Algo más que promesas (Ganadora Premios RITA) - Karen Templeton - E-Book
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Algo más que promesas (Ganadora Premios RITA) E-Book

KAREN TEMPLETON

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Beschreibung

Aquel hombre tenía un plan. Blythe Broussard no estaba dispuesta a volver a comprometerse con ningún hombre. Pero Wes Phillips no aceptaba un no por respuesta. El congresista de Maryland, viudo y con un problemático hijo de once años, estaba decidido a conseguir una cita con la desencantada diseñadora de interiores. Su reelección no era tan importante como ganarse la confianza de Blythe y convencerla para que lo intentaran juntos... a pesar de que el escandaloso pasado de Blythe amenazaba con echar por tierra sus aspiraciones políticas. Lo primero era su futuro con Blythe, siempre y cuando ambos estuvieran dispuestos a arriesgar sus corazones por una segunda oportunidad.

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Seitenzahl: 232

Veröffentlichungsjahr: 2013

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2013 Karen Templeton-Berger

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Algo más que promesas, N.º 2010 - enero 2014

Título original: The Marriage Campaign

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-4132-1

Editor responsable: Luis Pugni

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Blythe Broussard no odiaba el Día de San Valentín, pero le encontraba tan poca utilidad como a un equipo de camping o a una prensa de ajos. Tampoco le hacía ascos al chocolate a mitad de precio del día después, pues ¿qué le importaba el envoltorio con tal de conseguir una ganga?

Hubo un tiempo, naturalmente, en el que cada Día de San Valentín se despertaba con la ilusión de recibir una tarjeta, una tarjeta al menos, de algún chico de su clase. Pero esos recuerdos eran tan lejanos como las poquísimas tarjetas recibidas. Eran muy pocos los chicos que no se habían sentido intimidados por una chica que, en cuarto curso, los superaba a todos en estatura. Un desequilibrio que la Madre Naturaleza no había corregido hasta bien entrado el instituto.

Fue entonces cuando Blythe se fijó en el primer chico que podía mirarla a los ojos sin sufrir una tortícolis. También él se fijó en ella, con más entusiasmo que experiencia... o aguante. Por desgracia, cuando Blythe se dio cuenta de que la pérdida de su virginidad iba a convertirse en un trauma, ya era demasiado tarde para recuperarla.

Y, naturalmente, aquel desafortunado suceso tuvo lugar el Día de San Valentín. De eso hacía exactamente catorce años, recordó Blythe mientras se dejaba caer en el sofá de terciopelo azul de la cursi tienda de novias, donde sus primas Mel y April se probaban los vestidos que lucirían en su boda. Al cabo de cuatro meses las dos se casarían a la vez. Y Blythe, que Dios se apiadara de ella, no solo había accedido a ser la dama de honor sino también a organizarlo todo.

Las tres habían sido como hermanas desde niñas, cuando pasaban juntas los veranos en la casa de su abuela cerca de St. Mary’s Cove, en la costa de Maryland. Habían tomado caminos separados al llegar a la adolescencia, pero recientemente habían vuelto a reunirse para ocuparse de la herencia de su abuela. No parecía que hubieran pasado diez años sin verse, y Blythe estaba dispuesta a hacer cualquier cosa por ellas.

Incluso organizar sus bodas.

A su lado, Quinn, la hija de diez años de Mel, dio un chillido, se bajó de un salto del sofá y corrió hacia la ventana.

—¡Mira, Blythe! —exclamó, con sus brillantes cabellos rojizos reflejando la luz perlada—. ¡Por fin está nevando!

En efecto, comprobó Blythe con el ceño fruncido. No le hacía ninguna gracia tener que conducir por las carreteras heladas de vuelta a Alexandria, a las afueras de Washington.

—Ya veo —dijo, mirando su móvil. Llevaban dos horas en la tienda. Tras ella, April rio con alborozo en el probador.

«Por favor...», rogó Blythe en silencio. «Que sea ese el vestido».

Quinn volvió al sofá. El breve entusiasmo por la nieve no podía competir con el aburrimiento que suponía esperar a que no una sino dos novias eligieran sus vestidos. Soltó un enorme bostezo y se acurrucó junto a Blythe, quien la rodeó con un brazo.

