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HUMILDE DE CONCUBINA, BRILLÓ COMO EMPERATRIZ Teodora, emperatriz bizantina del siglo VI, fue retratada por la historia como manipuladora y ambiciosa, reducida a escándalo y seducción. Pero esta biografía revela a una mujer muy distinta: estratega, líder y arquitecta de su propio destino, que consolidó el poder imperial, protegió a los pobres y fortaleció el Estado. Formada en la adversidad, Teodora gobernó con inteligencia, coraje y determinación, desafiando los límites impuestos a las mujeres y transformando su voz en una fuerza que atraviesa siglos. Una historia apasionante que desmonta mitos y devuelve la voz a una emperatriz que ejerció el poder con audacia en un mundo que solo entendía la autoridad masculina.
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Seitenzahl: 192
Veröffentlichungsjahr: 2025
Índice
HUMILDE CONCUBINA, BRILLÓ COMO EMPERATRIZ
I. UNA SEGUNDA OPORTUNIDAD
II. EL CAMINO HACIA EL TRONO
III. GRAN DEFENSORA DE LAS MUJERES
IV. UNA EMPERATRIZ PODEROSA
V. EL FIN DE UNA REINA
VISIONES DE TEODORA
LA VISIÓN DE LA HISTORIA
NUESTRA VISIÓN
CRONOLOGÍA
© María Elena Castillo Ramírez por el texto
© Cristina Serrat por la ilustración de cubierta
© 2021, RBA Coleccionables, S.A.U.
Diseño cubierta y portadillas de volumen: Luz de la Mora
Diseño interior: tactilestudio
Realización: Editec Ediciones
Asesoría narrativa: Ariadna Castellarnau Arfelis
Equipo de coloristas: Elisa Ancori y Albert Vila
Fotografías: Wikimedia Commons: 159, 160.
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Publicada e importada por RBA EDICIONES ARGENTINA S.R.L.
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Fecha primera publicación en México: noviembre 2021
Editada, publicada e importada por RBA Editores México, S. de R.L. de C.V., Av. Patriotismo 229,
piso 8, Col. San Pedro de los Pinos, CP 03800, Alcaldía Benito Juárez, Ciudad de México, México
ISBN: 978-607-556-130-1 (Obra completa)
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Primera edición en libro electrónico: DICIEMBRE de 2025
REF.: OBDO869
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Cuando la rueda de la fortuna hace ascender a la cumbre al miembro más ínfimo de la sociedad, muchos afortunados asisten a su suerte con un profundo resentimiento, más aún cuando la persona a la que la suerte sonríe es una mujer. El mundo bizantino permitió el encumbramiento de hombres y mujeres que se habían criado en el fango de las calles de Constantinopla o en cualquiera de los poblados bárbaros conquistados, y vio hundirse en la peor de las miserias a ciudadanos ilustres, grandes estrategas o fieles servidores de la corte.
La vida de Teodora de Bizancio, la emperatriz por excelencia del siglo VI , consorte de Justiniano, ilustra ejemplarmente los caprichos de la Fortuna en el Imperio heredero del espíritu romano, así como la alteración de su recuerdo, como consecuencia del relato sesgado de su vida, por el odio y el rencor de uno de sus súbditos.
La versión preferida durante siglos de la vida de Teodora es la que presenta a la emperatriz con todos los tópicos de la mujer lujuriosa y la reina despiadada y ambiciosa, una mezcla de Mesalina (esposa del emperador Claudio), con un insaciable apetito sexual, y de Livia (esposa del primer princeps de Roma, Octavio Augusto), la envenenadora de los Julios que allanó el camino al trono a su hijo Tiberio. Esa reina bizantina de pasado oscuro, pervertida en su juventud y perversa en su vejez, inspiró desde la Edad Media el personaje de novela en el que fue convirtiéndose poco a poco, protagonista ideal de dramas románticos u óperas diseñadas a la medida de Sarah Bernhardt.
