Amantes en Venecia - Lee Wilkinson - E-Book
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Amantes en Venecia E-Book

Lee Wilkinson

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Beschreibung

¿Se atrevería a convertirse en la amante de un millonario? Lo último que Nicola Whitney andaba buscando en Venecia era un romance, pero en cuanto conoció a Dominic Loredan surgió una química tan instantánea como poderosa... Y pronto se encontraron viviendo una noche de increíble pasión y desenfreno. Fue entonces cuando Dominic le propuso a Nicola que se convirtiera en su amante. Ella se quedó horrorizada, aunque era consciente de que deseaba estar con él fuera como fuera.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Lee Wilkinson

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Amantes en Venecia, n.º 1384 - agosto 2015

Título original: The Venetian’s Proposal

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-6853-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

Pase y siéntese, señorita Whitney.

Nicola, una mujer alta y delgada de pelo rubio como las mazorcas de maíz, se encontró en una habitación realmente pasada de moda.

Tras tomar café y darle el pésame, el señor Harthill fue directo al grano.

–La última vez que mi cliente estuvo en Londres, me pidió que redactásemos un testamento nuevo. Como ejecutor del mismo, la informo de que es usted la única beneficiaria del mismo.

Nicola miró al abogado atónita.

–¿Cómo dice?

–Es usted la única beneficiaria –repitió el hombre con paciencia–. Cuando hayamos hecho todo el papeleo, va a ser una mujer muy rica.

La carta que había recibido del bufete Harthill, Harthill y Berry, solo la informaba del fallecimiento del señor John Turner y la citaba en sus oficinas para darle unos datos «de su incumbencia».

Sorprendida y entristecida por la muerte de un hombre que había conocido tan poco, pero al que había apreciado muchísimo, había acudido a la cita.

El hecho de que John Turner le hubiera dejado toda su fortuna, cuya existencia desconocía Nicola, le había caído como una bomba.

–¿Por qué yo? –dijo hablando para sí misma en voz alta.

–John no tenía hijos… Además de los negocios de mi cliente, estamos hablando de lo que se obtenga de la venta de su casa en Londres y un palacio en Venecia que se llama Ca’ Malvasia. Parece ser que su mujer y él fueron muy felices allí.

Nicola sabía que John tenía una casa en Londres y que la quería vender porque era demasiado grande para él, pero nunca le había contado nada del palacio en Venecia.

–¿Murió allí?

–No. Ca’ Malvasia lleva cerrado desde la muerte de su esposa hace unos cuatro años. Mi cliente estaba en Roma cuando sufrió el infarto…

Nicola rezó para que hubiera habido alguien con él, para que no hubiera muerto solo.

–No fue del todo una sorpresa. Ya había dejado todo arreglado. En caso de morir, dejó dispuesto que le entregara este paquete. Creo que son las llaves del palacio –contestó el abogado entregándole un sobre cerrado con su nombre y la dirección donde vivía con su amiga Sandy.

–Si quiere ver la propiedad, la puedo poner en contacto con el señor Mancini, que ha sido abogado de la familia en Italia durante muchos años. Estará encantado de ayudarla. Si desea venderlo, hará las gestiones oportunas para ponerlo en el mercado.

–Tengo que pensar lo que voy a hacer… Pediré unos días libres en el trabajo –dijo Nicola, confusa.

–Claro –dijo el señor Harthill levantándose y acompañándola a la puerta–. Si la puedo ayudar en algo, llámeme.

–Gracias. Ha sido usted muy amable –sonrió ella.

«Qué mujer tan guapa. Y qué joven para ser viuda», pensó el abogado al fijarse en sus espectaculares ojos verdes.

Al llegar a casa, la estaba esperando Sandy, completamente emocionada.

–He hecho té. Siéntate y cuéntamelo todo.

Eran amigas desde la universidad y llevaban tres años compartiendo piso, pero no podían ser más opuestas entre sí. Sandy, bajita y pelirroja, era extrovertida, mientras que Nicola era muy tímida.

Incluso antes del accidente de tráfico que acabó con la vida de su marido, Nicola ya era una mujer callada a la que le gustaba estar sola.

Ironías de la vida, Sandy trabajaba en casa, sola, y Nicola no paraba de viajar organizando conferencias para Westlake Business Solutions.

–John me lo ha dejado todo. Parece ser que voy a ser una mujer rica –se limitó a decir Nicola tomando una taza de té en la cocina.

Sandy silbó.

Tras resumirle lo que le había dicho el abogado, Nicola abrió el sobre y sacó las llaves del palacio de Venecia.

Además, había una bolsita y una carta de John.

