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Viajes por España. Pedro Antonio de Alarcón Fragmento de la obra "Una visita al Monasterio de Yuste I Si sois algo jinete (condición sine qua non); si contáis además con cuatro días y treinta duros de sobra, y tenéis, por último, en Navalmoral de la Mata algún conocido que os proporcione caballo y guía, podéis hacer facilísimamente un viaje de primer orden —que os ofrecerá reunidos los múltiples goces de una exploración geográfico-pintoresca, el grave interés de una excursión historial y artística, y la religiosa complacencia de aquellas romerías verdaderamente patrióticas que, como todo deber cumplido, ufanan y alegran el alma de los que todavía respetan algo sobre la tierra… Podéis, en suma, visitar el Monasterio de Yuste. Para ello… (suponemos que estáis en Madrid) empezaréis por tomar un billete, de berlina o de interior, hasta Navalmoral de la Mata, en la "Diligencia de Cáceres" —que sale diariamente de la calle del Correo de ésta que fue corte, a las siete y media de la tarde.
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Seitenzahl: 316
Veröffentlichungsjahr: 2019
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Pedro Antonio de Alarcón
Viajes por España
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Créditos
Título original: Viajes por España.
© 2024, Red ediciones S.L.
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN tapa dura: 978-84-1126-384-9.
ISBN rústica: 978-84-9816-386-5.
ISBN ebook: 978-84-9897-091-3.
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar, escanear o hacer copias digitales de algún fragmento de esta obra.
Sumario
Créditos 4
Brevísima presentación 9
La vida 9
Al señor don Mariano Vázquez 11
Una visita al Monasterio de Yuste 13
I 13
II 20
III 32
IV 40
Dos días en Salamanca 48
I. Discurso preliminar 48
II. De Madrid a Medina del Campo 52
III. En Medina del campo 54
IV. De Medina del Campo a Salamanca 56
V. Entrada en la ciudad. La calle de Zamora 59
VI. La plaza mayor. El corrillo de la hierba 62
VII. La Casa de las Conchas. Iglesias y Colegio de la Compañía de Jesús. Más iglesias y palacios 65
VIII. La Plaza de las Verduras. La frontera de Portugal. El rey de los Tíos. Un traje de charra. La Calle de la Rúa. La Universidad 73
IX. Las Dos Catedrales. El Convento de Santo Domingo. El Tormes. La Arcadia Salmantina. Una visita a la antigua Española 84
X. Barrios arruinados. El Colegio del arzobispo. Los estudiantes irlandeses. El Palacio de Monterrey. La casa de las muertes. El Convento de las Agustinas. Un cuadro de Rivera 96
XI. Último paseo. La Casa de la Salina. Doña Marta la Brava. La Torre del Clavero. Recapitulación 104
La Granadina 112
Capítulo I. La granadina como andaluza 115
Axioma 116
Capítulo II. Moros y cristianos 118
Axioma 118
Capítulo III. Triunfan los cristianos 120
Axioma 120
Capítulo IV. La granadina en el hogar doméstico 123
Axioma 123
Axioma 124
Axioma hasta cierto punto 125
Otro axioma 126
Nuevos axiomas 126
Capítulo V. Galería de granadinas 129
Axioma 133
Capítulo VI. La Emparedada 140
Capítulo VII. Conclusión y resumen 148
De Madrid a Santander 149
I 149
II 150
III 152
IV 153
V 155
VI 156
VII. Estreno de un ferrocarril. Catástrofe 159
Mi primer viaje a Toledo 162
El eclipse de Sol de 1860 167
Cuadro general de mis viajes por España 173
I. Explicación previa 173
II. Índice cronológico 174
Libros a la carta 187
Brevísima presentación
La vida
Alarcón, Pedro Antonio de (Guadix, Granada, 1833-Madrid, 1891). España.
Hizo periodismo y literatura. Su actividad antimonárquica lo llevó a participar en el grupo revolucionario granadino «la cuerda floja».
Intervino en un levantamiento liberal en Vicálvaro, en 1854, y —además de distribuir armas entre la población y ocupar el Ayuntamiento y la Capitanía general— fundó el periódico La Redención, con una actitud hostil al clero y al ejército. Tras el fracaso del levantamiento, se fue a Madrid y dirigió El Látigo, periódico de carácter satírico que se distinguió por sus ataques a la reina Isabel II.
Sus convicciones republicanas lo implicaron en un duelo que trastornó su vida, desde entonces adoptó posiciones conservadoras.
Al señor don Mariano Vázquez
Maestro de música, individuo de número de la Real Academia de Bellas Artes, comendador de la Real y Distinguida Orden de Carlos III, y de número de la de Isabel la Católica.
Mi muy querido Mariano: Juntos hemos hecho, no solo algunos de los viajes que menciono en la presente obra, como el de Madrid a Toledo y el de El Escorial a Ávila, sino también el muy y más importante de la adolescencia hasta la vejez, pasando por los desiertos de la ambición...
Saliste tú de aquella metódica y bendita casa de la calle de Recogidas de Granada, en donde, puedo decir que sin maestro, aprendiste a interpretar las sublimes creaciones del Haydn español, o sea del maestro Palacios, del colosal Beethoven, del profundo Weber, del apasionado Schubert y de otros grandes compositores casi desconocidos entonces en nuestra Península; y salí yo de mi seminario eclesiástico de Guadix (fundado sobre las ruinas de un palacio moro), llevando en pugna dentro de mi agitado cerebro a santo Tomás y a Rousseau, a Job y a lord Byron, a fray Luis de León y a Balzac, a Savonarola y a Aben-Humeya...
