Texturas 47: Mutaciones y responsabilidades en la edición - Roger Chartier - E-Book

Texturas 47: Mutaciones y responsabilidades en la edición E-Book

Roger Chartier

0,0
6,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

En este número de Texturas se pueden encontrar textos de Roger Chartier, Mario Muchnik, Gabriela Torregrosa, Camilo Ayala Ochoa, Gonzalo Pasamar, Marta Simó Comas, Manuel Gil, Bernardo Jaramillo, Verónica Mendoza, Maica Rivera, Iñaki Vázquez-Álvarez y Constantino Bértolo.

Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:

EPUB
MOBI

Seitenzahl: 238

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Índice

Portada

Portada interior

[1] Dos relatos. Mario Muchnik

[2] Coyunturas, mutaciones y responsabilidades en el mundo del libro. Roger Chartier

La edición literaria. Constantino Bértolo

Never explain, never complain. Gabriela Torregrosa

La corrección editorial. Camilo Ayala Ochoa

[3] La memoria de la Guerra Civil durante la Transición: la aportación de los editores y las colecciones editoriales. Gonzalo Pasamar

Conciencia democrática e industria editorial en los primeros años de la Transición española: la Biblioteca de divulgación política. Marta Simó Comas

[4] Hacer las Américas: comercio exterior con América Latina. Manuel Gil Espín

España y América Latina. Bernardo Jaramillo H.

Marketing editorial: la fría realidad de lo perdurable o el trasfondo del amor al arte. Verónica Mendoza

Hacia los nuevos lectores de la pospandemia. Maica Rivera

Aproximación mesoeconómica y mesoanalítica al proceso de creación en la industria del libro en España, 2021. Iñaki Vázquez-Álvarez

Publicidad

Recomendaciones

Créditos

Últimos números www.tramaeditorial.es

Dos relatos

Mario Muchnik

Editor

[1931-2022]

En un arranque de entusiasmo, un amanecer de 1999, bajo los efluvios del café, tomé la decisión de editar Guerra y paz en una nueva traducción del ruso. En un anexo al final de mi octava edición de esta obra puse un texto mío, personal, previamente editado como un pequeño fascículo, en el que cuento las vicisitudes extraordinarias que para mí fueron el decorado de fondo de la mayor aventura editorial en la que me metí. No quiero repetirme aquí, sino añadir una anécdota singular relativamente reciente, no tanto para arrojar flores sobre mi labor (no me cabe duda de que las merece) sino para dar una idea de lo que significa un libro muy bien hecho y vendido.

Con cierta periodicidad, mi mujer y yo íbamos a tomar el té con la traductora, Lydia Kúper (fallecida hace poco a los casi cien años de edad). Una de las últimas veces, salimos de su casa sobre las ocho de la tarde y paramos un taxi para regresar a casa. Una vez instalados, le digo al chofer: «Si es tan amable, llévenos a Rosario Pino esquina con la Castellana», a lo que el hombre, antes de arrancar y ponerse en marcha, me dice:

–¿Usted es el editor Mario Muchnik?

Estupefacto respondo:

–¿De dónde me conoce?

–No, no lo conozco, pero he reconocido su voz.

–¡Mi voz!

–Sí, lo he escuchado alguna vez en la radio.

Nicole y yo nos miramos, atónitos. Y el buen hombre agrega:

–Me interesa siempre todo lo que usted tiene que decir, y estoy leyendo uno de sus libros, acerca de Guerra y Paz.

–Pues verá: usted acaba de recogernos a media cuadra de donde vive la traductora...

–Lydia... algo...

–Lydia Kúper. Ahora tiene noventa y ocho años, pero cuando terminó la traducción, fue en 2003, ya tenía noventa y dos.

Viajamos un rato en silencio. Luego el chofer se pone a hablar de libros y autores editados por mí, de algunos programas de radio de los que recuerda cosas que yo había dicho.

Cuando llegamos a destino, le pido que espere un momento: quiero subir a casa y bajarle un ejemplar de Guerra y Paz.

–¡No! –exclama–, ya lo tengo. Es mi próxima lectura.

–Está bien –le contesto–. Dígame cuánto le debo.

