Un auténtico seductor - Raeanne Thayne - E-Book
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Un auténtico seductor E-Book

Raeanne Thayne

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Beschreibung

Él tenía una peligrosa reputación… Ella tenía que proteger la suya Seth Dalton era un reconocido rompecorazones. Sin embargo, Jenny Boyer veía la ternura que había en sus ojos cuando miraba a sus hijos… y a ella. No podía creer que todo fuera un juego. La madre divorciada acababa de llegar al pueblo para convertirse en directora del colegio y sabía que debía hacerse respetar. Así que lo último que debía hacer era caer en los brazos del mayor seductor de Cold Creek. Pero cada vez que Seth se acercaba a ella, Jenny sentía que estaba a punto de dejarse llevar como lo habían hecho muchas otras antes que ella. Solo esperaba que su historia tuviera un final diferente… un final feliz.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2006 RaeAnne Thayne

© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Un auténtico seductor, n.º 4 - abril 2016

Título original: Dalton’s Undoing

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicado en español en 2007

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com

 

I.S.B.N.: 978-84-687-8154-9

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Epílogo

Capítulo 1

 

 

ALGÚN gamberro estaba robándole el coche.

Seth Dalton se quedó de pie en la acera frente a la casa de su madre, olvidando las correas de los cachorros que llevaba en la mano, viendo cómo tres años de sudor, pasión y trabajo se alejaban por la carretera.

Hijo de perra.

Se quedó mirando el coche durante unos quince segundos, tratando de comprender cómo alguien en Pine Gulch podría tener las agallas de robar su descapotable del 69.

¿Quién en aquel pueblo podría ser lo suficientemente estúpido como para pensar que podría llegar muy lejos sin que nadie se diera cuenta de que no era Seth quien conducía y diese la alarma?

¿Cómo de lejos pensaba que podía llegar? No mucho, si dependía de Seth. Había trabajado demasiado duro en su querido coche como para dejar que cualquiera se lo llevara.

–Vamos, chicos. Se acabó la diversión –tiró de las correas y arrastró a los dos cachorros por la acera hacia la casa.

Dentro, los miembros de su familia estaban reunidos alrededor de la mesa del comedor jugando una partida de Risk.

Parecía que Jake y Maggie iban ganando. No era de extrañar, teniendo en cuenta el cerebro estratégico de su hermano mediano y la experiencia militar de su mujer. El clan de los Dalton estaba distribuido en sus equipos habituales. Jake y Maggie contra su madre y su padrastro, y contra su hermano mayor, Wade, y su mujer, Caroline, que componían el tercer equipo.

Esa era la razón por la que Seth se había ofrecido voluntario para sacar a los cachorros a pasear. Era un poco deprimente ser el jugador solitario. Normalmente formaba equipo con Natalie, pero era un poco triste descubrir que su sobrina de nueve años jugaba mejor que él. La niña estaba en la sala de estar viendo un video con sus hermanos.

La única que levantó la cabeza del tablero fue su madre.

–¿Ya habéis vuelto? ¡Qué rápido! –Marjorie les dirigió las palabras a los cachorros, no a él. Su madre levantó al cachorro que él le había regalado por su cumpleaños y le acarició la cabeza–. Pero qué bueno eres. ¿Verdad? Sí, claro que lo eres. Dale a mamá un beso de cumpleaños.

–No hay tiempo, lo siento –dijo Seth secamente.

Ignoró la cara de su madre y se dirigió a por las llaves de la furgoneta de Wade.

–Me llevo tu furgoneta –dijo mientras salía por la puerta.

Wade levantó la mirada con el ceño fruncido y dijo:

–¿Qué?

–No tengo tiempo de explicarlo –añadió Seth deteniéndose en la puerta–, pero necesito tu furgoneta. Volveré. Mamá, vigila a Lucy por mí.

–Acabo de lavar la furgoneta –gruñó su hermano–. No me la devuelvas llena de barro.

Seth puso en marcha la furgoneta de su hermano y salió disparado en la dirección en que se había marchado su coche.

