Sobre la música - San Agustín - E-Book

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San Agustín

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Beschreibung

San Agustín (Agustín de Hipona) nació el 13 de noviembre del año 354 de nuestra era y falleció  en el 430. Constituyó uno de las cuatro más importantes padres de la Iglesia. 

Su importancia, en relación a la música, al margen de sus pensamientos teológicos, radica en que fue visagra de dos épocas, es decir, bebió de toda la estética de la Antigüedad para formar una nueva época, ya dentro de la estética cristiana, y no sólo en el estética (incluida la músical), sino en la filosofía en general. "Sobre la musica" es unos de sus principales textos donde aborda esta temática y donde trata de definir a modo de diálogo qué es la música. Al decir que actúa de visagra entre dos épocas es por toda la influencia que recibió de la Antigüedad de autores como Cicerón, Varrón, Séneca, Plotino o Porfirio. Destacando su preferencia por los neoplatónicos. Consideró a estos autores y sus obras como los más cercanos al cristianismo por haber dado una enseñanza común a la verdadera filosofía.

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San Agustín

Sobre la música

Tabla de contenidos

SOBRE LA MÚSICA

Libro primero - LA MÚSICA ES UN ARTE LIBERAL

Libro segundo - SOBRE LOS PIES MÉTRICOS

Libro tercero - SOBRE EL RITMO Y EL METRO

Libro cuarto - DE NUEVO SE CONSIDERA EL METRO

Libro quinto - SOBRE EL VERSO

Libro sexto - DE DIOS PROCEDEN LOS «NÚMEROS» ETERNOS

Notas a pie de página

SOBRE LA MÚSICA

San Agustín

Libro primero - LA MÚSICA ES UN ARTE LIBERAL

PRIMERA PARTE

A la música en justicia se le atribuyen los «números» de los sonidos

1. M AESTRO: Modus, ¿qué pie es?

D ISCÍPULO[1]: Un pirriquio.

M. — ¿De cuántos tiempos es?

D. — De dos.

M. — Bonus, ¿qué pie es?

D. — También el mismo que modus.

M. — Entonces, modus es lo que bonus.

D. — No.

M. — ¿Por qué, entonces, es el mismo?

D. — Porque es el mismo en el sonido; en la significación es otra cosa.

M. — ¿Concedes, entonces, que es el mismo sonido cuando decimos modus y bonus?

D. — En el sonido de las letras veo que esas palabras discrepan; por lo demás, en cambio, son equiparables.

M. — ¿Y qué? Cuando pronunciamos pone, verbo, y pone, adverbio, aparte de que el significado es diferente, ¿te parece que el sonido no se distancia nada?

D. — Se distancia del todo.

M. — ¿De dónde esa distancia, cuando uno y otro constan no sólo de los mismos tiempos, sino incluso de las mismas letras?

D. — En esto está la distancia, en que tienen lo agudo en diferentes lugares [2].

M. — ¿A qué arte [3] pertenece el deslindar esas cosas?

D. — A los gramáticos suelo oírselas, y allí las aprendí, pero si esto es propio de esa misma arte o tomado de algún otro lugar, no lo sé.

M. — Después veremos esas cosas; ahora pregunto esto: si yo golpeara dos veces un tambor o una cuerda tan rápida y velozmente como cuando pronunciamos modus o bonus, ¿reconocerías que también allí hay los mismos tiempos, o no [4]?

D. — Lo reconocería.

M. — Lo llamarías, por tanto, pie pirriquio.

D. — Lo llamaría.

M. — El nombre de este pie, ¿de quién, sino de un gramático, lo aprendiste?

D. — Lo confieso.

M. — Por lo tanto, sobre todos los sonidos de esta índole habrá de juzgar el gramático, ¿o aprendiste por ti mismo esos pulsos y, en cambio, el nombre que debías ponerles lo habías oído de un gramático?

D. — Así es.

M. — Y un nombre que te enseñó la gramática, ¿has osado transferirlo a una cosa que confiesas que no pertenece a la gramática?

D. — Veo que no por otro motivo se puso nombre al pie que por mor de la medida de los tiempos; medida que donde quiera que la reconociere, ¿por qué no voy a osar transferir allí aquel vocablo? Pero, aunque se deben poner otros vocablos cuando los sonidos son de la misma medida pero no conciernen, sin embargo, a los gramáticos, ¿qué me reporta tomarme el trabajo en cuestión de nombres cuando la cosa es manifiesta?

M. — Ni yo lo quiero. Sin embargo, cuando ves innumerables géneros de sonidos en los que pueden observarse unas medidas concretas [5], géneros que reconocemos que no son atribuibles a la disciplina gramatical, ¿verdad que piensas que existe alguna otra disciplina que contenga cuanto en voces de este tipo haya de «numeroso [6]» y con arreglo al arte [7]?

D. — Me parece aceptable.

M. — ¿Cuál estimas que es su nombre? Pues opino que para ti no es nuevo que suele concederse a la Musas una especie de omnipotencia sobre el cantar. Esta disciplina es, si no me engaño, la que se denomina Música [8].

D. — También yo estimo que es ésta.

Definición de la música

2. 2M. — Pero ya tenemos decidido no tomarnos el mínimo trabajo en la cuestión del nombre. Sólo indaguemos, si parece, lo más diligentemente que podamos, toda la fuerza y el sistema de esta disciplina, sea la que sea.

D. — Indaguemos, de acuerdo; pues todo esto, sea lo que sea, mucho deseo conocerlo.

M. — Define entonces la música.

D. — No me atrevo.

M. — ¿Puedes al menos aprobar mi definición?

D. — Lo intentaré, si llegas a decirla.

M. — Música es la ciencia de «modular» bien [9]. ¿O no te lo parece?

D. — Me lo parecería, tal vez, si para mí estuviera claro qué es la propia «modulación».

M. — ¿Es que acaso este verbo que se dice «modular» o nunca lo has oído o en algún lugar más que en lo que pertenece al cantar o al danzar?

D. — Así es, precisamente, pero como veo que «modular» se dice a partir de «modo [10]», cuando en todas las cosas bien hechas se ha de preservar el «modo», y muchas cosas, incluso en el cantar y el danzar, aunque deleiten, son de valor más que escaso, quiero comprender en toda su plenitud qué es exactamente la «modulación» en sí, palabra que prácticamente ella sola contiene la definición de una disciplina tan importante. No se trata, en efecto, de aprender aquí algo por el estilo de lo que cualesquiera cantores e histriones conocen [11].

M. — Aquello de más arriba, de que en todo lo que se hace, incluso fuera de la música, hay que preservar el «modo» y de que, aun así, en la música se habla de «modulación», no te vaya a inquietar, si por casualidad no ignoras que «dicción» [ dictio] se denomina propiamente la del orador.

D. — No lo ignoro, pero ¿a dónde va eso?

M. — Porque incluso un esclavo tuyo, aun todo lo poco pulido y rústico que quieras, cuando incluso con una sola palabra te responde al preguntarle, ¿confiesas que él algo «dice»?

D. — Lo confieso.

M. — Entonces, ¿también él es un orador?

D. — No.

M. — No ha hecho, por tanto, uso de la «dicción» aun cuando algo haya dicho, aunque confesemos que «dicción» se dice a partir de «decir».

D. — Lo concedo, pero también esto me pregunto de nuevo a dónde va a parar.

M. — A esto, puede verse, a que entiendas que la «modulación» puede ser pertinente sólo respecto a la música, aunque el «modo», de donde se ha derivado la palabra, pueda hallarse también en otras cosas; a la manera en que «dicción» se atribuye propiamente a los oradores, aunque diga algo todo el que habla y a partir de «decir» haya sido denominada «dicción».

