Un pacto con el placer - Nazario - E-Book

Un pacto con el placer E-Book

Nazario

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Beschreibung

Un pacto con el placer narra el temprano nacimiento a la sexualidad en Castilleja del Campo, un pequeño pueblo de la provincia de Sevilla, con apenas quinientos vecinos, de un niño endeble y enfermizo: Nazario, educado entre cuatro tías maternas, las vecinas y una madre víctima de la beatería, quien queriendo hacer de él un santo, consiguió hacer un mártir. El libro, primero de su biografía, cuenta sus recuerdos y vivencias, que no son extrañas a muchas otras personas de su tiempo. Encerrado en un pequeño pueblo. Complejos de culpa. Educación en colegio de curas salesianos. Joven víctima de un pederasta. Su despertar a la homosexualidad en las butacas de los cines. El intento desesperado por ocultar su homosexualidad con novias y ligues. Estudios de Magisterio en Sevilla. Siempre solo. Soñando con un mundo de fantasías y diversiones inalcanzable. Con la oreja pegada al aparato de radio.

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Un pacto con el placer

Nazario

Un pacto con el placer

Primera edición: septiembre de 2021

© Nazario Luque

© de esta edición: Laertes S.L. de ediciones, 2021

www.laertes.es

ISBN: 978-84-18292-51-4

Ilustración cubierta: Nazario

Fotografía del autor en solapa: Oscar Fernández Orengo

Fotografía del autor en contracubierta: Serrano

Fotocomposición y cubierta: JSM

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública y transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de los titulares de la propiedad intelectual, con las excepciones previstas por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, «www.cedro.org») si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Mi expulsión del paraíso

Una tarde que jugaba con mi hermano en el patio de casa, junto a la puerta de la cocina en donde faenaba mi madre, se me ocurrió preguntarle inesperadamente: «¿Quieres que te haga una paja?». Mi hermano, que tendría tres o cuatro años, debió continuar absorto en el juego sin entender el significado de aquellas palabras. Sin embargo, mi madre salió apresuradamente de la cocina y me riñó prohibiéndome decir aquellas palabras, refunfuñando y tal vez preguntándose dónde las podría haber aprendido. Era cuatro años mayor que mi hermano y me quedé perplejo ante la reacción de mi madre. Aquella inesperada y dura reprobación añadió un halo de misterio y transgresión a la pregunta incongruente que me había llenado de temor y curiosidad cuando la había oído por primera vez aquella mañana.

La airada reacción de mi madre acababa de dar a la frase, «hacer una paja», una dimensión nueva y desconocida que se unía a la turbación que me había provocado la misma frase cuando la había pronunciado el hijo de la Quiqui, mi vecina, cuando lo sorprendí con la polla en la mano.

Posiblemente mi madre contribuyó con aquella reprobación a que mi inocencia saltara por los aires y que, a partir de entonces, tanto la palabra paja como la frase hacerse una paja, se convirtieran en algo que no debía pronunciarse en público. Ahora pienso que aquella edad, la edad de confesarse y hacer la primera comunión, debía ser la edad adecuada, según los curas y las madres, para perder la inocencia y ser expulsados del paraíso. ¿Qué desconocido y misterioso sentido podía encerrar la pronunciación de la palabra paja que, hasta aquella mañana, siempre había usado y oído usar tan a menudo sin que nadie se escandalizara ni la censurara al oírla? ¿Por qué he ido guardando con tanta nitidez, a través de los años, estos dos recuerdos tan lejanos abriéndose paso entre otros tantos recuerdos que conservo, difusos, o que han terminado borrándose?

Frente a mi puerta estaban reconstruyendo la vieja casa en la que recientemente había muerto un anciano viudo solitario, al que llamaban Pichín, que tenía una viña. En el pueblo habían abandonado el dicho «Estar más sordo que una tapia» por el de «Estar más sordo que Pichín», para las personas duras de oído. Había oído contar que Manola la del Ganga se iba a casar con un hombre desconocido. Decían que su aspecto era refinado; que tenía un fino bigote; que trabajaba de chofer con el marqués; que se llamaba Girón y que vendrían a vivir a esa casa.

Habían levantado un segundo piso y aquella mañana, tras el almuerzo, viendo que la puerta estaba abierta, aproveché para colarme y curiosear al ver que no había nadie. Cuando subía sigilosamente los últimos peldaños de la escalera recién construida oí un leve ruido y asomé la cabeza por el hueco, a ras del suelo. El espectáculo que se ofrecía ante mis ojos me dejó paralizado por el asombro. Mi primera reacción debió ser de sorpresa y posteriormente de extrañeza al ver cómo uno de los hijos mayores de Rosario la Quiqui, que tendría 16 o18 años, sentado sobre una pila de ladrillos y recostado contra la pared, se frotaba violentamente con la mano la polla que salía de su bragueta abierta. Por encima de su puño cerrado aparecía y desaparecía un capullo rosa, reluciente, que inmediatamente asocié en mi recuerdo con las pollas de los perros que había visto en la calle cuando intentaban montar sobre las perras. Su tamaño, comparado con el de mi polla, debió parecerme monstruoso.

Me imagino mi cara emergiendo lentamente del hueco de la escalera con los ojos casi a ras del suelo. Mi mirada debió pasar de la curiosidad a la perplejidad, y del asombro a la estupefacción y el miedo. La cara del vecino que estaba allí, frente a mi, despatarrado, frotándose la polla, estaba como absorta, con los ojos entrecerrados, pero de pronto los abrió y me miró con sorpresa mientras hacía un apresurado gesto de guardarse la polla. Posiblemente, al descubrir que era yo, pareció relajarse y, sin abandonar la polla que permenecía en su mano, me hizo un gesto con la otra que subiera. Recuerdo su voz, casi imperceptible, susurrante, pero que a mí me sonó como si me gritara, diciéndome que me acercara, que me iba a hacer una paja. Desconcertado y casi aterrado, eché a correr escaleras abajo mientras oía la risa del chico. En un salto me encajé en mi casa sintiéndome allí a salvo.

La frase «hacer una paja» había producido tal confusión en mí que salí huyendo velozmente escaleras abajo buscando mi casa para protegerme de una especie de peligro desconocido. Debí quedar aturdido por una avalancha de imágenes amenazadoras que invadieron de pronto mi imaginación. Las fantasías de los cuentos de hadas, los encantamientos y los príncipes convertidos en rana, debieron hacer que interpretara sus palabras como una incitación o una amenaza de convertirme en algo tan minúsculo e inútil como una brizna de paja. Luego repetí la extraña frase hasta apropiármela como una especie de nuevo sortilegio divertido y amenazador. El hecho de que la pregunta me había obsesionado se debió traducir en que la empleara en la primera ocasión que tuve: horas más tarde, mientras jugaba con mi hermano en el patio, junto a la puerta de la cocina.

Imagino la sorpresa de mi madre al oírme y los comentarios que haría a mi padre interrogándose dónde y a quién podría haber oído decir «aquellas» palabras un niño tan chico. Desde aquel día no volvería a repetirlas en público, quedando relegadas a la intimidad de los juegos eróticos que comenzaría a practicar, pocos años más tarde, con los amigos de mi edad. De pronto todos habíamos aprendido, de las más diversas fuentes, el significado de aquellas palabras, y de muchas más, que fuimos agregando a nuestros vocabularios eróticos. Algunas se resistían y las búsquedas por diccionarios y enciclopedias no hacían más que enredar y despertar aún más nuestra curiosidad.

