era un joven clérigo: «Los que hacen del consuelo el gran objetivo de su predicación equivocan el fin de su ministerio. El gran objetivo es la santidad. Tiene que haber luchas y pruebas, aquí abajo. El consuelo está bien como lenitivo pero nadie se pasa bebiendo calmantes de la mañana a la noche» (16 de septiembre de 1824).

Una vez más, llama la atención la eficacia y aparente facilidad con que Newman emplea la Escritura, su maravillosa capacidad para sacar chispas a pasajes que uno ha recorrido también —algo distraído, la verdad— tantas veces. Es evidente lo mucho que amaba la Palabra de Dios y con qué intensidad debía de meditarla. Hay en Oriel college una pequeña galería, muy discreta, por la que Newman podía pasar directamente de sus habitaciones al coro de la capilla. Un privilegio del vicario de Saint Mary’s, supongo. Actualmente, ese lugar de paso se ha convertido en una pequeña capilla en memoria suya porque allí, en ese apacible y recóndito espacio con un bello ventanal —de esos proyectados hacia fuera, que se llaman oriel window—, pasó Newman horas y horas rezando a Dios. Allí me lo imagino ahora, meditando la Escritura y, quizá, aprendiéndosela de memoria. Lo digo porque, en un par de entradas de su diario, leemos: «19 de octubre de 1823, domingo. Esta semana y la anterior he estado aprendiendo la Biblia de memoria; acabo de terminar la Epístola a los Efesios». Y al mes siguiente: «25 de noviembre de 1823, miércoles. Me he aprendido ocho capítulos de Isaías, del 50 al 57 inclusive». Y remata: «Dios quiera que se me queden en el corazón, lo mismo que en la memoria». Como buen calvinista que era Newman en estos primeros años veinte, estaba muy orientado hacia la sola scriptura, una orientación que dejó su impronta para siempre. Sin buscadores online de ningún tipo, estos sermones parroquiales demuestran gran familiaridad con el Antiguo Testamento, Isaías y los Salmos especialmente, además de san Pablo en el Nuevo, a los que saca un partido inmenso y, en mi experiencia, muy original. No está del todo mal considerar estas cosas cuando acaba de celebrarse el Sínodo sobre la Palabra de Dios, convocado Benedicto XVI.

El amor y la reverencia extremos de Newman por la Escritura llegaron a un punto casi estrambótico, como se descubrió el pasado 2 de octubre, cuando se quiso trasladar su cuerpo desde el cementerio de Rednal hasta la iglesia del Oratorio en Birmingham, con la intención de que los fieles pudieran empezar a manifestarle su devoción. El féretro, después de más de cien años en un suelo completamente expuesto a la humedad, resultó no contener ningún resto humano; solo una pequeña cruz, seguramente la que Newman llevaba al cuello, y unos colgantes procedentes del tocado cardenalicio. Se creía que el féretro llevaba recubrimiento de plomo, pero ahora se ha visto que no era así. El Birmingham Post de 20 de agosto de 1890, en su crónica del entierro, explica el porqué de este sorprendente hallazgo: el féretro fue cubierto con una tierra más porosa que la marga donde se excavó la tumba. «Esto se hizo así para cumplir con fidelidad y cariño el deseo del Dr Newman, que algunos pueden juzgar rebuscado, pero que brotaba de su reverencia por la literalidad de la Palabra de Dios; la cual, tal como pensaba él, nos manda facilitar, más que impedir, que se cumpla la ley ‘Polvo eres y al polvo volverás’». Extraño, sí; pero también conmovedor. No queda otra reliquia física suya que unos mechones de cabello.

La Iglesia como instrumento de salvación es una constante en los sermones de este volumen. La Iglesia en toda su riqueza y con todo el sentido de continuidad: la Iglesia Visible y la Invisible, la Iglesia Judía y la Cristiana, la primitiva y la del siglo XIX, la «Católica», la Romana y la Ortodoxa. La Iglesia en su identidad con Cristo y los sacramentos, bellamente expresada así en el sermón 19 a propósito del Bautismo: los sacramentos son «señales de su presencia y de su poder, los acentos de su amor, la forma misma y el semblante mismo de Cristo que nos está mirando siempre, y que nos mima». La diferencia objetiva absolutamente crucial entre recibirlos o no recibirlos es la base de los dos sermones dedicados al Bautismo y sus efectos, tema de suma controversia entre anglicanos y protestantes.

No eran estas las ideas que Newman se trajo consigo a su llegada a Oxford como estudiante; ni siquiera las del joven clérigo. En agosto de 1824 —además de asustarse ante lo duro de la predicación: «dos sermones a la semana, esto es agotador. No voy más que en la tercera semana y ya casi estoy seco...»— anotaba que «esto de la regeneración bautismal me está confundiendo bastante». Pero la amistad con colegas como John Keble y Richard Hurrell Froude, entre otras cosas, terminará convenciéndole de que la falta de sustancia doctrinal de su evangelismo desembocaba directamente en el liberalismo religioso y el secularismo. Y en incidentes absurdos como el de Miss Juber, que se quería casar sin estar bautizada. Con su forma dialogada, el Memorandum que Newman redactó refleja la viveza con que vivió el asunto:

«—¿Es una de sus hijas la que se casa?

—Sí.

—¿Está bautizada?

—No.

—¿De veras? (En tono de voz más bajo) Lo siento, no puedo casarla.

—Bueno, eso es superstición; eso no es más que superstición.

—Pero ¿cómo voy a dar el matrimonio cristiano a alguien que está fuera de la Iglesia?

—Eso es superstición.

—Mr Jubber, no he venido aquí a que me dé usted lecciones, sino para decirle lo que creo mi deber.

—Señor, por supuesto, no pretendo que actúe usted en contra de su sentido del deber. Hay otros clérigos que están deseando casarles.

— [...] De todas formas, le ruego exprese a su hija lo mucho que siento que parezca que estoy siendo desagradable y duro con ella, pero no puedo hacer otra cosa. Por favor, dígaselo. Me da muchísima pena (y se lo repetí varias veces) 1 julio 1834».

