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El magnate griego Demetrios Karas había perdido la concentración. Había intentado no mezclar los negocios con el placer, pero había fracasado. Y estaba corriendo el riesgo de echar a perder el negocio si no hacía que su traductora, Samantha Brewster, pasara a ser su amante... ¡Por fin, el placer! Tal y como Demetrios había imaginado, estaban hechos el uno para el otro en el dormitorio. Pero aun así, parecía que Samantha estaría con él solo hasta que terminase su contrato de tres meses. Hasta que algo nuevo los sorprendió... Un compromiso que empezaría nueve meses después...
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Seitenzahl: 176
Veröffentlichungsjahr: 2017
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2002 Sandra Marton
© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Trabajo y placer, n.º 5555 - marzo 2017
Título original: The Pregnant Mistress
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-9341-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
Samantha Brewster estaba agotada; a pesar de haber dormido como un tronco la noche anterior, los viajes siempre acababan con ella.
¿Para qué esperar? ¿No era un momento perfecto para desaparecer discretamente?
La fiesta estaba en pleno apogeo. Los invitados de Carin y Rafe abarrotaban el cuarto de estar, el grupo de música estaba tocando una samba y todo el mundo se divertía. Nadie notaría su ausencia si se marchaba, ni siquiera su madre ni sus hermanas.
Sam bebió un sorbo de caipiriña y luego dejó el vaso en una de las pequeñas mesas esparcidas por la terraza. Ya había cumplido al aparecer en la fiesta; podría subir las escaleras, quitarse los tacones, cambiarse la camisa y los pantalones de seda verde por una camiseta y meterse en la cama. Era lo que quería hacer después de pasar más de cuarenta horas entre terminales de aeropuerto y escalas: de Jakarta a Honolulu, de Honolulu a San Francisco, de San Francisco a Nueva York porque quería pasarse por su piso, y de Nueva York a Sao Paulo.
Solo de pensarlo le daban ganas de tumbarse en el asolado de piedra de la terraza y dormirse allí mismo.
Sonrió al imaginar la reacción de sus hermanas y de su madre. Marta se quedaría horrorizada, más aún que cuando, un par de horas antes, había bromeado sobre la ropa que iba a ponerse para la fiesta de Carin y Rafe.
–¿Vaqueros y camiseta? –había dicho Marta mirándola con terror–. ¿Vaqueros y camiseta para la fiesta del quinto aniversario de tu hermana? Samantha, por favor…
–Mamá, no lo tomes en serio, Sam está bromeando –Carin le había lanzado una aprensiva mirada sobre la cabeza de su madre–. ¿No es verdad, Sam?
–Por supuesto que es una broma –había interpuesto Amanda rápidamente, lanzándole la misma mirada que Carin.
Era una pena el modo como el matrimonio cambiaba a las personas, pensó Sam; en el pasado, sus hermanas se habrían dado cuenta de que era una broma. Porque, naturalmente, ella jamás iría a una fiesta vestida con pantalones vaqueros.
Sam se pasó una mano por el cabello, a pesar de ser consciente de que no iba a servirle de nada. La húmeda noche brasileña había transformado sus ondulados cabellos castaños en un amasijo de rizos indomables; no obstante, sabía que estaba lo suficientemente presentable como para volver al cuarto de estar y sonreír a cualquiera que quisiera entablar una conversación con ella. Incluso podría llegar a convencer a Carin, si se tropezaba con ella, de que lo estaba pasando muy bien. Lo único que tenía que hacer era salir del cuarto de estar, cruzar el vestíbulo, llegar hasta las escaleras y…
Sam contuvo la respiración.
Un hombre acababa de entrar en el salón. Era alto y con la clase de hombros anchos, estrechas caderas y largas piernas que hacían justicia al esmoquin. Tenía el cabello negro y los ojos eran azules o grises, a esa distancia no podía distinguirlos; unos ojos asentados en un rostro lleno de ángulos y con prominentes pómulos.
En resumen, era un espécimen impresionante. Solo una mujer que estuviera ciega no le prestaría atención. De repente, no se sentía tan cansada.
Si sus hermanas querían hacer de casamenteras, ¿por qué no le presentaban a hombres como ese? No obstante, ni con un hombre así conseguirían lo que querían, porque no estaba interesada en echar raíces… y ese era precisamente el motivo por el que su familia nunca usaba hombres guapos como anzuelo.
