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Los orígenes, evolución e influencia de las cocinas mexicana, peruana y brasileña de la mano de Michi Strausfeld, una de las grandes conocedoras de la literatura latinoamericana, y de Sabine Hueck, difusora del universo culinario en español desde su programa de la Deutsche Welle Con sabor y saber. En América Latina, según afirma Virgilio Martínez, «se encuentra aproximadamente la mitad de la biodiversidad del mundo». Esta variedad se refleja en uno de los conjuntos alimentarios y culinarios de mayor impacto y difusión a nivel mundial, hoy convertido, tanto en su aspecto popular como en el elitista, en una de las gastronomías más difundidas y apreciadas del mundo. La cocina mexicana —Patrimonio Cultural de la Humanidad—, la peruana —que aspira a ese mismo título— y la brasileña —que goza de un prestigio creciente— son de momento sus máximos representantes. Esta amena y rigurosa historia cultural aborda, desde un punto de vista histórico, cómo y por qué llegaron a Europa algunos de nuestros alimentos básicos como el maíz o la patata, así como las grandes tradiciones culinarias del Nuevo Mundo. Además, nos ofrece la posibilidad de cocinar sus platos más emblemáticos gracias al cuidadoso recetario de Sabine Hueck, brasileña de origen alemán y fundadora del Atelier Culinario de Berlín. Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura, Ministerio de Cultura y Deporte. Proyecto financiado por la Unión Europea-Next Generation EU
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Seitenzahl: 226
Veröffentlichungsjahr: 2022
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En cubierta: ilustración © Interfoto / Alamy Stock Photo
Diseño gráfico: Gloria Gauger
© Michi Strausfeld, 2022
© De las recetas, Sabine Hueck
© De la traducción de los textos en alemán, Ibon Zubiaur, por cortesía de Michi Strausfeld
© Ediciones Siruela, S. A., 2022
Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
Ediciones Siruela, S. A.
c/ Almagro 25, ppal. dcha.
www.siruela.com
ISBN: 978-84-19419-96-5
Conversión a formato digital: María Belloso
PRÓLOGOPequeña historia culinaria
MÉXICO
Recetas
PERÚ
Recetas
BRASIL
Recetas
EPÍLOGOHistoria culinaria. Un panorama
BIBLIOGRAFÍA
AGRADECIMIENTOS
Agradecemos a todas y todos los cocineros anónimos —indígenas, afrodescendientes, inmigrantes—,
y a todas y todos los demás que con su labor y saber han construido y construirán este nuevo mundo de sabores
Cristóbal Colón buscaba una nueva vía marina a las Indias y, tras muchos años de preparación y espera, partió con sus tres carabelas hacia el oeste. Los Reyes Católicos por fin habían decidido financiar su expedición porque España quería sumarse al lucrativo comercio con especias de India y China, que hacía siglos estaba en manos árabes y sobre todo venecianas. Alejandro Magno ya había traído de sus campañas varios productos, desconocidos en la Grecia antigua, que eran útiles para la medicina y la cocina. Desde entonces se convirtieron en un próspero negocio: la pimienta, la nuez moscada, la canela, el azafrán o el clavo eran artículos de lujo sumamente codiciados, que llegaban a Europa a través de la Ruta de la Seda o por la península arábiga y Alejandría. Hacia 1400, una libra de nuez moscada tenía el mismo valor que siete bueyes, y la pimienta se pagaba en oro. Los comerciantes de estas especias eran famosos y envidiados; se los llamó «sacos de pimienta», ya que su riqueza se basaba sobre todo en el comercio de este condimento. Regentaban un monopolio y muchos se convirtieron en banqueros. Algunos disponían de tan impresionantes sumas de dinero —como los Fugger en Augsburgo— que podían financiar las expediciones en Venezuela a los aventureros alemanes en busca de El Dorado, o prestar el dinero necesario al rey Carlos I para sus guerras.
