Breve historia de la batalla de Lepanto - Luis E. Íñigo Fernández - E-Book

Breve historia de la batalla de Lepanto E-Book

Luis E. Íñigo Fernández

0,0

Beschreibung

Breve historia de la batalla de Lepanto le acercará, minuto a minuto, a la batalla naval más polémica de todos los tiempos. Conozca a sus protagonistas, las flotas, los barcos, los hombres… Remóntese de la mano de Luis E. Íñigo Fernández a los comienzos del siglo XVI y repase con él la historia de la lucha por la hegemonía naval entre españoles y otomanos. Visite el interior de una galera y comparta un día en el mar con la tripulación de aquellos airosos bajeles erizados de remos. Descubra La Real y la Sultana y asista a su épico combate singular en medio del fragor de la batalla. Breve historia de la batalla de Lepanto es la única obra que integra en un solo volumen de extensión reducida la información imprescindible para comprender en toda su dimensión histórica la batalla naval que cambió el destino de Europa.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 415

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



BREVE HISTORIA DE LA BATALLA DE LEPANTO

BREVE HISTORIA DE LA BATALLA DE LEPANTO

Luis E. Íñigo Fernández

Colección: Breve Historiawww.brevehistoria.com

Título:Breve historia de la batalla de LepantoAutor: © Luis E. Íñigo FernándezDirector de la colección: Ernest Yassine Bendriss

Copyright de la presente edición: © 2015 Ediciones Nowtilus, S.L. Doña Juana I de Castilla 44, 3º C, 28027 Madridwww.nowtilus.com

Elaboración de textos: Santos RodríguezRevisión y adaptación literaria: Teresa Escarpenter

Conversión a e-book: Paula García ArizcunDiseño y realización de cubierta: Onoff Imagen y comunicaciónImagen de portada: Autor desconocido. Batalla de Lepanto, 7 de octubre de 1571 (fin. s. XVI). Óleo sobre lienzo. National Maritime Museum, Greenwich (Londres). Caird Fund

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

ISBN edición impresa: 978-84-9967-745-3ISBN impresión bajo demanda: 978-84-9967-746-0ISBN edición digital: 978-84-9967-747-7Fecha de edición: Noviembre 2015

Depósito legal: M-30541-2015

A quienes están dispuestos a morir y, sobre todo, a vivir, pero nunca a matar por sus ideas.

Índice

Prólogo
Asesinato en el harén
Capítulo 1. De la guerra a la cruzada
Oteando el horizonte
La nave cambia de rumbo
El tránsito de un gran visir
Dios en los estandartes
Capítulo 2. Imperios del mar Blanco
La España imperial
Los señores del horizonte
La Serenísima República
Los amos de Berbería
Capítulo 3. Donde las encinas hablaban
Aguas serenas
Señoras del mar Blanco
Hijos del trueno
Una gran familia
Maestros constructores
De los planos a los planes
Capítulo 4. La vida en la galera dela Dios a quien la quiera
Chusma de forzados
Hombres de mar
María, la Bailaora
Gentes de guerra
Capitanes de todo pelo
Capítulo 5. Una cebolla por cabeza
Padishah del mar Blanco
Desastre en Los Gelves
El alba de una flota
El último zarpazo de un león moribundo
Capítulo 6. Una roca en el mar Blanco
¿Cuánto vale una isla?
Fiebres de Malta
Esperando a los españoles
Malta yok
Capítulo 7. Una isla en la boca del lobo
Un sultán con mucho que demostrar
Desconfianza y recelos
La Santa Liga
La ciudad hundida en la arena
Capítulo 8. Fue enviado por Dios un hombre cuyo nombre era Juan
El general de Cristo
Se apresuran los otomanos
El final de la esperanza
Desazón en Mesina
Lepanto en lontananza
Capítulo 9. La más alta ocasión que vieron los siglos
Dos leones mirándose a los ojos
Fuego en el mar
La espada medalla de Mahoma
Efímera alianza
Capítulo 10. ¿La batalla que salvó a Europa?
¿Una victoria previsible?
La batalla que salvó a Europa
Bibliografía

Prólogo

ASESINATO EN EL HARÉN

Marcaban los relojes las primeras horas de la madrugada del 15 de marzo de 1536. Los rápidos pasos de Pargali Ibrahim pachá, gran visir del sultán Solimán el Magnífico, resonaban con fuerza en los solitarios y oscuros corredores del harén del palacio imperial de Topkapi. El dignatario regresaba de una cena íntima con su señor. No había sido, como tantas otras veces, un amable encuentro entre amigos de toda la vida. No se habían cruzado miradas cómplices ni la charla había fluido con alegre libertad. La oscura expresión del rostro de Solimán y sus veladas alusiones a la buena fortuna de aquellos grandes hombres que saben reconocer el momento en que deben marcharse le habían hecho sentirse inquieto. De repente, aquella persona a la que conocía desde su más tierna infancia le parecía un ser del todo desconocido, y una voz en su interior le avisaba del peligro con la misma insistencia que el desagradable pitido en los oídos que llevaba sintiendo algunos días. Quizá las fuertes manos del verdugo estaban más cerca de su cuello de lo que podía imaginar.

Si lo pensaba con calma, era evidente que había caído en desgracia ante su señor. Su apuesta por la amistad con Venecia se había revelado errónea. Los príncipes cristianos no eran de fiar y, en cuanto podían, se apresuraban a pactar a sus espaldas con Carlos, el gran enemigo del Imperio. Además, el sah de Persia, contra quien él había recomendado con tanta insistencia al sultán que dirigiera lo más granado de sus ejércitos, ya no preocupaba a Solimán, ahora obsesionado con reconstruir la flota y entregarla a ese advenedizo de Barbarroja para dar batalla a los cristianos en el Mediterráneo. Pero, ¿acaso sería capaz el dueño del Imperio de decretar su muerte? ¿Es que no le había prometido años atrás que jamás ordenaría su ejecución?

Sí, quizá era así. Pero en el entorno del sultán, su señor, su amigo, eran muchos los que perseguían con saña su desgracia. El mismo Iskender Çelebi, el que otrora fuera su mentor, había muerto acusándole a gritos de traición. Y no podía negarse que él mismo había cometido errores que a otros les habrían costado de inmediato la vida. ¿Cómo había podido ser tan estúpido? ¿Por qué se había plegado con tanta facilidad a las untuosas súplicas de quienes sólo pretendían ascender valiéndose de la adulación descarada? ¿Por qué había aceptado ese absurdo y presuntuoso título de ker sultan durante su última campaña contra los persas safávidas? ¿No era evidente con cuánta facilidad podían sus enemigos acusarle de aspirar al trono de Solimán?

