La Atlántida - Luis E. Íñigo Fernández - E-Book

La Atlántida E-Book

Luis E. Íñigo Fernández

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Beschreibung

Entre el mito y la historia. Descubra la historia de la leyenda más cautivadora de la antigüedad: Desde el Antiguo Egipto, los Diálogos de Platón y las ancestrales tradiciones de los pueblos precolombinos, hasta los más profundos análisis científicos recientes. La apasionante investigación histórica de los orígenes del mito de La Atlántida, desde los Diálogos platónicos, la tradición egipcia, griega y romana, las tradiciones ancestrales de los pueblos precolombinos, la evolución del mito en la Edad Media y Moderna y su influencia en los navegantes como Cristóbal Colon, hasta su relación con el género utópico en el renacimiento y su diversificación en el siglo XIX: Julio Verne, Donnelly, madame Blavatsky, Edgar Cayce, el enfoque étnico supremacista de la Alemania nazi y los mitos de las otras Atlántidas, como Mu o Lemuria. La Atlántida es, quizá, el mito por excelencia de la cultura occidental en los últimos siglos. Para muchos, no existió nunca más allá de la imaginación de Platón, que quiso valerse de ella para enseñar una lección de política a sus seguidores; para otros su existencia fue tan real como la de cualquier otra de las grandes civilizaciones de la Antigüedad. Sin embargo, lo que unos y otros están forzados a reconocer es que si la gran isla devorada por el océano, como castigo divino a su soberbia, no es sino una leyenda, en nada distinta de las viejas historias de dioses y héroes en las que creyeron nuestros antepasados, las preguntas que quedan sin respuesta acerca del pasado remoto de la humanidad son tantas y tan relevantes que deben, cuando menos, forzarnos a dar una oportunidad a los argumentos de quienes defienden su existencia. Este libro ofrece, precisamente, esa oportunidad.

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La Atlántida Entre el mito y la historia

La Atlántida Entre el mito y la historia

LUISE. ÍÑIGOFERNÁNDEZ

Colección: Historia Incógnita

www.historiaincognita.com

Título:La Atlántida. Entre el mito y la historia

Autor: © Luis E. Íñigo Fernández

Copyright de la presente edición: © 2021 Ediciones Nowtilus, S.L.

Camino de los Vinateros, 40, local 90, 28030 Madrid

www.nowtilus.com

Elaboración de textos:Santos Rodríguez

Diseño y realización de cubierta:Universo Cultura y Ocio

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjasea CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70/ 93 272 04 47).

ISBN edición digital:978-84-1305-145-1

Fecha de edición: marzo 2021

Índice
Capítulo 1. Los orígenes del mito
¿Qué pretendía Platón?
El contenido del mito
¿Se lo inventó todo Platón?
La Atlántida después de Platón
Capítulo 2. Leyendas del Nuevo Mundo
El paraíso de los Bienaventurados
Atlántidas americanas
Toros y columnas
La gran inundación
Cualquiera tiempo pasado fue mejor
Hijos de los dioses
Capítulo 3. Las Atlántidas medievales
Islas esquivas
La Isla de San Brandán
Antilla o la Isla de las Siete Ciudades
Brasil
California
Las Islas de las Hespérides y Ávalon
Las Islas Afortunadas o Islas de los Bienaventurados
Última Thule
El Reino del Preste Juan y el País de Gog y Magog
¿La Atlántida americana?: El Dorado, Paititi y el Manuscrito 512
Capítulo 4. La Atlántida de los humanistas
¿Buscaba Colón la Atlántida?
El retorno de la Atlántida
La Atlántida de los utópicos
El río se bifurca
Capítulo 5. La resurrección del mito
Triunfa el positivismo… por ahora
Y entonces llegó Donnelly
Los herederos de Donnelly
La Atlántida de los místicos
La Atlántida de los nazis
Arqueólogos de culto
Capítulo 6. Las otras Atlántidas
¿Pero la Atlántida no estaba en el Atlántico?
La Atlántida que descubrió Colón
Atlántidas africanas
Argantonio el atlante
Las Atlántidas del Frío
Las Atlántidas del mar Egeo
La hipótesis siciliana
La irresistible atracción de Homero
El tsunami de Hélice
Capítulo 7. Hubo otros mundos, pero estaban en este
Mu, la tierra natal del hombre
Traduttore, traditore
Hiva, la Atlántida de la isla de Pascua
Lemuria, la Atlántida del Índico
Lemurianos en California
Kumari Kandam y Rutas: las Atlántidas de la India
Hiperbórea. La Atlántida del Ártico
Capítulo 8. Las Atlántidas imaginadas
Novelas de ciencia ficción
fantasías inesperadas
Alegatos y thrillers
La Atlántida en la gran pantalla
Y también en la pequeña
Capítulo 9. La Atlántida ante el juicio de la razón
Primer testigo: la Geología
Segundo testigo: la Biología
Tercer testigo: la Historia
Último testigo: la antropología
Capítulo 10. A modo de conclusión
Bibliografía

Capítulo 1

Los orígenes del mito

¡Mira! La muerte ha levantado su trono

en una extraña y solitaria ciudad

allá lejos en el Oeste sombrío,

donde el bueno y el malo y el mejor y el peor

han ido a su reposo eterno.

Allí hay cúpulas y palacios y torres

(torres devoradoras de tiempo que no se estremecen)

que no se asemejan a nada que sea nuestro.

En los alrededores, olvidadas por vientos inquietos,

resignadas bajo el cielo,

reposan las aguas melancólicas.

Edgar Alan Poe, La ciudad en el mar (1845).

¿QUÉ PRETENDÍA PLATÓN?

La Atlántida empieza en Platón. Fueron sus célebres diálogos Timeo (360 a. C.) y Critias (circa 355 a. C.) los que fijaron el canon del mito y sirvieron de fuente única de la que todos quienes, en siglos posteriores, creyeron en él y, partiendo de perspectivas muy distintas, desde la más estricta ortodoxia científica al ocultismo menos recatado, trataron de desentrañar el seductor misterio que pronto se gestó en torno a su contenido. Pero ¿quién era Platón? Y, sobre todo, ¿qué pretendía al escribir su historia sobre la Atlántida?

Platón realmente se llamaba Aristocles. El nombre con el que pasó a la historia y por el que lo conocemos no era, en realidad, sino un apelativo, un mote que, según Diógenes Laercio, escogió para él en su juventud su profesor de gimnasia, sorprendido por la anchura de los hombros de su joven discípulo. Era hijo de Aristón y descendiente, según proclamaba con orgullo su familia, del último de los reyes de Atenas. Pero, sobre todo, vivió entre los años 427 y 347 a. C. en la plenitud de la Grecia clásica, uno de los períodos de la historia de la humanidad en que han florecido con mayor vigor las artes y las ciencias y, por ende, uno de los que ha tenido mayor influencia en nuestra tradición cultural. Además, en ese feliz contexto Platón fue uno de los pensadores más prestigiosos, quizá, junto a Sócrates, su maestro, y Aristóteles, su mejor discípulo, el más influyente de los filósofos griegos y uno de los intelectuales más relevantes de todos los tiempos. No en vano escribió el filósofo y matemático inglés Alfred North Whitehead (1861-1947) que toda la filosofía occidental no es sino una serie de notas a pie de página de la filosofía platónica.

