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Apuntaciones sueltas de Inglaterra. Leandro Fernández de Moratín Fragmento de la obra 1 Encontrones por las calles. Los ingleses que van deprisa, sabiendo que la línea recta es la más corta, atropellan cuanto encuentran; los que van cargados con fardos o maderos, siguen su camino, no avisan a nadie y dejan caer a cuantos hallan por delante. 2 Los que barren las calles piden dinero a los que pasan; las mujeres que venden bollitos o estampas, lo mismo; los granaderos de centinela en el palacio de San James, lo mismo. 3 He visto algunas veces los carteles de las comedias puestos sobre las piernas de vaca, en las tiendas de los carniceros. 4 En el día 5 de noviembre se celebra el aniversario de la famosa conjuración, cuando quisieron volar con pólvora el Parlamento: maldad atribuida a los papistas. Algunos días antes andan los chicos pidiendo dinero por las calles para quemar al Papa. En el día del aniversario, la gente rica se emborracha en banquetes suntuosos; las viejas van a rezar a la iglesia (donde se celebra con oficio particular el suceso); los muchachos y la gente del pueblo pasean por la ciudad varias figuras de paja, perfectamente parecidas al pelele que se mantea en Madrid el Martes gordo. Estas figuras representan, en su opinión, al Papa; entretiénense todo el día con él, le insultan, le silban, le escupen, le tiran lodo, le arrastran por las patas, le dan pinchazos, y al fin muere quemado a la noche, con grande satisfacción y regocijo público. 5 En la calle Pall Mall se ve la famosa colección de pinturas poligráficas. Pocos años ha que se halló el secreto de sacar con admirable brevedad y semejanza muchas copias de cualquiera pintura. Se formó una compañía, que ha adquirido muy buenos originales, y de éstos y de cualesquiera otros sacan las copias que se les encargan, muy parecidas y muy baratas. Se ignora el método de que se valen para ello; pero el precio a que dan las obras anuncia desde luego la facilidad con que se hace: por setecientos reales se hallan copias que nadie podría procurarse ni por dos mil. La citada colección está abierta al público, pagando cinco reales por persona: se ven en ella cuadros de mucho mérito, y al lado de los originales están las copias, para que cualquiera pueda examinarlas.
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Seitenzahl: 174
Veröffentlichungsjahr: 2010
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Leandro Fernández Moratín
Apuntaciones sueltas de Inglaterra
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Título original: Apuntaciones sueltas de Inglaterra.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: [email protected]
Diseño de cubierta: Michel Mallard.
ISBN rústica ilustrada: 978-84-9897-255-9.
ISBN tapa dura: 978-84-1126-100-5.
ISBN ebook: 978-84-9816-026-0.
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Créditos 4
Brevísima presentación 9
La vida 9
Cuaderno I 11
1 11
2 11
3 11
4 11
5 12
6 12
7 13
8 14
9 15
10 21
11 23
12 24
13 26
14 27
15 29
16 34
17 35
18 36
19 37
20 40
21 42
22 43
23 44
24 45
25 46
26 47
27 52
28 53
29 53
Cuaderno II 55
1 55
2 59
3 61
4 63
5 65
6 66
7 66
8 67
9 77
10 80
11 83
12 84
13 84
Cuaderno III 89
1 89
2 89
3 90
4 92
5 93
Cuaderno IV 95
1. Teatros materiales de Londres 95
2. Declamación y canto 101
3. Historia del teatro en Inglaterra, extractada de la introducción que precede a la obra intitulada Biographia Dramatica, or a companion to the Play House. Londres, 1782 104
4. Extracto de la noticia que se da en el libro intitulado A new guide to the city of Edimburgh (Año de 1792) 125
5. Anfiteatro 127
Libros a la carta 131
Moratín, Nicolás Fernández de (Madrid, 1737-1780). España.
Hijo del guardajoyas de Isabel de Farnesio, estudió leyes en Valladolid y ocupó la cátedra de poética en el antiguo Colegio Imperial de Madrid. Tuvo un puesto en la corte y allí conoció a Tomás Iriarte.