D. — Ya entiendo.

Se sopesa la definición

3M. — Aquello, entonces, que después dijiste, que en el cantar y en el danzar hay muchas cosas de poco valor, en las que, si aceptamos el nombre de «modulación», esa disciplina casi divina se envilece, fue por tu parte una advertencia absolutamente cauta. Así es que discutamos primero qué es «modular»; después, qué es «modular» bien, pues no en vano se añadió esto a la definición. Por último, el que allí se ha puesto «ciencia», tampoco es de despreciar. En efecto, con estos tres puntos, si no me engaño, aquella definición alcanza su plenitud.

D. — Hágase así.

Qué es modular

M. — Entonces, ya que confesamos que la «modulación» recibió el nombre a partir de «modo», ¿no te parece acaso de temer que el «modo» o se exceda o no alcance su plenitud, si no es en las cosas que se producen en virtud de algún movimiento? O, si nada se mueve, ¿podemos temer que resulte algo al margen del «modo [12]»?.

D. — De ninguna forma.

M. — Luego, no incongruentemente se le dice «modulación» a una especie de pericia en el movimiento, o en todo caso a aquello por lo que resulta que algo se mueve bien. No podemos, en efecto, decir que algo se mueve bien, si no observa el «modo».

D. — No podemos, desde luego; mas, al revés, será preciso reconocer [13] esa «modulación» en todas las cosas bien hechas. Nada, ciertamente, veo que se haga bien, si no es con un buen movimiento.

M. — ¿Y qué, si acaso todo eso se realizara a través de la música, aunque el nombre de «modulación» se encuentre más trillado tratándose de instrumentos de cualquier tipo? Y no sin razón, pues creo que a ti te parecerá que una cosa es el que algo de madera o de plata o de cualquier material haya sido hecho al torno, y otra, por su parte, el propio movimiento del artífice mientras dichas cosas son torneadas.

D. — Asiento; es mucha la diferencia.

M. — ¿Es que, entonces, acaso el propio movimiento es apetecido por sí mismo y no por aquello que quiere ser torneado?

D. — Es manifiesto.

M. — ¿Y qué? Si los miembros los moviera no por otra cosa, sino para que se muevan con belleza y propiedad, ¿diríamos que hace otra cosa que no sea danzar?

D. — Así parece.

M. — ¿Cuándo, entonces, consideras que alguna cosa se destaca y, por así decirlo, domina? ¿Cuando es apetecida por sí misma, o cuando por otra razón?

D. — ¿Quién niega que cuando por sí misma?

M. — Vuelve ahora a aquello de más arriba que dijimos sobre la «modulación». Pues la habíamos propuesto tal como una especie de pericia en el movimiento; y mira dónde debe tener más su sede este nombre, en aquel movimiento que es, por así decir, libre, esto es, que por sí mismo es apetecido y por sí mismo deleita; o en aquél que de algún modo es esclavo; en efecto, son como esclavas todas las cosas que no son para sí mismas, sino que están referidas a alguna otra [14].

D. — En aquél, claro está, que es apetecido por sí mismo.

M. — En conclusión, es ya aceptable que la ciencia del «modular» sea la ciencia del mover bien, de manera que el movimiento sea apetecido por sí mismo y por ello deleite por sí mismo.

D. — Es aceptable; de acuerdo.

Por qué se añade «bien»

3. 4M. — ¿Por qué, entonces, se añadió «bien», cuando ya la propia «modulación», si no hubiera un buen movimiento, no podría existir [15]?

D. — No lo sé, e ignoro de qué modo se me ha escapado, pues esto se me había fijado en la mente para volver a preguntarlo.

M. — Podía no hacerse ninguna controversia en absoluto sobre esta palabra, de modo que la música, suprimido lo que se ha añadido, el «bien», la definiéramos tan solo como ciencia del «modular».

D. — ¿Quién, en efecto, iba a mantenerla, en caso de que quieras aclararlo [16] todo de esta forma?

M. — Música es la ciencia del mover bien. Pero, puesto que puede ya decirse que se mueve bien cuanto se mueve según «número», observando las dimensiones de los tiempos y los intervalos (ya, en efecto, deleita, y por esto, no incongruentemente, se llama ya «modulación»), puede, en cambio, resultar que ese carácter «numérico» y esa medida deleiten cuando no es menester.

Por ejemplo, si alguien, cantando con máximo agrado y danzando con belleza, quisiera justo con ello juguetear cuando el asunto [17] requiere severidad: no hace buen uso, evidentemente, de una «modulación numerosa»; esto es, de un movimiento tal que ya puede decírsele bueno por aquello de que es «numeroso», hace aquél un mal uso, esto es, incongruente [18].

De donde una cosa es «modular»; otra, «modular» bien. Pues hay que discernir que la «modulación» pertenece a cualquier cantor, en tanto que no yerre en las consabidas medidas de voces y sonidos; y que, en cambio, la buena «modulación» pertenece a esta disciplina liberal, esto es, a la música [19].

Y, si aquel movimiento no te parece bueno por aquello de que no es ajustado, aunque confieses que es «numeroso» con arreglo al arte, mantengamos como nuestro esto que en toda ocasión hay que observar: que la disputa por una palabra, estando la cosa suficientemente a la luz, no nos atormente; y no nos preocupemos nada de si la música se describe como la ciencia del «modular» o del «modular» bien.

D. — Me gusta, desde luego, pasar por alto y despreciar las riñas por las palabras; no me desagrada, sin embargo, esa distinción.

Por qué figura en la definición «ciencia» [scientia]

4. 5M. — Resta que indaguemos por qué en la definición figura «ciencia [20]».

D. — Hágase así; pues esto, recuerdo, lo reclama el orden.

M. — Responde, por tanto, si te parece que «modula» bien la voz el ruiseñor en la parte primaveral del año, pues no sólo es «numeroso» y más que agradable aquel canto, sino que incluso, si no me engaño, es congruente con el tiempo [21].

D. — Me lo parece totalmente.

M. — ¿Acaso es experto en esta disciplina liberal?

D. — No.

M. — Ves, por tanto, que el nombre de «ciencia» es completamente necesario para la definición.

D. — Lo veo perfectamente.

M. — Dime entonces, te lo ruego, ¿no te parecen tal cual aquel ruiseñor todos los que, guiados por un cierto sentido, cantan bien, esto es, lo hacen con arreglo al «número» y agradablemente, aun cuando, interrogados sobre los propios «números» o sobre los intervalos entre las voces agudas y graves, no podrían responder?

D. — Semejantes por completo los considero.

M. — ¿Y qué? Los que sin esta ciencia gustosamente los escuchan, viendo como vemos que los elefantes, los osos y algunos otros géneros de bestias se mueven al son del canto y que incluso las aves se deleitan con sus propias voces (pues, al no tener propuesto, en efecto, ningún provecho extra, no lo practicarían tan obstinadamente sin un cierto placer), ¿no deben ser comparados a los animales [22]?.

D. — Lo creo, pero esta afrenta apunta a casi todo el género humano.

M. — No es lo que piensas; pues los grandes hombres, aunque no saben música, o bien quieren acomodarse a la plebe, que no dista mucho de los animales y cuyo número es ingente, cosa que hacen con suma mesura [23] y prudencia (pero disertar sobre esto ahora no ha lugar); o bien después de las grandes preocupaciones, por mor de relajar y reparar el ánimo, con suma moderación admiten algo de placer; placer que conquistar así de vez en cuando es de suma mesura; ahora bien, dejarse, en cambio, conquistar por él, incluso de vez en cuando, es torpe e indecoroso [24].

Si el arte se fundamenta en la imitación o en la razón

6 Pero, ¿qué te parece? Los que cantan ya sea con las tibias ya sea con la cítara e instrumentos de este tipo [25], ¿acaso pueden ser comparados al ruiseñor?

