Soundless - Richelle Mead - E-Book

Soundless E-Book

Richelle Mead

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Beschreibung

En un pueblo sin sonidos... Desde que Fei puede recordar, en su pueblo nadie puede oír. El terreno rocoso y los aludes frecuentes hacen que sea imposible abandonar el pueblo, por lo que Fei y su gente están a merced de una línea con la que se izan los alimentos por los traicioneros acantilados desde Beiguo, un reino lejano y misterioso.   Cuando los habitantes del pueblo empiezan a perder la vista, disminuye la cantidad de comida que llega por la línea. Muchos pasan hambre. Fei y todos sus seres queridos caen en una crisis, sin nada que esperar más que oscuridad e inanición. Una chica oye un llamado a la acción... Hasta que una noche, un sonido desgarrador despierta a Fei. El oído se convierte en su arma.   Emprende la tarea de descubrir qué le ocurrió y de luchar contra los peligros que amenazan a su pueblo. En su búsqueda la acompaña un apuesto minero de espíritu revolucionario, que trae consigo nuevos riesgos y la posibilidad de un romance. Juntos se embarcan en un viaje majestuoso desde la cima de la escarpada montaña donde se encuentra su pueblo hasta el valle de Beiguo, donde una verdad inesperada les cambiará la vida para siempre… Y despierta un poder que salvará a su pueblo.

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Seitenzahl: 368

Veröffentlichungsjahr: 2022

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Índice de contenido
Portadilla
Legales
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Epílogo
Agradecimientos

Mead, Richelle

Soundless / Richelle Mead. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Del Nuevo Extremo, 2016.

Libro digital, Amazon Kindle

Archivo Digital: descarga

Traducción de: Nora Escoms.

ISBN 978-987-609-652-2

1. Narrativa Juvenil Estadounidense. 2. Novelas de Aventuras. I. Escoms, Nora, trad. II. Título.

CDD 813.9283

© 2015, Richelle Mead,

© 2016, Editorial Del Nuevo Extremo S.A.

A. J. Carranza 1852 (C1414 COV) Buenos Aires Argentina

Tel / Fax (54 11) 4773-3228

e-mail: [email protected]

www.delnuevoextremo.com

Imagen editorial: Marta Cánovas

Traducción: Nora Escoms

Corrección: Mónica Piacentini

Adaptación del diseño de tapa: @WOLFCODE

Diseño de interior: ER

Primera edición en formato digital: mayo de 2016

Digitalización: Proyecto451

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización escrita de los titulares del “Copyright”, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, incluidos la reprografía y el tratamiento informático.

Inscripción ley 11.723 en trámite

ISBN edición digital (ePub): 978-987-609-652-2

Esta es una obra de ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación de la autora o se usan de manera ficticia, y cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, emprendimientos, compañías, acontecimientos o lugares reales es mera coincidencia.

A la memoria de mi padre, que perdió la vista pero jamás la visión.

CAPÍTULO 1

Mi hermana está en problemas, y solo tengo unos minutos para ayudarla.

No se da cuenta. Últimamente, le cuesta ver muchas cosas, y ese es el problema.

Tus pinceladas están mal, le aviso por medio de señas. Las líneas están torcidas, y equivocaste algunos colores.

Zhang Jing toma un poco de distancia de la tela. La sorpresa ilumina solo por un momento sus rasgos, que enseguida reflejan desesperación. No es la primera vez que ocurren estos errores. Un instinto persistente me dice que no será la última. Hago un pequeño gesto, indicándole que me entregue su pincel y sus pinturas. Ella vacila y mira alrededor para cerciorarse de que ninguno de nuestros compañeros esté mirándonos. Todos están muy enfrascados en sus propias telas, acicateados por el conocimiento de que nuestros maestros llegarán en cualquier momento para evaluar nuestro trabajo. Su sentido de urgencia es casi palpable. Vuelvo a hacerle señas, esta vez con más insistencia, y Zhang Jing me entrega sus útiles y se aparta para dejarme trabajar.

Con la rapidez de un rayo, me pongo a revisar su tela y a corregir sus imperfecciones. Emparejo las pinceladas irregulares, engroso las líneas que están demasiado finas y uso arena para secar algunas partes donde cayó mucha tinta. Esta caligrafía me consume, como siempre me sucede con el arte. Pierdo la noción del mundo que me rodea y ni siquiera reparo en lo que dice la obra. Solo cuando termino y me aparto para observar el resultado, veo las noticias que ella estaba registrando.

Muerte. Hambruna. Ceguera.

Otro día aciago en nuestro pueblo.

No puedo concentrarme en eso ahora, justo cuando nuestros maestros están a punto de entrar. Gracias, Fei, me dice Zhang Jing con señas, y le devuelvo sus útiles. Asiento brevemente y regreso de prisa a mi propia tela, del otro lado del salón, justo en el momento en que una vibración en el suelo señala la entrada de los mayores. Respiro hondo, agradecida de haber podido salvar a Zhang Jing una vez más. Con ese alivio, llega un terrible conocimiento que ya no puedo negar: mi hermana está perdiendo la vista. Nuestro pueblo aceptó el silencio cuando nuestros antepasados perdieron la audición, hace ya muchas generaciones, por causas desconocidas, pero ¿quedar sumidos en la oscuridad? Es un destino que nos asusta a todos.

Debo apartar esos pensamientos de mi mente y poner un semblante sereno pues mi maestro viene recorriendo la fila de telas. En el pueblo hay seis mayores, y cada uno supervisa a por lo menos dos aprendices. En la mayoría de los casos, cada mayor sabe quién será su reemplazante, pero con los accidentes y las enfermedades que se suceden por aquí, entrenar a un suplente es una precaución necesaria.

