Lejos del deber - Cathie Linz - E-Book
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Lejos del deber E-Book

CATHIE LINZ

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Beschreibung

Al capitán Mark Wilder le habían encomendado la misión de proteger a la princesa Vanessa Von Volzemburg mientras esta viajaba de incógnito por Estados Unidos, pero a él no le gustaba nada tener que espiarla. Vanessa no era en absoluto la princesa mimada que Wilder había esperado. Era valiente y atrevida, además de bella y vulnerable... Una mujer que deseaba con todas sus fuerzas ser libre lejos de sus obligaciones reales. Al mismo tiempo era consciente de que debía volver y casarse con un hombre al que no amaba. Vanessa estaría a salvo mientras estuviera a cargo de Mark, pero él sabía que no podría protegerla siempre del resto del mundo, ni siquiera de sí mismo.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2001 Cathie L. Baumgardner

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Lejos del deber, n.º 1684 - noviembre 2019

Título original: The Marine & the Princess

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-649-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Tienes que ayudarme! –suplicó desesperada la princesa Vanessa Alexandria Maria Teresa von Volzemburg.

–¿Qué te pasa? –le preguntó desde el otro lado de la línea telefónica Prudence Martin Wilder, su mejor amiga–. ¿Te encuentras bien?

–No, no me encuentro bien –replicó Vanessa. Se quitó sus zapatos de diseño y se dejó caer sobre el sofá de marfil tapizado de tela adamascada que había en su suite del hotel Plaza–. Si tengo que estrechar una mano más o dedicarle a alguien otra de mis vacías sonrisas reales, me pondré a gritar –la voz le temblaba de agotamiento–. Estoy en Nueva York, la ciudad más vibrante e interesante del mundo, y me siento como una prisionera.

Vanessa miró hacia la ventana, y vio destellar las luces de la ciudad con añoranza. Se sentía tan atrapada. Los muros de su prisión eran barras invisibles, construidas de lealtad hacia su familia y su país. Estaba agotada de correr durante meses de un acto oficial a otro, anteponiendo el deber a su propia salud. Había padecido dos gripes y una bronquitis, sin por eso dejar de atender sus obligaciones, hasta llegar a sentirse tan agotada que casi no era capaz de pensar con coherencia.

–¿Qué estás haciendo en Nueva York? –preguntó Prudence.

Vanessa se frotó los pies para aliviar el dolor que sentía en ellos. Estaba segura de que la gente pensaba que unos zapatos que habían costado varios miles de dólares y habían sido diseñados especialmente para ella tenían que ser cómodos y espectaculares a la vez. Sin embargo Vanessa había pensado en muchas ocasiones que le habría encantado asistir a algún acto oficial con unas zapatillas de deporte bajo su vestido de alta costura.

–He venido a la convención internacional de fabricantes de chocolate para promocionar a los fabricantes de chocolate de Volzemburg.

–Un trabajo muy duro –dijo Prudence con tono burlón–, pero alguien tiene que hacerlo.

–Llevo trabajando desde las seis de la mañana y ya son más de las once de la noche. Y así todos los días que ha durado la convención. Creo que no voy a poder volver a comer chocolate en un mes –se lamentó Vanessa.

Prudence se echó a reír.

–Eso me resulta difícil de creer.

–Muy bien, tal vez pueda volver a comerlo dentro de una hora o dos, pero no me siento con fuerzas para regresar a Volzemburg –Vanessa se pasó los dedos por su impecable corte de pelo, despeinándolo. Mimi, la peluquera real, se habría sentido consternada de haber estado allí–. Mi padre me ha estado volviendo loca con su insistencia en que anuncie mi compromiso matrimonial con Sebastian de Koonan.

–Sebastian es aquel empresario rico de Volzemburg, ¿verdad? –preguntó Prudence.

–Exactamente. Su linaje es casi tan bueno como el mío, y además supongo que puede considerársele guapo. Pero la idea de casarme con él… –Vanessa se estremeció–. Sería como casarme con mi primo o mi hermano. Solo siento afecto por él.

–¿Se lo has dicho a tu padre?

–Claro que se lo he dicho, pero mi padre no me escucha y ya no puedo aguantarlo más –la voz de Vanessa se quebró–. Tengo que salir de esta prisión de responsabilidades por lo menos unos días.