Más adelante, los recuerdos de mis abundantes relaciones sexuales infantiles, casi diarias, se fueron haciendo bastante borrosos por la cotidianidad y la rutina. Sabía bastante bien lo que era una paja y había adquirido gran destreza haciéndomelas y haciéndoselas a los demás. Los otros niños hacían lo que podían, pero uno de ellos, algo más pequeño, no sé si por iniciativa propia o por sugerencia de los más mayores, había tomado una gran afición a chuparnos la polla a todos. Nos colocábamos en fila con las pollas en la mano y él iba circulando de uno en otro hasta que nos satisfacía a todos. Éramos tres o cuatro y nos reuníamos los atardeceres a jugar por los alrededores del pueblo, entre los olivos, tras las tapias y por los callejones. Había algunos lugares favoritos, cercanos, semiocultos entre vallas y barrancos, protegidos por las sombras, que nos hacían aparentemente invisibles. Uno de los mejores era el callejón de la caseta de la luz con la alta tapia del Palacio a un lado, un barranco empinado al otro y la caseta sólida, con una puerta siempre cerrada en la que había un rayo pintado en negro, que ofrecía sombra en las noches de luna. Este callejón rodeaba el Palacio que tenía por detrás un cercado tupido, sobre un pequeño barranco, en el que veíamos los pavos reales y los ciervos sueltos que tenía la señorita María, dueña del caserío. Los troncos de los viejos olivos resultaban también buenos escondites para nuestras prácticas pajilleras, pero quedaban un poco alejados del pueblo y el barrero cercano al cementerio era un lugar que daba un poco de miedo cuando se hacía oscuro. Cualquier camino poco frecuentado, cualquier tapia de un corral o cualquier calle mal iluminada eran buenos sitios para organizar los encuentros eróticos que, por otra parte, eran bastante fugaces. El placer lo conseguíamos rápidamente. Nada de sentarse y mucho menos de tumbarse porque no había tiempo y porque había que estar preparados para salir corriendo en cuanto oyéramos acercarse a alguien.

Había sitios insólitos en los que, en cuanto veíamos que estábamos en una intimidad casi absoluta y no había peligro de que nos sorprendieran, nos excitábamos y nos entraban unas ganas irresistibles de masturbarnos. Lo mismo daba que fueran las escaleras de la torre de la iglesia, el sobrado solitario de cualquier casa o las enormes pilas formadas por las sacas de algodón amontonadas en las naves inmensas de la casa de la marquesa. La casa de la marquesa estaba llena de vericuetos y el grupo de amiguitos correteábamos por allí dentro sorteando la vigilancia de los padres de mi primo o de su abuelo, encerrado siempre en la casita de la entrada. La casa de la marquesa solía estar vacía todo el año, excepto cuando «los señoritos» venían a pasar unos días para visitar el cortijo de Villanueva y montar a caballo; el molino, excepto en la época de su funcionamiento, estaba prácticamente cerrado todo el año. Pero los juegos sexuales más salvajes que recuerdo, cuando la palabra zoofilia aún no aparecía en mi diccionario, eran los que realizaba con uno de mis amigos en el corral de cabras del «Primales». Mi madre me mandaba todas las tardes a comprar la leche. A veces aún no había terminado de ordeñar o se le había terminado la leche y la mujer me mandaba ir al corral, situado detrás de la casa en donde estaba el Primales, para que me ordeñara la leche directamente sobre la lechera. El cabrero, célebre por su picardía y sinvergonzonería que frecuentemente hacía reír a todos con sus ocurrencias, se reía burlón contemplando cómo observaba boquiabierto las gruesas y redondeadas ubres que acariciaba hasta casi hacerme ruborizar, para luego escurrir con fuerza los largos pezones de los que iban saliendo fuertes chorros de leche que caían directamente al interior de la lechera en donde hacían abundante espuma. No sé si su intención al frotar y exprimir insistentemente aquellos pezones con malicia, como si estuviera masturbándolos, era intentar excitarme o no, pero sin lugar a dudas lo conseguía porque evocaban el placer que sentía cuando me hacía pajas o nos las hacíamos con los amigos que, en corro, nos masturbábamos unos a otros. Yo miraba de soslayo los sexos de las cabras con los rabos levantados exhibiéndolos impúdicamente. Otras veces entraba directamente al corral accediendo por el callejón empinado que subía frente al casino de Lucas.

Un atardecer que fui a comprar la leche a la casa del Primales acompañado de un amigo, aprovechando la ocasión de que el cabrero no estaba, pensamos que era la ocasión de llevar a cabo una idea que llevábamos un tiempo tramando: follarnos una cabra una noche que no nos viera nadie. Salimos de la casa y subimos por el callejón de Lucas hasta el corral, al que entramos saltando unas alambradas. Ya se había hecho oscuro, pero la luna iluminaba suficientemente el corral como para que pudiéramos distinguir una cabra, unos cuernos o un culo. La aventura debió resultar complicada y embarazosa: mientras mi amigo la sujetaba por los cuernos, yo me ponía detrás, alzándome de puntillas, intentando meter la polla en aquel agujero en donde me corrí al poco de meterla y sacarla varias veces. Cuando le tocaba el turno a mi amigo, teniendo yo sujeta a la cabra por los cuernos, dijo que había oído ruido, que tenía miedo, que le daba asco o alguna otra excusa que no recuerdo bien, pero sí recuerdo que salimos los dos corriendo del corral con miedo de que alguien nos hubiera visto. No volvimos a repetir la experiencia, aunque soñaba a menudo con ella, recordándola con añoranza. Por supuesto, estas aventuras no las contábamos a nadie, ni siquiera a los amigos y, mucho menos, al cura, quedando estos extravagantes e inclasificables pecados incluidos en el paquete de actos vergonzantes que solíamos esconder bajo el eufemismo «hacer cosas feas acompañado», sin entrar en detalles.

Uno de mis novios más ardientes, un cubano criado también en un pueblo, me contaba que cuando tenía quince o dieciséis años había una burra que llegó a aficionarse tanto a su polla que, cuando lo veía acercarse desde lejos, trotaba hacia él y se colocaba de culo justo en el lugar en donde había una gran piedra en la que acostumbraba a subirse para poder alcanzar la altura adecuada. Eran ese tipo de confidencias que solo se hacían entre gente que habían tenido experiencias similares y las solíamos contar con profusión de detalles. Debieron ser experiencias provocadas por unos ardores sexuales fuera de lo común y por una gran represión. Muchos novios musulmanes me preguntan si tengo vídeos porno de animales. Por casa solo tenía uno que había comprado de segunda mano en el mercado de los Encantes. Las pollas de los novios se empalmaban rabiosamente al contemplar la desgana de las pollas de los caballos manoseadas por mujeres, en general mayores y de aspecto ajado.

Por mi memoria vagaban estas imágenes cuando un día, ya dibujante de cómics, decidí usarlas para ilustrar una de las diversas escenas que empleé para retratar la represión, el deseo, el sentimiento de culpa, el castigo y el sadomasoquismo. En la laberíntica doble página en la que pretendía mostrar la castración simbólica de San Reprimonio, un grupo de niños guarda cola para follarse a una cabra.