Encontrones por las calles. Los ingleses que van deprisa, sabiendo que la línea recta es la más corta, atropellan cuanto encuentran; los que van cargados con fardos o maderos, siguen su camino, no avisan a nadie y dejan caer a cuantos hallan por delante.
Los que barren las calles piden dinero a los que pasan; las mujeres que venden bollitos o estampas, lo mismo; los granaderos de centinela en el palacio de San James, lo mismo.
He visto algunas veces los carteles de las comedias puestos sobre las piernas de vaca, en las tiendas de los carniceros.
En el día 5 de noviembre se celebra el aniversario de la famosa conjuración, cuando quisieron volar con pólvora el Parlamento: maldad atribuida a los papistas. Algunos días antes andan los chicos pidiendo dinero por las calles para quemar al Papa. En el día del aniversario, la gente rica se emborracha en banquetes suntuosos; las viejas van a rezar a la iglesia (donde se celebra con oficio particular el suceso); los muchachos y la gente del pueblo pasean por la ciudad varias figuras de paja, perfectamente parecidas al pelele que se mantea en Madrid el Martes gordo. Estas figuras representan, en su opinión, al Papa; entretiénense todo el día con él, le insultan, le silban, le escupen, le tiran lodo, le arrastran por las patas, le dan pinchazos, y al fin muere quemado a la noche, con grande satisfacción y regocijo público.
En la calle Pall Mall se ve la famosa colección de pinturas poligráficas. Pocos años ha que se halló el secreto de sacar con admirable brevedad y semejanza muchas copias de cualquiera pintura. Se formó una compañía, que ha adquirido muy buenos originales, y de éstos y de cualesquiera otros sacan las copias que se les encargan, muy parecidas y muy baratas. Se ignora el método de que se valen para ello; pero el precio a que dan las obras anuncia desde luego la facilidad con que se hace: por setecientos reales se hallan copias que nadie podría procurarse ni por dos mil. La citada colección está abierta al público, pagando cinco reales por persona: se ven en ella cuadros de mucho mérito, y al lado de los originales están las copias, para que cualquiera pueda examinarlas.
Entre los ingleses no se conoce lo que llamamos Nochebuena, y se ahorran una indigestión más al cabo del año. Solo el primer día de Pascua es fiesta: en este día y los inmediatos, los padres de familia regalan a sus hijos, y gratifican a los criados y dependientes de la casa; se hace un asado de vaca y ciertos pasteles, propios de este tiempo. No hay regalos mutuos, como en España; pero los que se hallan en sus casas de campo envían algunos presentes a sus amigos que están en la ciudad. Hay frecuentes convites en estos días, y se venden y cantan por las calles coplas al nacimiento de Cristo.
El Príncipe de Gales se emborracha todas las noches: la borrachera no es en Inglaterra un gran defecto, ni hay cosa más común que hallar sujetos de distinción perdidos de vino en las casas particulares, en los cafés y en los espectáculos. Cuando un extranjero asiste a una mesa de ingleses, pocas veces puede escapar de la alternativa de embriagarse como los otros, o de perder la amistad con el dueño de la casa y cuantos asisten al festín; ni ha de dejar de beber cuando beben los otros, ni ha de beber menos de lo que beben los demás. No hay para con ellos consideración que baste; toda repulsa en esta materia es una ofensa formal, que no se perdona. Levantados los manteles, vienen las botellas y empiezan los brindis; a cada brindis ha de beber cada asistente una copa de vino. Regularmente se brinda en primer lugar por el rey y nuestra gloriosa Constitución; después cada cual de los concurrentes brinda por algún sujeto de su estimación, amigo u amiga ausente, y todos beben, repitiendo el brindis que dictó, y esto se hace con una gravedad ceremoniosa y ridícula, que es cuanto hay que ver, y así van brindando uno después de otro, de manera que cada convidado se ve en la precisión de beber, lo menos, tantas copas cuantos sean los concurrentes a la comida. Luego que se ha acabado el turno, suele repetirse una o más veces, y allí se están cuatro, seis u ocho horas sin moverse de la mesa, sino para mear, operación que se hace en un gran cangilón dispuesto a este fin en uno de los rincones de la sala. Debe advertirse que apenas se empieza a beber, las señoras que han asistido a la comida se retiran; ni ¿cómo era posible que la modestia y delicadeza de su sexo pudiera sufrir la descompostura, la petulancia, la torpeza, que son efectos inseparables de la embriaguez? Esta costumbre, que verdaderamente hace honor a las mujeres de este país, caracteriza demasiado la intemperancia inglesa.
