A solas con él - Cathie Linz - E-Book

A solas con él E-Book

CATHIE LINZ

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Beschreibung

El impresionante sargento Joe Wilder parecía ser un tipo despreocupado. Pero tras esa apariencia, se escondía una personalidad atormentada por la pena, que le hacía evitar el contacto con los niños y las mujeres. Tenía una misión: acompañar a un grupo escolar y a su atractiva profesora en una excursión por el bosque. Por caprichos del destino, la encantadora Prudence Martin era la hija de su jefe, y había jurado que nunca sería la esposa de un soldado. Pero cuando se vieron atrapados por la nieve en la cabina de un helicóptero, la situación empezó a ponerse al rojo vivo. Joe era exactamente el tipo de hombre que ella se negaba a aceptar, pero el único en el que podía confiar. ¿Qué ocurriría cuando los rescataran?

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Cathie L. Baumgardner

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

A solas con él, n.º 1653 - diciembre 2019

Título original: Stranded with the Sergeant

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1328-972-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

WILDER, he oído que ha saltado de otro puente este fin de semana.

El jefe de Joe Wilder lo atravesó con una mirada de acero. El sargento mayor Richard Martin, con cuarenta y muchos años y canas en el pelo cortado al uno, tenía una voz de instructor que era como un taladro y una actitud de guerrero. A Joe le recordaba a su padre.

–En realidad, salté atado con una cuerda a la estructura del puente, señor –corrigió Joe con el máximo respeto.

Intentaba que no lo afectara el reflejo del sol de Carolina del Norte en las paredes blancas del despacho del sargento mayor. El resplandor le perforaba la cabeza. Se había despertado a las seis con una resaca de campeonato.

–Como si saltó pegado con pegamento –gruñó el sargento mayor Martin– ha saltado y no lo apruebo. La Infantería de Marina de los Estados Unidos ha gastado mucho tiempo y dinero en su formación, Wilder. No me gustaría verlo aplastado sobre el cemento o sobre una roca. ¿Lo ha entendido?

–Sí, señor.

–Si le gusta tanto saltar, debería hacerse paracaidista.

–Entendido, señor.

–Así lo espero, Wilder.

El sargento mayor tamborileó impacientemente con los dedos en la mesa. El sonido retumbaba como un trueno en la cabeza de Joe, pero no mostró ningún signo de malestar. Un marine nunca da signos de malestar. Honor, valor y compromiso. Esos eran los valores máximos de la Infantería de Marina. No el malestar ni el sentimiento de culpa.

–Desde que está bajo mis órdenes, sus actividades fuera de servicio se han ido haciendo cada vez más arriesgadas –continuó el sargento mayor Martin–. ¿Por qué?

Porque los riesgos hacían que Joe se sintiera vivo. Por eso lo hacía. Para evadirse de las pesadillas omnipresentes que parecían estar devorándole las entrañas, para evadirse del sentimiento de culpa y de dolor.

Nunca lo había comentado con el sargento mayor Martin ni con nadie. Todo el mundo pensaba que Joe era un amante del riesgo. Lo cual le parecía bien, pero a su jefe no.

–Su comportamiento arriesgado debe desaparecer en este preciso instante –ordenó con una voz firme.

–Sí, señor.

–Pasará esa página y lo hará inmediatamente. Quiero que acompañe a la clase de mi hija durante una visita por la base.

Joe parpadeó. No podía haber oído correctamente.

–¿Señor?

–Me ha oído.

–Todavía no conozco bien la base, señor.

Acababan de destinarlo a Camp Lejeune, en la costa de Carolina del Norte, después de un tiempo en el extranjero que prefería no recordar.

–No sé si soy el más indicado para guiar una visita.

–Creo que lo es, Wilder, y eso es lo único que importa. Había pensado que lo hiciera el sargento Brown, pero anoche lo operaron de urgencia y usted lo sustituirá.

–Sí, señor.

–Después de la visita, los acompañará a una excursión por la montaña.

–¿Una excursión, señor?

–Eso es, Wilder. ¿Por qué le sorprende? No me irá a decir que tiene miedo de un grupo de niños con su formación de marine, por no decir nada de su afición por los deportes de riesgo…

–No, señor.

Era verdad. No era miedo lo que sentía en la boca del estómago; pánico sería una expresión mucho más acertada.

–Me alegra oírlo. La clase lo está esperando en la sala de conferencias 1013. Una vez que hayan terminado la visita, tendrá una hora para reunir el equipo necesario para un fin de semana de campamento. Ya se le ha preparado la ruta. Serán como tres o cuatro horas de marcha hasta el otro lado. Aquí la tiene.

