Juan de Mairena - Antonio Machado - E-Book

Juan de Mairena E-Book

Antonio Machado

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Beschreibung

Juan de Mairena es un libro de Antonio Machado a medio camino entre el tratado filosófico, la colección de aforismos y el cuaderno personal. En él se reúnen varios ensayos publicados anteriormente por Machado, así como reflexiones del poeta sobre una gran variedad de temas.

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Seitenzahl: 287

Veröffentlichungsjahr: 2020

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Antonio Machado

Juan de Mairena

 

Saga

Juan de MairenaCover image: Shutterstock Copyright © 1936, 2020 Antonio Machado and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726485417

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 2.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

Habla Juan de Mairena a sus alumnos

I

La verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero.

Agamenón.-Conforme.

El porquero.-No me convence.

**

(Mairena, en su clase de Retórica y Poética.)

—Señor Pérez, salga usted a la pizarra y escriba: «Los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa.»

El alumno escribe lo que se le dicta.

—Vaya usted poniendo eso en lenguaje poético.

El alumno, después de meditar, escribe: «Lo que pasa en la calle.»

Mairena.-No está mal.

**

—Cada día, señores, la literatura es más escrita y menos hablada. La consecuencia es que cada día se escriba peor, en una prosa fría, sin gracia, aunque no exenta de corrección, y que la oratoria sea un refrito de la palabra escrita, donde antes se había enterrado la palabra hablada. En todo orador de nuestros días hay siempre un periodista chapucero. Lo importante es hablar bien: con viveza, lógica y gracia. Lo demás se os dará por añadidura.

**

(Sobre el diálogo y sus dificultades)

“Ningún comediógrafo hará nada vivo y gracioso en el teatro sin estudiar a fondo la dialéctica de los humores”. Esta nota de Juan de Mairena va acompañada de un esquema de diálogo en el cual uno de los interlocutores parece siempre dispuesto a la aquiescencia, exclamando a cada momento ¡claro!, ¡claro!, mientras el otro replica indefectiblemente: ¡Oh, ¡no tan claro! ¡no tan claro! En este diálogo, el uno acepta las razones ajenas casi sin oírlas, y el otro se revuelve contra las propias, ante el asentimiento de su interlocutor.

**

«Hay hombres hiperbólicamente benévolos y cordiales, dispuestos siempre a exclamar, como el borracho de buen vino: "¡Usted es mi padre!" Hay otros, en cambio, tan prevenidos contra su prójimo...»

Juan de Mairena acompaña esta nota del siguiente dialoguillo entre un borracho cariñoso y un sordo agresivo:

—Chóquela usted.

—Que lo achoquen a usted.

—Digo que choque usted esos cinco.

—Eso es otra cosa.

**

(Sobre la verdad.)

Señores: la verdad del hombre —habla Mairena a sus alumnos de Retórica — empieza donde acaba su propia tontería. Pero la tontería del hombre es inagotable. Dicho de otro modo: el orador, nace; el poeta se hace con el auxilio de los dioses.

**

Lo corriente en el hombre es la tendencia a creer verdadero cuanto le reporta alguna utilidad. Por eso hay tantos hombres capaces de comulgar con ruedas de molino. Os hago esta advertencia pensando en algunos de vosotros que habrán de consagrarse a la política. No olvidéis, sin embargo, que lo corriente en el hombre es lo que tiene de común con otras alimañas, pero que lo específicamente humano es creer en la muerte. No penséis que vuestro deber de retóricos es engañar al hombre con sus propios deseos; porque el hombre ama la verdad hasta tal punto que acepta, anticipadamente, la más amarga de todas.

**

La blasfemia forma parte de la religión popular. Desconfiad de un pueblo donde no se blasfema: lo popular allí es el ateísmo. Prohibir la blasfemia con leyes punitivas, más o menos severas, es envenenar el corazón del pueblo, obligándole a ser insincero en su diálogo con la divinidad. Dios, que lee en los corazones, ése dejará engañar? Antes perdona El —no lo dudéis— la blasfemia proferida, que aquella otra hipócritamente guardada en el fondo del alma, o, más hipócritamente todavía, trocada en oración.

**

Mas no todo es folklore en la blasfemia, que decía mi maestro Abel Martín. En una Facultad de Teología bien organizada es imprescindible —para los estudios del doctorado, naturalmente— una cátedra de Blasfemia, desempeñada, si fuera posible, por el mismo Demonio.

**

—Continúe usted, señor Rodríguez, desarrollando el tema.

—En una república cristiana —habla Rodríguez, en ejercicio de oratoria— democrática y liberal, conviene otorgar al Demonio carta de naturaleza y de ciudadanía, obligarle a vivir dentro de la ley, prescribirle deberes a cambio de concederle sus derechos, sobre todo el específicamente demoniaco: el derecho a la emisión del pensamiento. Que como tal Demonio nos hable, que ponga cátedra, señores. No os asustéis. El Demonio, a última hora, no tiene razón; pero tiene razones. Hay que escucharlas todas.

**

L'individualité enveloppe l'infini.-E1 individuo es todo. ¿Y qué es, entonces, la sociedad? Una mera suma de individuos. (Pruébese lo superfluo de la suma y de la sociedad.)

**

Por muchas vueltas que le doy —decía Mairena— no hallo manera de sumar individuos.