Los hombres tan atractivos no eran apropiados, pensaban su madre y sus hermanas. Los hombres así no querían casarse.
Y sí, tenían razón, ese tipo de hombres no quería casarse, pero tampoco ella. Reconocía que su madre tenía razón al decir que ni Jason, ni Brad ni Charly tenían el matrimonio en mente ni estaban dispuestos a echar raíces, pero a ella tampoco le interesaban esas cosas.
Desgraciadamente, su madre no la creía. Ni sus hermanas, ahora que se habían casado. Ella se había convertido en la «causa» de sus hermanas, que se habían puesto de parte de su madre. Por eso sabía que, entre los invitados, debía de haber alguien que su familia consideraba «apropiado» para ella.
Sam agarró la caipiriña de la mesa y bebió.
El último hombre perfecto que Marta, su madre, había encontrado apropiado tenía veinte años más que ella. El anterior a este era un ranchero viudo que se pasó una tarde entera hablando del semen de los toros.
Sam necesitaba libertad, buscaba aventura y una relación pasajera que le hiciera hervir la sangre.
Alguien como el hombre del esmoquin que había aparecido en la fiesta hacía unos minutos.
Sam miró a su alrededor. ¿Dónde estaba? Lo localizó, hablando con una rubia. No, sus hermanas no le presentarían a alguien así. Desde que se habían casado, parecían creerse las únicas Brewster con derecho a hombres atractivos.
–Los hombres con los que tú sales no son de los que se casan –le había dicho Amanda durante el desayuno, y ella había pensado con tristeza: «Mandy, Mandy, ¿qué te ha pasado?» ¿Se estaba convirtiendo su hermana en el vivo retrato de Marta?
–Por eso me parecen tan interesantes –le había contestado ella.
Carin había suspirado. Y, al final, las tres hermanas se habían echado a reír. Por fin, Rafe y Nick aparecieron y les preguntaron de qué se estaban riendo, lo que las hizo reír aún con más ganas.
Más tarde, Sam vio a los cuatro juntos hablando en voz baja. Al verla, los cuatro callaron inmediatamente. Sus cuñados, los dos guapísimos, se habían sonrojado al saludarla. Fue entonces cuando ella se dio cuenta de que había una conspiración instigada por su madre de la que sus hermanas y cuñados formaban parte.
La prueba la tuvo un par de horas después.
–Tú has estado en Grecia, ¿verdad, Sam? –le preguntó Nick durante el almuerzo.
–Sí. Un sitio precioso –contestó ella.
–Sí, es precioso –añadió Nick.
Y todos los comensales asintieron.
Algo después, Rafe se le acercó cuando ella estaba en una tumbona en la terraza.
–Dime, Sam, ¿hablas griego?
–El griego de los turistas; vamos, cuatro cosas –contestó ella–. ¿Por qué? ¿Es importante que sepa hablar griego?
–No, no, en absoluto –respondió él con rapidez; con demasiada rapidez.
Por eso se alarmó cuando Carin y después Amanda se pasaron por su habitación mientras ella se vestía para la fiesta y, con fingido desinterés, le dijeron que era una pena que no hablara griego porque uno de los invitados, un viejo amigo de Rafe y Nick, era de Grecia.
–A pesar de que no conozco al señor Karas, supongo que apreciaría que alguien hablara su idioma –murmuró Carin mirándose las uñas.
–Es extraño que ese caballero sea amigo de Rafe y Nick a pesar de hablar solo griego –contestó ella–. Me preguntó cómo se entienden.
Sus hermanas, inmediatamente, contestaron que Demetrios Karas hablaba inglés.
–Ah. ¿Es así como se llama, Demetrios Karas?
Sí, lo era. Y tenía una gran empresa de barcos de carga. Y, aunque ella no hablara griego, debía mostrarse amable…
–Eso nos ayudaría a Rafe y a mí –añadió Carin con una radiante sonrisa.
–No estaría de más, Sam, que intentaras agradar al señor Karas esta noche.
Sam, con el vaso de caipiriña en la mano, volvió a suspirar.
Lo que iba a hacer era marcharse a su habitación. Al día siguiente, se disculparía ante sus hermanas con la excusa de estar cansada. Imaginaba cómo sería el señor Karas, al que todavía no había visto: bajo, gordo, viejo y, por supuesto, apropiado para ella debido a su gran negocio.
No obstante, de encontrarse de humor, no le habría importado sonreír al guapo del esmoquin.