Cuando Vasco da Gama dobló el cabo de Buena Esperanza en 1499 y abrió así una nueva ruta a las Indias Orientales, el comercio europeo de especias se transformó: Portugal pasó a ser un nuevo actor y quebró el dominio de Venecia y de los árabes. Lisboa y luego Amberes se sumaron como grandes puertos mercantes. Esto avivó la competencia, porque todas las naciones querían participar en el próspero negocio. Hacia 1600 surgieron las primeras sociedades mercantiles holandesas e inglesas en Asia que sentaron las bases de las futuras colonias. Los holandeses ocuparon las Molucas (Indonesia); los ingleses, entre otros países, India, Afganistán, Birmania y Hong Kong; Portugal se estableció en Timor, Goa y Macao. La historia del comercio de las especias es cambiante y fue a menudo sangrienta, hubo guerras marinas e incontables enfrentamientos violentos con los habitantes nativos que acabaron con su sometimiento. De las conquistas de territorios conocidos o recién «descubiertos» en busca de especias, oro y plata, pagadas con numerosas guerras, deriva la colonización europea de Asia y América Latina, que duró más o menos cinco siglos.
Colón creía haber realizado su sueño y alcanzado su meta cuando en 1492 puso pie en lo que él consideraba las Indias,realmente una isla del Caribe, Guanahani. Luego llegó a otras islas, entre ellas a la que denominó Española (que acoge hoy a los Estados de República Dominicana y Haití). El almirante quedó deslumbrado por el contacto con los indígenas pacíficos y la naturaleza exuberante. En una carta a la reina Isabel escribió que creía estar al borde del paraíso. Pero no halló ni el ansiado oro ni la pimienta. Con Colón, pero sobre todo después de la conquista de México en 1521 por Hernán Cortés y de Perú en 1536 por Francisco Pizarro, se dice hoy que comenzó la primera globalización.
La conquista de América y sobre todo el largo periodo colonial tuvieron mucho impacto en la historia europea y cambiaron la vida cotidiana en muchos aspectos, también en el culinario, aunque esta vertiente se ha estudiado relativamente poco. Muchos alimentos básicos de hoy, como el maíz, la patata y el tomate, provienen de América Latina. Habría que añadir el chile o pimiento (valorado al principio como sustituto de la pimienta), el tabaco, el cacao y la vainilla, y el chocolate, que pasó a ser la bebida de moda en las cortes europeas. Son tan solo los alimentos más conocidos del Nuevo Mundo. Hay cientos de frutas exóticas o verduras desconocidas, así como otras especias, hierbas o incluso animales que fueron introducidos en Europa. Asia ya había enriquecido considerablemente el menú europeo y sus ingredientes llegaban por tierra o por mar. Tras la conquista de las Filipinas por los españoles, se sumó el «rodeo mexicano» al viaje de las mercancías; es decir, las carabelas llegaron a Acapulco con sus artículos asiáticos y luego estos se transportaban por tierra al puerto de Veracruz. Desde ahí podían zarpar hacia su destino final, Sevilla. México se convirtió así en un crisol culinario de tres continentes.
Los portugueses llegaron a Brasil en el año 1500, pero no encontraron suntuosos templos ni palacios espectaculares como Cortés en México, y tampoco la incalculable riqueza en oro y plata que encontraría Pizarro en Perú. La abundancia de recursos naturales del país, sin embargo, era (y es) extraordinaria. Una vez más hay que sumar las numerosas frutas, verduras, peces y otros animales a la lista de alimentos desconocidos. El «país de los árboles» —su nombre proviene de la denominación dada por los portugueses al palo brasil o pernambuco— proveyó al mundo de quinina o caucho, por nombrar solo dos productos fundamentales. La historia de la cocina brasileña es completamente distinta de la mexicana o de la peruana, ya que la marcaron los millones de africanos esclavizados y los indígenas de la selva del Amazonas. Por supuesto, la presencia africana es también muy visible en todo el Caribe.
Durante los trescientos años que duró la época colonial en América Latina, la cocina de las distintas zonas de la región sufrió evoluciones sorprendentes, fue un fantástico proceso de mestizaje o «criollización». Posteriormente, el continente recibió múltiples influencias de los inmigrantes tanto de Europa como del antiguo Imperio otomano —por lo general llamados turcos—, China o Japón. Las grandes ciudades se hicieron multiétnicas, y esas «fusiones» se manifiestan en las cocinas respectivas, que se hicieron sincréticas. En cualquier caso, el punto de partida es indiscutible. El propio Virgilio Martínez, hoy uno de los más importantes chefsdel continente, afirma en su libro América Latina. Gastronomía: «Las papas, los tomates, el maíz, el cacao y los pimientos son ya ingredientes básicos en todo el mundo. Estés donde estés, estás comiendo América Latina a diario, aunque no seas consciente».