Pero el problema no era ese. Su señor no habría prestado oídos a las insidias de quienes sabía que actuaban movidos tan sólo por la envidia. Y sin duda habría perdonado sus errores, que entendía producto de la buena fe. No, su verdadero enemigo, el único al que había de temer de verdad, se encontraba mucho más cerca, en la misma cama del soberano, y no era otro que su favorita, su haseki, su reina: Hürrem Sultan, a quien los cristianos llamaban Roxelana por su larga y brillante cabellera roja. Ella lo odiaba; veía en él un gran obstáculo para sus ambiciones de elevar a uno de sus hijos al trono del Imperio a la muerte de su esposo. Sabía que sus preferencias se inclinaban por el primogénito de Solimán, y que mientras él conservara su puesto cerca del sultán era Sehzade Mustafá quien tenía las mayores posibilidades de suceder a su padre... Si insistía lo suficiente, lo lograría; Solimán le profesaba tal devoción que no podía negarle nada... ni su amistad lo protegería entonces de la muerte... dejaría de ser Makbul Ibrahim, ‘Ibrahim, el Favorito’, para convertirse en Maktul Ibrahim, ‘Ibrahim, el Ejecutado’, pues bien sabía él que en aquel mundo, el suyo, la diferencia entre el éxito y la desgracia era aún menor que la simple letra que distinguía aquellas palabras.

El sonido de unos pasos le sacó de sus cavilaciones. ¿Quién podía deambular a tan altas horas de la noche por los pasillos del harén...? ¿Acaso....? No tuvo tiempo de pensar mucho más. Varias figuras corpulentas se abalanzaron sobre él y lo sujetaron con fuerza. Creyó reconocer fugazmente el rostro de Alí, el verdugo del sultán. Se debatió. Con un último esfuerzo, logró sacar de entre los pliegues de su refinado caftán de seda una daga que trató sin éxito de hundir en los robustos brazos de uno de sus asaltantes. Pero fue su cuerpo el que sintió el frío mordisco del metal. Una y otra vez, sus magras carnes se abrieron indefensas ante la afilada hoja que le arrancaba la vida. Después de todo, era cierto; uno no podía fiarse de las promesas de un sultán.

El escenario de la brutal ejecución quedó teñido de un rojo intenso, que permaneció mucho tiempo después de retirarse el cuerpo sin vida de Ibrahim pachá. Durante años, por orden explícita de Solimán, la sangre que había empapado esa noche el suelo y las paredes de aquel pasillo del harén no se limpiaría; había de convertirse en un símbolo, un aviso de lo cara que podía resultar la traición para los visires ambiciosos y capaces de olvidar quién ostentaba de verdad el poder.

Pero la muerte de Ibrahim pachá fue mucho más que eso. El 15 de marzo de 1536 marcó un antes y un después en la actitud del Imperio otomano hacia Occidente. La historia que condujo, treinta y cinco años más tarde, a la batalla de Lepanto comenzó a escribirse aquella noche.

1

De la guerra a la cruzada

Hemos puesto el sello de Salomón en todas las cosas bajo el sol, de sabiduría y de pena y de sufrimiento de lo consumado, pero hay un ruido en las montañas, en las montañas y reconozco la voz que sacudió nuestros palacios –hace ya cuatro siglos–: ¡Es el que no dice «Kismet»; es el que no conoce el Destino, es Ricardo, es Raimundo, es Godofredo que llama! Es aquel que arriesga y que pierde y que se ríe cuando pierde; ponedlo bajo vuestros pies, para que sea nuestra paz en la tierra. Porque oyó redoblar de tambores y trepidar de cañones. (Don Juan de Austria va a la guerra)

Lepanto (1938) Gilbert K. Chesterton

OTEANDO EL HORIZONTE

Pargali Ibrahim pachá lo había sido todo en el Imperio otomano. Nacido en 1493 en Parga, una pequeña localidad del norte de Grecia bajo soberanía veneciana, sus humildes orígenes en el seno de una pobre familia de pescadores ortodoxos en nada permitían anticipar su fulgurante carrera política. Su destino quedó sin embargo sellado enseguida, cuando, siendo aún muy pequeño, fue secuestrado por unos piratas que lo vendieron como esclavo en el palacio de Manisa, en Anatolia occidental, el lugar donde se educaban por entonces los hijos varones de los sultanes turcos. Allí, su inteligencia y simpatía le granjearon una rápida amistad con un niño de su misma edad que, con el tiempo, se convertiría en el más célebre de los soberanos otomanos: Solimán el Magnífico.

Ibrahim pachá según un grabado de Jean-Jacques Boissard en la Vitae et icones Sultanorum Turcicorum (Fráncfort, 1596). Asesinado por orden de Solimán El Magnífico en 1536, cuando ocupaba el cargo de gran visir, su amigo y soberano se arrepintió siempre de su ejecución, tanto que veinte años después sus poemas aún muestran la tristeza que le provocó su pérdida irreparable.

En la corte del Gran Turco, el joven griego recibió una esmerada educación, que hizo de él un gran erudito y un notable políglota, y fue ganando en intimidad con su egregio compañero. Así, cuando este ascendió al trono, en 1520, fue promovido con rapidez a cargos de gran responsabilidad, prueba de la absoluta confianza que el flamante sultán depositaba en él. Tan rápido fue su ascenso que, según se dice, el mismo Ibrahim pidió a su amigo que no lo beneficiase de aquel modo, pues serían muchos en la corte quienes comenzarían a envidiarle y tratarían enseguida de buscar su ruina. Conmovido Solimán por tanta humildad, no sólo desestimó el consejo, sino que le juró que mientras se sentara en el trono, nunca ordenaría su muerte. En junio de 1523, Pargali Ibrahim pachá se convertía en gran visir, el cargo de mayor importancia del gobierno otomano.

Desde ese instante, el poder y la influencia del joven ministro, que enseguida se convirtió en cuñado del sultán por matrimonio con una de sus hermanas, no dejaron de aumentar. Dirigió con éxito numerosas campañas militares; se convirtió en beylerbey o gobernador de Rumelia, la Europa bajo dominio turco, y comandante en jefe de los ejércitos otomanos allí asentados, y en 1524, cuando el gobernador de Egipto, Hain Ahmed pachá, proclamó su independencia de la Sublime Puerta y pagó con la muerte su traición, fue Ibrahim el encargado de reformar la administración civil y militar de la rica provincia para asegurar su eficacia y su fidelidad.