Con frecuencia se refiere Newman a sectas y disidentes. Es decir, a diversos tipos de protestantes «non conformists» pero, sobre todo, a los evangélicos, muy activos en Inglaterra entre 18001850, que pensaban que la Iglesia oficial era poco cristiana, demasiado formalista. Lo cual era verdad. Esos y otros aspectos son los que también Newman quería reformar, desde dentro, con lealtad —mientras fue posible. En una carta privada de estos años, a propósito de José María Blanco White, ex-sacerdote católico español, ex-fellow de Oriel college, ex-amigo y ex-compañero de cuarteto de cuerda, ex-anglicano y ahora «disidente», escribe Newman:

«Por fin salió el libro del pobre Blanco White [...] Es todo lo malo que puede ser. Es evidente que quiere que le ataquen —supongo que, dentro de lo posible, le dejarán en paz. Eso le hará bien. No está contento hasta que se habla de él, y encuentra un placer morboso en que le traten mal. Habla del «sublime culto unitariano», etcétera, etcétera. Una locura. Creo que no está bien del todo. Quiero decir, entiendo que alguien, la primera vez que se encuentra con una doctrina (aunque sea más fea y más mala que un pecado), por una especie de perversión mental, diga que es maravillosa, etcétera, etcétera; pero el socinianismo no es nuevo para él, y entrar en rapto ahora con algo que conoce hace 17 años, parece demencia (9 de agosto de 1835)».

El problema con los evangélicos, tal como lo refleja Newman, es la sobra de emocionalismo y la falta de conocimiento en lo religioso; una tendencia al irracionalismo y a la autosatisfacción que abren espacio a la ironía, que el lector percibirá, ocasionalmente, en unas cuantas andanadas, aunque suaves, puesto que se lanzan desde un púlpito —a diferencia de aquel capítulo de su novela Perder y ganar, donde Newman ejerce a sus anchas como satírico.

En la Iglesia de Dios hay cosas santas y pecados, santos y pecadores, empezando por el mismo pueblo elegido, empeñado en tener un rey. Al final, Newman ironiza acerca de tanta terquedad: ¿queríais rey? Ahí tenéis a Saúl, un rey como los demás pueblos; o sea, un bergante. Y Jeroboam, con su historia apasionante y violenta, digna de un drama shakespeariano. Los dedicados a «Fe y obediencia» o al arrepentimiento son sermones inteligentes y exigentes, que rebosan amor a Dios, al tiempo que sentido común, agudeza sicológica y autobiografía. Es decir, que cuando Newman se pone severo, más que reñir al oyente, trasluce los defectos y limitaciones que percibía en su propia vida. Eso se nota, por ejemplo, en el dedicado al sufrimiento corporal. Intenso y vivencial, revela una maravillosa profundidad en la comprensión del dolor como bendición de Dios. Y a la vez es muy práctico y humano, como cuando describe el encerramiento en sí mismo de los enfermos difíciles —se imagina uno al quisquilloso Serevriakov, de Tío Vania. Se trata de toda una reflexión personal y experiencial acerca de los efectos del dolor, para bien y para mal, hecha por alguien de aspecto frágil, que siempre pensó que tenía mala salud, aunque murió con 90 años.

Con frecuencia se vincula el temple personal e intelectual de Newman con el Romanticismo. Y es natural que sea así. En el sermón dedicado a Lázaro, la descripción de los instantes previos al milagro ante la tumba del amigo, incluye una impresionante inmersión en el alma de Cristo, que se remonta en términos casi cósmicos hasta el origen del mundo. Esa potencia imaginativa que le acerca a lo Invisible se ve, por ejemplo, en esta carta escrita por entonces (10 de mayo de 1828) a su hermana Jemina:

«Soy muy constante en mis salidas a caballo, aunque el tiempo no ha acompañado en absoluto. El jueves cabalgué hasta Cuddesden [...] el campo es tan bonito; las hojas recién salidas, lo bien que huele, el paisaje tan cambiante. Nunca capto mejor lo transitorio de este mundo que cuando disfruto con estas sensaciones en el campo. Hoy, montando por ahí, me he quedado impresionado, mucho más de lo que yo creía posible, con estos dos versos del Año cristiano: «Cantar con voz solemne, nos recuerda nuestro destino». Casi diría que estos versos son míos y que me los ha cogido Keble. ¡Cómo me gustaría que las palabras pudieran apresar esos sentimientos indefinidos, vagos, sutiles que taladran y enferman el alma! Nuestra querida Mary [la hermana menor, muerta repentinamente en 1828] me parece embebida en cada árbol, escondida detrás de cada colina. ¡Este mundo de los sentidos es un velo, una cortina! Un mundo muy bello, pero velo al fin».

Y pocas veces he leído nada igual, tan perceptivo y tan ilustrativo de cosas supuestamente sabidas, como la exposición sobre la Encarnación (sermón n. 12). También ahí se percibe una imaginación de signo romántico, con su poco de sicología-ficción. Y, no obstante, es admirable cómo Newman logra ilustrar el misterio de Cristo Dios y Hombre verdadero de una forma tan sumamente concreta. Tiene, además, un convencimiento absoluto acerca de lo central de esta verdad para la fe cristiana, y de lo nefasto de las herejías cristológicas. El corazón sin doctrina, una vez más, es un perfecto desastre.

Menos románticos y algo sarcásticos son sus comentarios acerca del «ecumenismo malo» de entonces (n. 14), cuando pinta lo «razonable» de las mutuas cesiones entre grupos con el fin de alcanzar la unidad: unos dan mucho (cosas de Dios, importantes y queridas) y otros nada (porque saben que son puramente humanas y no valen nada). La Unidad, en efecto, es el bien supremo, por eso no hay que romperla por nada del mundo, como hizo David —un buen ecumenista— acosado por Saúl.

Hay un sermón francamente terrible, un sermón para mayores con muchos reparos: el número 13, donde se aborda la orden dada por Dios de asesinar niños, y de hacerlo como acto piadoso y meritorio. Aunque al hombre de hoy se nos atragantan pasajes como ese, Newman apunta a lo fundamental: la verdadera piedad, el amor a Dios es sin condiciones, pasa por encima de todo interés personal, implica la renuncia a uno mismo.

En muchos de estos sermones se percibe el auge del Movimiento de Oxford, con sus batallas, su impacto sobre las gentes, las reacciones adversas, las tensiones internas del anglicanismo en toda Inglaterra —ya que los sermones se publicaban y corrían por el país como best-sellers. Se comprende muy bien que encendieran polémicas y respuestas cada vez más alarmadas, ante las que el combativo Newman no se retrae. El titulado «Iglesia visible e Iglesia invisible» podría servir como compendio del movimiento tractariano, de su radicalismo y hasta de su tono algo triunfalista en ciertos momentos. El juicio sobre el estado de la Iglesia anglicana con que concluye este sermón es así de brutal: «nos vemos forzados a admitir que, a pesar de los privilegios concedidos a la Iglesia, hoy día, en lo que se refiere a dar fruto, esos privilegios han quedado suspendidos en nuestra rama de la Iglesia, por nuestra falta de fe».