D. — No.

M. — ¿En qué se distancian entonces?

D. — En que en éstos veo que hay una especie de arte; en aquél, en cambio, la naturaleza sola.

M. — Algo verosímil dices, pero, ¿arte te parece que hay que decirle a eso, incluso si lo hacen en virtud de una especie de imitación?

D. — ¿Por qué no? Pues tanto veo que vale en las artes la imitación, que, si se suprimiera, casi se aniquilarían todas [26]. Se ofrecen, en efecto, a sí mismos los maestros para la imitación, y esto precisamente es lo que llaman enseñar.

M. —¿Te parece que el arte es una especie de manifestación racional y que los que hacen uso del arte, hacen uso de la razón? ¿O piensas de otra forma?

D. — Me lo parece.

M. — Todo aquél, por tanto, que no puede hacer uso de la razón, no hace uso del arte.

D. — También esto lo concedo.

M. — ¿Estimas que los animales mudos, que también se llaman irracionales, pueden hacer uso de la razón?

D. — De ninguna manera.

M. — Por tanto, o bien tendrás que decir que las urracas y los papagayos y los cuervos son animales racionales, o bien has llamado temerariamente a la imitación con el nombre de arte. Vemos, en efecto, que estas aves no sólo cantan mucho y emiten sonidos en cierto modo a la usanza humana, sino que no lo hacen más que imitando. Salvo que tú lo creas de otro modo.

D. — De qué modo has elaborado esto y cuánto puede valer contra mi respuesta, aún no lo entiendo abiertamente.

M. — Te había preguntado si decías que los citaristas y los tocadores de tibia [27] y otra clase de hombres de este tipo tenían arte, aunque lo que hacen al cantar [28] lo han conseguido mediante la imitación. Dijiste que era arte y afirmaste que eso valía tanto que te parecía que las artes corrían peligro, suprimida la imitación. De lo que ya se puede colegir que todo el que imitando consigue algo, hace uso de un arte; aunque tal vez no todo el que hace uso de un arte haya llegado a dominarla imitando. Pero, si toda imitación es arte y toda arte, razón, toda imitación es razón; de la razón, en cambio, no hace uso un animal irracional; no tiene, por tanto, arte; tiene, en cambio, imitación; el arte, por tanto, no es imitación.

D. — Yo dije que muchas artes se fundamentan en la imitación; a la imitación en sí no la llamé arte.

M. — Las artes, por tanto, que se fundamentan en la imitación, ¿no consideras que se fundamentan en la razón?

D. — Al contrario, pienso que se fundamentan en ambas cosas.

M. — En nada me opongo, pero la ciencia, ¿en qué la pones, en la razón o en la imitación?

D. — También esto en ambas cosas.

M. — Luego otorgarás la ciencia a aquellas aves a las que no les niegas la imitación.

D. — No la otorgaré; dije, en efecto, que la ciencia estaba en ambas cosas, de forma que no puede estar en la imitación sola.

M. — ¿Y qué? ¿Te parece que puede estar en la razón sola?

D. — Me lo parece.

M. — Una cosa, por tanto, piensas que es el arte; otra, la ciencia; toda vez que la ciencia puede estar también en la razón sola; el arte, en cambio, a la razón junta la imitación.

D. — No veo que sea consecuente. No había dicho, en efecto, que todas, sino que muchas artes se fundamentan a la vez en la razón y en la imitación.

M. — ¿Y qué? ¿Vas a llamar ciencia también a la que se fundamenta a la vez en éstas dos, o le vas a atribuir sola la parte de la razón?

D. — En efecto, ¿qué me prohíbe llamarle ciencia cuando a la razón se adjunta la imitación?

El que toca la tibia no tiene ciencia en su espíritu

7M. — Puesto que ahora tratamos del citarista y del tocador de tibia, esto es, de temas musicales, quiero que me digas si se debe atribuir al cuerpo, esto es a una cierta obediencia del cuerpo, si esos hombres hacen algo mediante la imitación.

D. — Yo pienso que ésta hay que atribuirla tanto al espíritu como a la vez al cuerpo; aunque la propia palabra en sí ha sido puesta por ti con bastante propiedad, ya que has hablado de obediencia del cuerpo; no se puede, en efecto, obedecer más que al espíritu.

M. — Veo que tú con suma cautela no has querido conceder la imitación sólo al cuerpo. Pero, ¿acaso vas a negar que la ciencia pertenece sólo al espíritu [29]?

D. — ¿Quién iba a negar esto?

M. — De ningún modo, por tanto, consentirías en atribuir la ciencia existente en los sonidos de los nervios [30] y de las tibias a la vez a la razón y a la imitación. Tal imitación, en efecto, no existe, como has confesado, sin el cuerpo; la ciencia, en cambio, dijiste que es del espíritu solo.

D. — A partir, desde luego, de cuanto te he concedido confieso que esto es lo que se concluye; pero, ¿qué importa para el asunto? Tendrá, en efecto, también el tocador de tibia ciencia en su espíritu; en efecto, cuando llega hasta él la imitación, que he otorgado que no puede existir sin el cuerpo, no le va a quitar lo que abraza con el espíritu.

M. — No se lo va a quitar, desde luego; ni yo afirmo que éstos por quienes son manejados esos órganos [31], carecen todos de ciencia, sino que digo que no la tienen todos. Para esto, en efecto, estamos dándole vueltas a esta cuestión, para entender, si somos capaces, con cuánta razón está puesto lo de «ciencia» en aquella definición de la música; si la poseen todos los tocadores de tibia y tañedores de cuerdas [32] y cualesquiera otros por el estilo, nada pienso que hay más vil que esa disciplina, nada más abyecto.

8 Pero atiende con la mayor diligencia posible para que aparezca lo que ya hace rato estamos construyendo. Certeramente, en efecto, ya me has concedido que en el espíritu solo habita la ciencia.

D. — ¿Cómo no lo iba a conceder?

M. — ¿Y qué? El sentido de los oídos, ¿lo otorgas al espíritu o al cuerpo, o a uno y otro [33]?

D. — A uno y otro.

M. — Y la memoria, ¿qué?

D. — Al espíritu pienso que se ha de atribuir. En efecto, si a través de los sentidos percibimos algo que encomendamos a la memoria, no por ello se debe pensar que la memoria está en el cuerpo.

M. — Grande posiblemente es esa cuestión, y no oportuna para esta charla [34]. Pero, cosa que a nuestro propósito es suficiente, pienso que tú no puedes negar que las bestias tienen memoria. Pues, por un lado, las golondrinas vuelven tras un año a visitar sus nidos; por otro, de las cabras con toda verdad se ha dicho: « y por sí mismas, memoriosas, vuelven a sus techos las cabrillas[35]»; y se pregona que el perro reconoció al héroe, su dueño, ya olvidado por sus propios hombres [36]; e innumerables casos, si quisiéramos, podemos observar, por los que queda de manifiesto lo que digo.

D. — Y yo eso no lo niego y en qué te puede ayudar espero ansiosamente verlo.

M. — ¿Qué piensas, sino que quien atribuyó la ciencia sólo al espíritu y se la quitó a todos los seres animados irracionales, no la colocó ni en el sentido, ni en la memoria (pues aquello no existe sino en el cuerpo, y una y otra cosa se dan incluso en una bestia), sino en la inteligencia sola?