La imagen de una Teodora lasciva y cruel, ambiciosa y fanática, surgió a partir de una única obra, escrita en torno al año 550: la Historia secreta o Anékdota de Procopio de Cesarea, asesor jurídico o symboulos del general Belisario durante más de una década y acompañante suyo en las más famosas campañas militares contra persas, vándalos y godos. Procopio concibió el libro como una sátira difamatoria de carácter propagandístico, dirigida a los enemigos políticos de Justiniano, en el contexto de una conspiración que pretendía colocar en el trono a Germanos, primo del emperador.
En la obra, Teodora es llamada «la más depravada de las rameras» y de ella se afirman cosas tales como que «acudía a una cena con diez o más jóvenes, todos de un vigor físico excepcional, y se acostaba con todos». La imagen presentada de la emperatriz nada tenía que ver con la que el mismo Procopio ofrecía en otros escritos suyos, Sobre los edificios o Las guerras. El autor, un conservador de la clase aristocrática, veía con malos ojos la promoción y protección de los derechos de las mujeres que impulsaba la legislación justiniana y no soportaba la intervención de una mujer en asuntos de Estado.
Curiosamente, apenas publicada la obra, Germanos murió y el panfleto perdió su interés, por lo que Procopio trató de destruirlo. Durante cinco siglos no se tuvo más noticia de la Historia secreta, hasta que casualmente apareció una de las copias y fue precisamente su ataque exacerbado contra la emperatriz el que aseguró su éxito.
Aunque Procopio es la fuente principal sobre la vida de Teodora y el reinado de Justiniano, otros autores permiten reconstruir la vida de la emperatriz. La mayoría de ellos son cristianos monofisitas, como Juan Malalas, Juan de Éfeso, Teófanes el Confesor, Juan de Nikiû y Evagrio Póntico, que exaltan la labor que Teodora hizo para proteger la rama del cristianismo que defendía la naturaleza única de Cristo, el monofisismo, condenada como herejía en el concilio de Calcedonia en el año 451. Las publicaciones jurídicas que Justiniano promovió (el Codex, el Digesto, las Pandectae y las Novellae) son también una fuente inestimable de información sobre la influencia que ejerció Teodora en la gestión del Imperio y en la concepción de una sociedad que debía proteger jurídicamente a los más débiles.
El ascenso de Teodora al trono, presentado por Procopio como algo sorprendente e inaceptable por el pasado miserable de la Augusta, no fue un ejemplo aislado en el mundo bizantino. Los orígenes de la emperatriz precedente, Eufemia, consorte de Justino, eran tan oscuros como los de Teodora. Había sido una esclava bárbara y había conocido a su futuro esposo como concubina. El emperador Justino tampoco tenía sangre noble. Era un campesino ilirio analfabeto nacido en Naissus (actual Niš, en el sur de Serbia) llamado Istok. Había ascendido en la carrera militar hasta obtener el cargo de comes excubitorum en Constantinopla y ser elegido sucesor de Anastasio. Remontando aún más en el tiempo, la augusta Elia Eudocia, esposa de Teodosio II, era hija de un sofista y entró en la corte como dama de compañía de Pulqueria, la hermana de Teodosio el Grande.
Así pues, la movilidad geográfica, el arribismo, el ascenso o descenso en la escala social, la caída en desgracia y el favoritismo estaban a la orden del día en Bizancio. Por esa razón, el hecho de que Teodora fuera hija de un domador de osos del hipódromo de Constantinopla o que se hubiera ganado la vida en su niñez como ayudante de escena de su hermana Comito y que del teatro hubiera pasado a los prostíbulos de lujo de la capital oriental no debía resultar excesivamente sorprendente ni vergonzoso. Lo verdaderamente asombroso era que una persona sin recursos materiales y sin mayor formación que la que la vida le había ofrecido pudiera llegar a demostrar tan gran talento e intuición política al desempeñar su papel como emperatriz.