En las comidas públicas varía el objeto de estos brindis, según es el motivo con que se celebran; y tal vez se cantan canciones, unas veces con acompañamiento de música instrumental, y otras sin él. Dará una idea de esto la siguiente lista de los brindis y canciones con que se celebró en Portsmouth, el día 18 de enero de 93, el cumpleaños de la reina, en una comida pública:
1. Al rey y a nuestra gloriosa Constitución. CANCIÓN. Dios salve al rey, etc.
2. A la reina, y este día se repita con mucha felicidad. CANCIÓN. Larga vida a Carlota, etc.
3. Al Príncipe de Gales y familia Real. CANCIÓN. Dios salve al rey, etc.
4. A la armada y ejército.
CANCIÓN. Triunfa, ¡oh Bretaña!, etc.
5. La Iglesia y el Estado.
6. Al lord Grenville por su animosa respuesta al agente de Francia.
7. Felicidad a nuestras armas.
CANCIÓN. ¡Britanos! Pelead con esfuerzo, etc.
8. Confusión a nuestros enemigos.
9. Orden y buen Gobierno.
CANCIÓN. ¡Escuchad! La nación, etc.
10. Al autor de la última canción.
11. Libertad, prosperidad y lealtad universal. CANCIÓN. Dios salve al rey.
12. Prosperidad a la Gran Bretaña e Irlanda.
13. A que nunca abandonemos la realidad por la apariencia.
14. A los constantes y firmes amigos de nuestra Constitución.
15. Hallen todas las naciones a la inglesa dispuesta siempre a defender su
Constitución.
CANCIÓN. Levantado por la mano, etc.
16. Confusión a Tomás Payne y todas sus obras.
17. Al conde de Chatham.
18. A mister Pitt.
19. Al duque de Richmond.
20. Al lord Hood.
21. Al señor Jorge Yonge.
22. Al conde de Pembroke.
23. A los miembros de este condado. Etc., etc., etc.
Son muchos los banquetes públicos que se celebran en las tabernas de Londres al cabo del año, dirigidos, según es el partido que asiste, o a sostener y canonizar las disposiciones del Ministerio, o a desacreditarlas y reclamar la observancia de la Constitución o la reforma de ella.
Asistí a una de estas juntas en la taberna de Crown and Anchor; pero antes de referir lo ocurrido en ella, convendrá apuntar ligeramente las circunstancias en que se celebró. Tomás Payne había compuesto, algunos meses antes, un libro intitulado Derechos del hombre, obra de la cual naturalmente se deducía (concediéndole los principios en que la fundó) la necesidad de alterar la Constitución inglesa, organizar de otra manera los Parlamentos, despojar al rey de su autoridad, a los nobles de sus privilegios, y alterar del todo el gobierno de este país. Publicóse este libro, y se extendió con asombrosa rapidez por todas partes, en un tiempo en que la revolución francesa ocupaba los ánimos. Temió el Gobierno la impresión que podrían hacer en el público las máximas de Tomás Payne; prohibió su libro, y fulminó una causa contra el autor (que se hallaba en Francia), como perturbador del orden y tranquilidad pública. Fue su abogado mister Erskine, miembro de la Cámara de los Comunes y uno de los del partido de la oposición; habló con grande elocuencia a favor de su cliente; los que asistieron a oír su alegato le colmaron de elogios y vítores, quitaron los caballos de su coche, y la gente le llevó en él hasta su casa, con grande alborozo y alegría. A pesar de esto, la sentencia fue contraria a Tomás Payne, y se le impuso el castigo que debía sufrir, como libelista, tumultuario, si alguna vez se restituyese a Inglaterra. El rey, precisado de las circunstancias, había convocado antes de tiempo las Cámaras del Parlamento; había mandado aproximar a la capital algunas tropas, aumentar la guarnición y artillería de la Torre de Londres, levantar nuevos cuerpos de milicias, y publicar una orden, por la cual todos los extranjeros que hubiesen Regado a Inglaterra desde principios del año 92, debían presentarse a los magistrados, y declarar su nombre, su ocupación, el motivo de su viaje, la época de su llegada, las armas que consigo tuviesen, etc. Este decreto, que