D. — También esto espero ver en qué te puede ayudar.

M. — En ninguna otra cosa, salvo en el que todos los que siguen el sentido y encomiendan a la memoria lo que les deleita en él y, moviendo según ello el cuerpo, añaden una cierta capacidad de imitación, ésos no tienen ciencia, aunque parezca que hacen muchas cosas con pericia y doctrina, si la propia materia que profesan o exhiben no la dominan en puridad y verdad de entendimiento. En cambio, si la razón llegare a demostrar que son de tal condición esos obreros del teatro, no habrá, según opino, motivo para que dudes en negarles la ciencia y por esto no concederles en modo alguno la música, que es la ciencia del «modular».

D. — Explica esto; veamos cómo es.

Al uso y a la imitación sin reservas se atribuye la pericia del tocador de tibia

9M. — La movilidad de los dedos, más rápida o más perezosa, creo que tú no se la otorgas a la ciencia, sino al uso.

D. — ¿por qué lo crees así?

M. — Porque más arriba atribuías la ciencia al espíritu solo; esto, en cambio, aunque bajo el mando del espíritu, ves, sin embargo, que es cosa del cuerpo.

D. — Pero cuando el espíritu en su sabiduría [ sciens] [37] manda esto al cuerpo, pienso que esto se debe atribuir más al espíritu en su sabiduría que a los miembros, que son esclavos.

M. — ¿No es cierto que estimas que puede ocurrir que uno aventaje a otro en ciencia [ scientia], aun cuando el menos entendido [ imperitus] mueva los dedos con mucha más facilidad y soltura?

D. — Lo estimo.

M. — Por contra, si el movimiento rápido y más suelto de los dedos hubiera que atribuirlo a la ciencia [ scientia], tanto más descollaría en él cada uno cuanto más sabio [ sciens] [38] fuera.

D. — Lo concedo.

M. — Atiende también a esto, pues opino que tú alguna vez te habrás dado cuenta de que los artesanos u obreros de este tipo, al golpear con la azuela o bien con la segur van una y otra vez al mismo lugar y a ningún otro sitio que a donde apunta el espíritu terminan conduciendo el golpe; cosa que, cuando al intentarla nosotros no podemos conseguir, somos a menudo objeto de risa por parte de ellos.

D. — Así es, como dices.

M. — En consecuencia, cuando eso nosotros no somos capaces de hacerlo, ¿acaso ignoramos qué debe ser golpeado o cuánto debe ser cortado?

D. — Muchas veces lo ignoramos, muchas veces lo sabemos.

M. — Supón, entonces, que alguien conoce todo lo que los artesanos deben hacer, y que lo conoce a la perfección; que vale, sin embargo, menos en el trabajo, pero que incluso a esos mismos que trabajan con toda facilidad les dicta muchas cosas con más destreza de lo que ellos de por sí podrían juzgar; ¿o niegas que esto suceda en la práctica?

D. — No lo niego.

M. — No sólo, por tanto, la rapidez y facilidad de moverse, sino también el propio «modo» del movimiento en los miembros se debe atribuir al uso más que a la ciencia; pues si fuera de otra forma, cualquiera haría uso de las manos tanto mejor, cuanto más entendido [ peritus] fuera; cosa que es lícito que la refiramos a las tibias o las cítaras, para que lo que en ese terreno hacen los dedos y las articulaciones, porque es difícil para nosotros, no pensemos que es resultado de la ciencia más que del uso y de la leal imitación y la preparación [39].

D. — No puedo resistirme, pues incluso suelo oír que los médicos, hombres sumamente doctos, a menudo en el acto de cortar o comprimir del modo que sea los miembros, en aquello que se hace mediante la mano o el hierro, son aventajados por gente menos entendida: un modo de curar que denominan cirugía, vocablo con el que de sobra se da a entender un hábito, por así decirlo, obrero, de poner remedio a base de las manos [40]. Ve, pues, derecho a lo demás y acaba ya esta cuestión.

El sentido de la música lo tiene el hombre metido dentro

5. 10M. — En mi opinión, nos queda por comprobar esto, si somos capaces: que estas mismas artes, que nos procuran placer a través de las manos, para lograr el dominio de dicha práctica no han seguido de inmediato a la ciencia, sino al sentido y a la memoria; no vayas acaso a decirme que puede, desde luego, suceder que exista ciencia sin práctica, y mayor de ordinario que la que hay en quienes descuellan en la práctica, pero que, de todas formas, incluso éstos no han podido llegar a tal grado de práctica sin alguna ciencia.

D. — Aborda el asunto, pues es manifiesto que así se debe.

M. — ¿Nunca has oído con especial apasionamiento a histriones de esa condición?

D. — Más, quizás, de lo que quisiera.

M. — ¿De dónde piensas que resulta el que la multitud no entendida [ imperita] abuchea a menudo a un tocador de tibia que emite sones banales y, viceversa, aplaude al que canta [41] bien y el que, además, cuanto con más agrado se canta, tanto más y con más pasión se emociona la gente? ¿Acaso se ha de creer que esto lo hace el vulgo por efecto del arte de la música?

D. — No.

M. — ¿Qué, por tanto?

D. — Pienso que esto tiene lugar por la naturaleza, que a todos dio el sentido del oír, con el que se juzgan tales cosas.

M. — Rectamente piensas. Pero mira ya también aquello de si incluso el propio tocador de tibia está dotado de este sentido. Porque si es así, puede, siguiendo el juicio de dicho sentido, mover los dedos al soplar en las tibias y lo que a su albedrío haya sonado suficientemente adecuado, anotarlo y encomendarlo a la memoria y, a base de repetirlo, acostumbrar a los dedos a ser llevados allí sin titubeo ni desvío alguno, bien reciba de otro lo que canta, bien él mismo lo invente, bajo la guía y aprobación de esa naturaleza de la que se ha hablado. Así es que, cuando la memoria sigue al sentido, y las articulaciones, domadas ya y preparadas por la práctica, siguen a la memoria, canta, cuando quiere, tanto mejor y más gratamente cuanto que sobresale en todo aquello que más arriba la razón ha mostrado que tenemos nosotros en común con las bestias, a saber, la tendencia a imitar, el sentido y la memoria. ¿Acaso tienes algo que decir contra esto?

D. — Yo, de hecho, nada tengo. Ya estoy deseando oír de qué tipo es aquella disciplina que, efectivamente, veo que con fino juicio ha sido sustraída al conocimiento de los espíritus más viles.

Por qué los histriones no saben de música

6. 11M. — Aún no es bastante lo que ha quedado hecho, y no voy a dejar que pasemos a su explicación a no ser que, del mismo modo que ha quedado establecido entre nosotros que pueden los histriones sin esa ciencia dar satisfacción al placer de los oídos populares, así también llegare a establecerse que de ningún modo pueden los histriones ser amantes [ studiosus] de la música y expertos [ peritus] en ella.

D. — Admirable, si lo consigues.

M. — Cosa fácil, ciertamente, pero te necesito especialmente atento.

D. — Nunca, por cierto, que yo sepa, he estado demasiado relajado en mi escucha desde que tomó arranque esta charla, pero ahora, lo confieso, me has puesto mucho más firme.

M. — Lo agradezco, aunque te aprestas más bien en provecho tuyo. Así es que responde, por favor, si te parece que sabe qué es un sólido de oro [42] quien, deseando venderlo a un precio justo, pensara que vale diez numos.

D. — ¿A quién le puede parecer eso?

M. — Ahora, vamos, dime qué se ha de tener por más valioso, lo que en nuestra inteligencia se halla contenido o lo que se nos atribuye en virtud de un juicio fortuito de gente inexperta.

D. — A nadie le cabe duda de que lo primero aventaja de lejos a todas las demás cosas, que ni siquiera se deben considerar nuestras.

M.—¿Acaso niegas, entonces, que toda ciencia se halla contenida en la inteligencia?