La astucia, inteligencia y determinación de Teodora y no su origen humilde fueron la causa del recelo y de la oposición de hombres y mujeres, cuyos planes quedaron frustrados por su ascenso. Así, por ejemplo, la relación de Teodora con Justiniano encontró la oposición de la tía de este, la emperatriz Eufemia, una oposición que no podía deberse al pasado miserable de la joven Teodora, sino, más bien, a su intromisión en los planes dinásticos que la esposa de Justino había concebido para su hijo adoptivo. Eufemia no pudo evitar, sin embargo, que su esposo nombrase patricia a Teodora y derogase la ley que prohibía a un aristócrata desposarse con una actriz para permitir a Justiniano contraer matrimonio con su amada y fiel compañera.
El destino de Teodora parecía escrito de antemano y nada ni nadie podían impedir su cumplimiento. En el año 524 Eufemia murió inesperadamente y una serie de catástrofes naturales hicieron patente la necesidad de que Justino cediera el trono a alguien mejor preparado. En abril del 527, Justiniano fue coronado emperador y cuatro meses después Justino murió. Teodora asumió desde ese momento el papel de soberana moralmente irreprochable, de reina intachable, siempre fiel a su esposo. No gobernó a la sombra de Justiniano, sino a su lado, y aportó al carácter indeciso del soberano la firmeza y audacia necesarias para guiar la nave del Imperio.
Se puede afirmar, sin miedo a equivocarse, que, gracias a Teodora, Justiniano permaneció en el trono treinta y ocho años, puesto que fue ella la encargada de eliminar a cualquier miembro disidente o excesivamente poderoso de la corte y de hacer fracasar cualquier intento de complot contra la Corona. Como consecuencia de una riqueza desmedida y de una gloria militar sin parangón, Teodora hizo caer en desgracia a los dos hombres más poderosos del Imperio, el prefecto del pretorio Juan de Capadocia y el general Belisario, arrastrando en su caída a muchos otros. Personajes como los papas Silverio o Vigilio y la reina ostrogoda Amalasunta fueron también víctimas de la emperatriz bizantina por entorpecer los planes expansionistas de Justiniano.
Para lograr sus propósitos,Teodora introdujo en la corte a personas que, como ella, habían tenido un pasado miserable y que podían pagar con una fidelidad inquebrantable la oportunidad ofrecida de una vida mejor. Pero además de prostitutas y miembros de la farándula, como destaca Procopio, en la compleja administración imperial se involucraron las mentes más clarividentes, sin importar cuáles fueran sus orígenes. Al nombre de Teodora ha de ligarse, por ejemplo, el del eunuco armenio Narsés, quien protagonizó numerosas campañas militares de éxito en Italia, así como misiones de carácter religioso y diplomático, sin olvidar su estrecha colaboración con la reina durante la revuelta popular de Nika del año 532.
El apoyo y la complicidad de la pareja imperial traslucieron en todas las facetas del reinado (militar, jurídica, artística…), incluso en aquellas en cuya concepción Justiniano y Teodora discrepaban. La adhesión a las ideas monofisitas de la emperatriz, hondamente impactada por la espiritualidad ascética que había conocido en Alejandría y Antioquía, impulsó varios intentos de aproximación de las escuelas teológicas promovidos por Justiniano, profundamente convencido de la ortodoxia cristiana. El ocultamiento de monjes monofisitas en palacio o su protección en el monasterio de Sikes no impidieron que la memoria de Teodora fuera consagrada junto a la de su esposo en el Sexto Concilio de Constantinopla en el año 680.