—Tú quisiste acompañarnos, ¿recuerdas?

—Porque creí que sería divertido. ¿Cómo se puede tardar tanto en elegir un estúpido vestido blanco?

Blythe se rio, aunque estaba totalmente de acuerdo con su sobrina. Para su boda apenas empleó tiempo en elegir el vestido... Se quedó con el primero que vio, igual que hizo con su novio. Quizá si hubiera elegido con más cuidado aún seguiría casada.

O no. A Giles no le había faltado... talento, pero aquello no bastó para mantenerlos unidos y ambos acabaron admitiéndolo, repartiéndose la culpa por el fracaso de su matrimonio tan equitativamente como hicieron con la vajilla y las lámparas.

Al menos April y Mel habían elegido bien. Sus novios estaban locos por ellas, pero sin llegar a perder la cabeza, y las dos irradiaban una seguridad y una felicidad que a Blythe se le antojaban imposibles de encontrar.

—¡Mamá! —exclamó Quinn, irguiéndose en el sofá cuando su madre apareció con un precioso vestido de satén, encorsetado y drapeado—. ¡Estás increíble!

La niña no exageraba. El vestido se ceñía a las generosas curvas de Mel, tan sencillo, sexy y elegante como la morena de ojos verdes y pelo castaño oscuro que lo llevaba puesto.

—Dios mío, Mel... —murmuró Blythe con voz ahogada. Ella jamás volvería a casarse, pero se alegraba por su prima. Tras diez años criando sola a su hija, se merecía la felicidad que podía darle el doctor Ryder Caldwell, a quien había adorado desde que era una niña pequeña—. Te queda de maravilla.

Un momento después apareció la rubia y vivaracha April, ataviada con un vestido de tul, recubierto de mostacillas y sin tirantes, pero que no llegaba a engullir su menuda figura.

—¡April! —exclamó Mel—. Santo Cielo...

La sonrisa de April era lo único más radiante que el ostentoso corpiño. Habría que recortar un poco el dobladillo de April y retocar el corpiño de Mel para amoldarlo a su amplio busto, pero por lo demás los vestidos eran perfectos y se complementaban el uno al otro a pesar de ser radicalmente distintos.

—¡Vamos allá con el velo! —les dijo April a las dos dependientas vestidas de negro que esperaban sonrientes. Un minuto después April lucía un larguísimo velo con cuentas que le confería un aspecto de Virgen, mientras que Mel había optado por unas camelias de seda sobre la oreja izquierda. Las dos estaban tan impresionantes que no se podía describir con palabras.

Todo lo contrario que el tiempo, pensó Blythe. Porque, cuando las dos novias volvieron a vestirse, los suaves copos de nieve habían dejado paso a una fuerte ventisca que pondría en apuros incluso al Lexus de April.

Imposible volver a Washington. O a cualquier otro sitio. A Blythe le dolía la cabeza solo de pensarlo.

Y, al parecer, también a sus primas, quienes habían hecho grandes planes para la noche de San Valentín.

—¿Puedes conducir con esta nieve? —le preguntó Mel a April cuando salieron a la calle.

—Me crié en Richmond. ¿Tú qué crees? —respondió April con un suspiro—. Aunque, si alguna de vosotras quiere conducir por mí...

—Ni hablar —respondió Mel, rodeando a su hija con un brazo protector—. Y tú tampoco, Blythe. Tu manera de conducir en condiciones normales ya me da escalofríos.

—¡Eh!

—Callaos las dos —ordenó April mientras sacaba el móvil del bolsillo—. Hay un hotel al otro lado de la calle. Y ahí enfrente tenemos un supermercado —ninguno de los dos establecimientos podía verse a través de la nieve—. Si nos quedamos tiradas en medio de la carretera, al menos no nos moriremos de hambre.

April siempre tan optimista...

—¿Y qué pasa con tus huéspedes? —le recordó Blythe. April y Mel se encargaban de dirigir la pensión de su difunta abuela.