–Vanessa, no vayas a cometer ninguna imprudencia –le advirtió Prudence. El tono de voz de su amiga le había recordado el que solía emplear en su época de adolescentes cuando ambas habían compartido colegio privado durante un curso escolar.

–¿Qué no cometa ninguna imprudencia? ¿Y me lo dices tú, con las que cometías cuando eras una adolescente?

–Sí, pero yo no soy princesa. Como tú misma acabas de decir, tienes responsabilidades y no puedes tomarte vacaciones.

–¿Ah, no? –Vanessa se incorporó en el sofá–. ¿Y por qué?

–Porque tu vida está planeada con meses de adelanto. ¿No es eso lo que me has dicho?

–Sí, pero la semana que viene mi padre la ha reservado para que la pase con Sebastian en palacio. No hay programado ningún acto oficial importante. Podría irme sin más.

La emoción se apoderó de Vanessa, y por un momento empezó a ver un rayo de luz al final de lo que había sido para ella un largo, oscuro y solitario túnel.

–No, no podrías. Sería peligroso. Eres una princesa rica. Si desaparecieras tu padre podría enviar a los marines en tu busca, o lo que tengáis equivalente en Volzemburg.

El padre de Prudence era sargento mayor del cuerpo de marines de los Estados Unidos, y hacía un año que estaba casada con un marine. Por eso los tenía siempre presentes.

–Bueno pues, en vez de desaparecer, podría quedarme aquí mismo, en Nueva York.

–Tu padre no te lo permitiría.

–Lo haría, si pensara que estoy enferma. Y he estado enferma. Ahora me encuentro tan agotada, que estoy segura de que está a punto de entrarme cualquier enfermedad –Vanessa miró la elegante habitación en que se encontraba con determinación–. ¡Necesito evadirme de esta prisión, y creo que tengo un plan que puede funcionar!

–Me parece una locura.

–Todavía no has escuchado mi plan –protestó Vanessa.

Prudence suspiró.

–Muy bien, convénceme.

–Le diré a mi padre que me he puesto enferma. Nada grave para que no venga a buscarme de inmediato. Solo algo que me impida viajar en avión. Una gripe fuerte que me cause un terrible dolor de oídos sería perfecta.

–Ya, muy convincente –replicó Prudence con escepticismo.

¿Por qué piensas que tu padre va a creerse que te ha entrado una gripe tan fuerte precisamente cuando tenías que volver a casa para estar con Sebastian? ¿No crees que sospechará algo?

–No, si hago que un médico hable con él.

–¿Y cómo lo vas a conseguir?

Vanessa frunció el ceño un momento mientras pensaba.

–Contrataré a alguien. Nueva York está llena de actores.

–Muy bien. Digamos que tu padre se cree lo de tu enfermedad. ¿De qué te serviría? Tendrías que permanecer recluida en tu habitación fingiendo estar enferma.

–No, si puedo convencer a mi dama de compañía de que me ayude, y creo que puedo conseguirlo –dijo Vanessa, cuyo entusiasmo iba en aumento a medida que veía perfilarse su plan.

–Vanessa, no puedes salir sola por Nueva York. Eres una princesa y necesitas algún tipo de protección.

–Lo que nos lleva a llamar a los marines, como tú dijiste antes. O a uno de ellos en particular. ¿Qué te parece?

Prudence se quedó un momento pensativa antes de decir:

–Creo que tengo el marine adecuado para ti.

–Sabía que podía contar contigo. Tengo que salir de aquí lo antes posible o te juro que voy a volverme loca –dijo Vanessa con voz temblorosa.

–No te muevas –dijo Prudence con firmeza–. La ayuda está en camino.

Tras hablar con su amiga, consiguió llegar a la cama a duras penas. No se sentía bien. Tal vez le hubiera sentado mal el pollo de goma que le habían servido en el banquete de aquella noche. O que no había comido mucho en los últimos días. Estaba tan deprimida que no tenía ganas de comer o dormir cuando podía hacerlo, que no era muy a menudo.

En cuanto se metió bajo las sábanas, se quedó dormida tramando su huida.

Se despertó al amanecer. Todavía sentía el cuerpo cansado, pero su mente funcionaba a pleno rendimiento, impidiéndole seguir durmiendo. Necesitaba perfeccionar su plan. Se preguntó cómo se las iba a arreglar para encontrar a un actor que quisiera hacer de médico.