D. — ¿Quién lo niega?

M. — También la música, por tanto, se halla allí.

D. — Veo que a partir de su definición ésta es la consecuencia.

M. — ¿Y qué? El aplauso del pueblo y todos aquellos premios del teatro, ¿no te parecen de ese género que está puesto en manos de la fortuna y en el juicio de los inexpertos?

D. — Nada juzgo que es más fortuito y expuesto a riesgos y a la tiranía y veleidades de la plebe de lo que lo son todas aquellas cosas.

M. — ¿A ese precio, por tanto, venderían sus cantos los histriones, si supieran de música?

D. — Desde luego, me veo no poco conmovido por esta conclusión, pero no dejo de tener algo que decir en contra; pues aquel vendedor del sólido no parece comparable con éste; en efecto, por un aplauso recibido o por cualquier dinero que se le haya prodigado no pierde la ciencia, si acaso tiene alguna, con la que deleitó al pueblo, sino que, más cargado por el numo y más alegre por la alabanza de los hombres, con la misma disciplina incólume e íntegra se retira a casa; tonto sería, en cambio, si despreciara aquellas ventajas que, de no haberlas alcanzado, sería mucho más desconocido y pobre; y que, habiéndolas alcanzado, en cambio, en nada es más indocto.

12M. — Mira, entonces, si con esto acabamos lo que queremos. Pues creo que te parece que es mucho más relevante aquello por lo que hacemos algo, que aquello mismo que hacemos.

D. — Es manifiesto.

M. — Entonces, el que canta o aprende a cantar [43] no por otra cosa que para ser alabado por el pueblo o, en suma, por cualquier hombre, ¿verdad que juzga mejor aquella alabanza que el canto?

D. — No puedo negarlo.

M. — ¿Y qué? Aquél que juzga mal de una materia, ¿te parece que sabe [ scire] de ella?

D. — De ningún modo, a no ser que por azar se halle del modo que sea en mal estado.

M. — Entonces, quien de veras piensa que es mejor algo que es peor, sin que nadie lo dude carece del conocimiento [ scientia] [44] de ello.

D. — Así es.

M. — Cuando, en consecuencia, me hayas o bien persuadido o bien puesto de manifiesto que un histrión, el que quieras, aquella facultad, si es que alguna tiene, o bien no la ha alcanzado o bien no la exhibe para agradar al pueblo buscando ganancias y fama, concederé que alguien puede, por un lado, poseer la ciencia de la música y, además, ser un histrión. Si, en cambio, es más que demostrable que no hay ningún histrión que no establezca y ponga el fin de su profesión en el dinero o la gloria, es preciso que confieses o bien que los histriones no saben de música o bien que buscar a toda costa la alabanza de otros, o cualesquiera otros beneficios ocasionales, es mejor que el entendimiento conseguido por nosotros mismos.

D. — Veo que yo, al haber concedido lo anterior, debo ceder también ante esto. En efecto, no me puede en modo alguno parecer que, tratándose de la escena, se pueda encontrar un hombre tal que ame su propia arte por sí misma, no por los beneficios externos, cuando tratándose del gimnasio [45] apenas se encontraría tal hombre; aunque, si alguien sale o llegara a salir, no por ello podrían parecer despreciables los músicos, sino honorables en alguna ocasión los histriones.

Por lo cual, despliega ya, por favor, esta disciplina tan importante que ya no me puede parecer de poco valor.

P ARTE SEGUNDA
ASPECTO Y PROPORCIÓN DE LOS MOVIMIENTOS «NUMEROSOS [46]»

7. 13M. — Lo haré; más bien, tú lo harás; pues yo no haré otra cosa que preguntarte y cuestionar; tú, por tu parte, todo esto, sea lo que sea, incluso lo que ahora, al no saberlo, pareces indagar, lo irás desplegando al responder [47].

Lo que es largo tiempo o no largo tiempo admite «números»

Así que ya te pregunto si alguien puede correr no sólo largo tiempo sino también velozmente.

D. — Puede.

M. — ¿Y qué, lenta y velozmente?

D. — De ningún modo.

M. — Una cosa es, entonces, largo tiempo y otra, lentamente.

D. — Otra por completo.

M. — Asimismo pregunto qué piensas que es contrario a la diuturnidad [ diuturnitas] [48] tal y como a la lentitud, la velocidad.

D. — No me sale al paso un nombre al uso. Así es que no veo nada que oponer a «diuturno», salvo «no diuturno», del modo que frente a aquello a lo que se le dice «largo tiempo» lo contrario es «no largo tiempo», ya que también, si no quisiera decir «velozmente» y en su lugar dijera «no lentamente», ninguna otra cosa se designaría.

M. — Algo verdadero dices. Nada, en efecto, se le pierde a la verdad cuando así hablamos. Pues también por mi parte, si existe este nombre que dices que no te ha salido al paso, o es ignorado por mí, o por ahora no me viene a la mente. Por lo tanto, procedamos de forma que llamemos a estas dos parejas de contrarios de este modo: «largo tiempo» y «no largo tiempo»; «lentamente» y «velozmente [49]». Y primero disertemos sobre lo diuturno y lo no diuturno, si te agrada.

D. — Así sea.

8. 14M. — ¿Te resulta evidente que se dice que se realiza «largo tiempo» lo que se hace durante un tiempo largo, y «no largo tiempo» lo que durante un tiempo breve?

D. — Evidente.

M. — El movimiento, por tanto, que se hace, verbigracia, en dos horas, ¿verdad que respecto al que se hace en una hora tiene el doble de tiempo?

D. — ¿Quién partiendo de ahí llegaría a dudar?

M. — Entonces aquello a lo que decimos «largo tiempo» o «no largo tiempo» admite medidas de este tipo y números, de forma que un movimiento respecto a otro sea como dos respecto a uno, esto es, que tenga dos veces tanto cuanto otro, una vez; asimismo uno respecto a otro como tres respecto a dos, esto es, que tenga tres partes de tiempo tan grandes cuanto las dos del otro; y así es lícito discurrir por los demás números, de forma que no sean espacios indefinidos e indeterminados [50], sino que los dos movimientos tengan respectivamente entre sí algún número: o el mismo, como uno respecto a uno; respecto a dos, dos; respecto a tres, tres; cuatro respecto a cuatro; o no el mismo, como uno respecto a dos; dos respecto a tres; tres respecto a cuatro: o uno respecto a tres; dos respecto a seis y cuanto puede mantener respecto a sí mismo algo de medida relativa [51].

D. — Un poco más claro esto, te lo ruego.

M. — Vuelve otra vez, entonces, a las horas aquellas, y lo que pensaba dicho de sobra cuando hablé de una hora y de dos considéralo en todos sus aspectos. Ciertamente, en efecto, no niegas que se puede hacer algún movimiento en el tiempo de una hora y otro, en el de dos.

D. — Verdad es.

M. — ¿Y qué? ¿No confiesas que uno en el de dos y otro en el de tres?

D. — Lo confieso.

M. — Y que uno se hace en tres horas y otro, en cuatro; y de nuevo uno, en una y otro, en tres; o uno, en dos y otro, en seis, ¿no es evidente?

D. — Evidente.

M. —¿Por qué, entonces, no es evidente también aquello? Pues esto decía cuando decía que dos movimientos pueden tener respectivamente entre sí alguna relación numérica [ numerus], como uno respecto a dos; dos respecto a tres; tres respecto a cuatro; uno respecto a tres; dos respecto a seis, y cualesquiera otros a los que quisieres pasar revista. Conocidos, en efecto, aquéllos, es potestativo proseguir con lo demás, bien sea siete respecto a diez, bien cinco respecto a ocho, y cuanto absolutamente hay en dos movimientos que tengan unas partes medidas unas respecto a otras de manera que se les pueda decir tanto respecto a tanto; bien sean números iguales, bien uno mayor y otro menor.