—¿En febrero? No tenemos ninguna reserva hasta dentro de dos semanas —levantó un dedo cuando su llamada recibió contestación—. Hola, cariño —sin duda estaba llamando a su novio, Patrick—. Está nevando mucho y no podemos usar el coche...

Mel estaba manteniendo la misma conversación con su novio. Blythe, en cambio, no tenía nadie a quien llamar y nadie que se preocupara por ella. Nadie que se sintiera decepcionado por no verla en casa aquella noche. Nadie a quien decirle que estaba atrapada en el centro comercial de un pueblo tan pequeño que había que ampliar el googlemaps al máximo para encontrarlo. Normalmente le resultaba estimulante y liberador no tener que darle explicaciones a nadie sobre sus idas y venidas. Aquella noche, sin embargo...

Posiblemente tenía algo que ver con la brusca bajada de presión.

—Voy a pedir un par de habitaciones —dijo April—. ¿Qué tal si las demás vais a por algo de comer? Me aseguraré de que las habitaciones tengan nevera.

Dicho eso, se alejó a paso firme y decidido bajo la nieve como una pequeña e intrépida exploradora.

Nadie podría acusarlas de ser quisquillosas, pensó Blythe mientras intentaba seguir a Mel y a Quinn, quienes se reían como un par de bobas al resbalarse en el aparcamiento.

—¡Mirad! —exclamó Quinn cuando se aproximaban a la tienda, abarrotada de gente, convencida de que era el fin del mundo—. ¡Son Jack y su padre!

Jack Phillips era el mejor amigo de Quinn. Y el padre de Jack era la peor pesadilla de Blythe.

O su mayor fantasía, dependiendo del matiz que cobraran sus sueños nocturnos.

Como si aquel día no fuera ya lo bastante malo...

Conocía muy bien a Wes Phillips y su radiante sonrisa con hoyuelos con la que había cosechado el sesenta y dos por ciento de los votos en las últimas elecciones al congreso como candidato independiente. Pero los hoyuelos no lo eran todo. Tenía unos ojos color avellana sinceros y penetrantes, rodeados de unas arrugas muy sexys, y una recia mandíbula que haría las delicias de Miguel Ángel. Y además era alto, tanto que ni con unos tacones de diez centímetros, como los que calzaba en esos momentos, Blythe podría superarlo en estatura.

Pero Wes Phillips podía quedarse con sus ojos, su mentón y sus hoyuelos, porque lo único a lo que Blythe podría aspirar con él eran los sueños eróticos que de vez en cuando la invadían.

—¡Señoritas! ¿Se puede saber qué hacéis fuera de casa con este tiempo?

—Pues... comprar nuestros trajes de novia —respondió Mel.

La sonrisa de Wes vaciló ligeramente. No en vano había perdido a su mujer en el mismo accidente de coche que dos años antes se había cobrado la vida de Deanna, la novia de Ryder. El regreso de Mel a St. Mary’s había sido crucial para que Ryder se recuperase, pero era evidente que Wes aún no se había sobrepuesto a la pérdida.

Una razón de peso para que Blythe ignorase sus sonrisas. Y otra razón era el hijo de Wes, quien miraba con dolor y añoranza a Mel mientras hablaba con Quinn. En los últimos meses, Blythe había estado muchas veces con Quinn y Jack y había observado y escuchado con atención al niño de once años. Atrapado en ese espantoso limbo que era el paso de la infancia a la adolescencia, presentaba todas las señales de un buen muchacho a punto de explotar. Blythe conocía demasiado bien aquellas señales y deseaba encontrar la manera de avisar a su padre sin parecer una entrometida... o peor aún, disponible.

Porque, y aquella era la razón más importante de todas, mostrarse disponible solo la había conducido al desamor, la confusión y la duda de por qué se molestaba en intentarlo.

Al menos había aprendido la lección y se había convertido en una persona más sabia, madura y agradable estando sola que emparejada.

—¿Y a ti qué te trae por aquí? —le preguntó Mel a Wes.

—Lo de siempre —respondió él, sonriendo de nuevo—. Reuniéndome con los electores para soltarles un rollo sin hacer promesas que no podré cumplir.