Pero no iba a hacerlo porque estaba demasiado cansada; además, su familia era capaz de hacer cualquier barbaridad si la veían con ese hombre… tan peligroso para ella. Ahí estaba él, rodeado de mujeres: dos rubias, una morena y una con cabello multicolor. Todas ellas lo miraban con ganas de comérselo.
¡Qué idea!, pensó Sam, soñadora.
¡Oh, oh! Debía de estar muy cansada. Le gustaban los hombres y le gustaba el sexo, pero no iba a permitirse fantasear…
¡Cielos! Sam vio entrar a Carin en el salón y, de repente, la vio lanzarse al del esmoquin… ¡y por encima de la cabeza de su hermana ese hombre la miró directamente!
A Sam se le aceleró el pulso. Esos ojos eran del azul del cielo estival en la Costa Azul; la miraron de pies a cabeza y volvieron a ascender para clavarse en sus ojos. Carin se apartó de él ligeramente y le dijo algo. El rio, volvió su atención a Carin… y el momento pasó.
Sam soltó el aire. ¿El momento pasó? No había existido. Él no podía haberla visto en la oscuridad de la terraza.
Sam se sintió cansada. La mano le tembló cuando se llevó la copa a los labios. Era ridículo sentirse tan conmocionada. Lo bueno era que estaba sola en medio de la magnífica noche cargada de la fragancia de las flores en las macetas e iluminada por la luna, que bañaba la pradera brasileña.
–Hola.
El corazón pareció querer salírsele del pecho. Se volvió… pero no era él. Y tampoco podía ser el griego. Se trataba de un hombre alto, de aspecto agradable y cabello color arena. Muy civilizado, demasiado.
Sam parpadeó y le dio la mano.
–Hola. Soy Samantha Brewster.
–Encantado de conocerte.
–Yo también estoy encantada de conocerte. Por cierto, no te llamarás Demetrios por casualidad, ¿verdad?
Él se echó a reír.
–¡No, ni hablar! Soy Jack Adams. Era compañero de colegio de Nick y de Rashid. Y tú eres su cuñada, ¿verdad?
–Sí. En ese caso, debes de conocer a su esposa, mi hermana –comentó Sam educadamente.
Jack la conocía. Hablaron sobre Filadelfia, donde él vivía, y Nueva York, donde ella vivía. También hablaron de Indonesia, donde Sam acababa de estar, y de Nueva Yersey, donde él acababa de estar.
Después, Jack guardó silencio, se aclaró la garganta y dijo que quizá pudieran encontrarse otra vez, posiblemente cuando él fuera a Nueva York en viaje de negocios.
–Sí, me encantaría –dijo Sam–, el problema es que casi nunca estoy en casa. Viajo constantemente.
Jack sonrió con frialdad.
–Sí, eso he oído.
Después, se disculpó y entró para mezclarse con los demás invitados.
Sam volvió a beber un sorbo de su caipiriña.
Quizá no debería haber acudido a esta fiesta en Rio de Ouro; sobre todo, después de tres meses de traducir del italiano al inglés y viceversa en su trabajo como intérprete entre un grupo de etnólogos de Roma y otro de San Francisco. Pero no había querido perderse la fiesta del quinto aniversario de Carin y Rafe ni tampoco el quinto cumpleaños de su sobrina, dos acontecimientos separados por el espacio de dos días y que ni su hermana ni su cuñado negaban.
–Yo conocí a Rafe en una fiesta así –le había dicho su hermana aquella mañana.
–Y yo a Nick –había añadido Amanda.
Sam suspiró y volvió a mirar en dirección al salón. No vio a Carin… pero el hombre del esmoquin seguía allí, hablando con alguien cuyo nombre ella no recordaba. El guapo sonrió. El otro hombre le devolvió la sonrisa. Ambos se dieron la mano y el otro hombre se alejó…
A Samantha le latió con fuerza el corazón.
Ahora no cabía duda posible; ese hombre la estaba mirando, directamente, con una sonrisa en los labios… y empezó a acercarse a la terraza, en dirección a ella abriéndose paso entre la multitud…
–¡Demetrios!
Sam agrandó los ojos. La llamada venía de su cuñado, pero el hombre que respondió a ese nombre no era gordo ni bajo ni viejo.
Era el guapo del esmoquin.
