Campos de Castilla (Ilustrado) - Antonio Machado - E-Book

Campos de Castilla (Ilustrado) E-Book

Antonio Machado

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Beschreibung

"Campos de Castilla"es un libro que intenta explicar cómo cualquier tipo de acto, bueno o malo, tiene consecuencias. El más llamativo es sin duda el asesinato del padre a manos de sus propios hijos, y cómo estos son “ajusticiados” finalmente por una “justicia divina”. La temática de amplio espectro abarca un gran número de tópicos que pasan por el retrato de la visión de Castilla que adopta el escritor o su preocupación política por España.
La obra también muestra su mayor objetividad e indaga en nuevos terrenos poéticos -como son las gentes del entorno, los aspectos históricos y sociales españoles y la experiencia de la naturaleza, lo que lo acerca a los regeneracionistas y a los del 98- y formales, como el aforismo. El libro incluye la importante serie de poemas dedicados a la enfermedad y muerte de su mujer, Leonor Izquierdo, y el largo poema «La tierra de Alvargonzález», un intento de expresar, mediante una forma popular, lo «elemental del ser humano».

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Campos de Castilla

––––––––

Antonio Machado

Editorial Alvi Books, Ltd.

Realización Gráfica:

© José Antonio Alías García

Copyright Registry: 2204140915639

Created in United States of America.

© Antonio Machado, Soria (Castilla) España, 1912

ISBN: 9781005175221

Ilustraciones:

Ares Van Jaag

Producción:

Natàlia Viñas Ferrándiz

No se permite la reproducción total o parcial de este libro, ni su incorporación a un sistema informático, ni su transmisión en cualquier forma o por cualquier medio, sea este electrónico, mecánico, por fotocopia, por grabación u otros métodos, sin el permiso previo y por escrito del Editor. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (arts. 270 y siguientes del Código Penal Español).

Editorial Alvi Books agradece cualquier sugerencia por parte de sus lectores para mejorar sus publicaciones en la dirección [email protected]

Maquetado en Tabarnia, España (CE)

para marcas distribuidoras registradas.