Después de la muerte de la gran soberana en el 548, víctima de un cáncer de estómago, Justiniano siguió gobernando durante diecisiete años en el seno de una corte que seguía siendo fiel a la difunta. A la muerte del emperador, el trono fue heredado por su sobrino Justino y por Sofía, una ambiciosa sobrina de la emperatriz. Teodora no había dado a Justiniano ningún hijo. La esterilidad del matrimonio fue, probablemente, el mayor fracaso de la vida de Teodora, madre, sin embargo, de dos hijos, a quienes no pudo ofrecer el fruto más sabroso de un reinado que logró la unidad administrativa, legislativa y religiosa de todo el Mediterráneo.
La desaparición de Teodora en el año 548 y la de Justiniano en el 565 dejaron un vacío imposible de llenar y su legado se perdió en poco tiempo. Ninguna emperatriz volvió a deslumbrar con luz propia en el Imperio bizantino hasta casi cinco siglos después, cuando Zoe, heredera de Constantino VIII, se convirtió en emperatriz y en una de las mujeres más poderosas de la Edad Media bizantina.
Los tres años de exilio la habían transformado,
la habían redimido y volvía a Constantinopla
dispuesta a convertirse en una nueva Teodora.
Poner pie en tierra firme disipó al fin sus más terribles pesadillas. El viaje no había concluido aún, pero los peligros del mar parecían quedar atrás. La joven Teodora, nacida en torno al año 500 y con diecisiete años en aquel momento, había comprendido durante los largos días de travesía qué significaban los cantos de las sirenas, las rocas errantes y los monstruos marinos que atormentaban a los marineros.
La primera parte del trayecto había sido tranquila. La gran nave en la que viajaban, un carguero de la annona que regresaba a Alejandría después de vaciar su preciada carga en Constantinopla, les había permitido instalarse en un cubículo bien resguardado, separado de las miradas curiosas de los pasajeros que llenaban la cubierta, separados entre sí tan solo por una tela tendida en vertical.
Teodora pensaba a menudo en ellos desde la comodidad de su pequeño camarote. Ella tendría que haber viajado como el resto, de no haber sido elegida como esposa del nuevo gobernador o praeses de la Pentápolis cirenaica, el rico Hecébolos de Tiro. Esposa no, siempre lo olvidaba. Era su concubina y nunca podría aspirar a nada más, puesto que una mujer de clase baja, una simple actriz como ella, tenía prohibido por ley contraer nupcias con un aristócrata. El código civil consideraba a todos los comediantes personas abyectas y de baja extracción y a las actrices las igualaba jurídicamente con las prostitutas.
Pero a pesar de las limitaciones del concubinato, aun no pudiendo llegar a contraer jamás un matrimonio en toda regla con Hecébolos, Teodora estaba feliz. Por primera vez en su vida la suerte parecía sonreírle. Su irresistible encanto, su cuerpo grácil y elegante, su mirada inteligente y su pícaro ingenio habían encandilado a aquel viejo comerciante de seda que había alcanzado numerosos cargos en la corte de Anastasio, hasta merecer uno de los destinos más deseados, el gobierno de una de las provincias africanas. Teodora, hija de una actriz y de un cuidador de fieras del hipódromo de Constantinopla, había sido rescatada de los bajos fondos por aquel hombre subyugado por su belleza, que se había atrevido a solicitar el permiso imperial para sacarla de la ciudad. Ahora se veía servida por esclavas y ataviada con las más delicadas sedas de Oriente. Por primera vez en su vida podía vestir tejidos dorados o teñidos de púrpura y ponerse pendientes y collares de oro y adornos que la iluminaran, porque hasta ese momento, por ser actriz, todo eso le había estado prohibido por una vieja ley.