Nuestro encuentro, hoy mismo hace treinta años, fue en la Alhambra... Allí estaban ya reunidos, soñando también con la gloria, los demás que de cerca o de lejos habían de acompañarnos en la peregrinación. Fernández Jiménez, Moreno Nieto, Castro y Serrano, Manuel del Palacio, tu pobre hermano Pepe, Antonio de la Cruz, Salvador de Salvador, Pérez Cossío, Soler, Pepe Luque, Moreno González, Pineda, e tanti altri, hoy ya viejos o muertos, levantaron el vuelo con nosotros o como nosotros, desde aquella deliciosa mansión, en que habíamos formado la célebre sociedad de La Cuerda, hasta las ingratas orillas del Manzanares, donde algunos seguimos viviendo juntos dos años más, bajo la denominación de Colonia Granadina... ¡Calle del Mesón de Paredes! ¡calle de los Caños! ¡fonda del Carmen, que ya no existes! ¡ventorrillos, ventas y posadas, en que tan pobre y alegremente pernoctamos durante nuestras primeras etapas por el mundo de las Letras, de las Artes, de las Ciencias o de la Política!... ¿Quién os dijera que muchos de aquellos locos mozuelos que tan dificultosamente pagaban el gasto diario y tan alborotada traían la vecindad, habían de convertirse en estas graves personas que hoy se complacen en recordar, como inverosímiles leyendas, o cual si refiriesen travesuras de sus propios hijos, aquellas graciosas cuanto inocentes calaveradas, no reñidas con el más asiduo y heroico trabajo?
En Dios y mi ánima te juro, reduciéndome a hablar de ti, Mariano mío, que cuando, hace poca tiempo, te veía dirigir con universal aplauso la orquesta del teatro Real, de donde mengua es de España que estés alijado y donde no has sido sustituido ni lo serás nunca; cuando escuchaba a insignes artistas nacionales y extranjeros ensalzar tu nombre sobre el de todos los que habían ocupado aquel verdadero trono de la Música, me regocijaba tu gloria cual si fuera mía, o por lo menos, de toda la Colonia Granadina, de 1854 a 1856, y que igual placer y ufanía siento cada vez que asisto a los grandes triunfos que sigues alcanzando como Director de la sabia Sociedad de Conciertos, admiración de propios y extraños...
Todas estas cosas, que nunca te he dicho privadamente, tenía ganas de decirte en público, y por eso y para eso te dedico este libro, en que varias veces te nombro y en que figuras como actor y parte. Mucho lamento no haber podido escribir en él nuestras visitas a Toledo y a Ávila tan extensamente como algunas otras de mis expediciones artísticas o poéticas; pero tú suplirás con tu buena memoria lo que yo omita al hacer mención de aquéllas, y volverás a reírte homéricamente al recordar al Tío Tereso de Toledo y al cicerone que solo tenía empeño en que viéramos la campana gorda de la Catedral, o bien cuando te representes en la imaginación aquella mañana deleitosísima en que, con tu hermano Paco, salimos a esperar a los arrieros que llevan de El Barco de Ávila a la estación de Ávila la rica uva que tanto se estima en Madrid, y nos comimos no sé cuántas libras por cabeza, al otro lado de la ciudad, recostados en una romancesca muralla de color de naranja marchita, dando cara a un paisaje verde y pedregoso, más activos y descuidados que a la presente, y con mucho, muchísimo menos luto en el alma...
Adiós, Mariano. Recibe con indulgencia este libro, y recibe también un abrazo fraternal de tu paisano, amigo y compañero de viaje,
Pedro
Madrid, 18 de enero de 1883
Una visita al Monasterio de Yuste
I
Si sois algo jinete (condición sine qua non); si contáis además con cuatro días y treinta duros de sobra, y tenéis, por último, en Navalmoral de la Mata algún conocido que os proporcione caballo y guía, podéis hacer facilísimamente un viaje de primer orden —que os ofrecerá reunidos los múltiples goces de una exploración geográfico-pintoresca, el grave interés de una excursión historial y artística, y la religiosa complacencia de aquellas romerías verdaderamente patrióticas que, como todo deber cumplido, ufanan y alegran el alma de los que todavía respetan algo sobre la tierra... Podéis, en suma, visitar el Monasterio de Yuste.
Para ello... (suponemos que estáis en Madrid) empezaréis por tomar un billete, de berlina o de interior, hasta Navalmoral de la Mata, en la «Diligencia de Cáceres» —que sale diariamente de la calle del Correo de ésta que fue corte, a las siete y media de la tarde.