www.alvibooks.com

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Tabla de Contenido

Título

Derechos de Autor

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Campos de Castilla

I. Retrato

II. A orillas del Duero

III. Por tierras de España

IV. El hospicio

V. El dios íbero

VI. Orillas del Duero

VII. Las encinas

VIII. Caminos

IX. En abril, las aguas mil

X. Un loco

XI. Fantasía iconográfica

XII. Un criminal

XIII. Amanecer de otoño

XIV. El tren

XV. Noche de verano

XVI. Pascua de resurrección

XVII. Campos de Soria

La tierra de Alvargonzález

XVIII. La tierra de Alvargonzález

XIX. A un olmo seco

XX. Recuerdos

XXI. Al maestro Azorín por su libro Castilla

XXII. Caminos

XXIII

XXIV

XXV

XXVI

XXVII

XXVIII

XXIX

XXX. A José María Palacio

XXXI. Otro viaje

XXXI (bis). Adiós

XXXII. Poema de un día

XXXIII. Noviembre 1913

XXXIV. La saeta

XXXV. Del pasado efímero

XXXVI. Los olivos

XXXVII. Llanto de las virtudes y coplas por la muerte de don Guido

XXXVIII. La mujer manchega

XXXIX. El mañana efímero

XL. Proverbios y cantares

XLI. Parábolas

XLII. Mi bufón

Elogios

XLIII. A don Francisco Giner de los Ríos

XLIV. Al joven meditador José Ortega y Gasset

LV. A Xavier Valcarce

LVI. Mariposa de la sierra

LVII. Desde mi rincón

LVIII. Una España joven

LIX. España, en paz

LX. Esta leyenda en sabio romance campesino

LXI. Al maestro Rubén Darío

LVII. A la muerte de Rubén Darío

LVIII. A Narciso Alonso Cortés, poeta de Castilla

LIX. Mis poetas

LX. A don Miguel de Unamuno

LXI. A Juan Ramón Jiménez

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About the Author

About the Publisher

Campos de Castilla

En un tercer volumen publiqué mi segundo libro, Campos de Castilla (1912). Cinco años en la tierra de Soria, hoy para mí sagrada —allí me casé; allí perdí a mi esposa, a quien adoraba—, orientaron mis ojos y mi corazón hacia lo esencial castellano. Ya era, además, muy otra mi ideología. Somos víctimas —pensaba yo— de un doble espejismo. Si miramos afuera y procuramos penetrar en las cosas, nuestro mundo externo pierde en solidez, y acaba por disipársenos cuando llegamos a creer que no existe por sí, sino por nosotros. Pero si, convencidos de la íntima realidad, miramos adentro, entonces todo nos parece venir de fuera, y es nuestro mundo interior, nosotros mismos, lo que se desvanece. ¿Qué hacer entonces? Tejer el hilo que nos dan, soñar nuestro sueño, vivir; sólo así podremos obrar el milagro de la generación. Un hombre atento a sí mismo, y procurando auscultarse, ahoga la única voz que podría escuchar: la suya; pero le aturden los ruidos extraños. ¿Seremos, pues, meros espectadores del mundo? Pero nuestros ojos están cargados de razón, y la razón analiza y disuelve. Pronto veremos el teatro en ruinas, y, al cabo, nuestra sola sombra proyectada en la escena. Y pensé que la misión del poeta era inventar nuevos poemas de lo eterno humano, historias animadas que, siendo suyas, viviesen, no obstante, por sí mismas. Me pareció el romance la suprema expresión de la poesía y quise escribir un nuevo Romancero. A este propósito responde La tierra de Alvargonzález. Muy lejos estaba yo de pretender resucitar el género en su sentido tradicional. La confección de nuevos romances viejos —caballerescos o moriscos— no fue nunca de mi agrado, y toda simulación de arcaísmo me parece ridícula. Cierto que yo aprendí a leer en el Romancero general que compiló mi buen tío don Agustín Duran; pero mis romances no emanan de las heroicas gestas, sino del pueblo que las compuso y de la tierra donde se cantaron; mis romances miran a lo elemental humano, al campo de Castilla y al Libro Primero de Moisés, llamado Génesis.

Muchas composiciones encontraréis ajenas a estos propósitos que os declaro. A una preocupación patriótica responden muchas de ellas; otras, al simple amor de la Naturaleza, que en mí supera infinitamente al del Arte. Por último, algunas rimas revelan las muchas horas de mi vida gastadas —alguien dirá: perdidas— en meditar sobre los enemigos del hombre y del mundo.

A. M.

(En Páginas escogidas. Editorial Calleja. Madrid, 1917).

I. Retrato

Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla

y un huerto claro donde madura el limonero;

mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;

mi historia, algunos casos que recordar no quiero.

Ni un seductor Mañara ni un Bradomín he sido

—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—;

mas recibí la flecha que me asignó Cupido

y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario.

Hay en mis venas gotas de sangre jacobina,

pero mi verso brota de manantial sereno;

y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina,

soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.

Adoro la hermosura, y en la moderna estética

corté las viejas rosas del huerto de Ronsard;

mas no amo los afeites de la actual cosmética

ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.

Desdeño las romanzas de los tenores huecos

y el coro de los grillos que cantan a la luna.

A distinguir me paro las voces de los ecos,

y escucho solamente, entre las voces, una.

¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera

mi verso como deja el capitán su espada:

famosa por la mano viril que la blandiera,

no por el docto oficio del forjador preciada.

Converso con el hombre que siempre va conmigo

—quien habla solo espera hablar a Dios un día—;

mi soliloquio es plática con este buen amigo

que me enseñó el secreto de la filantropía.

Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.

A mi trabajo acudo, con mi dinero pago

el traje que me cubre y la mansión que habito,

el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.

Y cuando llegue el día del último viaje

y esté a partir la nave que nunca ha de tornar,

me encontraréis a bordo ligero de equipaje,

casi desnudo, como los hijos de la mar.

II. A orillas del Duero

Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día.

Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía,

buscando los recodos de sombra, lentamente.

A trechos me paraba para enjugar mi frente

y dar algún respiro al pecho jadeante;

o bien, ahincando el paso, el cuerpo hacia delante

y hacia la mano diestra vencido y apoyado

en un bastón, a guisa de pastoril cayado,

trepaba por los cerros que habitan las rapaces

aves de altura, hollando las hierbas montaraces

de fuerte olor —romero, tomillo, salvia, espliego—.

Sobre los agrios campos caía un sol de fuego.

Un buitre de anchas alas, con majestuoso vuelo

cruzaba solitario el puro azul del cielo.

Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo,

y una redonda loma cual recamado escudo,

y cárdenos alcores sobre la parda tierra

—harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra—,

las serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero

para formar la corva ballesta de un arquero

en torno a Soria. —Soria es una barbacana

hacia Aragón que tiene la torre castellana—.

Veía el horizonte cerrado por colinas

oscuras, coronadas de robles y de encinas;

desnudos peñascales, algún humilde prado

donde el merino pace y el toro arrodillado

sobre la hierba rumia, las márgenes del río

lucir sus verdes álamos al claro sol de estío

y, silenciosamente, lejanos pasajeros,

¡tan diminutos! —carros, jinetes y arrieros—,

cruzar el largo puente y bajo las arcadas

de piedra ensombrecerse las agujas plateadas

del Duero.