Joe rezaba para que no le temblara la mano al recoger el mapa topográfico.

–Mi hija Prudence es mi princesita, mi única hija. De forma que no quiero que nada estropee esta excursión. ¿Tiene alguna pregunta, Wilder?

Miles. ¿Por qué yo? ¿Por qué ahora? Pero las desechó.

–No, señor.

–Perfecto, me alegro. Vaya, lo están esperando.

 

 

Niños, ¿por qué tenían que ser niños? Joe vio su reflejo pálido en el espejo del cuarto de baño.

Solo era un fin de semana. Seguro que podría aguantarlo. Había pasado por cosas peores y había sobrevivido.

Joe se frotó entre las cejas y sacó del bolsillo dos aspirinas que pensaba haberse tomado antes de ver a su jefe. Se sentía un poco nenaza teniendo que recurrir a analgésicos, pero tenía que deshacerse del dolor de cabeza para poder pensar una forma de deshacerse del encargo.

Naturalmente, no iba a desobedecer la orden de su jefe. Era un marine de los pies a la cabeza y no iba a abandonar sus obligaciones.

«¿Qué me dices de ese día hace dos meses?», le dijo una vocecita dentro de la cabeza; «si hace dos meses hubieses cumplido con tu obligación y hubieses subido a ese helicóptero, no habría muerto otro hombre en tu lugar».

Apretó los dientes en un intento de alejar los recuerdos. Debería ir por pasos. Lo primero sería localizar a la hija de su jefe.

El recorrido desde el cuarto de baño hasta la sala de reuniones se le hizo larguísimo. Le alivió comprobar que por lo menos había otro adulto. Una mujer. Una hermosa mujer. La profesora.

Se concentró en ella sin hacer caso de los niños. Un pelo marrón oscuro que le llegaba a los hombros; los ojos eran de color chocolate; la boca carnosa y tenía una magnífica figura enfundada en unos pantalones caqui y una camiseta blanca. Llevaba una bufanda de colores alrededor del cuello. Tendría veintibastantes años y era muy atractiva.

A Joe se le disipó el pánico. Era un terreno donde se consideraba casi un profesional: la relación entre hombre y mujer. Para él era como una segunda naturaleza.

La saludó con una sonrisa y observó la reacción. Lo miró con sorpresa y aceptación. No fue una mirada larga, pero pudo notarlo.

–Lo siento. Me he retrasado –añadió un aire de arrepentimiento a su expresión.

–Usted es…

–El sargento Wilder. Sargento Joe Wilder a su servicio, señora. Antes de empezar la visita, tengo una pregunta –condujo a la profesora a un rincón un poco apartado–. ¿Cuál es ella?

La seductora profesora lo miró atónita.

–¿Cómo dice?

–¿Cuál es la hija del sargento mayor Martin?

–¿Por qué quiere saberlo? –le preguntó con verdadera curiosidad.

–Porque me han ordenado que la acompañe para la visita especial y querría ser amable con ella.

–No creo que deba darle ningún trato especial.

–Solo cumplo órdenes.

–Perfecto. Un marine siempre cumple con su obligación –tenía un tono distinto.

–No parece que le agrade mucho. Me pregunto por qué. ¿Ha salido con un marine o algo así?

–Eso es apostar sobre seguro –respondió ella–. Dado que esta base es la mayor concentración de marines del mundo, es difícil no encontrarse con alguno por esta parte de Carolina del Norte.

–A mí no me importaría encontrarme con usted –dijo Joe con media sonrisa–. Solo tiene que decir la hora y el sitio.

–Ya no quedo con marines.

–¿Por qué?

–Son demasiados motivos como para exponerlos ahora.

–Tengo tiempo –desde luego no tenía ninguna prisa por tratar con los niños.

–Yo no –replicó ella con cierta irritación.

El gesto que hizo con el pelo le recordó a un gato salvaje que había domado de niño. El gato no permitía que nadie lo tocara, pero él lo había conseguido a base de paciencia. La misma paciencia que se necesitaba cuando se trataba de mujeres.

–Me lo contará más tarde.

–¿Por qué iba a hacerlo? –preguntó ella.

–Porque soy encantador.

–Vaya, se cree que es un regalo de los dioses para las mujeres.

La gatita tenía garras. Joe se puso la mano en el pecho.

–Me ha herido, señora.

–Lo dudo, sargento. Dudo mucho que le haya herido ninguna mujer.

–¿Por qué? Porque soy un marine grande y duro…

–Porque emplea su encanto para mantenerlas alejadas.