Respondida así la primera pregunta, dar respuesta a la segunda resulta mucho más complejo, al menos, a tenor de las numerosas y distintas lecturas que se han propuesto de su historia acerca de la Atlántida. Sobre lo que existe, empero, un consenso absoluto entre los estudiosos serios de su obra es que se trata de un mito, en modo alguno de una historia real. Esto no debe sorprendernos. Es cierto que Platón, como discípulo de Sócrates, era un convencido racionalista y, en este sentido, basaba su visión del mundo en el logos, la razón, el argumento, pero ello no quiere decir que no recurriera al mito cuando de enseñar se trataba, pues era del todo consciente de que en su época solo una minoría, en realidad una minúscula élite cultural, se encontraba en disposición de seguir un razonamiento filosófico profundo sin perderse o aburrirse, mientras la inmensa mayoría adoraba las leyendas y, en última instancia, las buenas historias. Algunos de los mitos que usaba Platón eran del todo tradicionales, esto es, procedían de la mitología griega en el sentido que hoy le damos a esa expresión, como equivalente al conjunto coherente de mitos propio de una cultura, un pueblo o una religión, otros eran fruto de la modificación intencionada pero reconocible de mitos extraídos de dicha tradición, aunque el filósofo se valió también de mitos de su propia invención, como el de la caverna, alegoría sobre la falsedad del mundo que tomamos por real cuando no es sino la sombra que proyecta la verdadera realidad, el mundo de las ideas, que incluye en el Libro VII de su célebre diálogo La República (380 antes de Cristo):

Represéntate hombres en una morada subterránea en forma de caverna, que tiene la entrada abierta, en toda su extensión, a la luz. En ella están desde niños con las piernas y el cuello encadenados, de modo que deben permanecer allí y mirar solo delante de ellos, porque las cadenas les impiden girar en derredor la cabeza. Más arriba y más lejos se halla la luz de un fuego que brilla detrás de ellos; y entre el fuego y los prisioneros hay un tabique construido de lado a lado, como el biombo que los titiriteros levantan delante del público para mostrar, por encima del biombo, los muñecos.

El consenso se acaba cuando llega el momento de la interpretación. ¿Qué enseñanza pretendía transmitir Platón mediante el mito de la Atlántida? ¿Con qué objeto lo escribió? Algunas cosas parecen evidentes. Timeo y Critias son del todo coherentes con su marco de reflexión acerca de la sociedad ideal ya anticipado en La República, al que el personaje de Sócrates parece aludir en el Timeo cuando habla de ciudadanos especializados en tareas militares, supresión de los metales preciosos, igualdad de sexos o comunidad de mujeres y niños, sin otra discrepancia más que la identificación en este diálogo entre guardianes y filósofos, grupos sociales que en La República aparecen claramente diferenciados. En este contexto, la Atlántida, cuyo gobierno tradicional basado en leyes justas se había degradado con el tiempo cuando se impuso sobre él la ambición imperialista, aparece contrapuesta a la antigua Atenas, una sociedad perfecta tal como la concebía Platón. La Atenas de Pericles, nacida de la victoria absoluta en las guerras médicas, en la primera mitad del siglo V a. C., la Atenas soberbia, mercantil e imperialista, que usa su poderosa armada como herramienta de sumisión de las polis griegas, asociadas en la Liga de Delos, cuyo tesoro utiliza como propio, corrompida por la riqueza y la impiedad se contrapone así a la vieja y piadosa Atenas predemocrática, la Atenas de Solón, austera y sumisa al gobierno de los mejores, mucho más cercana a la idea que tenía Platón, que detestaba a Pericles, sobre la sociedad ideal. Pero la cosa no es tan simple, las interpretaciones se amontonan y se mezclan porque también lo hacen los mensajes. El Timeo y el Critias ocultan en realidad un continuo juego de parábolas y antítesis que es posible leer de muchas formas. Probemos con algunas más. La polis griega, la ciudad Estado independiente, Atenas sobre todas ellas, se contrapone a la autocracia persa representada por Darío y Jerjes, algunos de cuyos rasgos es posible identificar en la descripción platónica de la Atlántida, en el carácter exótico y de sabor indiscutiblemente orientalizante de sus ciudades y, sobre todo, en su enorme ejército, trasunto evidente de las huestes invasoras de aquellos monarcas durante las referidas guerras médicas. Pero no podemos obviar que también en el retrato son numerosos los elementos griegos. Las ciudades persas no poseían en su mayoría acrópolis, gimnasios ni hipódromos, y menos aún templos erigidos en honor de Poseidón. ¿Es quizá casual esta mezcolanza? Y caben más interpretaciones. En Occidente, por aquellos años, el hecho histórico de mayor relevancia era el ascenso de Cartago, cuya hegemonía comercial y naval, extendida a uno y otro lado de las Columnas de Hércules amenazaba directamente a las ciudades griegas de Sicilia y el sur de Italia. Platón, que había pasado un tiempo en Sicilia invitado por el tirano Dionisio II, creía que la admiración que el monarca sentía por él le permitiría poner en práctica en Siracusa la sociedad con la que soñaba. ¿No pudo concebir allí la idea de presentar su fábula política sobre el estado ideal valiéndose para ello como protagonista de una potencia atlántica degenerada e imperialista en antítesis con unos griegos habitantes de un tiempo remoto, símbolo de patriotismo y buen gobierno? ¿No pudo pretender con ello, además, reforzar la moral de los griegos de la zona y facilitar su unidad frente al enemigo cartaginés?

¿Historia, pues…? Apenas. Es cierto que el filósofo ateniense proclama una y otra vez en ambos diálogos que cuanto relata en ellos es real, incluso sin advertir que tanta insistencia le lleva a la contradicción de señalar en un lugar que la supuesta historia de la Atlántida le fue transmitida a Critias el Viejo por boca de Solón mientras en otro asegura que los documentos que la contienen se encuentran transcritos en griego a partir de sus supuestas fuentes egipcias, en el domicilio familiar de Critias. Pero no es otra cosa que un recurso literario. El Timeo y el Critias son filosofía, política en todo caso, no historia. ¿Cómo aceptar si no que los sacerdotes saítas conservaran registros de la fundación de la Atenas primitiva cuando tal suceso ocurrió, según ellos mismos relatan, mil años antes de la propia fundación de Sais? Así las cosas, se trataría pues, de un relato inventado, llamado a ser interpretado en clave filosófica y política, una suerte de distopía avant la lettre que se vale de una geografía y de un tiempo histórico imaginarios para vehicular, por oposición, una visión ideal de la vida colectiva representada en la descripción de la antigua Atenas. Como escribió hace unos años Pierre Vidal-Naquet: «…Platón, con su relato de la Atlántida y de su guerra contra Atenas, ha inventado un género literario aún muy vivo, ya que se trata de la ciencia ficción. De todos los mitos que creó, es, de alguna manera, el único que ha echado raíces». No cabe albergar ninguna duda razonable acerca de esta afirmación.

Pero seamos prudentes. Aceptarlo así no implica en modo alguno suponer que Platón inventó su mito a partir de la nada. ¿Acaso constituiría el filósofo ateniense un fenómeno único, una suerte de rara avis entre los escritores de todos los tiempos, capaz de idear narraciones nacidas por completo de su imaginación sin anclaje alguno en la tradición cultural de su época? La respuesta no puede sino ser negativa, nadie escribe ex novo, incluso cuando un escritor inventa una historia, esto es, cuando la extrae por completo de su imaginación, bebe de fuentes muy remotas de cuya existencia puede o no ser consciente, aunque sin duda han determinado cuanto sabe y cuanto es capaz de idear. En última instancia, todos y cada uno de nosotros y en todo cuanto hacemos, somos hijos de nuestra cultura.

De tal afirmación se deduce, por tanto, que debería ser posible identificar en el mito platónico elementos tomados de otros mitos anteriores, ya sean griegos o ajenos a la tradición helénica, e incluso de sucesos históricos más o menos deformados y adornados para servir mejor a la finalidad esencial del relato, la cual, debemos tenerlo presente, es filosófica, no histórica. Tal es la cuestión que trataremos de responder a continuación. Pero para ello será necesario primero que fijemos con claridad lo que escribió Platón para determinar a continuación qué hay en ello de original y qué de asimilado de la tradición cultural preexistente.