Si él fuese a robar un coche, ¿Qué carretera tomaría? Pine Gulch no ofrecía muchas rutas de escape. Dirigirse hacia el sur lo conduciría a través de las casas y del pequeño distrito financiero de Pine Gulch. Hacia el este se encontraban las montañas, lo cual le dejaba el norte y el oeste.

Decidió arriesgarse e ir hacia el norte, donde la carretera atravesaba los ranchos y las granjas con demasiado poco tráfico como para que alguien advirtiese un descapotable rojo.

Debía llamar a la policía y denunciar el robo. Perseguir al ladrón por sí solo probablemente fuese una locura, pero no estaba de humor para ser sensato, no con un coche de treinta mil dólares en juego.

Pocos segundos después, al girar la curva del estanque de Sam Purdy, divisó un destello rojo más adelante.

Con sus trescientos cincuenta caballos, su coche podía alcanzar los doscientos kilómetros por hora sin esfuerzo. Curiosamente, quien fuera que lo hubiera robado, no lo había puesto a más de setenta.

El coche circulaba a unos veinte kilómetros por debajo del límite de velocidad y Seth no tuvo problemas a la hora de alcanzarlo, preguntándose si habría alguna banda de ancianos ladrones de coches de la que no hubiera oído hablar.

Mantuvo una distancia de dos coches entre ellos. Conocía esa carretera y sabía que, más adelante, se extendía una línea recta durante unos tres kilómetros sin casas.

No veía ningún coche acercarse de frente, de modo que se cambió al otro carril para colocarse junto a su coche y poder ver al ladrón.

Era un gamberro, nada más. El chico tras el volante era delgado, de pelo negro, de unos quince años, tal vez dieciséis. Miró hacia la izquierda y, al ver la enorme furgoneta a su lado, pareció muerto de miedo.

Seth bajó la ventanilla, deseando poder alcanzar al chico y retorcerle el cuello.

–¡Frena! –gritó a través de la ventanilla, incluso sabiendo que el chico no podría oírlo.

Más tarde se dio cuenta de que debía de parecer Fredy Kruger o el tipo de La matanza de Texas, y debería haber imaginado lo que ocurriría después. Si hubiera estado pensando con claridad, habría afrontado el asunto de otra manera y se habría ahorrado muchos problemas.

Aunque el ladrón no pudiera oír las palabras de Seth, el mensaje quedó claro. El chico le dirigió otra mirada asustadiza y giró el volante hacia la derecha.

Seth maldijo en voz alta al oír el sonido del metal cuando el descapotable golpeó una señal que había a la derecha. Como consecuencia, el chico entró en pánico y giró de golpe hacia la izquierda y cruzó la carretera, aterrizando en una zanja de riego.

Al menos, estaba vacía en esa época del año.

El aire frío de noviembre recibió a Seth cuando salió de la furgoneta y corrió para asegurarse de que el chico estuviera bien.

Abrió la puerta de golpe y disfrutó un segundo al ver cómo el crío se encogía en el asiento, como si pensara que Seth iba a partirle el cuello con las manos.

Le daban ganas de hacerlo, tenía que admitirlo. Sabía que la pintura del coche se habría descascarillado al golpear la señal y que el guardabarros izquierdo estaba abollado por haber golpeado la estructura de cemento de la zanja.

Trató de controlar su ira mientras comprobaba que el ladronzuelo no estuviese herido.

–¿Estás bien? –preguntó.

–Sí. Eso creo –la voz del chico temblaba ligeramente, pero le dio la mano a Seth para salir del coche.

Seth lo observó de arriba abajo y pensó que no debía de tener más de catorce años. Lo suficientemente mayor como para empezar a afeitarse más de una vez al mes.

Tenía el pelo más largo de lo que Hank Dalton hubiera permitido a ninguno de sus hijos y llevaba unos vaqueros y una sudadera gris unas cuatro tallas más grande con el logo de algún grupo de música que Seth no conocía.