–¡Cómo!, si empleo mi encanto para mantener alejadas a las mujeres, hay algo que falla en mi plan.

–¿Plan? ¿Se refiere al plan de ataque?

–¿Como una batalla de sexos? –Joe se acercó para poder oler su perfume. Era ácido y cítrico.

Dirigió la mirada a la boca y se preguntó si tendría un sabor tan delicioso como el olor. Desde luego estaba seguro de que sabría mejor que una cerveza helada después de una larga caminata.

Sonrió ante su falta de talento poético. Cerveza y una larga caminata, era algo que podría haber dicho Curt Blackwell, su mejor amigo, de su mujer Jessie.

Joe y Curt estuvieron juntos de reclutas y desde entonces eran inseparables. Curt era un solitario, pero eso no impedía que las mujeres hicieran cola para salir con él. Curt le pidió consejo a Joe cuando volvió con Jessie después de varios años sin verse.

El consejo de Joe fue bueno. Al parecer, Jessie también estaba de acuerdo, porque se casó con Curt el año anterior y Joe fue el padrino.

Sí, eso de las relaciones entre hombres y mujeres lo dominaba Joe con un brazo atado en la espalda… aunque preferiría tener el brazo alrededor de los hombros de la profesora.

Lo miraba con los ojos color chocolate entrecerrados, como si pudiese leerle los pensamientos y quisiera comprobar si había acertado. Perfecto. A él le gustaban los desafíos, sobre todo cuando los lanzaba una mujer hermosa.

–Creo haber entendido que se considera un experto en la guerra de los sexos –dijo ella.

–Mi lema es: haz el amor, no la guerra.

–No creo que lo haya aprendido en el Manual de Comportamiento de la Infantería de Marina de los Estados Unidos.

–Si ha salido con individuos cuyo planteamiento romántico se basa en el Manual de Comportamiento de la Infantería de Marina, comprendo su insatisfacción –murmuró él–. Me encantaría tener la oportunidad de mostrarle cómo corteja a una mujer un verdadero marine –se acercó como si fuese a besarla, pero se apartó con una sonrisa al ver el susto en los ojos de ella–, después de cumplir con mi obligación y de llevar de visita a la hija del sargento mayor. ¿Cuál es? ¿La que tiene coletas?

–No.

Echó una ojeada a los niños, intentando encontrar algún parecido.

–Entonces tiene que ser la del pelo corto y gafas.

–Ha vuelto a equivocarse –dijo ella con frialdad.

–¿Vamos a jugar a las adivinanzas o me lo va a decir?

–Hace unos minutos dijo que tenía tiempo.

–Hace unos minutos tenía tiempo, hasta…

–Que lo malgastó coqueteando conmigo –replicó ella con tono burlón.

–Mire, podía facilitarme un poco las cosas –dijo él con impaciencia–. Tengo un día bastante malo. Por favor, dígame quién es la hija del sargento mayor para hacerme una idea de dónde ir de visita. Solo cumplo…

–Órdenes –ella terminó la frase–. Ya lo oí la primera vez que lo dijo.

–Entonces, ¿cuál es el problema?

–El problema es que ninguna de esas niñas es la hija del sargento mayor Martin.

Joe frunció el ceño.

–Pero eso es imposible. Él me dijo que la clase de su hija venía de visita –Joe tuvo una terrible intuición–. ¿Quiere decir…?

–¿Que yo soy la hija del sargento mayor Martin? –dijo la maravillosa profesora con una sonrisa condescendiente que no le presagió nada bueno–. Sí, eso es exactamente lo que quiero decir.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

PRUDENCE Martin pudo comprobar que una sombra de decepción atravesaba el atractivo rostro de Joe Wilder. Nunca había visto unos ojos azules tan parecidos a los de Mel Gibson. En realidad, ese marine se parecía a Mel Gibson en muchos aspectos: pelo castaño, la misma mandíbula cuadrada, el mismo aire burlón en la mirada… Si bien habría jurado que tenía un brillo de pánico en los ojos cuando entró, en ese momento pensaba que debió de haberlo imaginado.

Se mantenía erguido, como todos los marines, pero Joe Wilder tenía algo más. Presencia. Los niños se habían dado cuenta y estaban mucho más silenciosos desde su llegada.

El uniforme de servicio que usaba, con la camisa caqui, la corbata a juego y los pantalones algo más oscuros, no era el más favorecedor para la mayoría de los hombres, pero a ese todo parecía sentarle bien.