Al dejar atrás Chipre con rumbo a Alejandría, tras hacer la provisión del agua dulce necesaria para el equipaje de a bordo y para todos los pasajeros, la embarcación se adentró en aguas profundas y comenzó a comportarse de un modo diferente a como lo había hecho previamente. Según se decía, los vientos que soplaban más allá de Chipre empujaban las naves hacia Oriente de manera continua, por lo que los marineros debían encontrar, a fuerza de remo, vientos locales menos impetuosos con dirección suroeste si querían arribar a su destino. Por fortuna, en aquella ocasión ninguna tempestad lanzó el barco fuera de las rutas señaladas en los periplos, ni obligó a su tripulación a deshacerse de parte del cargamento, arrojando por la borda las reservas de agua y todo lo apilado sobre cubierta, sin importar si el contenido de baúles y ánforas era oro o especias y sedas del Extremo Oriente.
Al cabo de varios días de lenta navegación, empezó a vislumbrarse, envuelto en la bruma, el famoso faro que anunciaba la llegada a Alejandría. Mujeres, hombres y niños se arremolinaron a babor para contemplar aquella maravilla arquitectónica y celebrar el inminente desembarco. Teodora, que pensaba que Constantinopla era la ciudad más hermosa y grande del orbe, se quedó deslumbrada al contemplar aquel portento que se alzaba sobre las aguas ciento treinta y cinco metros, con un diseño único. El ensimismamiento de los pasajeros se rompió con las voces de los marineros, que proferían a gritos las órdenes de maniobra para evitar los escollos del fondo marino y entrar a salvo hasta el gran puerto.
Una vez en tierra, el prefecto de Alejandría, bajo cuyas órdenes debía trabajar Hecébolos en la Pentápolis, les ofreció alojamiento en la ciudad. Cuando los vientos fueron favorables, antes del amanecer del quinto día, zarparon de nuevo, esta vez a bordo de una pequeña embarcación libia que no ofrecía comodidad alguna. Con ellos viajaban unos cincuenta pasajeros, entre los cuales se encontraban varios soldados árabes del escuadrón de caballería, además de los doce marineros de la tripulación, la mitad de ellos judíos, y del patrón, de origen griego.
Emprendieron rumbo a Tafosiris a toda vela, desafiando, ante el pánico de todos, los terribles peñascos de la costa africana. Un viejo egipcio les contó bromeando que Escila, aquel monstruo con busto de mujer, seis cabezas de perro y doble número de patas de felino del que Ulises había logrado escapar, se había trasladado desde el estrecho de Mesina hasta la costa egipcia con el único propósito de devorarlos a todos. No faltó quien se puso a rezar al instante, esperando que Cristo los amparase de aquella desgracia. Durante la noche, el frío, la humedad y el viento alimentaban los más nefastos pensamientos, y el eco sordo de plegarias y rezos arropaba con un único manto de esperanza a todas aquellas almas desprotegidas.
Cuando el mar comenzó a rebelarse contra sí mismo y un fuerte oleaje empezó a zarandear la nave con sus funestos embates, las gentes de a bordo sacaron todos los objetos de oro que llevaban escondidos y se ataviaron con ellos, porque se decía que en un naufragio el muerto debía llevar encima el precio de su entierro. La joven Teodora, que nunca antes se había visto en una situación tal, imitó al resto ante la mirada de desaprobación de Hecébolos, curtido por los duros viajes de su juventud y ajeno a todo tipo de supersticiones.
El desembarco definitivo en Apolonia, el puerto de Cirene, no se produjo hasta dos semanas después, pues se vieron obligados a permanecer durante varios días en otro puertecito intermedio, el de Aziris (hoy Wadi-el Chalig, cerca de Derna).
Mientras bajaba al fin de la nave, Teodora pensaba que todas aquellas aventuras y desventuras que había vivido en su primer viaje fuera de Constantinopla quedarían grabadas para siempre en su memoria, a pesar de la placentera vida que se le presentaba, envuelta en lujos innecesarios, suculentos manjares y preocupaciones escasas.
En Ptolemaida, la ciudad en la que se iban a instalar, nadie la conocía, nadie sabía nada de su pasado y podría pasearse por las calles sin que la gente la señalara como a una furcia. A partir de ese momento se convertía en una respetable dama y su honorabilidad quedaba avalada por la riqueza de Hecébolos y por su cargo de gobernador.