Años más tarde, los actos de zoofilia practicados por un Adán follándose a una cabra y una Eva jugueteando con una fálica serpiente, los utilizaría con un sentido transgresor y casi lúdico, en una de las viñetas del dibujo en color Expulsión del Paraíso 3, que realicé para la revista Por Favor. En la viñeta siguiente mostraría a Adán, Eva y la serpiente, siendo expulsados por un iracundo Dios mientras, la cabra, sola en el Paraíso, los miraba partir con cara desconsolada. Aún volvería a insistir en el tema en una historieta inspirada en un desgarrador cuento de Pu Songling. En un juicio, una mujer es acusada de haber mantenido relaciones sexuales con su perro en ausencia del marido y cuando este vuelve y yace con la esposa, el perro se abalanza contra él y lo mata. La mujer lo niega, pero los jueces conciben un ardid: la mujer está encerrada en un calabozo y deciden introducir al perro, que inmediatamente, se abalanza sobre ella intentando follarla. Ambos son condenados a ser decapitados en la ciudad y son conducidos atados por sendos guardianes. En su recorrido por los pueblos, los vecinos muestran curiosidad por saber el delito cometido por ambos prisioneros y comienzan a ofrecer dinero a los guardianes para que los suelten y se apareen. El patetismo de la historia alcanza sus más desgarradoras cotas cuando los guardianes ven el gran beneficio que estos números les ofrecen y retardan la llegada a la ciudad dando vueltas por todos los pueblos de la provincia. La mujer y el perro esperan con ansiedad la llegada a otro pueblo en donde podrán aparearse nuevamente. Al final llegan a la ciudad y ambos son decapitados.

«Deprederastas»

A veces jugaba con un amigo en la tienda que tenían sus padres. Mi amigo era más pequeño que yo y no formaba parte del grupo de los más asiduos de mi misma edad. Su madre era una señora de una gran presencia, con pelo negrísimo, peinado tirante, recogido en un grueso moño, con la que su padre, viudo, se había vuelto a casar. Fernando era el hijo mayor de los tres que había tenido con la primera mujer y estaba casado con María, una mujer pequeñita de la que todo el pueblo murmuraba que mantenía relaciones con Eugenio Pozo, el taxista.

Cierto día sentí claramente por qué vericuetos deambulaba la sexualidad de Fernando, un hombre de cuyo aspecto conservo la imagen difusa de un tipo algo encorvado, de piel cetrina, mirada torva, fino bigotito y voz apagada y grave. Los recuerdos que conservo de aquel hombre, al que jamás volvería a saludar ni a mirar a la cara, son profundos y sórdidos.

Un día en que jugaba en la tienda con mi amigo y otros chicos —yo debía tener diez o doce años—, estaba Fernando por allí en medio, supuestamente aburrido y curioseando. Yo estaba apoyado sobre el mostrador y aquel hombre, que entonces rondaría los treinta años, debió hacer algún comentario, señalar algo o buscar cualquier excusa de forma que se aproximó a mí por detrás y su cuerpo se pegó solapadamente al mío mientras yo sentía cómo algo duro se aplastaba contra mis riñones. Inmediatamente adiviné de qué se trataba y me aparté rápidamente como si algo me hubiera picado. Intranquilo y nervioso continué jugando, pero sintiendo su mirada clavada sobre mí, fija, intensamente, como esperando una respuesta a aquella insinuación. Al cabo del rato —yo seguía inquieto porque aquel hombre, ni se iba, ni dejaba de mirarme— decidí irme a mi casa. No me hacía falta mirar para atrás para saber que Fernando me seguía. Los hechos que fueron sucediendo a continuación me hacen pensar que mi papel en aquella aventura no debió ser el de una víctima totalmente inocente, aunque yo no los hubiera provocado. Posiblemente, en un combate entre el miedo y la curiosidad, hubiera terminado venciendo esta última. Entré en mi casa y él se quedó en la puerta. Llamé varias veces para comprobar si había alguien y al no obtener respuesta (¿lo miré dándole pie para que entrara?), me fui para el patio y él entró detrás de mí. Me detuve cuando llegué al otro extremo de la casa, la accesoria, en donde estaba la pajareta y un postigo que daba a la plaza de la iglesia. Me paré allí, seguramente temblando aterrado, como el pajarillo hipnotizado por la serpiente, muerto de curiosidad por ver, por saber, deseando y temiendo todo lo que sospechaba que estaba a punto de ocurrir. Posiblemente aquel hombre, igualmente hipnotizado por el deseo, se debió abrir la bragueta sacándose la polla que posiblemente me invitaría a coger. Yo intentaría resistirme diciéndole que no quería otra polla, que yo también tenía una, sintiendo mi pequeña polla, dura, mientras miraba la suya encandilado. Era la segunda polla, de alguien mayor que yo, que veía en mi vida. Desde el momento en que escuché los pasos y la voz de mi padre llamando desde la entrada de casa, comenzaron a desarrollarse una serie de acontecimientos de los que guardo un confuso pero pavoroso recuerdo. Fernando se había guardado rápidamente la polla, pero nuestra insólita presencia, semiocultos, evidenciaba los hechos. Se dirigió apresuradamente, cabizbajo, hacia la calle sin esgrimir ningún argumento que justificara su presencia. Quedé aterrado, paralizado ante aquella situación, mientras mi padre, que le hablaba y lo amenazaba con una voz y un tono que me resultaban totalmente desconocidos, como si hubieran sido dichos por otra persona, le seguía los talones empujándolo para que saliera rápidamente. Luego mi padre, en mi habitación, en silencio ambos, me dio una serie de fuertes guantazos en el culo mientras me zamarreaba, agarrándome el brazo con la otra mano. Yo lloraba en silencio lleno de miedo y confusión al ver a mi padre en un estado que nunca le había visto ni le volvería a ver en mi vida. Mi padre le contaría los hechos a mi madre y ella más tarde, a solas conmigo, me recriminó por dejarme engañar por aquel hombre del que decían que era sucio, degenerado y con mala fama, que se había atrevido a entrar en casa, añadiendo por último que podía haber sido causa de la ruina de la familia porque mi padre, cuando se marchaba, había volcado una silla cayendo al suelo las tijeras de la costura que, por unos instantes, había estado a punto de clavárselas. Sus palabras arrancaban de mis ojos lágrimas aún más desgarradoras que las provocadas por los guantazos de mi padre.

Imposible poner en pie la edad que yo podría tener cuando fui víctima consentida de aquella desafortunada aventura. Me imagino con unos pantaloncitos cortos, culo redondo y movimientos un poco blandos, rozando casi el afeminamiento, con lo que supondría una presa fácil y deseada para cualquier pederasta.