La historia es conocida: convencidos de tan severo diagnóstico, Newman y sus compañeros emprendieron la construcción de una eclesiología que confluía rápidamente con Roma, como le parecía evidente —con toda razón— al mundo protestante. Muchos lo veían venir, pero no Newman. En un sermón de este volumen se habla casi casi del culto a los santos, y hay otro dedicado nada menos que al Purgatorio —un sermón oscuro, y lleno de esguinces, de esas sutilezas excesivas que le reprochaban algunos adversarios, amantes de llamar al pan pan y al vino vino. A lo largo de los años 30, Newman va convenciéndose de la existencia de una única Iglesia Católica que subsiste en tres ramas igualmente legítimas —la anglicana, la romana y la ortodoxa oriental—, una construcción que, más tarde, él mismo calificaría de Iglesia «de papel», inexistente. Pero hasta llegar a tal convicción, Newman iba dando paso tras paso, partiendo de los materiales dejados ahí por la Reforma anglicana, de sus ambigüedades, sin importar nada del «romanismo», del que tenía muy poco conocimiento directo. Es como si hubiera dado marcha atrás en la historia hasta el punto del camino, el siglo XVI, en que los anglicanos tomaron el «camino equivocado» para tomar ahora el camino correcto. Ese camino resultó ser el mismo que históricamente siguió Roma, un inesperado compañero de viaje.

Newman sabía de dónde venía, pero no adónde le llevaban esos pasos con los que sentía que Dios le iba guiando hacia un destino desconocido. En cierto sentido, el ápice del tractarianismo en este volumen lo constituye el sermón 21, cuando se lanza a justificar una extrañísima iniciativa que ha tomado como vicario de la iglesia de Saint Mary’s: celebrar la liturgia todos los días. Si la gente viene, bien, y si no, también; lo que importa es el culto en sí mismo. La iniciativa, que continúa hoy en el evensong, no suena muy protestante que digamos.

Su situación en 1829, año de predicación del primero de los sermones de este tomo, podría calificarse de dinamismo apacible. Esta entrada de su diario ilustra el aspecto pacífico: «sábado 18 julio 1829. Desayuno donde Ogle; empecé sermón 203; Pusey vino; monté un rato por mi cuenta; por la tarde, toco un cuarteto con Blanco White, Reinagh y Jackson». En cuanto a dinamismo, baste la noticia de que en enero de ese mismo año el joven fellow, que no tenía treinta años, había osado innovar en Oxford —plaza de numantina resistencia a todo cambio—, alterando el sistema y la orientación de las tutorías en su college. Esta innovación le trajo disgustos con los colegas y, sobre todo, con el Provost, hasta el punto de que decidió aceptar la oferta de otro colega implicado, Hurrell Froude, y se fueron a Italia, en compañía de Froude padre. Un sabático a tiempo.

El año 1835, al que pertenecen los sermones más tardíos de este tomo, nos lo presenta en plena batalla, pero confiado en las manos de Dios. En carta de ese año, precisamente a Froude, que se moría de tuberculosis, escribe: «Yo estoy muy bien, quizá mejor que nunca; lo único (Dios lo quiera), que no sé lo que va a ser de mí de aquí a unos años. Pero todo saldrá bien». Es el mismo tema de su famoso poema de 1833 Lead, Kindly Light. «I do not ask to see/ the distant scene; one step enough for me». Bromeando proféticamente, se despide así de su gran amigo: «siempre tuyo muy católicamente, John H Newman».

Me permito recordar, al frente del presente volumen de los Sermones parroquiales, algunas advertencias que figuraban en la introducción a los volúmenes anteriores. Si toda traducción implica un trasvase cultural más que lingüístico, en nuestro caso habría que tener en cuenta que la lengua de partida es un lenguaje religioso con casi doscientos años de antigüedad, perteneciente además a la tradición anglicana; y la de llegada es otro lenguaje religioso, el de hoy, propio de una tradición católica. Palabras y sintagmas como religious excitements, gracious, ordinance, forms, visitiation o Dispensation presentan problemas que no siempre admiten una misma solución.

La sintaxis suele responder a una arquitectura sencilla y parroquial que transparenta un discurso hablado, y que generalmente no es complicada, aunque sí puede resultar un tanto torrencial. Lo que domina son las enumeraciones paratácticas, las tiradas, muchas veces de creciente intensidad, con una puntuación algo rota, llena de conjunciones copulativas y de unos guiones que Newman emplea con funciones variadas, que equivalen unas veces a un punto y aparte, otras a un punto y coma, o una coma. Ruego al lector que no se extrañe demasiado cuando se tope con las huellas escritas del registro oral —quizá puede probar a leer los sermones en voz alta; seguro que salen ganando en poderío.

En cuanto a los textos de la Escritura, mantengo la discutible decisión de sustituir los textos de la Biblia anglicana que Newman empleaba (la King James Version o Authorised Version de 1611) por la versión española de la Biblia que publicó la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra (Sagrada Biblia. Traducida y anotada por la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. 5 vols. Pamplona: Eunsa, 1997-2005) y que acaba de reeditarse en un solo volumen (Biblia de Navarra: edición popular. Pamplona-Woodridge (Illinois): Eunsa-Midwest Theological Forum, 2008). El motivo de esta decisión editorial ha tenido que ver tanto con la actualidad del texto sagrado como con el objetivo último de esta traducción de los Parochial and Plain Sermons, que no es un proyecto erudito, académico o estrictamente teológico, aunque desde luego pretende ser riguroso al máximo en su versión del texto newmaniano. Lo que el traductor pretende es ofrecer a los cristianos de hoy la voz singular de un maestro de ayer y de siempre, poniendo en castellano del siglo XXI la fuerza y la brillantez admirable de Newman. Cuando el texto bíblico inglés ha parecido de algún relieve, lo mantengo sin advertirlo y realizando las leves adaptaciones gramaticales necesarias, exigidas por el contexto gramatical o el razonamiento doctrinal newmaniano. Las abreviaturas de los distintos libros bíblicos proceden también de la Biblia de Navarra.

