Set del Rancho Steele: Libros 1 - 5 - Vanessa Vale - E-Book

Set del Rancho Steele: Libros 1 - 5 E-Book

Vale Vanessa

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Beschreibung

¡Los cinco libros del Rancho Steele en uno!

Estimulada

Para Cord Connolly y Riley Townsend eso es pecaminosamente dulce, como Kady Parks.

La maestra de Filadelfia descubre que ella es la heredera —junto con sus medias hermanas que ni sabía que existían— de la fortuna Steele, que incluye un enorme rancho de ganado. En lugar de pasar el verano en casa, ella lo pasará en Barlow, Montana. Y el Oeste es tan salvaje como se lo imaginaba, debido a dos calientes vaqueros que han decidido que ella sea para ellos. ¿Y Kady? Está lista para dejarse llevar por sus estímulos, ser espoleada y agarrarse fuerte.
-

Domada

Presionada por su madre para convertirse en la mejor de su área profesional, Penny cree que el destino ha tocado a su puerta cuando recibe la noticia de que no solo es una de las herederas del Rancho Steele, sino que tiene un padre que nunca conoció. Penny aprovecha la oportunidad para liberarse de la familia de la que nunca se sintió parte y se dirige a Barlow, Montana.

Allí, dos vaqueros se deslumbran con esta rubia inteligente y hermosa y no tienen intención de dejarla ir. Jamison y Boone le darán lo que ella quiere, especialmente desde que domaron su corazón.

Este es el segundo libro de la serie del Rancho Steele, donde las mujeres son inteligentes e insaciables y donde ellas podrán dar montadas salvajes a sus hombres.
-
Enredada-

Cricket no suele confiar en nadie más que en sí misma. Tiene dos empleos para pagarse la escuela de enfermería, no tiene tiempo para nada más que no sea estudiar y pagar las cuentas. Cuando tres vaqueros calientes le dan una noche inolvidable, ella cree que solo es una aventura.

Sin embargo, para Sutton, Archer y Lee, Cricket es la indicada. Punto. Después de haber huido esa primera vez, el destino la pone de vuelta en sus brazos, y ya no hay nada que los detenga para conquistarla definitivamente.

Este es el tercer libro en la serie del Rancho Steele. Si te gustan los vaqueros calientes, tendrás a tres en este libro dedicados exclusivamente a Cricket. Ellos son ardientes, saben exactamente lo que quieren y nada se interpondrá en su camino. En esta divertida lectura, todo el menage es para la protagonista.
--
Enganchada-

Un encuentro inesperado pone a Sarah Gandry cara a cara con los dos hombres que ama. Sí, dos. Wilder y King. Ellos han sido la inspiración de cada una de sus fantasías desde que recuerda. Pero han sido solo eso… fantasías. Hasta ahora.

Esta vez, los tres van a cumplir sus sueños. Finalmente, van a estar juntos. Sin embargo, nunca las cosas resultan del todo sencillas y los secretos que ella ha guardado podrían hacer pedazos a sus hombres.
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Enlazada-

Sam y Ashe no creían en el amor a primera vista. Ellos no entendían cómo los hombres que habían sido estimulados, domados, enredados e incluso enganchados a las otras herederas Steele se habían enamorado tan fuerte y tan rápido. Hasta ahora. Un vistazo a Natalie y Sam y Ashe estaban arruinados para todas las demás mujeres. Pero ella no es fácil de domar. Ellos necesitarán enlazar más que solo su corazón para poder hacerla suya de una vez por todas.

Pero un giro final pone en peligro a todas las cinco hermanas Steele. Con la ayuda de sus hombres, ¿podrán Natalie, Kady, Penny, Cricket y Sarah finalmente encontrar la paz y traer al rancho lo único que siempre ha faltado? La familia.

 

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Set del Rancho Steele

Libros 1 - 5

Vanessa Vale

Derechos de Autor © 2017 por Vanessa Vale

Este trabajo es pura ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación de la autora y usados con fines ficticios. Cualquier semejanza con personas vivas o muertas, empresas y compañías, eventos o lugares es total coincidencia.

Todos los derechos reservados.

Ninguna parte de este libro deberá ser reproducido de ninguna forma o por ningún medio electrónico o mecánico, incluyendo sistemas de almacenamiento y retiro de información sin el consentimiento de la autora, a excepción del uso de citas breves en una revisión del libro.

Diseño de la Portada: Bridger Media

Imagen de la Portada: Period Images; BigStockPhotos- Victoria Andreas

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http://vanessavaleauthor.com/v/ed

Índice

Estimulada

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Domada

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Enredada

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Enganchada

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Enlazada

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Contenido extra

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Acerca de la autora

Estimulada

Rancho Steele - Libro 1

1

CORD

“Mierda”.

La palabrota se me escapó al verla. No había otra palabra para esto. Era demasiado hermosa y yo estaba demasiado jodido. Había esperado que las fotos que había visto de ella no fueran ciertas. Que su cabello no fuera una sombra roja ardiente. Que sus rizos no se fueran a enrollar en mis dedos cuando la sostuviera para besarla. Que no tuviera un rocío de pecas en su nariz. Ni senos grandes, caderas redondas o un trasero precioso.

No, con solo un vistazo a las fotos que mi investigador me había enviado ya me había puesto duro como una roca. Era perfecta. Y cuando le mostré las fotos a Riley, asintió en señal de aprobación. No hicieron falta las palabras.

Y ahora que estaba de pie frente a mí con su vestido floreado de verano, sus hombros descubiertos, excepto por dos pequeños y delgados tirantes que sostenían su atuendo, estaba total y completamente jodido.

Porque era mía. Mía y de Riley. Esta mujer, la primera hija de Steele en ser encontrada y venir a Montana, fue verdaderamente reclamada por nosotros. Solo que ella no lo sabía todavía. Y todo lo que le dije fue “mierda”.

Y por supuesto, con esa única palabra, lo había arruinado. Se asustó y me miró con sorpresa y con un indicio de miedo en sus ojos. Cuando dio un paso atrás y miró alrededor del área de reclamo de equipaje en busca de una vía de escape o alguien que la ayudara, apreté la mandíbula.

Sí, conseguía eso a menudo. Yo era un gran hijo de puta, pero nunca la lastimaría. Había pensado en cómo sería la primera vez que nos conociéramos y no había sido como esto.

La había escaneado. La había asustado. Lo bueno es que me estaba mirando a la cara y no se dio cuenta de la forma en que mi pene estaba presionando dolorosamente contra el cierre de mis pantalones. Seguramente que eso la hubiese asustado porque estaba grande. Por todos lados. Esperaba con ansias el momento en que supiera lo grande que era, introduciendo cada gruesa pulgada dentro de su pequeña y caliente vagina.

No era una mujer pequeña; me llegaba a la mejilla con sus sandalias elegantes, que eran inútiles en una hacienda de Montana. Eran jodidamente sensuales y pensé en cómo se sentirían esos pequeños tacones cuando se enterraran en mi espalda mientras le subía el borde de ese vestido tan coqueto y la follaba. Sí, mi pene no iba a bajarse pronto. No hasta que me hundiera en ella. Descarté esta necesidad inmediatamente. Como si fuera posible. Esta… afición que tenía por ella nunca iba a desaparecer.

Así que la erección se mantuvo. Si viera lo que me había provocado, saldría corriendo.

Eso era lo último que quería. Quería tenerla tan cerca como fuera posible. Tan cerca que pudiera estar dentro de ella hasta los huevos.

Me aclaré la garganta, me quité el sombrero, lo recosté contra mi muslo y me cubrí con el borde. Traté de sacar mi mente de la jodida miseria. Sí, quería hacerle todo tipo de cosas sucias, desordenar ese lápiz labial —demonios, verlo cubrir la longitud de mi pene—, pero eso sería después. Ahora, tenía que evitar que corriera hacia el oficial de seguridad más cercano del aeropuerto. Tenía que ser un caballero, incluso, cuando quería ser todo menos eso.