 

Querida Nicola:

Aunque hace poco que nos conocemos, eres como la hija que siempre quise tener, cariñosa y amable.

En la bolsa encontrarás la alianza de Sophia. La he llevado en una cadena al cuello desde que murió, pero, como presiento que no me queda mucho, se la dejo al señor Harthill.

Es una pieza única. Mi querida esposa la llevó todos los días de su vida. La tenía puesta el día que la conocí. Siempre me dijo que era el anillo de la felicidad. Por eso, quiero que lo tengas tú. Seguro que a ella le habría gustado.

Aunque los dos habíamos estado casados antes, Sophia fue el amor de mi vida y yo espero haber sido el suyo. Fuimos inmensamente felices durante cinco años. No fue suficiente, pero no creo que lo sea nunca.

Sé que tú tampoco estuviste mucho tiempo con tu marido. Eres demasiado joven para haber sufrido tanto, pero sé por experiencia que, cuando se pierde a un ser querido, hace falta tiempo para curarse. Recuerda que no se puede estar de luto para siempre. Va siendo hora de que sigas con tu vida. Sé feliz.

 

John

 

Nicola le pasó la carta a Sandy con lágrimas en los ojos y, mientras su amiga la leía, abrió la bolsita.

El anillo que cayó en la palma de su mano hizo que ambas mujeres se quedaran alucinadas.

–¿Qué es?

–Parece una máscara de oro con ojos de esmeraldas.

–Póntelo.

Nicola así lo hizo.

Tras la muerte de Jeff había adelgazado tanto, que le quedaba un poquito grande.

–¡Es una maravilla! –exclamó Sandy–. Un poco llamativo para ir al supermercado, ¿no?

–Sí. Estaría mejor en la Plaza de San Marcos.

–¿Te lo vas a dejar puesto?

–De momento no, porque me da miedo perderlo, pero me lo voy a quedar.

–Hablas italiano. ¿No te gustaría ir a Venecia?

–Sí –contestó Nicola lentamente–. Lo estaba pensando viniendo para casa. Me deben días, así que creo que me voy a tomar unas buenas vacaciones.

–¡Alabado sea el cielo! Por fin, una señal de que estás viva. No te has ido de vacaciones desde que murió Jeff.

–No veía para qué. No me divierte en absoluto estar en un hotel rodeada de gente que no conozco. Eso ya lo hago en el trabajo.

–En Venecia, no necesitarás ir a un hotel. ¡Tienes un palacio!

–No me lo puedo creer.

–¿Por qué no te diría John nunca que tenía allí una casa?

–Supongo que porque le recordaría a su mujer. La adoraba y nunca superó su muerte. Por eso, trabajaba y viajaba tanto…

Nicola había hecho lo mismo, pero había descubierto que era imposible dejar el dolor y la desesperación atrás. Habían sido sus constantes compañeros de viaje.

A pesar de que nunca le había resultado fácil hacer amigos, pronto había congeniado con John Turner porque tenían aquello en común.

–Aunque me llevaba más de treinta años, John y yo teníamos muchas cosas en común. Lo quería mucho y lo voy a echar de menos –dijo con un nudo en la garganta–. Me encantaría ver la casa en la que su mujer y él fueron tan felices.

–Pues tienes la ocasión perfecta –la animó Sandy.

–¿Por qué no te vienes conmigo?

–Me encantaría, pero tengo mucho trabajo. Además, Brent me mataría si me voy a Venecia sin él. ¡Tienes que ir!

–Sí, voy a ir. De hecho, voy a ir en coche. Ya estoy harta de tanto avión. Alquilaré un coche en junio y me bajaré tranquilamente haciendo unas cuantas noches en el trayecto.

–Me han dicho que aparcar en Venecia es carísimo, pero supongo que eso a ti ya no te importará. Por cierto, ahora que eres una mujer rica, supongo que te querrás ir a un sitio mejor.

A Nicola no le dio tiempo ni a contestar.

–No es que te quiera echar, pero a Brent le encantaría venirse a vivir conmigo. No sabía cómo decírtelo.

–¿Vais a vivir juntos?

–De prueba. Si nos va bien, nos casaremos.

–Si queréis pasar la luna de miel en un palacio, no tienes más que decírmelo…

–Me encanta tener amigas ricas –contestó Sandy sin envidia.

 

El señor Mancini se desvivió en ayudarla. Aunque Nicola le aseguró que no era necesario, había insistido en hacerle todas las reservas de hotel.