Los hombres peludos y los tebeos

Desde siempre tuve claro que me atraían los hombres, sin que por ello me sintiera maricón, porque en absoluto pasaba por mi imaginación que las relaciones sexuales que mantenía con los amigos de mi edad podía tenerlas con cualquier adulto. Masturbarme sin parar, hacernos pajas en grupo y que alguno nos la chupara a los demás, constituía todo el abanico de posibilidades en las relaciones eróticas que conocí durante muchos años. La penetración entre hombres (las aventuras con la cabra no entraban dentro de los mismos parámetros con los que se medían las relaciones entre humanos), era algo tan tabú que ni siquiera llegaba a imaginarla. Así como para muchos homosexuales de cualquier edad, unas relaciones sexuales en las que no exista la penetración, son totalmente impensables, y en absoluto gratificantes, para mí, el uso de mi culo y el culo de los demás, fue algo que iría descubriendo y practicando ya cumplidos los treinta años. Esta posible candidez quedaría probada tras haber vivido dos años en un colegio de curas y, no solo no haber mantenido relaciones con ningún adulto —a pesar de sentirme atraído por el aspecto físico de alguno—, sino por no haberme dado cuenta de que otros chicos mantenían relaciones entre sí y con algunos curas. Yo sabía que había otros grupos de niños en el pueblo, de diferentes edades, que realizaban los mismos juegos sexuales sin que ello tuviera nada que ver con el hecho de ser homosexuales.

Durante cierto tiempo estuve acudiendo asiduamente al Ayuntamiento para intentar aprender a escribir a máquina en una anticuada y preciosa Remington. Inmediatamente me sentí atraído por aquella inmensidad de páginas que atesoraban todos aquellos volúmenes de la Enciclopedia Espasa que estaban guardados ordenadamente en unas vitrinas. Sus páginas me mostraron un amplio mundo desconocido, solo equiparable al que en la actualidad podría suponer adentrarme en las páginas de internet. Allí estaban las biografías de los grandes escritores, los músicos con los guiones de las óperas y, sobre todo, los pintores con las reproducciones de las principales obras en láminas de colores con aquellos antiguos tonos azafranados. Me extasiaba mirando los cuerpos de los hombres en las esculturas griegas y romanas o los musculosos dioses y héroes desnudos o con pequeños taparrabos de los pintores barrocos. A todos ellos les faltaba, no obstante, el vello, casi el elemento masculino que siempre ejerció sobre mí un mayor poder erótico. Para masturbarme no dibujaba enormes pollas, sino que acostumbraba a bocetar un torso cubierto de espeso vello que luego borraba una vez me había corrido. Podría ser que asociara, inconscientemente, el vello con la virilidad y el vigor sexual, pero ¿qué podía saber yo, con aquella edad, qué era la virilidad y el vigor sexual y para qué servían?

Pero esta fijación me lleva hasta recuerdos muy lejanos, cuando en verano, a la hora de la comida, oía que llamaban a la puerta de un primo de mi padre que vivía en frente de nuestra casa y al que había sorprendido un día asomándose a la puerta en calzoncillos para darle a alguien unas llaves. Los golpes en la puerta de la casa de mi primo eran unos aldabonazos en mis fantasías de aprendiz de voyeur que me empujaban irresistiblemente a levantarme de la mesa en donde estábamos comiendo y, cada vez con una excusa diferente, corría hacia la pequeña ventana del sobrado con el tiempo justo de sorprender el momento en que, aquel pecho desnudo con un espeso vello, entreabría la puerta unos instantes para entregar una llave y volvía a cerrarla inmediatamente. Muchos años pasarán para gozar hasta la saciedad de los magníficos pechos peludos de mis novios pakistaníes.

Echaba de menos que los hombres que aparecían en los tebeos de El Guerrero del Antifaz, aquellos musculosos moros semidesnudos, no tuvieran pelo en el pecho. Pensaba que a algunos —los más lúbricos y los más musculosos, como Olián, Alikan, Kaher Raik, el hermano mayor de los hermanos Kir o los cuerpos impresionantes de los verdugos—, el pecho peludo les hubiera dado mayor potencia y ferocidad. Quizás al dibujante Gago le resultara demasiado entretenido pintar vellos en los pechos o lo considerara, tal vez, impúdico. En cambio, yo disfrutaría dibujando, uno a uno, como si los implantara, cada vello en el sitio correspondiente de los hombres, ya fueran en pechos, pubis, piernas o brazos.

Mi devoción por las aventuras y personajes de El Guerrero del Antifaz era tal, que llegué a tener casi la colección completa, pero siempre me faltaban algunos. Mi amigo Francisco el Pailla fue el único del pueblo que consiguió tenerla completa y no paraba de alardear de ello. Hacía falta disponer de mucho dinero para ir acumulando números y reunir la colección sin vender o intercambiar ejemplares. Los tebeos los vendía o los cambiaba un buhonero de Carrión al que llamaban Riquitrunes que vivía en un cuchitril al fondo de un enorme corral, junto al pozo del Pilar, muy cerca de la casa de mi abuela. Iba por los pueblos con una canastilla colgada de un brazo y un canasto en el otro pregonando «Muñequitos y que bonitooos». En la canastilla llevaba un revoltijo de chucherías variadas, muñecos, cristobitas, silbatos, regaliz, orozuz, figuritas de belén de barro y alambre que él fabricaba toscamente y luego pintaba, y sobre todo, tebeos. Tebeos usados y todas las novedades, los últimos capítulos publicados, los últimos héroes que habían aparecido, las nuevas aventuras. Su pregón era esperado con impaciencia por todos los chiquillos del pueblo que corríamos hacia él, muertos de curiosidad, para ver qué novedades traía ¡Era una pena no tener dinero suficiente para poder comprarlos todos! Y era inútil intentar convencer a mi madre para que me diera dinero porque era enemiga acérrima de este tipo de literatura con cuya lectura consideraba que perdíamos un tiempo que robábamos a los estudios. Tenía que recurrir a los ahorros o al intercambio de tebeos nuevos por otros ya leídos, añadiendo algunas monedas o algunas piezas de hierro, herraduras o tubos de plomo encontrados en el campo. Yo era un devorador de tebeos y seguía con entusiasmo las historias de Las Aventuras del FBI, Toni y Anita o El Cachorro, pero eran Las aventuras del Guerrero del Antifaz las que desbordaban mi imaginación, siendo siempre mis favoritas. También me emocionaba la lectura de los tebeos de princesas y hadas, de príncipes y encantamientos, de palacios, de tocados, vestidos y perifollos rimbombantes, de orlas, cenefas y recortables de la colección Azucena, pero estos, como los de la colección Florita, eran tebeos de niñas y por lo tanto vetados para mí. Amparo era hermana de mi amigo Curro y yo sabía que tenía una gran colección de tebeos. Tanto llegué a insistirle a Curro para que me trajera algunos tebeos de su hermana para leerlos, que un día apareció con un montón ocultos en una bolsa para que ni su hermana ni mi madre los viera. Me relamí de placer al verlos, pero, antes de haberme dado tiempo de leerlos todos, los descubrió mi madre y montó un Fahrenheit 451 con ellos, con el consiguiente drama en cadena: mío, de Curro y de la hermana que lloró desesperada acusando a Curro de habérselos robado. Sin embargo, siempre menosprecié las historias de humor del TBO, de Jaimito o Pulgarcito. No obstante recuerdo haberme reído con las aventuras de Zipi y Zape, de Carpanta, de las Hermanas Gilda, de la Familia Ulises o de Coll y alucinar con los Inventos del doctor Frank de Copenhague y rastrear por los dibujos de Urda en busca de las imágenes ocultas y camufladas en el paisaje.