EL CONTENIDO DEL MITO

El primero de los diálogos platónicos que trata el mito de la Atlántida, el Timeo, pone en boca de Critias, filósofo sofista y tío carnal de Platón, «…un relato muy extraño, pero absolutamente verdadero» que Solón (640-559 a. C.), uno de los siete sabios de Grecia y respetado reformador de la constitución ateniense, habría contado a su abuelo, del mismo nombre, tras su estancia en Egipto. Traducido de la lengua de los atlantes al egipcio, Solón lo hizo verter después al griego, pues albergaba el proyecto de utilizarlo como argumento de una gran obra poética. Pero las adversidades que sufrió a su regreso a Atenas se lo impidieron y así, sin elaborar, se transmitió de boca en boca hasta llegar finalmente a Critias el Joven, el cual lo narró en un círculo de amigos, entre ellos Sócrates y el mismo Platón, que decidió escribirlo para que no se perdiera.

Dicho relato trataba de la «…hazaña más importante y, con justicia, la más renombrada de todas las realizadas por nuestra ciudad, pero que no llegó hasta nosotros por el tiempo transcurrido y por la desaparición de los que la llevaron a cabo» que Solón había conocido por boca de los sacerdotes de Sais, por entonces la capital del Egipto gobernado por la Dinastía XXVI, conocida como saíta, en el transcurso de su estancia en aquella ciudad. Solón contaba, siempre según Critias, que cuando llegó allí recibió de ellos muchos honores y que, al interrogar sobre el pasado a los que más conocían el tema, descubrió que ni él mismo ni ningún otro griego sabía prácticamente nada de la historia de la propia Atenas. Los sacerdotes le dijeron que habían tenido lugar muchas destrucciones de hombres, las más grandes por fuego y agua, pero también otras menores provocadas por otras innumerables causas, aunque los griegos lo ignoraran, como ignoraban también que antes del Diluvio, Atenas era «…la mejor en la guerra y la más absolutamente obediente de las leyes», dueña de la mejor organización política conocida.

Platón (427-347 a. C.) en un detalle de La Escuela de Atenas, fresco del pintor italiano Rafael en las Estancias Vaticanas.

Al pedirle Solón al sacerdote que le contara más, este recordó que sus escritos sagrados se remontaban a más de ocho mil años en la historia de Sais, y que en ellos se describía asimismo cómo nueve mil años antes la diosa Atenea, a la que también se profesaba culto en su ciudad bajo el nombre de Neith, fundó Atenas, «…eligió primero el sitio que daría los hombres más adecuados a ella y lo pobló». Por esa razón vivió la ciudad bajo las leyes que la diosa le había dado y pronto superó en virtud a las demás «…como es lógico, ya que erais hijos y alumnos de dioses», añadió el sacerdote. Muchas fueron las hazañas que aquella Atenas modélica llevó a cabo, pero hubo entre ellas una que destacó por encima de las demás, cuando la ciudad detuvo «…la marcha insolente de un gran imperio, que avanzaba del exterior, desde el Océano Atlántico, sobre toda Europa y Asia». Dicho imperio tenía su origen en una isla, la Atlántida, mayor que Libia y Asia juntas, situada al otro lado de las columnas de Hércules, «…en la que había surgido una confederación de reyes grande y maravillosa que gobernaba sobre ella y muchas otras islas, así como partes de la tierra firme». Prosigue entonces el sacerdote:

En este continente, dominaban también los pueblos de Libia, hasta Egipto, y Europa hasta Tirrenia. Toda esta potencia unida intentó una vez esclavizar en un ataque a toda vuestra región, la nuestra y el interior de la desembocadura. Entonces, Solón, el poderío de vuestra ciudad se hizo famoso entre todos los hombres por su excelencia y fuerza, pues superó a todos en valentía y en artes guerreras, condujo en un momento de la lucha a los griegos, luego se vio obligada a combatir sola cuando los otros se separaron, corrió los peligros más extremos y dominó a los que nos atacaban. Alcanzó así una gran victoria e impidió que los que todavía no habían sido esclavizados lo fueran y al resto, cuantos habitábamos más acá de los confines heráclidas, nos liberó generosamente. Posteriormente, tras un violento terremoto y un diluvio extraordinario, en un día y una noche terribles, la clase guerrera vuestra se hundió toda a la vez bajo la tierra y la isla de Atlántida desapareció de la misma manera, hundiéndose en el mar. Por ello, aún ahora el océano es allí intransitable e inescrutable, porque lo impide la arcilla que produjo la isla asentada en ese lugar y que se encuentra a muy poca profundidad.

Hasta aquí cuanto el Timeo nos dice sobre la Atlántida. Nada se detiene en él Platón acerca de la forma de vida de aquella misteriosa civilización de hombres que habitaban más allá del confín occidental del Mediterráneo, y menos aún de la razón de su trágico final. Es en el Critias, el segundo de sus diálogos dedicados al tema, en el que el filósofo se explaya sobre estos asuntos, entregándose a una disección minuciosa de la Atlántida y deteniéndose en la descripción de la fisonomía de su isla, sus orígenes mitológicos, sus costumbres y su organización económica, social, política e incluso militar y religiosa. De dicha descripción se desprende una conclusión evidente: la sociedad de los atlantes había alcanzado niveles de civilización muy avanzados en el contexto de su época. No solo conocían perfectamente la forma de extraer y trabajar los metales, entre ellos el hierro y el misterioso oricalco, del que Platón no proporciona detalle que nos permita deducir a qué se refiere, sino que poseían en todos los aspectos una avanzada economía que se beneficiaba tanto de la abundancia de recursos naturales de que disfrutaba la isla como de unas magníficas infraestructuras de transporte y comunicaciones y un intenso comercio marítimo. Gracias a todo ello, los atlantes disfrutaban de un gran nivel de vida que les permitía cuidar su cuerpo y su espíritu. Jardines, gimnasios y templos proliferaban por toda la isla, de modo que hombres y mujeres pudieran disfrutar por igual de todos ellos en medio de un gran bullicio y animación que mostraba la alegría de vivir de los atlantes, no por ello irrespetuosos con los dioses, a los que profesaban respeto y veneración. En cuanto a la organización política, formaba la Atlántida una confederación de diez reinos, gobernado cada uno de ellos por un monarca con poder absoluto, tan solo limitado por la obligación de mantenerse fiel a las leyes que, según la tradición, Poseidón les había dado al comienzo de los tiempos y que permanecían escritas en una columna de oricalco en el centro de la isla, presidida por el templo del dios en el que los reyes se reunían alternativamente cada cinco o seis años para tratar de los asuntos comunes.