Su labor diplomática fue también intensa y eficaz. Bajo su resuelta dirección, las relaciones con Venecia, su patria de origen, mejoraron de modo ostensible, lo que aseguró a ambos estados jugosos beneficios comerciales; Francia, en la que reinaba por entonces el ambicioso Francisco I, se convirtió en aliada de Estambul frente a los Habsburgo y llegó a ceder el puerto de Tolón para abrigo de su flota, y en cuanto al mayor enemigo de Solimán, el emperador Carlos V, fue persuadido de que aceptara, tras la contundente victoria turca en la batalla de Mohács, en 1526, la incorporación de Hungría a la soberanía otomana.

Bajo la resuelta dirección de Ibrahim pachá, la Sublime Puerta estaba conduciendo su política exterior de acuerdo con dos presupuestos fundamentales. El primero de ellos se refería a la propia concepción de la figura del sultán y, por ende, del Imperio que regía con voluntad inapelable; el segundo, a la idea acerca de cuáles debían ser las direcciones prioritarias de la expansión territorial de los otomanos y, como consecuencia de ello, los estados, vecinos o no, con los que convenía mantener buenas relaciones y los que, por el contrario, debían, simplemente, ser sometidos o anexionados.

En cuanto a la figura del sultán y la concepción resultante del Imperio, es necesario para comprenderla conocer primero la idea tradicional del poder que poseían los turcos. Para ellos, la persona misma del soberano se hallaba unida inexorablemente a la guerra. Para legitimarse en el momento de su acceso al trono, los jóvenes herederos debían ampliar los dominios otomanos con la anexión de al menos una nueva provincia. Sólo entonces podían, en agradecimiento a Alá, iniciar la construcción de su mezquita y, tras repartir entre sus jenízaros y espahíes, sus tropas de élite, un cuantioso botín, asegurarse su lealtad y, por tanto, su propia permanencia al frente de los destinos del Imperio.

Cualquier enemigo era elegible para ese fin. Lo eran, por supuesto, los cristianos, derrotados en Oriente tras la definitiva conquista de Constantinopla en 1453, pero también los propios musulmanes. Lo eran, desde luego, los persas safávidas, tenidos por herejes dentro del islam por su confesión chiita. Pero también lo fueron los mamelucos, dueños de Egipto, porque, aun siendo sunitas, su debilidad los hacía peligrosos para el interés general de los fieles por su incapacidad para defender la fe frente a posibles enemigos externos. Se trataba, pues, de una gaza, una guerra santa, ya que el sultán otomano, en especial tras su conquista de las tres ciudades sagradas del islam –Jerusalén, La Meca y Medina– era califa, sucesor legítimo del Profeta, pero una guerra santa muy singular que había pasado por el tamiz de la concepción tradicional del poder propia de los otomanos, lo que les permitía tanto combatir a los musulmanes como pactar con los cristianos.

Esta posibilidad, implícita en la tradición otomana, será explotada al máximo durante el gobierno de Ibrahim pachá. En su personal concepción del poder, el gran visir asume que el sultán, en tanto soberano y protector de los santos lugares del islam, es califa, pero apuesta por preterir esa condición frente a su carácter de emperador, de césar. Solimán, dueño indiscutible de Constantinopla, es el heredero legítimo no sólo del Imperio bizantino, sino del romano. A Carlos V de Habsburgo, cabeza visible del Sacro Imperio Romano Germánico, que proclama serlo también, no puede reconocérsele, pues, dicha condición. Es sólo un monarca más, el Ispanya krali, el ‘rey de España’, y así se refiere siempre a él en sus cartas el gran visir, quien, ebrio de orgullo, llega a replicar a unos embajadores destacados ante la Sublime Puerta que España es apenas «[...] una lagartija que muerde aquí y allá alguna brizna de hierba en el polvo, mientras nuestro sultán es como un dragón que engulle el mundo entero cuando abre la boca». Si no se aviene a reconocer de buen grado la soberanía del Gran Turco, Carlos deberá ser sometido por la fuerza de las armas. La guerra contra el Sacro Imperio –dado que resulta de un conflicto entre legitimidades contrapuestas– deviene inevitable y sólo concluirá cuando su titular resulte derrotado y Solimán sea solemnemente coronado en Roma, la antigua capital imperial, símbolo de su autoridad universal.

Hay, pues, que combatir a los cristianos, pero no basta con vencerlos; es necesario convencerlos, persuadirlos de que acepten de buena fe la soberanía turca. La guerra santa puede funcionar, en el seno del Imperio, como argumento dirigido a sus súbditos musulmanes, pero con los europeos es necesario valerse de otro mensaje, de una legitimación distinta. Ante sus ojos, el Imperio otomano debía aparecer como legítimo heredero del romano, pero también como ‘la casa de la paz’, Dar al-Islam, en cuyo seno todos serían acogidos, el reverso virtuoso de ‘la casa de la guerra’, Dar al-Harb, el mundo que aún no se había incorporado a la soberanía otomana, en el que reinaban la violencia y el caos, sin seguridad alguna para las personas y sus propiedades. Como consecuencia de estas consideraciones, en aquellos años ingenuos, cuando ni siquiera la perspicaz Iglesia católica había comprendido aún del todo el extraordinario influjo que la propaganda podía llegar a ejercer sobre el espíritu de las masas incultas, una elaborada simbología, así como un vasto programa cultural y artístico, fueron elaborados para sustentar las pretensiones de Solimán.

Solimán el Magnífico con la cuádruple tiara, en un grabado de Agostino Veneziano (1490-1540). El aparatoso tocado, encargado a joyeros venecianos, no era sino el símbolo de un poder que se predicaba universal y superior al de los emperadores de Occidente.

Ya durante sus primeros años de gobierno, un ambiente italianizante se fue extendiendo por Estambul, que, a decir de sus visitantes, se diferenciaba en bien poco de una capital occidental. A imitación del gran visir, altos funcionarios y cortesanos turcos rivalizaron en el mecenazgo de escritores y artistas italianos, y encargaron cuadros y esculturas con que decorar sus palacios, mientras en sus salones se recitaban versos, se representaban inopinadas comedias clásicas, y célebres coreógrafos venidos de la propia Italia organizaban para sus señores otomanos suntuosas fiestas inspiradas en las modas occidentales. No se trataba en modo alguno de una casualidad: el Gran Turco debía aparecer a los atentos ojos de los embajadores y comerciantes europeos como un soberano ilustrado, protector de las artes y las letras, digno de gobernar a sus futuros súbditos cristianos y de encarnar en su persona una tradición política que se remontaba no sólo a los emperadores bizantinos, sino a los propios césares romanos, cuya capital milenaria esperaba pronto conquistar para culminar así, con una victoria de insuperable valor simbólico, su Imperio universal. El apelativo que difundieron a tal objeto sus servidores, El Magnífico, respondía a esa intención, y no puede negarse que tuvo éxito, pues ha sido el que ha pervivido en Occidente frente al que tuvo en realidad entre los turcos, que no fue otro que El Legislador.