Me detengo un instante para confesar mi pequeño desconcierto con el uso de las mayúsculas en este ámbito del lenguaje religioso. Tiendo a emplear mayúsculas en «Evangelio» cuando equivale a ‘Nuevo Testamento’ y minúsculas cuando equivale más bien a ‘relatos evangélicos’, pero me temo que este criterio no es del todo estable. En determinados momentos el énfasis me lleva a poner Regeneración, Apóstol, Bautismo, Misericordia. En cualquier caso, no piense el lector que se trata de erratas o simples chapucerías. En cambio, los demostrativos con mayúscula referidos a Dios, «Su», resultan sumamente útiles con sentido diacrítico en castellano, que es un idioma impreciso en esto, donde un demostrativo mal colocado o ausente marea a los lectores o los intriga acerca del paradero del sujeto gramatical; justo al contrario que el inglés. Pero cuando no hay necesidad de precisar, el pronombre va en minúscula aunque se refiera a Dios —con excepción de «Él».

Los números que figuran en cada encabezamiento, así como las fechas de predicación, proceden de Sermons 1824-1843, los sermones inéditos que preparó Placid Murray (Vol. 1. Oxford: Clarendon Press, 1991. 353-72) y corresponden a la numeración integral de los sermones, hecha por el propio Newman.

Para evitar en lo posible las inevitables desigualdades de estilo, he supervisado todos los textos, aunque en cada sermón figura el responsable de la versión castellana. Una vez más, agradezco a Santiago González y Fernández-Corugedo, viejo amigo, su generosa colaboración.

VÍCTOR GARCÍA RUIZ Merton College, Oxford, 2008

TABLA DE ABREVIATURAS

Ab

Abdías

1 Cor

Primera Carta a los Corintios

2 Cor

Segunda Carta a los Corintios

Col

Carta a los Colosenses

1 Cro

Libro 1 de las Crónicas

2 Cro

Libro 2 de las Crónicas

Ct

Cantar de los Cantares

Dn

Daniel

Dt

Deuteronomio

Ef

Carta a los Efesios

Esd

Esdras

Est

Ester

Ex

Éxodo

Ez

Ezequiel

Flm

Carta a Filemón

Flp

Carta a los Filipenses

Ga

Carta a los Gálatas

Gn

Génesis

Ha

Habacuc

Hb

Carta a los Hebreos

Hch

Hechos de los Apóstoles

Is

Isaías

Jb

Job

Jc

Jueces

Jdt

Judit

Jl

Joel

Jn

Evangelio según san Juan

1 Jn

Primera Carta de san Juan

2 Jn

Segunda Carta de san Juan

3 Jn

Tercera Carta de san Juan

Jon

Jonás

Jos

Josué

Jr

Jeremías

Judas

Carta de san Judas

Lc

Evangelio según san Lucas

Lm

Libro de las Lamentaciones

Lv

Levítico

1 M

Libro Primero de los Macabeos

2 M

Libro Segundo de los Macabeos

Mc

Evangelio según san Marcos

Mi

Miqueas

Ml

Malaquías

Mt

Evangelio según san Mateo

Na

Nahum

Ne

Nehemías

Nm

Números

Os

Oseas

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Primera Carta de san Pedro

2 P

Segunda Carta de san Pedro

Pr

Proverbios

Qo

Libro de Qohélet (Eclesiastés)

1 R

Libro Primero de los Reyes

2 R

Libro Segundo de los Reyes

Rm

Carta a los Romanos

Rt

Rut

1 S

Libro Primero de Samuel

2 S

Libro Segundo de Samuel

Sal

Salmos

Sb

Sabiduría

Si

Libro de Ben Sirac (Eclesiástico)

So

Sofonías

St

Carta de Santiago

Tb

Tobías

1 Tm

Primera Carta a Timoteo

2 Tm

Segunda Carta a Timoteo

1 Ts

Primera Carta a los Tesalonicenses

2 Ts

Segunda Carta a los Tesalonicenses

Tt

Tito

Za

Zacarías

SERMONES PARROQUIALES(Parochial and Plain Sermons)

POR JOHN HENRY NEWMAN, B. D. VICARIO QUE FUE DE LA IGLESIA DE SANTA MARÍA, EN OXFORD

EN OCHO VOLUMENES

VOLUMEN III

REIMPRESIÓN LONGMANS, GREEN Y COMPAÑÍA 39 PATERNOSTER ROW, LONDRES

AL HONORABLE ROBERT HURRELL FROUDE, ARCEDIANO DE TOTNES, CON VIVOS SENTIMIENTOS DE ESTIMACIÓN Y AFECTO, Y CON UN AGRADECIDO RECUERDO DE LAS ABUNDANTES BONDADES RECIBIDAS, EL AUTOR LE DEDICA CON TODO RESPETO EL PRESENTE VOLUMEN

Sermón 1 ABRAHÁN Y LOT[n. 203 | 19 de julio de 1829]

«Lot alzó la vista y vio la vega entera del Jordán; toda ella hasta Soar era de regadío antes de que el Señor destruyera Sodoma y Gomorra, como el jardín del Señor, como el país de Egipto. Lot eligió para sí toda la vega del Jordán, y se dirigió al Oriente. Así se separaron el uno del otro» (Gn 13,10-11)

La enseñanza que hay que sacar de la historia de Abrahán y Lot es esta, obviamente: que solo una clara aprehensión de las cosas invisibles, la sencilla confianza en las promesas de Dios y la grandeza de espíritu que de ahí surgen, pueden hacernos obrar por encima de las cosas del mundo; volvernos indiferentes, o casi, a sus consuelos, goces y lazos. O, en otras palabras, la lección es que las cosas buenas del mundo corrompen la carrera incluso de las personas religiosas que las poseen. Lot, al igual que Abrahán, dejó su tierra movido «por la fe», obedeciendo al mandamiento de Dios. Pero en una coyuntura posterior en la que la voluntad de Dios no se manifestaba tan claramente, uno fue hallado «sin mancha ni culpa» y el otro «se salvó como por el fuego». Abrahán se convirtió en el «padre de todos los que creen»; Lot enturbió las esperanzas puestas en el momento de su vocación, desgastó los privilegios de su elección y durante un tiempo se asimiló a la masa de la gente tal como se ve ahora en los países cristianos: es religiosa hasta un cierto punto, lleva una vida nada coherente con sus principios y no aspira a la perfección.