D. — Ya entiendo, y concedo que puede hacerse.

Movimientos «racionales» [rationales], bien «iguales» [aequales] bien «desiguales» [inaequales]

9. 15M. — Entiendes también, según opino, aquello de que toda medida y «modo» se antepone corcectamente a la falta de medida y a la infinidad.

D. — Es muy evidente.

M. — Dos movimientos, por tanto, que respectivamente entre sí, según quedó dicho, tienen una medida relativa numerable [ numerosa] merecen ser antepuestos a aquéllos que no la tienen.

D. — También esto es evidente y consecuente; en efecto, los acopla entre sí una especie de «modo» concreto y la medida que hay en los números; los que de ella carecen, no se hallan en realidad uncidos por razón alguna.

M. — Llamemos, pues, a los que entre sí se hallan respectivamente medidos, «racionales» [ rationabiles]; y a los que carecen de dicha medida respectiva, «irracionales» [ irrationabiles] [52].

D. — Me parece bien, de veras.

M. — Presta ya atención a esto: si te parece mayor en los movimientos «racionales» la concordia de los que son «iguales» [ aequales] entre sí que la de los que son «desiguales» [ inaequales].

D. — ¿A quién no se lo va a parecer?

M. — Más aún, de los «desiguales», ¿verdad que hay unos en los que podemos decir en qué parte de sí mismo el mayor o se iguala al menor o lo excede, como dos y cuatro, o seis y ocho; y otros, en cambio, en los que no puede decirse lo mismo, como en estos números, tres y diez, o cuatro y once? Distingues, por supuesto, que en aquellos dos números de más arriba el mayor se iguala en la mitad al menor; a su vez, en los que he dicho después, que el menor es excedido por el mayor en la cuarta parte del mayor; en cambio, en éstos otros, como son tres y diez, o cuatro y once, vemos desde luego que no es que no haya ninguna correspondencia, porque tienen uno respecto a otro partes de las que podría decirse, tanto respecto a tanto, pero, ¿acaso tal como la que hay en los de más arriba? Pues en modo alguno puede decirse ni en qué parte el mayor se iguala al menor, ni en qué parte el mayor excede al menor. Pues nadie diría ni qué parte es tres del número denario, ni qué parte cuatro, del undenario [53]. Y, cuando digo que consideres qué parte es, digo parte pura [54], sin añadido alguno, tal como es la mitad, la tercera, la cuarta, la quinta, la sexta, y así sucesivamente; no que se le añadan tercios y medias onzas [ semiunciae] [55] y algún tipo así de cortes.

D. — Ya entiendo.

Qué movimientos se han de anteponer

16M. — Entonces, de estos movimientos «racionales desiguales», ya que he propuesto dos tipos añadiendo además a cada uno ejemplos de los números, ¿cuáles crees que se deben anteponer a cuáles? ¿Aquéllos en los que se puede decir la mencionada parte proporcional o aquéllos en los que no se puede?

D. — La razón me parece que manda que se deben anteponer aquéllos en los que puede decirse, como se ha mostrado, en qué parte de sí mismo el mayor o se iguala al menor o lo excede, a aquéllos en los que no sucede lo mismo.

M. — Correcto. Pero, ¿quieres que también les pongamos nombres para que, cuando en lo sucesivo sea necesario recordarlos, hablemos con más soltura?

D. — Lo quiero, sí.

M. — Llamemos, entonces, a éstos, los que hemos antepuesto, «connumerados» [ connumerati]; y a aquéllos a los que hemos antepuesto éstos, «dinumerados» [ dinumerati] [56], por aquello de que ésos de más arriba no sólo se numeran de uno en uno, sino que además se miden y se numeran según aquella parte en la que el mayor se iguala al menor o lo excede; aquellos posteriores, en cambio, solamente son numerados uno respecto a otro mediante unidad, pero no se miden a sí mismos ni se numeran en función de la parte en la que o el mayor se iguala al menor o lo excede. No puede, en efecto, decirse en éstos ni cuántas veces tiene el mayor al menor, ni aquello en lo que el mayor excede al menor cuántas veces lo tienen tanto el mayor como el menor.

D. — Acepto también estos vocablos y, en la medida en que pueda, haré por recordarlos.

Movimientos «complicados» [complicati] y « sescuados» [sesquati]

10. 17M. — Vamos, veamos ahora de los «connumerados» cuál puede ser la clasificación; de hecho, pienso que está más que a la vista. Hay, en efecto, un tipo de «connumerados» en el que el número menor mide al mayor, esto es, el mayor lo contiene algunas veces, como hemos dicho que eran los números dos y cuatro; vemos, en efecto, que el dos es contenido dos veces por el cuatro; que estaría contenido tres veces si no pusiéramos el cuatro, sino el seis frente al dos; cuatro veces, a su vez, si el ocho; cinco veces, si el diez. Otro tipo hay en el que la parte en que el mayor excede al menor, los mide a ambos, esto es, tanto el mayor como el menor la contienen unas determinadas veces; lo cual ya hemos visto con claridad en los mencionados números, seis y ocho: a saber, aquella parte en la que es excedido el menor, es dos, que ves que está en el número octonario cuatro veces; en el senario, tres. Por ello, también a estos movimientos de los que se está tratando, y a los números por los que se ilustra lo que queremos aprender en los movimientos, marquémoslos y designémoslos con unos vocablos; pues la diferencia entre ellos hace rato, si no me equivoco, está a la vista. Por eso, si ya te parece, aquéllos donde el mayor resulta de multiplicar el menor, llámense «complicados» [ compiicati] [57]; los otros, en cambio, con un nombre ya viejo, «sescuados» [ sesquati] [58].

Pues se llama sesque cuando dos números están dispuestos uno respecto a otro en una razón tal que el mayor contenga respecto al menor tantas partes como la parte de sí mismo en la que lo sobrepasa; pues si es el tres respecto al dos, en la tercera parte de sí mismo el mayor antecede al menor; si el cuatro respecto al tres, en la cuarta; si el cinco respecto al cuatro, en la quinta, y así sucesivamente [59]. Idéntica razón hay también en el seis respecto al cuatro, el ocho respecto al seis, el diez respecto al ocho [60]; y a partir de ahí se puede observar y explorar esta razón tanto en los números sucesivos como en los mayores.

El origen, en cambio, de este nombre no lo diría con facilidad, salvo que quizá sesque sea dicho como se absque, esto es, absque se, porque en cinco respecto a cuatro, el mayor sin su quinta parte es lo que el menor [61]. De estas cosas me pregunto qué te parece.

D. — A mí, en verdad, también aquella razón de las medidas relativas y de los números me parece más que verdadera; y los vocablos que por tu parte les has puesto me parecen adecuados para recordar unas cosas que hemos comprendido; incluso el origen de este nombre que ahora me has explicado, no suena mal, aunque, quizás, no sea el que siguió el que estableció tal nombre.

Cómo el número y el movimiento, aunque avancen hasta el infinito, se reducen a una forma Concreta

11. 18M.— Apruebo y acepto tu sentencia, pero, ¿ves que todos esos movimientos «racionales», esto es, los que tienen alguna medida numérica uno respecto a otro, pueden proseguir hasta el infinito de número a número, a no ser que, a su vez, una razón concreta los contuviere y los recondujere a un determinado módulo y a una forma?