A Sandy, que ni siquiera había oído su voz, le caía fatal y lo llamaba «el bobo baboso». Nicola, sin embargo, había aceptado agradecida su ayuda. Lo único en lo que había insistido había sido en que no fuera a buscarla a su llegada a Venecia para llevarla al hotel.

No quería hacerle perder el tiempo ni sentirse obligada a llegar un día y a una hora en concreto.

 

Llegó a Innsbruck a primera hora de la tarde y, tras cambiarse, decidió ir a dar una vuelta por la ciudad.

En el vestíbulo no había casi nadie, solo un hombre leyendo el periódico. Entregó las llaves y se fue.

Hacía tiempo que quería conocerla y se perdió por sus callejuelas. Fue en una de ellas, precisamente, donde el tacón de su zapato quedó atrapado entre dos adoquines. Mientras intentaba sacarlo, oyó un coche de caballos turístico que se acercaba.

Un segundo después, un par de fuertes brazos tiraron de ella y la quitaron de en medio justo a tiempo.

Durante un par de segundos, confusa y asustada, reposó la cara en su hombro.

–Gracias –acertó a decir levantando la cabeza.

–No hay de qué –le contestó un hombre en un inglés impecable–. Me alegro de haber pasado a su lado.

Su salvador era guapo y moreno. Nicola se quedó sin aliento.

A excepción del color de los ojos, se parecía mucho a su marido. Jeff los tenía azules y aquel hombre, grises. Tenía el pelo ondulado, la cara delgada de rasgos marcados, nariz recta y boca voluminosa.

–Voy a ver si puedo sacar el zapato de ahí –dijo mientras ella lo miraba.

La dejó apoyada contra un edificio y fue hacia la calzada. Era alto, de espaldas anchas y andaba con un estilo gracioso y masculino. Llevaba unos pantalones informales y la camisa sin corbata. Parecía un turista, pero había algo en él que lo desmentía.

–El tacón está un poco mal, pero nada más –le dijo poniéndole el zapato–. Parece usted confusa –añadió mirándola.

Lo estaba, pero no por lo que él creía.

–Le vendría bien una taza de té, que lo cura todo.

La agarró del brazo y la condujo al Stadsbiesl, un restaurante diminuto que tenía un patio maravilloso en el que había tres o cuatro mesitas.

–A lo mejor, prefiere dentro –apuntó fijándose en la blancura de su piel.

–No, aquí está bien –contestó Nicola.

El hombre la ayudó a quitarse la chaqueta de lino y la colgó en el respaldo de su silla.

–¿Solo té o quiere probar uno de los maravilloso bizcochos que hacen aquí? –le preguntó cuando llegó el camarero.

–He comido tarde, así que solo un té con limón, gracias.

El hombre pidió en un perfecto alemán, pero Nicola pensó que no era su lengua materna.

–¿Conocía usted este sitio? –le preguntó cuando se fue el camarero.

–Sí, como aquí de vez en cuando –contestó él–. Parece que ya le ha vuelto el color a las mejillas. ¿Se encuentra mejor?

–Mucho mejor.

–¿Está de vacaciones?

–Sí.

–¿La primera vez que viene a Innsbruck?

–Sí, pero solo me voy a quedar una noche. Voy a Venecia –le explicó.

–¿Desde Inglaterra?

–Sí. En coche, en plan tranquilo.

–Ya verá que bonito es el trayecto por el Brenner.

–Sí, me apetece mucho –confesó Nicola.

Sí, pero no tanto como antes.

–¿Le sirvo? –se ofreció Nicola cuando llevaron el té.

–Sí, gracias.

–¿Limón y azúcar?

–Solo limón, por favor.

Nicola sirvió dos tazas y le pasó una. Nerviosa porque sabía que la estaba observando, dejó caer la rodaja de limón con demasiada fuerza en su taza y le salpicó el vestido.

Él se levantó rápidamente y sacó un pañuelo inmaculado del bolsillo. Lo mojó en agua y le limpió el vestido.

Aunque el contacto era mínimo, Nicola sintió que se había puesto roja de pies a cabeza.

Él se apartó y ladeó la cabeza.

–No se nota mucho –sentenció.

–Gracias –dijo Nicola en un hilo de voz.

–Ha sido un placer.

Sin saber si se estaba riendo de ella o no, Nicola buscó rápidamente un tema de conversación.

–¿Vive usted en Innsbruck?

–No, estoy aquí por trabajo –contestó él mirándola fijamente–. Vivo en Venecia.

–Oh…

Sin motivo aparente, Nicola sintió que se le salía el corazón del pecho.

–Me llamo Loredan… Dominic Irving Loredan.

–¿Es usted italiano?