Se puso la bata, que llevaba el escudo de su país bordado en el bolsillo del pecho, y se dirigió al baño con paso inseguro por la falta de sueño.

Al abrir la puerta se quedó atónita al ver al capitán de marines, Mark Wilder, esperándola. Vestido con unos vaqueros y una camisa de color negro, presentaba un aspecto de lo más peligroso y sexy.

–A sus órdenes, Princesa –dijo lentamente.

 

 

Mark no podía creerse aún que le hubieran encomendado la misión de hacer de niñera de la amiga de su cuñada, por muy princesa que fuera.

Por supuesto que podía haberse negado, pero Prudence le había parecido desesperada al teléfono. Además, después se había puesto su hermano Joe y, casi sin darse cuenta, se había encontrado al día siguiente en un avión camino de Nueva York para rescatar a Vanessa.

Lo más irónico había sido que media hora más tarde, su comandante en jefe le había ordenado también proporcionar protección y seguridad a la susodicha princesa, sin que ella supiera el verdadero propósito de su misión.

Su jefe le había definido a la princesa Vanessa Alessandria Maria Teresa von Volzemburg como una niña malcriada y aburrida de su privilegiada vida, que estaba volviendo loco a su padre, al parecer importante aliado de los Estados Unidos.

En aquel momento, Mark podía entender a la perfección la manera en que podía volver loco a un hombre. La bata de seda de color morado que vestía dejaba al descubierto un generoso escote y estaba muy hermosa. La última vez que la había visto, hacía nueve meses, llevaba puesto un vestido de dama de honor en la boda de Prudence y Joe. Entonces, no le pasó desapercibida. Sin embargo Vanessa no pareció reparar en él. Se había limitado a mostrarse amable con todo el mundo, saludando a unos y otros sin hacerle ningún caso.

No podía negarse que su comportamiento lo había molestado. Desde el primer momento se había dado cuenta de cuánto se parecía a Grace Kelly. Tenía los mismos cabellos rubios e idéntico porte real, aunque Vanessa poseía unos hermosos ojos verdes que le daban un toque exótico y unos labios muy sensuales. Aquel era el tipo de boca que hacía que un hombre tuviera pensamientos impuros.

Su cuerpo producía el mismo efecto, ya que no tenía la extrema delgadez de las modelos, sino que estaba llena de curvas. A él le gustaban las mujeres así. Aunque si además eran princesas ya resultaban demasiado tentadoras.

–¿Qué está usted haciendo en mi baño? –preguntó Vanessa con voz de princesa ultrajada.

Mark no podía creerse que hubiera asistido a la escuela de marines para terminar como guardaespaldas de una princesa. Esas eran las cosas que solo se hacían por la familia y por la patria.

–¿Quiere que me marche? –Mark hizo ademán de marcharse, pero Vanessa levantó la mano, indicándole que se detuviera.

–No. Lo… lo que pasa es que no esperaba encontrarlo aquí, y me asustó. Eso es todo.

–¿No le dijo Prudence que iba a venir?

–Me dijo que tenía un oficial de marines en la cabeza, pero no pensé que iba a llegar usted con tanta rapidez. Ni que iba a encontrarlo aquí. ¿Cómo ha conseguido burlar mi servicio de seguridad?

–Soy un oficial de marines que, además, se ha entrenado con la unidad de élite. Sé cómo evitar que me descubran, Princesa.

–Quiero que me trate con normalidad –le dijo Vanessa, pero con el mismo tono de voz que empleaba con sus subordinados, que a Mark lo molestó mucho percibir–. Puedes llamarme Vanessa.

–Y tú a mí Capitán –le respondió Mark.

–Te llamaré Mark –le dijo, haciendo caso omiso del sarcasmo de su respuesta–. ¿Qué es lo que te ha contado Prudence, exactamente?

–Que se te había ocurrido la loca idea de pasearte sola por Nueva York.

–Dudo mucho de que lo haya dicho de ese modo.

Mark se encogió de hombros, y al hacerlo, Vanessa reparó en su musculatura

–El mensaje es el mismo.

–Me da la sensación de que no te parece muy bien.

–Como ya te he dicho, me parece una idea descabellada.

–Entonces, ¿por qué has venido?

–Porque mi hermano me pidió que te ayudara, y le debo un favor –le dijo mencionando solo una de las razones.

