¿Y tú qué miras? - Gabourey Sidibe - E-Book

¿Y tú qué miras? E-Book

Gabourey Sidibe

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La actriz nominada al Oscar por «Precious» y miembro del reparto de la serie de televisión Empire presenta esta autobiografía. Una versión sabia, inteligente, divertida y diferente de la manida experiencia americana de éxito y del estereotipado mundo del celuloide. Gabourey Sidibe, «Gabby» para su legión de fans, saltó al estrellato internacional en 2009 con su interpretación del papel protagonista en la aclamada película de Lee Daniels «Precious». En «¿Y tú qué miras?» narra la historia de su vida, con una voz tan fresca, honesta y desafiante como la de muchos personajes idiosincráticos a quienes ha dado vida en pantalla. Sidibe comparte su auge poco convencional a la fama como actriz, junto con «un reparto de superestrellas ricas que vivían en mansiones y tenían sus propias islas privadas y unas carreras asombrosas mientras que yo vivía en el apartamento de mi madre». Las memorias de Sidibe calan hondo con su sabio análisis de la amistad, la depresión, la fama, los haters, el mundo de la moda y el cine, la raza, el peso y la gordofobia. Irreverente, hilarante y reveladora. Su lectura es un regalo para quien se haya sentido diferente en algún momento de su vida y para cualquiera que alguna vez haya aspirado a hacer sus sueños realidad.

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«La hilarante cuenta de Sidibe en Twitter no es casualidad: la biografía de la actriz de Empire sobre su infancia en Nueva York y cómo ascendió a la fama de manera inesperada en Hollywood es incisiva, ingeniosa y maravillosamente sustancial». —Entertainment Weekly

«Una lectura a la altura de la inolvidable actitud de su título… le hará enamorarse de esta mujer divertida, talentosa, maravillosa y un poco mezquina». —Glamour

«El libro de Gabby, una amalgama de complejidad, inteligencia y humor, promete ser tan exitoso como su carrera como actriz». —People

«Su talento para entretener queda claro en cada página. […] Auténtica y accesible, [Sidibe] tiene tanto material de su infancia y adolescencia que podría haber vendido sus memorias antes incluso de encarnar su primer papel en la gran pantalla… ¿Y tú qué miras? no solo habla de la Sidibe celebridad, sino de la Sidibe narradora». —The A.V. Club

«La autobiografía de Gabourey Sidibe no tiene nada que ver con las típicas memorias de los famosos. Es buena. Muy buena. Y no solo porque sea reveladora (que lo es), sino porque está bien escrita. […] Es observadora y divertida, sin caer nunca en la complacencia y la pretensión». —Cosmopolitan Online

«[Sidibe] nos presenta su tan esperada autobiografía, una versión inteligente, compleja, ingeniosa y divertida de la experiencia americana distinta de todo lo que hemos leído hasta ahora. […] Irreverente, hilarante y nada tradicional, ¿Y tú qué miras? ocupa su lugar y llena un vacío en la estantería de escritores como Mindy Kaling, David Sedaris y Lena Dunham». —BookBub

«¡Eres la BOMBA, chica!» —Barack Obama

«La deliciosa autobiografía de Gabourey Sidibe, ¿Y tú qué miras?, ofrece una memorable perspectiva de lo que sucede cuando los sueños de una niña negra se hacen realidad, por dentro y por fuera. Desde su infancia única como hija de una madre cantante de metro y un padre polígamo hasta su batalla con la depresión o la consecución de su papel como Precious, Sidibe habla sin miedo, con una gracia increíble y una sinceridad fascinante. Lo que ofrece de sí misma en estas páginas es un regalo». —Roxane Gay, autora de Mala feminista

«En este libro, Gabourey Sidibe cimenta su estado como reina de Hollywood del no callarse nada y mejor amiga perspicaz a modo de voz interior. Sincera, divertida y encantadora hasta la insensatez, sus relatos revelan a la niña bajo el camisón y muestran Hollywood tal como es: un concurso de camisetas mojadas y una industria que a veces se redime seleccionando a la estrella correcta. Gabby es esa estrella y en cada página queda más claro: su honestidad, su pasión y su ingenio son una bendición». —Lena Dunham

«“Me limité a escribir la verdad y me hizo sentir mejor”. Ese es el tema de este libro único y universal escrito por una mujer joven, una sorpresa absoluta y un clásico instantáneo. Gabby combina Nueva York y Senegal, las calles y las alturas, la valentía y la inseguridad, las risas y la seriedad. Su verdad nos ayuda a encontrar la nuestra… ¿Y puede haber un regalo mejor que ese?». —Gloria Steinem

«Es imposible conocer a Gabby y no amarla. Y al leer su libro, es imposible no amarla aún más. Con una escritura atrevida, valiente, sin pretextos, su historia inspira a dar un paso adelante y adueñarse de la vida con una compasión y una seguridad tan potente que derribará cualquier puerta». —Laura Linney

«Es la tía más guay del planeta Tierra. Os juro que es la BOOOOOOMBA esta mujer. Lista, graciosa, entretenida, carismática, sincera a rrrrrabiar, analítica, crítica consigo misma y con lo que le rodea, ¿he dicho ya que es desternillante?, muy tierna, pero sobre todo es ROMPEDORA. Para mí leer esta autobiografía ha sido un ecuador vital». —María Unanue, Pikara Magazine

«El libro que todo el mundo querría dar a su hija». —The New York Times

Gabourey Sidibe es una actriz multipremiada conocida sobre todo por su papel protagonista en Precious, película basada en la novela Push de Sapphire. Desde entonces ha interpretado a Queenie en American Horror Story: Coven y a Denise en Difficult People, y en la actualidad puede vérsela como Becky en la serie que causa furor en la cadena estadounidense Fox Empire. ¿Y tú qué miras? es su primer libro.