La Atlántida así organizada constituía, a decir de Platón, la mayor potencia militar nunca vista, pues era capaz de reunir sin esfuerzo diez mil carros de guerra con sus correspondientes dotaciones, ciento veinte mil jinetes, más de un millón de soldados de infantería, tanto pesada como ligera, y mil doscientas naves de guerra, y todo ello solo el primero entre los reyes, que había de completar su ejército con el de los otros nueve. Quizá por ello terminó por vencer a los atlantes la soberbia, y tanto se apartaron de la senda trazada para ellos por Poseidón que este se irritó y decidió castigarlos. Así explica Platón lo sucedido:

Durante muchas generaciones, mientras se conservó en ellas algo de la naturaleza del dios al que debían su origen, los habitantes de la Atlántida obedecieron las leyes que habían recibido y respetaron el principio divino, que era común a todos. Sus pensamientos eran conformes a la verdad y de todo punto generosos; se mostraban llenos de moderación y de sabiduría en todas las eventualidades, como igualmente en sus mutuas relaciones. Por esta razón, mirando con desdén todo lo que no es la virtud, hacían poco aprecio de los bienes presentes, y consideraban naturalmente como una carga el oro, las riquezas y las ventajas de la fortuna. Lejos de dejarse embriagar por los placeres, de abdicar el gobierno de sí mismos en manos de la fortuna, y de hacerse juguete de las pasiones y del error, sabían perfectamente que todos los demás bienes acrecen cuando están de acuerdo con la virtud; y que, por el contrario, cuando se los busca con demasiado celo y ardor perecen, y la virtud con ellos. Mientras los habitantes de la Atlántida razonaban de esta manera, y conservaron la naturaleza divina de que eran partícipes, todo les salía a satisfacción, como ya hemos dicho. Pero cuando la esencia divina se fue aminorando por la mezcla continua con la naturaleza mortal; cuando la humanidad la superó en mucho; entonces, impotentes para soportar la prosperidad presente, degeneraron. Los que saben penetrar las cosas, comprendieron que se habían hecho malos y que habían perdido los más preciosos de todos los bienes; y los que no eran capaces de ver lo que constituye verdaderamente la vida dichosa, creyeron que habían llegado a la cima de la virtud y de la felicidad, cuando estaban dominados por una loca pasión, la de aumentar sus riquezas y su poder.

Entonces fue cuando el dios de los dioses, Zeus, que gobierna según las leyes de la justicia y cuya mirada distingue por todas partes el bien del mal, notando la depravación de un pueblo antes tan generoso, y queriendo castigarle para atraerle a la virtud y a la sabiduría, reunió todos los dioses en la parte más brillante de las estancias celestes, en el centro del universo, desde donde se contempla todo lo que participa de la generación, y teniéndolos así reunidos, les habló de esta manera…

Así, incompleto, quedó el Critias. Platón nunca lo terminó, ni escribió tampoco el tercero de los diálogos, titulado Hermócrates, con el que había pensado culminar una trilogía dedicada al Estado ideal. ¿Por qué no lo hizo? Lo cierto es que no lo sabemos. Quizá tenía razón Plutarco cuando afirmaba que empezó tarde el Critias, ya septuagenario, y que la tarea fue excesiva para sus fuerzas menguadas por tan avanzada edad. También pueden tenerla quienes sostienen que lo abandonó para redactar Las Leyes, e incluso los que piensan que se reconcilió en lo político con Atenas, por lo que la razón de ser de su proyecto había desaparecido. Y no debe, por último, despreciarse del todo la posibilidad de que lo que falta se haya perdido, como ha sucedido en tantas ocasiones con las obras de los escritores antiguos. No obstante, lo que sí sabemos por el Timeo es que los párrafos siguientes sin duda explicaban o iban a explicar con mayor detalle el final de la Atlántida.

Pero vayamos a lo esencial, ¿cuáles son los datos fundamentales que debemos retener de las narraciones que nos ha dejado Platón? O, dicho de otro modo, ¿cuáles son los elementos clave del mito de la Atlántida? Debemos conocerlos bien, pues nuestra siguiente tarea será analizar hasta qué punto, y en coherencia con lo que afirmábamos anteriormente, se trata de elementos originales, esto es, no existentes con anterioridad, bien en la obra de autores concretos o bien en la tradición anónima y, de no ser así, cuál podría haber sido su origen. Veamos, pues, cuáles son dichos elementos.

En primer lugar, La Atlántida era una gran isla que existió hace muchos años, 9.500 antes de nuestra era según Platón, al otro lado de las columnas de Hércules y luego se hundió en el océano Atlántico. Según el Timeo, el sacerdote egipcio refiere a Solón «…cómo vuestra ciudad [Atenas] detuvo en una ocasión la marcha insolente de un gran imperio, que avanzaba del exterior, desde el Océano Atlántico, sobre toda Europa y Asia. En aquella época, se podía atravesar aquel océano dado que había una isla delante de la desembocadura que vosotros, así decís, llamáis columnas de Heracles. Esta isla era mayor que Libia y Asia juntas y de ella los de entonces podían pasar a las otras islas y de las islas a toda la tierra firme que se encontraba frente a ellas y rodeaba el océano auténtico, puesto que lo que quedaba dentro de la desembocadura que mencionamos parecía una bahía con un ingreso estrecho. En realidad, era mar y la región que lo rodeaba totalmente podría ser llamada con absoluta corrección tierra firme».

Representación de la Atlántida basada en la descripción que de ella hace Platón en el Critias. Como puede verse, la capital de la isla poseía una peculiar estructura basada en círculos concéntricos de agua y murallas.

En segundo lugar, la Atlántida estaba configurada de forma muy peculiar, como una suerte de montaña rodeada de anillos concéntricos que alternaban murallas y canales, con la acrópolis que era la sede del templo de Poseidón y Clito y del palacio real, en el centro, y puentes que los comunicaban entre sí como los radios de una rueda. Como describe el Critias:

Comenzaron por echar puentes sobre los fosos circulares, que llenaba la mar, y que rodeaban la antigua metrópoli, poniendo así en comunicación la estancia real con el resto de la isla. Muy al principio construyeron este palacio en el punto mismo donde habían habitado el dios y sus antepasados. Los reyes, al trasmitírselo, no cesaron de añadir nuevos embellecimientos a los antiguos, haciendo cada cual los mayores esfuerzos para dejar muy atrás a sus predecesores; de suerte que no se podía, sin llenarse de admiración, contemplar tanta grandeza y belleza tanta.

A partir desde el mar abrieron un canal de tres arpentos de ancho, de cien pies de profundidad y de una extensión de cincuenta estadios, que iba a parar al recinto exterior; hicieron de suerte que las embarcaciones que viniesen del mar pudiesen entrar allí como en un puerto, disponiendo la embocadura de modo que las más grandes naves pudiesen entrar sin dificultad. En los cercos de tierra, que separaban los cercos de mar, al lado de los puentes, abrieron zanjas bastante anchas, para dar paso a un trirreme: y como de cada lado de estas zanjas los diques se levantaban a bastante altura por cima del mar, unieron sus bordes con techumbre, de suerte que las naves las atravesaban a cubierto. El mayor cerco, el que comunicaba directamente con el mar, tenia de ancho tres estadios, y el de tierra contiguo tenía las mismas dimensiones.

De los dos cercos siguientes, el del mar tenía dos estadios de ancho, y el de tierra tenía las mismas dimensiones que el precedente. En fin, el que rodeaba inmediatamente la isla interior, tenia de ancho un estadio solamente. En cuanto a la isla interior misma, donde se ostentaba el palacio de los reyes, su diámetro era de cinco estadios. El ámbito de esta isla, los recintos y el puerto de los tres arpentos de ancho, todo estaba revestido en derredor con un muro de piedra. Construyeron torres y puertas a la cabeza de los puentes y a la entrada de las bóvedas, por donde pasaba el mar. Para llevar a cabo todas estas diversas obras, arrancaron alrededor de la isla interior y en cada lado de las murallas, piedras blancas, negras y encarnadas. Arrancando así aquí y allá, abrieron en el interior de la isla dos receptáculos profundos, que tenían la misma roca por techo. De estas construcciones, unas eran sencillas; otras, formadas de muchas especies de piedras y agradables a la vista, tenían todo el buen aspecto de que eran naturalmente capaces. Cubrieron de bronce, a manera de barniz, el muro del cerco exterior en toda su extensión; de estaño, el segundo recinto;-y la Acrópolis misma, de oricalco, que relumbraba como el fuego. En fin, ved cómo construyeron el palacio de los reyes en el interior de la Acrópolis.