Ella estaba destinada a pasar un fin de semana con él. Quizá algunas mujeres soñaran pasar el fin de semana con un hombre tan atractivo, pero ella no.

–Disculpe el error, señora –dijo Joe con una voz tan suave como todo él–. Cuando su padre la llamó su princesita pensé…

–Lo que no debía –interrumpió ella.

Odiaba el sobrenombre que le ponía su padre. Princesita. Solo de pensarlo se le ponían los pelos de punta.

–Ahora puedo comprobarlo –en ese momento la veía con otros ojos.

Prudence estaba acostumbrada a que esa información fuera un escollo para los hombres, sobre todo para los marines. Lo cual era uno de los motivos principales por los que evitaba tratar con ellos.

Había aceptado que la acompañara el sargento Brown en la excursión porque lo conocía desde que era una niña. Tenía la edad de su padre y era un amigo.

Lo que no ocurría con Joe Wilder.

Tendría que decir a su padre que no servía para esa tarea, que tendría que buscar a otro. Mientras, podían hacer la visita a la base. No había motivo para que Joe no la hiciera. Luego hablaría con su padre para que lo sustituyera el resto del fin de semana.

–Muy bien, niños, escuchad. El sargento Wilder nos acompañará durante la visita a la base. Primero nos explicará algo sobre la historia de la base y luego haremos la visita. Adelante, sargento Wilder.

A ella le sorprendió un poco la mirada de cordero en el matadero que tenía Joe. Quizá lo suyo no fuese hablar en público. Sin embargo, un marine nunca debía mostrar miedo. Joe Wilder no era distinto. Empezó a hablar con una voz potente y seguro de sí mismo.

–Atención todos. Pueden llamarme sargento Wilder o señor. Me gustaría darles la bienvenida al campamento Lejeune, una base de la Infantería de Marina de los Estados Unidos donde se forman las fuerzas de choque de los marines que defienden nuestro país. Muy bien, podemos empezar la visita.

Parecía tener mucha prisa por salir de la sala de conferencias.

–Antes explique a la clase algo más sobre la historia de la base –propuso Prudence.

–La base lleva mucho tiempo aquí, señora.

–¿Cuánto tiempo? –insistió ella, disfrutando al ponerlo en un aprieto.

Hubo algo en la sonrisa seductora que le lanzó al entrar en la habitación que la había molestado. También la había irritado su reacción: que se le alterara el pulso y que percibiera claramente esos ojos azules y su buena presencia.

Tampoco podía olvidar cuando se acercó a ella como si fuese a besarla. No lo esperaba. Estaba acostumbrada a que los hombres mantuviesen las distancias.

Joe se volvió hacia la clase.

–¿Alguno de vosotros sabe cuánto tiempo lleva aquí la base?

Dos manos se levantaron. Eligió a Peter Greene, el número uno de los datos históricos.

–Desde la Segunda Guerra Mundial, mmm, desde 1941 para ser exactos, señor.

–Muy bien. Podemos empezar la visita –repitió Joe.

Prudence levantó una mano para detener al grupo de niños.

–Creo que a la clase le gustaría saber a qué se debe el nombre de la base.

–¿Por qué la llamaron como a una legumbre? –preguntó Rosa Santos.

–Es Lejeune, boba –contestó Pete en nombre de Joe–; y es enorme, tiene sesenta y cinco mil hectáreas.

Sinatra Washington levantó la mano. Las gafas de montura plateada brillaban contra la piel color café.

–Sargento Wilder, háblenos de los cincuenta y cuatro polígonos de tiro, de las ochenta y nueve zonas de maniobras, de las treinta y tres baterías y de las veinticinco zonas de aterrizaje táctico.

–Quizá deberías dirigir tú la visita. ¿De dónde has sacado tanta información?

–De Internet, señor.

Sinatra, uno de los alumnos con más curiosidad y muy aficionado a Internet, mostró una hoja de papel donde tenía impresos todos los datos.

–Yo también he leído todo eso, pero no habéis mencionado las instalaciones de entrenamiento para operaciones militares en zonas urbanas –dijo Pete, que no quería quedarse atrás en la demostración de conocimientos.

–La verdad es que me parece que estos niños no me necesitan para nada.

La voz de Joe podía parecer que tenía un fondo irónico, pero ella sospechaba que había algo de cierto en sus palabras. Él no quería estar allí. No se encontraba cómodo entre niños.

–El campamento Lejeune tiene una visita guiada con veinticinco puntos de interés. –afirmó Sinatra.

–¿Guiada? –repitió Joe.

–Sí, señor. Incluso hay una guía que explica cada uno de esos veinticinco puntos.