Sam se quedó boquiabierta cuando vio a su cuñado y al guapo estrecharse la mano. Después, riendo, se dieron un abrazo.
–¿Cuándo has llegado, Demetrios?
Demetrios. Demetrios Karas. Sam casi no podía creer que aquello fuera real. ¿Que aquella impresionante criatura era el hombre que sus hermanas querían que conociera? ¿Ese hombre alto, guapo y peligrosamente atractivo era su idea de hombre «apropiado» para ella?
Pero ese hombre no era de los que se casaban, de eso podía estar segura. Lo sabía. Ese hombre era un soltero empedernido, algo que ella comprendía perfectamente.
El matrimonio debía de haber atontado a sus hermanas.
–Samantha.
Rafe la había llamado con ese maravilloso acento brasileño. Sam respiró profundamente y se volvió hacia él.
–Rafe, es una fiesta preciosa –Sam sonrió, se puso de puntillas y besó a su cuñado en la mejilla.
–Carin lo ha preparado todo –respondió él, orgulloso.
–Pues ha hecho un trabajo magnífico.
Rafe asintió. Después, se metió las manos en los bolsillos del pantalón y se aclaró la garganta.
–Bueno, ¿has conocido a alguien interesante?
«Ya estamos con eso», pensó Sam.
–No puede ser. Tenéis miles de invitados, es imposible conocer a nadie aquí.
–No, claro que no. Sin embargo, si quieres, puedes entrar conmigo para que te presente a alguna gente.
Sam se quedó mirando a su cuñado y, de repente, lo vio sonrojarse.
–Rafe, no quiero conocer a Demetrios Karas.
–A Carin le parece que…
–A Carin no tiene que parecerle nada –Sam endulzó sus palabras con una sonrisa–. Me gusta la vida que llevo, lo digo en serio.
Su cuñado pareció aliviado.
–Lo sé. He intentado explicárselo, pero…
–No le habrás dicho nada a él, ¿verdad? Me refiero a Karas.
–No, por supuesto que no –respondió Rafe.
–Me alegro –Sam parpadeó–. Porque no me gustaría nada sentirme como una mercancía… si, de repente, se me antoja acercarme a saludarlo.
–¿Pero no acabas de decir que…?
–He dicho que no quiero conocerlo, pero me refería a conocerlo como un posible pretendiente con miras al matrimonio –Sam bajó la voz–. La verdad es que sería un buen marido.
–En eso Demetrios estaría de acuerdo contigo –contestó Rafe con una sonrisa.
–Pero no me importaría para pasar un rato…
–¡Samantha!
Sam se echó a reír.
–Era una broma.
Por supuesto que lo era.
–Si no te importa, voy a ver dónde está mi mujer. No te molesta, ¿verdad? –preguntó Rafe.
Samantha sonrió.
–Claro que no. Es más, si ves a Carin, ¿te importaría darle un recado de mi parte? ¿Te importaría decirle que, a pesar de que la fiesta es magnífica, estoy muy cansado y me voy a ir a la cama?
–No te preocupes, se lo diré –Rafe le dio un beso en la sien–. Boa noite, Sam.
–Buenas noches, Rafe.
Eso era lo que iba a hacer. Iba a entrar en la casa y a subir a su habitación. Hasta ahora se había portado como una colegiala tratando de evitar a Demetrios Karas. Ya estaba bien. Necesitaba dormir, e iba a hacerlo.
Sam se alisó el cabello, alzó la barbilla, adoptó una educada sonrisa y entró en el salón…
Y fue al encuentro de Demetrios Karas.
Era una mujer hermosa, de cabellos color otoño y unos ojos de un profundo color verde como el océano. Demetrios se había fijado en ella al entrar.
Era la imagen de la feminidad envuelta en seda verde, un tono más claro que sus ojos. Una corta blusa ajustada al pecho y unos pantalones. Por lo general, no le gustaban los pantalones en una mujer, pero en este caso…
Perezosamente la miró de arriba abajo.
Esos pantalones eran diferentes, le llegaban por debajo del ombligo. Los zapatos, también verdes, eran todo tiras sobre unos tacones altos y finos.
Solo un santo no la habría imaginado con los tacones exclusivamente, y quizá un poco de encaje. Y, desde luego, nadie lo consideraba apto para la canonización.
No lo había sorprendido imaginarla de esa manera. Lo que sí lo había sorprendido era la rápida reacción de su cuerpo.