Fotografía: @ Keenon Perry, Plethora Media Group

Autoría Gabourey Sidibe

Traducción Gemma Deza Guil

Corrección Sonia Berger

Diseño de colección Rosa Llop

Imagen de cubierta Lyona

Producción ePub Bookwire

Edición consonni

C/ Conde Mirasol 13-LJ1D

48003 Bilbao

www.consonni.org

Primera edición en español:

marzo de 2022, Bilbao

eISBN: 978-84-16205-91-2

Edición original: This is just my face. Try not to stare, Houghton Mifflin Harcourt, 2017

© 2017 by Gabourey Sidibe. All rights reserved

© de la traducción, Gemma Deza Guil, 2022

© de la imagen de cubierta, Marta Puig (Lyona), 2022

© de esta edición, consonni ediciones, 2022

Esta obra ha recibido una ayuda a la producción editorial literaria del Departamento de Cultura y Política Lingüística del Gobierno Vasco.

consonni es una editorial con un espacio cultural independiente en el barrio bilbaíno de San Francisco. Desde 1996 producimos cultura crítica y en la actualidad apostamos por la palabra escrita y también susurrada, oída, silenciada, declamada; la palabra hecha acción, hecha cuerpo. Desde el campo expandido del arte, la literatura, la radio y la educación, ambicionamos afectar el mundo que habitamos y afectarnos por él.

¿Y tú qué miras?

Gabourey Sidibe

Traducción de Gemma Deza Guil

1

Sirena con cola en una bañera con patas

No os metáis con Gabby. Es guapa… a su manera.

—Prácticamente todas las niñas de mi clase de séptimo

Noche de Halloween hace un año. Hacía meses que no estaba en casa, así que, cuando mi amiga favorita, Kia, me dijo: «Venga, ¡A DORMIR! Deja el móvil en el cuarto de baño de invitados y mete ese trasero en la cama», sabía que tenía razón. Nos habíamos hecho amigas durante el rodaje de la película Precious. Kia era la ayudante de producción y su trabajo, básicamente, era hacerme de niñera. Con el tiempo se ha convertido en una de mis mejores amigas, además de en mi socia productora y en una de las pocas personas que me conoce mejor que yo misma. Por ejemplo, en aquellos momentos sabía que, aunque dijera que estaba bien, no lo estaba. Lo cierto es que estaba cansada. No me apetecía deambular por la ciudad borracha. El correo electrónico que acababa de recibir decía… ¡joder!, que en dos días tenía que volver a tomar un vuelo. Apenas había tenido tiempo para ver a mi madre y a mi hermano o para almorzar con mi Gay Preferido.

Lo más duro de quedarse en casa el día de Halloween es ver todos los tuits, fotos de Instagram y mensajes de texto de personas más molonas que tú disfrazadas y de fiesta. Todo eso resulta más divertido para esas personas que para mí porque ellas no se dedican a disfrazarse para ganarse la vida, como hago yo…, o al menos de eso intentaba convencerme, aunque no lo estaba consiguiendo. La verdad es que disfrazarme me sigue pareciendo muy divertido. Escuché mi teléfono vibrar. Tendría que haberlo dejado en el cuarto de baño, como me había sugerido Kia, pero… No es que sea adicta al teléfono ni nada de eso… ¡Claro que lo eres! ¡Cierra el pico! Da igual, el caso es que, entre las fotografías de disfraces golfos que aparecían en mi canal de contenidos, había mensajes de amigos que me preguntaban: «¿Cómo que te quedas en casa? ¡Ven aquí con nosotros, capulla!». También había unas cuantas fotografías y vídeos de personas disfrazadas de Precious para Halloween. Precious, el personaje que había interpretado en mi primera película. El personaje que a la gente le parecía hilarante confundir conmigo… Iban disfrazados de MÍ.

Alguien me envió una fotografía de un hombre negro con tejanos y un jersey. Llevaba una almohada remetida por debajo de la camisa y más almohadas bajo las perneras para simular que estaba embarazado y era gordo. Llevaba la cara maquillada de un tono más oscuro que el suyo, ese tono de «negro como el tizne que casi nunca se ve». A modo de atrezo, en una mano sostenía una libreta y, en la otra, un cubo de pollo frito vacío. Estaba de pie junto a una mujer negra con un chándal gris que fumaba un cigarrillo y sostenía una sartén como si fuera un bate. Era Mary, la madre de Precious. Tronchante.

Cuando estaba en cuarto curso, me puse un vestido de fiesta de mi madre y salí a jugar al truco o trato disfrazada de Escarlata O’Hara en Lo que el viento se llevó. Jamás se me había pasado por la cabeza, jamás de los jamases, que algún día alguien se disfrazara de mí para Halloween. Menudo honor, ¿no?

Pero yo no me sentía halagada. Me sentía ofendida. Tan ofendida que me propuse ignorar durante unas cuantas semanas a los «amigos» que me habían enviado aquellas fotografías. (Soy bastante organizada con mis actos de mezquindad; me gusta planearlos con antelación).

El problema es que lo que me ofende no es que la gente se disfrace de «mí». Sé que lo único que están haciendo es disfrazarse del personaje al que di vida. A su manera, Precious es un personaje icónico y probablemente tenga más significado para la gente que se disfraza de ella que para mí. Soy perfectamente consciente del hecho de que, aunque interpretara a Precious, no soy ella. Podemos tener la misma cara y el mismo cuerpo, pero representamos dos cosas completamente distintas. Precious es una superviviente y yo me niego a ser la superviviente de nadie porque prefiero pensar en mí misma como una ganadora. Así que, aunque las caras negras pintadas más oscuras y los disfraces de gorda con almohadas me impactaron como si me hubieran dado un sartenazo en la cara, en realidad no es eso de lo que hablo. Entiendo que el espectador medio pueda considerarlos un homenaje, una fantasía o algo original. No me quejo de eso; de lo que me quejo es de que mis amigos se rían de esos disfraces y pretendan que a mí también me hagan gracia. Me quejo de sentirme obligada a reírme de mi aspecto. ¡Y no me da la gana, joder!