–¿Usted? Usted no me debe nada, soy yo quien le debe, por los libros que ha hecho.

Bajamos del taxi y, por la ventanilla, le digo:

–Usted es un hombre honesto. Solo espero que si la casualidad nos vuelve a poner en contacto, empiece usted por decirme cuánto le debo por lo de hoy.

Nos estrechamos la mano.

Toni Iturbe, periodista, me pide entrevistarme para la revista en la que trabaja, Qué Leer. Acepto y me dice:

–¿Te importaría que vaya con un amigo?

No me importa; y una tarde, sobre las seis, se presentan en casa. A Toni lo conozco, hemos cenado juntos con otra gente, tiene el aspecto normal del caso. No conozco a su acompañante, que me presenta como Montero Glez. Este tiene aspecto diferente. Muy diferente, desaliñado como los adolescentes de hoy pero con una doble característica: ya no es adolescente y luce una amplia sonrisa. Me cae bien, propongo whisky o café, nadie acepta y nos sentamos en mi estudio.

Toni farfulla unas palabras de introducción y calla. Glez y yo nos miramos y él comienza a hablar.

–Mario, como amigo te traigo un negocio de cojones.

Lo miro, pero con esa primera frase suya decido no abrir la boca hasta que acabe. Me cuenta, de manera confusa, que una editorial le ha editado un libro y que está cabreadísimo porque se siente engañado editorial y económicamente. Trata al director con los adjetivos más groseros, le imputa las peores tretas del oficio, echa pestes de la cubierta, y se caga un número infinito de veces, de Dios para abajo, en todos y en todo. Sin la mínima modestia dice que su novela encierra no ya su propia fortuna sino la mía, se jacta de ser «el mejor», habla de otros editores (amigos míos) no solo insultándolos sino amenazándolos con romperles las piernas, clavarles una navaja o atropellarlos en alguna calzada.

Se hace un silencio que se espera lo llene yo con mis opiniones. Sin cambiar de actitud, pero en voz queda, lo miro y le digo que se equivoca conmigo, y en dos planos. Como editor, jamás opiné de un libro sin antes leerlo ni jamás edité un libro porque fuera «un negocio». Y como amigo también se equivocaba, porque mis amigos nunca hablaban cagándose en nadie.

Glez miró al periodista y dijo la primera frase interesante:

–Creo que habríamos debido aceptar ese whisky.

Sonreímos, me alcé, se alzaron y los acompañé a la puerta de casa.

Al día siguiente encontré en portería, a mi nombre, el libro de Glez: Sed de champán. Juzgando por la cubierta, Glez tenía toda la razón: era una edición muy fea.

Nicole, que ya estaba al tanto de nuestra «conversación» de la víspera, se echó sobre el libro y, al cabo de un par de horas, vino a mi estudio y me dijo, con aplomo:

–Esto es un escritor.

–Pero... –empecé a aducir, y me interrumpió:

–Por una vez tienes un auténtico autor, ¿y lo vas a rechazar? Este tipo es muy bueno.

Cuando terminó su lectura, había cambiado de opinión, el tipo ya no era muy bueno:

–Este tipo es un genio.

Entonces lo leí yo. Confirmé que la edición era, sí, descuidada, pero constaté que algunas expresiones fallidas eran culpa del autor. Autor que me pareció, también a mí, un genio.

1 de junio de 2001

Mi querido Montero Glez:

Gracias por tu libro y por la lectura que nos has prodigado a mi mujer y a mí. Nos parece fenomenal, y ya yes: la prensa no basta para «lanzar» a nadie (tu dossier es mas que notable, y sin embargo hasta ahora para nosotros no existías).

Tú dirás qué esperas de este editor que con toda sinceridad te dice que se sentiría honrado de ser el tuyo.

Mientras tanto, un fuerte abrazo.

Edité su libro y otros de él.

Extracto del libro Mario Muchnik, Oficio editor, El Aleph Editores, Madrid, 2011.

