10,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 10,99 €
¿Qué hizo que una chica de 21 años, que escuchaba jazz en el Hamburgo de moda, se lanzase a descubrir intrépidamente la aislada España de los 50? ¿Cómo eran entonces la Extremadura de los cortijos, la bahía de San Sebastián o la Gran Vía madrileña? ¿De qué modo «encajaron» en su vida la tortilla de patata, los toros o las verbenas? Con sentido del humor, curiosidad por los detalles y capacidad descriptiva, Ingeborg Schlichting aborda en Así encontré la felicidad la apasionante aventura de una joven mujer alemana que cruzó el continente europeo para enamorarse de una España llena de contrastes, costumbres y paisajes fascinantes. Unas páginas que retratan la evolución de la sociedad española en los últimos 75 años, salpicadas de anécdotas divertidas y conmovedoras y con la frescura y naturalidad que despliega como contertulia en el programa de radio Fin de Semana de la cadena Cope, dirigido por una de sus cuatro hijas, la periodista Cristina López Schlichting.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Seitenzahl: 129
Veröffentlichungsjahr: 2024
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización
de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
Así encontré la felicidad. Vivencias de una alemana que se enamoró en España
© 2024, Ingeborg Schlichting Atzenroth
© 2024, del prólogo, Cristina López Schlichting
© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Diseño de cubierta: CalderónStudio
I.S.B.N.: 9788419883377
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Dedicatoria
Prólogo, por Cristina López Schlichting
1. ¿Qué hace una chica alemana en la España de la posguerra?
2. El chico guapo que vestía de luto
3. La boda, la mudanza… Y la crisis de ansiedad
4. Madre no hay más que una
5. Educando a mi manera
6. Una vida con arte (y sobre ruedas)
7. La importancia de estar donde hay que estar
Epílogo: las vueltas que da la vida
Agradecimientos
En memoria de nuestros hermanos Heinz y Adolfo, que perdieron la vida con 20 años, sin haber podido disfrutar de ella.
Dice mi madre que no me ponga cursi en el prólogo, y me saca una sonrisa. Hace bien en advertirme, porque en lo de las emociones me parezco a mi padre, que las derrochaba a raudales y se conmovía leyendo un poema o pronunciando el discurso de Navidad a la mesa familiar. No crea por eso el lector que mamá es seca o fría, solo tan ponderada en sus juicios que rehúye las exageraciones. A veces, eso sí, resulta franca y directa como un jarro de agua fría, pero tan buena, generosa y abnegada que una se lo perdona cómodamente.
He de reconocer que me ha asombrado componiendo esta biografía en castellano. Por supuesto, yo no sería capaz de nada semejante en alemán. El libro va a ser un placer para sus lectores y un legado impagable para mi familia durante generaciones. La existencia depara sorpresas insospechadas y se equivoca quien cree saber de antemano qué va a ocurrir. En su caso, después de 60 años de ejercer de ama de casa y madre de familia numerosa, cuando cabría imaginarla haciendo punto junto a una chimenea, ha resultado ser una magnífica comunicadora y una influencer seguida por miles de personas. A los 86 años —y con este libro se certifica— ha descubierto una nueva vocación. Es llamativo el cariño con el que la gente la saluda por la calle o la busca para hacerse un selfie.
Siempre he sabido que era hija de una mujer inteligente, organizada y muy trabajadora, pero confieso que ha sido la muerte de mi padre, en octubre de 2022, la que me ha hecho percibir hasta qué punto mi madre es brillante. Mucho más de lo que era consciente. Es como si, al salir papá de escena, el foco se hubiese centrado en ella para desvelarnos nuevos y ricos matices. Mi padre era lo más opuesto a la mediocridad que ustedes puedan imaginarse, un tipo hecho a sí mismo, que llegó lejos luchando y al que nada dejaba indiferente. Amaba el arte y la música, devoraba libros y, como se cuenta en estas páginas, nos hizo descubrir Europa, sus museos, paisajes, tradiciones e historia. Era muy culto, pero además disfrutaba de la buena mesa, un largo paseo o los chistes. Al final de su vida se reconvirtió —si cabe la palabra— apasionadamente al cristianismo. Poseía el don para comprender que tiene el mismo valor un pastor de Gredos que el rey de España. Pero justo estas cualidades me habían impedido apreciar a mamá en toda su magnitud. Él ocupaba mucho espacio y ha sido su dolorosa ausencia lo que me ha permitido descubrir a una mujer importante en muchos sentidos nuevos. Ingeborg Schlichting Atzenroth no solo es una excelente madre, con talento para educar, sino una escritora capaz de apreciar la realidad en todos sus matices y describirla ricamente. Aquí se revela como una viajera audaz, dispuesta a profundizar en lo que encuentra, abierta a una nueva realidad con respeto y deseo de aprender. Es culta y ecuánime, tiene un fino sentido del humor y una sensibilidad amplia, que percibe los matices y nos los transmite con pericia.