Podemos dividir la historia de Lot en tres partes. La primera, desde el momento en que salió de Jarán con Abrán hasta que los dos se separan; después, desde que se establece en las llamadas ciudades de la vega, entre las que estaba Sodoma, hasta su cautividad y rescate; y por último, desde su regreso a Sodoma hasta su huida desde allí a la montaña bajo la guía del ángel, que es cuando la Escritura lo pierde ya de vista. La repasaremos en este orden.

1. Cuando Abrahán y Lot llegaron a la tierra de Canaán, parece que no habían recibido ninguna indicación de parte de Dios acerca de dónde habían de establecerse. Primero fueron a Siquem; de ahí al vecindario de Betel; al final, una hambruna los llevó a Egipto y, a continuación, comienza lo que debería llamarse la historia de sus pruebas.

Abrahán y Lot habían abandonado el mundo ante una llamada de Dios; pero les esperaba una prueba más difícil. Aunque nunca es fácil, es más fácil entregar el corazón a la religión cuando no tenemos otra cosa en que ocuparlo (o tomar una decisión importante que nos saca del curso normal de nuestra vida y de alguna manera nos fuerza a hacer cosas que de otra manera evitaríamos) que poseer una buena porción de bienes de este mundo y, no obstante, amar a Dios por encima de todas las cosas. Mucha gente es capaz de sacrificar sus intereses mundanos en un arranque, y como entonces pocas cosas hay que puedan alterarles, están en condiciones de aferrarse a la religión y servir a Dios aceptablemente y con constancia. Quienes hacen tales sacrificios con frecuencia dan prueba de una gran fuerza de carácter, como fue el caso de Lot al dejar su tierra. Pero es cosa más grande, requiere una fe más noble, más firme y clara estar rodeado de bienes temporales y ser abnegado al mismo tiempo, considerarnos solo servidores de la bondad de Dios y ser «fieles en todas las cosas» que nos encomienda. Así pues, la tentación que padecieron los dos patriarcas consistió precisamente en esto: Dios les dio riqueza y categoría. Cuando se trasladaron a Egipto, Abrahán fue recibido entre honores por el rey de aquella tierra. Poco después, se dice que Abrahán tenía «ovejas y vacas, asnos, esclavos y esclavas, asnas y camellos» (Gn 12,16), que «era muy rico en ganado, plata y oro» (Gn 13,2) y que «También Lot... tenía ovejas, vacas, y tiendas» (Gn 13,5). En consecuencia, cuando volvieron a Canaán, el patrimonio y ganado de ambos había crecido demasiado como para establecerse en un solo lugar. «La región no les permitía habitar juntos, porque tenían mucha hacienda y no había lugar para ambos» (Gn 13,6). Los pastores de uno y otro disputaban porque, por ejemplo, cada uno quería hacerse con los mejores pastos y los pozos más abundantes. Esta discordia en la familia escogida era, claro está, cosa poco presentable a los ojos de los idólatras, los cananeos y perezeos que habitaban en los alrededores. Por eso Abrahán sugirió una separación amistosa y dejó que Lot escogiera en qué parte de la tierra prefería establecerse. En esto consistió la prueba de la fe de Lot. Veamos cómo se desempeñó. Ocurrió que la parte más fértil, la vega del Jordán, estaba en manos de un pueblo dejado de la mano de Dios, los habitantes de Sodoma, Gomorra y las ciudades vecinas. La riqueza que Lot disfrutaba hasta entonces le había sido dada como prenda del favor de Dios y su principal valor era que procedía del Señor. Pero al dejarse atraer por la riqueza y belleza de una tierra culpable y condenada, Lot se olvidó de esto y empezó a estimar la riqueza por sí misma. La prosperidad de un pueblo malvado no podía considerarse señal del amor de Dios; pero dirigir la mirada a Sodoma significaba ir con el mundo y hacer de la riqueza la medida de todas las cosas y el objeto final de la existencia. En palabras del texto, «Lot eligió para sí toda la vega del Jordán, y se dirigió al Oriente. Así se separaron el uno del otro. Abrán se estableció en tierra de Canaán, y Lot en las ciudades de la vega, ocupando las tierras hasta Sodoma. Pero los habitantes de Sodoma eran perversos y pecadores empedernidos contra el Señor» (Gn 13,11-13). No veo la manera de negar que este fue un paso en falso por parte del santo patriarca Lot, algo culpable en sí mismo y que llevó a consecuencias muy serias. «Pues más vale un día en tus atrios», dice el salmista, «que mil fuera. Prefiero estar en el umbral de la Casa de mi Dios que habitar en las tiendas de los impíos» (Sal 84,11). Pero los que se han acostumbrado a considerar la prosperidad mundanal como cosa altamente deseable en sí, la toman allá donde la encuentran: cuando Dios la da y también cuando no la da. Para ellos, quién la da no es asunto de primera importancia, al menos en el fondo de su corazón —aunque quizá les sorprendería que alguien se lo hiciera notar. Si todo esto no se aplica a Lot en su integridad, al menos su historia nos recuerda lo que ocurre a diario en casos que se le parecen externamente. Los hombres se consideran muy devotos y prometen adorar al Unico Dios Verdadero, al mismo tiempo que caen en ese pecado que el apóstol llama «idolatría»: amar y adorar a las criaturas en vez de al Creador.

Por su parte, Abrahán se quedó sin tierra ni posesiones, pero tenía la presencia de Dios como herencia y Dios le confirmó; porque, como una especie de recompensa por su desinterés, le renovó la promesa que le había hecho de darle en el futuro toda la tierra, incluyendo la hermosa porción que Lot había tomado para sí —temporalmente. «El Señor dijo a Abrán después de que Lot se separara de su lado: ‘Alza la vista desde el lugar en que estás y mira al norte, al sur, al este y al oeste. Toda la tierra que ves te la daré a ti y a tu descendencia para siempre. Haré a tu descendencia como el polvo de la tierra; si alguien puede contar el polvo de la tierra, también podrá contar tu descendencia. Levántate y recorre el país a lo largo y a lo ancho, porque a ti te lo voy a dar’» (Gn 13,14-17).