Antes de conocer a Lee Daniels, que me seleccionó para el papel de Precious y me dirigió, mi vida era muy distinta. Conocerlo tuvo un efecto dominó tan potente que puedo trazar muy fácilmente hasta él el origen de la vida que llevo ahora, el hecho de estar tecleando en mi MacBook en mi apartamento del Upper West Side. Todos los síes que consiga en la vida a partir de ahora serán la consecuencia de que él pronunciara aquel primer sí. Fue el primer hombre en el mundo que me dijo: «Eres bella y esto es lo que vamos a hacer con tu belleza». Ha hecho más por mí que mi propio padre. Me ha enseñado más con gruñidos de lo que ningún maestro me ha enseñado nunca con palabras. Todos sus cumplidos me saben a gloria y cada crítica que me hace es como si me clavara mil cuchillos en las entrañas. (Suelo decirle que lo que me pasa con él es que tengo síndrome de Estocolmo).

Un día, mientras andaba sentada esperando a que se estrenara Precious para poderle decir por fin a todo aquel que había sido mezquino conmigo alguna vez que se jodiera, Lee me telefoneó. Me dijo que su amigo André Leon Talley acababa de ver un pase de la película por tercera vez y que le había encantado. ¡Que yo le había encantado! Yo no tenía ni idea de quién era André Leon Talley, pero Lee parecía tan emocionado que abrí el ordenador para buscarlo en Internet mientras Lee seguía con su cháchara.

—¡Anda, qué guay! —exclamé, fingiendo que me enteraba de lo que estaba pasando.

—No sabes quién es, ¿verdad? —me preguntó Lee.

Iba demasiado lenta tecleando.

—No, pero estoy muy emocionada igualmente. ¿Es colega tuyo?

—¡No, tonta! Bueno, ¡sí! Él es Vogue, ¡cariño! ¡ÉL ES VOGUE! ¡Lo es TODO! ¡Y quiere que salgas en portada!

Para entonces yo ya había leído «editor de la edición estadounidense de la revista Vogue […] editor colaborador […] ha estado en primera fila en los desfiles de moda de Nueva York, París, Londres y Milán durante más de 25 años» en la Wikipedia. Resulta que es una leyenda. Mi ignorancia sobre su existencia solo podía explicarse por mi ignorancia general sobre el mundo de la moda.

Mi respuesta fue:

—Hostia… ¡qué guay!

Aún estaba asimilando qué significaba todo aquello. Estaba asimilando que alguien me quisiera en la portada de cualquier revista, por no mentar ya Vogue. ¡Joder! Toda esa gente que había sido mala conmigo se iba a tener que tragar sus palabras.

—¿Hola? ¿Gabby? Cariño, ¡estamos hablando de VOGUE! —me gritó Lee desde el otro lado del hilo.

Y finalmente yo también chillé:

—¡Ay! ¡Madre mía! ¿De verdad? ¡¡¿Yo en portada?!!

Era justo la respuesta que él esperaba.

—¡Sí! ¡TÚ, Gabbala! ¡TÚ! ¡Le encantas! Le encanta la película. LE ENCANTA. Eres una estrella, Gabby. ¡Una estrella!

Las palabras de Lee bombeaban oxígeno a mi ego.

Había tenido tan poco que hacer en la etapa entre el final del rodaje de Precious y el estreno de la película… Pero esperar sentada sabiendo que algo bueno estaba por venir me resultaba casi tan enervante como esperar sentada sabiendo que algo malo se avecinaba. Me estaba volviendo majareta. Podía estar emocionadísima en un minuto y deprimida al siguiente. Vivía pendiente de que Lee me llamara para recordarme que no era ninguna perdedora, que era una ganadora y que dentro de poco me aguardaba algo bueno.

Y aquella era una de esas llamadas.

—¡Soy una estrella! —grité también.

No acababa de creérmelo del todo. Seguía pareciéndome una locura que yo pudiera ser la estrella para alguien. Pero, después de que Lee lo dijera, empezaba a parecerme verdad.

—¡Así es, pequeña! Tengo un montón de cosas que hablar contigo. ¿Por qué no vienes a verme a mi apartamento?

—¿Cuándo?

—¡Pues ahora mismo! ¡Ven!

Aquellos momentos me dieron la vida durante la eternidad que precedió al estreno de la película. En menos de diez minutos iba subida en un tren camino de su apartamento.

Fui todo el trayecto hacia casa de Lee entusiasmada por la idea de que un pez gordo de la moda de quien nunca había oído hablar quisiera ponerme en la portada de su exclusiva revista. Fantaseaba acerca de lo divertida que sería la sesión de fotos con Vogue. Me imaginaba disfrazada de sirena chapoteando en una bañera con patas vacía, con un largo collar de perlas colgándome del cuello y enroscado en los dedos de mi mano izquierda. Mi cara sonriente reposaría en el dorso de mi mano derecha, con el codo asomando por el borde de la bañera. Mi cabello ondearía en el aire, apartado de mi rostro, a lo Ariel/Beyoncé. Mi cola de aletas púrpura y turquesa acariciaría el borde de la bañera. El suelo y las paredes serían dorados y una bella cortina de ducha en tono rojo satinado aparecería corrida para revelar esta maravilla que soy yo. ¡YO! Por el suelo habría esparcidos grandes diamantes. ¿Por qué en el suelo? Porque sería tan rica que todas esas cosas me traerían sin cuidado.

Para cuando llegué al edificio de Lee ya se me había ocurrido incluso el titular perfecto para mi portada. A aquellas alturas había estado tantas veces en casa de Lee que me bastó con saludar con la mano al portero al entrar en el ascensor. Mientras subía, vi el titular componiéndose en grandes letras sobre mi cabeza. Diría así: «Gabourey Sidibe. Deberías haber sido más amable con ella» y Vogue en letras más pequeñas debajo de mi nombre o, bueno, donde cupiera.

Muchas veces, cuando salía del ascensor en la planta de Lee escuchaba su música disco a todo volumen a través de la puerta cerrada de su apartamento o bien lo oía gritándole emocionado a alguien algo sobre una de sus películas. En aquella ocasión escuché una voz estentórea a través del manos libres chillando: «¡Esa puta gorda va a salir en portada!». Las palabras procedían del apartamento de Lee y seccionaron por la mitad mi fantasía. Me quedé paralizada.