Y encima era político... Un detalle que podría resultar casi superficial junto a todo lo demás, pero que para Blythe era definitivamente un factor a tener cuenta. Ella sabía muy bien cómo era la vida de un político, pues había trabajado para muchos de ellos. Para un político el trabajo era su vida. Sus estancias en Washington eran angustiosamente largas y el poco tiempo que pasaba en casa se veía drásticamente reducido por los continuos viajes, reuniones y falsas demostraciones de gratitud hacia las personas que lo habían votado.

—¿Y tu séquito? —preguntó Mel, mirando alrededor.

—Hoy no llevo —dijo él, riendo—. A veces me subo al coche y me detengo donde me apetezca para ver si hay alguien con quien charlar —su expresión se suavizó al mirar sonriente a su hijo—. Eso nos da a Jack y a mí la oportunidad de salir juntos y ponernos al día.

Blythe no tenía la menor duda de que era esa misma meticulosidad la que había provocado la expresión de tristeza en los ojos de su hijo. Jack seguía añorando terriblemente a su madre, y su padre no hacía nada por ayudarlo a superar la pérdida.

Pero por mucho que a ella la irritara, no era asunto suyo. Además, no se podía decir que el niño estuviera falto de atenciones. Los padres de Wes vivían con ellos y eran los mejores abuelos que se podría tener. Aun así, era obvio lo mucho que el crío necesitaba a su padre y cuánto le dolía tener que compartirlo con toda la Costa Este. Blythe había sufrido el mismo desapego por parte de sus padres y no podía dejar de compadecerse por el chico.

Jamás permitiría que su padre intentara intimar con ella.

Por muy sexy que fuera su sonrisa.

Wes volvió a sentir el vuelco en el estómago que sentía cada vez que veía a Blythe Broussard. Era una reacción inexplicable, absurda y del todo inapropiada. Apenas tenía tiempo para pensar en aquella extraña atracción, y mucho menos para satisfacerla... en el caso de que quisiera hacerlo.

Pero allí estaba ella, sosteniéndole la mirada con sus grandes ojos azules y acusadores, enmarcados en un rostro pálido y de facciones angulosas. Llevaba el pelo casi tan corto como él, de color rubio platino, y los labios pintados con un carmín tan oscuro que en cualquier otra mujer resultaría macabro.

No era bonita, al menos en un sentido convencional. Y todo lo distinta a Kym que se podría ser. Pero, aun así, la sangre le hervía en las venas al verla.

Se giró deliberadamente hacia Mel, más bajita y con curvas mucho más pronunciadas que las de su prima.

—¿Vas a volver a St. Mary’s?

La morena resopló con desdén.

—¿Con este tiempo? Ni hablar.

A Wes le gustaba Mel, y estaba muy contento de que su hija y Jack se hubieran hecho buenos amigos. Para Jack había sido terrible perder a su madre y, consecuentemente, también para él. Wes se alegraba sinceramente de que Ryder hubiera superado la muerte de Deanna, pero Ryder no la había conocido y amado durante veinte años, como Wes a Kym.

—Hemos decidido pasar la noche en el hotel —le explicó Mel—. ¿Y tú?

—Ahora que lo dices... la verdad es que no me seduce conducir con esta nieve. ¡Eh, Jack! —llamó a su hijo, que junto a Quinn intentaba atrapar los copos de nieve con la lengua—. ¿Qué te parece si nos quedamos a pasar la noche aquí?

—¿En el supermercado?

—No, tonto. En ese hotel de ahí —su mirada se encontró con la de Blythe y sintió que se quedaba sin aliento. Sabía que la atracción era puramente sexual, pero después de tantos meses sintiéndose como si se inyectara anestésicos...

Debía de ser el tiempo. O la agitación que quedaba tras pasar una tarde hablando con sus votantes.

Volvió la mirada y la atención a Mel.

—Si quedase una habitación libre...

—Le diré a April que reserve otra habitación —sacó el móvil del bolso mientras Blythe se alejaba, esquivando a una familia que salía en aquel momento de la tienda.

Los tres niños brincaban alegremente bajo la nieve y Wes advirtió la sonrisa de Blythe al observarlos, pero la sonrisa se esfumó de su rostro en cuanto sus miradas volvieron a encontrarse. Ella apartó la vista rápidamente. No era muy probable que sintiera la misma atracción sexual que él. Más bien, aversión.