La campaña se fue haciendo cada vez más intensa. Si ya en 1521, tras la conquista de Belgrado, Solimán había penetrado en la ciudad por una vía profusamente decorada con arcos de triunfo al más genuino estilo romano, en la década siguiente, poco después de la coronación imperial de Carlos en Bolonia, en 1530, el sultán se apresuró a encargar a orfebres venecianos un cetro, un trono y una cuádruple tiara de oro y piedras preciosas. El gesto no era fruto de la mera vanidad, ni una intempestiva extravagancia; se trataba de un mensaje inequívoco que el Gran Turco enviaba al Occidente cristiano. La corona era un símbolo del todo ajeno a la tradición turca, y aun islámica, pero muy familiar para cualquier observador occidental, que la identificaría de inmediato con la realeza legítima. Además, el aspecto de la tiara no era casual. Se trataba de una auténtica corona mundi cuya forma mostraba una clara alusión al tocado tradicional de emperadores y papas, pues sus poderes debían aparecer, en el terreno de lo simbólico, por debajo del que ostentaba el sultán de los otomanos. Por ello, mientras las coronas de los teóricos señores de Occidente eran triples, en alusión a su soberanía sobre las tres partes del orbe entonces conocido –Europa, Asia y África– la encargada por Solimán era cuádruple, ya que su portador proclamaba con ella un poder que se extendía sobre los cuatro puntos cardinales.

Por supuesto, la pugna dialéctica y simbólica se observa una y otra vez en la documentación oficial de la época. Bajo la firme dirección de Ibrahim pachá, la Sublime Puerta desarrolla un lenguaje diplomático característico cuyo hilo conductor, más allá de los asuntos concretos, es siempre la superioridad indiscutible del sultán otomano sobre el resto de los monarcas del mundo, recordada hasta la náusea mediante giros y expresiones tan grandilocuentes que rozan el histrionismo. Así sucede cuando, como respuesta a la misiva que le hace llegar Francisco I de Francia en demanda de una alianza entre ambos estados, Solimán escribe:

Yo soy sultán de sultanes, la corona de los monarcas terrestres, la sombra de Alá en dos mundos, sultán y hakar del Mediterráneo, el mar Negro, Rumelia, Anatolia, Karaman, Zulkadriye, Diyabakir, Azerbaiyán, Irán, Damasco, Egipto, La Meca, Medina, de Jerusalén, de todos los países árabes, que mis antepasados conquistaron con la fuerza de sus espadas, y de otros muchos territorios que mi augusta majestad ha conquistado igualmente con mi espada resplandeciente y mi sable victorioso... Tú, que eres Francisco, el rey de la provincia de Francia, has enviado una carta a mi Puerta, asilo de soberanos [...].

Ni siquiera el insulto quedaba fuera de la pugna dialéctica que enfrentaba a Solimán y Carlos, e incluso, en su nombre, a los más conspicuos de entre sus ministros y servidores. A título de ejemplo, en 1532 el sultán enviaba a Fernando de Habsburgo, a la sazón rey de Hungría y hermano del emperador, una carta en la que, tras acusarle de faltar a su palabra por evitar una y otra vez el enfrentamiento directo con sus tropas, le preguntaba si no se avergonzaba por ello ante sus soldados y su esposa, y terminaba por poner en tela de juicio con total descaro su virilidad al retarle con palabras más propias de una pelea entre chiquillos que de una misiva dirigida al monarca de un estado soberano: «Si eres hombre –le decía–, enfréntate a mí».

Como consecuencia inevitable de estos planteamientos, en aquella primera década de gobierno de Solimán I y Carlos V, la mayoría de los observadores lo bastante cualificados para ello comenzaron a percibir poco a poco la relación entre ambos emperadores como una pugna abierta por el dominio del mundo, tanto en el abstracto terreno de los principios como en el mucho más concreto de la diplomacia y la guerra. Así lo señala un cronista contemporáneo, el español Francisco López de Gómara, quien afirma:

Muerto Selim, le sucedió en el trono su hijo Solimán, y según cuentan, fue jurado por rey el mismo día en que el emperador don Carlos se coronó en Aquisgrán, año de 1520. Estos dos emperadores, Carlos y Solimán, poseen tanto como poseyeron los romanos, y si digo más no erraré, por lo que los españoles han descubierto y ganado en las Indias, y entre estos dos está partida la monarquía; cada uno de ellos trabaja por quedar monarca y señor del mundo [...].

Y el mismo Erasmo de Rotterdam, gran humanista y uno de los intelectuales más prestigiosos de la época, adopta una visión similar cuando, haciéndose eco de lo que debía de ser un rumor muy extendido en toda Europa, le escribe a un amigo: «[...] el Turco invadirá Alemania con todas sus fuerzas para presentar batalla por el mayor premio, que es si Carlos o el Turco serán los monarcas de todo el orbe, pues el mundo ya no puede soportar tener dos soles en el cielo».

Pero ¿qué consecuencias prácticas tiene esta pugna en los terrenos de la diplomacia y la guerra? Lo cierto es que las tiene y resultan bien visibles. En coherencia con sus postulados teóricos, Ibrahim pachá conduce la diplomacia turca en una dirección muy nítida. Antes de 1536, son dos los enemigos del Imperio otomano: los safávidas en Oriente y el Sacro Imperio en Occidente, y un teatro de operaciones, el preferido: la tierra. Es cierto que en 1522 Solimán había tomado la isla de Rodas, arrebatada por la fuerza a los caballeros hospitalarios. Pero se trataba, más que nada, de una obligación moral. El comendador de los creyentes debía ser capaz de garantizar la total seguridad de los peregrinos mahometanos que se dirigían por mar a los santos lugares, cuyas naves resultaban a menudo saqueadas y hundidas por los feroces caballeros de San Juan. Con esa única salvedad, la atención se centraba en el Imperio safávida y en el Danubio. Mientras sucesivas campañas extienden sin cesar las fronteras otomanas en Georgia, Armenia, Irak y Cirenaica, los ejércitos del sultán avanzan también sobre Europa. Belgrado se rinde en 1521 y, tras la batalla de Mohács, en agosto de 1526, la mayor parte de Hungría se convierte en un Estado vasallo de los otomanos bajo un monarca títere, Juan I Zápolya.