SUSCRÍBETE A TEXTURAS

Coyunturas, mutaciones y responsabilidades en el mundo del libro

Roger Chartier

Historiador especializado en la historia del libro, de la lectura y de la edición

Quisiera ubicar esta reflexión en las tres temporalidades de nuestras incertidumbres al salir –por lo menos es lo que esperamos– de la pandemia. Siguiendo el modelo construido por Fernand Braudel, distinguiré el tiempo corto, breve, del acontecimiento; las tendencias de las coyunturas y las mutaciones de más larga duración.

EL TIEMPO CORTO

Podemos empezar con los diagnósticos sobre lo que aconteció, y todavía acontece, durante la pandemia, en relación con el comercio de los libros, las estrategias editoriales y las prácticas de lecturas. Un primer evento fue el cierre de las librerías, que produjo una fuerte caída en las ventas de libros y generó grandes dificultades para las editoriales. En todas las encuestas que he leído –una del Sindicato Editorial de la Edición de Francia y otra del Centro Regional para el Fomento del Libro en América Latina y el Caribe (Cerlalc)– se ve que los editores estimaron en un 50 % la disminución de su facturación entre el año 2020 y el 2019. En España, durante las dos primeras semanas del confinamiento, las ventas de libros cayeron un 84 % en relación con las ventas de la última semana anterior al confinamiento[1]. En Francia, los editores estimaron la disminución de sus ingresos entre la primavera del 2020 y la del 2019 entre un 20 y un 40 %[2]. [2]En América Latina los editores observaron un retroceso del 50 % de sus ventas entre 2020 y 2019[3]. La consecuencia inmediata fue la disminución del número de títulos publicados y la postergación para 2021 de una parte de los libros que debían salir en el año 2020[4]. De esta manera, una primera realidad fue la dificultad para los lectores de encontrar libros nuevos, libros que no tenían en su biblioteca, si es que tenían una.

La segunda realidad que hemos experimentado es la de una vida casi enteramente digital. Se utilizó y todavía se utiliza la comunicación digital para las relaciones entre los individuos o con las instituciones y administraciones, para el mercado para hacer compras, para la educación y enseñanza, y también para las lecturas que se hacen frente a las pantallas. Se creó así una demanda de acceso digital sin precedentes. Este nuevo hábito de lectura se volvió el gesto normal, necesario, para poder leer, para acceder a libros y revistas.

Sin embargo, esta observación debe ser matizada porque, si en algunos países como Brasil hubo un aumento de las ventas de libros electrónicos (allí sus ventas se triplicaron en el año 2020 en relación con el 2019), mas generalmente este crecimiento fue limitado. La encuesta del Sindicato de la Edición en Francia muestra que, por un lado, las editoriales que tienen un sector digital son minoritarias, y, por otro, que estas no observaron un crecimiento fuerte de las ventas de libros electrónicos. Estas observaciones se remiten a la marginalidad de este sector del mercado del libro ya antes de la pandemia: en Francia, las ventas de libros electrónicos representan solamente el 9 % de la facturación total del mercado editorial[5]. Entonces la discrepancia observada en Francia entre las prácticas necesarias durante el tiempo del cierre de las librerías y bibliotecas y el papel todavía marginal de la edición electrónica plantea una pregunta fundamental: ¿debemos pensar que, aunque marginal, la situación de la pandemia prefigura un nuevo mundo de la cultura escrita, con el predominio de la forma digital en un mundo que sería sin librerías físicas y sin libros impresos? El caso de Brasil, donde crecieron fuertemente las ventas de libros electrónicos, permite imaginarlo[6]. O bien, por el contrario, ¿debemos pensar que lo que aconteció con la pandemia aceleró mutaciones que ya estaban presentes pero sin modificar profundamente los hábitos de los lectores de libros? Esto es, por lo menos, lo que surgiere la vuelta inmediata y las compras masivas de los lectores en las librerías después de su reapertura.

Según la compañía de investigación de mercados GfK, las ventas de libros en España durante el primer semestre del 2021 crecieron un 44 % con respecto al primer trimestre del 2020, en el tiempo de la pandemia, y, lo que es más significativo, crecieron un 17 % con respecto al primer trimestre del 2019[7]. Este crecimiento es el resultado tanto de los lanzamientos de muchas novedades que no salieron en el año 2020 como del incremento de la lectura de ocio durante la pandemia. El Barómetro de hábitos de lectura y compra de libros establecido por la Federación de Gremios de Editores en España para el 2020 muestra que el porcentaje de lectores frecuentes aumentó un 5 % durante los meses del confinamiento con 57 % de lectores semanales de libros en tiempo libre[8].

