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La América Latina del siglo XX reedita un recurso, ampliamente usado en otras épocas, presentes en la Ley del Talión, en la crucifixión, o en los Tribunales de la Inquisición: la tortura. Usado por gobiernos dictatoriales, tenía como finalidad, la obtención de informaciones, pistas, "verdades" que condujesen hacia los opositores, garantizando así, el mantenimiento en el poder de gobiernos dictatoriales que se instalaban copiosamente en casi todo el continente. La narrativa, rica en detalles, nos transporta a la Buenos Aires de los años 70, donde acompañamos la prisión de un joven militante político; que combatía al Régimen Militar argentino; siendo conducido de manera coercitiva a la prisión. Luis Angel Ramil nos saca de nuestra zona de confort, lanzándonos a las entrañas de un sistema de gobierno, con todo su aparato de tortura, mostrando la brutalidad de las atrocidades cometidas, sus técnicas, su entramado. Si los tribunales medievales se destacaban por la exposición pública, las dictaduras del siglo XX, optaban por el sigilo, echando mano, inclusive, de prisiones ilegales para garantizar, que los datos de esos actos, no pudiesen ser comprobados. Los verdugos sólo ganarían, si consiguiesen arrancar una "verdad". El/la torturado/a, sólo ganaría si resistiese. Al describir este juego, Ramil escarba en las heridas. Abre de par en par los sentidos, que son potenciados en aquellos/as que están bajo presión: el pensamiento rápido y confuso, el ruido de los pasos, la pared helada, que se asemeja a la frialdad de los verdugos, el miedo descripto de innumerables maneras, el dolor extremo que, en su límite, hace desear la muerte. Cabe destacar que, a pesar de la brutalidad, es una también una historia de solidaridad, de afectos, de ternura, que puede ser notada ya sea en las relaciones familiares, en el recuerdo de la madre que lo espera inútilmente para la cena, el día en que fue detenido, ya sea en la familia del desconocido que se apiada, le ofrece el confort de su hogar y trata de sus heridas. "Uno de Tantos" no es sólo la historia de un argentino, contada en 3ª persona. Él les da voz a millares, en todo el continente, que, perteneciendo a diferentes movimientos de izquierda, osaron oponerse a la violencia y a la crueldad de los regímenes dictatoriales. En tiempos en los cuales las democracias están en crisis en América Latina, resulta urgente que esas memorias sean traídas a la superficie, aun estando cargadas de dolor, para que jóvenes y viejos aprendan, no sólo sobre las llagas de la dictadura de este discurso seductor, pero criminal, más aun, entender la importancia de valorizar a la democracia, régimen este, que debe ser ejercitado y perfeccionado. "Uno de Tantos" es denuncia, es memoria, es una invitación a la reflexión... Es, por encima de todo, una lectura obligatoria, para que, donde y cuando la barbarie sea inminente, estemos preparados. Itajaí, marzo de 2016. Onice Sansonowicz Historiadora y Profesora de Historia.
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Seitenzahl: 156
Veröffentlichungsjahr: 2023
LUIS ÁNGEL RAMIL
Ramil, Luis Ángel Uno de tantos / Luis Ángel Ramil. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2022.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-87-3286-2
1. Narrativa Argentina. 2. Novelas. I. Título. CDD A863
EDITORIAL AUTORES DE [email protected]
A mis hijos, concebidos ENTRE el fin del horrory el principio de la esperanza.A mi profesor y amigo Roberto ramponelli, gran escritor.A los compañeros. A los de antes, que hoy son los mismos.A Editorial Hemisferio Sul (de Brasil) que editó originalmente este libro.A mi maestra Urda Alice Klueger.
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Table of Contents
Mañana tal vez tenga que sentarme frente a mis hijos y decirles que fuimos derrotados. Que no supimos cómo hacer para ganar.
Pero no podría mirarlos a los ojos y decirles que ellos viven así, porque yo no me animé a luchar.
—Mahatma Ghandi
Cuando salió del trabajo, dos tipos cruzaron la calle corriendo, uno lo empujó contra la pared y el otro le pegó en el hombro con una pistola, es de suponer que quiso pegarle en la cabeza y desmayarlo como hacen en las películas. Pero él se esquivó corrió y le dio en el hombro, en el mismo instante, un auto gris frenó en medio de la calle y de allí bajó otro hombre con una metralleta.
Se dio cuenta inmediatamente de lo que estaba pasando, el momento tan temido había llegado.