Solimán pone enseguida los ojos en Viena, cuyo gran valor simbólico no puede escapársele a nadie. En septiembre de 1529, un colosal ejército otomano formado por ciento veinte mil hombres aparece ante los muros de la capital imperial. El peligro es innegable, pues, aunque la defienden soldados profesionales y jefes experimentados, la ciudad no dispone sino de sus arcaicas fortificaciones erigidas en la Edad Media, demasiado frágiles para soportar los ataques de la artillería moderna. Pero, contra todo pronóstico, las defensas resisten y la proximidad del invierno disuade a Solimán de continuar con un sitio que puede convertirse en un desastre para un ejército que opera tan alejado de sus bases, como demuestran las cuantiosas bajas que sufrió en su retirada. Pero no por ello desiste el sultán de su propósito. Tras varios años de escaramuzas y pequeñas pérdidas territoriales en la Hungría ocupada por los otomanos, tenazmente hostigada por las tropas de Fernando, en 1532 un nuevo ejército turco, aún más numeroso que el anterior, amenaza Viena.

VAN ORLEY, Bernaert. Carlos I joven (h. 1515). Museo del Louvre, París. Aniñado y de aspecto atolondrado, el emperador de Occidente contrastaba con el aplomo y la elegancia que mostraba en su juventud su rival y enemigo, Solimán el Magnífico.

Tampoco en esta ocasión logrará Solimán sus propósitos. La reacción imperial es rápida y eficaz. Carlos V moviliza sus enormes recursos en ayuda de su hermano Fernando y durante un tiempo Europa contiene la respiración: los dos emperadores por fin van a enfrentarse. Si es el turco el que sale victorioso, la cristiandad perderá a su último valedor y nada detendrá al infiel en su avance hacia Roma; si es Carlos el que se alza con el triunfo, el sueño de una Pax Christiana universal bajo un único emperador será por fin un hecho. Pero el combate no llega a producirse. A pesar de la propaganda de ambos bandos, que se proclaman igualmente victoriosos, la campaña concluye con un acuerdo que deja las cosas como estaban: Juan Zápolya en la Hungría ocupada por los otomanos y Fernando II en la que permanece en manos de los Habsburgo. Habrán de pasar nueve años para que Solimán lo intente de nuevo.

LA NAVE CAMBIA DE RUMBO

Así eran las cosas hasta comienzos de los años treinta. Pero entonces el entorno del sultán, en el que la estrella de Ibrahim pachá había comenzado a declinar, comenzó a valorar la eficacia de la estrategia seguida en la década anterior y la evaluó de forma negativa: era necesario un cambio de rumbo o, de lo contrario, la expansión del Imperio se detendría e incluso podían resultar comprometidos los logros alcanzados hasta entonces; el avance de los ejércitos otomanos debía recibir el respaldo de su flota.

¿Cómo nació esa convicción? Un factor determinante fue, sin duda, la realidad. Como acabamos de ver, tras los primeros y fulgurantes éxitos en el Danubio, la expansión otomana se había detenido a las puertas de Viena, por dos veces defendida contra pronóstico y con tanta fiereza por las tropas imperiales que Solimán hubo de levantar su asedio y regresar con su ejército a territorio seguro. Además, el torticero comportamiento de los Estados cristianos no parecía responder a la afable actitud que el gran visir esperaba de ellos. Venecia se mostraba cordial con los turcos, pero ello no le impedía obtener pingües beneficios con la venta en sus mercados de los productos de la rapiña que los enemigos del sultán practicaban sobre las costas y los barcos otomanos. En cuanto a Francia, estaba claro que no se podía confiar en un monarca como Francisco I, que se regía por sus propios intereses y firmaba la paz con el emperador cuando le convenía, dejando en la estacada a la Sublime Puerta. Pero lo más relevante era lo que había pasado entre tanto en el Mediterráneo, al que los turcos habían dejado de prestar atención desde la toma de Rodas, en 1522, a instancias de Ibrahim pachá.

En septiembre de 1532, una poderosa flota al mando del genovés Andrea Doria, almirante de las fuerzas navales de Carlos V en el Mediterráneo, había infligido una fuerte humillación a los otomanos. En el verano de aquel año, y con objeto de llevar a cabo una maniobra de diversión que relajara la presión turca sobre Viena, Doria partió con más de cuarenta galeras y varias decenas de naves mancas1 que transportaban unos doce mil hombres, sin otro objetivo que el de hostilizar la costa occidental de Grecia y, en el mejor de los casos, apoderarse de alguna plaza costera que pudiera ser tomada a bajo coste.

Tras reconocer el litoral, Doria escogió la pequeña ciudad de Coron, en Morea, cuya fortaleza rindió en septiembre tras sólo once días de lucha y abandonó de inmediato, dejando en ella una pequeña guarnición de dos mil quinientos hombres. La misma suerte corrió Patrás un poco después, así como los dos castillos que vigilaban la entrada al estratégico golfo de Corinto. A finales de noviembre, Doria se encontraba a salvo en Génova, con un gran botín y sin ningún contratiempo. Mientras, don Álvaro de Bazán, con diez galeras españolas y dos mil hombres, atacaba y rendía el puerto de One, al este de la plaza norteafricana de Orán, tomando mil prisioneros y dejando en él una guarnición.

Los turcos no dudaron en buscar cumplida venganza de la humillación sufrida, que podía excitar a la rebelión a las siempre inquietas poblaciones cristianas griegas. En mayo de 1533, tenían ya lista una gran escuadra de setenta galeras y se dirigían con ella hacia Grecia con la intención de bloquear la plaza de Coron para que un ejército la atacara por tierra. Con gran urgencia, se armó una expedición de socorro compuesta por veintisiete galeras y treinta naos, que transportaban al tercio de don Rodrigo de Machichaco con unos dos mil quinientos hombres. El 2 de agosto, las naves españolas llegaban a Coron, sorteaban el bloqueo de la flota musulmana, desembarcaban los refuerzos en la ciudad asediada y regresaban a sus bases sin resultar dañados por el enemigo, muy superior en número. Aunque la fortaleza fue abandonada más tarde por lo costoso de su mantenimiento, lo cierto es que los poderosos turcos habían sido burlados de nuevo. El mar se estaba convirtiendo en el flanco débil del Imperio otomano. Si las galeras imperiales habían alcanzado Grecia, ¿qué les impedía llegar ante las mismas puertas de Estambul?