La carretera es buena por lo general, y en ningún paraje peligrosa. Pasaréis sucesivamente por la Dehesa de los Carabancheles, donde los Artilleros tenían establecida su muy notable Escuela práctica —por las Ventas de Alcorcón y por Alcorcón mismo, que es como si dijéramos por el Sèvres de los actuales madrileños—; por Móstoles, donde os acordaréis de su órgano y de su célebre alcalde del año de 1808; por Navalcarnero, uno de los principales lagares que surten de peleón a Madrid; por Valmojado, que nada tiene de mojado ni de valle, pues ocupa un terreno muy alto y arcilloso; por Santa Cruz del Retamar, abundante en fiebres intermitentes y en carbones; por Maqueda, todavía monumental hoy, cuanto poderosa en la antigüedad romana y en tiempos de nuestra doña Berenguela —y, en fin, por Santa Olalla, patria del historiador Alvar Gómez de Castro y del predicador Cristóbal Fonseca, ambos insignes varones y literatos—; con lo cual, al amanecer (dado que viajéis, como os lo aconsejamos, en primavera o en otoño), os encontraréis en Talavera de la Reina, confirmada (supongo) recientemente con el nombre de Talavera de la República federal.
Dicho se está que en todo este trayecto no habéis visto casi nada, a causa de la oscuridad de la noche y de haber ido proveyéndoos de sueño, o bien de dormición o dormimiento (como se decía antaño, para evitar confusiones entre la gana y el acto de dormir), y en ello habréis hecho perfectamente, pues no os esperan grandes hôteles, que digamos, en toda vuestra romería; —pero al llegar a Talavera, donde se detiene el coche una hora y se toma chocolate, despertaréis, sin duda alguna, y podréis ver al paso muchas y muy buenas cosas...
Por ahorraros gastos, no presuponemos que caéis en la tentación de pasar todo un día en aquella ilustre villa, cuna del ínclito Padre Mariana; rica de monumentos arquitectónicos; emporio de los opimos frutos y frutas de todo el país que vais a recorrer; renombrada por sus barros cocidos, que os indemnizan del bochorno cerámico que pasasteis en Alcorcón, y vecina del memorable campo de batalla en que españoles e ingleses dimos tan buena cuenta de José Napoleón, de Sebastiani, de Víctor y de otros generales del Imperio, con más de 50.000 soldados vencedores de Europa... En otro caso vierais allí, además de las murallas, y la catedral, y los conventos, y los palacios, los celebérrimos jardines y alamedas que forman un paseo público a la orilla del noble Tajo... Pero ¡nada!, vosotros vais a Yuste exclusivamente, y no podéis deteneros en parte alguna...
Montaréis, pues, de nuevo en la Diligencia, y dejando a la izquierda el gran río y viendo siempre a la derecha la cadena del Guadarrama (que, con el nombre de Sierra de Gredos y otros, se extiende hasta Portugal), continuaréis vuestro camino y cruzaréis por delante de la imponente villa de Oropesa, de aspecto feudal, coronada por su viejo castillo y presidida por el magnífico palacio de los antiguos condes de Oropesa, hoy duques de Frías... Como sabéis adónde vais, no dejaréis seguramente de saludar agradecidos aquella villa, ni de pensar con reverencia en los mencionados condes, cuyos recuerdos habéis de encontrar íntimamente ligados con los del Monasterio de Yuste; y cumplida esta obligación, pasaréis por la Calzada de Oropesa, último pueblo de la provincia de Toledo; entraréis poco después en Extremadura, y, en fin, a eso de las doce del día os hallaréis en Navalmoral de la Mata.
En aquella importante villa, perteneciente ya a la provincia de Cáceres, cabeza de partido judicial y distante de Madrid 172 kilómetros, es donde os esperan el caballo y el guía. Dejaréis, por tanto, seguir a la Diligencia su rumbo al Sudoeste, y vosotros tomaréis el sendero que preferían siempre los condes de Oropesa para dirigirse a Yuste desde su mencionada villa señorial, ora cuando el famoso Garci-Álvarez iba, a principios del siglo XV, a proteger la fundación del Monasterio, ora cuando un descendiente suyo acudía, ciento cincuenta años después, a visitar a Carlos V o a asistir a sus exequias. Es decir, que os encaminaréis al lugarcillo de Talayuela (12 kilómetros); pasaréis por la barca del mismo nombre el caudaloso Tiétar, tan desprovisto de puentes; entraréis en la célebre Vera de Plasencia, y por Robledillo de la Vera, iréis a hacer noche a Jarandilla.
De este modo, habiendo andado unas diecisiete horas en coche y cosa de seis leguas a caballo, os hallaréis a las veinticuatro horas de haber salido de Madrid, a legua y media de Yuste, en una villa importante (Jarandilla es cabeza de otro partido judicial), perteneciente también a los Estados de Oropesa o Frías, cuyo palacio o casa solariega albergó algunos meses al nieto de los Reyes Católicos mientras acababan de disponerle sus habitaciones en el convento.
Nosotros os dejamos ahora allí —donde creemos no os falte la necesaria industria para buscar la posada, cenar, acostaros y trasladaros a la mañana siguiente, muy tempranito, al lugar de Quacos, distante de Yuste un cuarto de legua, y donde vive el administrador del señor marqués de Miravel, actual dueño del Monasterio (administrador que es muy amable y que os acompañará en vuestra visita, u os proporcionará los medios de que lo veáis todo a vuestro sabor); nosotros os dejamos en Jarandilla, repetimos, y, retrocediendo a las orillas del Tiétar, vamos a exponeros cómo y por dónde llevamos a cabo, por nuestra parte, hace poco tiempo, y arrancando de otro lugar, esta misma excursión al célebre retiro del que fue dueño del mundo.
Cinco kilómetros más abajo de Talayuela, o sea de su barca, hay una hermosa finca, denominada el Baldío, situada en majestuosa, pero muy alegre soledad.