En tercer lugar, los reyes atlantes desarrollaban ceremonias religiosas basadas en el culto al toro y a la columna. Platón da cumplidos detalles del ritual que practicaban los monarcas en el Critias, cuando señala:

Después de dejar en libertad algunos toros en el templo de Neptuno, los diez reyes quedaban solos y suplicaban al dios, que escogiera la víctima que fuese de su agrado, y comenzaban a perseguirlos sin otras armas que palos y cuerdas. Luego que cogían un toro, lo conducían a la columna y lo degollaban sobre ella en la forma prescrita. Además de las leyes estaba inscrito en esta columna un juramento terrible e imprecaciones contra el que las violase. Verificado el sacrificio y consagrados los miembros del toro según las leyes, los reyes derramaban gota a gota la sangre de las víctimas en una copa, arrojaban lo demás en el fuego, y purificaban la columna. Sacando en seguida sangre de la copa con un vaso de oro, y derramando una parte de su contenido en las llamas, juraban juzgar según las leyes escritas en la columna, castigar a quien las hubiere infringido, hacerlas observar en lo sucesivo con todo su poder, y no gobernar ellos mismos ni obedecer al que no gobernase en conformidad con las leyes de su padre. Después de haber pronunciado estas promesas y juramentos por sí y por sus descendientes; después de haber bebido lo que quedaba en los vasos y haberlos depositado en el templo del dios, se preparaban para el banquete y otras ceremonias necesarias. Llegada la sombra de la noche y extinguido el fuego del sacrificio, después de vestirse con trajes azulados y muy preciosos, y de haberse sentado en tierra al pie de los últimos restos del sacrificio, cuando el fuego estaba extinguido en todos los puntos del templo, dictaban sus juicios o eran ellos juzgados, si alguno había sido acusado de haber violado las leyes. Dictados estos juicios, los inscribían, al volver de nuevo el día, sobre una tabla de oro, y la colgaban con los trajes en los muros del templo, para que fueran como recuerdos y advertencias.

En cuarto lugar, ha habido a lo largo de la historia numerosas catástrofes naturales que han llevado a la muerte a millones de seres humanos. Como señala el Timeo: «En ese instante, un sacerdote muy anciano exclamó: «¡Ay!, Solón, Solón, ¡los griegos seréis siempre niños!, ¡no existe el griego viejo!» Al escuchar esto, Solón le preguntó: «¿Por qué lo dices?» Todos replicó aquél tenéis almas de jóvenes, sin creencias antiguas transmitidas por una larga tradición y carecéis de conocimientos encanecidos por el tiempo. Esto se debe a que tuvieron y tendrán lugar muchas destrucciones de hombres, las más grandes por fuego y agua, pero también otras menores provocadas por otras innumerables causas…». La Atlántida, castigada por su soberbia, como indica también el Timeo, «…tras un violento terremoto y un diluvio extraordinario, en un día y una noche terribles, desapareció de la misma manera, hundiéndose en el mar. Por ello, aún ahora el océano es allí intransitable e inescrutable, porque lo impide la arcilla que produjo la isla asentada en ese lugar y que se encuentra a muy poca profundidad».

En quinto lugar, en un tiempo lejano anterior a todas las catástrofes que se abatieron sobre la Tierra, el clima había sido más benigno y la naturaleza más feraz. Incluso la árida Grecia poseía un fértil mantillo regado por numerosos manantiales y ríos, y sus montes estaban cubiertos de espesos bosques. La Atlántida era, en especial, una tierra bendecida, pues, como señala el Critias:

La isla suministraba en abundancia todos los materiales de que tienen necesidad las artes, y mantenía un gran número de animales salvajes y domesticados, y se encontraban entre ellos muchos elefantes. Todos los animales tenían pasto abundante, lo mismo los que vivían en los pantanos, en los lagos y en los ríos, como los que habitaban las montañas y llanuras, y lo mismo el elefante que los otros, a pesar de su magnitud y de su voracidad. Además de esto, todos los perfumes que la tierra produce hoy, en cualquier lugar que sea, raíces, yerbas, plantas, jugos destilados por las flores o los frutos, se producían y criaban en la isla. Asimismo los frutos blandos y los duros, de que nos servimos para nuestro alimento; todos aquellos con que condimentamos las viandas y que generalmente llamamos legumbres; todos estos frutos leñosos que nos suministran a la vez brebajes, alimentos y perfumes; todos esos frutos de corteza con que juegan los niños y que son tan difíciles de conservar; y todos los frutos sabrosos que nos servimos a los postres para despertar el apetito cuando el estómago está saciado y fatigado; todos estos divinos y admirables tesoros se producían en cantidad infinita en esta isla, que florecía entonces en algún punto a la luz del sol.

En sexto lugar, en los templos de la ciudad egipcia de Sais, de la misma manera que en otros lugares del país, se conservaban archivos en los que se encontraba registrada la historia de la Atlántida, así como de otros muchos hechos que se remontan a miles de años antes de la época de Platón, y que Solón había conocido en su viaje a Egipto:« Desde antiguo dice a Solón en el Timeo el sacerdote egipcio registramos y conservamos en nuestros templos todo aquello que llega a nuestros oídos acerca de lo que pasa entre vosotros, aquí o en cualquier otro lugar, si sucedió algo bello, importante o con otra peculiaridad». Todo ese conocimiento, empero, se pierde a menudo entre los demás pueblos, cuando las catástrofes que se suceden periódicamente lo arrasan todo, haciendo que los supervivientes lo olviden. «Contrariamente prosigue el sacerdote, siempre que vosotros, o los demás, os acabáis de proveer de escritura y de todo lo que necesita una ciudad, después del periodo habitual de años, os vuelve a caer, como una enfermedad, un torrente celestial que deja solo a los iletrados e incultos, de modo que nacéis de nuevo, como niños, desde el principio, sin saber nada ni de nuestra ciudad ni de lo que ha sucedido entre vosotros durante las épocas antiguas».

Por último, en séptimo lugar, el conocimiento original de los seres humanos proviene de seres divinos que les enseñaron las leyes, las artes y las ciencias. Así señala el Timeo: «También, ves, creo, cuánto se preocupó nuestra ley desde sus inicios por la sabiduría pues, tras descubrirlo todo acerca del universo, incluidas la adivinación y la medicina, lo trasladó de estos seres divinos al ámbito humano para salud de este y adquirió el resto de los conocimientos que están relacionados con ellos». Y en otro lugar: «Vivíais, pues, bajo estas leyes y, lo que es más importante aún, las respetabais y superabais en virtud a todos los hombres, como es lógico, ya que erais hijos y alumnos de dioses». Como explica el Critias, la estirpe de los atlantes desciende de los amores de Poseidón con Clito, una mujer mortal, de cuya unión nacieron cinco generaciones de gemelos varones, los futuros reyes de la isla.

¿SE LO INVENTÓ TODO PLATÓN?

Como hemos visto, el mismo filósofo griego rechaza toda pretensión de originalidad. «Cuenta desde el comienzo exclamó el otro qué decía Solón, y cómo y de quiénes la había escuchado como algo verdadero», escribe en el Timeo para recordar que cuanto va a escribir no es otra cosa que la historia que contaron a Solón los sacerdotes de Sais. Pero de poco nos sirve semejante afirmación. Si la historia de la Atlántida no es real, y ya hemos visto que no lo es, la frase no sería otra cosa que un mero recurso literario, del todo legítimo por otra parte. Lo que nos interesa ahora no es probar o refutar la veracidad de la historia, sino desentrañar su origen. En otras palabras, ¿son los siete elementos fundamentales del mito platónico que hemos identificado en el epígrafe anterior fruto de la mente del filósofo, que los habría ideado con el solo objetivo de trasmitir con mayor facilidad sus enseñanzas sobre la sociedad ideal o, por el contrario, proceden dichos elementos de una tradición anterior?