Así encontré la felicidad me recuerda un poco a La tesis de Nancy, de Ramón J. Sender, especialmente las páginas donde se producen divertidos malentendidos entre los españoles y la alemana. En realidad, son de la misma época, porque Sender publicó su libro en 1962 y mi madre llegó a España muy poco antes. También me trae a la memoria la experiencia de todas aquellas europeas que, durante los siglos XIX y XX, se atrevieron a conocer países exóticos, muy distintos a los suyos. Por la época en que ella llegó a España, la diferencia económica y social con Alemania era de unos 25 años, que ahora se han borrado en un desarrollo idéntico. Además, se me ha hecho evidente el valor que requiere abandonar tus raíces y a tu gente para enrolarte en una vida completamente distinta en un país desconocido.
La emigración es un fenómeno fecundo, del que han surgido mestizajes creativos; de hecho, muchas obras de grandes autores tienen ese trasfondo. Estoy pensando en los relatos de China de Pearl S. Buck o Los días de Birmania, de George Orwell, y hasta en Estupor y temblores, de Amélie Nothomb, cuyos padres la criaron en Japón. Pero también es dolorosa, sinónimo de desconciertos culturales y de soledad, porque faltan los seres queridos y las referencias esenciales. En España sabemos de emigraciones y exilios. Hace falta mucho valor para emigrar y un motivo imperioso, como la necesidad o el amor.
Cuando otros se jubilan y se dedican al golf o a la calceta, mi madre ha descubierto la comunicación radiofónica y sus memorias despiertan un repentino interés que ahora la convierte en autora. La vida es una aventura extraordinaria. Permítanme que le dé las gracias a Ingeborg, que a ustedes les desee una muy feliz y divertida lectura y que me disculpe si he caído en la cursilería.
Madrid, enero de 2024
En el invierno de 1957, tenía 20 años y vivía con mis padres en Hamburgo; la ciudad, a pleno rendimiento tras una reconstrucción frenética, se había quitado de encima los restos de la Segunda Guerra Mundial y se había transformado en un hervidero cultural, marcado por la influencia de los estadounidenses y los británicos. Las jóvenes disfrutábamos siguiendo los dictados de la moda anglosajona: vestíamos faldas con petticoats y mucho vuelo, nos hacíamos permanentes a la americana y estábamos como locas por conseguir unas medias de nailon; las primeras que me puse llegaron directamente desde Estados Unidos, como regalo de Navidad de una chica con la que me escribía para practicar inglés. ¡Me envió seis pares, no podía creerlo!
Ya entonces la música era una de mis grandes pasiones, en especial, el jazz y el rock and roll, que tanto nos gustaba salir a bailar.Recuerdo asistir a conciertos de las estrellas más brillantes del momento, como Louis Armstrong, Ella Fitzgerald, Lionel Hampton, y Harry James, e incluso a un espectáculo de variedades protagonizado en el teatro Hansa por Nati Mistral, que estaba de gira por el país, en el mejor momento de su carrera. Me impresionaron su voz y su precioso traje blanco de faralaes. Curiosamente, volví a cruzarme con ella décadas más tarde, en un autobús en Madrid: la saludé y le pregunté si recordaba su actuación en Hamburgo; se puso muy contenta, y, aunque la encontré ya mayor y con problemas de salud, su memoria permanecía intacta.
Tras completar mis estudios en la escuela de Comercio, había trabajado tres años en una empresa de exportaciones e importaciones, en un departamento en el que era imprescindible hablar inglés y, como mínimo, manejarse en español. Había recibido nociones de castellano en la escuela, pero tan escasas que apenas me servían para mantener una correspondencia sencilla con clientes y proveedores. En la misma situación se encontraba mi compañera y amiga Renate: las dos éramos conscientes de que, si queríamos un puesto y un salario mejores, necesitábamos aprender español en condiciones.
Justo entonces conocí a una chica que acababa de regresar de Madrid, donde había trabajado como au pair durante unos meses. ¡Me puso los dientes largos! Hablaba maravillas de su experiencia, de lo bonita que era la ciudad, del tiempo tan fantástico que hacía —algo muy importante para una hamburguesa como yo, harta de los cielos grises y de la lluvia— y de lo simpática que era la gente. Vi con claridad que quería irme a Madrid, y así se lo comenté a Renate, quien, al instante, se apuntó a mi plan de pasar una temporada en España.
El principal problema consistía en convencer a mi madre, Käthe. Cuando le planteé la posibilidad de marcharme de casa, de entrada, y sin pensárselo dos veces, contestó:
—¡Ni hablar, y menos aún a España! —Le parecía un país muy exótico, demasiado—. Todavía si te fueses a Francia o a Inglaterra, igual que las demás chicas…
Debo admitir que no le faltaba razón en sus argumentos, porque… ¿Qué sabíamos de España en la Alemania de finales de los 50? Que había una dictadura y que era una tierra muy vinculada al folclore, en especial, al flamenco y a los toros. Nada más.