Consiguió despegarse de la pared, pero no llegó muy lejos, apenas unos metros, hasta el poste de la parada del colectivo, del que se agarró como a una tabla de salvación.
Él gritaba y pedía socorro aferrado al poste de la parada del colectivo, ellos le pegaban y lo tironeaban hacia el coche, uno mordió su mano y le arrancó un pedazo de piel, pero él se hizo una bola contra el palo y se sujetó aún más fuerte.
En ese momento se empezaron a juntar la gente que salía de la fábrica y algunos vecinos, vio que Horacio, que trabajaba con él y era además un compañero de militancia se enfrentó al de la metralleta y lo increpaba, el tipo parecía que le iba a disparar pero Horacio le decía:
—¡Nos vas a tener que matar a todos!
Allí también intervino un compañero de la fábrica, un hombre mayor que no tenía ningún trato con él pero que se puso al lado de Horacio y gritaba
—¿Quiénes son ustedes? ¡Identifíquense!
Una mujer gritaba.
—¡No le peguen más, no le peguen más! Otros decían más o menos lo mismo, otros insultaban.
Justo cuando ya perdía las fuerzas y estaba por soltarse, llegó un colectivo lleno de gente y el chofer, al no poder transitar por el coche que estaba en la mitad de la calle y ver lo que estaba ocurriendo, empezó a tocar bocina. Algunos pasajeros bajaron y se unieron al tumulto mientras otros gritaban desde las ventanillas.
El tano Zuppone, que era otro compañero y que tenía una camioneta estacionada en la esquina, se escurrió entre la gente, cruzó su vehículo en el medio de la calle y salió corriendo, de modo que el coche gris quedo trabado entre el colectivo y la camioneta.
Hubo un instante de duda entre los tipos, el de la metralleta, blandiendo el arma, dijo:
—¡Somos policías, dejen pasar!
El cuarto hombre que estaba en el volante del auto gris hizo sonar la sirena pero la gente no se movió, ahora los compañeros de la fábrica lo rodeaban y trataban que los tipos esos lo soltaran, a lo lejos se oyó otra sirena, todos quedaron expectantes, los tipos seguían sin soltarlo aunque ya no le pegaban, parecía que no le dolían los golpes… Pero estaba asustado.
Había un charco de sangre a sus pies.
Pero la gente siguió protestando y exigiendo que se identifiquen.
Aparecieron dos policías de uniforme corriendo, resultó evidente que conocían a los de civil porque a ellos no les preguntaron nada, a él, en cambio le pusieron inmediatamente las esposas e hicieron circular a la gente al grito de:
—¡Asunto policial, asunto policial!
El colectivo salió marcha atrás y apareció un patrullero con dos policías más.
—¿Adónde lo llevan? Preguntaba la gente.
Los tipos se miraron.
—A la comisaría –dijo el de la metralleta.
Lo subieron al patrullero y lo sentaron entre dos policías, uno le ordenó que agachara la cabeza. Otro le dijo con sorna:
—¡Qué quilombo que armaste pibe!
Alcanzó a ver por la ventanilla como la gente se quedaba mirando, entre la gente descubrió a Horacio, se quedó más tranquilo. Él se encargaría de avisar.
Durante el viaje que duró unos minutos, no le hablaron ni lo tocaron, excepto para hacerle bajar la cabeza cada tanto, como para que no viera adónde lo llevaban. Igual cuando llegaron a su destino se detuvieron un instante y pudo ver que estaban frente a un portón de metal, viejo, de color amarillento, también vio que fue abierto desde adentro por un policía uniformado y al pasar el auto frente a él pudo verlo claramente y noto que el policía al verlo, bajó la mirada.
Oyó como a sus espaldas se cerraba el portón con un golpe seco, metálico. No bien se detuvo el patrullero apareció por la puerta izquierda uno de los que lo habían atacado en la calle, estaba como loco.
—¡Dame a ese hijo de puta! – gritaba – y casi sin darle tiempo al policía uniformado a bajar, lo agarró de los pelos y lo tiró del auto. Ahí apareció otro de los tipos que estaban de civil y entre los dos le pegaron hasta cansarse, lo insultaban y amenazaban con matarlo, destruirlo, torturarlo, lo arrastraron por el piso y lo llevaron a las patadas, literalmente hasta un lugar donde había varios policías uniformados, en un momento oyó que alguien decía:
—¡En la cara no!
Le siguieron pegando patadas y trompadas hasta que alguien los detuvo, pudo ver que los separaban de él con gran esfuerzo, como se separa a alguien que quiere seguir peleando. Pero él no peleaba. Estaba con las manos esposadas en la espalda.