había combatido abiertamente el partido de la oposición, irritó sobremanera a los enemigos del Ministerio, luego que, aprobado por la mayoridad del Parlamento, se publicó y puso en ejecución. Ni les causó indignación la preponderancia que iba adquiriendo el Gobierno, tanto porque los Curas en las iglesias, predicando al pueblo, le persuadían al respeto y obediencia al Soberano y al aborrecimiento a toda innovación en el sistema del Gobierno, como porque los particulares, reunidos en asambleas numerosas en varios parajes de la Capital y del Reino, protestaban su amor a la Constitución y al rey, y su resolución constante de oponerse a cuantos intentaran esparcir máximas contrarias a estas ideas. En tales circunstancias se anunció por los papeles diarios una comida pública para los amigos de la libertad de la prensa, en la citada taberna de Crown and Anchor.
Llevado de la curiosidad, asistí a esta función, tomando un billete por siete chelines (35 reales de nuestra moneda): al entrar se entrega al portero, y éste le rasga, dando un pedazo de él a cada uno de los que van pasando, para que por él pueda pedir una botella al fin de la comida. Empezóse a juntar la gente en una sala de recibimiento. Llegó mister Erskine que debía presidir la función, y fue recibido con grandes palmadas y aplauso. A poco rato después se subió en una mesa, y leyó un discurso que llevaba escrito, en que habló largamente contra el Ministerio reprobando, ya de intento, o ya por incidencia, la convocación extraordinaria del Parlamento, los temores artificiosamente esparcidos por el pueblo a esfuerzos de los ministros, para persuadirle que se tramaban revoluciones y conjuraciones en Inglaterra, y disculpar por estos medios las resoluciones violentas y despóticas que habían tomado, contrarias a la libertad inglesa y a la Constitución. Habló de la falta de observancia de esta misma Constitución en sus más principales artículos; ridiculizó, trató de ilegales, inútiles y absurdas las Juntas de las parroquias, compuestas de nobles, propietarios ricos e individuos del Clero, gentes que (en su opinión) solo existen por abusos tolerados, y que se interesan en que los abusos se perpetúen; intentando probar, a su modo, que mientras ellos tomaban el nombre de la nación inglesa, el pueblo, que verdaderamente constituye la nación, o la mayor y mejor parte de ella, gemía oprimido bajo el yugo más intolerable.
Habló de la necesidad urgente de oponer un remedio a tantos males, y fijó su atención en la libertad de la prensa, que ya los ministros habían intentado oprimir, tanto con la causa fulminada contra Tomás Payne, como por las persecuciones que diariamente seguían suscitando a otros muchos, que habían manifestado sus ideas acerca de la inobservancia de la Constitución y del abuso que los ministros hacían de la autoridad, que se les confiaba para fines más justos. Concluyó, pues, diciendo que el medio más vigoroso de contener el despotismo consistía en instruir al pueblo sobre sus verdaderos intereses; que esto no se lograba sin la circulación de opiniones; y que éstas no podían manifestarse sino por medio de la prensa, cuyo uso libre e independiente del Gobierno era absolutamente necesario para la corrección de tantos abusos, para sostener la libertad inglesa, ya vacilante, y apresurar con la instrucción pública la prosperidad de la nación.
Este discurso fue muchas veces interrumpido con aplausos, y por aclamación se decretó la impresión de él. Mister Sheridan subió después a la mesa, y en una pequeña arenga que hizo apoyó las opiniones de su amigo, aplaudió su celo y sus luces, y dijo que si algún defecto podía notarse en el discurso que acababa de leer, era solo el de estar escrito con demasiada moderación. Después subió mister Courtenay, y dijo, poco más o menos, lo mismo. Todos tuvieron mucho aplauso de los concurrentes.