El primer elemento del mito, la propia existencia de la Atlántida como una gran isla situada justo al otro lado del estrecho de Gibraltar, tan grande como Libia y Asia juntas, no es, desde luego, a pesar de lo que la mayoría de los profanos y muchos supuestos atlantólogos creen, original. No lo es, en primer lugar, porque algunos autores griegos anteriores a Platón la mencionan, bien de forma un tanto indirecta o poco precisa. Pero no lo es tampoco, en segundo lugar, porque ni siquiera ellos se inventaron la existencia de la gran isla, de la que se pueden hallar referencias muy anteriores, no solo en Egipto, como señala el filósofo ateniense en lo que podría ser o no un recurso literario, sino en tradiciones culturales muy distintas y, en muchas ocasiones, comunes a un gran número de civilizaciones y pueblos repartidos por todo el planeta. Vayamos, pues, por partes.

Entre los autores griegos que mencionan o hacen referencia más o menos indirecta a la Atlántida antes de Platón destaca en primer lugar Homero, el primer poeta heleno conocido, que vivió, según se cree, en el siglo VIII a. C. En su poema épico LaOdisea, que narra las vicisitudes de Ulises, héroe de la guerra de Troya, en su regreso a Ítaca, la tierra de la que es rey, se incluye un pasaje en el que menciona Ogygia, una isla al otro lado de las columnas de Hércules en la que habita la diosa Calipso, hija de Atlas, a la que se llega tras nueve días de navegación. «Pero a mí canta Homero se me parte el corazón pensando en Ulises, infeliz, que hace tanto padece miles de trabajos, alejado de todos los suyos y preso en la isla que circundan las olas allá en la mitad del océano…». No hay muchos detalles, pero en el poema homérico la isla está allí, en el océano occidental, y es evidente que Platón había leído este pasaje.

También habría leído Platón, sin duda, las obras de Heródoto de Halicarnaso, uno de los geógrafos e historiadores más prestigiosos de la Antigüedad, considerado el padre de la historia. Nacido en el 480 a. C. y fallecido medio siglo más tarde, sus Nueve libros de laHistoria constituyen el primer ejemplo de relato sobre el pasado construido a partir de fuentes tanto orales como escritas, sin apelación alguna a la intervención de los dioses, como era habitual en los autores que le precedieron. Incansable viajero, su obra proporciona, además, un verdadero estudio geopolítico de todos los pueblos que habitaban el ecúmene entonces conocido por los griegos, sobre los que da cuenta de su ubicación geográfica, tradiciones, creencias y formas de vida.

Entre dichos pueblos, el historiador jonio nos habla con cierto detalle de unos atlantes que habitaban en las cercanías del monte Atlas, en la zona occidental de Libia, nombre con el que se conocía entonces el norte de África. No son, no obstante, estos pueblos los que nos ofrecen una pista sobre una tradición griega acerca de la existencia de una isla en el mar occidental, pues salta a la vista que su ubicación, dentro del continente y mucho más al este, en el conocido actualmente como Atlas sahariano o teliano, no se corresponde con la que señala Platón, sino la curiosa forma gramatical de la que se vale Heródoto para referirse a dicho mar, al que denomina literalmente θάλασσα ἥ Ἀτλαντίς, esto es, ‘mar de la Atlántida’, expresión idéntica a la que después usará Platón para denominar a su isla Ἀτλαντίς νῆσος, es decir, ‘isla de la Atlántida’. Y lo más curioso es que no es en esto Heródoto del todo original, pues dicha expresión extraña (en griego antiguo lo normal habría sido denominar al gran mar θάλασσα ἥἈτλαντίĸἥ, esto es, el ‘mar Atlántico’, si del nombre del titán Atlas derivaba, como suele decirse) aparece también en otros autores, contemporáneo uno del propio Heródoto, anterior otro en casi una centuria al historiador de Halicarnaso.

El autor contemporáneo de Heródoto que usa también una rara expresión para referirse al océano exterior no es otro que Eurípides (480-406 a. C.), en cuyo Hipólito, tragedia clásica basada en el mito de Teseo, se refiere a los límites del océano como «los confines de los atlantes», algo sorprendente cuando sabemos por Heródoto que los referidos atlantes vivían mucho más hacia el este, bastante lejos por tanto de la costa occidental africana. Pero aún resulta más significativa la expresión utilizada por un autor anterior en casi un siglo a los anteriores, Epicarmo de Siracusa (550-460 a. C.), filósofo presocrático de segunda fila y comediógrafo poco conocido que al mencionar en una de sus obras un conflicto ignorado o al menos poco claro que debió de haber sucedido siglos atrás, lo denomina guerra por la Atlántida, traducción que, aunque poco habitual, sería la más adecuada dado que la palabra aparece en el texto, al igual que en Heródoto y en Eurípides, nombrada en femenino. En cualquier caso, como ha señalado el atlantólogo Georgeos Díaz-Montexano, «…todo parece indicar que existía una cierta tradición, aun siendo vaga, exigua o minoritaria, de la existencia en el mar exterior de una isla o península llamada Atlántica, Atlantis o Atlántida».1

Mapamundi de Heródoto, circa 450 a. C., Longman´s Atlas of Ancient Geography (1902). Basado en trabajos anteriores, como el de Hecateo de Mileto, que data de la primera mitad del siglo VI a. C., refleja en el extremo occidental de África la presencia de un pueblo que denomina atlantes o atarantes. Asimismo, el océano occidental recibe ya el nombre de Atlántico.

Pero ¿y los egipcios? ¿Poseían ellos alguna tradición más o menos difusa sobre la existencia en el remoto océano occidental de una isla que pudiera de algún modo identificarse con la Atlántida de Platón? La respuesta es que sí. De acuerdo con las detalladas investigaciones llevadas a cabo por el mismo Díaz-Montexano, existen más de doscientas referencias a dicha isla, tanto en textos que la mencionan como en mapas y planos esquemáticos, en soportes muy diversos, desde el papiro a los sarcófagos pasando por paredes y techos de templos, «…todas ellas con sus descripciones y detalles muy precisos donde queda claro que, en efecto, se trata de una isla en el remoto océano occidental, inmenso y de aguas frías (que no es el Mediterráneo) y donde se aprecia cómo tal isla está situada justo delante de un estrecho canal, que no podía ser otro que el mismo de las Columnas de Hércules, el actual Estrecho de Gibraltar».2 Las coincidencias detectadas entre estas fuentes egipcias y la descripción que Platón hace de la Atlántida no son absolutas, pero sí muy significativas. En los documentos referidos, cuyos ejemplos más antiguos se remontan al final de la Dinastía XI, fundadora del Imperio Medio, más o menos entre los años 2000 y 1900 a. C., se sitúa la isla muy lejos en Occidente, en tierras del Amenti o Duat (el inframundo donde, según la mitología egipcia, se celebraba el juicio de Osiris, equivalente al juicio final de los cristianos), en el gran mar de aguas frías, del que se dice que «ni siquiera Osiris conoce su extensión», y se la describe o representa al otro lado de un largo canal acuático que la conecta con el mar. Se señala que en ella se encuentra el trono del dios Schu, que no es otro que el Atlas de los griegos, y se pondera su extrema feracidad y su abundancia en frutos de todo tipo.