2. Así termina la primera parte de la historia de Abrahán y Lot. Prosigamos. Dios es tan misericordioso que no permite que sus siervos se aparten de Él sin hacerles repetidas advertencias. No pueden ser «como los paganos»; Dios va tras ellos con visitas bondadosas como a Jonás cuando huía de Él. Lot decidió vivir entre los pecadores; pero Dios no se olvidó de él. Le envió una calamidad para advertirle y escarmentarle. No se dice que esa fuera la intención pero sabemos por la luz de la razón que toda aflicción tiene como fin probarnos y mejorarnos, y por tanto es justo decir que ese fue el sentido de la violencia y el cautiverio al que pronto había de verse sometido Lot. Sodoma, Gomorra y las ciudades vecinas, que eran súbditas de Quedorlaómer, rey de Elam, se rebelaron contra él. Como represalia, el país fue invadido por su ejército y el de sus aliados; y los reyes de esas ciudades fueron derrotados en la batalla y murieron, y «se apoderaron de toda riqueza de Sodoma y de Gomorra con todas sus provisiones» (Gn 14,11). También Lot y sus posesiones cayeron en sus manos. Así pues, dejando al margen consideraciones de tipo religioso, el lugar que Lot escogió para vivir tenía su punto débil precisamente en esa feracidad y opulencia que él había codiciado y que atrajo la atención de aquellos cuya fuerza les permitía ser rapaces. Abrahán por aquel entonces vivía en la llanura de Mambré y al oír que su pariente había sido hecho cautivo, inmediatamente reunió seguidores, más de trescientos hombres, y se le unieron varios príncipes del país con los que había hecho alianza; buscó a los saqueadores, los sorprendió por la noche, los aplastó y rescató a Lot, a los demás cautivos y todos sus bienes.

Como he dicho, esto significó una advertencia misericordiosa hacia Lot. No solo una advertencia; parece haber sido también la ocasión de cortar sus relaciones con la gente de Sodoma y sacarle de esa tierra del pecado. Sin embargo, él no lo vio así. Nada se dice de su regreso allá en este pasaje del relato; pero en lo que sigue inmediatamente, lo encontramos de nuevo en Sodoma, aunque no implicado en la divina venganza contra la ciudad. Hablaremos de esto al final.

Ahora, vayamos, como por contraste, a Abrahán. De haberlo querido, ¡cuántas excusas podía haber encontrado para abandonar a su pariente en la desgracia! Especialmente, podía haberse puesto a considerar el gran peligro y la aparente imposibilidad del intento de rescate. Pero un rasgo principal de la fe es cuidar de los demás más que de uno mismo. Con un pequeño grupo de seguidores se aproximó audazmente a las tropas de los reyes victoriosos, y logró recuperar al hijo de su hermano. Fijaos también en su desinterés y nobleza de alma tras la batalla, cuando rechazó tomar botín. «No he de tomar ni un hilo, ni una correa de sandalia de cuanto te pertenece», le dijo al rey de Sodoma, «para que no digas: ‘Yo he enriquecido a Abrán’» (Gn 14,23). Esta actitud era especialmente necesaria como señal de su horror hacia los hombres de Sodoma y Gomorra, e implicaba una rechazo de sus pecados. Pero esa conducta sugiere algo más: Dios le había prometido la tierra en que ahora vivía como extranjero; tenía tropas valerosas, aunque pequeñas en número, que si lo hubiera querido, le hubiesen conquistado una parte suficiente de aquel territorio. Pero no quiso intentarlo porque sabía que Dios podía hacer que su voluntad se realizara, y cumplir su promesa en el momento oportuno, sin recurrir Abrahán a medios al margen de la ley. El uso de la fuerza, desde luego, no hubiera sido algo al margen de la ley, si Dios lo hubiera ordenado, como ocurrió más tarde cuando los israelitas regresaron de Egipto, pero era contra la ley sin una orden expresa de Dios, y probablemente Abrahán tuvo que vencer la tentación de recurrir a las armas. En la historia posterior de Israel tenemos una ejemplo parecido de fortaleza en la conducta de David hacia Saúl. Dios mismo había prometido el reino a David, el cual tuvo la vida de Saúl en sus manos más de una vez y, sin embargo, ni siquiera pensó en el pecado de hacerle mal alguno. Dios cumpliría su promesa sin «hacer el mal para que salga el bien». En esto consiste la fe verdadera: en esperar en Dios, aguardar y seguir su guía, y no pretender ir por delante de Él.

¿Regresó Abrahán a su casa sin recompensa por su conducta abnegada y generosa? Desde luego que no. Dios le renovó la promesa de su favor en respuesta a esa nueva manifestación de su fe. Del mismo modo que renovó su bendición cuando Lot al principio escogió la tierra feraz de Sodoma, así le bendijo ahora por boca de un sumo sacerdote y rey. Lot se volvió a Sodoma en silencio; pero Dios habló a Abrahán por Melquisedec. «Melquisedec, rey de Salem, que era sacerdote del Dios Altísimo, ofreció pan y vino, y le bendijo diciendo: ‘Bendito sea Abrán por parte del Dios Altísimo, creador de cielo y tierra», que puede dar y quitar reinos y países a su voluntad «y bendito sea el Dios Altísimo que puso a tus enemigos en tus manos’» (Gn 14,18-20). Quién era Melquisedec no se nos dice. La Escritura habla de él como un tipo de Cristo pero no sabemos hasta qué punto Abrahán era consciente de esto1, o qué grado de santidad añadía esto a su modo de ser, o qué poderes a su vocación. Pero evidentemente se trata de una señal de especial favor para Abrahán. Y el pan y el vino que le presentan como refrigerio tras la batalla tenían quizá algo de sacramental y expresaban una prenda de misericordia.

3. Ahora pasemos al hecho final de la historia de Lot. El éxito en este mundo es transitorio; la fe ofrece una recompensa tardía pero permanente. Pronto los ángeles de Dios descendieron para llevar a cabo en una misma misión un doble propósito: quitarle a Lot sus posesiones y prepararle para cumplir las bendiciones permanentes prometidas a Abrahán, por un lado; por otro, destruir Sodoma al tiempo que predecían el cercano nacimiento de Isaac.