No es posible tratar en pocas páginas la compleja historia culinaria de Latinoamérica. Los platos del continente son refinados o populares, se sirven en restaurantes lujosos o en la calle y, por supuesto, en las casas. Los menús del Cono Sur (Argentina, Chile, Uruguay) se diferencian diametralmente de los del Caribe, ya que el clima, la flora y la fauna no son comparables. Cada país tiene sus alimentos típicos, que suelen formar parte de los «platos nacionales»; algunos disponen de manjares muy diferentes, ya que abarcan, como Perú, selva, sierra y costa, o cuentan con varias zonas horarias, como Brasil. Aquí habré de limitarme a la historia de la cocina y la gastronomía en los imperios prehispánicos, el azteca y el maya en México y América Central y el incaico en Perú y los países andinos. Brasil, el continente dentro del continente, ocupa siempre una posición especial.
Los mexicanos y los peruanos interpretan la historia de su «descubrimiento» y de la conquista de manera muy distinta a como la ven o quieren verla muchos españoles. Lo mismo pasa en Brasil con la colonización portuguesa y la importancia del legado indígena. Esta tendencia se ha intensificado con los debates sobre la descolonización, la restitución de obras de arte robadas o «compradas» y las recompensas por la explotación y la subyugación. Las listas de agravios que algunos países presentan a sus antiguos colonizadores son largas y explícitas. En 1992, con motivo del Quinto Centenario del Descubrimiento, publicitado como «encuentro» entre el Viejo y el Nuevo Mundo, Rafael Sánchez Ferlosio publicó un texto brillante: Esas Yndias equivocadas y malditas, donde rechazaba la idea del «encuentro»: en vez de ello hablaba de «encontronazo», así como de violaciones en lugar de relaciones amorosas. Otros españoles hacen una lectura diametralmente opuesta, como Elvira Roca en su libro Imperiofobia y leyenda negra (2016). El debate sobre la «leyenda negra» desde luego está abierto y no mengua la pasión en su evaluación.
Partiendo de las nuevas sensibilidades, la protesta de las mujeres contra su relegación o no-existencia en la historia, la cultura, la economía o la vida pública está hoy en el centro de muchos debates. Desde hace tiempo se suceden los enfrentamientos polémicos entre historiadores, políticos e intelectuales. El siglo XXI podría y debería ser el siglo de una verdadera descolonización. Aunque América Latina obtuvo su independencia en las tres primeras décadas del siglo XIX, quedan intactas muchas estructuras de los trescientos años de dominación española y portuguesa que deberían ser investigadas a fondo. La enorme desigualdad social del continente radica —en parte— en ellas. Es necesario por lo tanto revisar la historia de cinco siglos a ambos lados del Atlántico y analizar los problemas actuales con nuevos conocimientos para constituir una sociedad más justa. Quedan muchos temas pendientes, pero tal vez la historia de la cocina del Nuevo Mundo pueda servir como modelo: se ha desarrollado mejor y más equitativamente que la política y la economía globalizadas.
Las cocinas de América Latina han tenido un impacto inconmensurable en la gastronomía. Este libro es un modesto intento de esbozar sus orígenes y su evolución y señalar hasta dónde ha llegado su difusión y aprecio: la cocina mexicana es Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, la peruana aspira a recibir el mismo título y goza de un hype global, el prestigio de la brasileña crece vertiginosamente… como la de otros países del continente. Afirma Virgilio Martínez: «Desde el río Grande hasta el cabo de Hornos, este territorio es inmenso, diverso y extremadamente complejo. Hay glaciares y humedales, bosques nebulosos y desiertos, sabanas y arrecifes de coral. Dentro de estos ricos biomas se encuentra aproximadamente la mitad de la biodiversidad del mundo». A ello nada se puede añadir, pero si conviene conocer, apreciar y cuidar mejor esta riqueza.
América, de un grano
de maíz te elevaste […].
Pero, poeta, deja
la historia en su mortaja
y alaba con tu lira
al grano en sus graneros:
canta al simple maíz de las cocinas.
«Oda al maíz» (1956),
PABLO NERUDA
Papa
te llamas
papa
y no patata,
no naciste castellana:
eres oscura
como
nuestra piel,
somos americanos,
papa,
somos indios.