Las referencias, además, lejos de desaparecer, se hacen más frecuentes y detalladas con el transcurso de los siglos. Una lectura atenta del texto funerario más importante del Imperio Nuevo (1550-1070 a. C.) el denominado Libro de los Muertos, un conjunto de fórmulas rituales destinadas a ayudar a los difuntos a superar el juicio de Osiris y asistirlos en su viaje a través del inframundo, nos proporciona pasajes de gran interés. Así, en el capítulo XXXII, Osiris proclama con orgullo:

El viejo dios, el grande…

Ha puesto en mis manos el país de los Muertos,

la bella Amenti.

Para entonces, se hallaba ya fijada en la tradición del país del Nilo la creencia en esa bella Amenti, también denominada «Isla de la Ciudad del Trono Acuático» o «Trono de El que Eleva de la Ciudad de Agua o Acuática» y, para nuestra sorpresa, a partir de la Dinastía XVIII, incluso Itlant o Atlant. Se trataba de un país lejano situado al oeste, rico en lagos y senderos, en el que se hallaba el paraíso de los justos, dividido a su vez, tal es del detalle que poseen sus descripciones, en dos regiones bien diferenciadas: Sekht-Hotep, los ‘Campos de la paz divina’; y Sekht-Ianru, los ‘Campos de los juncos’, denominados también en ocasiones ‘Campos de los bienaventurados’, y con una capital, la ciudad de Sekhem, sede del altar divino de Osiris. El periplo que los justos debían realizar para alcanzarla se encontraba también fijado sin ambigüedad alguna por la tradición: se trataba de viajar hacia el oeste siguiendo en todo momento a la Osa Mayor hasta traspasar las Columnas de Hércules, esto es, el estrecho de Gibraltar. «¡Hacia el oeste, hacia el oeste!» gritaban de hecho los familiares y amigos del difunto que acompañaban en procesión su féretro hasta el lugar de su eterno descanso, y el mismo Osiris dice en el capítulo XCII del Libro de los Muertos, proclamado su deseo de no ser arrebatado de aquel lugar para marchar hacia el este, al otro lado del estrecho de Gibraltar, el «terrible paso de los dos cuernos», como lo denominan sus versos (Carnac: 1975, pp. 61-67):

Sin embargo, yo he llegado a ser el más fuerte entre los fuertes,

más vigoroso que los vigorosos.

No obstante, si embarcado, a pesar mío, y llevado hacia el Oriente,

a través del temible paso de los dos cuernos,

que los demonios no hagan presa en mí

ni me arrastren hacia Oriente…

Papiro egipcio de la Dinastía XVIII en el que se representa una isla que podría identificarse con la Atlántida de Platón. En la mayoría de los mapas, debajo de la proa de la gran Barca Sagrada representada en el centro de la ciudad, se lee el nombre de la isla, «Isla de la Ciudad del Trono Acuático» o «Trono de El que Eleva de la Ciudad de Agua o Acuática». Por si esto fuera poco, es necesario recordar que el jeroglífico que representa una colina también se usaba para escribir la palabra isla, lo que nos estaría describiendo una morfología de la misma muy semejante a la que expone Platón. A partir de la Dinastía XVIII, después de 1550 a. C. aproximadamente, dentro del dibujo de la isla aparece en ocasiones un nombre sorprendente, «Itlant o Atlant».

La creencia en ese paraíso después de la muerte no otra cosa que los Campos de los bienaventurados, los cuales pueden considerarse una originalidad de la civilización egipcia. De hecho, en muchas culturas de todo el planeta existe la idea de paraíso, y en un buen número de ellas se asocia a una isla, es también muy frecuente que dicha isla se sitúe muy lejos, hacia el oeste, y que en ella se sitúe la última morada de los difuntos. El Bhagavata Purana hindú menciona el «Jardín de Kuvera», un lugar mítico cuyos moradores disfrutan de la eterna juventud y una absoluta felicidad durante miles de años. En la mitología de los antiguos britanos, Ávalon, en la que crecen las manzanas de la inmortalidad, se encuentra muy lejos, en el centro del vasto océano del oeste. Los antiguos chinos y japoneses creían en la existencia de las Islas de los inmortales, en realidad un monte en el que todos los animales son blancos como la nieve y el agua que mana por doquier asegura la inmortalidad, aunque, por no contar con ninguna gran masa de agua al oeste de sus tierras, las situaban en el vasto océano del este.

Detalle del Papiro Greenfield (Libro de Los Muertos de Nesitanebtashru, Dinastía XXI), que representa al dios Shu o Schu, dios del aire (equivalente al Atlas de los griegos) quien, ayudado por dos divinidades con cabeza de carnero, sostiene a Nut, diosa del cielo, mientras el dios de la tierra Geb, descansa debajo.

En el Corán las características del paraíso celestial son similares, un hermoso vergel poblado de hermosas vírgenes y pletórico de sabrosas frutas, imagen que sin duda tratan de evocar los bellos jardines que proliferan en la arquitectura islámica. Y, por supuesto, los griegos tenían también un mito similar que no pudo dejar de influir sobre la visión platónica de la Atlántida, el de los Campos Elíseos o Islas de los Bienaventurados, un lugar de extrema belleza y feracidad que servía de hogar a los héroes que se habían mostrado dignos de tal premio, que bebían las aguas del Leteo para olvidar sus vidas pasadas y disfrutaban de una felicidad eterna, tal como describe el poeta Hesíodo en Los Trabajos y los Días: «…a otros el padre Zeus, proporcionándoles vida y costumbres lejos de los hombres, los estableció en los confines de la tierra. Estos con un corazón sin preocupaciones viven en las islas de los bienaventurados junto al profundo Océano, héroes felices, para ellos la tierra rica en sus entrañas produce fruto dulce como la miel que florece tres veces al año». Descripción, por otra parte, no muy distinta de la que nos ofrece Homero en el canto IV de La Odisea.

Respecto a ti, Menelao, vástago de Zeus, no está determinado por los dioses que mueras en Argos, criadora de caballos, enfrentándote con tu destino, sino que los inmortales te enviarán a la Llanura Elisia, al extremo de la tierra, donde está el rubio Radamantis. Allí la vida de los hombres es más cómoda, no hay nevadas y el invierno no es largo; tampoco hay lluvias, sino que Océano deja siempre paso a los soplos de Céfiro que sopla sonoramente para refrescar a los hombres. Porque tienes por esposa a Helena y eres yerno de Zeus.

El segundo elemento definitorio del mito platónico es la distintiva configuración de la capital de la Atlántida, una montaña no muy alta rodeada de anillos concéntricos que alternaban murallas y canales, con la acrópolis en el centro y puentes que los comunicaban entre sí como los radios de una rueda. ¿Existen precedentes de una descripción tan peculiar? Parece que sí. Volviendo a Homero y a su Odisea, nos encontramos con un preciso retrato del país de los feacios, la isla cuyas costas toca Ulises al seguir las indicaciones de Calipso, hija de Atlas, con quien había pasado siete años en Ogygia. Allí, en sus playas y tras haber sorteado los altos acantilados que separan su isla del mar, encuentra a Nausicaa, hija de Alcinoo, rey de los feacios, que lo conduce ante su padre. Por el camino, Ulises ve campos y cultivos, luego llega a los altos diques que protegen la capital y cruza sus estrechas puertas. En la ciudad observa el templo de Poseidón, al que rodea un gran mercado, también la acrópolis, no muy lejana, y el palacio del rey, protegido por muros cubiertos de preciosos metales. Se extasía ante los frondosos parques, las bellas fuentes, los numerosos estadios y los navíos fondeados en el puerto en hangares techados al abrigo de las olas, y sin reparo admira de los feacios su afición a la danza, a los baños y las camas calientes y confortables, además de su habilidad marinera, tanto en el transporte de mercancías como en el de hombres. Son, en fin, muy numerosos los detalles que recuerdan a la Atlántida que Platón pudo copiar en la descripción de su isla y que, con bastante probabilidad copió, pues tomar como tales tantas y tan significativas coincidencias no parece demasiado sensato.