Pues, por hablar primero de los propios «iguales» (uno a uno, dos a dos, tres a tres, cuatro a cuatro y sucesivamente si prosiguiera), ¿cuál será el final, cuando del número en sí no hay final ninguno? Y es que esta fuerza tiene el número dentro: que todo el que ha sido dicho es finito; el no dicho, en cambio, infinito. Y lo que sucede a los «iguales», eso también puedes observar que sucede a los «desiguales», ya sean «complicados», ya «sescuados», ya «connumerados», ya «dinumerados». Si, en efecto, establecieres el uno frente al dos y quisieres permanecer en tal multiplicación, diciendo uno a tres, uno a cuatro, uno a cinco y así sucesivamente, no habrá final; o bien sólo los dobles, como uno a dos, dos a cuatro, cuatro a ocho, ocho a dieciséis y así sucesivamente, aquí tampoco hay ningún final; del mismo modo los triples solos y los cuádruplos solos y cuanto en este sentido quisieres probar, avanzan hasta el infinito. De igual modo también los «sescuados»: pues, cuando decimos dos a tres, tres a cuatro, cuatro a cinco, ves que nada prohíbe continuar con los demás, sin que ningún final ofrezca resistencia; o si perseverando dentro del mismo tipo, quieres de este modo, como dos a tres, cuatro a seis, seis a nueve, ocho a doce, diez a quince y así sucesivamente; ya sea en este tipo, ya sea en los demás, ningún final sale al paso. ¿Qué necesidad hay ya de hablar de los «dinumerados», cuando a partir de lo que ya ha quedado dicho cualquiera podría entender que tampoco en éstos al ir subiendo peldaño a peldaño hay ningún final? ¿O no te lo parece?

Los hombres hicieron una especie de articulaciones en la numeración

19D. — ¿Qué se puede decir en verdad más verdadero que esto? Pero ya estoy con toda avidez expectante de conocer aquella razón que a esa infinidad la reconduce a un «modo» concreto y le traza una forma que es preciso no sobrepasar.

M. — También ésta, como otras cosas, tú reconocerás que la conoces por ti mismo, cuando a medida que yo te pregunte vayas dando respuestas verdaderas. Así, pues, en primer lugar te pregunto, ya que tratamos de movimientos «numerosos», si debemos consultar a los propios números, hasta el punto de juzgar que las leyes concretas y fijas que nos mostraren han de ser tenidas en cuenta y observadas en aquellos movimientos.

D. — Sí, es verdad; nada, en efecto, puede hacerse con mayor orden, creo yo.

M. — Entonces, si te parece, abordemos a partir del propio principio [62] de los números la urdimbre de esta consideración y veamos, cuanto en función de las fuerzas de nuestra mente somos capaces de fijar la atención en tales cosas, cuál es la razón de que, aunque el número avanza, como se ha dicho, por el infinito, los hombres al numerar hayan hecho una especie de articulaciones, desde las que vuelven de nuevo al uno que es el principio de los números. Al numerar, en efecto, avanzamos del uno hasta el diez, y de allí volvemos al uno; y, si quieres seguir un complejo [ complicatio] denario [63], para progresar de este modo: diez, veinte, treinta, cuarenta, la progresión es hasta el cien; si uno centenario: cien, doscientos, trescientos, cuatrocientos, en el mil está la articulación desde la que se vuelve. ¿Qué necesidad hay ya de buscar más allá? Ves ciertamente qué articulaciones digo, cuya regla primera la indica de entrada el número denario, pues tal como el diez tiene diez veces el uno, así el cien tiene diez veces el propio diez, y el mil tiene diez veces el cien, y así sucesivamente, hasta donde se tenga el capricho de avanzar, irá en esta especie de articulaciones lo que en el número denario quedó definido de antemano [64]. ¿O no entiendes alguna de estas cosas?

D. — Muy evidentes son todas y muy verdaderas.

Por qué la progresión se hace del uno al diez y de dónde viene el que el ternario sea un número perfecto

12. 20M.— Entonces, con toda la diligencia que podamos, escrutemos a fondo esto: cuál puede ser la razón de que desde el uno la progresión se haga hasta el diez, y de allí, viceversa, la vuelta al uno. De donde te pregunto si que llamamos principio puede ser absolutamente principio, si no lo es de algo.

D. — En modo alguno puede.

M. — Asimismo, lo que decimos final, ¿puede ser final, si no lo es de alguna cosa?

D. — Tampoco esto es posible.

M. — ¿Y qué? Desde un principio hasta un final, ¿piensas que se puede llegar, si no es a través de algún medio?

D. — No lo pienso.

M. — Entonces, para que algo sea un todo, consta de un principio y un medio y un final [65].

D. — Así parece.

M. — Di, así, ahora un principio, un medio y un final en qué numero te parece que se hallan contenidos.

D. — Estimo que el número ternario quieres tú que responda; tres son, en efecto, las cosas sobre las que preguntas.

M. — Correctamente estimas. Razón por la cual en el número ternario ves que hay una especie de perfección, porque es total [ totus] [66]: tiene, en efecto, principio, medio y final [67].

D. — Lo veo abiertamente.

M. — ¿Y qué? ¿No aprendimos desde la entrada en la niñez aquello de que todo número es o par o impar?

D. — Dices verdad.

M. — Recuérdalo, entonces, y dime a qué número solemos decirle par y a cuál impar.

D. — Aquél que puede ser dividido en dos partes iguales se llama par; el que, en cambio, no puede, impar.

21M. — El asunto lo tienes [68]. Como, por tanto, el ternario es el primer total impar y consta, en efecto, de un principio y de un medio y de un final, según se ha dicho, ¿verdad que es preciso que haya también un par total y perfecto, de forma que en él también se encuentre un principio, un medio y un final?

D. — Es preciso, desde luego.

M. — Ahora bien, ése, cualquiera que sea, no puede tener un medio indivisible, como el impar; si, en efecto, lo tuviera, no podría dividirse en dos partes iguales, cosa que hemos dicho que es lo propio del número par. Un medio, a su vez, indivisible es el uno; uno divisible, el dos. El medio, a su vez, en los números es aquello a partir de lo que ambos lados son iguales entre sí. ¿O algo ha quedado dicho oscuramente y menos a tu alcance?

D. — Al contrario, para mí también estas cosas son evidentes; y al buscar un número par total, sale primero al paso el cuaternario. En efecto, en el dos, ¿cómo pueden encontrarse aquellas tres cosas por las que es total un número, esto es, un principio, un medio y un final?

M. — Justo se ha respondido por tu parte aquello mismo que yo quería, y lo que la propia razón fuerza a confesar. Retoma, así, la cuestión desde el propio uno y considera. Verás, en efecto, que el uno no tiene medio ni final, por aquello de que sólo es principio; o que es principio por aquello de que carece de medio y de final.

D. — Es manifiesto.

M. — ¿Qué diremos, entonces, del dos? ¿Acaso podemos en él entender un principio y un medio, cuando un medio no puede existir sino donde existe un final?; ¿o un principio y un final, cuando a un final no se puede llegar sino a través de un medio?

D. — Me urge la razón a confesarlo, y en cuanto a qué responder sobre este número estoy absolutamente inseguro.

M. — Mira, no sea que ese número también pueda ser principio de números. Pues, si carece de medio y de final, cosa que, como has dicho, obliga la razón a confesar, ¿qué queda, sino que sea éste también un principio? ¿O es que dudas en establecer dos principios?

D. — Vivamente lo dudo.

M. — Harías bien si los dos principios se establecieran desde la mutua contraposición; ahora, en cambio, este segundo principio lo es a partir de aquél primero, de forma que aquél no lo sea a partir de ninguno, éste, en realidad, a partir de aquél; uno y uno, en efecto, son dos, y así ambos son principios, y de tal modo son principios ambos que todos los números lo son precisamente a partir del uno. Pero, puesto que se producen a base de una especie de complejo [ complicatio] y de adjunción [ adiunctio] [69], y el origen, a su vez, del complejo y de la adjunción se atribuye correctamente al número dual, resulta que se descubre que aquél es un primer principio, a partir del cual existen los números todos, y éste, a su vez, un segundo, mediante el cual existen los números todos. Salvo que tengas contra esto algo que discutir.