COYUNTURAS

Para entender los efectos de la pandemia es menester ubicarla en las coyunturas que transformaron el mundo del libro y de la edición en las últimas décadas. Como sabemos, la fragilidad de las librerías no apareció con la pandemia: resulta de la competencia de la venta online, en particular por parte de Amazon, de los altos precios de los alquileres en los centros de las ciudades y de la rentabilidad lenta y limitada del negocio de los libros. El COVID-19 aconteció entonces en un mundo en el que, en todas partes del planeta, había disminuido el número de librerías. En París, 350 cerraron entre el año 2000 y el 2019[9]. En 2013, en su magnífico libro, Librerías, Jorge Carrión registró y profetizó estas desapariciones cuyo ejemplo paradigmático era, en su propia ciudad de Barcelona, la substitución de la librería Catalonia por un McDonald’s [10]. En varios países, por ejemplo, los Estados Unidos[11] o España a partir del 2014[12], el resurgimiento de las librerías independientes y de proximidad introduce una corrección feliz a este sombrío diagnóstico.

También en el campo de la edición se puede encontrar una fragilidad anterior a la crisis. Tiene sus raíces profundas en procesos de concentración cuyo resultado fundamental fue la imposición de la lógica del marketing a expensas de la lógica propiamente editorial. Podemos recordar la expresión de Jérôme Lindon, y después de André Schiffrin, la edición sin editores [13]. «Sin editores» porque las decisiones editoriales se vinculan con lo que se sabe del mercado, de los hábitos y preferencias de los compradores, y no con una política editorial basada en preferencias intelectuales o estéticas.

Esta realidad fue el resultado de la imposición a la edición de una lógica puramente financiera que marginaliza al editor en relación con otros actores dentro de las editoriales. El libro de Éric Vigne, El libro y el editor, hace hincapié en dos consecuencias de esta lógica financiera[14]. La primera es la búsqueda de una rentabilidad a muy corto plazo, lo que significa la rotación rápida de los libros en las librerías, y la falta de tiempo para que puedan encontrar a sus lectores. La segunda es la búsqueda de una rentabilidad para cada colección o para cada título, lo que era romper con la lógica según la cual, desde el siglo xviii, los libros que se venden pueden equilibrar a los que no se venden en un balance global de la editorial.

Un segundo sentido de la fórmula «edición sin editores» se vincula con las prácticas de algunas editoriales, no universitarias por supuesto, de hoy en día que no «editan» en el sentido estricto de la palabra ya que imprimen directamente los ficheros electrónicos que les envían los autores. En este caso, desaparece la definición de la edición como copy editing, como trabajo con el autor sobre su manuscrito y como contribución a la construcción del texto mismo. Son así separados los dos significados que la palabra «editar» tiene en las lenguas románicas, que ignoran la distinción presente en el inglés entre editing, la edición como preparación de un manuscrito, y publishing, la publicación de un libro, su financiamiento y su producción. En ese caso, tenemos literalmente una publicación sin edición.

Un tercer sentido de la expresión edición sin editores se remite al crecimiento reciente de la autopublicación, de la autoedición. Esto tampoco es una novedad absoluta. Existe desde el siglo xvi, cuando un autor se encargaba de ser su propio editor, pagaba la impresión de los ejemplares de la edición y, después, los vendía directamente en su casa o gracias a un acuerdo con un librero. Esta práctica no fue dominante, por supuesto, pero existía como alternativa editorial, particularmente en el siglo XVIII. Hoy en día, en el mundo digital, la práctica de la autoedición encuentra nuevos recursos: por un lado, las redes sociales que permiten el crowdfunding para recaudar el dinero necesario para un proyecto editorial, y, por otro, la posibilidad de difusión de los libros autopublicados gracias a las plataformas de los distribuidores digitales o bien las plataformas propuestas por Amazon, Apple, Rakuten Kobo[15].