Lógico. Al fin y al cabo, él era un político y no podía gustarle a todo el mundo. Eran muchos los que no compartían su forma de pensar.

Antes de entrar en la tienda con los niños, Mel le hizo un gesto de aprobación con el pulgar para darle a entender, presumiblemente, que no había problemas con la habitación.

—¿No vas a entrar? —le preguntó Wes a Blythe.

—No, cualquier cosa que Mel elija me parecerá bien.

Wes asintió, sintiéndose extrañamente incómodo. Tenía una gran facilidad de palabra, ya fuera para exponer un alegato, dar discursos o discutir medidas con los votantes. La última vez que se quedó mudo con una mujer fue cuando le pidió una cita a Kym, en noveno curso.

Nada que ver con aquella situación.

Cubrió el espacio que los separaba, preguntándose qué estaría mirando Blythe con tanta atención en el aparcamiento. Las luces de la tienda acentuaban la adusta expresión de su boca.

—Nevisca, decía el hombre del tiempo...

Wes observó el aparcamiento con las manos en los bolsillos.

—No estuvo muy acertado —carraspeó—. ¿Tus primas han encontrado sus vestidos?

—¿Qué? Ah... sí, así es.

—Bodas —dijo él, sacudiendo la cabeza.

Blythe guardó un largo silencio antes de volver a hablar.

—¿La tuya fue una boda por todo lo alto?

—Sí —respondió con un resoplido—. Pero apenas la recuerdo.

—¿Bebiste demasiado, tal vez?

Wes se rio, sorprendido por la broma... en caso de que fuera una broma.

—No. Estaba demasiado asustado. No porque no quisiera casarme con Kym... Lo habría hecho con dieciocho años, si hubiera podido. Pero cuando llegó el día me entró el pánico. Ya sabes, las típicas dudas... ¿Qué estoy haciendo? ¿Y si no funciona? Pero cuando apareció en el pasillo de la iglesia me fijé en su sonrisa, y fue lo único que vi durante toda la ceremonia.

—Lo siento. No por tu boda, sino por...

—Lo sé. Gracias.

Blythe asintió y se rodeó con los brazos.

—Parece que esta noche tendremos que aguantarnos el uno al otro.

—Yo no me preocuparía demasiado —repuso Wes—. Seguramente ni siquiera estemos en el mismo piso, así que no tendremos ni por qué vernos.

La oyó suspirar exageradamente a su lado.

Mel y los niños salieron de la tienda cargados con bolsas de plástico.

—¡Menos mal que existen las cajas automáticas! —exclamó de camino al aparcamiento.

—Será mejor que los sigamos —sugirió Wes. Agarró a Blythe del codo, y no lo sorprendió que ella se apartara y se pusiera a caminar cautelosamente por la superficie de aguanieve a merced de sus botas de tacón alto. Por delante de ellos, Mel se divertía tanto como los niños resbalando en la nieve con sus prácticos zapatos de suela plana.

Era lógico que la prima de Blythe hubiera podido ayudar a Ryder a superar la pena, ya que eran amigos desde la infancia. Mel era exactamente lo que Ryder había necesitado, y Wes se avergonzó de sí mismo al descubrir que sentía envidia. Ryder iba a tener una segunda oportunidad, no como él. A pesar de los denodados esfuerzos que hacía todo el mundo... sus padres, su director de campaña, incluso su dentista... por convencerlo para que volviera a casarse, estaba convencido de que nunca conocería a nadie como Kym.

El ruido de un resbalón y de un impacto lo hizo girarse. Bajó la mirada y se encontró a Blythe despatarrada en la nieve, maldiciendo como un sargento del ejército.

Sonriendo, le tendió la mano y rezó para que no se la arrancara de un mordisco.

Capítulo 2

Blythe miró la mano que le extendía Wes. Por unos momentos pensó en rechazarla, pero la elegancia nunca había sido su punto fuerte. Con unos tacones de diez centímetros debía de parecer una jirafa borracha.