Algunos aprendices todavía están compitiendo por ser el reemplazo de su mayor, pero a mí no me preocupa mi puesto.

Ahora el Mayor Chen se acerca a mí y lo saludo con una profunda reverencia. Sus ojos oscuros, agudos y alertas a pesar de su edad avanzada, miran más allá de mí, hacia la pintura. Está vestido de azul claro, como todos nosotros, pero la túnica que tiene encima de los pantalones es más larga que las de los aprendices. Casi le llega a los tobillos y tiene un ribete de hilo de seda púrpura. Siembre observo ese bordado mientras hace sus inspecciones, y nunca me canso de hacerlo. En nuestra vida diaria hay muy poco color, y ese hilo de seda es un detalle brillante y preciado. Cualquier tipo de tela es un lujo aquí, donde mi gente lucha todos los días solo para conseguir alimento. Ahora, mientras observo el hilo púrpura del Mayor Chen, pienso en las historias antiguas de reyes y nobles que se vestían de seda de la cabeza a los pies. La imagen me deslumbra por un momento, y me transporta más allá de este salón hasta que parpadeo y vuelvo a concentrarme con reticencia en mi trabajo.

El Mayor Chen está muy quieto mientras examina mi ilustración, con expresión inescrutable. Mientras que hoy Zhang Jing pintó noticias aciagas, mi tarea fue registrar nuestro último cargamento de comida, con la rara sorpresa de que incluía rábanos. Por fin, separa las manos que tenía cruzadas frente a él. Capturaste las imperfecciones en la cáscara de los rábanos, me dice por medio de señas. No muchos habrían reparado en esos detalles.

Viniendo de él, es un gran elogio. Gracias, maestro, respondo, y vuelvo a inclinarme.

Sigue su camino y pasa a examinar el trabajo de su otra aprendiz, una chica llamada Jin Luan, que me lanza una mirada de envidia antes de inclinarse ante nuestro maestro. Nunca hubo dudas acerca de quién es su alumna preferida, y sé que debe de ser frustrante para ella que, haga lo que haga, nunca logre llegar a ese primer lugar. Soy una de los mejores artistas de nuestro grupo, y todos lo sabemos. No pido disculpas por mi éxito, especialmente porque he renunciado a tanto para lograrlo.

Miro hacia el otro lado del salón, donde la Mayor Lian está examinando la caligrafía de Zhang Jing. El rostro de la Mayor Lian está tan inescrutable como el de mi maestro mientras observa cada detalle de la tela de mi hermana. Descubro que estoy conteniendo el aliento, mucho más nerviosa de lo que estaba para mi propia inspección. A su lado, Zhang Jing está pálida, y sé que tanto mi hermana como yo estamos preparándonos para lo mismo: que la Mayor Lian nos llame por haber tratado de engañarla con respecto a la vista de Zhang Jing. La Mayor Lian se demora mucho más tiempo que el Mayor Chen, pero por fin asiente brevemente en señal de aceptación y sigue camino hacia su siguiente aprendiz. Los hombros de Zhang Jing se aflojan con alivio.

Hemos vuelto a engañarlos, pero tampoco puedo sentirme mal por eso. Es que está en juego el futuro de Zhang Jing. Si los mayores descubren que la vista le está fallando, es casi seguro que perderá su puesto de aprendiz y la enviarán a las minas. La sola idea me estruja el pecho. En nuestro pueblo, solo hay tres ocupaciones: artista, minero y proveedor. Nuestros padres eran mineros. Ellos murieron jóvenes.

Una vez terminadas todas las inspecciones, es hora de nuestros anuncios matutinos. Hoy los hará la Mayor Lian, que sube a una plataforma en el salón para que todos los que estamos allí reunidos podamos verle las manos.

El trabajo de ustedes es satisfactorio, comienza. Es el comentario habitual, y todos nos inclinamos. Cuando volvemos a levantar la vista, prosigue. Nunca olviden lo importante que es lo que hacemos aquí. Ustedes forman parte de una tradición antigua y exaltada. Pronto saldremos al pueblo y daremos comienzo a nuestras observaciones diarias. Sé que en este momento las cosas están difíciles. Pero recuerden que no es nuestro lugar interferir.

Hace una pausa y su mirada recorre el salón mientras todos asentimos en reconocimiento de un concepto que nos ha sido inculcado con tanta intensidad como nuestro arte. La interferencia conduce a la distracción; interrumpe tanto el orden natural de la vida en el pueblo como la precisión de los registros. Debemos ser observadores imparciales. Pintar las noticias del día ha sido una tradición en el pueblo desde que nuestra gente perdió la audición, hace siglos. Dicen que antes de eso las noticias eran voceadas por un pregonero, o simplemente se transmitían oralmente de persona a persona. Pero en realidad ni siquiera sé qué es “vocear”.

Observamos y registramos, reitera la Mayor Lian. Es la tarea sagrada que desempeñamos desde hace siglos, y si nos apartamos de ella, le hacemos un daño a nuestro trabajo y al pueblo. Nuestra gente necesita estos registros para saber qué está ocurriendo a su alrededor. Y nuestros descendientes necesitan nuestros registros para poder entender cómo han sido siempre las cosas. Ahora vayan a desayunar, y hagan honor a nuestras enseñanzas.

Hacemos otra reverencia y salimos del salón en dirección al comedor. Nuestra escuela se llama Peacock Court. Es un nombre que trajeron nuestros antepasados de zonas lejanas, más apacibles, de Beiguo, más allá de esta montaña, para reconocer la belleza que creamos entre sus paredes. Cada día, pintamos las noticias de nuestro pueblo para que las lea nuestra gente. Aunque estemos registrando apenas la información más básica, como la llegada de un cargamento de rábanos, nuestro trabajo debe ser inmaculado y digno de preservación. Los registros de hoy pronto se pondrán en exposición en el centro del pueblo, pero primero tenemos este breve descanso.