Una de las razones de estas transformaciones coyunturales, que han creado una situación de fragilidad para las editoriales y para las librerías ya antes del choque de la pandemia, debemos buscarla en las transformaciones de las prácticas de lectura y de los hábitos de los lectores. No tengo todos los datos necesarios a escala mundial, solamente para Francia y España. En una investigación dedicada a las prácticas culturales de los franceses y publicada en 2020 por el Ministerio de la Cultura, dos preguntas llaman la atención[16]. La primera, si las personas interrogadas habían leído por lo menos un libro durante el año previo, es decir, en 2018. En el grupo de individuos nacidos entre 1945 y 1974, más del 80 % decía que sí, pero para los nacidos entre 1995 y 2004 el porcentaje es solamente del 58 %. La consecuencia de esta discrepancia entre generaciones es la disminución global del porcentaje de los lectores de libros entre 1988 y 2018: pasó del 73 % en 1988 hasta solamente el 62 % en 2018, o sea una pérdida de 11 % de lectores[17]. La segunda pregunta era si los lectores habían leído veinte libros o más durante el año previo. En el 2018, un 15 % decía que sí, cuando en 1973 el porcentaje era un 28 % y en 1988, un 22 %. Estos datos muestran que disminuyeron la lectura y la compra de libros tanto con la reducción del porcentaje de los «lectores duros» que compran y leen mucho como, más globalmente (y particularmente para los más jóvenes), con el alejamiento de la lectura de libros[18].

El Barómetro de la Federación de Gremios de Editores no confirma estas evoluciones para España, con datos estadísticos diferentes. El porcentaje de lectores frecuentes, definidos como lectores diarios y semanales, es un 52 % (con 34 % de lectores que dicen que leen libros todos o casi todos los días y 18 % que leen una o dos veces por semana). En 2012 el porcentaje de los lectores frecuentes era un 47 % y en el año 2000 un 36 %. En España no acontece la regresión que se nota en Francia. Sin embargo, en España también se reduce la proporción de lectores frecuentes de libros a partir de los 15 años: mientras que 80 % de los jóvenes entre 10 y 14 años son lectores frecuentes, la proporción baja a 50 % para los adolescentes entre 15 y 18 años[19].

En muchos países, durante los quince últimos años se observó una disminución del mercado del libro. Una investigación del Cerlalc muestra una disminución del 36 % en España y del 22 % en Brasil de la facturación global de las editoriales entre 2007 y 2017[20]. Los datos proporcionados por la plataforma Statista permiten un análisis más preciso. Entre 2008 y 2013, la facturación del comercio interior de libros en España cayó mil millones de euros. El crecimiento que empezó en 2014 no recuperó el nivel de facturación del 2008. Era en 2020 quinientos millones de euros más bajo que en 2008[21].

En la misma investigación sobre las prácticas culturales de los franceses, otro dato muestra que uno de cada seis franceses (15 %) afirma que su vida cultural ya tiene lugar por completo en el mundo digital, con las redes sociales, los vídeos online, los juegos electrónicos, la lectura y la escritura sobre la pantalla. La mitad de estos individuos que, ya desde antes de la pandemia, vivían en condiciones similares a las pandémicas, tiene menos de 25 años[22]. Son los wreaders (writers + readers) de nuestro tiempo que asocian o mezclan sobre el mismo soporte una relación inmediata, permanente, entre el leer y el escribir. En España creció mucho la proporción de lectores de libros en formato digital pasando del 5 % en 2010 a 30 % en 2020. El porcentaje de usuarios de las redes sociales, las páginas web, blogs y foros electrónicos se volvió el mismo que el porcentaje de lectores de libros impresos (pero en este caso, a diferencia de la estadística francesa, son los mismos individuos los que leen libros impresos y utilizan los recursos de lo digital)[23]. Entonces, la cuestión es saber si las prácticas culturales online van a coexistir con las lecturas de los textos impresos o bien si se volverán exclusivas para una parte siempre creciente de la población.