El chico le resultaba familiar, pero Seth no sabía quién era. Extraño, pues conocía a todos los chicos del pueblo. Tal vez fuese hijo de alguno de los magnates de Hollywood que compraban terrenos para construirse sus enormes ranchos. Tendían a mantenerse alejados de la población, tal vez por miedo a que los valores familiares y la amabilidad de los lugareños se mezclaran con ellos.

–Mi madre me va a matar –dijo el chico llevándose las manos a la cabeza.

–Puede ponerse a la cola –gruñó Seth–. ¿Tienes idea de la cantidad de trabajo que he invertido en este coche?

El chico dejó caer las manos. Aunque aún parecía aterrorizado, consiguió disimularlo con cierto aire de valentía.

–Te arrepentirás si te metes conmigo. Mi abuelo es abogado y te freirá el trasero si te atreves a ponerme la mano encima.

Seth no pudo evitar reírse, incluso al encajar las piezas e imaginar quién debía de ser el chico y por qué le resultaba familiar.

Con un abuelo abogado, tenía que ser el hijo de la nueva directora del colegio. Boylan. Boyer. Algo así.

Él no tenía mucha relación con la gente de la escuela, pero Natalie había señalado a su nueva directora y a sus dos hijos una noche, poco después del inicio de las clases, cuando Seth había llevado a sus sobrinos a Stoney’s, la pizzería del pueblo.

Su abuelo sería Jason Chambers, un abogado que se había mudado a Pine Gulch tras la jubilación. Su hija y sus nietos se habían mudado con él cuando el puesto de la dirección del colegio había quedado vacante.

–Ese abogado en la familia probablemente sea de utilidad, chaval –dijo Seth.

–Estoy muerto –contestó el chico llevándose las manos a la cabeza nuevamente.

No estaba seguro de por qué, pero Seth se sorprendió al sentir compasión por el chico. Recordaba muy bien el infierno de esa edad. Las hormonas disparadas, las emociones del revés. Demasiada energía y muy poco que hacer con ella.

–¿Voy a ir a la cárcel?

–Has robado un coche. Es un crimen muy serio. Y eres un conductor pésimo, lo cual es peor, desde mi punto de vista.

–No iba a llevármelo lejos. Tienes que creerme. Solo hasta el pantano y de vuelta, lo juro. Eso es todo. Cuando vi las llaves puestas, no pude resistirme.

¿Realmente se había dejado las llaves puestas? Seth miró dentro del coche y allí estaban.

¿Cómo había ocurrido? Recordaba haber llegado a casa de su madre para la cena de cumpleaños y luego había salido corriendo del coche al ver cómo Lucy comenzaba a agacharse sobre las alfombrillas del suelo. Tal vez con toda la confusión y con la prisa por encontrar un trozo de césped en el que su cachorro pudiera hacer sus necesidades, se hubiese olvidado las llaves.

–¿Cómo te llamas?

El chico apretó los dientes y Seth suspiró.

–Será mejor que me lo digas. Sé que tu apellido es Boyer y que Jason Chambers es tu abuelo. Averiguaré el resto.

–Cole –murmuró el muchacho tras una larga pausa.

–Vamos, Cole. Te llevaré a casa de tu abuelo y luego regresaré con uno de mis hermanos para recoger mi coche.

–Puedo ir andando –dijo Cole estirando los hombros y metiendo las manos en los bolsillos de la sudadera.

–¿Crees que voy a dejarte suelto por ahí? ¿Y si resulta que encuentras a otro idiota que se haya dejado las llaves puestas? Entra.

Aunque Cole aún parecía beligerante, subió al asiento del copiloto de la furgoneta.

Seth había comenzado a bordear la furgoneta para ponerse tras el volante cuando observó unas luces tras él.

En vez de seguir su camino, el ayudante del sheriff aminoró la velocidad y aparcó tras el descapotable. Seth observó al chico y vio que se había puesto blanco y que respiraba entrecortadamente.

–Relájate, chico –murmuró.

–Estoy relajado –Cole levantó la barbilla y trató de parecer calmado.

Seth suspiró y volvió a cerrar su puerta, observando cómo el ayudante del sheriff bajaba del coche. Antes de verle la cara, supo que la agente tenía que ser Polly Jardine, la única mujer del departamento de policía del pueblo.