“¿Kady Parks?”, pregunté, levantando la mano en frente de mí como si me estuviese rindiendo ante ella. Quizás lo estaba, porque entre la llamada y las siguientes tres semanas anteriores, pasé de ser un soltero feliz a ser suyo. Irrevocablemente. Al verla en las fotos del investigador —ella saliendo de la escuela y hablando con otros pocos estudiantes, llevando una bolsa de comestibles a su carro, llevando una esfera de yoga y dirigiéndose al local— me había dejado fuera para todas las demás. No tenía idea de qué era lo que había en ella, pero no había vuelta atrás.

No me estaba quejando. Ni un poco. Quise establecerme con alguien por un tiempo, pero nunca había encontrado a la indicada. Pero desde que mi investigador jefe me envió sus fotos, mis fantasías habían sido colmadas por ella y solo ella. Ninguna otra mujer lo haría nunca más. Me dolían los testículos por pensar en agarrarla, tirarla por encima de mi hombro y llevarla a mi casa y tenerla en mi cama hasta que pudiera saciar mis ganas de ella. Mi cerebro —el cual no estaba recibiendo ningún suministro sanguíneo desde que se me había acumulado toda en el sur de mi cinturón— estaba tratando de decirme que me calmara. Ella sería mía. Solo tenía que decir algo más que “mierda” únicamente.

“Sí”, respondió. Su voz era suave, melódica y perfecta para ella. Como había imaginado que sería. Sin embargo, tenía un temblor de miedo, y por haber puesto la mirada en sus ojos y en el sonido de su voz, tenía que arreglarlo.

Le di una sonrisa pequeña, y con suerte un reconfortante: “Soy Cord Connolly”.

El miedo se derritió en su rostro como la nieve en julio —se fue tan rápidamente como había venido. Reconoció mi nombre, sabía que era parte de su comité de bienvenida.

“Eres grande”. Se cubrió la boca con la mano; sus ojos se ensancharon por la sorpresa. “¡Lo siento! Seguro que sabes eso”, jadeó, las palabras se apagaron por sus dedos sobre sus labios. La vergüenza le tiñó las mejillas de un bonito color rosado.

Me reí entonces, me llevé la mano a la parte de atrás del cuello. “No te preocupes. Soy grande”.

Dejó caer la mano, pero aún tenía que superar su mortificación ya que su mirada se movió hacia todas partes, excepto por la mía. “¿Fútbol profesional?”.

Meneé la cabeza lentamente. “Universidad. Pude haber sido profesional, pero en vez de eso escogí un camino diferente”.

Ladeó la cabeza a un lado; su cabello caía sobre su hombro desnudo. Estaba hipnotizado mirándolo, celoso de una hebra de cabello rebelde que frotaba su pálida piel. Tuve que preguntarme si se mantenía lejos del sol o si utilizaba protector solar.

Y eso me hizo pensar en untarle loción por todo su cuerpo. Sin dejar una sola pulgada de su cuerpo. Me aclaré la garganta. “Ejército”.

“Oh, qué bien. Gracias por tu servicio”.

Asentí levemente, no solían agradecerme mucho por lo que había hecho. Había sido un trabajo, uno que había hecho bien y antes de salir, empecé mi propia empresa de seguridad. Mi pasado no era tan emocionante, así que cambié el tema. “Riley Townsend también está aquí, estacionando la camioneta”. Señalé con la cabeza hacia las puertas corredizas por las que había entrado. “Disculpa que hayamos venido a buscarte tarde”.

Sonrió y yo ahogué un gruñido. Sus labios estaban llenos de brillo labial. Algo rojo. O ciruela. Algún color con nombre de chica. Era tan femenina, un marcado contraste para mí. Delicada. Frágil. Con doscientas cincuenta libras, yo era un neandertal en comparación a ella. No. Un cavernícola. La forma más baja de un hombre que encontró una mujer y que quería llevársela al hombro y meterla en su cueva. Para tenerla. Reclamarla. Marcarla.

“No hay problema. Mi vuelo llegó temprano”.

Me aclaré la garganta otra vez, pensando en cómo quería marcarla, mi semen goteando de esos labios exuberantes o quizás llenándole el vientre o los senos. Chorreando de su vagina hacia sus muslos. O marcando su virgen trasero. Oh, sí, ese pequeño orificio todavía tenía su cereza. Con solo mirarla estaba seguro de eso. De ninguna manera alguien podría haber reclamado ese regalo todavía.

No dije nada. No podía. No tenía palabras. Ni actividad cerebral. Nos quedamos ahí de pie, mirándonos fijamente. No podía quitarle la mirada. No podía creer que fuese real. Toda melocotones y crema para la piel y aroma cítrico. Estaba aquí. Iba a ser mía. Nuestra. Solamente no tenía que arruinarlo.

Mierda. Esta vez, me guardé la palabra. Seguía pensando mía, mía, mía, como un canto. Un récord roto. Apreté los dedos en un puñopara evitar llegar a acariciar su cabello sedoso, deslizando mis dedos por la línea larga de su cuello, alrededor de su delicada clavícula que se asomaba por debajo de los tirantes de su vestido.

Otros pasajeros pasaron alrededor de nosotros. Un niño cansado lloraba desde un coche en que era llevado. El mensaje automático de seguridad salió de las cornetas escondidas. Nadie sintió la electricidad que pasó entre nosotros. La forma en que el aire crepitó con necesidad. Deseo. Atracción instantánea.

Ella no era inmune. Definitivamente, estaba sorprendida. Si la forma en que sus pezones estaban presionando, como dos borradores de lápiz, contra la delgada tela de su vestido fuera alguna señal, entonces le gustaba lo que veía, quizás un poco más de lo que había esperado. Solo tenía que preguntarme si su vagina estaba impaciente por mí.

“Aquí estás”.

La voz de Riley rompió el hechizo y Kady se volteó a mirar a mi amigo que se acercaba. A su marido que se acercaba. Sí, íbamos a ser sus esposos. No solo Riley. Los dos. Raro, sí, pero no me importaba una mierda. La reclamábamos. No era como si lo fuéramos a mencionar en ese momento, pero si la íbamos a llevar a la cama y hacerle todas las cosas que tenía pensadas —y algo más—. Finalmente, ella tendría nuestro anillo. No le faltaríamos el respeto de esa forma.

Kady observó a Riley mientras se acercaba. La cálida sonrisa que tenía en el rostro era la usual, pero como su mejor amigo, sabía que el salto en su paso era porque estaba tan ansioso como yo por conocerla. Como venía manejando y tuvo que estacionarse, yo había tenido suerte y la encontré primero.

“Kady. Estoy muy contento por conocerte finalmente, después de todos los correos y las llamadas. Riley Townsend”.

Riley se acercó y tomó su mano, la sacudió, y después no la dejó ir.

Cortésmente, ella sonrió de modo automático, pero vi cómo se encendió su mirada cuando lo tocó. Sí, estaba interesada. Jodidas “gracias”. Si Riley y yo queríamos una relación que encajara para la mayoría, yo iba a estar celoso por la forma en que Kady estaba tomando cada centímetro de él. Su cabello rubio, sus ojos azules, sonrisa furtiva. Él era casi tan alto como yo, estaba esculpido como un atleta, no como un futbolista. Él no la asustaba.

No, ella ni siquiera se había dado cuenta de que él todavía estaba sosteniendo su mano.

“Ustedes dos sí que se comieron sus vegetales cuando eran niños”, comentó, con un tono de humor en sus palabras y curvando la comisura de sus labios. Sus ojos brillaron.

“Sí, señorita”, respondió Riley, dándole su sonrisa pícara que hacía que a las mujeres se les cayeran las bragas.

“¿Ya llegaron las otras?”, preguntó, mirando alrededor.

No era inmune a los encantos de Riley, pero era una señorita como para quitarle las bragas. Incluso, aquí en el aeropuerto.

“¿Tus hermanas?”, pregunté, deseando que me mirara. Lo hizo y juré que pude ver manchas de oro en sus pupilas a lo largo del verde esmeralda.

“Hermanastras”, aclaró Riley, aunque yo era muy consciente de la diferencia. “Si bien hemos encontrado a cinco de ustedes, las cinco hijas de Aiden Steele que han heredado acciones iguales de su rancho y de sus bienes, solo hemos sido capaces de contactar a tres”.