Podemos ampliar el interrogante. El tiempo de la pandemia estableció una situación paradójica: las lecturas se volvieron digitales, pero sin un fuerte aumento de las compras de libros electrónicos. ¿Debemos pensar que aquellos lectores que han leído en este período más textos electrónicos que antes –pero sin comprarlos necesariamente– volverán después de la pandemia a sus prácticas cotidianas de la cultura impresa? O, más bien, ¿debemos imaginar que el nuevo hábito se mantendrá, estimulado por los esfuerzos de editores y distribuidores de libros electrónicos que buscan transformar la situación excepcional de leer frente a la pantalla en una práctica ordinaria y común?

Una manera de formular una respuesta es preguntarnos si los esfuerzos que se hacen en algunos países para traer a los lectores al mundo digital (por ejemplo, la distribución gratuita de e-books o los descuentos importantes en su compra) perfilan la situación del futuro, considerando que el libro electrónico es de más fácil acceso, tiene precio más bajo y resuelve los problemas de la distribución de los libros. ¿Después de la pandemia, podrán los lectores resistir a la tentación del clic que permite comprar libros sin hacer caso a las librerías nuevamente abiertas? ¿O bien seguirán prefiriendo las lecturas de libros, revistas o diarios electrónicos antes que su forma impresa? Este es el desafío fundamental para el porvenir de las lecturas. Las compras masivas de los lectores en las librerías después de su reapertura fue percibida como una «divina sorpresa» por los libreros franceses que conocieron un aumento espectacular de su facturación en el verano y el otoño de 2020[24]. Es una buena razón de esperanza. Pero exige tal vez una perspectiva de más larga duración de las mutaciones que transformaron las relaciones de los lectores con los textos.

MUTACIONES

En primer lugar, se debe enfatizar la distancia establecida entre la lectura de los libros y las prácticas de lectura requeridas, impuestas o producidas por el mundo digital. La práctica de lectura propia de las redes sociales es una lectura acelerada, apresurada, impaciente, fragmentada y que fragmenta, sin deseo de controlar la información y las afirmaciones leídas. La consecuencia es que esta práctica de lectura plasmada por las redes sociales se impone como modelo hegemónico de todas las lecturas. Cuando se apodera de textos que fueron y son concebidos según otra lógica, que suponen una lectura lenta y crítica, una lectura que percibe la totalidad del discurso, grande es el peligro para la definición misma de lo que es un libro.

La lectura digital transforma la relación entre el fragmento textual y la totalidad del discurso. En un libro impreso, la relación entre cada fragmento (un capítulo, un parágrafo, una frase) y la totalidad de la obra se hace visible por la forma material del objeto. Cada fragmento se encuentra así ubicado en su lugar y papel en la narración, la demostración o la argumentación. Existe pues una fuerte relación entre el fragmento y la totalidad textual. En el caso del texto electrónico, esta relación desaparece. El fragmento adquiere autonomía, independencia. Quizás no es más un «fragmento», porque un fragmento supone una totalidad a la cual pertenece o pertenecía. Semejante observación obliga a desplazar la cuestión de la posible muerte del libro. Ya no se trata de la desaparición del objeto material que, como hemos visto, resiste en los hábitos de los lectores de libros, sino del alejamiento de los lectores digitales de la forma de discurso particular que es el libro, entendido como una arquitectura textual cuyo sentido está producido por el arreglo de sus diferentes elementos.

La consecuencia más preocupante de la lectura digital moldeada por los hábitos de las redes sociales que aleja de la lectura lenta, paciente, crítica, tradicionalmente vinculada con el libro en su definición discursiva, es la transformación del criterio mismo de la verdad. En la cultura impresa, establecer la verdad de una afirmación o información supone salir del enunciado mismo y confrontarlo con otros, ejercer un juicio crítico, investigar para establecer su grado de autoridad y veracidad. En la lectura plasmada por las prácticas de las redes sociales, el criterio de verdad se encuentra inscrito dentro de la red misma. No es necesario salir ni del texto, ni de la red, para acreditar informaciones y afirmaciones. El vehículo compartido donde se encuentran es una garantía suficiente de su verdad. El desplazamiento del criterio de verdad desde la comprobación crítica hasta una certidumbre o credulidad colectiva, producida por la confianza ciega en la red social o en el grupo de discusión representa un peligro temible para el conocimiento.