La idea de salir de Hamburgo no solo era muy difícil de asimilar para mi madre; también me producía un intenso dolor, pues suponía dejar vacío el nido de mis padres —ya mayores—, que habían volcado todo su cariño en mí tras la pérdida de su hijo mayor en el frente, en Calais (Francia), en el transcurso de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, después de insistirles con respecto a los muchos beneficios que me aportaría la experiencia —empezando por la posibilidad de conseguir un empleo mejor remunerado—, acabaron por aceptar mi decisión cuando les prometí que mi ausencia sería temporal, que no duraría más de seis meses.
Es evidente que el destino había planeado un futuro distinto para mí, ya que, 66 años después, sigo en España.
Y así fue como, a finales de marzo de 1958, emprendí el viaje que lo cambiaría todo y que pondría mi vida patas arriba. Lo hice llena de ilusión, y, aunque sentía un punto de amargura a causa de la tristeza y el enfado de mis padres, la decisión estaba tomada.
Recuerdo que mi amiga Renate y yo compramos cada una un billete de tren con rumbo a Madrid y dos maletas enormes que llenamos de ropa y de grandes propósitos y nos presentamos en la estación central de Hamburgo, dispuestas a enfrentarnos a lo desconocido, tan inocentes y orgullosas de habernos atrevido a dar un paso de gigante hacia la madurez, con esa ingenuidad que se pierde conforme pasa el tiempo. Mi madre no encontró la fuerza para despedirse de mí en la estación. Jamás se lo reproché, pues, aunque me dolía no contar con su aprobación, comprendía su resistencia y su punto de vista.
El primer bache del camino lo encontramos en la escala en París, donde estaba previsto que cambiásemos de tren para continuar nuestro viaje. Nos informaron de que los trabajadores del ferrocarril se habían declarado en huelga, algo habitual en la Francia de la época; con las vías bloqueadas y las locomotoras apagadas, resultaba imposible avanzar hasta nueva orden. Y nueva orden no significaba mañana ni el martes; significaba no tenemos ni idea. Estábamos solas en una de las mayores capitales de Europa, a 1000 kilómetros de casa y a otros 1300 de nuestro destino, con el dinero contado y sin experiencia.
Al vernos sin plan b, un señor mayor y de aspecto respetable que venía en el mismo vagón que nosotras nos lanzó una propuesta:
—Conozco un alojamiento barato en el que os cuidarán con esmero.
Nos fiamos de él —¡éramos unas niñas!, e insisto, el hombre parecía respetable— y lo seguimos con el equipaje a cuestas. Resultó que el hotel, en Montmartre, era un sitio al que acudían las damas de compañía con sus clientes, de ahí el estupendo precio de las estancias. La Ingeborg del siglo XXI habría preferido buscar una alternativa con el teléfono móvil, pero la de marzo de 1958, agotada, pensó: «Nos quedamos, todo saldrá bien». Nos ofrecieron una habitación agradable y nadie nos molestó.
La huelga de los ferroviarios duró alrededor de una semana, tiempo que dedicamos a visitar París con calma, a recorrer sus calles de arriba abajo. Nos gustó la ciudad; sin embargo, en aquellas circunstancias, con los últimos coletazos del invierno y la incertidumbre de no saber cuándo retomaríamos el viaje, la sentí demasiado grande y poco acogedora. Nada que ver con Madrid.
Madrid nos recibió hospitalaria y animada, a punto de zambullirse en la primavera y con un calor especial que contrastaba con los menos de diez grados centígrados con los que nos habíamos despedido de Hamburgo. Al principio, me llamó la atención la forma de vestir de las mujeres, tan coquetas, menudas en comparación con nosotras, alegres, subidas a sus tacones del número 36 o el 37. Si, como era mi caso, pedías un 39, como mucho te enseñaban dos modelos diferentes.
En muy poco tiempo descubrimos el ambiente de los agradables bulevares, llenos de chiringuitos en los que vendían limonada y horchata; el ritmo de la Gran Vía, con sus cines, y el pulso de un Madrid recorrido por tranvías y automóviles de otra época. Estábamos en un mundo nuevo y sorprendente, con costumbres totalmente distintas, empezando por la de salir a desayunar fuera de casa, cuando los obreros se tomaban su café y su cazalla antes de ponerse a la faena, y donde no era raro que, frente a los escaparates de las tiendas de electrodomésticos, se formasen grupos de gente para ver la televisión.
Guardo en mi memoria —y en álbumes de fotos que ojeo con enorme cariño— mil imágenes de la ciudad que me chocaban y fascinaban, como las de los limpiabotas alineados en las aceras y en el interior de los bares para dejar relucientes los zapatos de los clientes y las de los carros tirados por mulas de los chatarreros, los traperos y los hombres que recogían la basura a última hora.
Los soldados paseaban por el Retiro con sus chicas del brazo; iban orgullosos, como presumiendo, pero había algo cómico en la manera en que les sentaban los uniformes: parecían de talla única, de forma que a los más altos les quedaban cortos los pantalones y las mangas, mientras que a los más pequeños les sobraba traje por todos lados y la chaqueta les colgaba casi hasta por debajo de las rodillas. Llevaban un gorro caqui —ellos lo llamaban prenda de cabeza— del que pendía una borla de color rojo… Los miraba y pensaba: «¡¿Pero estos cómo van?!».