—¿Me has oído bien, Lee? Voy a poner a esa puta gorda en la portada de Vogue. Me flipa. ¡Esa gorda va a ser PORTADA! —gritó André.

—¡¡¡¡SÍ!!!! ¡¡¡Lo tiene TODO!!! —gritó Lee, dándole la razón.

—Me da igual lo que tenga que hacer, ¡pero esa puta gorda negra va a salir en portada!

Entre carcajadas, hicieron planes para mí, para mi culo gordo y para la portada. No era la portada de una revista cualquiera, sino de Vogue. Permanecí allí de pie en silencio, escuchando a hurtadillas una conversación que no debía oír sobre cómo colarme en un mundo del que supuestamente no debía formar parte. Y no me sentía mal, pero tampoco ya superemocionada. Esperé a que acabaran de hablar.

Me habían llamado «puta gorda» antes. Y también me habían llamado «puta gorda negra». Pero aquello era distinto. A André le había encantado mi papel en la película, le había encantado mi interpretación y quería sacarme en la portada de su revista. Pero yo seguía siendo una puta gorda. Una puta gorda negra.

Yo sabía bien qué aspecto tenía. Tenía espejos en casa. Y me veía en las fotos. No es que fuera una sorpresa. Simplemente había dado por supuesto que, si era capaz de demostrar un talento digno de elogio, si demostraba que podía destacar, que no era solo quien los demás pensaban que era… supongo que pensé que dejaría de ser una gorda. Tal vez suene estúpido. Ahora ya lo sé. Pero entonces pensaba que, si conseguía que el mundo me viera tal como yo me veía, entonces mi cuerpo no sería lo que permanecería en el recuerdo. No sería esa chica gorda. Ni sería esa chica de piel negra. Sería Gabby. Sería el ser humano.

Pensé que protagonizar una película cambiaría eso. ¿No debería haberlo hecho? ¿No debería cambiarlo el hecho de salir en portada de una revista? Pero ¿cómo podía hacerlo si la mismísima persona que me estaba colocando en portada me estaba llamando «puta gorda negra» a mis espaldas? Todos eran muy amables conmigo, pero empezaba a darme cuenta de que, para sus adentros, tenían una opinión distinta, de que yo seguía estando demasiado gorda y seguía siendo demasiado negra. El mundo no había cambiado porque yo hubiera hecho una película.

Era yo quien había cambiado. Y quizá eso debería bastar.

Lee y André pusieron fin a su conversación y yo volví a entrar en el ascensor y bajé a pedirle al portero que llamara al interfono y me anunciara como si acabara de llegar. A una gran parte de mí le habría gustado hacer borrón y cuenta nueva, no haber escuchado algo que no olvidaría nunca. Al llegar al apartamento, Lee me recibió emocionado. Me dijo que André acababa de telefonearle y que ambos estaban entusiasmados con lo que me deparaba el futuro.

—Es para MORIRSE, ¿verdad? ¿No te parece increíble? ¡TÚ! ¡En la portada de Vogue! Estoy flipando.

Estaba tan emocionado como antes. No mencionó que André me hubiera llamado «puta gorda negra» y yo tampoco le dije que lo había escuchado. Lee no me había llamado «puta gorda», pero no había salido en mi defensa. Aunque tampoco estaba segura de qué podía haber dicho para defenderme. Estoy gorda y soy negra, y a menudo yo misma uso el término «puta» para referirme a mí. ¿Dónde está entonces la mentira? ¿Cómo puedes defender eso? Él prefirió celebrarlo.

—¡SÍ! ¡Yo también flipo! ¡Estoy muy emocionada! —respondí.

No estaba segura de si debía explicarle lo que había oído. Y, si lo hacía, no estaba segura de que pudiera permitirme sentirme ofendida. Era cierto que André me había llamado «puta gorda» un montón de veces (unas cien), pero también había dicho que iba a convertirme en su chica de portada. Y había dicho que era una estrella. ¿Cómo podía sentirme ofendida? Debería estar agradecida. Había montones de putas negras en el mundo que nunca serían portada de una revista. Y, además, André es un hombre negro y corpulento que ocupa una posición de poder. ¿Cuántas veces había tenido que aguantar él que lo llamaran «puto gordo negro» tanto a sus espaldas como a la cara? Estoy segura de que más de las que le habría gustado. Quizá las suficientes para no solo asimilar aquel insulto como un cumplido, sino para proferirlo él también como un piropo. ¿Y acaso no lo era? ¿Qué significaría para él ponerme a mí en la portada de Vogue? De puto gordo negro a puta gorda negra… ¿Lo consideraría él una victoria?

Quizá tuviera que revisar mi idea de qué es un insulto. ¿Era aquel insulto el mejor cumplido que obtendría nunca del mundo de la moda (que acabaría tildándome tanto a mí como a mi cuerpo de «chiste»)? ¿Oír aquella conversación a hurtadillas me había ayudado a topar con un mensaje importante, un mensaje que decía que debería amar el odio? ¿Es así como uno se convierte en una celebridad? «No te ofendas. Alégrate de que sepan quién eres».

Lo desconozco, pero lo que sí sé es que a mí me ofendía. Cuando alguien dice algo negativo sobre mí, hiere mis sentimientos. Siempre ha sido así y probablemente siempre lo será. Ya no me duele tanto como cuando era más joven, pero sigue doliéndome. Nunca me alegrará que alguien diga algo feo sobre mí. Nunca me regodearé en la atención negativa. Me parece ridículo que me pidan que lo haga. ¡Soy un puto ser humano! No soy débil. Pero soy humana.

No me parece gracioso que la gente se meta almohadas bajo la ropa para parecerse a mí. No me parece gracioso que la gente se pinte la cara para parecerse a mí. Y tampoco me parece gracioso que un desconocido me llame «puta gorda», independientemente de lo que pueda ofrecerme. No me parece gracioso que no se me permita decir que me han herido los sentimientos. Tener sentimientos no es señal de debilidad, de eso estoy convencida. Así que, ¿por qué debería fingir que tengo sentido del humor solo para que alguien pueda propasarse conmigo?