Esta profunda transformación de las prácticas de lectura producida por el mundo conduce a proponer reflexiones nuevas sobre los desafíos lanzados a la edición en general y a las editoriales universitarias en particular. Desde mucho tiempo debían confrontarse con las transformaciones de las prácticas estudiantiles y docentes. En Francia, desde los años setenta u ochenta del siglo xx, las compras de libros por parte de los estudiantes fueron drásticamente reducidas por otras posibilidades de lectura: por un lado, la frecuentación de las bibliotecas universitarias y, por otro, el recurso masivo a las fotocopias de los libros tomados en préstamo en las bibliotecas o facilitados por amigos y a los apuntes dactilografiados de las diferentes materias. Aun más importante, solo los estudiantes que han elegido una carrera literaria o cuyos padres tienen un título universitario poseen una cantidad importante de libros sin crear necesariamente bibliotecas personales, como lo muestra el éxito del mercado de segunda mano de los libros de estudio[25]. Las mismas observaciones en cuanto a la falta de hábitos de lectores de los estudiantes y su cultura de la fotocopia se encuentran en las investigaciones dedicadas a las editoriales universitarias en América latina[26]. Hoy en día, el uso de los datos encontrados en la red o la lectura de textos digitalizados refuerzan esta distancia tomada en relación con los libros, tanto su materialidad como su arquitectura textual.

La paradoja es que también el libro electrónico se encuentra desafiado o ignorado por las prácticas de lectura dominantes en el universo digital. La publicación electrónica parecía permitir la construcción de un nuevo tipo de libro, imaginado y deseado por Robert Darnton, un libro estructurado en una serie de estratos textuales dispuestos en forma de pirámide: argumento, estudios particulares, documentos, referencias historiográficas, materiales pedagógicos, comentarios y discusiones[27]. La estructura hipertextual de semejante libro cambia tanto la lógica de la argumentación que ya no es necesariamente lineal ni secuencial, sino abierta y relacional, como la recepción del lector que puede consultar por sí mismo, si existen en una forma electrónica, los documentos (archivos, imágenes, músicas, palabras) que son el objeto o los instrumentos del estudio. Se transforman así profundamente las técnicas de la prueba en los discursos del saber (citas, notas, referencias) puesto que el lector puede, si quiere, controlar las elecciones e interpretaciones del autor. Así, parecía posible una metamorfosis del ecosistema del libro del saber.

Sin embargo, semejante promesa supone una primera condición. Deben estar claramente diferenciadas la comunicación electrónica, libre y gratuita, y la ediciónelectrónica, que implica un trabajo editorial, costes de producción, un control científico y el respecto de la propiedad intelectual. Esta reorganización es una condición para que puedan protegerse tanto les derechos económicos y morales de los autores como la justa remuneración de los editores. Así, el libro digital debe definirse por oposición a las redes sociales que autorizan a cada uno a poner en circulación en la red sus ideas, opiniones o creaciones. Solamente así podría reconstituirse en la textualidad electrónica una jerarquía de los discursos permitiendo diferenciarlos según su autoridad científica propia.

Al mismo tiempo –segunda condición– se debe percibir y afirmar la diferencia entre el mundo digital y el mundo impreso en lo que se refiere al libro y a la lectura. Con la pandemia, se ha tomado una conciencia más aguda de esta diferencia, una conciencia que nace de las frustraciones producidas por la confiscación o absorción de la existencia por las pantallas. Las compensaciones que permiten produjeron una aguda percepción de lo que no proporcionan. La diferencia esencial es la diferencia entre las lógicas que gobiernan estas dos formas de relación con lo escrito. La lógica de la librería, de la biblioteca, de la página del diario, de la revista o del libro impreso es una lógica del pasaje, del viaje. Entre los espacios de la librería, entre las estanterías de la biblioteca, entre los artículos del diario o de la revista, el lector viaja, peregrina. En esta lógica topográfica, espacial, los lectores son, como escribió Michel de Certeau, «nómadas que cazan furtivamente a través de los campos que no han escrito»[28]