Pero era el morbo que destilaban las páginas creadas por Gago lo que hacía que me recreara con sus aventuras y sus personajes. Los hombres eran fuertes, musculosos, con fantásticos muslos y pectorales, sólidos y perversos y las mujeres moras eran excitantes, cubiertas de velos transparentes, todas de una belleza arrebatadora que hacía que los hombres lucharan encarnizadamente por conseguirlas o defenderlas. Y, sobre todo, era la recreación del sádico dibujante en la descripción de refinadas y sofisticadas torturas a las que eran sometidos los hombres y, sobre todo, las mujeres. La maldad y el ensañamiento de las mujeres para deshacerse de sus rivales no tenían límites. Ordenaban a sus esclavas que destrozaran la cara y los pechos de sus enemigas con hierros candentes o las hacían bailar sobre balancines erizados de dagas envenenadas en una mezcla de literatura de Sade y martirologio cristiano.

A mi hermano, ocupado en su vida deportiva y en sus travesuras, no le interesaron tanto los tebeos como a mí y, cuando mi fiebre por ellos desapareció, desaparecieron con ella los tebeos de la casa siendo reemplazados, poco a poco, por novelas de colecciones económicas que editaban obras de Pereda, Palacio Valdés o Pérez Galdós.

Los árboles genealógicos

Un padre sin familia

Hasta que me enviaron al colegio de curas yo había vivido una infancia pegada a la tierra entre Castilleja del Campo, el pueblo de mi padre en donde había nacido, y Carrión de los Céspedes, el pueblo de mi madre en donde vivían mis abuelos. Ambos pueblos estaban a dos kilómetros de distancia por carretera y casi a uno por el atajo al que llamaban la Senda de los Mármoles, entre olivos y viñas.

Cuando murió mi abuela de tuberculosis, a los 43 años, mi padre perdió al único miembro de la familia que le quedaba. Se aferró a mi madre, de la que era novio desde hacía un par de años, como su única familia. Pasó casi toda la guerra en el frente de Córdoba, en Intendencia y, cuando volvió, se encontró con un pueblo semienlutado, hecho jirones, con una casa abandonada y unos campos que habían sido cultivados durante esos tres años, pero de cuya producción ningún familiar quiso responsabilizarse.

Hubo de comenzar solo, desde cero, en el año conocido como «año de la jambre». Volvió a trabajar las tierras con ahínco; ahorró algún dinero; arregló la casa y decidió casarse en marzo de 1943, cuando tenía veintiséis años y mi madre veintitrés. Justo a los nueve meses, a principios de enero, nacía yo.

Durante cuatro años, hasta tener edad para ir al colegio, fui hijo único y hacía las delicias de mis jóvenes tías que se disputaban por pasearme y mostrarme a las amigas. Me mimaban, me festejaban, me cantaban y me hacían bailar con ellas, a lo que yo me prestaba feliz. Luego, un día me cogían de la mano o me llevaban a hombros y, por la Senda de los Mármoles, me devolvían a mi casa en donde era mimado, festejado y paseado por mi madre y sus jóvenes amigas, vecinas y familiares.

En Castilleja no tenía tíos, ni abuelos. El único hermano de mi padre había muerto con catorce o quince años de una grave enfermedad. Los tíos de mi padre me eran bastante ajenos y a sus hijos siempre los consideré algo lejanos y distantes. Evidentemente mi familia era la familia de mi madre y, dentro de la familia de mi madre, la familia de mi abuela.

Mi madre se vio obligada a abandonar su pueblo, a sus padres y hermanos, a sus amigas, sus santos y sus vírgenes, sus fiestas y costumbres, como todas aquellas mujeres casadas con hombres forasteros.

Trasplantada, como emigrante, en una sociedad ajena; teniendo que adaptarse a una casa diferente, ahora suya; con nuevos vecinos y una nueva familia, la recién casada ha de buscarse nuevas amigas y familiarizarse con la nueva iglesia llena de santos y vírgenes diferentes, con un cementerio desconocido y con un nuevo cura confesor que aún no sabe nada de ella. Las primeras en frecuentar la casa serán las vecinas de su misma edad y, sobre todo, aquellas mujeres de su mismo pueblo que la han precedido en la emigración. Pronto, un grupo de jóvenes vecinas de su edad y primas del marido, tomarán la casa como salón de reunión, solidarizándose con la recién llegada. Las horas de soledad, durante las que mi padre estará trabajando en el campo —aunque ella solía acompañarlo hasta que su embarazo de mí ya estuvo demasiado adelantado—, o las horas en que mi padre se iba al casino con los amigos, eran ocupadas por las faenas de la casa o por la presencia de las nuevas amigas.

En el pueblo era frecuente que muchos hombres fueran a buscar novia en los pueblos de los alrededores.

Ahora veo con una mirada el continuo trasiego de mi madre y de mis tías constantemente de un pueblo a otro. Las fugaces visitas de mi madre a casa de mis abuelos y las de mis tías a mi casa suavizaban aquel desarraigo.

En los vídeos de las bodas que me muestran mis amigos pakistaníes puedo observar cómo las jóvenes esposas se despiden entre los llantos desconsolados de toda su familia al partir hacia la casa de la familia del marido, que puede estar en el mismo pueblo o a varios pueblos de distancia.

Mi tata era mi tía más joven y pasaba temporadas en casa acompañando a mi madre y cuidándome. Con mi nacimiento, mi madre sufrió una dolorosa infección en el pecho que casi la imposibilitó para amamantarme. Me contaba que yo no paraba de llorar de hambre y, al final, se arriesgaba a darme el pecho, lo que le producía tremendos dolores y miedo viendo cómo con la leche tragaba parte de pus que le producía la infección. Mi abuela la acompañaba al hospital de Sevilla en donde le practicaban las curas y mi madre siempre recordaba aquellas visitas con terror y repugnancia. Para evitar ver a los enfermos, al tener que atravesar las inmensas salas llenas de camas del hospital de las Cinco Llagas, mi madre contaba que se envolvía la cabeza con el mantón negro de mi abuela, siendo arrastrada por ella.

Tito Hilario era uno de los dos tíos de mi padre, hermano de mi abuelo. Se había casado y, tras tener a mi prima Consuelo, enviudó y había vuelto a casarse teniendo otra hija. Sacramento era unos años mayor que yo y, con el tiempo, se convertiría en una especie de alma gemela en las ansias de libertad y en los deseos de abandonar el pueblo. Mi prima Sacramento jugaba conmigo como si fuera un muñeco, paseándome de un lado a otro y, como aún era pequeña, solía caerme a menudo dejándome la cabeza llena de golpes y chichones.

Siempre pensé que mis padrinos de bautismo fueron mi tío Hilario y su mujer, pero mi prima Consuelito me revelaría un día la verdad sobre mis auténticos padrinos. «¡Es que ellos no habían sido tus padrinos de verdad!» —me contaba mi prima un día que había ido a visitarla no hace mucho tiempo—. «Porque, por aquel tiempo, mi padre no se hablaba con el cura a causa de unos enfados surgidos a raíz de unos comentarios que tito Enrique había hecho sobre “algunas cosas” de la familia del cura. Entonces te bautizamos yo y el primo Manolo el Alguacil». Pero la sorpresa mayor, relacionada con aquel bautismo, fue la que provocó un primo que había accedido a los archivos de la iglesia, cuando me envió el documento escaneado en el que ¡me enteraba de que mi verdadero nombre no era Nazario, a secas, sino que, como las monjas, llevaba adosado un «del Sagrado Corazón de Jesús»!