La destrucción de las ciudades pecadoras era inminente. «Y dijo el Señor: ‘Se ha extendido un gran clamor contra Sodoma y Gomorra, y su pecado es gravísimo; bajaré y veré si han obrado en todo según ese clamor que contra ella ha llegado hasta mí, y si no es así lo sabré’» (Gn 18,20-21). Ahora Abrahán alcanzaba una posición de máximo honor. Dios le confiaba el conocimiento de sus secretos designios y, al hacerlo así, por segunda vez libraba a Lot de la ruina. Y el fuerte contraste entre los dos destacaba el hecho de que el hermano débil debía su salvación a la intercesión del que, gozando del favor de Dios, se había contentado con carecer de posesiones terrenas. «Entonces el Señor se dijo: ‘¿Cómo podré ocultar a Abrahán lo que voy a hacer, cuando Abrahán se va a convertir en un pueblo grande y poderoso, y en él van a ser bendecidos todos los pueblos de la tierra?; pues a él lo he elegido para que instruya a sus hijos y a su futura casa, y para que guarden el camino del Señor practicando la justicia y el derecho, de forma que el Señor conceda a Abrahán lo que le ha prometido’» (Gn 18,17-19). Por eso a Abrahán se le concedió interceder por Sodoma y los que en ella vivían. No hará falta que repase este famoso relato que todos conocéis. Abrahán comenzó preguntando si no quedarían cincuenta justos en la ciudad; poco a poco se vio obligado a reducir el supuesto número de hombres buenos hasta llegar a diez, pero ni siquiera fue posible encontrar diez justos que retrasaran la ira de Dios. Aquí terminó su intercesión, quizá desesperado, y con miedo de dar por supuesta esa adorable misericordia cuyas profundidades él había probado pero no comprobado personalmente. No nombró a Lot expresamente. Pero el Señor entendió y respondió al deseo implícito de su corazón, puesto que al final se nos dice: «Así, Dios, cuando destruyó las ciudades de la vega, se acordó de Abrahán y libró a Lot de la catástrofe que arrasó las ciudades en las que había habitado Lot» (Gn 19,29).

Al atardecer dos ángeles vinieron a Sodoma a rescatar al único hombre —eso parecía— que conservaba ese instinto sobre el bien y el mal que se nos concede con la naturaleza, el único que seguía reconociendo al Dios verdadero y se había ejercitado en la fe y la obediencia, y no había hecho desprecio al Espíritu Santo. En la ciudad habría multitud de niños libres de la mancha del pecado, pero se vieron arrastrados a la destrucción con sus padres como ocurre hoy con terremotos, guerras o naufragios. Pero de entre los que «podían distinguir la izquierda de la derecha» ni diez —eso lo sabemos con seguridad— ni siquiera uno —podemos concluir— eran justos como Lot. «Los hombres de la ciudad, hombres de Sodoma, tanto jóvenes como viejos, todo el pueblo a la vez» (Gn 19,4) estaban corrompidos a los ojos de Dios y sirven de ejemplo de lo que Dios Misericordioso puede hacer cuando los pecadores provocan su ira. «Vamos a destruir este lugar, porque es muy grande el clamor ante el Señor contra sus habitantes, y nos ha enviado a destruirlo» (Gn 19,13). «Al amanecer, los ángeles apremiaron a Lot... Él se retardaba, y entonces aquellos hombres los agarraron de la mano a él... le sacaron y le colocaron fuera de la ciudad. Y cuando los sacaron afuera, uno le dijo: ‘Huye, por tu vida; no mires atrás ni te detengas en toda la vega; huye a la montaña, pues si no, perecerás’». Por segunda vez Lot fue advertido y salvado; lo que no sabemos es si con ello alcanzó una justicia más firme o una fe más clara que antes. No sabemos qué fue de él después de estos hechos. De su vida y muerte, nada se nos dice; el relato sagrado se interrumpe ahí. Lo único que sabemos es que sus sucesores, los moabitas y amonitas, fueron enemigos de los descendientes de Abrahán, su amigo y pariente, el siervo predilecto de Dios; en especial porque Lot los llevó precisamente a la idolatría y sensualidad que esa familia escogida había sido encargada de resistir. Si, por boca de san Pedro, no nos hubiera confirmado Dios en su bondad las palabras del sabio de los Apócrifos de que Lot era «justo», hubiéramos tenido motivos para dudar de su salvación.

No obstante, sin formar un juicio severo contra alguien al que la Escritura trata con honor, al menos podemos sacar de su historia una lección que nos sea útil a nosotros. Triste será el destino de los irresolutos y vacilantes, esos que aman tanto este mundo que son incapaces de dejarlo, aunque creen y reconocen que Dios les manda hacerlo. No es que confiesen tener el corazón apegado a lo mundano; es que hacen todo tipo de maniobras para esconder ese hecho frente a sí mismos mediante excusas especiosas al tiempo que se consideran personas religiosas. Hermanos, no deis por supuesto que vosotros estáis muy por encima de todo esto que he descrito y condenado; y tampoco deis por supuesto que no es peor. Os encontráis en una época caracterizada por la decencia, en la que no hay tentaciones directas hacia las formas más burdas de pecado; o más bien hay muchos factores que nos apartan de ellas. Pero contesta solo esta pregunta, y decide si esta época no sigue los pasos de Lot: se diría que Lot pensó más en la riqueza de las ciudades de la vega que en sus pecados. En cuanto al carácter de este país nuestro, pensad honradamente: ¿hay algún lugar, persona, trabajo, con el que nuestros compatriotas no se relacionarían para hacer negocios o comercio? Cuando se trata del beneficio, ¿no ponemos a un lado cualquier consideración relacionada con principios como cosa inoportuna y casi absurda? No me es posible explicarme sin entrar en detalles demasiado familiares para este lugar sagrado; pero intentad llevar hasta el final por vuestra cuenta lo que sugiero en términos generales. ¿Hay alguna especulación de tipo comercial que admita restricciones por motivos religiosos? Si vamos a tener un socio judío, pagano o hereje, ¿nos inquieta eso lo más mínimo? ¿Nos importa el lado que tomamos en una controversia civil, política o internacional, con tal de salir ganando? ¿No vamos a la guerra, no tomamos parte en debates o defendemos determinadas posiciones, no formamos grupos y partidos, con el supremo objetivo de preservar nuestros bienes, o de adquirirlos? ¿No apoyamos a la religión porque asegura la paz y el orden? ¿Y no medimos su importancia por la eficacia que demuestra a la hora de obtener ambas cosas? ¿Y todos los gastos no estrictamente necesarios para asegurar esos dos objetivos, no se los recortamos? ¿No nos sentimos tibios hacia la Iglesia establecida si no consideramos la seguridad de nuestros bienes ligada a la prosperidad de la religión?2. ¿No aceptaríamos fácilmente que la Iglesia fuera depuesta de su posición si nos demostraran que perjudica al estado, trae consigo posibles desórdenes civiles o causa vergüenza al gobierno? ¿No estaríamos de acuerdo en ese derrocamiento si con ello lográramos unir todos los grupos de la nación, pacificar zonas turbulentas e implantar la confianza pública? Aún más: ¿no nos dejaríamos convencer fácilmente de dar apoyo al Anticristo —no digo entre nosotros pero al menos en otros países— antes que perder una sola parte de los cargamentos que nos traen «las naves de Tarsis» (Is 2,16)?3. Si este fuera el caso, ¡qué inútil es refugiarnos, como algunos hacen, en la idea de que somos una nación moral, sensata, moderada o religiosa! Lot es considerado «justo» por san Pedro (2 P 2,7-8), san Pablo habla de su «hospitalidad, gracias a la cual algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles» (Hb 13,2); no hay duda de que confesó la verdad entre aquellos desgraciados habitantes de las ciudades donde moró, y los rayos de luz que los apóstoles arrojan sobre su historia, nos alegran y los leemos con gusto tras el triste relato del Génesis. No obstante, después de todo, ¿quién cargaría para sí de buena gana con los pecados de Lot, por muy claro que estuviera que Dios no le había abandonado? Si hemos de salvarnos, está claro que no ha de ser a base de mantenernos solo un poco por encima de la línea de la reprobación, sino sirviendo a Dios con corazón perfecto en medio de preocupaciones y trabajos. Si los cristianos han de salvarse, está claro que tienen que aprender a «desamar» las cosas de este mundo, comodidades, lujo, honores. No puede ser verdadero cristiano aquel que se pone como objetivo principal en la vida los intereses mundanos. Una persona puede, en cierta medida, tener mal carácter, ser resentida, orgullosa, cruel o sensual; y no por eso deja de ser cristiana. Porque las pasiones pertenecen a lo bajo de nuestra naturaleza; son irracionales, surgen espontáneamente, tenemos que dominarlas mediante un principio rector y, con la gracia de Dios, al final, poco a poco, las dominamos. Pero ¿qué decir cuando ese principio de razón y juicio, ese centro que desea y controla, se vuelve hacia la tierra? «Si tu ojo es malicioso, todo tu cuerpo estará en tinieblas. Y si la luz que hay en ti es tinieblas, ¡qué grande será la oscuridad!» (Mt 6,23).