Polly lo observó. Su aspecto no distaba mucho del que había tenido en el instituto: atractiva y vivaz, completamente alejada de su idea de un agente de la ley. Aunque aún parecía como si debiera estar agitando sus pompones en el partido de fútbol del viernes por la noche, Seth sabía que era una policía dura y con dedicación.

Imaginó que despertaría más de unas pocas fantasías en el pueblo que implicarían las esposas que colgaban de su cinturón. Pero, dado que su marido era enorme y también estaba en el departamento de policía, aparte de que estuvieran locos el uno por el otro, esas fantasías nunca serían más que eso.

–Hola, Seth. Me pareció que ese era tu coche. ¡Vaya! ¿Qué ha ocurrido? ¿Has tomado la curva con demasiada velocidad?

–Algo así –contestó Seth.

–¿Estás seguro de que esa es toda la historia? –preguntó Polly tras ver al chico metido en la furgoneta.

Seth se apoyó contra la furgoneta, inclinó la cabeza y le dirigió una sonrisa.

–¿Le mentiría yo a una agente de la ley, cariño?

–Al fin y al cabo, se trata de tu coche, cariño –dijo ella con una sonrisa, haciéndole saber que recordaba las veces en que habían tonteado bajo las gradas, antes de que Match Jardine llegara al pueblo y ella ya no tuviera ojos para nadie más–. Si es así como quieres hacerlo, no discutiré contigo.

–Gracias, Pol. Te la debo.

–Ese es el hijo de la nueva directora, ¿no?

Seth asintió.

–Hemos tenido unos cuantos encuentros con él en los pocos meses que llevan en el pueblo –añadió Polly–. Nada serio. Infringir el toque de queda, esas cosas. ¿Crees que dejarlo suelto es lo correcto? Hoy es un coche, mañana puede ser el robo a un banco.

Seth no sabía nada, salvo que no podía delatarlo.

–Por ahora.

–Si cambias de opinión, dímelo. Se supone que tengo que rellenar un informe por accidente, pero fingiré que no he visto nada.

Seth asintió, se despidió de ella y se montó en la furgoneta. Cole Boyer lo observó, con sus ojos verdes alerta.

–¿Voy a ir a la cárcel?

–No. Al menos, hoy no.

–¡Genial!

–No te apresures a celebrarlo –le advirtió Seth–. Un par de semanas en el reformatorio no te parecerán tan malas cuando tu madre y tu abuelo se enteren. Y eso sin hablar de lo que tendrás que hacer para arreglar las cosas conmigo.

 

 

Llegaba tarde. Como de costumbre.

Con un solo movimiento, Jenny Boyer se puso los zapatos y su chaqueta favorita.

–Haz caso al abuelo mientras no estoy, ¿de acuerdo? –dijo mientras se ponía un par de pendientes de oro.

–Siempre le hago caso –dijo Morgan, su hija de nueve años, que hablaba como una mujer de cincuenta, con la elegancia de una dama de la alta sociedad que acababa de encontrar algo desagradable en su té–. Es a Cole al que no le gusta la autoridad.

–Bueno, pues asegúrate de que él también le haga caso al abuelo –dijo Jenny con un suspiro.

Morgan se cruzó de brazos y arqueó una ceja.

–Lo intentaré, pero dudo que nos haga caso al abuelo o a mí.

Probablemente no. Nadie parecía ser capaz de hacerse cargo de Cole. Había imaginado que mudarse a Idaho a vivir con su padre ayudaría a estabilizar a su hijo, al menos se alejaría de los elementos indeseables de Seattle, que no hacían más que meterlo en problemas.

Había albergado la esperanza de que su abuelo le proporcionase el modelo de conducta masculino que había perdido con la ausencia de su padre. Había sido una esperanza en vano. A pesar de que Jason lo intentaba, Cole estaba furioso con el mundo, más furioso con ella por haberse mudado a ese pueblo que con su padre por haberse ido a otro continente.