«Oda a la papa» (1956),
PABLO NERUDA
La tierra de aquellos países es muy fértil y amena, con muchas colinas, montes e infinitos valles y abundante de grandísimos ríos y salutíferas fuentes ricas en agua y dilatadísimas selvas densas e inpenetrables y copiosamente llenas de toda generación de fieras. Árboles grandes arraigados allí sin cultivador, de los cuales muchos frutos son deleitables al gusto y útiles a los humanos cuerpos y ningún fruto es allí semejante a los nuestros.
AMÉRICO VESPUCIO, El Nuevo Mundo
Hernán Cortés, sus aparentemente solo cuatrocientos treinta y siete soldados españoles y sus quince jinetes se quedaron mudos de asombro cuando en 1519 llegaron por vez primera a México-Tenochtitlán (que significa «lugar del cactus» y «ciudad de los mexitli»): todo era abrumador, los templos y palacios, la luz transparente y el pasmoso orden y limpieza de la ciudad de la laguna; un inmenso contraste con la suciedad de Sevilla o de París, las ciudades grandes de la época. El mercado bullente y abigarrado, con su abundancia de comestibles de todo tipo, les recordó al país de ensueño, pues los conquistadores, que provenían en su mayor parte de Extremadura y habían crecido con el hambre cotidiana, nunca antes habían visto tal lujo. Cuántas verduras, frutas, aves o carnes desconocidas: «Tiene otra plaza tan grande como dos veces la ciudad de Salamanca, toda cercada de portales alrededor […] donde hay todos los géneros de mercadurías que en todas las tierras se hallan», escribía Cortés en 1520 en su segunda carta a Carlos I. Lleno de admiración, enumeraba a lo largo de varias páginas cuanto había visto. El simple soldado, y extraordinario cronista en su vejez, Bernal Díaz del Castillo (c. 1495-1584) afirma en su Historia verdadera de la conquista de la Nueva España que no bastaría un día entero para describir todas esas cosas fabulosas. Sesenta mil personas llevaban cada mañana sus artículos, compraban y vendían, intercambiaban y regateaban con maíz, pimientos, chiles, tomates, cacao, vainilla, cacahuetes, piñas, aguacates, calabazas, frijoles o nopales. Estos son solo algunos de los treinta y un alimentos que «México regaló al mundo», como afirma la revista Artes de México en un número dedicado a este tema. Muchos de ellos siguen siendo desconocidos en Europa y mantienen sus viejos nombres náhuatl. Pero esas frutas y verduras se utilizan cotidianamente en México: capulín, chayote, chía, chicozapote, chipilín, escamoles, guanábana, mamey, maguey, nanche, pitahaya o tejocote. Hacen falta ilustraciones y comentarios detallados para hacer entender a los europeos su naturaleza, su uso y utilidad. En general nosotros ni sabemos cómo se preparan ni cómo saben; siguen siendo un enigma prometedor.
En 1552, el mexicano Juan Badiano (1484-1552) tradujo un tratado de los aztecas del náhuatl al latín: el llamado Codex Barberini. En él se habla de doscientas cincuenta hierbas y contiene maravillosas ilustraciones en color. Se encuentra en la Biblioteca Apostólica Vaticana. Se dice que los españoles encontraron en México más de diez mil plantas desconocidas para los europeos. Esto al menos afirma el escritor Fernando del Paso (1935-2018) en el libro La cocina mexicana.Aparte de las frutas, enumera los animales «insospechados, unos comestibles, otros no, tales como el manatí, confundido tantas veces con una sirena, la espantable pero dócil y deliciosa iguana, el raro y exquisito armadillo y la llama; en fin, el guanaco, el mono araña, el ñandú, el perro chihuahueño», y añade irónicamente que los españoles estaban preocupados y querían saber «si esos animales no existían del otro lado del mundo, y por lo tanto no habían formado parte de los pasajeros del arca de Noé, ¿cómo es que se habían salvado del diluvio universal?». Desde luego, una pregunta quisquillosa.