La gente tiene su opinión sobre mí. Por el momento, esa opinión parece ser solo sobre mi cuerpo. Incluso si encontrara una cura para el cáncer y ganara un Premio Nobel, comentarían: «Desde luego que el cáncer es una lacra y me alegro de que exista una cura, pero vaya cuerpo más asqueroso tiene. ¡Le convendría pasar menos tiempo en el laboratorio y más en el gimnasio!». Incluso la gente dispuesta a ponerme en la portada de una revista se pregunta cuánto como o cómo me las apaño para pasar por una puerta. Lo mejor que puedo hacer con este tipo de opiniones es hacer caso omiso y escuchar solo la mía. Podría adelgazar, eso por supuesto. Pero soy una tía guay en cualquier talla. Soy inteligente. Soy divertida. Tengo talento. Soy maravillosa. Soy negra. Soy gorda. Y a veces soy un poco putilla. Es más, suelo ser una «mala puta». (La palabra «puta» es bastante confusa, ¿no?).

Todavía no he salido en la portada de Vogue. Supongo que no encontraron una bañera con patas lo bastante grande para mí y mi cola de sirena. Tuve que conformarme con aparecer en las páginas de Vogue, en un reportaje sobre la chica del mes. Aun así, sigo considerándolo una victoria para las putas gordas negras del mundo, André Leon Talley incluido.

2

Virgen de por vida

Un tipo acaba de enviarme por mensaje privado una foto de su polla que no le he pedido, pero en su perfil pone: «Dios lo hace todo posible»…

Estoy muy confusa.

—Mi Twitter

Mi madre y yo siempre hablamos de cómo afrontaríamos un intento de violación. A veces decidimos que lucharíamos con uñas y dientes. Le morderíamos la polla a nuestro atacante; en nuestra mente, el violador insiste en los preliminares y seguramente querría que lo complacieran oralmente. Le mordemos la polla, se encoge de dolor y salimos corriendo de la casa o echamos a correr por el callejón gritando, con sangre chorreándonos por las comisuras de la boca. En otras ocasiones, le seguimos el juego y satisfacemos todas sus peticiones. Le transmitimos una falsa sensación de seguridad y, cuando menos se lo espera, le clavamos las uñas en la cara y los genitales y salimos corriendo de la casa o echamos a correr por el callejón gritando, con sangre chorreándonos de las uñas. Nunca estamos juntas en las situaciones con las que fabulamos. Nos cuesta imaginar que un violador pudiera mirarnos a ambas juntas y pensar «gangbang». No. Siempre estamos solas, en casa o entrando en el metro a altas horas de la noche.

Confieso que mi madre y yo no contemplamos situaciones en las que nuestras estrategias acaban con nosotras muertas. Ni tampoco nos planteamos quedarnos paralizadas por el miedo. Pero sí que hablamos sinceramente sobre cómo nos vemos a nosotras mismas intentando zafarnos de un ataque. Considero que es algo que todas las madres e hijas deberían hablar. Y, ya que estamos, también considero que todos los padres e hijos deberían hablar de por qué no hay que violar a nadie. Tengo la teoría de que muchos padres e hijos no hablan sobre la violación, y eso nos obliga a mi madre y a mí a sacar el tema cada vez que voy a verla.

Cuando tenía veintisiete años fui a visitar a mi madre, que seguía viviendo en el mismo apartamento de Harlem en el que me crie. Esperé sentada mientras ella trajinaba en la cocina preparándome algo para comer y una taza de té y me preguntaba si quería algo más. Ahora me hace de camarera porque soy una invitada en su casa. De hecho, monta tal teatro cada vez que me ve que me hace sentir como una adulta y una niña al mismo tiempo. Cuando me independicé, pensé que seguiría concibiendo aquel apartamento como mi hogar mientras mi familia siguiera viviendo allí. Pero no fue así. De hecho, me entristece muchísimo volver allí y sentirme más como una visita que como la hija de mi madre o la hermana pequeña de mi hermano. Todo se me antoja más pequeño. Las puertas son más bajas, el lavabo está más cerca del suelo y ya no sé ni siquiera cómo encender la televisión. Me he hecho mayor.

Así que andábamos en la cocina hablando sobre violaciones, como de costumbre, cuando mi madre dijo:

—Más te vale pelear de verdad si te pasa. Sería muy duro en tu caso, porque aún eres virgen y esa no es una manera de perder la virginidad.

¿¿¿Perdón???

Se me fundieron los cables. Me había llamado virgen y lo había dicho con toda confianza y con un deje de compasión. Allí estaba yo, con mis veintisiete años y tras vivir sola desde hacía dos y ella sabía, sin ningún género de duda, que yo era virgen. Poco importaba que yo tuviera novio en aquel entonces, porque ella seguía firmemente convencida de que era virgen, tan convencida, de hecho, como para mencionarlo en una conversación sobre un tema que no tenía nada que ver con eso. Pero se equivocaba. No era virgen. Y sigo sin serlo. Así es. Lo he hecho.

Sin embargo, me fascina la virginidad. Perderla, mantenerla, hacerlo solo con las manos y la boca porque consideras tu vagina un delicado premio con el cual agasajar a tu marido la noche de bodas. Sacrificas tu ano para salvar tu vagina de porcelana, para evitar que la aplaste y la haga añicos algún tipo que no sepa lo que se hace. Lo entiendo, chica. Más o menos. O mejor dicho… no. La verdad es que no lo capto, pero no estoy aquí para juzgar a nadie. Todo el mundo tiene sus razones para aferrarse a la virginidad… hasta que deja de tenerlas. Y, francamente, creo que así es como tiene que ser. Dejar que un tipo te meta su cosa en realidad es bastante fuerte. Es algo serio. Pero yo no pensaba eso sobre mi virginidad antes de perderla. No la veía como un tesoro o una joya valiosa. Había sentido el peso de mi virginidad desde que mi amigo, un chico, me dijo, cuando yo tenía dieciséis años, que si seguía siendo virgen a los veintiuno y lo necesitaba, me haría el favor de desvirgarme. Lo dijo sin venir a cuento. Estaba tan seguro de que yo suscitaba tan poco deseo que tendría que crucificarse y desvirgarme como acto de caridad. Bendito sea. No se me ocurría nada más triste que un polvo por compasión. No es normal. No podía permitir que eso sucediera. Así que empecé a contemplar la virginidad como una carga de la que tenía que zafarme para poder ser como el resto de mis amigas, normal. Unos años más tarde miré a mi alrededor y, al caer en la cuenta de que era la única virgen que quedaba, tuve un ataque de pánico.