Es muy frecuente que en los árboles genealógicos haya ramas que nos resulten más entrañables que otras, siendo apreciadas las más pequeñas bifurcaciones de unas, mientras otras permanecen casi desconocidas, como si se hubiesen podrido o las hubieran intentado tachar o emborronar. Al pensar en estas anomalías en las relaciones familiares, me acuerdo de aquellas fotografías en las que una mano anónima ha eliminado la presencia de alguien con unas tijeras, o desgarrando el papel, descontextualizando al superviviente que quedaba como mutilado. Desconocidos agravios y antiguas rencillas, de las que a menudo no se suelen dar explicaciones, hacían que unos familiares resulten siempre más familiares que otros. En el árbol de mi padre era la rama de mi abuelo la favorita, quedando la de mi abuela algo confusa. Mi padre solía describirnos algunas historias de sus parientes de aquella forma melodramática que a él le gustaba emplear para narrarlas.

Era escalofriante la historia aquella que contaba de un hermano mayor de mi abuelo que murió de rabia a los dieciocho años tras morderle un perro. La historia comenzaba en unos almacenes de Sevilla en donde su tío trabajaba de sastre. Un cliente acudía a menudo por la tienda llevando un perrito. El joven sastre mostraba un gran cariño por el perro con el que solía jugar. Aquel día funesto, cuando el dueño le advirtió que hacía un tiempo que el perro estaba algo enfermo y su comportamiento era extraño, mi tío lo había acariciado como de costumbre recibiendo un mordisco en una mano. Días más tarde el veterinario diagnosticó que el perro padecía la rabia y lo mataron. Cuando días después mi tío se enteró y acudió al médico ya no tenía cura. No tardó en comenzar a sufrir terribles dolores, echando espuma por la boca —contaba mi padre— y comenzó a deformársele la columna. Los médicos dieron a los padres una dosis de un producto letal para que ellos mismos se la administraran.

Recuerdo un día en que oímos unos gritos y cuando nos asomamos a la ventana vimos a la gente despavorida, asomada a las puertas y subidas en los porches, señalando a un perro que aullaba en medio de la calle mientras se tambaleaba con la boca entreabierta enseñando los dientes y soltando, sin parar, una gran cantidad de espuma amarillenta. Poco después llegó el agente municipal y lo mató de un tiro.

Entre las historias truculentas que habían sucedido en el pueblo y mi padre nos contaba, destacaba una que nos dejó, a mi hermano y a mí, sobrecogidos y al borde de las lágrimas. (No era raro que mi madre, al oírle contarnos aquellas historias tremendas, refunfuñara comentando algo así como: «¡Qué hombre este, cuidado las historias que le cuenta a los niños!»).

Un matrimoniodel pueblo había ido a Sevilla para que el médico viera a un hijo pequeño que estaba muy enfermo. Cuando se dirigían a la casa del médico, ambos se dieron cuenta, consternados, de que el niño había muerto. Como resultaba bastante problemático tener que declarar la muerte en la ciudad viéndose, posiblemente, obligados a enterrarlo allí, lejos del pueblo, decidieron actuar como si el niño estuviera vivo y volver en el tren para decir que había muerto al regresar al pueblo. Mi padre no escatimaba las pinceladas dramáticas sin prestar atención a nuestra congoja —mi hermano debía tener cinco o seis años y yo ocho o diez—, y continuaba contando cómo habían hecho todo el camino de vuelta en el tren, con el niño muerto en brazos de la madre, disimulando su enorme dolor ante la presencia de una pareja de la Guardia Civil que estuvo sentada frente a ellos durante parte del recorrido; cómo tuvieron que contarle la historia a una mujer que se había sentado junto a ellos y les había comentado que aquel niño parecía que estuviera muerto y, por último, la llegada al pueblo en cuya narración mi padre rizaba el rizo de la truculencia. El hombre había seguido a la mujer, que casi corría frenética con el niño muerto en los brazos, los dos kilómetros de la carretera que separaban la estación de Carrión de Castilleja. En silencio llegaron por fin al pueblo donde, la pobre mujer, sin poder aguantar más la tensión, al pisar la calle de las primeras casas del pueblo, comenzó a dar gritos, enloquecida, aferrada con desesperación al cadáver, mientras las mujeres salían de sus casas intentando consolarla.

Una madre con dos abuelos, cuatro tías y un tío, para mí solo, durante más de cuatro años

Con el árbol genealógico de mi madre ocurría algo parecido pero, en este, era la rama de mi abuela la más allegada, siendo la familia de mi abuelo prácticamente desconocida. Mi abuelo procedía de una familia de clase media que tenían fincas, ganados y buena reputación. Tanto su hermano como su hija, aparecían lejanos, completamente desconocidos para mí. Mi abuelo se había casado dos veces y en las dos ocasiones sus mujeres habían muerto de parto.

La familia de mi abuela era pobre y la formaban cinco hijas y un varón. No sé si en la elección de mi abuelo, a la hora de buscar una tercera esposa, influyó la escasez de medios económicos de la familia de mi abuela o si realmente se enamoró de mi abuela por su físico, pero a partir de aquella boda, la familia de mi abuelo se distanció de tal forma que no creo recordar la presencia de aquel tío José María en la casa de mis abuelos. En cambio, yo sabía que mi abuelo iba a visitarlo diariamente a su casa. Contaba cómo su hermano le ponía un vaso de vino y sintonizaba la radio en donde siempre sonaba música flamenca.

La imagen que conservo de mi abuela es la de las típicas viejas andaluzas retratadas por Echagüe: falda negra hasta media pierna, delantal negro, medias negras y zapatillas, el pelo recogido en un rodete y una toca para salir a la calle con la que cubría los hombros o la cabeza. Su carácter era fuerte y un poco agrio, frente al que mi abuelo, blando y bonachón, nada tenía que hacer, aunque no creo que tuviera nunca intención de hacer nada. Después de sus dos intentos malogrados de tener hijos, esta lo había colmado dándole seis y ya estaba satisfecho. Cuando intento evocar su memoria, son sus riñas, con una voz agria y sus miradas iracundas que emanaban un tufo desabrido, parecido a un mal sabor de boca, lo que me viene al recuerdo. Eso y sus interminables ataques de tos, que resonaban por toda la casa en la oscuridad y que uno terminaba oyendo, sin escucharlos, como el ruido de los trenes que pasaban de madrugada con el cansino sonido de la máquina y sus estridentes pitidos, o las campanadas del cercano reloj de la torre de Castilleja dando las horas y los cuartos día y noche.