Antes de irse uno se le acercó y le dijo:
—Esta noche te vamos a reventar hijo de puta – y dirigiéndose a los policías:
—A este no le den agua que va para la parrilla*.
Quedó tirado ahí donde cayó, el frío de las baldosas lo reconfortó un poco, al principio no se movió, permaneció desparramado en el piso.
Veía los pies de los policías que se acercaban a mirar y oía sus pasos pero no se animaba a levantar la vista, incluso vio los pies de una mujer.
Poco a poco se fue acomodando, nadie le hablaba ni le daba indicaciones, respiraba con dificultad y empezó a sentir nauseas, tosió y vomitó un jugo amargo y sanguinolento. Acomodó su cuerpo para recibir más aire, porque sentía que le faltaba, se quedó boca arriba. Todavía no anochecía. Si cerraba los ojos sentía que todo le daba vueltas así que trato de mantenerlos abiertos.
A medio metro de él había una pared, se fue arrastrando lentamente, en tensión, esperando que alguno lo pateara o le pegara con algo. Pero no ocurrió.
Es extraño como una pared desnuda nos puede parecer un refugio, aún en el infierno.
Cuando llegó a la pared, apoyó primero el hombro y desde allí miro de reojo a su alrededor, a la derecha había una habitación con una puerta ancha, por allí entraban y salían policías constantemente, lo miraban pero no decían nada, a la izquierda había una pared y unas ventanas cerradas. Por detrás de esa pared había ruido de tránsito, calculó que por allí lo habían traído.
Al pié de la pared había una pequeña construcción que él pensó que sería una cabina de gas.
Lentamente fue cayendo la noche. Y seguía ahí, los policías cumplían con su rutina sin ocuparse de él, algunos se detenían a mirarlo y hacían gestos o movían la cabeza como apenados, quizás algunos sentían compasión, pero ninguno lo ayudaba o le dirigía la palabra. A uno que pasaba y se detuvo un instante le dijo:
—Agua.
El hombre movió la cabeza negativamente y siguió su camino.
Recordó la amenaza de los tipos de civil y se preparó para lo peor.
Primero trató de acomodarse un poco, la mala posición le dolía más que los golpes, pero al moverse, todo el cuerpo fue un dolor vivo.
Se esforzó por no gritar pero no pudo evitar un gemido, inmediatamente apareció un policía que lo observó sin decir nada.
Con mucho dolor acomodó su espalda contra la pared. El policía encendió un cigarrillo y se mantuvo en su lugar. Terminó de acomodarse y quedó sentado en el piso con la espalda apoyada contra la pared. Se sintió mejor. Sabía que no debía mirar a nadie porque reconocer a alguien podría costarle la vida, pero igual lo hacía, aunque disimuladamente.
El policía entro a la habitación de la izquierda.
Se quedó solo y más tranquilo, empezó a considerar su situación. El patio estaba totalmente iluminado y el lugar lleno de policías. Él estaba herido y encadenado. Fugarse era imposible.
Aquello era una comisaría, eso era evidente… Y era bueno.
Significaba que estaba detenido legalmente, pero el hecho de que los policías lo trataran como si ya estuviera muerto podría significar que lo iban a matar, aunque a lo mejor, y esto era lo más seguro, tuvieran orden de actuar así para darle más miedo y ablandarlo para la tortura.
A pesar del dolor y del miedo, su mente trabajaba febrilmente, (repasaba) pensaba:
—A mí me detuvieron delante de testigos y me trajeron en un auto identificado, yo no lo vi. Pero los patrulleros tienen un número y alguien lo pudo haber tomado, tal vez Horacio, entonces no me van a matar, (se esperanzaba) torturar seguro. ¿Pero por qué me trajeron? ¿Por qué no a Horacio también? Entonces ellos no saben que militamos juntos. (Decidía) No tengo que hablar de Horacio. Entonces estoy aquí porque alguien me canto en la tortura. ¿Pero quién, qué compañero habrá caído? (especulaba)
Dicen que la tortura se aguanta. Ho Chi Min dice que esto es la escuela de los revolucionarios… Pero si cayó un compañero y me cantó a mi ¿Por qué no lo cantó a Horacio si siempre andamos juntos? Entonces no me cantó nadie, al menos nadie que conozca mi actividad actual. Tengo que negar todo y decir que no sé nada de política, a lo mejor me canto algún conocido de otros tiempos y dio mi nombre entre otros o a lo mejor estaba mi nombre en alguna agenda.