El Baldío forma una especie de anfiteatro sobre el Tiétar, que es su límite al Norte. En medio de este anfiteatro se eleva el caserío, teniendo al Sur un soberbio pinar y a los lados extensos bosques de robles o de encinas. Por las ventanas de todas sus habitaciones, que dan al septentrión, se descubre: primero, una faja de vega, de un kilómetro de ancho, que va a morir en el río; luego el mismo río, orlado de pomposas arboledas, y, a su otra margen, un segundo anfiteatro, que es la Vera de Plasencia, y que termina en las perpetuas nieves de las Sierras de Jaranda y de Gredos.
Las ventanas del Baldío dan, pues, frente al Monasterio de Yuste, escondido en una leve ondulación de la falda meridional de la Sierra de Jaranda, pero cuya situación y cercanías se divisan perfectamente. Es decir, que el Baldío y Yuste tienen un mismo horizonte y están incluidos en la misma cuenca general del terreno, por cuyo fondo corre mansamente el Tiétar, navegable en aquella región, y tan grandioso y opulento como el propio Tajo, a quien poco después rinde vasallaje.
Tres leguas escasas (dos a vuelo de pájaro) dista Yuste del Baldío, y nosotros, que residíamos accidentalmente en este último paraje, llevábamos muchos días de contemplar a todas horas aquel otro solitario lugar, encerrado entre una gran sierra y un gran río, sin más comunicación con el mundo que unas poco frecuentadas veredas, y donde había pasado los últimos dos años de su vida aquel que llenó el universo con su nombre y sus hazañas, y cuyos dominios no dejaba nunca de alumbrar el Sol.
Un porfiado temporal había ido retrasando la visita que desde que llegamos al Baldío nos propusimos hacer a Yuste, hasta que al fin serenóse el tiempo, y el día 3 de mayo (del presente año de 1873) montamos a caballo; pasamos el Tiétar por otra barca, propiedad de nuestro amable y querido huésped, penetramos en la Vera de Plasencia, y nos dirigimos al insigne Monasterio por el camino de Jaraiz.
Ninguna estación más a propósito para apreciar y admirar todos los encantos de la famosísima Vera, país de la fertilidad y de la incomunicación; especie de Alpujarra chica, en que el río hace las veces del mar, y Sierra de Jaranda y Sierra de Gredos suplen por la colosal Sierra Nevada.
La primavera estaba en todo su esplendor. Primero caminamos por magníficas dehesas, sobre una llanísima alfombra de verdura y bajo un dosel de magníficos robles, encinas, fresnos, sauces y almeces, a través de cuyos severos troncos penetraba horizontalmente el alegre Sol de la mañana. Después salimos a un monte cubierto de jarales floridos, cuyas blancas flores eran tantas, que parecía que el monte estaba nevado. Luego pasamos el hondo río Jaranda, por el tosco, sabio y gracioso Puente de la Calva, y principiamos la ascensión a Jaraiz, risueña y populosa villa, por cuyos arrabales desfilamos a eso de las ocho.
Estábamos a una legua de Yuste. Esta legua recorre un país abrupto, selvático, atroz; pero pintoresco a sumo grado Hay sobre todo un paraje, llamado la Garganta de Pelotache, que es digno de los honores del pincel y de la fotografía. Allí se despeña rapidísimo un espumoso río por planos inclinados de formidables rocas, sobre las cuales se eleva a extraordinaria altura cierto viejo y gastado puente de tablas, atravesando el cual no puede uno menos de encomendar el alma a Dios. Las orillas de esta semicatarata son de una rudeza y amenidad imponderables, así como es muy celebrada, y ciertamente fresquísima y muy delgada y gustosa, el agua de la gran fuente que de una peña brota al otro lado de aquel abismo.
Pasada la Garganta de Pelochate, podíamos escoger dos senderos para llegar a Yuste: el uno va por Quacos, lugarcillo de 300 vecinos, que, como hemos apuntado, dista un cuarto de legua del Monasterio; el otro... no existe verdaderamente, sino que lo abre cada viajero por donde mejor se le antoja, caminando a campo travieso...
Nosotros escogimos este último, a pesar de todos sus inconvenientes. Una aversión invencible, una profunda repugnancia, una antipatía que rayaba más en fastidio que en odio, nos hacía evitar el paso por Quacos.
Y era que recordábamos haber leído que los habitantes de este lugar se complacieron en desobedecer, humillar y contradecir a Carlos V durante, su permanencia en Yuste, llegando al extremo de apoderarse de sus amadas vacas suizas, porque casualmente se habían metido a pastar en término del pueblo, y de interceptar y repartirse las truchas que iban destinadas a la mesa del emperador. Hay quien añade que un día apedrearon a don Juan de Austria (entonces niño), porque lo hallaron cogiendo cerezas en un árbol perteneciente al lugarejo...
Pero ¿qué más? ¡Aun hoy mismo, los hijos de Quacos, según nuestras noticias, se enorgullecen y ufanan de que sus mayores amargasen los últimos días del César, por lo que siguen tradicionalmente la costumbre de escarnecer el entusiasmo y devoción histórica que inspiran las ruinas de Yuste!...