“Ese es mi trabajo. Contactar a las otras dos como te encontré a ti”, agregué.

“Y como el abogado del Estado, soy el chico del papeleo”, Riley se dio una palmada en el pecho. “El que te preparó los documentos para que los firmes”.

“Todavía no puedo creer que esto esté pasando. Que estoy aquí”.

Sus dedos juguetearon con la correa de su bolso. Estaba nerviosa, aunque lo manejaba bien. No por nosotros, sino porque había descubierto que tenía un padre a quien nunca había conocido, que falleció y le dejó una gran herencia y cuatro medias hermanas. Yo también estaría un poco asustado.

“Tuve suerte. Estoy de vacaciones de verano de la escuela y pude venir”.

“Suerte para nosotros”, comentó Riley, fijando su mirada en cada centímetro de ella. Se sonrojó otra vez y observé cómo el color se deslizaba por su cuello y por debajo de la línea del cuello de su vestido. ¿Qué tan lejos habría ido?

Fue entonces cuando se acordó de su mano y la retiró de la mano de Riley.

Fruncí el ceño. Sí, estaba celoso de él porque había conseguido tocarla. Apuesto a que su piel era suave. Sin cayos en la palma de su mano. Su mano también era muy pequeña. Era tan jodidamente…frágil.

“No puedo creer que tenga medias hermanas de las que nunca supe. ¿Ningún medio hermano?”.

Riley meneó la cabeza. “Ninguno que hayamos encontrado como Steele” –Riley se aclaró la garganta—, “nos movimos”.

Aiden Steele había sido un mujeriego. Nunca se casó, había vivido una vida de soltero. Una salvaje vida de soltero. De seguro que yo no era un monje, pero al menos usaba un maldito condón, cada maldita vez, en vez de tener una sucesión de mujeres embarazadas por todo el país. Él se había acostado con ellas y las había dejado. A cada una de ellas.

Kady se sonrojó otra vez. Sabía por su expediente —por la información que mi equipo había recolectado de ella— que tenía veintiséis años. No era una virgen santurrona, pero era una maestra de escuela. Segundo grado. No se acostaba con cualquiera. Tuvo dos relaciones amorosas largas que fuimos capaces de encontrar. No era una fiestera salvaje. No fumaba, no consumía drogas. Era inocente, distinta de lo más bajo de la sociedad, que yo conocía muy bien. Mis manos estaban manchadas con eso. Con las crueldades del mundo. Al ver su sonrisa, su naturaleza suave, supe que ninguno de esos la había tocado alguna vez. Era nuestro trabajo asegurarnos de que permaneciera así.

Pero su padre…

“No nos quedemos aquí”, dijo Riley, cortando mis pensamientos. “Has tenido un largo viaje y estoy seguro de que estás cansada. ¿Estas son tus maletas?”, preguntó Riley, caminando hacia las dos maletas grandes que estaban al lado de ella. Cuando confirmó que eran suyas, él levantó las manijas y nos guio hacia afuera del área de equipaje, arrastrando las dos detrás de él.

“Aquí. Déjame llevar la otra”, dije, acercándome para agarrar el equipaje de mano que llevaba en los hombros. Estaba pesado; era fácil para mí, pero había sido una carga fuerte para ella. Seguimos a Riley pasando por las puertas corredizas hacia afuera, donde estaba el sol brillante.

“¿Ya habías venido a Montana?”, pregunté, caminando por la acera junto a ella y hacia el estacionamiento. Cuando parecía que una Van del hotel no iba a bajar la velocidad, me detuve y le di una mirada al conductor mientras empujaba con mi mano a Kady desde su pequeña espalda. Bien hecho, cabrón. Estoy cuidándola a ella ahora.

“No. Es la primera vez. De hecho, nunca había estado en el Oeste. Filadelfia está lejos de aquí”. Miró a las montañas en la distancia. “De verdad que es la ciudad del Cielo Grande”.

El aeropuerto Bozeman estaba ubicado en un valle; las Montañas Bridger estaban al norte; las otras cordilleras pequeñas estaban más lejos, pero ofrecían una vista espectacular, especialmente para alguien que nunca antes había visto algo parecido.

Riley había bajado la puerta trasera de su camión y yo llevaba las maletas mientras caminábamos. Le abrí la puerta del pasajero.

“Yo he estado en Pensilvania. Hay muchísimos arboles”, comenté.

“Sí, hay muchos árboles”. Miró el asiento y después a mí. Se rio. “¿Cómo me subo hasta ahí?”.

Para mí estaba bien la cabina de la camioneta de Riley. Solo tenía que poner un pie en el estribo y ya estaba adentro. Pero para Kady, delgada, con su vestido bonito y con tacones, la doble cabina estaba lejos. Especialmente con lo alta que la había puesto Riley. Puse mis manos en su cadera —jodidamente pequeña; las yemas de mis dedos tocaron su columna— y la levanté hasta el asiento. Prácticamente, no pesaba nada, estaba cálida y suave a través de su delgado vestido.

Su jadeo de sorpresa hacía que se elevara su pecho y el aumento suave de sus senos por encima del escote en V de su vestido captó mi atención. Lentamente miré su rostro y me di cuenta de que había sido descubierto. Entre el tono rosado de sus mejillas y la forma en que sus ojos se oscurecieron, no parecía importarle.

Mi mirada se detuvo en sus labios que estaban un poco separados, como si estuviera respirando por la boca. Jadeante. Todo lo que debía hacer era inclinarme unas cuantas pulgadas y estaríamos besándonos. Lo deseaba más que mi próxima respiración. Ella lo deseaba. No se estaba moviendo, no se estaba alejando de mí. Pero cuando Riley abrió la puerta del conductor y se subió al auto, el hechizo se había roto. De nuevo.

Maldición. No se suponía que fuera a ser un aguafiestas.

Sacudido por mis pensamientos de cómo sabría ella, agarré el cinturón de seguridad, lo estiré sobre su cuerpo y lo puse en su lugar.

Di un paso atrás y cerré la puerta.

A pesar de que la camioneta de Riley era grande, por tener una segunda cabina completa, con suficiente espacio como para un equipo de leñadores o un chico de seguridad exmilitar del tamaño de un tanque Sherman, siempre me había negado a sentarme ahí. Hasta ahora. Ahora, quería poder ver a Kady mientras íbamos camino al rancho tanto como quisiera. Podía estudiar su perfil, ver las expresiones de su rostro, la forma en que sus senos se movían por las pendientes o huecos en el camino.

“¿A dónde nos dirigimos?”, preguntó cuando Riley salió del estacionamiento y se subió a la autopista hacia el oeste.

“Al Rancho Steele. Tu nuevo hogar”.

No por mucho. Si fuera por nosotros, en vez de eso estaría en nuestras camas, en nuestra casa. Probablemente, había heredado un pedazo considerable de la historia de Montana, pero aun así sería nuestra.

2

KADY

Oh. Dios. Mío.

¡Esto era una locura! ¿A dónde se había ido mi pequeña e inexistente vida? ¿Cómo se había convertido en esta locura en tan solo un mes? La lista de cambios era larga.

Heredé un rancho de un padre que nunca supe que existía. Listo.

Heredé cuatro medias hermanas para agregar a la que ya tenía. Listo.

Viajé hacia el otro lado del país. Nunca antes lo había hecho. Listo.

La primera vez que recibí una carta certificada de un abogado de Montana había quedado atontada por lo que revelaba. Cuando hablé con él por teléfono, me tranquilizó. Y estuve emocionada por venir aquí.

¿Pero ahora?

Sentada en una camioneta pickup de asientos enormes con dos hombres increíblemente atractivos, estaba más que asustada. Debían de tener un perfume de feromonas o algo así porque en el segundo en que puse la mirada en Cord Connolly en la zona de recogida de equipaje, mi corazón se había detenido. Sí, esto me asustó por un momento, pero nunca había visto a un chico tan viril, tan fuerte. Había escuchado sobre esa sensación, cuando tu corazón tambalea, te sudan las palmas de las manos y tu cerebro, literalmente, deja de funcionar en frente de un chico.