–Vaya, eso es fantástico. Está claro que no me necesitan –declaró Joe con una sonrisa cordial.

–Está para contestar cualquier pregunta –le recordó Prudence.

Él quiso decirle que para poder hacer eso tendría que haber tenido acceso a la guía que había impreso de Internet ese niño con gafas y un nombre tan extraño. Quiso decirle que solo llevaba unas semanas en la base y que no era tan tonto como parecía. Sobre todo quería decirle que quería largarse de allí, que quería empezar la visita aunque no supiese de lo que hablaba.

–En este edificio está el cuartel general de la base –dijo Joe mientras abría la puerta y se dirigía hacia el vestíbulo.

Si le querían seguir, mejor para todos, pero no pensaba pasar ni un segundo más en esa habitación con veinticinco niños. Coquetear con ella lo había distraído, pero una vez que había comprendido que estaba fuera de su alcance, no había nada que lo distrajera del pánico.

–El exterior del edificio se parece a mi iglesia en grande –dijo Rosa, que le seguía como el resto de niños y la profesora rebelde–. Es de ladrillo rojo con una cosa blanca encima.

–Una cúpula –por lo menos había algo que podía contestar.

–Yo creía que ese era el directos de El Padrino –replicó Rosa con el ceño fruncido.

–Ese es Francis Ford Coppola –dijo Pete mirándola con desprecio.

–Es un error fácil de cometer –intervino Joe–. Como he dicho, están en el cuartel general. Desde aquí, el comandante en jefe supervisa todo el trabajo cotidiano de la base.

–¿Cuántos marines hay? –preguntó Prudence.

Le estaba buscando las cosquillas. Lo sabía por las preguntas que hacía y por la sonrisa diabólica.

«Muy bien, querida, podemos jugar a ese juego».

–Sinatra, ¿cuántos marines hay?

Sinatra consultó sus datos.

–Unos quince mil, entre marines, personal de la Marina, empleados civiles y familiares, señor.

Ese chico era una maravilla, pensó Joe. Al pasar por el vestíbulo principal, Sinatra le dio discretamente una copia de la guía.

–Gracias –murmuró Joe.

–Sé lo que es que te pillen –dijo Sinatra con una sonrisa tranquilizadora.

A lo que había llegado. Una profesora de enseñanza media lo había pillado. A un marine de los Estados Unidos con años de experiencia. Una mujer seductora. Una mujer fuera de su alcance, la princesita de su jefe.

Tenía que encontrar alguna forma de quitarse de encima esa tarea.

La visita fue sobre ruedas desde que tuvo la guía. Pudo hablarles del roble gigantesco que tenía más de trescientos cincuenta años. Incluso pudo responder a un empollón que le preguntó el nombre en latín del árbol: Quercus virginiana.

Las cosas se complicaron un poco en los dormitorios. Había algo inesperadamente provocativo en el hecho de estar con Prudence en un sitio con tantos colchones. Quizá las cosas no fuesen tan mal como él pensaba si era capaz de pensar en el sexo en una situación como esa.

Además, estaban todos esos niños que pululaban de un lado a otro y absorbían todo el oxígeno de la habitación.

–Las camas son muy pequeñas –señaló Pete con sorpresa–. Y son literas.

–En el Infantería de Marina, la cama es un catre –le corrigió automáticamente Joe.

–¿Un catre? Parece un instrumento de tortura.

La tortura era estar en un sitio tan pequeño con tantos niños. No había estado tan desasosegado ni el primer día de recluta.

–Las camas… bueno… los catres –corrigió inmediatamente Pete– están muy bien hechos.

–Eso es porque los marines tienen que aprender a hacerlas con la sábana perfectamente doblada en cuarenta y cinco grados –dijo Prudence.

–¡Imposible! –los ojos de Pete se salían de las órbitas–. ¿Se las hacen ellos?

–Afirmativo –dijo Joe–. Tienen que aprender a hacerlas al estilo de los marines.

–Veréis, en la Infantería de Marina solo hay una forma correcta de hacer las cosas y es al estilo de los marines –dijo Prudence con tono burlón. Se volvió hacia Joe–. Cuénteles a los niños algunos términos de los marines. El suelo se llama…

Era la hija de un marine y lo sabía perfectamente. Solo quería tocarle las narices. No había duda de que era la princesita de papá. Mimada y caprichosa. ¿Cómo podía burlarse de la Infantería de Marina? Él y los demás hombres de los que se burlaba se jugaban la vida por defender su precioso trasero. Pero estaba claro que no le importaba mucho.