Jenny miró el reloj y emitió un gemido. La reunión de la junta de la escuela empezaba en diez minutos y ella debía dar una presentación en PowerPoint resaltando sus esfuerzos por elevar los resultados del colegio frente a los exámenes estandarizados. Era su primera reunión con la junta y no podía permitirse echarlo todo a perder.

El terapeuta al que había ido después del divorcio sugería que la impuntualidad de Jenny indicaba algún tipo de acción pasivo-agresiva, su manera de gobernar una vida que, frecuentemente, escapaba a su control.

–Tengo que darme prisa, cariño. Te prometo que estaré en casa antes de que te vayas a dormir –le dio un beso en la frente a su hija, preguntándose mientras salía de su habitación si tendría tiempo de bajar al sótano a despedirse de Cole. Decidió que no. Aparte de su falta de tiempo, cualquier conversación entre ellos últimamente acababa en una pelea, y no sabía si podría soportar otra esa noche.

–Adiós, papá –dijo desde el pasillo mientras agarraba el maletín de su portátil y el bolso–. ¡Gracias por ocuparte de ellos!

–No te preocupes por nada –Jason Chambers apareció en el marco de la puerta con su jersey favorito y unos vaqueros que le hacían aparentar mucho menos de sus sesenta y cinco años–. Destrózalos.

Jenny sonrió distraídamente, sintiéndose una vez más agradecida por haber sido capaz de superar las discordancias en su relación en el pasado al mudarse a Pine Gulch.

Haciendo equilibrios con el maletín, el bolso y las llaves, abrió la puerta y dio un brinco al encontrarse de frente con un hombre.

–Lo siento. No lo había visto –dijo tras estabilizarse.

Sabía de quién se trataba, por supuesto. ¿Qué mujer en Pine Gulch no lo sabría? Con esa sonrisa y aquellos ojos azules que parecían adivinar los deseos más profundos de una mujer, era difícil no ver a Seth Dalton.

Aunque ella lo intentaba. El pequeño de los Dalton era precisamente el tipo de hombre que Jenny trataba de evitar a toda costa. Ya había tenido más que suficientes hombres que encandilaban a las mujeres con flores y champán, dejándolas tiradas después para irse con otra más joven.

¿Qué razón tendría Dalton para aparecer en su puerta? No tenía hijos en el colegio, hacía años que había terminado su formación y no podía imaginárselo horneando galletas para sacar fondos para la asociación de padres y profesores.

–¿Puedo ayudarlo, señor Dalton?

–Solo vengo a hacer una entrega.

Jenny frunció el ceño, impaciente y confusa, mientras él se echaba a un lado para llevar algo hasta la puerta. Algo no, alguien. Alguien con el ceño fruncido y una sudadera gris.

–¡Cole!

Bajo la apariencia descarada de su hijo, advirtió que había algo más que actitud, algo nervioso.

–¿Qué sucede? ¡Se supone que debías estar en tu habitación haciendo los deberes de geometría! –exclamó ella.

–La geometría apesta. Me escapé.

–Te escapaste –repitió ella sintiéndose frustrada y fracasada. ¿Cómo podría llegar a los niños del colegio si no podía encontrar la más mínima conexión con su propio hijo?–. ¿Adónde? No te oí marcharte.

–¿Nunca has oído hablar de las ventanas? –respondió Cole. Nada nuevo. Se había comportado de un modo arisco con ella incluso desde antes de mudarse a Pine Gulch. La culpaba de todo lo malo en su vida, desde su baja estatura hasta la aventura de Richard y su posterior abandono.

Jenny se sentía avergonzada porque un extraño tuviera que presenciar aquello. Se sintió más avergonzada al ver cómo Seth Dalton arqueaba una ceja y le colocaba una mano a su hijo en el hombro.

–¿Crees que esa es la manera correcta de dirigirte a tu madre?

Jenny le dirigió una sonrisa educada y dijo:

–Gracias por traerlo a casa, señor Dalton, pero creo que puedo ocuparme sola.

Por alguna razón, o sus palabras o su tono parecieron sorprenderlo.

–¿De verdad? –preguntó–. Me temo que hay algunos asuntos más de los que debemos hablar. ¿Puedo pasar?