Zhang Jing y yo nos sentamos en el suelo con las piernas cruzadas ante una mesa baja para esperar nuestra comida. Los sirvientes se acercan y miden con esmero nuestras gachas de mijo, para cerciorarse de que todos los aprendices reciban la misma cantidad. Todos los días desayunamos lo mismo, y aunque quita el hambre, no siento que me llene. Pero es más de lo que les toca a los mineros y a los proveedores, de modo que debemos estar agradecidos.

Zhang Jing hace una pausa en su desayuno. No volverá a pasar, me dice con señas. En serio.

Cállate, respondo. Es un tema que no se puede siquiera sugerir en este lugar. Y a pesar de sus palabras audaces, hay en su rostro un miedo que me dice que no las cree. En nuestro pueblo hay cada vez más casos de ceguera por razones que son tan misteriosas como la sordera que afectó a nuestros ancestros. Por lo general, solo los mineros quedan ciegos, por lo que la situación actual de Zhang Jing resulta mucho más misteriosa.

Un revuelo de actividad en mi periferia me aparta de mis pensamientos. Levanto la vista y veo que los otros aprendices también han dejado de comer y están mirando hacia una puerta que va del comedor a la cocina. Allí hay un grupo de sirvientes, más de los que suelo ver juntos. Por lo general, son muy respetuosos de las diferencias de rango y se mantienen al margen.

Una mujer a quien reconozco como la jefa de cocineros acaba de salir por la puerta, y por delante de ella salió corriendo un niño. Cocinera es un término extravagante para lo que hace, ya que hay muy poca comida y no es mucho lo que se puede hacer con ella. Además, supervisa a los sirvientes de Peacock Court. Me duele verla golpear al niño con tanta fuerza que lo hace caer al suelo. Lo he visto antes, por lo general cumpliendo las tareas de limpieza más desagradables. Entre ellos se está desarrollando una conversación con señas frenéticas.

¿… creíste que no iba a darme cuenta?, pregunta la cocinera. ¿Cómo se te ocurre tomar más de lo que te corresponde?

¡No era para mí!, se defiende el niño. Era para la familia de mi hermana. Tienen hambre.

Todos tenemos hambre, replica la cocinera. Eso no es excusa para robar.

Respiro profundamente al comprender lo que está pasando. El robo de comida es uno de los peores delitos que tenemos aquí. El hecho de que se produjera entre nuestros sirvientes, que por lo general están mejor alimentados que otros habitantes del pueblo, resulta particularmente escandaloso. El chico logra ponerse de pie y enfrenta con valentía la ira de la cocinera.

Son una familia de mineros, y están enfermos, explica. Los mineros ya reciben menos comida que nosotros, y les recortaron las raciones por no poder trabajar. Quise que las cosas fueran más justas.

La expresión dura de la cocinera nos indica que no se conmueve. Bueno, ahora puedes ir con ellos a las minas. Aquí no hay lugar para ladrones. Quiero que te vayas antes de que se retiren los platos del desayuno.

Al oír esto, el chico vacila y su rostro se llena de desesperación. Por favor. No me envíe a trabajar con ellos. Lo siento. Renuncio a mis raciones para compensar lo que robé. No volverá a pasar.

Ya sé que no volverá a pasar, responde la cocinera con mordacidad. Hace una brusca seña a dos de los sirvientes más fornidos, cada uno toma al chico por un brazo y entre ambos lo sacan del comedor por la fuerza. Él trata de zafarse y protestar, pero no puede con los dos. La cocinera observa impasible mientras los demás miramos boquiabiertos. Cuando se pierden de vista, ella y los demás criados que no están sirviendo el desayuno desaparecen en la cocina. Zhang Jing y yo nos miramos, demasiado conmocionadas para hablar. En su momento de debilidad, ese sirviente hizo que su vida se volviera considerablemente más difícil… y peligrosa.

Cuando terminamos el desayuno y nos dirigimos al salón de trabajo, no se habla de otra cosa que del ladrón. ¿Puedes creerlo?, me pregunta alguien. ¡Cómo se atreve a darle nuestra comida a un minero!

Quien habla se llama Sheng. Como yo, es uno de los mejores artistas de Peacock Court. A diferencia de mí, proviene de una familia de artistas y mayores. Creo que a veces se le olvida que Zhang Jing y yo somos las primeras en nuestra familia que alcanzamos este rango.

Es terrible, sin duda, respondo con neutralidad. No me atrevo a expresar lo que siento en realidad: que dudo de que la distribución de los alimentos sea justa. Hace mucho tiempo aprendí que, para conservar mi puesto en Peacock Court, debo renunciar a toda solidaridad con los mineros y verlos simplemente como la fuerza laboral de nuestro pueblo. Nada más.

Merece un castigo peor que la expulsión, dice Sheng de manera ominosa. Además de su habilidad para el arte, Sheng tiene una seguridad descarada que hace que la gente lo siga, de modo que no me sorprende ver asentir a algunos de los que nos rodean. Sheng levanta la cabeza con orgullo al ver eso, destacando sus pómulos altos y finos. La mayoría de las chicas de aquí estarían de acuerdo en que es el chico más atractivo de la escuela, pero a mí nunca me afectó mucho.

Espero que eso cambie pronto, pues se espera que algún día nos casemos.

Con audacia, sabiendo que probablemente esté cometiendo un error, pregunto: ¿No te parece que las circunstancias tuvieron que ver con sus actos? ¿El deseo de ayudar a su familia enferma?

Eso no es excusa, declara Sheng. Aquí todo el mundo gana lo que merece, ni más ni menos. Eso es equilibrio. Si no puedes cumplir con tu deber, no deberías esperar alimentos a cambio. ¿No te parece?