Eso nunca me había pasado. Nunca. Hasta ahora.

Cord Connolly había hecho que mi cerebro se descompusiera, mis pezones se endurecieran y que mis bragas se humedecieran, todo entre una respiración y otra.

Era grande. Dios, lo solté sin más y eso me hizo quedar como una tonta. Como si Cord no supiera que era grande. Un apoyador de fútbol, pero sin el exceso de grasa. Un jugador de rugby australiano. Eso era. Había visto un juego por televisión satelital y esos chicos eran grandes. Densos. Sólidos. Exquisitos.

Esos atletas golpeaban cada uno de mis puntos calientes, y así lo hizo Cord Connolly. Incluso, algunos que nunca había sabido que tenía.

Cord no era australiano. No, él era todo un vaquero de Montana. Desde su sombrero de vaquero hasta las puntas duras de sus botas de cuero. Aun así, era un caballero.

Excepto por la forma en que me miró. Eso no fue de un caballero, en lo absoluto. Y por alguna extraña razón, yo estaba perfectamente bien con eso. Quería que me mirara con pensamientos sucios flotando en esa preciosa cabeza que tenía.

Porque yo estaba teniendo pensamientos muy sucios con él también.

¡Ah!

Deslicé mis palmas húmedas sobre mis muslos, arreglando arrugas inexistentes de mi vestido. Estaba a dos mil millas lejos de casa, en vía a Dios sabía dónde, con dos vaqueros atractivos. “Si mis colegas maestras pudieran verme ahora”, murmuré, acercándome para ponerme el pelo salvaje por detrás de las orejas.

“¿Mucho viento?”, preguntó Riley. “Puedo cerrar las ventanas”.

Lo miré, negué con la cabeza. “No, la brisa se siente bien. No puedo creer lo hermoso que es este lugar”.

Había apenas unos escasos árboles que aparecían en la hermosa vista. Nada más que la llanura de la pradera verde dividida a la mitad por el camino recto de dos carriles ahora que habíamos salido de la carretera. Había montañas cubiertas de nieve en la distancia. Morado contra el azul brillante del cielo. Y todo parecía seguir y seguir.

“¿Tú enseñas segundo grado?”, preguntó Riley.

Tenía la sensación de que ya lo sabía —sabían mucho de mí porque tuvieron que rastrearme—mientras que yo apenas sabía algo sobre ellos. Pero él estaba intentando hacer una pequeña charla y yo apreciaba eso.

“Sí. La escuela terminó la semana pasada por el verano. Me dan ocho semanas de vacaciones. Pensé que las iba a pasar dando clases particulares fuera de casa, no en Montana”. Giré la cabeza para ver el perfil de Riley. “Aunque tú sabías todo eso porque tú organizaste mi viaje”.

Quitó los ojos de la carretera por un segundo y esa mirada azul pálida me hizo suspirar. Rubio, ojos azules. Bronceado. Líneas de risa alrededor de su boca y sus ojos. Le calculaba unos treinta años. No el viejo de sesenta y cinco años con cejas blancas espesas que pensé que era. Habíamos intercambiado correos, llamadas telefónicas, pero me lo imaginaba del tipo paternal más que del tipo de fantasía. ¿Cómo podía hacerme sonrojar y sofocarme si me sentía atraída por Cord? ¿Cómo podía encontrarlos tan diferentes e igualmente atractivos? ¿Cómo podía quererlos a los dos?

No estaba aquí para hablar con mi abogado y su amigo. Estaba aquí por el rancho, el que era —¡mierda!— ahora mío, al menos parte de él. Junto con una gran cantidad de dinero. Por lo que había dicho Riley, si mantenía un estilo de vida razonable y usaba mi herencia con inteligencia, nunca tendría que trabajar otra vez. No más clases de tablas de multiplicar o reuniones de padres y docentes en la escuela privada lujosa. Podía trabajar con niños que lo necesitaran, en distritos escolares cuyos presupuestos solo pagaban una miseria a sus maestros.

“Cuéntanos sobre ti”, sugirió Riley después de llevar unos veinte minutos en camino.

Me cambié de asiento para mirarlo directamente de frente, y si giraba la cabeza, también podía ver a Cord. “Tú eres el investigador privado”, le dije a Cord. “Sabes todo sobre mí”. Agaché la mirada hacia mi regazo, un poco preocupada de que fuera cierto. “Probablemente sepas qué tipo de pasta de dientes uso”.

“¿La marca? No, pero me pareces el tipo de chica que usa gel”. La sonrisa de Cord acompañó sus palabras, y tuve que sonreír y aguantar la respiración. Todavía se veía rudo desde la esquina, pero esa sonrisa lo suavizaba de una forma que ponía a mis ovarios a saltar de alegría. Y eso era solo con una sonrisa. Si me besara, yo…

“Dirijo una compañía de seguridad”, continuó. “Nos encargamos de la protección corporativa y personal. Cuando tu padre murió…”.

“Michael Parks”, dije, interrumpiéndolo. “Mi padre fue Michael Parks, no Aiden Steele”.

Me estudió por un momento con sus ojos oscuros. “Es correcto. Déjame ver si estoy en lo cierto. Tu mama se casó con Michael Parks cuando tú tenías dos años y él te adoptó y te dio su apellido. Él fue tu verdadero padre. Aiden Steele solo fue un donante de esperma”.

Estaba tan feliz de que lo entendiera que las lágrimas brotaron de mis ojos. Parpadeé y se disiparon. No iba a llorar ahora, no en frente de estos dos. “Sí, es correcto”, dije finalmente.

“Cuando Aiden Steele falleció, tu existencia –y la de tus medias hermanas— salió a la luz. Parece que Aiden sabía de ti, te hacía seguimiento, pero no se involucró. Solo te puso en su última voluntad. Como el abogado del Estado, Riley tenía que notificar todo acerca de ustedes como sus parientes más cercanas, como las únicas herederas de su fortuna, de su terreno. Él me pidió que las investigara a todas ustedes. Como eran cinco, contraté investigadores. El que conociste, Johnson, era solo un contratista”.

“Entiendo”, dije, arreglándome el cabello otra vez. Los rizos rojos nunca fueron domesticados, estaban volando salvajemente por la brisa. “Aun así te enviaba reportes. Has estado al tanto de mí hasta ahora, incluyendo la pasta de dientes”.

Se encogió de hombros ligeramente, incitándome a mirar su gran masa muscular. “Me gusta aprender sobre la pasta de dientes de preferencia de una mujer de una manera distinta”.

El calor me encendía las mejillas al pensar en Cord de pie en mi baño a primera hora de la mañana, exprimiendo la pasta de dientes, usando calzoncillos. O nada en lo absoluto. Porque eso significaba que habíamos pasado la noche y me había hecho todo tipo de cosas oscuras y sucias.

No se había quitado la sonrisa. Me estaba haciendo irritar a propósito. No, no haciéndome irritar. Estaba coqueteando. Y estaba funcionando, maldición.

“El resto de tu historia, me gustaría escucharla de ti”, dijo, mirándome expectante. “Ya no eres solo palabras en un trozo de papel. Eres toda cabello precioso y piel pálida. Ojos verdes y un poco de fuego”.

Miré hacia otro lado. Después de esas palabras, ya no lo podía ver más. “Y… yo nací en Filadelfia. Mi certificado de nacimiento tiene a Aiden Steele como padre, aunque mi apellido de nacimiento era Seymour, el apellido de mi madre. Estoy segura de que eso los hizo encontrarme fácilmente”.

“Así fue”.

Riley se detuvo en un semáforo, guiñando un ojo.

Los dos eran encantadores.

“Mi madre se casó cuando yo tenía dos años y tuvo a mi hermana, bueno, media hermana, Beth, tres años después”. Me encogí de hombros. “Tuve una infancia normal, excepto porque nunca supe que mi padre no era realmente mi padre. Cenaba a las seis. Tocaba en una banda y tuve ortodoncia. Iba de vacaciones a la playa cada fin de semana del Día del Trabajador”. Hice una pausa, sentí el dolor que nunca había desaparecido. “Cuando estaba en la universidad, murieron mis padres. Accidente de tránsito. Yo tenía veintiún años, mi hermana dieciocho”.