Alguien extrañará que Carlos V no declarase la guerra a los habitantes de Quacos, pidiendo a su hijo Felipe II veinte arcabuceros que les ajustasen las cuentas... Pero ¡ah! el vencedor de Europa no había ido al convento en busca de guerra, sino de paz, y, por otra parte, si hubiese castigado a aquellos insolentes, el desacato y desamor de éstos se habrían hecho públicos y dado margen a mil comentarios en toda Europa. Los pequeños lo calculan muy bien todo cuando se atreven a insultar la misma grandeza a cuyos pies solían arrastrarse miserablemente... El emperador se hizo, pues, el desentendido, y devoró en silencio, como una penitencia, aquellas mortificaciones de su orgullo.
Conque decía que nosotros anduvimos a campo travieso la última media legua que nos separaba de Yuste. Pronto nos sirvió de guía el propio Convento, que vimos aparecer allá a lo lejos, al pie de una árida ladera de Sierra de Jaranda, que lo defiende de los vientos del Norte. Por la parte del Sur lo resguarda también de las miradas del mundo cierta suave colina, que forma con la dicha sierra una especie de vallecejo o cañada, cuya máxima longitud descubríamos nosotros sin dificultad, por ir entonces marchando de Poniente a Levante.
El aspecto del Monasterio, a aquella distancia, realizaba completamente el poético ideal que nos habíamos formado de él desde niños, y que hace veinte años nos sugirió algunas páginas tituladas: Dos retratos. Cercado de robles y sombreado más intensamente a la parte del Sur por una verde cortina de corpulentos, piramidales olmos, aquel antiguo refugio de los desengañados de la tierra parecía como un oasis en medio del desierto, como una isla en un océano tormentoso. Tan rica vegetación, tanta lujosa verdura, tan abrigada soledad y las austeras líneas de la Santa Casa que destacaba su mole, de un color gris de hoja seca, sobre la oscuridad del ramaje, contrastaban dulcemente con el áspero y desordenado panorama que se veía en torno, con los esquivos montes, con las bruscas quebradas, con los rudos matorrales, con la misma pedregosa tierra que cruzábamos.
Finalmente, salimos al camino que vosotros tendríais que seguir para llegar a Yuste, esto es, al que desde el pobre Quacos sube al Monasterio...
O, por mejor decir, nosotros ya estábamos casi en el Monasterio mismo...
Una enorme cruz de piedra y una alta cerca o tapia de cenicientos peñones nos decía que allí principiaba la sagrada jurisdicción de Yuste.
Por aquel escabroso camino, en que solo nos restaba que andar algunos pasos, llegó Carlos V a su final retiro el día 3 de febrero de 1557, y por el propio sendero pasó su cadáver, después de haber yacido allí algunos años, para ir a continuar su sueño eterno en el panteón de El Escorial. Ya veremos más adelante cómo este sueño ha sido también turbado recientemente en el imperial sarcófago de san Lorenzo, y cómo nosotros llegamos, por nuestra parte, a profanar asimismo con la mirada, en pública y sacrílega exhibición, la momia del invicto César.
Detengámonos ahora a contemplar un inmenso Escudo de piedra que adorna la alta cerca de que hablamos antes. Él resume y compendia todo lo que hemos de ver y de pensar dentro de Yuste.
Aquel Escudo, abrigado por las poderosas alas del águila de dos cabezas y encerrado entre las dos columnas de Hércules, con la leyenda de Plus ultra, comprende en sus cuarteles las armas de todos los Estados del augusto Monje. De estas armas resulta que el hombre que fue allí a abreviar voluntariamente su vida y a anticipar su muerte, acababa de ser en el mundo: «Emperador de los romanos, rey de Alemania, de Castilla, de León, de Aragón, de las dos Sicilias, de Jerusalén, de Hungría, de Dalmacia, de Navarra, de Granada, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de Sevilla, de Mallorca, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, de los Algarbes, de Algeciras, de Gibraltar, de las islas de Canaria, de las Indias, Islas y Tierra Firme del mar Océano; Archiduque de Austria, duque de Borgoña, de Brabante, de Loteringia, de Corincia, de Carmola, de Luzaburque, de Luzemburque, de Gueldres, de Athenas y Neopatria; conde de Brisna, de Flandes, del Tirol, de Abspurque, de Artoes y de Borgoña; Palatino de Nao, de Holanda, de Zelanda, de Ferut, de Fribuque, de Amuque, de Rosellón de Aufania; L’antzgrave de Alsacia; marqués de Borgoña y del Sacro Romano Imperio, de Oristán y de Gociano; Príncipe de Cataluña y de Suevi; Señor de Frisa, y de la Marca, y de Labomo, de Puerta; Señor de Vizcaya, de Molina, de Salinas, de Trípol, etc.
Encima del Escudo hay un Medallón con un busto de san Jerónimo en alto relieve.
Debajo del Escudo se lee esta Inscripción, casi borrada por la acción del tiempo sobre la mala calidad de la piedra:
En esta santa casa de san Jerónimo se retiró a acabar su vida el que toda la gastó en defensa de la Fe y conservación de la Justicia, Carlos V, emperador, rey de las Españas, cristianísimo, invictísimo. Murió a 21 de septiembre de 1558.
Acerca de esta misma vida, gastada toda efectivamente en una perpetua campaña, ocúrrenos copiar aquí algunas palabras del discurso en que Carlos V abdicó en su hijo los Estados de Flandes, pocos meses antes de retirarse a Yuste.