¿Por qué estaba tan apartada de todo el mundo? La música sonaba, y la gente charlaba y reía. La fiesta de Rafe era un éxito y, sin embargo, ella se mantenía al margen. Estaba en la terraza, cerca de la puerta, como si no supiera si quedarse o marcharse, con una copa en la mano y una expresión indescifrable. ¿Estaba aburrida? ¿Indiferente a lo que ocurría a su alrededor? Fuera lo que fuese, todos los hombres la habrían mirado de no ser por su compostura.
«No te acerques», parecía indicar su porte. «No estoy interesada».
Sin embargo, Demetrios no podía creer que hubiera ido sola. ¿No había un hombre con ella? Cada vez que miraba en dirección a la terraza, la veía sola.
La única forma de lograr respuestas a esas preguntas era haciéndolas directamente.
Demetrios se disculpó con quien estaba hablando y empezó a caminar hacia ella, pero no logró llegar muy lejos; conocía a muchos de los invitados…
La pelirroja de la terraza no parecía la clase de mujer que se permaneciera con un hombre después de que se extinguiera la pasión… pero quizá fuera una ilusión suya. La experiencia le había enseñado que las mujeres eran incapaces de disfrutar el momento sin intentar transformarlo en algo para toda una vida.
No obstante, le agradaba imaginar semejante posibilidad. La mujer perfecta, tan hermosa y especial como una orquídea, y tan autosuficiente como un cacto.
Desgraciadamente, no habían nacido aún semejantes criaturas. Las mujeres eran o hermosas o fuertes; no parecía haber forma de combinar ambas cualidades en una y, ya que él era un hombre que prefería la belleza a la durabilidad, sus relaciones siempre acababan mal.
Aunque solo fuera por una vez, pensó Demetrios mientras la mujer que se le aferraba al brazo charlaba sin parar, le encantaría conocer a una mujer independiente, una mujer que admitiera sus deseos con honestidad y sin manipulaciones…
De repente, sintió un cosquilleo en el estómago. Al levantar los ojos, la vio mirándolo con una intensidad que le hizo desear poder apartar con un empujón a la mujer que le hablaba, acercarse a la pelirroja, tomarla en sus brazos y llevársela de allí.
Por supuesto, no lo hizo. Los hombres civilizados no hacían esas cosas.
Por tanto, esperó, logró poner fin a la conversación y empezó a caminar hacia ella otra vez. Cuando Rafe lo llamó, no pudo evitar saludarlo. Eran amigos desde hacía años. Sin embargo, una vez que acabaron con los saludos, él decidió ser directo. Podía serlo con un hombre, con su amigo.
–Rafe, ¿por qué no hablamos luego? Quizá mañana. ¿Qué te parece?
Rafe le sonrió traviesamente y le dio una palmada en el hombro.
–Hablas como si le hubieras echado el ojo a una mujer. ¿A quién?
Demetrios también sonrió.
–Todavía no sé cómo se llama, solo la he visto.
–Señálamela. ¿Qué clase de amigo sería si no me ofreciera a ayudarte?
–Está ahí… –pero ella ya no estaba allí; la misteriosa mujer se había adentrado en las sombras de la terraza–. No te preocupes, un hombre tiene que saber valérselas por sí mismo.
–No me cabe duda de que lo conseguirás –dijo Rafe sonriéndole–. Nick dice que solías dejarlo en vergüenza.
–Me alegro de que lo admita. En fin, ahora está casado.
–Felizmente casado –Rafe se aclaró la garganta–. Igual que yo. Estoy seguro de que tú lo estarás también cuando encuentres a la mujer de tus sueños.
Demetrios se alarmó. La expresión de Rafe se había tornado seria. No, un amigo no podía intentar…
–Bueno, ¿has conocido ya a la familia de mi mujer? –le preguntó Rafe.
–El matrimonio te ha derretido el cerebro –Demetrios sonrió traviesamente–. He hecho negocios con Jonas, ¿o no te acuerdas? En Espada, donde conocí a su esposa y a sus hijos. Y, por supuesto, conozco a la Amanda de Nick y a tu preciosa Carin.
–En ese caso, a la única persona que te falta por conocer es a Sam.
–¿Sam? –Demetrios frunció el ceño–. No recuerdo que Jonas tuviera un hijo llamado Sam.
–No, Sam es la abreviatura de Samantha.
–Ah. Sabía que Jonas tenía una hijastra, pero…