–Tu hermano es muy amable –dijo Vanessa, queriéndole dar a entender que no pensaba lo mismo de él.

–Sí, Joe es un bombón –se burló Mark–. Bueno, vamos a ver si lo tengo claro. Quieres tomarte unos días de vacaciones de tus obligaciones de princesa para recorrer la ciudad, ¿no es así?

–Supongo que esa es una manera de decirlo. ¿Podemos seguir con esta conversación en otro sitio? –le pidió Vanessa mientras se ajustaba la bata al cuerpo–. No acostumbro a sostener conversaciones en el cuarto de baño.

–Preferiría quedarme donde estoy, de momento –dijo Mark. Tras bajar la tapa del sanitario, indicó a Vanessa que se sentara allí–. Me parece que el trono os pertenece, Alteza.

Vanessa frunció el ceño, y se echó a reír.

–Tienes sentido del humor, Capitán. Me gusta en un marine.

–Y tú un bonito par de piernas. Algo que me encanta en una princesa.

–Me alivia oírtelo decir –le dijo con ironía mientras se sentaba con elegancia encima de la tapa del sanitario como si se tratara del mismísimo trono de Volzemburg, hermosamente tallado y con incrustaciones de piedras preciosas–. No me gustaría acabar con ninguna de tus descabelladas ideas preconcebidas sobre las princesas.

–Ya lo has hecho queriendo huir –le dijo–. ¿Tan duro resulta hacer de princesa?

–Mucho más de lo que te imaginas –le dijo Vanessa cortante, aunque sin levantar el tono de voz.

–Creo que a mí me resultaría un trabajo muy agradable –echó un vistazo a su alrededor–. Apuesto a que una noche en este sitio cuesta más de lo que gano en una semana, o incluso en un mes.

–Puede que tengas razón. No sé lo que cuesta porque los contables reales se encargan de ese tipo de cosas –dijo con desdén.

–¿Y de qué tipo de cosas quieres que me encargue yo?

–De mi seguridad. Te pagaré por ello, por supuesto.

–No me insultes –le dijo Mark cortante.

Vanessa parpadeó sorprendida.

–No intentaba…

–Estoy haciendo esto por Prudence –dijo ocultando que se lo habían ordenado también–. Me encuentro disfrutando de un permiso, y tenía algún tiempo libre.

–No sé qué decir.

–No hay nada que decir. Y ahora, ¿qué plan tienes?

Vanessa le contó exactamente lo mismo que a Prudence, solo que con más precisión y firmeza para que no creyera que era algo poco pensado.

–No me convence, porque si contratas a un actor para que haga de médico, seguramente no tardará en correr a contárselo a la primera revista sensacionalista que se lo pague bien –le dijo. Al ver la palidez de su rostro y las ojeras que tenía se compadeció de ella–. Conozco a un médico de verdad que te recomendará permanecer en cama y descansar. Seguramente diagnosticará agotamiento.

–Los Volzemburg no se agotan jamás –afirmó Vanessa con orgullo–. Luchamos contra Alejandro El Grande para defender nuestro país, y llevamos gobernándolo desde entonces.

–Puede ser, pero ya no necesitas echar aceite hirviendo desde las almenas del castillo para defender a tu país.

–No, solo tengo que pasarme el día entero de fiesta en fiesta –dijo Vanessa con sarcasmo.

Mark le dirigió una sonrisa irónica, y no le mostró ningún tipo de compasión.

–Como ya te he dicho antes, llevas una vida muy dura. Demasiadas fiestas y pocas horas de sueño. El doctor Rosenthal es tu hombre. Ya ha visto antes estas cosas.

–Pero a mí no me conoce –respondió Vanessa con altanería real–. ¿Qué te hace pensar que estará dispuesto a llamar a mi padre?

–Es un antiguo marine, y no lo asusta la realeza.

–Ni a ti tampoco, ¿verdad?

–Estás en lo cierto.

–¿Es que te asusta algo?

–Como ya te he dicho, pertenezco al cuerpo de marines de los Estados Unidos. No nos asustamos fácilmente.

–Pero, ¿es que hay algo que te dé miedo?

–Bueno –dijo lentamente–, tal vez el matrimonio, o estar comprometido solo con una mujer.

–A mí también me asusta el matrimonio –admitió Vanessa, sorprendiéndolo.