Para conjurar la amenaza, Solimán recurrió a un método indirecto, pero muy perspicaz. Resultaba evidente que no podía seguir permitiendo que las flotas imperiales le atacaran en sus propias costas, con los riesgos de rebelión que ello conllevaba y el grave daño que suponía para su prestigio personal su manifiesta incapacidad de proteger a sus súbditos. Pero tampoco podía combatirlas en sus bases, a miles de kilómetros de distancia hacia el oeste, en contra de las corrientes marinas dominantes en el Mediterráneo y con evidentes problemas logísticos que hacían muy complejo asegurar su aprovisionamiento. Sin embargo, en el oeste Carlos tenía sus propios enemigos, que, bien manejados por el sultán, podían servir de manera adecuada a sus fines. Estos enemigos eran los corsarios berberiscos, cuya actividad, como resultado del asentamiento masivo de los resentidos moriscos expulsados de Granada a comienzos del siglo XVI y el abandono posterior de la sabia política norteafricana iniciada por Fernando el Católico, se había acrecentado en gran medida y con eficacia devastadora en los años precedentes. Y no se trataba en modo alguno de aventureros desharrapados, sino de expertos marinos que conocían como nadie las aguas del Mediterráneo occidental y podían aportar a las armadas del sultán una experiencia en la construcción y el manejo de las galeras que sin duda reforzaría su poder naval.

Por dichas razones, Solimán tomó una decisión de gran importancia. A comienzos de 1533, mandó llamar a Estambul al más temible de los piratas berberiscos, que no era otro que Jeireddín Barbarroja, señor de Argel, que llevaba ya varios años asaltando desde esta plaza las desprotegidas costas españolas e italianas. En el verano de ese mismo año, y tras culminar un nuevo y triunfante raid por las costas meridionales de Europa, el célebre corsario entraba en el Cuerno de Oro al frente de catorce galeras cargadas de botín, saludado por estruendosas salvas de artillería, un honor del que muy pocos dignatarios turcos podían jactarse. Cuando, unas horas después, abandonaba el palacio de Topkapi, lo hacía como kapudan-i-derya, gran almirante de la flota mediterránea, y beylerbey o gobernador general de todas sus costas sometidas a los turcos, constituidas a instancias del soberano en una nueva provincia denominada de Archipiélago. Pero, sobre todo, el sultán le había hecho un encargo: debía construir una gran flota y derrotar con ella al miserable rey de España.

Los inmensos recursos y la eficaz burocracia centralizada del Imperio otomano comenzaron a trabajar para Barbarroja. Durante meses, hombres, armas y pertrechos navales afluyeron sin cesar al arsenal del Cuerno de Oro. En la primavera de 1534, la flota estaba lista. La formaban setenta galeras, dotada cada una de ellas con un centenar de soldados bien entrenados y armadas con excelentes cañones de bronce que disparaban balas de piedra. Cuando el 24 de mayo la armada cruzaba por fin los Dardanelos para entrar en las aguas del Mediterráneo, en realidad estaba zarpando hacia la venganza.

Las primeras en sufrir las iras de Barbarroja fueron las tierras de sur de Italia. Escogido el objetivo, las galeras otomanas parecían surgir de la nada y se lanzaban sobre el litoral a todo remo. En unas pocas horas, la infeliz localidad costera quedaba arrasada hasta los cimientos y expoliada de todas sus riquezas, mientras sus pobladores eran masacrados sin piedad o llevados a las naves turcas para servir en ellas como galeotes o alimentar a precio de saldo el mercado de esclavos más cercano. Reggio, Cetraro, Sperlonga, Fondi..., la relación de pueblos destruidos por Barbarroja crecía día a día mientras un pánico irracional se extendía por toda Italia y llegaba hasta la misma Roma, que muchos de sus habitantes empezaron a abandonar temiéndose lo peor. Pero el corsario sabía que no podía llegar tan lejos. Cuando hubo saciado su sed de venganza asaltando la propia Nápoles y destruyendo seis galeras en sus astilleros, dio media vuelta y se marchó. El 16 de agosto de 1534 echaba el ancla en el puerto de Túnez, donde reinaba Muley Hasan, monarca títere de España, que dejó la ciudad sin un solo disparo. Una formidable base de operaciones, distante tan sólo ciento cincuenta kilómetros de Sicilia, había caído en manos de los turcos. La venganza se había consumado.

Jeireddín Barbarroja en un grabado italiano de 1535. Colección particular. Originario de la isla de Lesbos, constituyó durante cuatro décadas una verdadera pesadilla para los pobladores de las costas del Mediterráneo occidental, que hubieron de soportar sus continuas razias. Paradójicamente, tras toda una vida de piratería, murió en la cama de unas fiebres a la avanzada edad de setenta y un años.

Por supuesto, Carlos V no podía permitirse hacer como si nada hubiera pasado. Desde Túnez, no sólo era posible atacar con éxito las posesiones españolas del sur de Italia. A medio camino de sus costas se encontraba un enclave estratégico de enorme importancia: la isla de Malta. En manos de los caballeros de San Juan, a quienes la había cedido el emperador tras su expulsión de Rodas, era la verdadera llave de paso entre las dos cuencas del Mediterráneo, la oriental y la occidental. Si caía en manos de los turcos, nadie podría salvar a Occidente de la invasión.

Por ello, en el invierno de 1534, el hastiado pero todavía enérgico emperador resolvió organizar una expedición contra Túnez. Al igual que había hecho Barbarroja, ordenó movilizar de inmediato los inmensos recursos de su imperio y, a comienzos de junio de 1535, después de unos meses de febriles preparativos, logró reunir frente a las costas de Sicilia una colosal armada formada por setenta y cuatro galeras y trescientas naves mancas que llevaban a bordo un formidable cuerpo expedicionario de treinta mil hombres. El día 14, la expedición salía de Cerdeña en dirección a Túnez. A su frente, en una inmensa galera ricamente decorada, el propio Carlos, como un monarca medieval, dirigía su ejército. Occidente entero tenía sus ojos puestos en él.

No lo defraudaría. El mismo día 15, la flota echaba el ancla frente a La Goleta, la fortaleza que guardaba el puerto de Túnez, que se rendía un mes después. Aún quedaba la propia ciudad, pero conquistarla resultó mucho más fácil, pues los numerosos esclavos cristianos, enardecidos por la presencia de los sitiadores, se rebelaron contra sus amos, lo que tornó imposible la defensa de la plaza. Sabiéndose perdido, Barbarroja huyó en dirección a Argel mientras un triunfante Carlos entraba en Túnez. Era el 21 de julio.

A la victoria imperial siguió una espantosa masacre y un brutal saqueo de la ciudad indefensa. Diez mil tunecinos fueron vendidos como esclavos y la flota de Barbarroja, anclada en el puerto, fue destruida casi por completo: ochenta y dos barcos ardieron hasta las cuadernas. El siguiente paso lógico no era otro que perseguir al corsario y matarlo en su propia madriguera, pero, según se dijo, la disentería, que había hecho presa de sus hombres, forzó a Carlos a renunciar a la conquista de Argel, dejando la campaña inconclusa y privándola del que habría sido su mayor éxito. El 17 de agosto, el emperador se hallaba de regreso en Nápoles, donde fue recibido con honores propios de un césar romano. La victoria se celebró en todo el Mediterráneo cristiano; la pesadilla parecía haber pasado.