Sus palabras me hacen doler el corazón. No puedo más que echar un vistazo a Zhang Jing, que camina a mi otro costado, antes de volverme nuevamente hacia Sheng y responder Sí, alicaída. Sí, claro.

Los aprendices empezamos a recoger nuestras telas para llevarlas a la vista de los demás habitantes del pueblo. Algunas todavía no se han secado y exigen más cuidado. Cuando salimos, el sol está bien alto sobre el horizonte, y promete un día cálido y despejado. Brilla sobre las hojas verdes de los árboles del pueblo. Sus ramas crean una bóveda que da sombra a gran parte del camino hacia el centro del pueblo. Observo los dibujos que crea la luz en el suelo cuando se filtra por entre los árboles. A menudo he pensado en pintar esa luz moteada, si tuviera la oportunidad. Pero nunca la tengo.

También me encantaría pintar las montañas. Estamos rodeados por montañas, y nuestro pueblo está en una de las más altas. Eso crea unos paisajes deslumbrantes, pero también una cantidad de dificultades para nosotros. Este pico está rodeado en tres lados por precipicios muy profundos. Nuestros antepasados migraron aquí hace siglos por un paso en el lado opuesto de la montaña, flanqueado por valles fértiles, perfectos para cultivar alimentos. Más o menos en la época en que desapareció el sentido del oído, varios aludes bloquearon el paso y lo llenaron de rocas y piedras mucho más altas que cualquier hombre. Nuestra gente quedó atrapada aquí arriba, y ya no podemos cultivar nuestros alimentos.

Fue entonces cuando nuestro pueblo forjó un acuerdo con un municipio que está al pie de la montaña. Cada día, la mayor parte de nuestros habitantes trabaja aquí arriba en las minas, extrayendo montones de metales preciosos. Nuestros proveedores envían esos metales al municipio por medio de una línea que baja la montaña. A cambio del metal, el municipio nos envía cargamentos de comida, ya que no podemos producirla. El acuerdo funcionaba bien hasta que algunos de nuestros mineros empezaron a perder la vista y ya no pudieron trabajar. Cuando empezamos a enviar menos metales, ellos empezaron a enviar menos comida.

A medida que mi grupo se va acercando al centro del pueblo, veo a algunos mineros preparándose para el trabajo del día, con su ropa de color apagado y el cansancio grabado en sus rostros. Hasta los niños colaboran en las minas. Caminan junto a sus padres y, en algunos casos, también sus abuelos.

En el centro del pueblo encontramos a aquellos que han perdido la vista. Al no poder ver ni oír, se han convertido en mendigos y esperan amontonados las limosnas del día. Se sientan inmóviles con sus tazones, despojados de la capacidad de comunicarse; solo pueden esperar las vibraciones en el suelo que les avisan que alguien se acerca y que quizá reciban algo de sustento. Observo a un proveedor que pasa y coloca medio panecillo en el tazón de cada mendigo. Recuerdo haber leído sobre esos panecillos en los registros cuando llegaron, hace un par de días. Ya en aquel momento no estaban en las mejores condiciones; la mayoría tenía algo de moho. Pero no podemos darnos el lujo de tirar comida. Ese medio panecillo es lo único que van a comer esos mendigos hasta el anochecer, a menos que alguien tenga la bondad de compartir su propia ración. La escena me revuelve el estómago, y aparto la mirada mientras nos dirigimos al estrado central, donde los trabajadores ya están retirando los registros de ayer.

Me llama la atención un destello de color brillante, y veo un tordo solitario que se posa en la rama de un árbol cercano al claro. Casi como el hilo de seda del Mayor Chen, esa brillantez me atrae. Mientras admiro las alas azules y lustrosas del pájaro, este abre el pico unos segundos y luego mira alrededor con expectación. Poco después, llega una hembra de plumaje más opaco y se posa cerca de él. Me quedo mirándolos con asombro, tratando de entender lo que acaba de pasar. ¿Cómo hizo para atraerla? ¿Qué hizo para transmitir tanto, a pesar de que ella no lo había visto? Sé, por haberlo leído, que algo pasó cuando abrió el pico, que el pájaro “cantó” y de alguna manera eso la atrajo.

Un empujoncito en el hombro me avisa que es hora de salir de mi ensoñación. Nuestro grupo ha llegado a la tarima que está en el centro del pueblo, y la mayoría de los aldeanos se ha congregado para ver nuestro trabajo. Subimos los escalones de la plataforma y colgamos nuestras pinturas. Hemos hecho esto muchas veces, y cada uno conoce su tarea. Lo que era en el taller una serie de ilustraciones y caligrafía ahora se junta y forma un solo mural coherente, que ofrece a los que se han reunido una muestra completa de todo lo que ocurrió ayer en el pueblo. Una vez que cuelgo mis rábanos, vuelvo a bajar con los demás aprendices y observo los rostros de la multitud mientras lee los registros. Veo ceños fruncidos y miradas oscuras mientras leen los últimos informes de ceguera y hambre. Los rábanos no sirven de consuelo. El arte puede ser perfecto, pero a la gente se le pierde en las sombrías noticias que muestran.

Algunos hacen la seña contra el mal, un gesto cuya intención es ahuyentar la mala suerte. A mí me parece inútil, pero los mineros son extremadamente supersticiosos. Creen que hay espíritus perdidos que vagan por el pueblo a medianoche, que la niebla que rodea nuestra montaña es el aliento de los dioses. Uno de sus relatos más populares es que nuestros antepasados perdieron el oído cuando unas criaturas mágicas llamadas pixius se durmieron profundamente y buscaron silencio en la montaña. Yo también me crié creyendo esos cuentos, pero mi educación en la escuela Peacock Court me ha dado una visión más práctica del mundo.