–No es un buen momento. Llego tarde a una reunión.

–Lo siento –añadió él–, pero me temo que tendrá que sacar tiempo para esto.

No esperó una invitación, simplemente entró hasta el salón. A Jenny no le quedó más opción que seguirlo, dándose cuenta de que Jason y Morgan no estaban por ningún lado.

–Cole, ¿quieres decirle lo que has hecho?

Su hijo se cruzó de brazos y adoptó una postura más desafiante, aunque, de nuevo, Jenny observó miedo en él. De pronto, sintió un vuelco en el estómago.

–¿Qué sucede? Cole, ¿de que va todo esto?

Cole mantuvo la boca cerrada, pero, una vez más, Seth Dalton le colocó una mano en el hombro.

De pronto, su hijo pareció encontrar la alfombra increíblemente fascinante.

–Le robé el coche –murmuró en voz baja.

–¿Qué?

–Me llevé su coche, ¿de acuerdo? –dijo Cole mirándola finalmente a los ojos–. ¿Qué esperaba? Había dejado las malditas llaves puestas. Solo iba a dar una vuelta. Imaginé que se lo devolvería antes de que se diera cuenta de que no estaba. Pero entonces me estrellé y…

–¿Qué? ¿Estás herido? ¿Has herido a alguien?

Cole negó con la cabeza. Al menos se sentía lo suficientemente culpable como para parecer avergonzado.

–Rozó una señal y se estrelló de frente contra una zanja de riego. Lo único que ha sufrido daños ha sido mi coche.

Jenny se sentó en la silla más cercana que encontró mientras su carrera pasaba frente a sus ojos. Ya podía oír los cotilleos entre los carros de la compra en el supermercado, bajo los secadores en la peluquería y sobre las cervezas en la taberna.

Cerró los ojos deseando que todo fuese un sueño, pero, cuando los abrió, Seth Dalton aún estaba de pie frente a ella, tan peligroso y sexy como siempre.

–Lo siento mucho, señor Dalton. No sé qué decir. ¿Va a presentar cargos?

–Va a llevarme mucho trabajo arreglarlo.

–Nosotros cubriremos los gastos, por supuesto.

De pronto, Seth se sentó frente a ella en el sofá, cruzando las piernas a la altura de los tobillos.

–Yo tenía otra cosa en mente.

–Soy la directora de un colegio de primaria, señor Dalton. Si busca algún tipo de acuerdo económico desorbitado, me temo que se ha equivocado de sitio.

–No busco dinero. Pero necesitaré otro par de manos mientras lo reparo. Pensé que el niño podría compensar los daños ayudándome con la reparación y en el rancho con los caballos.

–No soy un estúpido vaquero –dijo Cole de pronto.

–No, desde aquí pareces un estúpido gamberro que piensa que vive en un videojuego. Esto no es el Grand Theft Auto, niño, donde siempre puedes volver a empezar. Tú lo has roto, ahora tienes que ayudarme a arreglarlo. A no ser que quieras cumplir condena, claro.

Cole regresó a su postura encorvada mientras Jenny consideraba la propuesta. Quería decirle a Seth Dalton que se olvidara del tema. No quería que su hijo tuviera nada que ver con el soltero más ocupado de Pine Gulch.

Cole ya había tenido suficientes modelos de conducta masculinos pésimos en su vida; no quería que Seth le enseñara las cosas malas sobre cómo tratar a una mujer.

Por otra parte, su hijo le había robado el coche y lo había estrellado. Que no estuviera detenido era todo un milagro.

¿Qué otra opción tenía realmente? Seth podría haber llamado a la policía. Quizá debería haberlo hecho. Tal vez un encontronazo con la realidad fuese lo que Cole necesitaba para despertar, por mucho que Jenny odiara la idea de su hijo en un reformatorio.

Seth Dalton estaba siendo sorprendentemente decente con el asunto. Por lo poco que sabía de él, habría esperado que se mostrara furioso y petulante.

En vez de eso, lo encontraba calmado y racional.

Y extremadamente atractivo.