Sin embargo, no era así. Barbarroja podía haber perdido la flamante flota que el sultán había puesto en sus manos, y ello constituía sin duda un importante revés para los turcos. Pero no se trataba de un revés decisivo. El corsario seguía contando con galeras suficientes para continuar con sus razias sobre las costas cristianas, como pudieron comprobar muy pronto los confiados habitantes de Mahón, en Menorca, que en ese mismo mes de octubre sufrieron un brutal ataque del viejo aventurero. Además, el giro mediterráneo del Imperio otomano era ya irreversible. En las preocupaciones de Solimán, el mar no volvería ya a jugar un papel secundario. A finales de 1535, Barbarroja regresaba a Estambul, donde el sultán le concedería una nueva flota, y pronto no habría ya a su lado ningún gran visir que pudiera torcer sus designios persuadiéndole de que marchara contra otro enemigo. La muerte de Ibrahim pachá, unos meses después, marcaría el signo de la guerra durante décadas y le conferiría un sentido nuevo.

EL TRÁNSITO DE UN GRAN VISIR

Porque otro componente no menos apreciable del que podríamos denominar giro mediterráneo del Imperio otomano fue la propia caída en desgracia del gran visir. En la concepción política tradicional entre los turcos, sus rotundos éxitos políticos de la década de los veinte no podían protegerle de sus evidentes fracasos de la década de los treinta, los cuales, sumados a los fuertes recelos que había generado su privanza en el entorno más cercano al sultán, terminaron por firmar su sentencia de muerte. Muchos de sus antiguos amigos y mentores, que, celosos de su excesivo poder, tan sólo esperaban el momento más oportuno para atacarle, comenzaron entonces a conspirar contra él. Fue el caso de Iskender Çelebi, que le acusó de deslealtad, aunque terminó por ser él quien pagara con la vida su atrevimiento, y de algunos otros, que censuraron ante el sultán la vanidad del gran visir, insinuando que tras ella se ocultaba la intención de disputarle el trono. Pero la única enemistad que terminó por resultar letal para Ibrahim pachá fue la de la persona que gozaba de una mayor influencia real sobre la voluntad del soberano, su esposa Hürrem.

Para comprender cómo resultaba posible tanta influencia, es necesario tener presente la forma en que operaba el mecanismo de la sucesión al trono en el Imperio otomano. En las primeras décadas del siglo XVI la dinastía aún aplicaba celosamente un curioso procedimiento. Cada concubina o esposa del sultán podía dar a luz un único hijo varón. Una vez que lo había hecho, se la separaba del soberano, con el que no volvía a mantener relaciones sexuales, y cuando el muchacho alcanzaba la pubertad, se lo enviaba junto a su madre a dirigir una provincia. Allí, el joven vástago aprendía el arte del buen gobierno mientras se preparaba para una posible sucesión al trono que nunca tenía asegurada, pues cada hijo varón del sultán era un candidato al que su madre patrocinaba en fiera competencia con sus hermanos en espera de que llegara el momento. Eliminar físicamente a los competidores o desacreditarlos a ojos del sultán era, por ello, una práctica habitual de unas mujeres que sabían cuán relevante podía llegar a ser su posición como valide sultan, o ‘madre del soberano’, en una corte en la que los manejos del harén tenían un peso creciente en detrimento del Diwan, el consejo de gobierno del Imperio donde se tomaban las grandes decisiones políticas. A pesar de ello, Hürrem sabía muy bien que la predilección de Solimán no garantizaba que a su fallecimiento fuera uno de sus hijos varones el designado para sucederle, asegurando con ello su ansiada posición como valide sultan. Bien al contrario, el vástago real con mejores posibilidades de convertirse en heredero parecía ser Sehzade Mustafá, hijo de otra de las esposas reales, que gozaba, precisamente, del favor del todopoderoso gran visir Ibrahim pachá. Si Hürrem quería asegurar su influencia en la corte y la designación como heredero de uno de sus hijos, debía librarse primero de Ibrahim para poder hacerlo luego, cuando la ocasión se presentara, de Sehzade. Así, con estudiada sutileza, la ambiciosa favorita comenzó a sugerir veladamente a su esposo que su gran visir se encontraba en tratos ilícitos con su mayor enemigo, el sah de Persia, y Solimán, inerme ante su poderoso influjo, terminó por creerlo. Pero el gran visir contaba con la promesa del sultán: mientras él se sentara en el trono, le había asegurado en su juventud, no lo condenaría a muerte.

Retrato de Hürrem Sultan (h. 1500-1558). Jak Amran Collection, Estambul. Alexandra Anastasia Lisowska, hija de un pope ruteno, había sido capturada en su juventud y llevada como esclava al harén de Solimán. Pero este, prendado de su belleza, no sólo la convirtió en favorita, sino que, en un gesto sin precedentes, la liberó y desposó oficialmente. Hürrem se convertiría así en una de las mujeres más influyentes de la historia, y no sólo de forma indirecta, como era habitual, sino incluso como jefa de una poderosa facción cortesana que operaba muchas veces de forma independiente del conocimiento y la voluntad del propio sultán.

En el corazón del soberano se entabló entonces una dura lucha entre el amor y la amistad. Durante toda una semana, Solimán invitó a Ibrahim a cenar en su cámara privada; durante toda una semana, cada noche le sugería veladamente que huyera: aunque perdiera sus privilegios y sus riquezas, al menos salvaría la vida. Pero el gran visir hizo oídos sordos a las palabras de quien ya había dejado de ser su amigo, creyéndole quizá incapaz de romper su promesa, y siguió acudiendo puntual a las invitaciones de su soberano. La mañana del 15 de marzo de 1536, su cuerpo sin vida fue hallado en uno de los pasillos del palacio de Topkapi. Había sido ejecutado por orden del sultán.

La muerte de Pargali Ibrahim pachá consolidó la influencia de Hürrem e hizo posible que, tres décadas más tarde, su hijo Selim II, por desgracia el más incapaz de sus vástagos, sucediera en el trono al ya anciano Solimán. Como consecuencia inmediata, la desaparición del gran visir supuso también la promoción al cargo de Ayas Mehmed pachá. Pero los sucesos de la noche del 14 al 15 de marzo de 1536 tuvieron una relevancia mucho mayor que un simple cambio de rostros en los cuadros rectores del vigoroso Imperio otomano. En realidad, con la muerte del gran visir llegaba a su culminación un proceso iniciado tres años antes, cuando los consejeros más próximos al sultán empezaron a comprender la necesidad de modificar los parámetros de la política exterior del Imperio otomano. La desaparición de Pargali Ibrahim pachá eliminó el último obstáculo, y lo que había comenzado como un giro mediterráneo en esa política exterior acabó por convertirse en una nueva concepción del poder político del sultán y un replanteamiento global de los principales objetivos geoestratégicos del Imperio.