Ningún revolucionario tendría una agenda, si mi nombre estaba en una agenda quiere decir que el que cayó es más inocente que yo.
A lo mejor lo torturaron y no aguantó y empezó a tirar nombres y entre ellos el mío. Tengo que mantener mi inocencia aunque parezca que me van a matar. Mientras te torturan no te matan, necesitan que hables. Después sí.
Pero… ¿Podré aguantar? Esa era su mayor preocupación.
En las reuniones se decía que sí, que se podía. Cierta vez había conocido a un compañero del sindicalismo combativo y él decía que se podía, que convenía exagerar el dolor y gritar y suplicar porque eso les gusta a los torturadores, también convenía rezar, eso los descolocaba porque ellos pensaban que nosotros éramos todos comunistas ateos o anticristo.
Mientras tanto el tiempo iba pasando y se le fue enfriando el cuerpo. No había forma de acomodarse porque le dolía todo: las costillas, la cabeza, el estómago y sufría mucho al respirar. Tenía gusto a sangre en la boca y le dolían muchísimo las muñecas a causa de las esposas, sentía que las tenía en carne viva y no podía ni mover un dedo porque el dolor era insoportable y era así porque el metal había cortado la piel y se introducía en su carne. Además estaba la mordida del tipo cuando se aferró al caño de la parada del colectivo.
Por suerte, los policías de guardia no le prestaban mucha atención así que podía mínimamente acomodar su cuerpo y escupir la sangre sobre su camisa, y pensar…
Las ideas pasaban a mil, pensaba –por ejemplo– ya es noche cerrada y a mí me trajeron entre las seis y las siete de la tarde, han pasado por lo menos cuatro horas y todavía no me interrogaron, me pegaron y me lastimaron pero todavía no me torturaron, esto es un castigo, una paliza. Pero no me interrogaron. El tiempo juega a mi favor. Mis compañeros se estarán moviendo, alguien presentara un habeas corpus, denunciara mi detención…a lo mejor no me torturan.
O pensaba: Mi mama me está esperando, estará preocupada. Pobre, ella sabe que yo milito, pero ni se imagina los riesgos que corro, y entonces la mente viajaba hasta su casa y la veía en la puerta con su hermanita, mirando preocupada hacia la ruta o llorando con la olla de comida sin tocar, inútilmente sobre la mesa.
Estos pensamientos le dolían más que las heridas y trataba de sacarlos de su mente, seguramente el tío Ho reprobaría esta debilidad.
También pensaba, lo importante es saber que saben ellos. Y resistir.
Cerca de la medianoche aumentó la actividad en la comisaría, al principio creyó que traerían más detenidos o que pasaba algo relativo a su situación. Pero por los comentarios que oía, solamente se trataba del cambio de guardia, piernas con ropa de civil salían apresuradamente y alguno le gritó a otro que se apurase que se iba el último tren.
¡Qué angustia le agarró! ¡Todos se iban y él se quedaba allí! Era como que a estos ya los conocía aunque no los había visto más que de reojo y ellos no hicieron nada por él ¿Qué pasaría ahora?
No tuvo que esperar mucho tiempo para saberlo.
Cuando la actividad fue amainando y volvió al nivel que ya conocía, es decir, tirado en el piso y la gente a su alrededor haciendo cualquier cosa que hicieran, oyó venir hacia él unos pasos firmes, pesados.
Por el rabillo del ojo pudo ver que un hombre calzado con borceguíes se detenía enfrente de él, estuvo allí golpeando con la puntera del zapato sobre las baldosas, la puntera era de metal.
Como no levantó la vista le dio una suave patada en el tobillo, el golpe seco del metal sobre el hueso le hizo dar un grito.
Levantate maricón– le dijo. Hubo risitas, el hombre no estaba solo.
Tratando de aguantar el dolor intento mover el cuerpo, pero fue imposible. Estaba acalambrado y con las manos atadas en la espalda no podía moverse. Recibió otro golpe, más fuerte. Flexionando la rodilla y apoyando la espalda contra la pared volvió a hacer el intento, pero se cayó de costado.
Lo levantaron de los pelos, el de los borceguíes, un policía uniformado, puso su cara contra la suya, tenía olor a vino podrido. Sintió asco.
Le dijo– mirame bien, hijo’e puta yo te voy a hacer cantar a vos.
Lo miró bien. Era un tipo de unos treinta años, delgado, morocho, con un bigote finito prolijamente cuidado, ojos achinados, acento del litoral. Había tres más, todos de uniforme y bastante jóvenes. El tipo era el jefe.