El Duero cruza el corazón de roble

de Iberia y de Castilla.

¡Oh tierra triste y noble,

la de los altos llanos y yermos y roquedas,

de campos sin arados, regatos ni arboledas;

decrépitas ciudades, caminos sin mesones

y atónitos palurdos sin danzas ni canciones

que aún van, abandonando el mortecino hogar,

como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!

Castilla miserable, ayer dominadora,

envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora.

¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada

recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?

Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira;

cambian la mar y el monte y el ojo que los mira.

¿Pasó? Sobre sus campos aun el fantasma yerra

de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra.

La madre en otro tiempo fecunda en capitanes

madrastra es apenas de humildes ganapanes.

Castilla no es aquella tan generosa un día,

cuando Myo Cid Rodrigo el de Vivar volvía,

ufano de su nueva fortuna y su opulencia,

a regalar a Alfonso los huertos de Valencia;

o que, tras la aventura que acreditó sus bríos,

pedía la conquista de los inmensos ríos

indianos a la corte; la madre de soldados,

guerreros y adalides que han de tornar cargados

de plata y oro a España, en regios galeones,

para la presa, cuervos; para la lid, leones.

Filósofos nutridos de sopa de convento

contemplan impasibles el amplio firmamento;

y si les llega en sueños, como un rumor distante,

clamor de mercaderes de muelles de Levante,

no acudirán siquiera a preguntar ¿qué pasa?

Y ya la guerra ha abierto las puertas de su casa.

Castilla miserable, ayer dominadora;

envuelta en sus harapos, desprecia cuanto ignora.

El sol va declinando. De la ciudad lejana

me llega un armonioso tañido de campana

—ya irán a su rosario las enlutadas viejas—.

De entre las peñas salen dos lindas comadrejas;

me miran y se alejan, huyendo, y aparecen

de nuevo, ¡tan curiosas!... Los campos se oscurecen.

Hacia el camino blanco está el mesón abierto

al campo ensombrecido y al pedregal desierto.

III. Por tierras de España

El hombre de estos campos que incendia los pinares

y su despojo aguarda como botín de guerra,

antaño hubo raído los negros encinares,

talado los robustos robledos de la sierra.

Hoy ve sus pobres hijos huyendo de sus lares;

la tempestad llevarse los limos de la tierra

por los sagrados ríos hacia los anchos mares;

y en páramos malditos trabaja, sufre y yerra.

Es hijo de una estirpe de rudos caminantes,

pastores que conducen sus hordas de merinos

a Extremadura fértil, rebaños trashumantes

que mancha el polvo y dora el sol de los caminos.

Pequeño, ágil, sufrido, los ojos de hombre astuto,

hundidos, recelosos, movibles; y trazadas

cual arco de ballesta, en el semblante enjuto

de pómulos salientes, las cejas muy pobladas.

Abunda el hombre malo del campo y de la aldea,

capaz de insanos vicios y crímenes bestiales,

que bajo el pardo sayo esconde un alma fea,

esclava de los siete pecados capitales.

Los ojos siempre turbios de envidia o de tristeza,

guarda su presa y llora la que el vecino alcanza;

ni para su infortunio ni goza su riqueza;

le hieren y acongojan fortuna y malandanza.

El numen de estos campos es sanguinario y fiero:

al declinar la tarde, sobre el remoto alcor,

veréis agigantarse la forma de un arquero,

la forma de un inmenso centauro flechador.

Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta

—no fue por estos campos el bíblico jardín—;

son tierras para el águila, un trozo de planeta

por donde cruza errante la sombra de Caín.

IV. El hospicio

Es el hospicio, el viejo hospicio provinciano,

el caserón ruinoso de ennegrecidas tejas

en donde los vencejos anidan en verano

y graznan en las noches de invierno las cornejas.

Con su frontón al Norte, entre los dos torreones

de antigua fortaleza, el sórdido edificio

de agrietados muros y sucios paredones

es un rincón de sombra eterna. ¡El viejo hospicio!

Mientras el sol de enero su débil luz envía,

su triste luz velada sobre los campos yermos,

a un ventanuco asoman, al declinar el día,

algunos rostros pálidos, atónitos y enfermos,

a contemplar los montes azules de la sierra;

o, de los cielos blancos, como sobre una fosa,

caer la blanca nieve sobre la fría tierra,

sobre la tierra fría la nieve silenciosa...