En efecto, la muerte de Ibrahim pachá desató una reacción furibunda no sólo contra su figura, sino contra su obra misma. Sus palacios fueron saqueados y sus colecciones de arte quedaron arruinadas; la simpatía por todo lo italiano dejó paso al odio más visceral, y hermosas esculturas clásicas fueron destruidas a golpe de martillo invocando la hasta entonces olvidada prohibición coránica de representar la figura humana. La persona del sultán dejó de presentarse al mundo como el heredero legítimo de la tradición imperial romana para aparecer a los ojos de todos como el califa, comendador de los creyentes y comprometido con la preservación y la extensión de la fe islámica. Las ciudades santas de Jerusalén, Medina y La Meca recibieron cuantiosas inversiones que las embellecieron de acuerdo con los cánones tradicionales de las metrópolis mahometanas. La clase gobernante del Imperio comenzó a ser escogida tan sólo entre musulmanes y conversos, suprimiéndose del todo el gobierno indirecto por medio de las élites locales cristianas, e incluso en algunas ciudades de la Europa otomana como Buda o Belgrado los infieles fueron desalojados para dejar sitio a nuevos pobladores mahometanos. La actitud hacia los Estados europeos pasó de la amistad al desprecio; el comercio con ellos disminuyó de forma significativa, y una tremenda presión militar comenzó a ejercerse en todas las fronteras del Imperio, desde el Danubio al norte de África, desde el Adriático al Egeo, aunque sería el Mediterráneo, oriental y occidental, el que seguiría siendo el eje de la política imperial de la Sublime Puerta.

En síntesis, la religión islámica comenzó a constituir «[...] el vínculo unitario, la causa común sobre la que los diversos componentes étnicos del Imperio hallaron un espacio de integración»2. Como era de esperar, tan profundos cambios llevaron aparejados ciertos problemas de adaptación. En puridad, ningún musulmán que no descendiera del linaje árabe de los quraisíes podía usar el título de califa. Pero el obstáculo fue removido en cuanto el gran muftí de Estambul, la máxima autoridad islámica, promulgó una fatua en la que aseguraba que el sultán, legitimado por sus victorias, había recibido del mismo Alá la sanción divina de su derecho a usar ese título sagrado. Era lo adecuado, pues el sultán ya no dirigía a sus ejércitos en una simple guerra contra Occidente; lo que Solimán II encabezaba era ahora una auténtica cruzada.

DIOS EN LOS ESTANDARTES

Y no otra cosa que una cruzada era lo que comenzaba a gestarse también en el bando enemigo. No se inventaba con ello nada nuevo; leyendas y mitos diversos sobre el fin del mundo y el papel decisivo que al frente de la cristiandad unida y victoriosa le tocaría desempeñar al emperador de Occidente circulaban entre los europeos cultos desde la misma Edad Media. Gioacchino de Fiore, ya en el siglo XII, había profetizado que una era de paz y armonía universal marcaría la última de las edades del hombre, la Edad del Espíritu Santo, previa al fin de los tiempos. Pero ahora esas viejas historias comenzaron a utilizarse de forma consciente con una finalidad política, y en ello tuvieron mucho que ver fenómenos tan relevantes como la culminación de la Reconquista, la hegemonía española, el descubrimiento de América y la reunión en la persona de Carlos V de las Coronas de Castilla, Aragón y el Sacro Imperio.

BANDINELLI, Baccio. El papa Clemente VII coronando al emperador Carlos V, el 24 de febrero de 1530 (h. 1540). Palazzo Vecchio, Florencia (Italia). El pontífice coloca sobre las sienes del emperador, que lo era desde 1519, la diadema de oro de los césares romanos, símbolo del Imperio.

El espíritu de cruzada no había muerto del todo en España. La guerra promovida por los Reyes Católicos contra el reino musulmán de Granada, entre 1482 y 1492, se presentó como una verdadera cruzada y, por ello, merecedora del auxilio económico de los fieles y del mismo papa. Después, la resuelta política cisneriana de expansión por el norte de África y su equivalente portuguesa bajo Juan I y Alfonso V, primero, y la aventura de exploración y conquista del Nuevo Mundo, después, hicieron posible insuflar nueva vitalidad al espíritu de cruzada. El mismo Cristóbal Colón obraba bajo el influjo de hondos ideales mesiánicos, del todo explícitos en su Libro de las profecías. En esta sorprendente obra de comienzos del siglo XVI, el almirante se muestra convencido de que el descubrimiento de América constituía una incontestable prueba de la inminencia del cumplimiento de los vaticinios medievales sobre el fin de los tiempos, cuando el Emperador de los últimos días, un recurrente mito bajomedieval que había vuelto a revitalizarse con los Reyes Católicos, reuniría por fin a la cristiandad, cruzaría el océano y se coronaría rey de Jerusalén. Con razón ha escrito Henry Kamen que en los inicios del siglo XVI «[...] daba la impresión de que los acontecimientos políticos y militares que tenían lugar en España comenzaban a encajar dentro de un plan mesiánico e imperial de impredecibles dimensiones».3

No es raro que el entorno intelectual de Carlos V asumiera como propia esta tradición hispana y, fundiéndola con la idea imperial de cuño centroeuropeo, se valiera de ella para respaldar sus proyectos de una cristiandad unida y en paz, un gobierno del mundo bajo la mano firme del emperador. En 1517, el insigne humanista Mercurino Gattinara escribía El sueño de la monarquía, una obra reveladora en la que el gran canciller se mostraba seguro de que Carlos era, precisamente, ese Emperador de los últimos días cuyo advenimiento, según las profecías medievales, aseguraría la paz universal y el triunfo definitivo de la fe, y, en última instancia, anticiparía la segunda venida de Cristo. No es raro, por ello, que en 1529, acompañando a la corte en su viaje a Italia, mientras trabajaba en la preparación de la coronación imperial de Bolonia, Gattinara sentara los cimientos intelectuales de ese futuro y anhelado Imperium mundi: sólida concordia religiosa entre católicos y protestantes, paz universal justa y duradera entre todos los príncipes cristianos, y cruzada general contra los otomanos, cuyos ejércitos amenazaban ya por entonces la misma Viena.

El Imperio otomano en la primera mitad del siglo XVI.

Faltaba, empero, para asegurar el triunfo acabado del ideal de cruzada, el concurso decidido de quien lo acuñó a finales del siglo XI