El choque entre el Viejo y el Nuevo Mundo, calificado a menudo como la primera globalización, afectó a todos los ámbitos de la vida y muchas veces de forma muy violenta: las relaciones sexuales, la religión, la arquitectura, la artesanía, el folclore y, por supuesto, la cocina. Los mexicanos y los españoles tenían hábitos de dieta muy diferentes y sobre todo un alimento básico distinto: el maíz en lugar del trigo, lo que supuso un cambio brusco para los conquistadores. Sin embargo, pronto aprovecharon esa diferencia fundamental para justificar su «obvia» superioridad con un argumento peregrino: el pan de trigo, masculino, reinaba sobre la tortilla de maíz, femenina. El pan se come frío, se conserva, la tortilla en cambio ha de consumirse caliente y es perecedera. Lo español era por lo tanto masculino; lo mexicano, femenino. Obviamente dominaba el patriarcado. Salvador Novo (1904-1974), poeta y cronista oficial de México D. F., que publicó en 1967 la obra de referencia Cocina mexicana. Historia gastronómica de la Ciudad de México, habla de acogida, intercambio, mestizaje. Los alimentos aztecas ofrecidos representarían la forma aparentemente vencida, pasiva y femenina del contacto, y con los artículos importados más tarde de España, el elemento masculino, se desarrollaría una dualidad. Para Novo, este encuentro fue un matrimonio feliz, pues los contrayentes tuvieron abundante descendencia.
El choque se manifestaba también en el modo de alimentarse. Mientras los españoles, hambrientos en la madre patria, se entregaban con deleite a la gula en el Nuevo Mundo, los aztecas disponían con el maíz y los frijoles negros de una dieta básica equilibrada que tenían todos los habitantes del Imperio, tal como está acreditado. Los indígenas tenían claro lo que constituía una buena alimentación: en el Codex Mendoza (1542), que se preparó por encargo de Carlos I para documentar la vida azteca en imágenes y textos, consta que los niños de hasta tres años debían recibir media tortilla diaria, mientras que a los de cuatro y cinco años les correspondía una entera. Desde los trece años, la ración comprendía dos tortillas. Además, comían verduras y fruta, como todos los adultos.
Durante las primeras décadas tras la conquista, los españoles traían de la península Ibérica los alimentos que les eran familiares: trigo, cebada, arroz, uvas, cítricos, ajo, aceite de oliva, ovejas, cerdos y vacas. Antes habían tenido que renunciar al vino en favor del pulque o el mezcal, ambos obtenidos del maguey (agave). Su efecto embriagador era muy potente: «Hasta Quetzalcóatl, el bueno de los dos dioses supremos, se emborrachó un día con pulque, que le había suministrado el malo de los dos dioses supremos a través de un demonio medicinal. Eso fue el gran pecado. Quetzalcóatl desapareció avergonzado, y justo cuando se creía llegado el tiempo de que hubiese superado su embriaguez y regresara, llegó —pálido y barbudo como Quetzalcóatl— el conquistador», escribió el «reportero vertiginoso» Egon Erwin Kisch (1885-1948), que en la década de 1940 pasó algunos años de su exilio en México.
Quetzalcóatl abandonó el país y la profecía rezaba que regresaría por el este. Esto dio lugar a un grave malentendido: los aztecas creyeron que los barbudos españoles, que llegaron por el este, eran los emisarios de Quetzalcóatl, y en un principio apenas les opusieron resistencia. Moctezuma recibió incluso a Cortés con todos los honores, como correspondía a un dios, y organizó para él un banquete que el conquistador describió en detalle. Todos los manjares fueron servidos con mucha pulcritud, cosa que sorprendió mucho a Cortés. Seguramente se ofrecía también pozole, plato que los aztecas solían preparar al final de sus guerras floridas —esos combates rituales en que algunos o muchos prisioneros eran sacrificados al dios Huitzilopochtli—. El monje franciscano y antropólogo Bernardino de Sahagún (c. 1499-1590) indica que en aquellas fiestas se degustaban partes del sacrificado en el pozole. Posteriormente, el plato pasó a ser un guiso popular que requiere como base un maíz blanco especialmente preparado (nixtamalizado). La variedad más cara apenas se cultiva; el pequeño pueblo de Tona, en la provincia norteña de Tijuana, presume de producir la mejor. Se le añade carne de pollo y/o cerdo, aguacate, cilantro y muchas variedades de chile. Esta comida típica se considera entre tanto una metáfora viviente de la conciencia criolla, y Frida Kahlo lo incluyó en su opíparo menú de bodas, tal como cuenta la hija de Diego Rivera, Guadalupe. Y es todo un arte: en la novela Fiesta en la madriguera de Juan Pablo Villalobos, la cocinera del riquísimo rey narco sabe preparar todos los tipos de pozole: el verde, el blanco y el rojo, y con ello se agasaja «en palacio» a los políticos cuando hablan de sus negocios de cocaína.