Lentamente, los mineros y proveedores se van apartando de los registros y empiezan a dirigirse a sus trabajos. El Mayor Chen nos hace señas a los aprendices: Vayan a sus puestos. Recuerden: observen. No interfieran.

Empiezo a seguir a los demás, y entonces veo a la Mayor Lian volviendo a subir al estrado donde están expuestos los registros. Parece que está examinando nuevamente todas las obras, estudiando cada signo con minuciosidad. Semejante escrutinio no es parte de la rutina normal. Los demás aprendices se han marchado, pero no puedo moverme, no hasta saber qué está haciendo.

Se queda allí un poco más, y cuando por fin se aparta, sus ojos se encuentran con los míos. Un momento después, dan con algo que está detrás de mí. Me doy vuelta y veo que está Zhang Jing, con las manos juntas, nerviosa. La Mayor Lian baja la escalerilla. A sus puestos, nos señala. El hilo de seda que bordea su túnica es rojo, y brilla con la luz cuando pasa.

Trago en seco, tomo a Zhang Jing por el hombro y la aparto del centro de la aldea, lejos de los mendigos ciegos. En su mayoría son ancianos y exmineros, me recuerdo. Mi hermana no es como ellos. No es en absoluto como ellos. Le aprieto la mano con afecto mientras caminamos.

Se va a mejorar, me digo. No dejaré que se convierta en uno de ellos.

Repito las palabras en mi mente una y otra vez mientras dejamos atrás a los mendigos, pero no logro borrar la imagen de esos rostros cavernosos, con sus miradas vacías y desesperanzadas.

CAPÍTULO 2

Pronto nos aproximamos a un pequeño sendero que se abre del camino principal que atraviesa el pueblo, y lo señalo con la cabeza. Zhang Jing asiente y gira hacia la encrucijada.

Antes de que lleguemos muy lejos, un grupo emerge inesperadamente de una zona boscosa cercana. Es Sheng, con dos muchachos vestidos con uniformes de proveedores. Están trayendo a alguien a la rastra entre ellos, y reconozco al sirviente de nuestra escuela, al que atraparon robando. Tiene nuevas magulladuras además de las que le causó la cocinera, y a juzgar por la expresión de regocijo que muestran, planean causarle más. Entiendo que estén escandalizados por lo que hizo, pero me da asco el placer que les provoca infligir tanto dolor. Zhang Jing se detiene con temor; no quiere involucrarse en ningún altercado. Sé que yo debería hacer lo mismo, pero no puedo. Me adelanto, dispuesta a dar mi parecer.

Antes de que pueda hacerlo, alguien pasa a toda prisa y me empuja a un costado. Lleva la ropa descolorida de los mineros, y se acerca directamente a Sheng y los otros y les bloquea el paso. Cuando me doy cuenta de quién es el recién llegado, quedo sin aliento, y me siento como si se hubiera abierto la tierra bajo mis pies y me hubiera hecho perder el equilibrio.

Es Li Wei.

¿Qué creen que están haciendo?, demanda, enojado.

Sheng lo mira con una sonrisa burlona. Enseñándole una lección.

Mírenlo, dice Li Wei. Ya aprendió su lección. Apenas se puede tener en pie.

No es suficiente, replica uno de los amigos proveedores de Sheng. ¿Dices que habría que dejarlo ir así como así? ¿Te parece bien que robe comida?

No, responde Li Wei. Pero creo que ya lo han castigado bastante. Entre la “lección” de ustedes y la pérdida del trabajo en la escuela, ha pagado con creces el delito de intentar ayudar a su familia. Lo único que están haciendo es afectar su capacidad de ayudarnos en las minas. No podemos permitirnos eso ahora. Es hora de que lo dejen ir.

Nosotros diremos cuándo es hora de dejarlo ir, responde Sheng.

Li Wei da un paso amenazante hacia ellos. Pues díganlo.

Sheng y los proveedores vacilan. Aunque ellos son más, Li Wei es incuestionablemente uno de los más corpulentos y fuertes del pueblo. Tiene los brazos musculosos desarrollados en largas horas de trabajo en las minas, y les lleva casi una cabeza de estatura. Está erguido, su cuerpo recio preparado para la pelea. No le teme al tres contra uno. No le temería a diez contra uno.

Tras un momento de tensión, Sheng se encoge de hombros y sonríe burlón como si todo fuera un gran chiste. Tenemos trabajo que hacer, dice, tratando de parecer despreocupado. Se merece más, pero no tengo tiempo para eso. Vámonos.

El proveedor que sostiene al sirviente lo suelta, y Sheng y los demás empiezan a alejarse con paso tranquilo. Al verme, Sheng me pregunta: ¿Vienes?

Hoy vamos a otra parte, respondo, y señalo hacia el sendero.

Como quieras, responde.

Cuando se van, Li Wei tiende una mano al sirviente, cuyo rostro está lleno de terror. El chico retrocede y luego se aleja a toda prisa; el miedo le dio una inyección de energía, a pesar del dolor. Li Wei lo observa alejarse, se vuelve hacia nosotras y pone cara de sorpresa al vernos allí. Se inclina con deferencia a nuestro rango, pues ha notado nuestras túnicas azules, y luego se pone ligeramente tenso cuando levanta la vista y ve mi cara.

Es lo único que delata su sorpresa. Todo lo demás en él demuestra un perfecto respeto y corrección. Mis disculpas, aprendices, dice. Traía tanta prisa por ayudar que temo haberlas empujado hace un momento. Espero no haberlas lastimado.

Aunque se dirige a las dos, tiene los ojos fijos en mí. Su mirada es tan penetrante que siento como si fuera a derribarme. O quizá solo sea el vértigo que sentí antes por estar cerca de él. Como sea, estando allí frente a él, me encuentro incapaz de moverme o hablar.