Surge, por supuesto, la inevitable pregunta sobre la fuente de la que pudo obtener Homero la información que con tanta minuciosidad despliega. Quizá tenía razón el atlantólogo Jurgen Spanuth en 1985 cuando la atribuía a un «…documento histórico independiente del que sirvió a Platón», pero lo cierto es que afirmarlo así, sin otra prueba que el sentido común, no sería sino mera especulación. Lo que no cabe aseverar en modo alguno, como tan a menudo se hace, es la absoluta originalidad del filósofo ateniense.

Respecto a Heródoto, a quien ya hemos mencionado, aunque parco en descripciones, algunas de ellas pudieron servir a Platón, sobre todo porque el filósofo ateniense retrata un pueblo que vive en torno a una colina, sede del palacio real y los principales templos, al igual que Heródoto afirma que los atlantes viven en torno a la montaña del Atlas, a la que consideran la columna del cielo. Es también opinión general considerar evidente la influencia en la morfología platónica de la Atlántida de las descripciones que nos proporciona Heródoto de las grandes ciudades del Imperio persa, como Susa, Babilonia o Ecbatana, cuyo extremado detallismo, que no huye de las medidas y proporciones exactas de murallas y edificios, evoca la narración de Platón.

Pero son mucho mayores las coincidencias entre las hechuras de la Atlántida platónica y las que los egipcios atribuyen a su ya mencionada «Isla de la Ciudad del Trono Acuático». En concreto, el sarcófago del general Sepi de la Dinastía XII del Imperio Medio, hallado en la necrópolis principal de Hermópolis, representa dicha ciudad bajo la forma de un trono elevado en torno al que se dibujan cuatro anillos protegidos por muros refulgentes, de color rojizo, y cinco anillos de color azul oscuro, vigilados por nueve puertas, representación bajo la cual, a modo de título, aparecen los jeroglíficos correspondientes a isla con las inscripciones alusivas a su nombre: «Isla del Trono Acuático». Especial mención merecen también las versiones más recientes de esa ciudad, las que se corresponden a fechas posteriores a la expedición organizada con ayuda de los fenicios, por el faraón saíta Necao II, de la Dinastía XXVI (610-594 a. C.), que circunnavegó el continente africano durante tres años, partió del mar Rojo y regresó al Mediterráneo atravesando el estrecho de Gibraltar. Ahora, el trono de Osiris se representa con claridad como una pirámide escalonada, mucho más precisa que el simple altar con forma de escalera anterior, e incluso como una colina circular concéntrica, y aparecen a su alrededor ciudades con canal central y barcas o representaciones de un puerto de mar, siempre acompañadas de textos que aluden al dios del agua y el dios de la destrucción, coincidencias cuando menos inquietantes. En el caso en concreto del papiro mágico de Pehui-Kat, de fecha imprecisa, quizá en torno al siglo VII a. C., pero puede que mucho más reciente, se representa de nuevo una ciudad circular y amurallada con ocho bastiones defensivos en las puertas de acceso, equidistantes entre sí, y una imagen del dios Schu, el Atlas egipcio, en el centro, como guardián protector. No cabe mayor coincidencia. Si Platón necesitaba inspiración para su mito, sin duda pudo encontrarla de manera directa o indirecta en los papiros y los relieves egipcios. Cosa distinta es explicar de qué modo llegó hasta él esta información, pero más adelante tendremos ocasión de reflexionar sobre el asunto.

Michele Desubleo, Ulises y Nausicaa, 1654. Palazzo Montecitorio, Roma. La descripción de la isla de los feacios en la Odisea de Homero sorprende por sus curiosas coincidencias con la que hace Platón de la capital de la Atlántida.

Mientras tanto, una vez más, debemos bucear en la tradición de otros pueblos. La Atlántida de Platón, la Isla del Trono Acuático, las referencias de Homero y de Heródoto… todo parece referirnos a un mito universal presente en un gran número de culturas, a uno y otro lado del océano: la montaña sagrada. En efecto, según creían los mismos egipcios, el dios creador Atum surgió del Nun, las aguas primordiales, sobre una montaña escalonada a la que aluden las primeras pirámides del Imperio Antiguo, y creó todo cuanto existe a partir de su propio semen. De igual modo, la mitología sumeria nos habla de la montaña ancestral, emergida de las aguas primigenias, de la que nació el dios Enlil, señor del viento y de las tormentas y dueño de las tablas del destino, referencia clara del principal monumento de la arquitectura sumeria, el zigurat, cuyo nombre no significa otra cosa que ‘monte´ o ‘montaña´. En la India, el monte Meru, sobre el que se encuentra el jardín de Brahma, está situado en el centro del mundo y sobre él brilla la Estrella Polar. De modo semejante piensan los antiguos persas, para quienes el monte sagrado Harzbutz se levanta en el centro mismo de la Tierra y está unido al Cielo. También algunas tribus amazónicas consideran a las montañas la morada de los espíritus. Y en fin, en todos los pueblos de China se erige un montículo sagrado que representa el eje del mundo.

Son solo algunos ejemplos. La montaña sagrada es uno de los mitos más universales y, quizá por ello, ancestrales de la humanidad. Su altura y su grandiosidad empequeñecen al individuo y la unen al cielo, de cuya naturaleza parece formar parte, de ahí su sacralidad y su frecuente vinculación con los mitos de la creación. Por ello proliferan las formas arquitectónicas que tratan de imitarla: las pirámides egipcias, mayas, aztecas, chinas o japonesas, los zigurats mesopotámicos, los túmulos celtas, las estupas budistas, las pagodas chinas… y los pueblos antiguos han soportado enormes los sacrificios para erigirlas. ¿Cómo no iba Platón a verse influido por tal omnipresencia?

Detalle del sarcófago de Sepi, Museo Egipcio, El Cairo. A la derecha puede verse la Isla de la Ciudad del Trono Acuático representada como se describe en el texto.

El tercer elemento del mito platónico son las ceremonias religiosas basadas en el culto al toro y a la columna. ¿Se lo inventó el filósofo griego? No parece probable. La Odisea de Homero menciona la isla de Ogygia en medio del océano, en la que reside la diosa Calipso, hija de Atlas: «En sus frondas nos recuerda habita la diosa nacida de Atlante, el astuto malvado que intuye los senos marinos y vigila las largas columnas, sustento del cielo». Y más adelante, en su ya mencionada descripción de las costumbres de los feacios, tan similares a las de los atlantes platónicos, indica que ofrecen toros en sacrificio a Poseidón, y es su mismo soberano el que ejecuta la inmolación de la víctima ofrecida al dios, como hace el primero entre los príncipes atlantes. De hecho, Homero nos dice incluso que Alcinoo, rey de los feacios, temeroso del castigo que Poseidón, irritado por la ayuda que le habían prestado a Ulises, había decidido infligir a su pueblo, trata de disuadir al dios inmolando en su honor doce toros. Asimismo, las descripciones que nos proporciona Heródoto sobre los antiguos atlantes de Libia hacen provenir su nombre del monte Atlas, al que se describe como una montaña «…estrecha y totalmente circular, y tan sumamente elevada que, según dicen, sus cumbres no pueden dividirse, pues nunca, ni en verano ni en invierno, las abandonan las nubes», para añadir más tarde que «…los lugareños la consideran la columna del cielo» (Historias, Libro IV).