Dejó escapar un suspiro. ¿Sería esa la razón por la que sus instintos se oponían a aquella propuesta tan razonable? ¿Porque estaba increíblemente guapo con su pelo oscuro, sus ojos azules y sus rasgos bronceados?

La ponía nerviosa, y eso era suficiente para no querer tener nada que ver con él. Estaba en Pine Gulch para ayudar a su familia a encontrar paz y estabilidad, no para fantasear con un vaquero atractivo de ojos azules y una sonrisa increíblemente sensual.

–Lo sabré mejor cuando remolque el coche hasta el rancho y pueda echarle un vistazo, pero, por lo que he visto, diría que es un daño de unos seiscientos dólares –dijo Seth–. Tal como yo lo veo, si trabajara para mí un par de tardes a la semana después del colegio y los sábados por la mañana, habríamos acabado en unos pocos meses. ¿Le parece bien?

Jenny miró a Dalton y después a Cole, que seguía con los brazos cruzados sobre el pecho, como si los demás fuesen responsables de sus acciones.

Despreciaba todo sobre Idaho y probablemente considerase trabajar en un rancho un castigo semejante a tener que ir al reformatorio.

–Sí. Me parece más que justo. ¿No estás de acuerdo, Cole?

Su hijo los miró con odio y, mientras Jenny sentía cómo su temperamento se calentaba, Seth le mantuvo la mirada al niño y Cole agachó la cabeza inmediatamente.

–Me da igual –murmuró.

–Gracias –dijo Jenny acompañando a Seth a la puerta–. Como mañana es sábado, lo llevaré a Cold Creek por la mañana. ¿A qué hora?

–¿Qué tal a las ocho?

–Allí estaremos. De nuevo, siento mucho todo esto. No sé en qué estaría pensando.

Seth le dirigió una sonrisa que le provocó un vuelco en el estómago.

–Es un adolescente, así que supongo que no estaba pensando en nada. Nos vemos mañana.

Jenny asintió, preguntándose por qué esa idea le producía una mezcla de miedo y anticipación.

Capítulo 2

 

 

Esto es patético –murmuró su hijo, sentado en el coche, a la mañana siguiente–. ¿Por qué tengo que renunciar a un sábado entero?

Jenny suspiró y le dirigió a Cole una mirada de advertencia.

–¿Prefieres la alternativa? Puedo llamar al señor Dalton ahora mismo y decirle que siga hacia delante y presente cargos, si quieres eso.

Cole le dirigió una mirada de desprecio que indicaba que también la consideraba patética a ella, pero no dijo nada.

–Yo tampoco creo que sea justo –dijo Morgan desde el asiento de atrás–. ¿Por qué Cole siempre hace las cosas divertidas? Yo también quiero ayudar con los caballos. Natalie dice que los caballos de Cold Creek son los más bonitos y los más listos. Han ganado todo tipo de premios en los rodeos y se venden por mucho dinero. Dijo que su tío Seth sabe más de caballos que nadie en el mundo entero.

–Vaya. ¿El mundo entero? –repitió Cole con sarcasmo.

O Morgan no lo entendió, o decidió ignorarlo. A juzgar por la experiencia anterior, Jenny pensó que se trataría de lo segundo. Su hija tendía a ignorar todo lo que no encajaba en su visión sobre cómo debería funcionar el mundo.

Incluso durante sus frecuentes estancias en el hospital después de sus ataques de asma, siempre conseguía concentrarse en otra cosa, como en una nueva amiga o en una enfermera particularmente amable.

–Sí –dijo la niña con la misma confianza en Seth Dalton que hubiera tenido si hubiese sido su tío y no el de su amiga–. La gente le lleva caballos de todo el mundo para que los entrene porque es muy bueno.

–Si tanto sabe de caballos, ¿por qué está metido en el fin del mundo, Idaho?

–Solo porque no te guste no tienes que decir esas cosas –dijo Morgan frunciendo el ceño.

–Pensé que ese era el nombre –dijo Cole–. Justo entre Villa Sobaco Peludo y el trasero de la Vaca.