Zhang Jing, sin darse cuenta de mi estupor, sonríe con gentileza. No te preocupes. Estamos bien.

Me alegro, dice él. Empieza a darnos la espalda y luego se detiene, con expresión entre curiosa y vacilante. Espero que no piensen que hice mal al ayudar a ese chico.

Hiciste muy bien, responde Zhang Jing con amabilidad.

Aunque ella respondió por las dos, la mirada de Li Wei sigue sobre mí como si esperara que agregue algo. Pero no puedo. Hacía demasiado tiempo que no lo veía, y este encuentro repentino, inesperado, me ha tomado desprevenida. Al cabo de un rato de incomodidad, Li Wei asiente.

Bien, entonces. Espero que las dos tengan un buen día, dice, y se aleja.

Zhang Jing y yo seguimos nuestro camino, y mi frecuencia cardíaca vuelve lentamente a la normalidad. No dijiste mucho allá atrás, observa. ¿Te parece mal? ¿Crees que debió dejar que Sheng y sus amigos tomaran revancha?

No respondo enseguida. Zhang Jing me lleva un año; hemos sido inseparables durante toda nuestra vida y nos hemos contado todo. Pero hay un secreto que le he ocultado. Cuando yo tenía seis años, trepé a un viejo cobertizo semipodrido sobre el cual nuestra madre nos había prevenido muchas veces. El techo se derrumbó conmigo encima, y quedé atrapada abajo sin nadie a la vista. Pasé allí dos horas, asustada y segura de que me quedaría en ese lugar para siempre.

Y entonces apareció él.

Li Wei tenía apenas ocho años pero ya había empezado a trabajar en las minas por tiempo completo. Aquel día, cuando llegó a mí, estaba regresando de su turno cubierto por un fino polvo dorado. Cuando extendió la mano para ayudarme, el sol del atardecer le dio en el ángulo justo y lo hizo brillar y resplandecer. Ya por entonces, lo bello y asombroso siempre me conmovía, y quedé como hechizada mientras me ayudaba a salir de entre los escombros. Pronto su sonrisa fácil y su sentido del humor me ayudaron a superar mi timidez, y así empezó una amistad que duraría casi diez años y llegaría a ser tanto más…

¿Fei?, pregunta Zhang Jing, ahora realmente perpleja. ¿Estás bien?

Hago a un lado mis recuerdos y trato de quitar de mi mente la imagen deslumbrante de aquel niño dorado. Sí, miento. Es solo que no me agrada ver esa clase de violencia.

A mí tampoco, concuerda.

Nos desviamos hacia un sendero que es mucho más angosto que el camino principal del pueblo, pero que es muy transitado a pie y se ve gastado y compacto. Bordea uno de los lados del acantilado, lo que nos da unas vistas espectaculares de los picos que nos rodean. Aún es temprano y hay neblina en el aire, lo que oculta la vista hacia abajo.

Zhang Jing y yo nos detenemos al llegar al ciprés. Está más verde y frondoso que la última vez que lo vi, ahora que está bien entrado el verano. El ciprés venerable se aferra con obstinación a su lecho rocoso, y sus ramas se extienden a lo ancho y a lo alto hacia el cielo. ¿Ven cómo se yergue orgulloso, incluso en condiciones tan hostiles?, decía nuestro padre. Así debemos ser siempre: fuertes y resistentes, sin importar lo que nos rodee. Solíamos salir a caminar en familia por las tardes, y este sendero hasta el árbol era uno de nuestros preferidos. Al morir nuestros padres, Zhang Jing y yo hicimos esparcir sus cenizas aquí.

Ella y yo estamos juntas ahora, sin decir nada, contemplando simplemente la vista que tenemos ante nosotras y disfrutando una leve brisa que juega entre las ramas cubiertas de las agujas del árbol. En mi periferia, observo que ella entorna los ojos, incluso aquí. Por mucho que me duela, me siento obligada a decir algo de una vez. Me adelanto y giro para que pueda verme mejor las manos.

¿Cuánto hace que te pasa esto?

Sabe inmediatamente a qué me refiero y responde con expresión fatigada. No lo sé. Un tiempo. Meses. Al principio no era tan malo… solo alguna que otra racha. Ahora esas rachas son más frecuentes e intensas. Algunos días puedo ver perfectamente. Otros, las cosas están tan borrosas y distorsionadas que no logro distinguirlas.

Vas a mejorarte, le digo, con seguridad.

Ella sacude la cabeza con aire triste. ¿Y si no? ¿Y si solo es cuestión de tiempo para llegar a estar como los demás? ¿Para quedar en la oscuridad? Las lágrimas le brillan en los ojos, y parpadea con obstinación para contenerlas. Debería decírselo a nuestros maestros y renunciar a la escuela ahora. Es lo más honorable.

¡No!, le digo. No puedes.

Tarde o temprano van a enterarse, insiste. ¿Te imaginas entonces la desgracia, cuando me expulsen a las calles?

No, repito, aunque una parte de mí, secreta y asustada, teme que ella tenga razón. No digas nada. Yo seguiré cubriéndote, y encontraremos la manera de resolverlo.

¿Cómo? La sonrisa que me dirige es dulce pero también llena de tristeza. Hay cosas que ni siquiera tú puedes resolver, Fei.

Aparto la mirada, temiendo que a mí también se me llenen los ojos de lágrimas por la frustración que siento por el destino de mi hermana.

Vamos, dice. O llegaremos tarde.

Seguimos nuestro camino a lo largo del precipicio, y me pesa el corazón. No quiero admitirlo ante ella, pero es posible que no pueda resolver esto. Puedo soñar cosas increíbles y tener habilidad para plasmar cualquier visión por medio de la pintura, pero ni siquiera yo puedo devolverle la vista. Es un pensamiento que me llena de humildad pero es deprimente, y me consume tanto que ni siquiera reparo en la muchedumbre hasta que prácticamente nos topamos con ella.