Mis abuelos vivían casi en las afueras del pueblo, en una gran explanada que llamaban El Pilar en donde se celebraba la feria para septiembre. La casa de mi abuelo estaba en alto mirando al suroeste, y desde ella se veían unas fantásticas puestas de sol. Como no había casas en frente, tras la explanada que formaba la calle había varias fincas, detrás de las que estaban las vías del tren de Sevilla a Huelva. Un poco más lejos se divisaba una dehesa de encinas, algunos caseríos desperdigados y un horizonte en el que se destacaba un enorme pino cercano al pueblo de Manzanilla. Al otro lado de la explanada había una hilera de casas que terminaban junto a un regajo que recogía las aguas de la lluvia estando bordeado por cañaverales y un camino que llevaba a la estación. Un enorme pozo, el pozo del Pilar, abastecía de agua a casi todo el pueblo; había siempre a su alrededor mucha gente sacando y transportando agua. En invierno toda la explanada se convertía en un inmenso barrizal y había que circular por las estrechas aceras hasta llegar a la calle que subía a la plaza y a la iglesia.

Para septiembre montaban la feria en aquella explanada. Pegando a la acera de las casas de abajo instalaban el paseo con arcos de bombillitas de colores y junto a la acera de mi abuela colocaban dos o tres casetas junto al pozo. Junto al comienzo del paseo ubicaban «las volaoras», como plato fuerte de las atracciones, pudiendo ir acompañadas de una pequeña noria y al final de la feria, frente a la casa de mi abuela, se establecían «las barcas», columpios que eran impulsados por los empleados o por la fuerza de los que se columpiaban. Los jóvenes más fuertes, atrevidos y exhibicionistas, conseguían dar vueltas alrededor del eje mientras los espectadores, admirados, iban contándolas en voz alta. Desde casa de mi abuela oía el tumulto y corría para ver las proezas del héroe de turno. Los chiquillos solo nos paseábamos un rato, impulsados por el dueño hasta que, cumplido el tiempo, elevaba el freno, consistente en un enorme tablero, hasta que la barca terminaba varada. También había una tómbola y numerosos puestos de turrón y de dulces. Cuando se acercaba la feria mi tata iba a recogerme a mi casa y me traía a hombros, por la Senda de los Mármoles, bordeando la viña de mi abuelo y bajando al final por un camino que terminaba justo en el Pilar, muy cerca de nuestra casa. Los jóvenes de Castilleja solían hacer frecuentes visitas al pueblo vecino para ir al cine, para asistir a las innumerables fiestas que se celebraban o simplemente para pasear, saludar a amigos y amigas y, muchos de ellos, para buscar novia.

El hombre simple que era mi abuelo, pobre de espíritu, tranquilo, con barriga un poco pantagruélica, gorra permanentemente calada, chaquetilla gris con cuello de tirilla y pantalones caídos, tenía tres pasiones arraigadas: la Iglesia y la virgen del Rocío; la comida y el flamenco. Despertaba todos los domingos bien temprano y se marchaba a la misa de alba, avisando a varios amigos a los que tocaba en la ventana, al pasar por sus puertas, camino de la iglesia. A la vuelta, en invierno, mis tías lo esperaban con impaciencia porque acostumbraba a comprar en la plaza un papelón de churros recién fritos y los traía apresuradamente metidos bajo el brazo para que no se enfriaran. En vano mi abuela le regañaba un domingo tras otro porque manchaba de aceite la chaquetilla. No lo imagino cometedor de graves pecados. Su fervor apasionado por la virgen del Rocío, que heredaría mi madre, lo hacía atravesar la marisma cada año a caballo, al oscurecer del domingo de Pentecostés, camino de la ermita del Rocío a donde llegaba al amanecer, justo a la hora en que los almonteños sacaban a la virgen en procesión. Mis tías contaban que ni siquiera se apeaba del caballo: veía a la virgen salir de la ermita, se quitaba la gorra, rezaba una salve y cogía el camino de vuelta llegando a su casa a la hora del almuerzo. Un año, sintiéndose quizás ya mayor, decidió dejar de ir.

Mi abuelo se relamía con la comida, como un enorme gato, saboreando cualquier sobra que sacaba de la cocina. Todas las tardes de verano cogía el dornillo con el gazpacho que había sobrado al mediodía y se sentaba, con él entre las piernas, en una silla que colocaba al lado del brocal del pozo. Con una navaja de cachas y hoja ancha, comenzaba a cortar, con parsimonia y ensimismamiento, trozos de pan que iban cayendo sobre los restos de gazpacho al que había añadido un buen chorreón de aceite. Una vez que el pan se había esponjado bien, dedicaba un buen rato a saborear lo que llamábamos bolo, con la mirada perdida y unos prominentes cachetes sonrosados que iban subiendo y bajando al ritmo de las mandíbulas.

La otra afición de mi abuelo, también heredada por mi madre, era el cante flamenco y concretamente los fandangos de Huelva. Mi abuelo elogiaba la amabilidad de su hermano que le «ponía» fandangos en el aparato de radio cada vez que iba a visitarlo. Me imagino que iría más o menos a la misma hora en la que emitían algún programa de flamenco que el hermano ponía cuando llegaba mi abuelo. En radio Huelva, emisora que mi madre tenía sintonizada constantemente, acostumbraban a emitir fandangos casi ininterrumpidamente.

Una perra ratonera negra y blanca, que se llamaba Pirula, lo seguía como una sombra a todas partes o permanecía tumbada a sus pies.

Siempre me causó una gran admiración el sombrajo que construía en lo alto de un cerro para vigilar la viña que tenía cerca del pueblo. Cuando la uva estaba para madurar, los dueños de las viñas erigían estas especies de torres de vigilancia que consistían en cuatro largos palos, bien clavados al suelo, sobre los que fabricaba una tarima con palos cruzados que se cubrían de ramas y paja para tumbarse sobre ella. También fabricaban con ramas de álamos o eucaliptos los toldos para dar sombra y una pared o dos para resguardarse del viento. La solidez y esmero de la construcción dependían del arte del constructor y mi abuelo no tenía mucho arte con lo que la estructura no quedaba demasiado «fiable», aunque no recuerdo haber oído contar que se hubiera caído nunca. Se subía por una escalera y por la tarde, cuando comenzaba a subir la marea, era placentero estar allí arriba viendo el paisaje y tomando el fresco. Mi abuelo se echaba allí —o en el sobrado de la casa—, unas largas siestas.

El campo ofrecía un curioso aspecto salpicado por aquellas extrañas atalayas. Constituían un leve freno para los ladrones de uva, de melones o de sandías. Contaban que uno de los guardas más celosos y agresivos era Pichín, nuestro vecino de Castilleja, que era capaz de perseguir, calabozo en mano, hasta extenuarlo, al incauto ladrón que sorprendía con uno de sus racimos de uva en la mano.

No recuerdo haber subido muchas veces al sombrajo con mi abuelo como tampoco acostumbraba a molestar subiendo al carro cuando él y mi tío hacían viajes transportando ladrillos. Mi hermano, en cambio, siempre estaba pidiendo que lo subieran al carro o lo llevaran al sombrajo. Yo prefería permanecer al lado de mis tías y sus amigas viendo cómo bordaban.

Mi madre hablaba de los cuarenta como de unos años casi más terribles que los de la guerra porque la guerra era algo lejano que conocían por referencia, pero el hambre de aquellos años era algo cotidiano. La gente no tenía nada para comer y había amigas del barrio que iban a casa de mi abuela a pedir pan o patatas para darles algo a los niños hambrientos.