Si crees que te voy a contar qué pasó, te equivocas. No hay ninguna historia. Tenía veinte años. No era ninguna niña. Y no me forzaron, pero tampoco me había planteado cómo sería más de lo que lo habían hecho mis amigas. Simplemente pensé: «Bueno, ya está bien». Y ¡bum!, dejé de ser virgen. Luego vino el arrepentimiento. Pero no me arrepentía de haber perdido la virginidad, sino de mis prisas por hacerlo. Me había parecido tan importante que casi se había convertido en una misión para mí. ¿Cómo pasaría? ¿Con quién pasaría? ¿Dónde pasaría? ¿Me sentiría más adulta después? ¿Me convertiría de repente en una mujer sensual con cinturita de avispa, pechos grandes y un buen culo? ¿Sería otra Jessica Rabbit o Beyoncé? La respuesta fue «no». No me convertí en ninguna de esas cosas y el dónde, cómo y con quién también fueron una decepción.

¡Pero tampoco hay que alarmarse! Al menos sabía el nombre completo y la edad de él de antemano. No tenía un nombre compuesto y pensé: «Caray, tus padres no te querían lo suficiente ni para ponerte un segundo nombre… ¡Qué pena!». Y para asegurarme de que no tendría que volver a verlo nunca, compartí con él ese pensamiento.

Me miró y luego estalló en carcajadas. Le parecía graciosa. Y eso me bastó, así que me lo tiré.

¿Me juzgas por ello? Pues recuerda que tú también la cagabas a los veinte años, posiblemente más que yo. ¡No lo olvides!

Durante un tiempo después de aquello intenté disfrutar con el sexo, pero no lo conseguí. Con nadie. Y lo intenté de verdad. Me iba con chicos muy atractivos, pero no disfrutaba más que con los feos. Lo probé con chicos que de verdad querían mantener una relación conmigo, pero no me hacían sentir mejor que los que solo buscaban algo que hacer un viernes por la noche. Intenté verlo como un juego. Intenté interpretar a un personaje para comprobar si ella se lo pasaba mejor, pero no fue así. Seguía pensando que el problema era cada uno de los chicos con los que estaba, algo personal. Tal como he dicho, me esforcé de verdad. Pero siempre me sentía igual: fría, vacía, sin sentimientos.

Fue una época muy rara de mi vida. Estaba cayendo en una depresión y, aunque no me superencantaba el sexo, al menos cada encuentro se convertía en algo en lo que podía concentrarme para distraerme del hecho de que todo en mi vida me hacía profundamente infeliz.

Entonces no era consciente, pero aquella fase de seudopromiscuidad fue parte de mi depresión, no una distracción de esta. La pobre, tonta y promiscua Gabby. Vaya por delante que no hubo tantos hombres. Solo unos cuantos. Pero a eso fue a lo que me dediqué, con idas y venidas, entre los veinte y los veintidós años. La llamo mi «fase promiscua».

Hay algo de hacer terapia que me parece importantísimo. Yo adoro a mi madre, pero había muchas cosas de las que no podía hablar con ella durante mi fase azada. No podía decirle que era incapaz de dejar de llorar y que odiaba todo lo relacionado conmigo. Mi madre siempre ha sido una mujer independiente con montones de amigos que la quieren y creen que es la persona con más talento que existe. Su vida a los veinte no se parecía en nada a la mía. Las pocas veces que intenté sincerarme con ella pareció no dar demasiada importancia a lo que me pasaba. Cuando estaba triste por algo, me decía que tenía que ser más fuerte y, cuando estaba enfadada, me decía que no fuera tan quisquillosa. Mi madre siempre tenía fe en que las cosas saldrían bien, pero que me dijera «Mañana será otro día» a mí no me bastaba. La primera vez que le confesé que estaba deprimida, se echó a reír. Literalmente. Pero no porque sea una mala persona, sino porque pensó que era una broma. ¿Cómo era posible que no fuera capaz de recomponerme yo sola, como hacía ella, como hacían sus amigas, como hacía la gente normal?

Y yo seguí sumiéndome en mis pensamientos tristes. En pensamientos sobre la muerte. No dormía por las noches. Y cuando por fin se hacía de día, tenía que ir a clase. Entonces estudiaba en el City College de Nueva York, que estaba a cinco minutos a pie de mi casa, pero no había día en que no llegara a clase llorando y sudando la gota gorda, con la respiración entrecortada y convencida de que iba a morir. Durante un tiempo pensé que tenía ataques de asma. Fue más tarde cuando caí en la cuenta de que lo que tenía eran ataques de ansiedad. Estaba hecha un lío.

Dejé de comer. A veces no comía nada durante días. Y, a menudo, cuando estaba demasiado triste para dejar de llorar, me bebía un vaso de agua y me comía una rebanada de pan y luego la vomitaba. Después de vomitar dejaba de estar triste. Me sentía relajada por fin. Así que nunca comía nada hasta que tenía ganas de vomitar y solo después de hacerlo conseguía distraerme del pensamiento al que le estuviera dando vueltas en la cabeza. Estar conmigo era una fiesta.

Al final me decidí a hablar con un médico. Era estudiante de secundaria y pobre, lo que significaba que tenía una excelente atención sanitaria: el Medicaid. (Por extraño que resulte, ahora que soy una actriz de treinta y tres años en activo no puedo permitirme lo que sí podía costearme a los veintidós. ¡Viva América!). Encontré una doctora y le expliqué todo lo que me pasaba y me hacía sufrir. Nunca había elaborado toda la lista y, al escucharme, caí en la cuenta de que lidiar con todo aquello yo sola era inviable.

La doctora me preguntó si tenía pensamientos suicidas.

—Bueno, aún no, pero, cuando los tenga, sé cómo hacerlo —le contesté.