«Nueve veces (dijo, a fin de justificar ante su corte el cansancio y los achaques en que fundaba su determinación), nueve veces fui a Alemania la Alta, seis he pasado en España, siete en Italia, diez he venido aquí, a Flandes, cuatro, en tiempo de paz y guerra, he entrado en Francia, dos en Inglaterra, otras dos fui contra África, las cuales todas son cuarenta, sin otros caminos de menos cuenta que por visitar mis tierras tengo hechos. Y para esto he navegado ocho veces el mar Mediterráneo y tres el Océano de España, y agora será la cuarta que volveré a pasarle para sepultarme...»
Pero nosotros no escribimos la historia de Carlos V, sino en todo caso la de Yuste. Bueno será, pues, que antes de penetrar en el Monasterio digamos todo lo que se sabe acerca de su fundación y rápido desarrollo hasta el momento en que representó tan importante papel en el mundo, así como respecto de su lamentable ruina.
II
El breve bosquejo que vamos a hacer de la historia del Monasterio de Yuste desde su fundación hasta los tiempos presentes, no supone de nuestra parte prolijas investigaciones ni detenidos estudios. Significa tan solo que, cuando visitamos aquellas venerables ruinas, tuvimos la fortuna de que el celoso empleado que las custodia nos enseñase y nos permitiese extractar rápidamente un preciosísimo infolio manuscrito que guarda allí como oro en paño el señor marqués de Miravel, actual propietario de aquellos que llegaron a ser bienes nacionales.
Dicho manuscrito, que constituye un abultado tomo, pudiera llamarse la Crónica del Convento, y fue redactado por uno de los últimos religiosos que habitaron aquella soledad —por el padre fray Luis de Santa María—, quien se valió para ello del Libro de Fundación del Monasterio, de las Actas de profesión de sus individuos y de las Escrituras y Cuentas referentes a los pingües bienes que llegó a poseer la Comunidad.
Con este libro, y con las muchas noticias y apuntes que nos ha suministrado una persona muy estudiosa y versada en todo lo concerniente a la Vera de Plasencia —el señor don Félix Montero Moralejo— hemos tenido lo bastante para aprender en pocas horas cuanto puede saberse acerca de Yuste; como vosotros, lectores, podréis aprenderlo también en un momento, si nos prestáis vuestra benévola atención.
«En el año de 1402, sobre una de las colinas que se elevan al Norte del actual convento, alzábase una pequeña ermita, llamada del Salvador, a la cual iban anualmente, en alegre y devota romería, los pueblos comarcanos. Cerca de aquel modesto santuario había un rico manantial, conocido por la Fuente-Santa, nombre que debió a la catástrofe ocurrida a catorce obispos que, refugiados en la dicha ermita cuando la invasión de los árabes, fueron descubiertos por éstos y degollados bárbaramente sobre el cristalino manantial, rojo luego con la sangre de aquellos ilustres mártires.
»Sin duda alguna, a la celebridad de este acontecimiento y a la veneración en que los naturales de la Vera tenían la Ermita del Salvador, debióse que por entonces resolvieran trasladarse a ella y establecerse allí dos santos anacoretas que moraban hacía tiempo en la ermita de San Cristóbal de Palencia.
»Ello es que en una hermosa tarde del mes de junio de 1402 (la tradición así lo refiere), Pedro Brales o Brañes y Domingo Castellanos, con tosco sayal y larga barba, precedidos de un jumento, portador de escasos y pobres enseres, después de una jornada de siete leguas que dista la ciudad de Plasencia, llegaban al oscurecer al escabroso y elevado sitio que ocupaba la Ermita del Salvador, y, en ella instalados, continuaron, como en la de San Cristóbal, su vida cenobítica y penitente, a que se prestaba más y más aquel solitario sitio.
»Sin embargo, la considerable altura a que éste se encontraba, en la ladera misma de la sierra, y los augurios de algunas personas del inmediato pueblo de Quacos, hicieron pronto temer a los ermitaños que les fuera imposible habitar la Ermita del Salvador en la estación de las nieves y las aguas. Pero era tan majestuosa, por lo deleitable y absoluta, la soledad en que allí vivían, que de manera alguna quisieron abandonarla por completo, y a fin de evitar el peligro de helarse que podrían correr en las escarpadas rocas donde moraban, bajaron a inspeccionar las faldas de aquella misma sierra en busca de un paraje lo más próximo posible al Salvador, donde al abrigo de los elementos pudiesen continuar su vida de penitencia.
»Así llegaron a un escondido barranco, por en medio del cual corría el cristalino arroyo llamado Yuste, a cuyas orillas crecían algunos árboles, y donde toda la naturaleza se mostraba más benigna que en los alrededores. Parecióles aquel punto muy a propósito para establecerse, y, sentándose bajo un árbol a descansar de su largo reconocimiento, proyectaban ya bajar a Quacos al siguiente día a tratar de la adquisición de aquel terreno, cuando apareció por allí un hombre, que se les acercó afablemente y trabó conversación con ellos como si los conociera de toda la vida.
»Pronto supieron por sus explicaciones que era un vecino de Quacos, llamado Sancho Martín, propietario de todo aquel barranco, y que casualmente había subido aquella tarde a recorrerlo, cosa que no solía hacer. Enteróse por su parte el recién llegado campesino del deseo de ambos cenobitas, y en aquel mismo punto y hora hízoles donación del pedazo de terreno que necesitaban, asaz inculto por cierto; donación que se confirmó en 24 de agosto de aquel mismo año de 1402, ante el escribano Martín Fernández de Plasencia. Por eso el modesto labrador Sancho Martín ocupa el primer lugar en la Crónica de fray Luis de Santa María, entre los protectores del Monasterio de Yuste; lista en que más adelante figuran potentados y monarcas.