—¿Estás bien? —le preguntó Wes mientras tiraba de ella para levantarla.

—Sí, sí, muy bien —murmuró, sacudiéndose la nieve del trasero—. Aunque no creo que mi dignidad sobreviva a esto.

—Eh, hace años que yo perdí la dignidad. Y he aprendido a vivir sin ella.

Blythe lo miró bajo la incesante cortina de nieve mientras seguía sacudiéndose. Wes parecía estar divirtiéndose mucho. Y tenía que admitir que también a ella le hacía gracia la situación.

—Gracias.

—De nada —arqueó una ceja y le ofreció el codo, y ella no tuvo más remedio que aceptarlo. Cabía la posibilidad de que volviera a resbalar y lo arrastrara en su caída. Y, en efecto, nada más pensarlo dio otro resbalón. Pero Wes la agarró rápidamente por la cintura y la pegó a sus costillas, sólido y firme como una roca—. Parece que no me odias tanto...

Sólido, firme y perspicaz.

Volvió a resbalar y a maldecir. Y Wes volvió a reírse mientras la sujetaba.

—Te juro por Dios que no lo estoy haciendo a propósito —le dijo ella.

—Lo sé. Ni siquiera tú podrías prever esta confluencia de factores —ella lo miró con el ceño fruncido—. Me refiero a la nieve, tus botas, mi oportuna presencia para impedir que te rompas el cuello...

—O mi trasero —masculló ella.

—Eso también —corroboró él con una sonrisa—. ¿Estás bien?

La verdad era que el trasero le dolía un poco, pero al menos así no pensaba en el dolor de cabeza.

—Sobreviviré —le aseguró, apartándose de él a la entrada del hotel—. No te odio. Wes. En serio. Es solo que... estoy cansada, tengo hambre y una jaqueca terrible.

Las puertas de cristal se abrieron al acercarse, pero él volvió a agarrarla del brazo. No sonreía, pero sus ojos...

Santo cielo, como diría April.

Desde su divorcio, Blythe había evitado cualquier tipo de relación sexual. Lo había hecho por elección propia, y para su sorpresa y alivio había sido una decisión enormemente liberadora. No en vano, siempre había pensado que su libido era como un animal doméstico al que mimar y satisfacer. Y ella había llegado a convertirse en una esclava de esa mascota, con unos resultados extremadamente desafortunados. Aquel período de limpieza, por tanto, le había permitido empezar a descubrir lo que realmente necesitaba.

Y lo que no necesitaba de ningún modo era la penetrante mirada de Wes Phillips.

—Siento que te duela la cabeza... —dijo él amablemente.

Tampoco necesitaba sus labios.

—... pero algo me dice que hay algo más. A menos que sea yo quien te provoque ese dolor de cabeza.

Blythe intentó ignorar el revuelo de sus hormonas.

—Solo en parte —dijo.

—¿En parte? Ah, ¿quieres decir que no te gusta mi política?

—Este no es mi distrito. No tengo ni idea de cuál es tu política —mintió—. Si no te importa, no me apetece hablar. Al menos hasta que haya comido algo.

—Claro, pero... No importa. Vamos.

El aire cálido y seco de la recepción envolvió a Blythe como el abrazo de una abuela... aunque no de la suya. Mel, April y los niños estaban ante el mostrador, adornado con todas las tonterías de San Valentín que se podían encontrar. Genial.

—¿Nos vemos después, en el restaurante? —le preguntó Wes, una vez recogida su llave, y le sonrió cuando ella frunció el ceño—. ¿No has dicho que querías comer?

Blythe miró a sus primas, quienes, gracias a Dios, estaban demasiado ocupadas charlando entre ellas.

—Depende de lo que haya comprado Mel. Lo único que quiero es acostarme hasta que se me pase esta maldita jaqueca.

—¿Y cómo esperas descansar con esta compañía tan ruidosa?

—Si los astros me son favorables, todos se quedarán en otra habitación y me dejarán tranquila.

—Bueno, si cambias de opinión...

—No lo creo —dijo ella mientras un chillido infantil taladraba sus oídos por encima de la alegre cháchara de sus primas.