No tenía miedo a morir y, de haber existido un botón que borrara mi existencia de la faz de la Tierra, lo habría pulsado, porque habría sido más fácil y menos desagradable que suicidarme. Según la doctora, con eso bastaba. Me recetó un antidepresivo y me sugirió empezar a hacer terapia. Terapia dialéctico-conductual. Sí, ya lo sé. ¡¿Qué diantres es eso?!

La doctora me explicó que la terapia dialéctico-conductual (DBT) era una terapia cognitivo-conductual diseñada para tratar el trastorno límite de la personalidad. Podía optar a un programa de tratamiento de seis meses con sesiones de terapia en grupo destinadas a ayudar a gestionar las emociones y los comportamientos que podían ser síntomas de un trastorno límite de la personalidad. Las sesiones eran de lunes a viernes, de 12:00 a 15:00 horas.

¿Tenía yo trastorno límite de la personalidad? No. Para nada. Pero la doctora opinaba que era el mejor tratamiento que podía costearme con mi seguro de pacotilla. Y como de todos modos estaba suspendiendo en el instituto, si me sobraba algo, era tiempo. En pocas palabras, era la candidata perfecta para la DBT aunque mi diagnóstico real fuera solo por depresión con un ligero trastorno alimentario. (Digo «solo» y «un ligero», como si aquello no estuviera arruinándome la vida. Iba a morir. Qué risa). Mi doctora estaba entusiasmada con suscribirme al programa. De hecho, recuerdo pensar que quizá lo estuviera demasiado.

Mientras me explicaba qué era la DBT y en qué podía ayudarme, dejé de prestar atención. Asentía con la cabeza cada vez que hacía una pausa y de vez en cuando intercalaba algún: «Ah, vale». Pero en aquella época era incapaz de concentrarme en nada. Ni siquiera cuando alguien me hablaba directamente en una estancia en silencio. Lo que pensaba era en que tendría que saltarme la escuela para asistir a terapia y en si merecería o no la pena. Y pensaba también en cómo se lo explicaría a mi familia.

Regresé a casa de la consulta de la doctora con un frasco de antidepresivos y una nueva oportunidad en la vida. Primero le comuniqué la noticia a mi hermano. Le expliqué a Ahmed cómo me sentía y que había tenido que acudir en busca de ayuda. Me sugirió que leyera la Biblia y viera misa en la televisión con él los domingos por la mañana. También dijo que lamentaba no haber sido consciente de mi malestar y que le habría gustado serlo para poder ayudarme. Tendría que habérselo dicho antes. Yo siempre había pensado que mi hermano era tan egocéntrico como cualquier otro veinteañero. Y no confiaba en que otras personas pudieran cuidar de mí. En el caso de Ahmed, me equivocaba.

Decidí explicárselo a mi madre mientras estaba en la cama, dormida. La desperté suavemente y, mientras seguía en duermevela, procedí a transmitirle el hecho superimportante de mi tratamiento para la depresión como si estuviera plenamente despierta y fuera capaz de asimilar la noticia. Confiaba en que no pudiera reaccionar.

Mira, mi madre me quiere más de lo que seguramente yo seré capaz de entender nunca. Quiere que tenga la mejor vida posible y sus miedos sobre mí emanan del amor. Teniendo todo eso en mente… el primer instinto de mi madre fue decirme que no sentía lo que en realidad sentía, que simplemente estaba montando un drama. Fue como si me diera un bofetón, pero ahora sé que lo único que pretendía es que no tuviera ganas de morirme. Había invertido tanto tiempo en intentar mantenerme con vida que le desgarraba el corazón imaginar que yo habría preferido que no lo hiciera. Sufría pensando que yo sufría. Y se lo tomó como algo personal.

Su segundo instinto fue hablarme de una época en su vida en la que estaba triste y no era capaz de dormir. Como yo. Me explicó que cada día, cuando se levantaba, pensaba en que Dios la ayudaría a superarlo, y que lo hizo. Le agradecí que se sincerara conmigo, pero lo que describió no tenía nada que ver con lo que yo estaba viviendo. No conseguí hacerle entender que, para mí, Dios no era suficiente. No conseguí hacerle entender que yo ya no era capaz de levantarme de la cama sola.

Así que empecé la DBT: cinco días a la semana, tres sesiones al día, cada una de ellas dirigida por un terapeuta distinto. Dos de esos días iba a terapia de grupo y los jueves iba a terapia individual. Yo era la más joven del grupo; los demás me sacaban unos diez años. Muchos de los asistentes habían probado varios cócteles de medicamentos y terapia antes de la DBT. Algunos habían sobrevivido a intentos de suicidio y hospitalizaciones en la planta de psiquiatría. También los había que se habían pasado años en una lista de espera y habían invertido todos sus ahorros en poder asistir a las sesiones de DBT. Yo, por mi parte, me las había apañado para llegar allí en volandas un día después de mencionarle mis sentimientos a la doctora. Era la que tomaba la dosis más baja de uno de los antidepresivos más suaves, y la verdad es que estaba funcionando. Y solo tenía veinte años, así que aún tenía que echar a perder mi vida.

Para mí, aquellas sesiones eran divertidas. Gran parte del programa consistía en llevar un diario y anotar mis pensamientos y sentimientos y luego leerlos en voz alta delante de los demás. Se me daba bien escribir mis pensamientos y sentimientos y leerlos en voz alta. De fábula, vamos. (¿Has visto mi perfil en Twitter?). Me adapté enseguida al programa y, básicamente, empecé a patear mi depresión. Me estaba convirtiendo rápidamente en la persona más feliz del campamento de los tristes (así era como me llamaban).