Este sendero que bordea el pueblo pasa por la estación donde los proveedores reciben cargamentos del municipio de abajo. Parece ser que acaba de llegar el primero del día y están a punto de distribuirlo. Si bien eso suele generar entusiasmo, rara vez veo que atraiga a tantas personas, lo que me hace pensar que está ocurriendo algo fuera de lo habitual. Entre el mar de prendas marrón gastado, diviso algo azul y reconozco a otra aprendiz de artista, Min. Este es su puesto de observación.

Le tiro de la manga para llamar su atención. ¿Qué pasa?

Hace unos días, enviaron una carta al encargado para decirle que necesitamos más comida, que no podemos sobrevivir con los recortes recientes, explica. Llegó su respuesta con este cargamento.

Contengo el aliento. El encargado de la línea. Es raro que haya comunicación con él. De él depende nuestra existencia; él decide qué provisiones suben desde el municipio. Sin él, no tenemos nada. Crece mi esperanza mientras me acerco a los demás para conocer las novedades. El encargado es un gran hombre, muy poderoso. Seguramente va a ayudarnos.

Observo junto a los demás mientras el jefe de proveedores desenrolla la carta que llegó con la comida. La carta estaba atada con una cinta verde pequeñita que sostiene en la mano mientras lee, y por un momento, me quedo mirándola fascinada. Vuelvo a mirar al hombre mientras sus ojos recorren la carta. Por su expresión, me doy cuenta de que no son buenas noticias. Su rostro refleja un torbellino de emociones, de tristeza e ira. Por fin, entrega la carta a un asistente y se sube a un cajón para que todos podamos verle las manos al dirigirse a la multitud.

El encargado dice: “Reciben menos comida porque envían menos metal. Si quieren más comida, envíen más metal. Eso es equilibrio. Eso es honor. Eso es armonía en el universo”.

El jefe de proveedores hace una pausa, pero hay una tensión en su postura, en el modo en que sostiene las manos levantadas, que nos indica que el mensaje no termina allí. Al cabo de varios segundos, continúa divulgando el resto de la carta, aunque con visible reticencia: “Lo que han sugerido es un insulto a la generosidad que les hemos demostrado estos largos años. Como castigo, las raciones para la próxima semana se reducirán. Tal vez así entiendan mejor lo que es el equilibrio”.

Siento que se me abre la boca, y el caos se desata. Todos están escandalizados y conmocionados, y mueven las manos con tanta rapidez que apenas alcanzo a captar fragmentos de sus conversaciones:

¿Van a reducirlas? No podemos subsistir con lo que tenemos…

¿Cómo podemos conseguir más metales? Nuestros mineros se están quedando ciegos y…

¡Nosotros no tenemos la culpa de no poder extraer tanto como antes! ¿Por qué habrían de castigarnos por…?

No alcanzo a entender más que eso. La multitud se vuelve hacia el jefe de proveedores con rostros iracundos, y se acerca hasta la tarima improvisada donde se encuentra.

¡Esto es inaceptable!, dice una mujer con furiosos movimientos de las manos. ¡No lo toleraremos!

El jefe de proveedores los mira con aire fatigado. Un aire de resignación lo envuelve. A él tampoco le agrada el rumbo que han tomado las cosas, pero ¿qué puede hacer para cambiarlo? ¿Qué sugieren que hagamos?, replica. Al ver que nadie responde de inmediato, agrega: Todos tienen que volver a sus trabajos. Es la única manera de que podamos sobrevivir. Es como él dice: Si queremos más comida, necesitamos más metal. Si nos quedamos aquí parados y quejándonos no vamos a conseguirlo.

Esto enfurece a uno de los hombres que están cerca del podio. Lleva puesto un atuendo sucio de minero. ¡Voy a bajar allá!, insiste, con la cara enrojecida. Voy a obligar al encargado a darnos más comida.

Otros entre la multitud, contagiados por la agitación del momento, asienten. El jefe de proveedores, sin embargo, conserva la calma ante la hostilidad creciente. ¿Cómo?, pregunta. ¿Cómo piensas bajar? ¿Por la línea? Hace una pausa y, con movimientos exagerados, observa al otro hombre de la cabeza a los pies. Todos saben que la línea de suministro no soporta más que unos treinta kilos. Se va a deshilachar y a cortar con tu peso, y entonces nos quedaremos sin nada. Tal vez tu hijo podría hacer el viaje. Podrías enviarlo a él a negociar. ¿Cuánto tiene ahora, ocho años? Esto le vale una mirada furiosa del minero, que es muy protector con su hijo, pero el proveedor no se inmuta. Bueno, si no quieres arriesgarte tú ni a tus seres queridos en la cesta, siempre podrías bajar por el acantilado.

El jefe de proveedores toma una roca del tamaño de su mano y la arroja por el borde del precipicio, hacia una curva. Todos la observamos cuando golpea la ladera empinada y es seguida momentáneamente por una pequeña avalancha de otras piedras, algunas bastante más grandes que la original. Levantan polvo al caer hacia profundidades que no alcanzamos a ver. La naturaleza inestable del acantilado es bien conocida por todo el pueblo y ha sido documentada durante años. Algunos de nuestros antepasados que podían oír intentaron el descenso, supuestamente porque el oído los ayudaba a saber cuándo venía una avalancha. Pero hasta ellos se cuidaban mucho de bajar por allí.

Claro que en ese caso corres el riesgo de que te aplasten las rocas que se desprenden incluso antes de que alcances a comunicarte con el encargado. ¿Todavía hay alguien que quiera bajar?, pregunta el jefe de proveedores, mirando alrededor. Como es de esperar, nadie responde. Vuelvan a trabajar. Consigan más metales para que podamos restaurar el equilibrio, como dijo el encargado de la línea.