Llegó la hora de comer, y a costa de empujones crueles y a peligro de morir sofocado entre la multitud de gente que se precipitaba a tomar asiento, logré entrar en la sala. Era muy espaciosa, y tanto, que pudieron acomodarse hasta unas cuatrocientas personas, de más de ochocientas que concurrieron aquel día, colocándose los restantes en otras piezas inmediatas, donde había mesas prevenidas para cuantos fuesen. El gran salón donde yo comí estaba adornado con pilastras y estatuas, gran bóveda elíptica en medio, dos grandes chimeneas de mármol, e iluminado con cinco arañas, de las cuales la que ocupaba el centro era exquisita. Había dispuestas a lo largo cinco mesas, y otra que atravesaba en el testero, donde se colocó el presidente, e inmediatos a él algunos de sus amigos. Se cubrieron las mesas una sola vez; pero con tal abundancia, que todos comieron bien, y sobró mucho todavía. Acabada la comida, empezaron los brindis: volvió a hablar el presidente, y después, en varias ocasiones, Sheridan, Grey, Byng, Rous y otros, amplificando e ilustrando los puntos de que se hizo mención en el extracto del discurso de Erskine; y entre los brindis cantaron sin acompañamiento de música dos de los miembros de la junta, unas canciones alusivas al asunto del día, las cuales fueron aplaudidas con entusiasmo, repitiendo el concurso el estribillo con que finalizaba cada estrofa. Los principales brindis fueron éstos:
1.º A la libertad de la prensa, y su más ilustre abogado, mister Erskine.
2.º A los derechos del hombre, y mister Fox.
3.º A la plena y libre representación del pueblo en el Parlamento, y mister Grey.
4.º A mister Sheridan, el firme opositor a las leyes de impuestos.
5.º A los cincuenta y dos miembros de la Cámara de los Comunes, que no han abandonado la causa del pueblo.
6.º Al patriota por herencia, mister Bing.
El modo con que se hacían los brindis me pareció notable. El que proponía, ya fuese el presidente, o ya cualquiera otro de los que hablaron, motivaba el brindis con un pequeño discurso; a cada período y a su conclusión había un aplauso general. Llenábanse las copas, se ponían todos en pie, repetía el presidente la fórmula del brindis, y levantando las copas en alto y haciendo varias veces con el brazo un movimiento semicircular, decían hasta cuatro o cinco veces urré, urré, urré (que equivale a viva, viva, viva), alargando la última sílaba al concluir, seguía después un gran palmoteo, y bebían. Los que se hallaban a gran distancia del presidente, se ponían de pie sobre las mesas para perorar. Uno de ellos, mister Took, muy conocido en Londres por las persecuciones que en otro tiempo le suscitaron los ministros, a causa de haber escrito no sé qué obra contra el Gobierno, habló con grande aceptación del concurso, e hizo proposiciones que fueron generalmente bien recibidas; pero disponiéndose a hablar por tercera vez contra el presidente y mister Sheridan, cuyas opiniones había combatido o rectificado en parte, comenzó a disgustarse el auditorio, y por todas partes le gritaban que se bajase de la mesa. Algunos, que tenían ya en el cuerpo más vino del que era necesario para hacer una buena digestión, quisieron subir adonde él estaba, o para declamar contra él, o para hacerle sentar por fuerza; amontonáronse unos sobre otros, empezaron una docena de ellos a darse de cachetes; y como las mesas no fuesen teatro dispuesto para tal pelea, se desvencijaron, cayendo al suelo con grande estrépito (entre los platos, vasos, jarros y botellas rotas) el orador y los combatientes. Esto causó gran desorden en la sala; precipitáronse unos y otros a salir de ella; el presidente daba gritos, queriendo restablecer la tranquilidad; pero en medio de la confusión, atropellamiento y vocería que se excitó, era imposible ser escuchado ni obedecido. En fin, al cabo de un rato, habiéndose salido muchos de los asistentes, y recogidas con gran diligencia por los criados las tristes reliquias del combate, se prosiguió con bastante serenidad la junta, y en ella quedó acordado que se repitiese dentro de cuatro semanas.