»Poco tiempo después se unieron a los dos citados cenobitas otros varios hombres piadosos que deseaban también consagrarse a una vida retirada y ascética, entre los cuales descollaron pronto Juan (de Robledillo) y Andrés (de Plasencia), cuyos apellidos no dicen las crónicas, designándolos únicamente con el de los pueblos en que nacieron, y todos juntos dedicáronse a construir sus celdas en el terreno donado por Sancho Martín, que es el que hoy ocupan la Panadería, la Casa del obispo y las Caballerizas. Aquellas celdas fueron al principio sumamente toscas y reducidas, cual convenía al objeto de los fundadores, quienes no dejaron de seguir cuidando también la Ermita del Salvador y de orar en ella diariamente.
»Cinco años de reposo, oración y penitencia pasaron allí aquellos solitarios; pero a fines de 1406 los oficiales de diezmos principiaron a fijar su atención en los Hermanos de la pobre vida, nombre que habían adoptado los anacoretas establecidos a la orilla del arroyo Yuste. Negábanse éstos a pagar la contribución que se les exigía, fundándose en la escasez de los productos de su huerta y artefactos, y, apremiados por los oficiales, acudieron a don Vicente Arias, obispo de Plasencia, para que los eximiese del diezmo. El Prelado denegó la solicitud, y ordenó que pagasen incontinenti todo lo que se les exigía.
»Atribulados cuanto sorprendidos los Hermanos de la pobre vida con tan acre e inesperada resolución, acordaron elevar al Papa Benedicto XIII una súplica pidiéndole autorización para erigir una capilla a san Pablo, primer ermitaño; y Juan de Robledillo y Andrés de Plasencia encargáronse de llevar a Roma la solicitud. Llegaron al fin éstos a la Ciudad Eterna, después de una larga y penosa marcha a pie y mendigando, y arrojáronse a los pies de Su Santidad, quien, no solo les concedió cuanto pedían, sino que por una Bula les otorgó campanillas, campana, cementerio y licencia para que celebrasen Misa en aquella soledad todos los ermitaños que fuesen sacerdotes. Esta concesión tuvo efecto en 1407.
»Extraordinario fue el júbilo que experimentaron y con que fueron recibidos en Yuste los dos animosos comisionados, los cuales, dos días después de su llegada, se presentaron con la Bula ante el obispo de Plasencia, a fin de que ordenase su ejecución. Pero el Prelado, creyéndose herido en su dignidad, cuando solo podía estarlo en su amor propio, por aquel triunfo de los humildes cenobitas, negó temerariamente su obediencia al mandato pontificio, y ordenó a cierto religioso llamado fray Hernando que pasase a Yuste y se incautase de los bienes de los ermitaños, despidiéndolos además de sus celdas. Así lo verificó el fraile, y los Hermanos de la pobre vida bajaron a Quacos, en donde la caridad pública les dio albergue y limosna.
»No se desalentaron los cenobitas, ni eran hombres fáciles de vencer los dos recién llegados de Roma. Muy por el contrario: estos infatigables varones, sin descansar de su larga y penosa peregrinación, encamináronse a Tordesillas, residencia entonces del infante don Fernando, hermano del rey de Castilla don Enrique III el Doliente, y le expusieron sus agravios, pidiéndole protección contra el obispo de Plasencia. Favorable acogida alcanzaron los dos comisionados en el ánimo de aquel ilustre Príncipe, quien comenzó, a fuer de prudente y morigerado, por entregarles una carta para el mismo prelado Arias, en que le suplicaba devolviese los bienes a los Hermanos de la pobre vida y les permitiera hacer uso de la concesión del Sumo Pontífice. Pero el que había desobedecido al sucesor de san Pedro, no reparó tampoco en desatender la respetuosa carta del hermano del rey, y los dos religiosos tornaron presto al lado del Infante con la noticia de que el obispo no había hecho caso alguno de su respetuosa cuanto respetable recomendación.
»Enojóse grandemente don Fernando, y maravillado de aquella tenaz rebeldía, al par que decidido a vencerla, entregó a los monjes una carta para don Lope de Mendoza, arzobispo de Compostela, de quien era sufragáneo el obispo Arias, encargándoles volviesen a darle cuenta de cómo los había recibido y de las disposiciones que había tomado. Partieron, pues, Juan de Robledillo y Andrés de Plasencia a Medina del Campo, punto en que residía el arzobispo, el cual, leído que hubo, con tanta indignación como asombro, la carta de don Fernando, ampliada con el relato de los dos humildes ermitaños, albergó cariñosamente a éstos en su propia posada, y cuando los vio repuestos de tan continuos viajes y sinsabores, dioles dos cartas, una de ellas para el rebelado obispo, en que, bajo santa obediencia y pena de excomunión, le ordenaba cumplir lo mandado por Su Santidad, y otra para Garci-Álvarez de Toledo, señor de Oropesa, rogándole se encargase de la ejecución de lo preceptuado por el Papa, a cuyo fin le autorizaba para que obligase al obispo Arias a devolver sus bienes a los Hermanos de la pobre vida.