“Lo siento mucho”, dijo Riley, acercándose y deslizando sus dedos hacia abajo gentilmente en mi brazo antes de volver al volante. La luz cambió y cruzó, dirigiéndose al oeste y hacia el sol. “Eso debió ser —todavía era— duro”.

Los extrañaba todos los días, pero el dolor agudo ya había pasado. Extrañaba los abrazos, el amor, sentirme en familia. Pertenecer a un lugar. “Sí. Yo…me adapté. Mi hermana estuvo peor que yo”.

“El reporte decía drogas”.

Presioné los labios en una línea delgada. No tenía idea de por qué había mencionado a Beth. Si Cord sabía sobre su abuso de drogas, probablemente Riley también. Aun así, ellos no necesitaban saber sobre mis cargas; apenas nos habíamos conocido. Y Beth era una carga.

Pero los dos se quedaron callados mientras íbamos por la vía, pacientes. Sabía que estaban esperando que hablara, que les contara sobre ella. Suspiré.

“Sí. Cuando mis padres murieron, justo había empezado a dar clases. El trabajo estaba alineado porque hice mi trabajo de asistente de enseñanza en la escuela. El nuevo trabajo me mantenía ocupada. Enfocada. Beth apenas había empezado su primer año en la Universidad y mis padres iban en camino a verla en un fin de semana para padres. Después… se retiró. No podía quedarse en la universidad. Se culpó a sí misma por la muerte de ellos. Le dije que no fue su culpa una y otra vez, pero no me creyó. Verán, ellos querían que ella fuera a la universidad del Estado, pero ella decidió irse a un lugar en Florida, quería el clima cálido. Si no se hubiese ido para allá, ellos no hubiesen muerto”.

“Fue un accidente desafortunado”, murmuró Riley. Luego me di cuenta de que su mano me estaba acariciando el brazo. Amablemente. Tranquilizadoramente. Lo miré y asentí.

“Lo sé. Pero nada la hacía sentirse mejor. Excepto las drogas. Le quitaron la vida. He intentado ayudar”.

Suspiré otra vez, pensando en los grupos de apoyo a los que habíamos asistido juntas, los terapeutas, los centros de rehabilitación. Nada de eso había funcionado, solo me dieron falsas esperanzas. Después de cinco años, sabía que no había forma de que regresara la antigua Beth. Así como mis padres, esa Beth se había ido por siempre.

Con el incidente más reciente, el hospital me había llamado a las tres de la mañana. El vecino de Beth la había encontrado en el pasillo de su edificio, y después de haber sido estabilizada, Beth había estado de acuerdo en ir a un centro de rehabilitación. De nuevo. Por cuatro meses. Hace dos meses, tuve que tomar una segunda hipoteca de la casa para pagar los gastos. Este viaje, el hecho de que me darían algo de dinero, fue oportuno. Necesitaba un descanso de Filadelfia, y necesitaba pagar lo que faltaba de la hipoteca. Pero no les dije todo eso a ellos. Era demasiado deprimente. Demasiado personal. Poco atractivo. También podría ponerme un saco y tener una gran verruga en la nariz por todo el interés que estos dos tendrían en mí después de escuchar todas esas cosas desagradables. No quería hablar de Beth, ni de mi pasado triste. Así que lo guardé en una caja imaginaria y cerré la tapa.

“Háblenme de ustedes”, dije, poniéndome una sonrisa falsa en la cara.

Cord me estaba mirando con su mirada oscura y penetrante. Era casi desconcertante la forma en que ponía atención, como si nada más estuviera pasando a su alrededor. Para él, no había ningún paisaje que mirar. Solo yo. Con el sombrero en su regazo, pude ver que su cabello oscuro estaba corto, cuidadosamente arreglado. Un pliegue causado por el uso del sombrero corría alrededor de su cabello en forma de anillo. Todo un vaquero.

Con cejas prominentes, sus ojos eran mucho más intensos. Su nariz, una ligera curva, como si hubiese sido rota un par de veces. ¿Por el fútbol o una pelea de bar? Su rostro era ancho; su mandíbula, fuerte. Una barba incipiente cubría sus mejillas y su marcado mentón. Él era el tipo de hombre que, probablemente, necesitaba afeitarse dos veces al día… ¡Y su tamaño!

Era tan grande. Como si pudiera besarme toda. Y sus manos… Eran el plato principal. Y a pesar de que me miraba con esa paciencia tranquila e intensa, sentía que también había dulzura en él. Un gigante gentil, aunque dudaba que dejara que alguien viera eso. Por qué yo podía verlo, no tenía idea.

Quería deslizar mis dedos por su rostro, por sus hombros anchos, sentir las diferencias entre los dos. Yo tenía músculos, pero estaban escondidos bajo una capa de curvas femeninas que no iban a desaparecer, sin importar cuantas clases de spinning tomara o cuantas poses de yoga hiciera.

Riley puso las luces intermitentes y dio otra vuelta. Cada carretera seguía, por lo que pude ver, aunque eran rectas. Después de rodar una hora, todavía no tenía idea de a dónde íbamos o hacia dónde nos dirigíamos aparte del Rancho Steele. Sin embargo, la calma con que manejaba me tranquilizó. No, Riley me tranquilizó. Él no tenía la rigidez de un militar como la tenía Cord. Sus manos estaban relajadas al volante y me daba miradas rápidas e, incluso, una que otra sonrisa. Pero esa actitud casual no mostraba su inteligencia y su compleja carrera de abogado.

Mientras que al buscar a Cord en internet no había resultado —al ser un tipo de seguridad fácilmente podía esconder cualquier detalle de su vida privada o la complejidad de su trabajo—, Riley había sido fácil de encontrar. El sitio web de su firma de abogados tenía su currículum, sus estudios en Harvard y en la Escuela de Derecho de la Universidad de Denver. Figuraba su éxito en casos relacionados con los derechos del agua y el manejo de petróleo. Él era impresionante en el papel. Pero las palabras en papel no lo eran todo, tal como lo dijo Cord.

“Yo seguí los pasos de mi padre”, compartió Riley finalmente. “Él fue abogado en Luisiana por veinte años, antes de que mi madre muriera de cáncer. Se mudó aquí conmigo cuando yo estaba en séptimo grado. Un cambio de ritmo para los dos. Ahí fue cuando conocí a ese gigante”. Volteó la cabeza hacia el asiento trasero, guiñó el ojo otra vez. “Después de la escuela de derecho, empecé a trabajar con mi papá en su firma y luego me hice cargo de ella cuando él murió. Se podría decir que yo heredé a Aiden Steele como cliente”.

“Vi los documentos, los firmé, pero ¿qué significa todo eso?”, pregunté mientras cruzábamos debajo de un arco de madera.

Dos troncos gruesos verticales flanqueaban un ancho camino de tierra. Abarcándolos, había un anuncio de metal centrado. Rancho Steele. No era lujoso, pero era impresionante y gritaba Viejo Oeste. No había ninguna casa a la vista. Nada más que el camino por el que entramos y, perpendicular a este, el camino de entrada. La tierra se rodó, pero todavía estaba cubierta

por la hierba alta que ondeaba con la brisa. Las montañas eran más grandes aquí y los picos de nieve parecían más altos, rocosos e, incluso, más impresionantes.

Rodamos por un minuto y luego Riley señaló por la ventana. “Esa es la casa principal. Afuera están los establos. El granero. El albergue y cabañas pequeñas para los que viven aquí. El Rancho Steele tiene quince empleados a tiempo completo”.

El camino se curvó hacia la derecha y hacia abajo. En el valle, pude ver los edificios que él mencionó y una casa en la distancia. ¡Guau! El establecimiento no era una mansión gigante, pero era tan extraordinario como la entrada. Miré hacia atrás y todo lo que pude ver fue el polvo que había levantado la camioneta.

A medida que nos acercábamos, escudriñé la casa que había heredado. Bueno, una quinta parte de ella. Dos pisos, un porche grande. Ventanas equilibradas, una puerta de madera oscura en la entrada. Se veía antigua, como si la hubiesen construido décadas antes de que Aiden Steele naciera. Si tuviese que calcular el tamaño, diría que había cinco o seis habitaciones en el segundo piso.