Y que se formase una suscripción para socorrer a los escritores a quienes el ministro persiguiese por imprimir obras dirigidas a la instrucción pública y dar a conocer al pueblo inglés sus verdaderos intereses y sus derechos.
Hay además en Inglaterra, y especialmente en Londres, varias sociedades que llaman clubs, que celebran sus juntas y comidas en días fijos y determinados, tal vez semanalmente, y tal vez con menos frecuencia. Unas se componen de sujetos de una misma profesión, comerciantes, abogados, literatos, artífices, etc., y otras de gentes acomodadas, que se reúnen para hacer prosperar uno u otro ramo o establecimiento. La comida se paga a escote, y después de ella se leen o pronuncian discursos, se disputan los puntos en cuestión, se vota y resuelve lo conveniente al objeto de su instituto. Otras hay que celebran sus juntas sin comida, y solo tienen una en algún día señalado. Lo cierto es que a estas incorporaciones (que podrían en cierto modo compararse a nuestras sociedades económicas) debe la Inglaterra una gran parte de su prosperidad. Ellas son las que, reuniendo el propio interés, el celo patriótico, la ilustración y la riqueza, proporcionan a la agricultura, a las artes, a la industria y al comercio nacional todas las ventajas posibles. Desde las fábricas a los hospitales, desde el cultivo de los árboles a los primores más delicados de las artes de lujo, todo recibe los efectos de su influencia. Cualquiera descubrimiento, cualquiera noticia útil a estos objetos, halla un premio seguro en tales incorporaciones. Pero no entra en ellas todo el que quiere entrar, no son admitidos sus individuos por un precio infame, sino por elección; no se incorporan en ellas para pedantear, hacer vana y ridícula ostentación de un celo aparente, y adquirir por tales medios el favor de la Corte, para obtener empleos, a que no podrían aspirar si la ignorancia se acompañara siempre de la modestia. Estos cuerpos, en fin, no se entrometen en tejer cintas, ni en hacer máquinas, ni en plantar árboles, ni en arar la tierra, ni en dirigir manufacturas; pero estimulan, ilustran y favorecen con sus luces y sus auxilios a los que deben hacerlo. Sus proyectos no se aplauden y se archivan; se ejecutan por medio de suscripciones cuantiosas, que los facilitan; la mente que discurre, el dinero que proporciona los medios, y el celo y actividad que llevan al fin las empresas más difíciles, todo está unido, y así resultan efectos tan admirables. Si se hace extraño lo poco que han hecho nuestras sociedades, después de tanto bueno como se ha dicho en ellas (a pesar de mil impertinencias inevitables), y después de tantos años como llevan de fundación, mayor maravilla deberá causar a cualquiera que las coteje con estas incorporaciones tan comunes en Inglaterra; siendo de advertir que ellas lo hacen todo, que el Gobierno no las da un cuarto, y que el único favor que le deben, es el de permitirlas.
Lista de los trastos, máquinas e instrumentos que se necesitan en Inglaterra para servir el té a dos convidados en cualquiera casa decente.
1. Una chimenea con lumbre.
2. Una mesa pequeña para poner el jarrón del agua caliente.
3. Una mesa grande, donde está la bandeja con las tazas y demás utensilios.
4. Un jarrón con agua caliente.
5. Un cajoncillo para tener el té.
6. Una cuchara mediana para sacarlo.
7. Una tetera, donde se echa el té y el agua caliente.
8. Un jarrillo con leche.
9. Una taza grande con azúcar.
10. Unas pinzas para cogerla.
11. Unas parrillas.
12. Un plato para la manteca.
13. Otro plato para las rebanadas de pan con manteca, que se ponen a calentar sobre las parrillas.
14. Un cuchillo para partir el pan y extender la manteca.
15. Un tenedor muy largo para retostar las rebanadas antes de poner la manteca.
16. Un cuenco para verter el agua con que se enjuagan las tazas cada vez que se renueva en ellas el té.