Cortés probó igualmente la bebida de chocolate, que estaba reservada a los soberanos. Para él, «es una fruta como almendras, que ellos venden molida, y tiénenla en tanto que se trata por moneda en toda la tierra, y con ella se compran todas las cosas necesarias en los mercados y otras partes». En Bernardino de Sahagún leemos: «Al árbol donde se hace el cacao llaman cacaoaqiáuitl; tiene las hojas anchas y es acopado. Y es mediano; el fruto que hace es como mazorcas de maíz, o poco mayores, y tienen de dentro los granos de cacao; de fuera es morado y de dentro encarnado o bermejo. Cuando es nuevo, si se bebe mucho, emborracha, y si se bebe templadamente, refrigera y refresca».
El cronista italiano Pedro Mártir de Anglería (1457-1526) aún le veía otra virtud a esta bebida maravillosa y tan útil y agradable para los seres humanos: preservaba a sus poseedores de la peste infernal de la codicia, pues no era posible enterrarla ni conservarla por largo tiempo. Lo dice en sus Décadas del Mundo Nuevo, que se publicaron entre 1493 y 1510.
En tiempos de la conquista, el cacao fue al principio una bebida solo para altos dignatarios y sacerdotes, su comercio estaba sometido a un estricto control. Ignacio H. de la Mota, autor de El libro del chocolate, se extiende sobre su origen divino, su empleo como bebida religiosa entre los aztecas, la exportación a España o el cacao como mensajero del amor o como medicina (resulta saludable en más de un sentido). En los monasterios se servía cacao a diario como complemento rico en calorías de comidas a menudo muy modestas, y los enfermos lo recibían varias veces al día para acelerar su curación. Las sirvientas indígenas podían prepararlo, pero solo les era permitido beber una tacita en los festivos señalados. El chocolate era caro. Durante su estancia en México en 1803, Alexander von Humboldt (1769-1859) estudió el cultivo del cacao y comprobó que era muy descuidado, aunque por aquel entonces el chocolate elaborado ya se trataba como un bien preciado que se servía como bebida de moda en las cortes europeas. De México llegaron el chocolate y la vainilla, Europa añadió la leche y el azúcar, por lo cual se suele denominar una bebida mestiza, una fusión.
En su avance desde Veracruz a Tenochtitlán, así lo cuenta Bernal Díaz del Castillo en su crónica, los españoles temieron varias veces acabar en un puchero, cocidos en la típica salsa de tomate con chile y sal, chimole, que no conocían. Tuvieron suerte, sobrevivieron, alcanzaron y conquistaron la gigantesca metrópolis, Tenochtitlán, que contaba unos doscientos mil habitantes (según otras fuentes eran trescientos mil).
El médico de cámara del rey Felipe II, Francisco Hernández (c. 1514-1587), viajó en 1570 a Nueva España y redactó los primeros textos científicos sobre las plantas del Nuevo Mundo. A lo largo de siete años recorrió el país y transmitió al rey sus hallazgos: en total, son dieciséis volúmenes que incluso contienen algunas recetas. Años antes, fray Bernardino de Sahagún había emprendido una labor similar; llegó a vivir sesenta años con los indígenas, y con sus informaciones y dibujos pudo elaborar la primera enciclopedia del mundo azteca en náhuatl y español. Sahagún culminó su Historia general de las cosas de la Nueva España en 1569, pero el manuscrito no tuvo demasiada fortuna, porque resultaba muy favorable a los «idólatras» y «bárbaros». En el capítulo XI explica «las propiedades de los animales, aves, peces, árboles, hierbas, flores, metales y piedras, y de los colores». El empleo medicinal de las hierbas curativas revela un grado de conocimiento que sigue siendo asombroso.