“¿Mi… pa… Aiden construyó el rancho? No estaba lista para llamarlo papá, aunque él me había reconocido como su hija, al menos en su lecho de muerte.

Riley meneó la cabeza, bajando la velocidad a medida que nos acercábamos a los listones de metal de un guardia de ganado. “Su abuelo. Es una de las primeras casas de este lugar, pero tu padre le añadió una parcela grande a la propiedad en los treintas, luego otra vez en los cincuentas. Tu padre, aunque era un dolor en el trasero, era un hombre de negocios muy inteligente”.

Era la primera vez que mencionaban que Aiden era un hombre difícil, pero me lo imaginaba en vista de que dejó mujeres embarazadas por todo el país. Encantador, seguramente, para dejarlas así —incluyendo a mi madre—, pero complicado si ninguna de las mujeres quería tenerlo cerca después de quedar embarazadas.

“¿Qué tan grande es la propiedad?”, pregunté, no estaba muy interesada en pensar en la larga lista de amantes de mi padre.

“La carretera por la que veníamos era la línea de propiedad sur”. Riley miró hacia atrás sobre su hombro. “Hay más de 60,000 acres”.

Se me cayó la boca mientras saqué la cuenta para mí. “Cuarenta y tres mil quinientos sesenta pies multiplicados por sesenta mil”.

Riley se rio mientras se estacionaba en frente de la casa. El camino de tierra formaba un círculo, que se extendía hasta los edificios blancos que podía ver en la distancia.

“Veo que sabes matemáticas. No tienes que preocuparte por vecinos que entren sin autorización. Todo lo que ves es propiedad Steele”.

La hierba de enfrente de la casa fue cortada ligeramente hacia las escaleras, pero no era un lugar que requería mucho mantenimiento. No había un jardín de flores, solo macetas colgando a lo largo del porche. Sin césped bien cuidado, solo me pertenecía una pradera hasta donde podía ver. Bueno, una quinta parte. Justo como dijo Riley.

Era hermoso. Pacífico. Pero muy, muy alejado.

“Te llevaremos adentro para que puedas explorar tu nuevo hogar”, dijo Cord. Había estado callado por un buen rato y su voz profunda se deslizó sobe mí; me dio escalofríos. “Descansa. Ahora este lugar es tuyo”.

Los dos se bajaron de la camioneta. Antes de que pudiera abrir la puerta, Cord estaba ahí, acercándose para quitarme el cinturón de seguridad. Sus manos grandes estaban en mi cintura otra vez para ayudarme a salir.

“¿Hay alguien más aquí?”, pregunté mientras me deslizaba bajo su cuerpo. Sí, Cord me deslizó por su frente, así que pude sentir cada centímetro de él. Mis senos se estremecieron por el contacto, por su calor. Y cuando me puso de pie, no se despegó de mi cintura. No pude hacer nada sino mirar fijamente sus ojos oscuros.

“Nadie más. Solo tú”.

“Oh”, respondí. Yo vivía en los suburbios de Filadelfia en un vecindario que tenía casas tan cerca de las otras que podías saber un poco de lo que pasaba alrededor. Normalmente, saludaba al anciano de la calle de enfrente, le llevaba su periódico cuando hacía mucho frío y él no podía salir. Los niños que vivían al lado solían despertarme temprano los sábados en la mañana con sus travesuras en el patio trasero. ¿Pero aquí?

No tenía vecinos. Ni una casa en lo que parecían kilómetros. ¿Y una tienda para hacer compras? Tenía que estar en el pequeño pueblo por el que pasamos, veinte minutos por la carretera. La carretera, vacía.

“Hay una ama de llaves, la señora Potts, quien solía venir todos los días cuando Aiden estaba vivo. Ella solo ha estado viniendo una vez a la semana desde su funeral, pero ya vino ayer. Llenó la nevera con algunas cosas para ti para que no pasaras hambre mientras te adaptabas. Pero ahora, realmente depende de ti si quieres tener su ayuda o no”.

Miré la casa. “No tengo idea de qué hacer con las vacas. O con los caballos. Los mataré a todos por descuidada. ¿Ella puede hacerse cargo de ellos?

Los pulgares de Cord se deslizaron hacia adelante y hacia atrás sobre mi piel, poniéndome la piel de gallina. “Tu padre dejó dinero para mantener el rancho. Los animales, los edificios, para pagar la mano de obra a los que se encargaran de mantener el lugar. No tienes que preocuparte por nada de eso”.

“Ese es mi trabajo como albacea”, dijo Riley acercándose a nosotros. Él traía una llave. “Todo lo que tienes que hacer es… bueno, lo que quieras”.

Abrumada, de repente, suspiré. “Quiero tomar una siesta”.

Cord dio un paso atrás, tomó mi mano y me guio los pasos. “Es lo que deberías hacer después de todo. Pasaremos por ti a las seis para cenar. ¿Es suficiente tiempo para ti?”.

Lo miré fijamente, sorprendida de que no haya preguntado, solo me dijo que iba a cenar con ellos. Ellos estaban muy conscientes de que no tenía otros planes. No es como si pudiese darles una excusa, no es que quisiera tampoco.

Riley abrió la puerta principal, pero no entró.

Ignorando la pregunta de Cord, entré. No había luces encendidas, aunque las habitaciones que pude ver por las ventanas estaban bien iluminadas. Muebles oscuros, cortinas gruesas. Pisos de madera. Todo, solo para mí. De repente, la idea de heredar un rancho en Montana parecía desalentadora. Y solitaria.

“Sí”, dije rápidamente. No quería cenar sola, independientemente de cómo fuera. Quería estar con Cord y con Riley. Ellos hacían la estadía aquí más llevadera. No es que no estuviera agradecida, pero era mucho para procesar. Para hacerse la idea. Un rancho, ¿del tamaño de qué?, ¿de la Isla Rhode? Yo había imaginado la casa, la propiedad, desde que supe de ella. Pero no me había imaginado a ninguno de esos hombres. Ahora se había revertido. Mi mente estaba llena con ellos. Sus tamaños, sus sonrisas. Sus aromas. Jamás me imaginé que serían, bueno… todo lo que eran. Dominantes, cómodos con su piel, seguros de sí mismos. Caballeros, atentos. Misteriosos. Un poco peligrosos y tan atractivos.

Que me dejaran parecía… aterrador. Me sentía protegida y segura con ellos, segura de que todo iba a estar bien. Que no estaba sola. No me había sentido de esa manera desde hacía mucho, mucho tiempo.

Sin embargo, yo era una mujer adulta y podía quitarme mis bragas de chica grande y pasar horas sola en una casa grande. Me aclaré la garganta. “A las seis está bien. Gracias”.

Cord asintió, luego dio un paso atrás y dejó caer su mano. “Hasta ahora”.

Riley guiñó el ojo.

Y cuando bajaron las escaleras y pude ver sus hermosos traseros a través de sus pantalones, me di cuenta de que me había metido en un gran problema. Tenía a los dos vaqueros más atractivos de Montana.

3

RILEY

“¿Alguna vez has escuchado algo sobre estar en el espacio de alguien?", preguntó Kady, retorciéndose.

Estiré mi mano por detrás de su espalda por la parte de arriba de la cabina, apoyándome. Ella se sentó al lado de mí, tan cerca que podía ver las pecas en su nariz, respirar su aroma. ¿Limones? Demonios, ¿eso era champú o loción corporal? Gruñí internamente pensando en ella toda rosada y húmeda en la ducha, desprendiendo aroma a loción por toda su piel. Qué bueno que mi erección estaba escondida bajo la mesa.

“¿Te refieres a acercarte mucho a alguien? ¿Meterse en su espacio?”

Estábamos en uno de los restaurantes locales, uno tranquilo donde era más importante la comida que la bebida. Barlow, Montana, era pequeño, habitado por unas diez mil personas. No había una sola tienda o franquicia, solo una pintoresca calle principal. Era solo un pueblo, y la vida había sido sencilla para Cord y para mí hasta que Aiden Steele lo arruinó, desde la tumba.