D. — Yo, desde luego, nada, y no sin admiración pienso estas cosas, aunque las responda yo mismo, interrogado por ti.

Cuánto descuella a partir de aquí el número cuaternario

22M. — De forma más sutil y abstrusa se preguntan estas cosas en aquella disciplina que versa sobre los números; aquí, en cambio, volvamos a la tarea propuesta lo más rápido que podamos. Por eso pregunto: el dos unido al uno, ¿qué hace?

D. — El tres.

M. — Luego estos dos principios de los números, acoplados entre sí, hacen un número total y perfecto [70].

D. — Así es.

M. — ¿Y qué? Al numerar, tras el uno y el dos, ¿qué número ponemos?

D. — El mismo tres.

M. — El mismo número, por tanto, que resulta del uno y del dos se coloca en la serie después de ambos, de forma que ningún otro pueda interponerse.

D. — Así lo veo.

M. — Ahora bien, también es preciso que veas esto: que en ninguno de los restantes números puede suceder esto de que cuando marcares dos números cualesquiera acoplados entre sí en la serie de la numeración, los siga, sin interponerse ninguno, el que se conjunta a base de ambos.

D. — Esto también lo veo; pues el dos y el tres, que son números acoplados entre sí, en la suma hacen el cinco; y, en cambio, no sigue a continuación el cinco, sino el cuatro. A su vez, el tres y el cuatro conjuntan el siete; y, en cambio, entre el cuatro y el siete se hallan en la serie el cinco y el seis. Y cuanto quisiere avanzar, tantos más se interponen.

M. — Grande es, entonces, esta concordia entre los tres primeros números; uno, en efecto, y dos y tres decimos, entre los cuales nada se puede interponer; el uno, en cambio, y el dos son el propio tres.

D. — Grande absolutamente.

M. —¿Y qué? ¿No crees digno de ninguna consideración esto de que esa concordia cuanto más estrecha y conjuntada es, tanto más tiende a una cierta unidad y produce un algo unitario a partir de una pluralidad?

D. — Al contrario, de la máxima consideración, y no sé de qué modo incluso admiro, incluso amo esa unidad que encareces.

M. — Mucho lo apruebo; mas, con seguridad, cualquier acoplamiento y ensamble de cosas produce un algo unitario, sobre todo, cuando consienten tanto los medios con los extremos como los extremos con los medios.

D. — Así es preciso, ciertamente.

23M. — Atiende, por tanto, para que veamos esto en ese ensamble. Pues, cuando decimos uno, dos, tres, ¿no ves que cuanto el uno es sobrepasado por el dos tanto lo es el dos por el tres?

D. — Es muy verdadero.

M. — Dime ya ahora, en esta correlación, ¿cuántas veces he nombrado el uno?

D. — Una vez.

M. — El tres, ¿cuántas?

D. — Una vez.

M. — ¿Y qué, el dos?

D. — Dos veces.

M. — Una vez, entonces, y dos veces y una vez, ¿cuántas veces se hacen en suma?

D. — Cuatro veces.

M. — Con razón, por tanto, a esos tres los sigue el número cuaternario; se le otorga, en efecto, en virtud de esa proporción la correlación. Cuánto valga esta proporción, acostúmbrate ya a reconocerlo por el hecho de que aquella unidad, que has dicho que amabas, sólo puede producirse en las cosas ordenadas en virtud de ésta, cuyo nombre griego es analogía, y algunos de nosotros han llamado «proporción», nombre del que podemos hacer uso, si nos agrada; no por gusto, en efecto, sino por necesidad haría uso de vocablos griegos en el habla latina [71].

D. — A mí, desde luego, me agrada; pero prosigue en la dirección hacia donde apuntabas.

M. — Lo haré. De suyo, qué es la proporción y qué derecho tiene en las cosas, por un lado, en su lugar dentro de esta disciplina lo indagaremos con especial diligencia y, por otro lado, cuanto más adelantado estés en la instrucción [72], tanto mejor conocerás su fuerza y naturaleza. Pero ves ciertamente, lo que de momento es bastante, que aquellos tres números, cuya concordia admirabas, no han podido conjuntarse entre sí en un mismo ensamble sino a través del número cuaternario. Por tal motivo consiguió, en cuanto puedas entenderlo, ser integrado por derecho en la serie después de ellos, de manera que se acople con éstos a base de la mencionada concordia particularmente estrecha; de manera que ya no es uno, dos y tres sólo, sino uno, dos, tres y cuatro la progresión de los números acoplada en íntima amistad.

D. — Doy por completo mi asentimiento.

24M. — Pero fíjate en lo demás, no vayas a pensar que nada propio tiene el número cuaternario, de lo que carecen todos los restantes números, cosa que tiene valor para este ensamble del que hablo, de forma que desde el uno hasta el cuatro hay un «número» concreto y un hermosísimo «modo» de progresión. Se había, en efecto, convenido entre nosotros más arriba que a partir de una pluralidad se produce un algo de máxima unidad precisamente cuando con los extremos consienten los medios y los medios con los extremos.

D. — Así es.

M. — Cuando, entonces, colocamos el uno y el dos y el tres, di cuáles son los extremos y cuál, el medio.

D. — El uno y el tres los veo como extremos; el dos, como medio.

M. — Responde ahora, qué se configura a partir del uno y del tres.

D. — El cuatro.

M. — ¿Y qué? El dos, que es el único número en medio, ¿puede, acaso, ser puesto en correlación con otro que no sea él mismo? Por lo tanto, di también, dos veces el dos qué constituye.

D. — El cuatro.

M. — Así, entonces, consienten el medio con los extremos y con el medio los extremos. Por lo tanto, así como es relevante en el tres el que se coloca tras el uno y el dos, cuando consta del uno y del dos, así es relevante en el cuatro el que se numera tras el uno y el dos y el tres, cuando consta del uno y del tres, o de dos veces el dos. Tal consenso de los extremos con el medio y del medio con los extremos reside en aquella proporción que en griego se dice analogía. Si has entendido esto, manifiéstalo.

D. — Lo entiendo bastante.

25M. — Tantea, entonces, en los restantes números si se encuentra lo que hemos dicho que es propio del número cuaternario.

D. — Lo haré. En efecto, si dispusiéramos el dos, el tres, el cuatro, los extremos conjuntados se convierten en el seis [73]; esto hace también el medio conjuntado consigo mismo; y, sin embargo, no sigue a continuación el seis, sino el cinco. A su vez, dispongo el tres, el cuatro y el cinco; los extremos hacen el ocho, también el medio, tomado dos veces; mas entre el cinco y el ocho no ya uno, sino dos números veo interpuestos, a saber, el senario y el septenario. Y según dicha razón, cuanto voy avanzando tanto mayores se hacen estos intervalos.

M. — Veo que has entendido y que sabes por completo lo que ha quedado dicho; pero para no demorarnos ya, adviertes ciertamente que del uno al cuatro se produce la más justa progresión; bien debido al número impar y par, porque el primer impar total es el tres, y el primer par total, el cuatro, cosa de la que un poco antes se ha tratado; bien porque el uno y el dos son los principios y como las semillas de los números, a partir de los cuales se constituye el tres, de forma que sean ya tres los números. Los cuales al correlacionarse entre sí en proporción, sale a la luz y se engendra el cuaternario, y por ello se unce por derecho a ellos, de modo que hasta él se produzca aquella progresión reglada [ moderata progressio] [74] que buscamos.

D. — Entiendo.

El número al avanzar hasta el cuatro encuentra el orden