Una noche desaparecieron dos cabras que tenía mi abuelo atadas a un peral en el corral y, aunque sospecharon y casi tuvieron completa seguridad de quién podía haberlas robado y comido, no se atrevieron a denunciarlos por ser gente muy pobre, por la imposibilidad de recuperarlas y quizás por miedo a las represalias.

Mi tío trabajaba con mi abuelo, desde pequeño, llevando y trayendo el carro y faenando en las pequeñas parcelas de tierra que tenían esparcidas lejos del pueblo. Cuando el trabajo en el campo escaseaba, mi abuelo y mi tío se dedicaban, casi exclusivamente, a acarrear barro y ladrillos para el tejar de Carrión.

Por las tardes, mi tío estudiaba con la trompeta en su habitación, frente a una partitura, las piezas (en su mayoría pasacalles y marchas) que luego ensayaba los fines de semana con la banda de música del pueblo. Esta banda actuaba en los desfiles procesionales locales, en los pueblos de los alrededores y, algunas veces, eran contratados para tocar en las procesiones de Semana Santa de Sevilla. Todos los años, para las fiestas de las Cruces, iban en un camión a tocar en un pueblecito de la sierra de Huelva que se llamaba El Berrocal, de donde volvía cargado de piñonates y alfajores.

Nunca sentí curiosidad por tocar aquel instrumento aunque, en alguna ocasión, había intentado soplar para sacarle algún sonido con pobres resultados. Hubiera preferido que mi tío tocase el saxofón, como su amigo Danilo o el clarinete como Bernabé, porque el sonido de la trompeta siempre me resultó pobre y estridente.

Mi tío y mi tata formaban parte de esa amplia y extraña hermandad de hombres y mujeres solteros que suelen salpicar las familias.

Supuestamente, la causa de que algunas mujeres permanecieran solteras en un pueblo podía deberse a que ningún hombre las hubiera «pretendido» jamás, pero había muchos casos en los que las mujeres habían tenido pretendientes y los habían rechazado. Resultaban mucho más extraños los casos de hombres que permanecían, incomprensiblemente, solteros. ¿Qué razones insondables podían ocultarse en cada caso de soltería? ¡No todos tendrían que ser casos encubiertos de lesbianismo y homosexualidad reprimidos porque, precisamente en esos casos, el matrimonio podría servir de enmascaramiento, tanto para la sociedad como para ellos mismos! Enfermedades secretas, timidez, indecisión, rechazos, manías y ocultas perversiones serían algunas de las posibles miles de causas que harían que hombres y mujeres, de excelente aspecto físico y desahogadas posiciones económicas, decidieran escoger ese camino de hibridez y soledad.

Castilleja del Campo

El pueblo

La carretera general de Sevilla a Huelva, tras cruzar el pueblo de Sanlúcar la Mayor, se enfrenta a un pronunciado desnivel de más de 100 metros que nos va dejando ver, poco a poco, un vasto espacio abierto al que llaman la campiña de Tejada que comenzará con las riberas del Guadiamar y continuará, ya en la provincia de Huelva, con las tierras del condado de Niebla. Una terrible curva cerrada interrumpe la vertiginosa bajada bordeando las altas tierras del Aljarafe que acabamos de abandonar para acercarnos a la orilla del pequeño riachuelo. Unos ocho kilómetros más adelante nos encontramos, casi de sopetón, con una pequeña hilera de casas a ambos lados de la carretera y una señalización con el nombre del pueblo: Castilleja del Campo. A la derecha se extiende una interminable y suave campiña que se recorta en el horizonte por una azulada línea de montes que forman la sierra de Aznalcóllar y a la derecha, en la falda de un cerro casi coronado por la torre de la iglesia, se desparrama el pequeño pueblo.

A lo largo de esta hilera de casas, bordeadas por viejas moreras, destacan la casa moderna del médico, como un chalet, en donde tiene su consulta; un edificio sólido y algo pretencioso con un espacio inmenso llamado bar La Granja; una carretera empinada, frente al bar, que sube al pueblo, con una señalización que indica que en aquella dirección, a 2 km, se encuentra Carrión de los Céspedes y, frente a esta señalización, en la misma esquina, el bar llamado La Gasolinera por tener un surtidor de gasolina en su puerta. A este trozo de carretera y casas lo llaman El Prado.

La Gasolinera era un bar de aspecto algo sórdido frecuentado por un público variopinto formado por camioneros; gente que paraba a echar gasolina y aprovechaba para tomar algo o usar los servicios; clientes asiduos del pueblo que acudían a tomar un café y jugar al dominó o a las cartas; borrachos de últimas o primeras horas del día; parejas de la Guardia Civil; alguna puta perdida o algún maricón que probaban suerte de madrugada entre los clientes borrachos o viajeros que esperaban, de buena mañana, el paso de los autobuses de la empresa Damas para ir a Sevilla.

La gasolinera y el bar eran regentados por Pepe Calero, lustroso y grueso personaje con aspecto de vividor, un poco entre traficante de cualquier cosa y capo de cualquier otra. Era del pueblo y se había casado con una joven de Carrión de la que había enviudado dejándole una hija y un hijo con los que vivía.

Pepito Calero, el hijo, primo de mi amigo Curro y siempre lo miré, por su reconocida homosexualidad, con una mezcla de miedo y admiración.

En Carrión había una estación de tren pero, aquí en el pueblo, el único medio de transporte para desplazarse a Sevilla eran los autobuses Damas que comunicaban Hueva y Sevilla. El problema era que, a veces, no llevaban plazas libres. Entonces había que recurrir a la benevolencia de algún conductor que parara a echar gasolina y quisiera llevar al viajero aunque fuese hasta Sanlúcar en donde había autobuses. El medio más cómodo y seguro para ir a Sevilla era el taxi de Eugenio Pozo, pero como disponía de plazas limitadas, había que ir a casa de la hermana y reservar el asiento con un día o dos de antelación.

El bar La Granja era el lugar en donde nos reuníamos los jóvenes los domingos alrededor de una enorme mesa de camilla. Tras largos paseos por la carretera, nos entreteníamos charlando, cantando, viendo la televisión o jugando a las prendas. El salón de este bar se disputaba, con el enorme patio del Palacio, las celebraciones de los banquetes de boda. El viejo dueño tenía un camión con el que hacía transportes y en él iba la banda de música de Carrión a los diversos pueblos en donde los contrataban.

La casa del médico tenía la consulta en una pequeña habitación con muebles sobrios de estilo remordimiento —típico mobiliario de todos los despachos de médicos—, y una salita, más íntima, para auscultaciones con una camilla. Don Juan era el médico del pueblo de toda la vida como también, de toda la vida, era cura del pueblo don Felipe. En algunas viejas y amarillas fotos aparecen ambos, junto a mi abuelo Nazario, en la puerta del casino. La mujer de don Juan era una señora delicada que solo se dejaba ver en la iglesia, junto a sus dos hijas, como personajes postizos que no hicieran juego con nada ni nadie del resto del pueblo.

Para adentrarse en el pueblo había que tomar la carretera que indicaba la dirección de Carrión y subir hasta llegar a un pronunciado repecho llamado la Cuesta del Palacio, al final de la que terminaba la calle y el pueblo. La carretera continuaba, camino de Carrión, subiendo entre un enorme talud a la derecha y las tapias de los corrales de las casas, a la izquierda.