Cinco hijas bastardas, todas heredaron el rancho. Increíble. El hombre no pudo contenerlo en sus pantalones. Mientras que las tres hijas que habíamos contactado no sabían de su padre, él sí sabía de ellas. Al menos lo suficiente para saber que existían. Él nunca las había contactado, al menos eso era lo que decían los documentos de mi padre. Yo había visto a Aiden Steele un par de veces, pero nunca como su abogado. Aunque técnicamente tuve ese título después de que mi padre murió, Aiden nunca me había contactado por mis servicios. No fue hasta que me convertí en el alguacil de su patrimonio tras su muerte cuando supe de él. Y de su pasado salvaje.

Cuando abrí el testamento —la primera vez el día después de que murió— gruñí, me llevé la mano al rostro sabiendo que este único cliente me iba a quitar la vida. Y pagó generosamente por ello, en base a lo que describió en el testamento. Y este era sólido. Solo habría problema con su validez si la sensatez del señor estuviera en duda. Mientras que Aiden Steele había estado sano y salvo en su rancho lidiando con todos los que lo conocían, aparentemente nunca consideró establecerse con alguien. Ni la monogamia.

Gracias a eso me había dejado una tormenta de mierda.

Y a Kady Parks. La mujer hermosa, dulce, atractiva e inocente que ahora era el centro de cada uno de mis pensamientos. Y de mis fantasías.

La recogimos a las seis en punto y ya estaba lista. No estaba seguro de si fue porque estaba ansiosa por vernos, si tenía un hambre voraz o si estaba desesperadamente aburrida. Esperaba que fuera lo primero; fácilmente, resolvería lo segundo y, absolutamente, resolvería lo tercero. Quería follarla de tantas formas que no saldríamos a tomar aire por dos semanas. Mínimo.

“¿El espacio de alguien? ¿Eso es lo que enseñas a tus alumnos de segundo grado?”, preguntó Cord. Para un chico grande y rústico como él, le ofreció una sonrisa tierna que yo rara vez le había visto.

Estábamos en una mesa de la esquina así que Kady estaba entre la pared y yo, sentada cómodamente en su silla. Cord se sentó en frente de nosotros. Acabábamos de ordenar nuestra cena y, con suerte, no volverían a interrumpirnos hasta que llegara. No estábamos interesados en compartirla con nadie. Debimos llevarla a nuestra casa para una cena tranquila a solas, pero no quisimos asustarla. Éramos lo suficientemente inteligentes como para no presionar la situación. Ni a ella.

Ella asintió y se llevó el cabello detrás de las orejas. Dios, se veía bella cuando estaba nerviosa. Los rizos rojos, hermosos, le caían en los hombros; las ondas estaban tan salvajes como antes. La estábamos invadiendo y no teníamos intención de darle su espacio. Prefería estar en la cama con ella, enterrarle mi pene, pero no era el momento…todavía. Queríamos que nos deseara tanto como nosotros a ella y eso significaba mostrarle que estábamos interesados. Esperaría días, semanas o meses si no estuviese lista, pero estaba seguro de que ese no era el caso. Ni estaba cerca de estarlo.

Pasé mis dedos por sus hombros, acariciando suavemente su piel desnuda. Era tan jodidamente suave. Estar con ella en mi camioneta ya era difícil. Los cinturones de seguridad significaban protección y tener la guantera separándonos había sido demasiada distancia. Y tenía que mantener los ojos en la carretera, no en ella. Ahora podía darle toda la atención que quería desde que Cord me trajo su expediente por primera vez.

Sin esposo, sin novio. Sin nadie —o cualquier espacio— que se interpusiera en el camino de hacerla nuestra.

Le habíamos prometido una cena y eso era lo que tendría. Pero ahora no solo ella sabía que solo teníamos ojos para ella, también todo el restaurante. Estábamos reclamando nuestro maldito derecho.

“¿Ustedes nunca aprendieron sobre el espacio personal, verdad?, preguntó, cambiándose de asiento otra vez, asomando una sonrisa en sus labios, dándose cuenta de que no le íbamos a dar ningún espacio.

“¿Contigo? No”, dije, poniendo mi mano desocupada arriba de ella, en la mesa.

“Ni si quiera puedo ver a alguien en el restaurante”.

“Bien”, añadí, frotando mi pulgar sobre la palma de su mano. No podía dejar de tocarla. Mi cuerpo bloqueaba su vista hacia los lados y Cord hacía el resto. “Estás aquí con nosotros. No tienes que preocuparte por nada más”.

Con ella era egoísta. No quería que ningún otro hombre —aparte de Cord— la viera con su hermoso vestido. Este le caía justo por encima de las rodillas en un material fluido que giraba y se deslizaba sobre sus muslos y caderas, burlándose de mí. Tenía un escote en V profundo que mostraba el aroma de sus senos. No era ostentoso. No, nuestra chica no era así. Y no se vestía como una chica de Montana. No usaba pantalones y botas. No, ella lucía como si hubiese salido de una fiesta en el jardín. No tenía idea de lo atractiva que era y eso era lo que la hacía tan jodidamente seductora. A menos que un hombre estuviese ciego, vería lo hermosa que era y la querría para él. Qué mal. Ya había sido reclamada.

“¿Chequeaste la casa esta tarde? ¿Descansaste? ¿Llamaste a tus amigos?”, preguntó Cord, cambiando el tema. Después de que la dejamos, me regresé a la oficina y me fui a casa a cambiarme para ir a correr. Tenía que quemar un poco las ganas que tenía de ella, de lo contrario, una vez que la tuviera debajo de mí, iba a ser muy rústico. Afortunadamente, me había masturbado en la ducha —fue fácil de hacer pensando en su vagina bien ajustada apretando mi pene y no mi mano— antes de ir a buscarla, de no haber sido así, me hubiese corrido en mis pantalones al verla en el porche. Era toda piernas largas, caderas exuberantes y senos perfectos.

“Eché un vistazo, desempaqué y, luego, me acosté a dormir”. Agarró su copa de vino, tomó un sorbo.

“El dormitorio principal tiene una vista genial, ¿verdad?”, preguntó Cord.

Una semana después de la muerte de Aiden Steele, tuve que hacer un inventario de la casa como parte de una evaluación de la propiedad y Cord había ayudado. Los dos conocíamos la casa por dentro y por fuera, hasta el número de cubiertos en los cajones.

“Oh, um. Ya lo creo. Escogí una habitación pequeña. La que tiene el alero”.

“¿La habitación de la anciana de servicio?”, preguntó Cord, levantando una ceja por la sorpresa.

“Oh, um. Supongo”. Se encogió de hombros. “No luce como la habitación de la criada. Tiene cortinas suaves, una alfombra bonita y la cama tiene un edredón rosado pálido. Es… acogedora, especialmente, en una casa tan grande para mí sola”.

Era una casa grande para una persona, particularmente, para alguien que sabía que no había crecido con lujos. La casa del rancho no era lujosa, pero aun así gritaba riqueza. La riqueza de Montana. Habitaciones grandes, techos altos, muchas vigas de madera y pisos pulidos. Suficientes cabezas de animales colgadas en las paredes para darle pesadillas a un niño.

Sabía que Kady vivía en la casa que había pertenecido a sus padres, en la que fue criada, una casa simple de dos pisos en un vecindario de clase media. Había ido a la universidad a hacerse maestra, por lo tanto, ella sabía que nunca ganaría toneladas de dinero en esa profesión y estaba feliz con eso. ¿Pero ahora? El dinero no importaba. Era una mujer rica. Y aun así tomó la habitación más pequeña; tomó el asiento de turista a pesar de que le había comprado un asiento en primera clase. Cuando descubrí que lo había cambiado, quería azotarle el trasero, pero me di cuenta de que era su personalidad. Ella no era de lujos.

Gracias al cielo. Ni Cord ni yo éramos lujosos. Teníamos dinero para nosotros —no la necesitábamos o queríamos para eso— teníamos todo lo que necesitábamos. Una casa, vehículos, cosas notables. Pero eran cosas. Teníamos todo menos a ella.