–Como ni yo me voy a casar contigo, ni tú conmigo, no tenemos ningún motivo de preocupación.

–Excepto el que nos pillen –dijo Vanessa.

–A los oficiales de marines no los pillan nunca. Y ahora, volvamos a nuestro plan.

–Antes, creo que es mejor que te inventes otro diagnóstico, porque mi padre no aceptará nunca el de agotamiento. No es una excusa apropiada para evitar que me haga regresar a casa. No, el diagnóstico debe tener que ver con mis oídos.

La mirada de Mark se dirigió de inmediato a las orejas de Vanessa. Eran pequeñas y femeninas, y sus lóbulos no estaban adornados con circonitas, sino con diamantes auténticos como era de esperar en una princesa.

–¿Duermes con esas cosas en las orejas?

Vanessa se tocó los lóbulos.

–Ayer estaba demasiado cansada como para hacer algo más que quitarme la ropa.

Al oírle decir aquello, el rostro de Mark permaneció impasible, como le habían enseñado en el cuerpo de marines. Sin embargo, se sintió perturbado al preguntarse si debajo de la bata de seda Vanessa llevaba algo. Su cuerpo respondió a la proximidad de la joven como hombre, no como marine.

–¿Estaría dispuesto el doctor Rosenthal a decir que padezco una fuerte gripe, y que por eso no puedo volar? Recuerde que tiene que decir que me ha afectado a los oídos, y por eso no podré subirme a un avión durante varios días.

–Muy bien. Estoy seguro de que el doctor dirá cualquier cosa que se le pida.

–¿No se le planteará ningún problema ético al hacerlo?

Mark no tenía intención alguna de contarle por qué estaba dispuesto el doctor Rosenthal a seguir su plan.

–Es un amigo. Ya te he dicho que hará lo que le pidamos. Sigamos hablando del plan. ¿Dónde tienes pensado dormir?

Vanessa no había pensado en aquello todavía.

–Me imagino que aquí –le dijo.

–No me parece una buena idea. Tendrías que burlar a tu guardia de seguridad todas las noches. Acabarían pillándote.

–Muy bien. Entonces dormiré en otro sitio. Hay montones de hoteles en esta ciudad.

–Pero no muchos que yo pueda pagar.

–Por supuesto, me haré cargo de los gastos –le aseguró Vanessa.

–¿Con qué? No pensarás atraer la atención de todo el mundo usando tu principesca tarjeta de crédito de platino. ¿O acaso piensas llevarte a tus contables a todos los sitios para que se vayan haciendo cargo de tus gastos?

–Muy bien –le dijo, dirigiéndole una mirada irritada–. No he ultimado todos los detalles todavía.

–Entonces, menos mal que yo sí. Pero antes de que sigamos adelante, es importante que dejemos varias cosas claras. La primera, que soy yo quien está al cargo de esta operación.

–Supongo que te referirás a la militar, no a la médica –le dijo Vanessa burlona.

–Afirmativo. Tengo más experiencia en este tipo de cosas que usted.

–¿En fingir ser una persona normal?

–En fingir ser alguien que no soy –respondió Mark.

Si la princesa Vanessa Alessandria Maria Teresa von Volzemburg supiera cuál era la verdadera razón por la que el marine se encontraba allí, lo echaría a la calle sin pensárselo dos veces. Él debía encargarse a toda costa de que ella no llegara a enterarse.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Alteza? –llamó su dama de compañía a la puerta del dormitorio de Vanessa–. ¿Está lista para desayunar?

–¡No, Celeste! –Vanessa salió a toda prisa del cuarto de baño y corrió a poner una mano en la puerta del dormitorio para que la otra mujer no entrara–. Vuelve dentro de diez minutos, por favor –le pidió.

–Como su Alteza desee.

Al volverse, casi se tropezó con Mark. El marine se movía con tanto sigilo, que Vanessa no lo había oído salir del cuarto de baño. Sobresaltada, dio un paso atrás y se enganchó el pie con el dobladillo de la bata.

Mark se apresuró a sujetarla. Estaba tan cerca de él que se vio reflejada en sus ojos azules y el corazón empezó a latirle muy deprisa.

Para que no se cayera, Mark le puso las manos en la cintura y Vanessa pudo sentir su calor a través de la bata de seda. En realidad, notó cada uno de sus dedos, cuya presión le produjo desasosiego hasta en lo más intrincado del corazón.