–Medio. Mi padre era estadounidense y mi madre, italiana. Usted es inglesa, ¿no?

–Sí, me llamo Nicola Whitney.

Dominic le miró la mano y vio su alianza.

–¿Señora Whitney?

–Sí… No… Bueno, sí…

–Parece usted confusa –dijo él enarcando una ceja.

–Soy viuda –contestó Nicola.

–Es usted muy joven.

–Tengo veinticinco años.

–¿Cuándo murió su marido?

–Hace tres años.

–¿Y sigue llevando alianza?

Claro, como que se seguía sintiendo casada.

–¿Fue un accidente? –continuó al no obtener respuesta de ella.

–Sí, un accidente de coche.

–¿Así que está sola?

–Vivo con Sandy.

–¿No ha venido él con usted?

–No, Sandy es una amiga, no un amigo –le explicó sin saber muy bien por qué le estaba dando tantas explicaciones.

–¿En qué trabaja?

–Es consultora.

–Me refiero a usted.

–Ah… Soy organizadora de conferencias.

–Eso suena bien. ¿Se le da bien su trabajo?

–Sí –contestó Nicola sin dudarlo.

–¿Qué hace falta tener para ese trabajo aparte de belleza?

¿Había detectado un deje de desprecio en su voz? No, era imposible.

–Conocer el negocio, saber lo que quiere el cliente y originalidad. Hablar otro idioma es útil también.

–¿Usted lo habla?

–Sí.

–Siga.

Nicola se encogió de hombros.

–Es mucho trabajo. Hay que organizar los hoteles, buscar los lugares donde se dan las conferencias, tener comida y bebida preparadas. En resumidas cuentas, hacer que todo el mundo esté contento.

–Seguro que eso se le da muy bien.

Definitivamente, aquella vez sí que lo había dicho con ironía.

–¿Dónde organiza esas conferencias?

–En todo el mundo… Tokio, Sydney, Atlanta, Quebec, París, Londres…

–O sea, que tiene que viajar un montón.

–Sí.

–Buena oportunidad para conocer gente. Por ejemplo, a los delegados, ¿no?

Nicola estaba desconcertada por sus modales. Percibía cierta tensión en el ambiente.

–Eso solo ocurre si hay problemas.

–Y usted se encarga de que no los haya.

–Hago todo lo que puedo.

El hombre suspiró y se echó hacia atrás.

–Perdón.

–¿Por qué?

–Por preguntarle por su trabajo cuando está usted de vacaciones.

La tensión desapareció como si nunca hubiera existido.

Tal vez, así había sido. ¿Se lo habría imaginado ella? Tal vez, porque se parecía a Jeff. Al fin y al cabo, llevaba tres años sin conocer a nadie. Había perdido soltura.

–¿Qué va a hacer el resto del día?

–Pasear.

–¿Sola?

–Bueno, eh… sí.

–Como mi trabajo va fenomenal y yo también estoy solo, ¿me permite que le enseñe la ciudad?

Nicola sintió que el corazón se le aceleraba a mil por hora y amenazaba con salírsele por la boca.

Aquel hombre la fascinaba y la confundía. Aunque se sentía algo incómoda en su presencia, quizá por lo guapo que era, no quería que se fuera.

–Gracias, me encantaría –contestó intentando controlar la emoción adolescente que sentía.

Dominic sonrió encantado. Tenía una sonrisa maravillosa que no hacía sino añadir atractivo a su rostro.

–Vamos –dijo pagando.

Nicola se puso la chaqueta y salió del local con su mano en la cintura. Aquel simple roce la hizo ver fuegos artificiales. Nunca había sentido nada parecido. Había querido mucho a Jeff, pero se conocían de toda la vida, había sido un amor tranquilo. Con él se sentía segura, no excitada.

–En Innsbruck todo está cerca –dijo Dominic–. Ahora estamos en la parte histórica. Le propongo que empecemos con el Palacio Hofburg y la Capilla Hofkirche si no lo ha visto todavía.

–No, no lo he visto –contestó Nicola sin importarle demasiado lo que viera mientras fuera con él.

–Están uno enfrente del otro…

«Qué boca tan fascinante tiene», pensó sintiendo escalofríos por la espalda.

–Luego podemos ir a cenar a Schloss Lienz. Es un castillo del siglo XVI, que fue fortaleza, luego pabellón de caza y hoy en día es un restaurante muy bueno. Desde la terraza, que está como colgada de la nada, hay unas vistas espectaculares de la ciudad.

–Suena estupendo –contestó Nicola mirándose el vestido–, pero me tendré que cambiar.

–Yo también. ¿En qué hotel está?