Había una mujer que me odiaba. Decía que era demasiado perfecta, que era la favorita de todo el mundo y que estaba harta. Era una capulla integral, pero, si somos justos, ella sí que tenía un trastorno límite de la personalidad. Lo estaba pasando peor que yo y debía resultarle duro verme sonriendo y riendo. Salvo a ella, a la mayoría de las personas de mi grupo les caía bien. Yo hacía bromas sobre mi dolor y me pasé el primer mes del programa sintiéndome mentalmente más sana que el resto de los presentes. Creía que no necesitaba tanta ayuda como ellos. (Ahora entiendo por qué aquella zorra me odiaba). Pero, tanto si estaba más sana como si no, lo cierto es que estaba en aquella DBT con mis compañeros porque necesitaba ayuda. En gran parte, mi «felicidad» era fingida y los chistes no eran más que una coraza. Uno de los terapeutas lo llamaba «la cebolla». Se reía de mis chistes impertinentes y luego decía: «Vale, Gabby, pero ahora pela la cebolla. ¿Qué hay debajo de ese chiste? Veamos… ¿Es miedo? Pela la cebolla». ¡Puñetero hippy!

Al principio pensaba: «¡Cierra el pico, Jacob! Te he visto fumándote un cigarrillo ahí fuera. No eres quién para decirme nada». Pero, al cabo de tres meses, ya tenía menos prejuicios. Me esforzaba por ser sincera acerca de mis sentimientos con todo el mundo, inclusive conmigo misma. Estaba pelando la cebolla. También estaba emocionalmente más estable. Seguía bregando con el trastorno de alimentación, pero ya no quería morirme. Le estaba agradecida al programa y a la doctora que me había sugerido apuntarme. Los pensamientos que había tenido, la ausencia de temor a la muerte, la tristeza emocional incontrolable… No tenía ni idea de quién era la chica que los había experimentado, pero ya no era yo. Y, definitivamente, no es la persona que escribe estas líneas hoy.

Hubo algo, no obstante, que no cambió: seguía enrollándome con tíos al azar. Tardé un poco más en aprender que me merecía, al menos, que alguien me gustara para dejar que se restregara contra mí. Con el tiempo empecé a creer que me merecía algo más que que alguien me follara y se olvidara de mí. Decidí probar el celibato por un tiempo, aunque preferí no contarlo por ahí para no parecer un bicho raro.

—Más te vale pelear de verdad si te pasa. Sería muy duro en tu caso, porque aún eres virgen y esa no es una manera de perder la virginidad —me repitió mi madre.

Estaba tan convencida de lo que decía que lo dijo dos veces. Se me quedó mirando fijamente, a la espera de una respuesta.

De repente me di cuenta, en medio del silencio por mi desconcierto, de que mi madre pensaba que estábamos más unidas de lo que en realidad estábamos. Pensó que, como hablarle de mi depresión me había ido tan bien, le contaría que había perdido la virginidad cuando sucediera. Me tenía por una florecilla delicada. Y también le parecía un poco triste que tuviera veintisiete años y siguiera siendo virgen.

¿Cómo se lo decía?

—Claro, mamá, pelearé con todas mis fuerzas. ¿Me preparas un sándwich?

3

Por qué no hay que casarse a cambio de un permiso de residencia permanente

La historia de dos personas que se casaron, se conocieron y se enamoraron.

—Eslogan de la película Matrimonio de conveniencia

Podría describir a mi madre, Alice Tan Ridley, de muchas maneras. Hippy de espíritu libre es una de ellas (en realidad, yo soy la única que la llama hippy y nunca lo he hecho en su cara). Le traen sin cuidado las reglas y las rompe con frecuencia. Deja que cada cual viva como quiera. Le gustaría que fuera socialmente aceptable que los hombres heteros lloraran y llevaran vestidos y faldas. (Dicho esto, me ha pedido que la entierren con pantalones).

Mi madre es la tía favorita de todo el mundo. Es la más pequeña de nueve hijos, todos ellos nacidos y criados en una calle polvorienta de una ciudad de Georgia de la que nadie ha oído hablar. Tiene una tonelada de hermanas que tuvieron hijos cuando ella era aún una niñita, así que lleva ayudando a criar niños toda su vida. Se convirtió en ayudante de maestra de preescolar a los trece años. Y se ha formado en el arte del entretenimiento desde que nació.

Se siente cómoda siendo quien es y sabe que es maravillosa. Y si alguien cree que no lo es, se equivoca. Es la persona más segura de sí misma que existe. En el mundo entero. También es la persona con más talento en kilómetros a la redonda. En miles de kilómetros, quizá. Desde luego, en esta ciudad. Deslumbra como un diamante porque es una puñetera estrella. Esa es otra expresión que utilizo para describir a mi madre… pero nunca delante de ella tampoco.

Si lo que he dicho sobre mi madre es objetivamente verdad o no, al menos es lo que ella cree de sí misma y, un poco al estilo del «pienso, luego existo», acaba siendo verdad porque es su verdad. Es una seguridad en uno mismo difícil de encontrar. Yo llevo toda mi vida intentando sentirla, pero aún me queda muy lejos. Que no me malinterprete nadie. ¡Soy una tía genial! Pero la seguridad de mi madre en sí misma es increíble e hipnótica, como un espectáculo de magia. ¿Te imaginas ser su hija? Es un incordio. Como un espectáculo de magia.

Cuando nacimos Ahmed y yo, mi madre trabajaba en las escuelas públicas de la ciudad de Nueva York como asistente de maestra, impartiendo clase a niños con capacidades diferentes. Sus alumnos tenían síndrome de Down, parálisis cerebral y otras discapacidades. Cuando la clase salía de excursión al zoo o al circo, o incluso a ver un partido de baloncesto al Madison Square Garden, nos llevaba con ellos. Cuando empezamos a ir a la escuela, fuimos al mismo colegio en el que enseñaba mamá. Al menos una vez al día yo pedía permiso para ir al lavabo e iba a visitarla a su clase, agarraba algo para comer, les preguntaba a mis amigos cómo estaban y luego regresaba a mi aula.

Alice ha trabajado como cantante profesional desde niña e incluso mientras era maestra tenía su propio espectáculo: un almuerzo góspel cada domingo en el célebre Cotton Club de Harlem. Siempre andaba cantando. Cantaba el himno estadounidense en las reuniones escolares y en coros de distintas iglesias, pero su espectáculo en el Cotton Club era un trabajo de verdad. Poseía una voz asombrosa que no tenía ninguna intención de desperdiciar.