»La fecha de estas dos cartas es de 10 de junio de 1409.
»Provistos de ellas, pasaron otra vez los dos religiosos a Tordesillas, y se las mostraron al infante don Fernando, el cual se complació mucho en leerlas y les dio otra para el mismo Garci-Álvarez, recomendándole vivamente el negocio que le había cometido el ilustre arzobispo de Compostela.
»Veraneaba a la sazón en su palacio señorial de Jarandilla el poderoso señor de Oropesa Garci-Álvarez, quien recibió a los dos cenobitas con extraordinaria benevolencia, y enterado de los escritos de que eran portadores, les manifestó que, siendo aquel día la festividad del Nacimiento de san Juan Bautista, dejaba para el siguiente el pasar a Yuste, adonde podían ellos marchar desde luego (Yuste dista de Jarandilla poco más de una legua, como ya hemos indicado), a decir a sus hermanos que se les haría cumplida justicia. Con esto, dirigiéronse ambos comisionados a Quacos, donde residía el resto de la Comunidad, caritativamente albergada por aquellos vecinos, entonces muy partidarios de todo lo que hacía relación con el naciente Monasterio de Yuste: y llegado que hubieron Plasencia y Robledillo al puente situado a la entrada del lugar, fueron recibidos por unos y otros con abrazos y fraternal regocijo; con lo que, siendo la hora de vísperas, trasladáronse todos a la iglesia a dar gracias al Señor por la victoria que les había concedido.
»En la mañana del siguiente día, 25 de junio, cuando apenas alboreaba, el señor de Oropesa y un su amigo de Trujillo, que veraneaba con él en Jarandilla, y cuyo nombre omiten las crónicas, caballeros en briosos corceles y seguidos de brillante comitiva, pasaron por Quacos con dirección a Yuste. El concejo y vecinos de aquel lugar, y, por supuesto, todos los despojados anacoretas, siguieron a pie al esclarecido magnate, entre grandes aclamaciones, y de este modo llegaron al Monasterio, donde permanecía fray Hernando como administrador o encargado del obispo de Plasencia.
»Aquel religioso intentó al principio eludir el cumplimiento de las órdenes que llevaba Garci-Álvarez; pero éste mostró tal energía y asustó de tal manera al fraile intruso (así le llama el libro del convento), que fray Hernando acabó por hacer entrega de todos los bienes de Yuste a los Hermanos de la pobre vida, a quienes donaron por su parte gruesas sumas el de Oropesa y el caballero trujillano, ofreciéndolos al despedirse constante protección para cuanto se les ocurriese en lo sucesivo.
»Pero de aquí en adelante todo fue ya favorable a la santa empresa de aquellos animosos solitarios. Desde luego pusiéronse bajo la vocación de san Jerónimo y protección de fray Velasco, prior de los Jerónimos de Guisando, hasta que en 1414 los vemos acudir a Guadalupe, asiento del Capítulo general de la Orden, solicitando ingresar en ella y ser reconocidos como verdadera comunidad. Algunas objeciones les pusieron los padres graves de Guadalupe, alegando que los Hermanos de la pobre vida carecían de las fincas o elementos necesarios para sostener con decoro la elevada Orden Jerónima; pero Juan de Robledillo y Andrés de Plasencia acudieron a su protector Garci-Álvarez, que por entonces residía en Oropesa, el cual montó enseguida a caballo y se presentó ante el Capítulo de Guadalupe, haciendo suya la solicitud de los anacoretas de Yuste. Reprodujeron los Jerónimos las razones de su anterior negativa, y oídas por el señor de Oropesa, exclamó sin vacilar: ‘Pues bien; hoy por mí, mañana por mis descendientes, me obligo a cubrir todas las necesidades del Monasterio de Yuste’.
»Ante esta arrogante y caballeresca donación, tan propia del sujeto que la hacía, el Capítulo declaró Jerónimos a los Hermanos de la pobre vida, quedando así fundado definitivamente el convento que había de ser orgullo de la Orden. Su primer Prior fue fray Francisco de Madrid, ignorándose las razones por qué no recayó este cargo ni en Robledillo ni en Plasencia. Finó con ello el año de 1414».
Tal es la historia de la fundación de Yuste. La de su rápido crecimiento, esplendorosa magnificencia y lamentable ruina nos detendrá también muy poco, pues ni ofrece tanto interés dramático como la porfiada lucha que acabamos de reseñar, ni creemos oportuno diferir demasiado la narración de nuestra visita a los venerables restos de aquella santa casa.
Diremos, pues, sucintamente, que don Juan II, don Enrique IV y los Reyes Católicos heredaron del piadoso hermano de don Enrique III el decidido empeño de proteger el Monasterio de Yuste; y que, del propio modo, los condes de Oropesa siguieron en estos reinados la tradición de Garci-Álvarez de Toledo y consagraron al propio fin gran parte de sus rentas.
Al principio se edificó, además de la magnífica iglesia que ya describiremos, un extenso y cómodo convento, a la verdad nada suntuoso; pero, a mediados del siglo XVI, los mismos condes de Oropesa costearon casi solos otro gran Monasterio (todo de piedra y en el soberbio orden arquitectónico del Renacimiento), dejando para Noviciado el adyacente primitivo edificio. La nueva obra, que había de vivir menos que la antigua, fue terminada en 1554.