—En ese caso, que pases una buena noche —le hizo una pequeña reverencia y se alejó con su hijo.

Blythe los siguió con la mirada como un perrito bobalicón.

Tras el mostrador, una agobiada recepcionista tecleaba frenéticamente en el ordenador ante un padre de aspecto joven, empapado y desaliñado. Junto a él, dos niños se aferraban como posesos a la mujer, igualmente desastrada, quien sostenía a otro niño pequeño y llorón en brazos.

—¿Subimos a las habitaciones? —les preguntó a sus primas—. No sé vosotras, pero yo estoy a punto de caer rendida.

—Estábamos pensando en ir antes al restaurante —dijo Mel—. Aprovechando que no tenemos equipaje ni nada.

—Pero... ¿Es que no has comprado comida? —le preguntó Blythe.

—Antojos, sobre todo. Pero también un pollo asado y...

—Suficiente —la interrumpió Blythe, quitándole las bolsas del supermercado—. Dame la tarjeta. Os veré más tarde.

—Lo siento muchísimo —le dijo la recepcionista a la pequeña familia—, pero acaban de ocupar las últimas habitaciones libres.

April intercambió con Mel una mirada que lo decía todo y se acercó de nuevo al mostrador.

—Deles una de nuestras habitaciones. Nosotras compartiremos la otra, ¿verdad, chicas?

A Blythe se le cayó el alma a los pies, pero entonces miró a la mujer y a los niños y se olvidó momentáneamente de su jaqueca.

—Pues claro —respondió alegremente—. No será la primera vez que compartamos habitación, aunque de eso hace muchos años.

—¿Está segura? —preguntó la mujer, cambiándose al bebé de brazo. Su expresión era una mezcla de angustia y gratitud—. No queremos causarles molestias.

—En absoluto —le aseguró Blythe con una sonrisa—. Se lo digo en serio.

A la joven madre se le llenaron los ojos de lágrimas y les dio un abrazo a cada una. April y Mel se dirigieron hacia el restaurante y Blythe subió a la habitación, donde se pasó la siguiente hora atiborrándose de pollo asado y ensalada de patata mientras veía una serie sobre los amores y desdichas de unas amas de casa convenientemente operadas para la pequeña pantalla.

A la mañana siguiente, Blythe abrió los ojos y se encontró en una oscuridad total, salvo por la pálida luz grisácea que se filtraba por las cortinas. Mientras las otras dormían, se levantó en silencio de la cama y separó ligeramente las cortinas para mirar al exterior. La nieve empezaba a derretirse bajo el débil sol de invierno. Aleluya.

Pero entonces vio su reflejo en el espejo que había sobre la cómoda y torció el gesto con desagrado. Los vaqueros y el jersey podían usarse de nuevo, aunque tendría que superar sus escrúpulos por llevar la misma ropa interior que el día anterior. Pero su pelo presentaba un aspecto lamentable. Al menos podría lavarse y cepillarse los dientes, gracias a que Mel había comprado cepillos y artículos de aseo para todas.

Pero el único maquillaje que tenía en el bolso era un pintalabios, por lo que su aspecto, aun después de lavarse y vestirse, seguiría siendo el de una mujer vampira muerta de hambre. Colocó la cabeza bajo el grifo y se pasó un peine por sus cortos cabellos hasta darles un aspecto mínimamente presentable. Con suerte sería la primera en llegar al restaurante y nadie la vería, pensó mientras cerraba la puerta tras ella. Los rugidos de su estómago le dejaban claro que no se conformaría con las uvas y las patatas fritas que le quedaban en la habitación. Y menos cuando el ascensor se abrió en la planta baja y se vio envuelta por el olor a beicon, café y tortitas.

Permaneció unos instantes aspirando el delicioso aroma, hasta que la camarera la invitó a sentarse donde gustara. Rodeó un inmenso macetero y se quedó de piedra al encontrarse con Wes y Jack. El niño charlaba animadamente y su padre lo escuchaba con atención mientras se zampaba un plato de huevos con beicon. De vez en cuando se reía o esbozaba una sonrisa que marcaba sus arrebatadores hoyuelos, y la adoración con que lo miraba Jack conmovió profundamente a Blythe.