El Consejo de Indias y la Inquisición prohibieron la publicación de la obra de Sahagún por miedo a que los mexicanos apelaran a su glorioso pasado y rechazaran el dominio español y su régimen de explotación. Sahagún describía entre otras cosas el panteón azteca, sus predicciones astrológicas, su sistema de gobierno, su moral y su filosofía de la naturaleza. La obra fue copiada en secreto y desapareció en el infierno de los libros prohibidos hasta que, en 1793, un bibliotecario descubrió por casualidad un ejemplar en Florencia (de ahí la denominación de Codex Florentinus). En México, el libro no apareció hasta 1827, después de la independencia. En la actualidad es texto escolar y Patrimonio Cultural de la Humanidad.
A lo largo del siglo XVI tuvo lugar la mezcla gradual, la fusión de las dos cocinas, de donde surgió la criolla, que caracteriza hasta hoy a México. Las cazuelas de barro competían con las sartenes de metal, los cucharones de madera con los de hierro. Parafraseando a Salvador Novo, lenta y suavemente —«como en los dormitorios» — nació el mestizaje en las cocinas de los monasterios y palacios, lo que constituye la opulenta singularidad de la gastronomía mexicana, porque los españoles y los indígenas trabajaban juntos. Los monasterios de entonces eran muchas cosas a un tiempo: asilo, hospital, hospicio, escuela y hasta albergue. Su prestigio y su poder sobrevivieron a los siglos y su influencia gastronómica se mantuvo hasta el siglo XIX.
En 1530 se fundó el primer monasterio para mujeres: el Real Convento de la Concepción. Durante el siglo XVII ya hubo quince órdenes distintas en la capital. El perpetuamente hambriento pícaro Pedro, protagonista de la primera novela mexicana —El Periquillo Sarniento (1816), de José Joaquín Fernández de Lizardi (1776-1827)—, buscaba refugio en un monasterio, porque allí siempre había algo que comer. Pero no le convencía lo ofrecido y por lo tanto prefería buscar mayor fortuna en otras partes. El libro refleja también la desoladora situación de los pobres de la época, que eran legión y vagaban por todo el país en busca de trabajo y comida. Ellos conocían la rica cocina de los monasterios solo de oídas. Las órdenes femeninas y masculinas brindaron a muchas personas el único alojamiento posible durante los comienzos de la época colonial, puesto que la primera posada fue autorizada en 1587.
Las huertas de los monasterios sirvieron como laboratorio de experimentación agrícola y para el cultivo y el cruce imaginativo de plantas autóctonas e importadas. Pero más sorprendentes aún fueron las enormes cocinas en las que trabajaban muchas indígenas. Durante largo tiempo reinó solo una modesta coexistencia; las monjas españolas no comían lo mismo que las criollas (las hijas de españoles nacidas en el Nuevo Mundo) y sus respectivas sirvientas. Muchos veían como inferiores los platos autóctonos. Luego, gradualmente, se fue dando una fusión de los distintos alimentos, una convivencia receptiva. Se iban probando fórmulas nuevas, y finalmente se compartían el mortero y el metate (la muela para el maíz).
El ejemplo más famoso de una fusión lograda es la receta del mole poblano (la palabra viene del náhuatl mulli, ‘salsa’), que elaboró sor Andrea en el monasterio de Santa Rosa, en Puebla de los Ángeles, en 1681. Quería ofrecer un plato especial al virrey Tomás Antonio de la Cerda y Aragón, visitante ilustre en el convento. La «décima musa de México», sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695), compuso un poema con motivo de la visita. El plato pasó a ser una cumbre de la cocina mexicana, «un poema para el paladar», como dice la autora mexicana Laura Esquivel en su exitosa novela (llevada también al cine) Como agua para chocolate. En la novela Arráncame la vida, de Ángeles Mastretta, la protagonista, la muy joven narradora, tiene que participar en un curso de cocina que ofrecen las monjas, tal como era costumbre entre las niñas de buena familia. Ahí conoce el metate:
Cuando todo estuvo frito hubo que molerlo.
—Nada de ayudantes —decían las Muñoz—. Están muy difíciles los tiempos, así que más les vale aprender a usar el metate.
Nos íbamos turnando. Una por una pasamos frente al metate a subir y bajar el brazo sobre los chiles, los cacahuates, las almendras, las pepitas. Pero no conseguimos más que medio aplastar las cosas.
Después de un rato de hacernos sentir idiotas, Clarita se puso a moler con sus brazos delgados, moviendo la cintura y la espalda, entregada con frenesí a hacer polvito los ingredientes.