En la nueva ciudad, Ptolemaida, capital de la Pentápolis libia desde el terrible terremoto que destruyó Cirene en el año 365, Hecébolos, Teodora y su pequeña corte de esclavos y secretarios se instalaron en una gran villa a las afueras. Teodora se paseaba por la casa, admirando cada pequeño detalle pintado en las paredes o dibujado en los mosaicos decorados con teselas de variados colores. Había visitado muchas mansiones aristocráticas de Constantinopla porque la contrataban a menudo para animar fiestas privadas, pero tras la actuación tenía que regresar a su pequeño tugurio, en la barriada cercana al hipódromo, donde vivían hacinadas cientos de familias dedicadas al entretenimiento del pueblo.
Dos habitaciones de la villa no habían sido renovadas en la última reforma y conservaban pinturas al fresco pasadas de moda, de aquellas que contenían las más famosas escenas de la mitología pagana. De repente, un pequeño cuadro le llamó especialmente la atención. En él aparecía representada Leda, esposa de Tíndaro, rey de Esparta, recibiendo entre sus piernas un majestuoso cisne blanco, con el que concibió al inmortal Pólux y a la hermosa Helena. Teodora conocía muy bien todas las historias de los adulterios de Zeus y de sus ingeniosas metamorfosis para conquistar a las reinas y ninfas más bellas de Grecia, pero la de Leda le traía multitud de recuerdos.
Hacía relativamente poco, apenas un año, Teodora había tenido que representar aquella misma escena en el teatro imperial de Constantinopla, con ocasión de los ludi theatrici ofrecidos para conmemorar la renovación consular. Prácticamente desnuda, envuelta únicamente la mitad de su cuerpo por un sutil velo de seda color azafrán, con la tez cubierta de polvo de arroz, los ojos enmarcados con kohl y la boca teñida de rojo, había entrado en el escenario con pasos de danza al son de las flautas dobles y de los crótalos que tocaban sus compañeros. Después de ocupar el centro del escenario, se tendió simulando quedar plácidamente dormida en mitad de un bosque. Los ayudantes más jóvenes esparcieron sobre su cuerpo, con gestos cómicos, granos de trigo y centeno y liberaron dos grandes gansos blancos, que se precipitaron rápidamente hacia la comida y empezaron a picotear a la actriz. El público se desternillaba de risa ante los gestos de sumo placer y los movimientos obscenos que acompañaban cada picotazo. Cuanto más exageraba su excitación, más se reían los espectadores, y cuanto más se reían ellos, más exageraba Teodora, porque sabía que de ese modo tendría garantizado el puesto de primera actriz de mimo de su compañía.
Su ascenso en el oficio había sido espectacularmente rápido. Había debutado como asistente de su hermana mayor, Comito, a los siete años y había ido cobrando protagonismo poco a poco conforme maduraba, eclipsando la fama de actrices más expertas. Sus movimientos ligeros, el control de su cuerpo, la capacidad expresiva de su rostro hacían de ella un portento de la actuación, con un potencial excepcional que había sabido reconocer fácilmente el maestro del colegio de actores bajo cuyas órdenes trabajaba toda su familia.
Teodora no había tenido ninguna opción de elegir otro oficio. De hecho, los actores y toda su descendencia eran tratados del mismo modo que los esclavos imperiales, considerados propiedad pública, a pesar de ser ciudadanos libres, y eran perseguidos por el prefecto de la ciudad si abandonaban su trabajo. La ley los ataba de por vida a aquella actividad, que heredaban de sus progenitores, generación tras generación, así que ella y sus dos hermanas se vieron obligadas a trabajar como actrices de mimo, al igual que su madre, les gustase o no.
Teodora empezó a ser instruida desde su más tierna infancia junto al resto de los hijos del collegium