Lentamente, la muchedumbre se dispersa y todos se dirigen a cumplir con sus tareas asignadas, incluso Zhang Jing y yo. Mientras caminamos, pienso en lo que se dijo acerca del equilibrio y en que no tenemos otra opción que hacer lo que pide el encargado. Estamos a su merced… la suya y la de la línea. ¿Eso es realmente equilibrio? ¿O es extorsión?

Zhang Jing y yo llegamos a las minas, y allí finalmente nos separamos. Ella se despide y se pierde en la oscuridad de la entrada cavernosa, y la observo ir con una punzada de dolor. Hace ya un tiempo que este es su puesto: entrar a la profundidad de las minas para observar a los trabajadores en sus tareas diarias. Aunque se cuida mucho de cualquier situación que pueda ser peligrosa, me preocupo por ella. Los accidentes ocurren, aun con el mayor de los cuidados. Si pudiera, cambiaría de lugar con ella, pero los mayores jamás lo permitirían.

Hace poco me asignaron un puesto justo frente a la mina. Al haber más accidentes y más descontento por la situación alimentaria, los mayores querían otro par de ojos allí. Mi trabajo consiste en observar la moral de los mineros y cualquier incidente que pueda producirse, como también tomar nota de la cantidad de metal que se extrae. Mi puesto anterior era en el centro del pueblo, y en comparación, este es más tranquilo.

Me acomodo en un viejo tocón que hay a un costado de la entrada. Es cómodo y me da un buen panorama de la mina y del sendero bordeado de árboles que tomamos antes Zhang Jing y yo. Cerca del sendero, observo un grupo de orquídeas de montaña, blancas con vetas rosadas, que al fin están floreciendo. Tienen forma de cáliz y le dan un bello toque de color al follaje mayormente verde y marrón que rodea el sendero. Las plantas rara vez florecen aquí arriba, y paso gran parte de mi día estudiando y memorizando las orquídeas, analizando las maneras en que las pintaría si pudiera darme ese lujo. A veces sueño con imágenes aún más fantásticas para pintar, como campos y campos de orquídeas que se extienden como una alfombra rosada.

De reojo, veo en la entrada de la mina un movimiento que devuelve mi atención al mundo real. Por un momento, me pregunto si en verdad perdí la noción del tiempo y los mineros ya están saliendo a almorzar. Es la hora en la que estoy más ocupada. Pero no, todavía no es mediodía, y de la mina solo salen dos hombres, uno joven y uno mayor. Ninguno de los dos repara en mí, sentada en mi tocón a un costado.

Uno de ellos es Li Wei, y me asombra encontrarlo por segunda vez en un mismo día. Nuestras vidas han tomado rumbos tan diferentes que rara vez lo veo. El hombre mayor que está con él es su padre, Bao. Tiene signos de haber trabajado en la mina toda su vida: una fortaleza de cuerpo y personalidad que le ha permitido sobrevivir todos estos años pero que también le ha hecho mella. Ya no se lo ve tan erguido como antes, y tiene un agotamiento casi palpable, a pesar de la expresión decidida de sus ojos oscuros.

Al observar a los dos juntos, me doy cuenta de que Li Wei es como un recordatorio de lo que debió ser Bao en su juventud. Li Wei todavía muestra toda la fuerza y nada del desgaste. Tiene el cabello oscuro recogido en el mismo rodete alto que usan los demás mineros, aunque se le han soltado algunos mechones que ahora se le adhieren a la cara, húmeda de transpiración. El fino polvo dorado de la mina le brilla en la piel y en la ropa, casi como aquel día de mi niñez. Ahora cae la luz sobre él, y siento un dolor en el pecho.

Bao gira la cabeza, y revela un corte sangrante en la frente. Una vez que Li Wei comprueba que su padre puede mantenerse en pie, empieza a limpiarle la herida con algunos elementos que extrae de una pequeña bolsa de tela. Las manos de Li Wei son rápidas y eficientes, lo que forma un contraste con su enorme contextura. Pero sus manos se mueven con delicadeza mientras ayuda a su padre, y pronto la herida está limpia y vendada.

No puedes dejar que siga pasando esto, le dice Li Wei cuando termina. Podrías haberte matado.

Pero no me maté, responde Bao con obstinación. Todo está bien.

Li Wei señala la frente de su padre. ¡No está todo bien! Si no hubiera intervenido a último momento, esto habría sido mucho peor. No puedes seguir trabajando en las minas.

Bao sigue desafiante. ¡Sí puedo y lo haré! Veo lo suficiente para hacer mi trabajo. Eso es lo único que importa.

No se trata solo de tu trabajo. Parece que Li Wei se está esforzando por conservar la calma, pero el pánico se hace visible en sus ojos. Ni siquiera se trata solo de tu vida. Se trata de las vidas de los demás. Al quedarte, los estás poniendo en peligro. Deja tu orgullo y retírate.

El orgullo es lo único que me queda, dice Bao. Es lo único que tenemos. Están quitándonos todo lo demás. Ya te enteraste de lo de la comida. Al disminuir las raciones, aquí me necesitan más que nunca. Y aquí estaré, cumpliendo con mi deber. No me quedaré sentado en el centro del pueblo con los otros mendigos. No te corresponde decirle a tu padre lo que debe hacer, muchacho.

Li Wei se inclina con reticencia, pero es obvio que lo hace por respeto, no porque esté de acuerdo. Luego de eso, Bao da media vuelta y regresa a la mina, mientras su hijo se queda observándolo.

Contengo el aliento. La conversación que tuvieron podría haber sido un espejo de la que yo tuve antes con Zhang Jing. Bao es otro aldeano que se está quedando ciego.