Lo llevaron en vilo a la habitación de la izquierda, que resultó ser una cocina y a la vez la sala de guardia. Lo pararon contra la pared, de frente a él, sujetado por dos policías uno a cada lado. Un tercer policía le quito la ropa, el pantalón, los calzoncillos y los zapatos, la camisa no porque no pudieron o no quisieron quitarle las esposas. Otro lo miraba risueño, mientras tomaba mate.
Este parecía estar muy contento con lo que estaba ocurriendo, era un muchacho un poco más grande que él, rubio, de cara redonda, de facciones agradables, tenía una risa contagiosa, cuando el reía los otros le hacían coro. El correntino – se le puso en la cabeza que era correntino– permanecía con los brazos cruzados frente a él, se dio cuenta que quería exhibirle sus insignias.
Era sargento. Reconoció las tiras porque eran iguales a las del sargento Arias, un vecino de su cuadra, que estaba en la federal.
A don Arias le gustaba andar de uniforme y como decía él, hacerse respetar. Los vecinos lo apreciaban.
Igual, a esa altura del partido, la sociedad estaba tan militarizada que cualquier uniformado se creía un gran jefe.
El sargento empezó con su discurso
—Mejor que hables porque si no te voy a reventar ¿Bó só zurdo?
—No señor
—¿Y en que andas?
—No ando en nada señor, yo trabajo
—Ah, só subversivo bó!
—No señor, yo no soy nada.
—¡Ahora vas a ver!
—Abrió un cajón que había debajo de la mesa y saco una cuchilla de carnicero.
—¡Ahora vas a ver! – dijo, y apoyó el cuchillo sobre la llama de la cocina que estaba encendida.
El sargento lo miraba fijo como queriendo ver algo dentro suyo, él desvió la mirada, el que tomaba mate sonreía como un imbécil. Pensó que era un imbécil.
Cuando el cuchillo estuvo al rojo vivo, el sargento lo agarró por la empuñadura, le sonrió burlonamente y le hizo una seña a los que lo sujetaban, estos le pusieron la cara contra la pared y el sargento volvió a decir:
—¡Ahora vas a ver, te voy a quemar el culo! – y se fue acercando con el cuchillo humeante.
El empezó a forcejear, trataba de correr el cuerpo, se unió el tercer tipo, el sonriente, su cara quedó aprisionada contra la pared pero él movió la cabeza y se encontró con la cara del correntino que, con una sonrisa de dientes podridos, le volvió a decir.
—¡Ahora vas a ver!
Cuando apoyó el hierro sobre su nalga, lanzo un grito que lo sorprendió a si mismo y a la vez su cuerpo reaccionó con tanta violencia que logró soltarse de los policías y apoyar su espalda contra la pared, ellos, a su alrededor, se reían a carcajadas, uno hasta se agarraba la panza, el correntino parado frente a él lo miraba socarronamente y mostraba dos cuchillos, uno el caliente, humeante y el otro, que él no había visto, frío.
Tardó unos instantes en darse cuenta del chiste. Le habían apoyado el cuchillo frío.
No lo habían quemado, pero su mente transmitió el mismo dolor que si lo hubieran hecho. Se le aflojó el esfínter, les ensució toda la cocina y ahí el sonriente lo sacudió de los pelos y gritándole toda clase de insultos lo llevó arrastrando otra vez al patio.
Allí lo dejaron tirado mientras ellos discutían, al rato uno de ellos le arrojó un baldazo de agua y enseguida el sargento le quitó las esposas y le dijo:
—¡Vas a limpiar toda la mierda o te la voy a hacer comer! Como no podía levantarse solo, le arrojaron otro baldazo de agua, eso lo reanimó y pudo pararse. De un brazo lo llevaron adentro y lo pusieron enfrente de lo que había hecho.
—¿Con qué limpio?– les preguntó. Dudaron un poco.
—Con la camisa – dijo el sargento.
Desnudo, de rodillas en el suelo trató de juntar todo lo que pudo con su camisa. Esa camisa era su orgullo, había ahorrado para comprársela, era de una tela que se lavaba y no precisaba plancha, era cara, pero ideal para él porque a veces, entre la fábrica y las reuniones o las manifestaciones no tenía tiempo de cambiarse de ropa y entonces al otro día a la mañana, la lavaba en la pileta del trabajo, se ponía la ropa de laburo y para la tarde ya la tenía lista para usarla de nuevo.