Su teléfono sonó y lo agarró de su cartera pequeña que tenía al lado y lo puso en la mesa, poniéndolo afuera. Leyó la pantalla. No pude ver en su rostro si estaba emocionada o asustada. Se mordió los labios cuando el teléfono sonó otra vez. “Disculpen, usualmente no soy así de grosera y no contesto llamadas durante una cita, pero es mi hermana. Algo puede estar mal. Pudieron haber…”.

Cord le tendió una mano. “No te preocupes. Contesta por favor”.

Nos ofreció a ambos una sonrisa de alivio. “Hola, Beth”. Hizo una pausa, dejó que su hermana hablara. “Sí, estoy en Montana. ¿De verdad? ¿Podrías esperar un segundo? Sí, estoy en un restaurante. Sí, en una cita”.

Se sonrojó y nos miró a los dos. Había usado la palabra “cita” dos veces y fue jodidamente tranquilizador. No había dicho “cena con el abogado” o “con amigos”. Éramos citas. Las citas tenían potencial y hacían que mi pene se sacudiera.

“Sí, yo sé dónde estás. Yo no he…”. Suspiró. “Sí, escucharé sobre tu día, pero espera un segundo, ¿está bien?”.

Bajó el teléfono, susurrando, ¿me disculpan por un minuto?”.

Me salí de la cabina, le tendí una mano y la ayudé a salir. “Gracias”, respondió mientras se puso frente a mí. Con una última mirada arrepentida en los dos, se dirigió por el pasillo hacia los baños, y se puso el teléfono en la oreja.

Me senté otra vez, tomé un sorbo de mi cerveza. “Pensé que su hermana estaba en rehabilitación”, comenté, girando el brazo de un lado a otro entre mis dedos.

“Lo está. No he escuchado otra cosa del investigador en Filadelfia”. Cord se encogió de hombros. “Supongo que no hay restricción de llamadas”. Puso sus antebrazos sobre la mesa, inclinándose. “Su hermana es un problema. ¿Viste la cara de Kady?”.

Suspiré. “Sí, preocupación y culpa. Suena como si la hermana estuviera trabajando en ello. Toda la mierda de ‘estoy en rehabilitación mientras tú te estás divirtiendo en una cita’”.

Cord frunció el ceño, se recostó en su silla. “Su hermana es una mujer adulta. Tiene que ser responsable de su propia mierda”, repliqué.

Levanté una mano. “Estoy de acuerdo, pero espero que Kady piense eso también”.

Estuvimos callados por un minuto y Cord dijo: “Ese vestido”. Tomó un gran sorbo de su cerveza, como si esto fuese a ayudarlo a enfriarse. Nada iba a lograr eso, excepto un chapuzón en el río helado por las montañas de nieve o una noche salvaje con Kady entre nosotros.

Me reí. No tenía que decir más que eso porque sabía exactamente lo que se sentía. El vestido que tenía era modesto, recatado, coqueto y era sexy como el infierno. Justo como era ella.

Miré hacia los baños, luego a Cord otra vez. “Todo acerca de ella es completamente ridículo para vivir en un rancho”, dije, inclinándome y bajando la voz. “¿Viste sus zapatos?”.

“Sí, jodidamente sensuales”, replicó Cord, sacudiendo la cabeza lentamente.

“Es correcto. Jodidamente. Sexy”. Me moví en el asiento; mi pene estaba incómodo dentro de mis pantalones. No iba a encontrar alivio pronto.

“¿Te estás quejando?”, preguntó, con sus dedos tamborileando en la mesa de madera.

Le di una mirada fulminante. “No. Solo digo. Usa tacones en un rancho, sus uñas tienen un esmalte rosado muy bonito, y te apuesto que no sabe qué extremo de un caballo es el frente”.

Cord se rio. Se recostó para que nadie pudiera escucharnos. “Además, tiene unas caderas que puedo apretar mientras la folle. Senos que incluso llenan la palma de mis manos”. Levantó las manos, imitando el movimiento.

Pensar en los senos de Kady solo me ponía duro. Maldije en voz baja.

“Es cierto, mierda”, replicó. “Tenemos una cosita de alto mantenimiento, amable, dulce que queremos reclamar. Me importa una mierda que haya venido a vivir en el rancho. Cuando sea nuestra, no vivirá en el rancho, estará con nosotros. En el pueblo”.

“Tenlo por seguro”, añadí.

Kady venía por la esquina desde los baños y nos pusimos de pie.

“¿Todo bien?”, pregunté dejando que se deslizara en su lugar antes de que me sentara al lado de ella. Esta vez, cuando invadí su espacio, no dijo nada. Con la ligera forma apretada de su boca, su hermana tuvo que haberle dicho algo para molestarla.

Nos ofreció una sonrisa falsa. “¿Qué te dijo tu investigador sobre Beth? Sabes que consume drogas”.

Cord asintió. Puso su expresión seria a la que estaba acostumbrado. Podíamos pensar que Kady estaba fuera de lugar en Montana, pero no la creíamos estúpida. Ninguno de los dos la íbamos a tratar con condescendencia.

“En rehabilitación. Cuatro meses, ¿verdad?”.

Kady tomó el último sorbo de su vino, y levanté la mano señalándole al mesero que quería otra copa.

“Sí. Al principio, no le permitían llamar, pero ahora sí podía. Sabe que estoy aquí y, bueno, no está feliz con eso. La llamada era para hacérmelo saber”.

No me gustaba saber que su hermana, su única pariente viva, era una perra con Kady. Me sentía ferozmente protector de ella.

“Así que se estaba quejando de que tú estás de vacaciones y ella está atrapada en rehabilitación. No es tu culpa que ella esté ahí”.

“Lo sé, y probablemente en el fondo ella también lo sabe. Pero ella ve esto” —agitó su mano en el aire causalmente— “como un ejemplo de cómo el mundo está en su contra. Ella no se hizo millonaria durante la noche. Yo sí”.

“Es cierto. No tienes control sobre eso. Ella tiene una opción, controlar su consumo de drogas”, añadió Cord, acercándose y poniendo su mano sobre ella en la mesa.

Inspiró profundo, lo dejó salir. “Lo sé. Lo he sabido por años. Solo que es duro. He intentado e intentado ayudarla. Se niega a ayudarse a sí misma y, al mismo tiempo, me culpa a mí. Por eso estoy aquí”.

Nuestra chica era tan jodidamente valiente. Y estaba tan sola. Perder a sus padres y tener una hermana adicta a las drogas. Tenía tanto que manejar; la presión era muy pesada para sus delgados hombros, pero lo hacía con una maldita sonrisa en su rostro.

“¿Estás aquí de vacaciones o permanentemente?”, pregunté, con mi brazo sobre la mesa otra vez y mis dedos acariciando su hombro. “Tienes un trabajo, una casa, una vida en Pensilvania a la que regresar. ¿O estás intentando empezar de nuevo, en un lugar nuevo donde puedes darle espacio a tu hermana para que se haga cargo de sus problemas?”.

La idea de que se regresara no le caía bien, especialmente, si su hermana salía de rehabilitación y retomaba el uso de drogas. Desde que compré su pasaje de avión, supe que Kady se iba a quedar la mayor parte del verano. Teníamos tiempo de trabajar en ella, para que viera que estar con nosotros era mejor que cualquier cosa que hubiese en el Este.

Agachó la mirada hacia la mesa, luego me miró. “Sí, quería un descanso. No creía que todo esto fuese verdad, que realmente tenía un padre que no sabía que existía, un rancho en Montana, hasta que llegué. Es como una película o algo. Solo soy una simple maestra”.

Ella era todo menos simple, pero no era el momento de decir eso ahora. Era momento de escuchar.

“Ustedes escucharon parte de la llamada. Con Beth y con todo, solo quería escapar”.

“¿Y ahora que sabes que el rancho es real, que eres millonaria?”.

Puso los ojos en blanco y nos dio una sonrisa temblorosa. “¿Ves? Increíble. Yo, una millonaria”. Se rio, todavía estaba abrumada por la idea.

Cord se inclinó. “¿Qué pasa si te decimos que estamos interesados en ti, que nos pareces hermosa? Perfecta”.