Solo Dios sabe en qué medida estos comentarios son aplicables a cada uno de nosotros. Yo no me atrevería a pensar en esta persona o en la otra; pero aunque pudiera, lo evitaría. Es una consideración demasiado seria, demasiado tremenda. No obstante, vosotros, hermanos, sí debéis hacer lo que yo no debo hacer. Es vuestro deber aplicárosla a vosotros. No dejéis de pensar en lo que muchos nunca habéis pensado: la triste y tremenda posibilidad de perder vuestra esperanza por «haber amado este mundo presente». Meteos en vosotros mismos y pensad; en la presencia de Cristo, vuestro Salvador —en esa presencia que en seguida os llenará de vergüenza, y os animará a esperar el perdón si os decidís a dirigiros a Él para obtenerlo.

Traducción de Víctor García Ruiz

Sermón 2 LA OBSTINACIÓN DE ISRAEL AL RECHAZAR A SAMUEL[n. 237 | 9 de mayo de 1830]

«Desistid y reconoced que Yo soy Dios: excelso entre las naciones, excelso sobre la tierra» (Sal 46,11)

Una enseñanza puesta de continuo ante los ojos de los israelitas fue que no debían suponer nunca que actuaban por sí mismos, sino esperar que Dios obrara por ellos, aguardar con reverencia y después seguir sus indicaciones. Dios era su Rey Omnisciente. Su deber consistía en no tener voluntad propia, distinta de la de Dios, no hacer sus propios planes, no intentar una obra propia. «Desistid y reconoced que Yo soy Dios». No os mováis, no habléis; solo mirad la columna de nube, fijaos cómo se mueve, y luego seguidla. Esa era la orden.

Por ejemplo, cuando los egipcios perseguían a los israelitas hasta la costa del Mar Rojo, Moisés dijo al pueblo: «No temáis, manteneos firmes y veréis la salvación que el Señor os concede hoy, porque los egipcios que ahora veis, no volveréis a verlos jamás» (Ex 14,13). Al llegar a la frontera con Canaán y sentir temor por el poder de sus habitantes, se les exhortó: «No os espantéis ni les temáis; el Señor, vuestro Dios, que marcha a vuestro frente, combatirá por vosotros» (Dt 1,29-30). El mismo sentido tenía la recomendación de Josué, ya moribundo: «Sed muy fuertes para llevar a la práctica todo lo que está escrito en el libro de la Ley de Moisés. No os desviéis ni a derecha ni a izquierda» (Jos 23,6). Y en épocas posteriores, cuando los moabitas y amonitas hacían la guerra a Josafat, el profeta Yajaziel recibió la inspiración para animar al pueblo con estas palabras: «Vosotros no temáis ni os acobardéis ante esta gran multitud, porque esta guerra no es cosa vuestra, sino de Dios... no os corresponde a vosotros luchar; deteneos y quedaos contemplando la salvación que el Señor va a obrar a favor vuestro, gente de Judá y Jerusalén» (2 Cro 20,15-17). Y cuando Israel y Siria vinieron contra Judá, Dios ordenó al profeta Isaías ir a ver a Ajaz y decirle: «Ponte en alerta, pero tranquilo. No temas, que no desmaye tu corazón» (Is 7,4). La presunción —esto es, la determinación de actuar por nosotros mismos, la terquedad— se considera entre los pecados más nefastos. «El hombre que obre con altivez, sin escuchar al sacerdote que esté allí para el servicio del Señor, tu Dios, ni al juez, ese hombre morirá. Así arrancarás el mal de Israel» (Dt 17,12).

Aunque este absoluto sometimiento de sí mismos a su Creador Todopoderoso era un deber particular que Dios impuso a su pueblo elegido, lo cierto es que la transgresión deliberada y obstinada de este deber es una de las características principales de su historia. Fallaron de manera particular justo en ese punto en el que Dios les pedía una particular obediencia. Se les dijo que no actuaran nunca por su cuenta y, como si fuera pura perversidad, actuaron siempre por cuenta propia. Si nos fijamos en los castigos que recibieron, veremos que se les infligen no por pura negligencia o fragilidad ante la tentación, sino por una deliberada y vergonzosa presunción que se apresura a lanzarse precisamente en la dirección que no les indica la Providencia de Dios, y que incluso les prohíbe.