**

Cuando el saber se especializa, crece el volumen total de la cultura. Esta es la ilusión y el consuelo de los especialistas. ¡Lo que sabemos entre todos! ¡Oh, eso es lo que no sabe nadie!

**

El alma de cada hombre —cuenta Mairena que decía su maestro— pudiera ser una pura intimidad, una mónada sin puertas ni ventanas, dicho líricamente: una melodía que se canta y escucha a sí misma, sorda e indiferente a otras posibles melodías —¿iguales?, ¿distintas?— que produzcan las otras almas. Se comprende lo inútil de una batuta directora. Habría que acudir a la genial hipótesis leibnitziana de la armonía preestablecida. Y habría que suponer una gran oreja interesada en escuchar una gran sinfonía. ¿Y por qué no una gran algarabía?

**

(Sobre el escepticismo.)

Contra los escépticos se esgrime un argumento aplastante: «Quien afirma que la verdad no existe, pretende que eso sea la verdad, incurriendo en palmaria contradicción». Sin embargo, este argumento irrefutable no ha convencido, seguramente, a ningún escéptico. Porque la gracia del escéptico consiste en que los argumentos no le convencen. Tampoco pretende él convencer a nadie.

**

—Dios existe o no existe. Cabe afirmarlo o negarlo, pero no dudarlo.

—Eso es lo que usted cree.

**

Un Dios existente —decía mi maestro— sería algo terrible. ¡Que Dios nos libre de él!

III

(De política.)

En España —no lo olvidemos— la acción política de tendencia progresiva suele ser débil, porque carece de originalidad; es puro mimetismo que no pasa de simple excitante de la reacción. Se diría que sólo el resorte reaccionario funciona en nuestra máquina social con alguna precisión y energía. Los políticos que pretenden gobernar hacia el porvenir deben tener en cuenta la reacción de fondo que sigue en España a todo avance de superficie. Nuestros políticos llamados de izquierda, un tanto frívolos —digámoslo de pasada—, rara vez calculan, cuando disparan sus fusiles de retórica futurista, el retroceso de las culatas, que suele ser, aunque parezca extraño, más violento que el tiro.

**

Consejo de Maquiavelo: No conviene irritar al enemigo.

Consejo que olvidó Maquiavelo: Procura que tu enemigo nunca tenga razón.

Se habla del fracaso de los intelectuales en política. Yo no he creído nunca en él. Se le confunde con el fracaso de ciertos virtuosos de la inteligencia, hombres de algún ingenio literario o de alguna habilidad aneja a la literatura y a la conversación —médicos, retóricos, fonetistas, ventrílocuos—, que no siempre son los más inteligentes.

**

Claro es que en el campo de la acción política, el más superficial y aparente, sólo triunfa quien pone la vela donde sopla el aire; jamás quien pretende que sople el aire donde pone la vela.

**

Y en cuanto al fracaso de Platón en política, habremos de buscarlo donde seguramente no lo encontraremos: en su inmortal República. Porque ésta fue la política que hizo Platón.

**

La libertad, señores (habla Mairena a sus alumnos), es un problema metafísico. Hay, además, el liberalismo, una invención de los ingleses, gran pueblo de marinos, boxeadores e ironistas.

**

Sólo un inglés es capaz de sonreír a su adversario y aun de felicitarle por el golpe maestro que pudo poner fin al combate. Con un ojo hinchado y dos costillas rotas, el inglés parece triunfar siempre de otros púgiles más fuertes, pero menos educados para la lucha y cuya victoria pudiera celebrarse en la espuerta de la basura. El inglés, en efecto, ha sabido dignificar la lucha, convirtiéndola en juego, más o menos violento, pero siempre limpio, donde se gana sin jactancia y se pierde sin demasiada melancolía. Aun en la lucha trágica, que no puede ser juego, la del hombre con el mar, el inglés es el último en perder elegancia. Todo esto es verdad. Mas cuando no se trata de pelear, ¿de qué nos sirven los ingleses? Porque no todas las actividades han de ser polémicas.

**

Si se tratase de construir una casa, de nada nos aprovecharía que supiéramos tirarnos correctamente los ladrillos a la cabeza. Acaso tampoco, si se tratara de gobernar a un pueblo, nos serviría de mucho una retórica con espolones.

**

El siglo XIX es esencialmente peleón. Se ha tomado demasiado en serio el struggle-for-life darwiniano. Es lo que pasa siempre: se señala un hecho; después se le acepta como una fatalidad; al fin se convierte en bandera. Si un día se descubre que el hecho no era completamente cierto, o que era totalmente falso, la bandera, más o menos descolorida, no deja de ondear.

**

—El hombre ha venido al mundo a pelear. Es uno de los dogmas esencialmente paganos de nuestro siglo —decía Juan de Mairena a sus discípulos.

—¿Y si vuelve el Cristo, maestro?

—Ah, entonces se armaría la de Dios es Cristo.

**

—Dadme cretinos optimistas —decía un político a Juan de Mairena—, porque ya estoy hasta los pelos del pesimismo de nuestros sabios. Sin optimismo no vamos a ninguna parte.

—¿Y qué diría usted de un optimismo con sentido común?

—¡Ah, miel sobre hojuelas! Pero ya sabe usted lo difícil que es eso, amigo Mairena.

**

En política, como en arte, los novedosos apedrean a los originales.

**

A los tradicionalistas convendría recordarles lo que tantas veces se ha dicho contra ellos:

Primero. Que si la historia es, como el tiempo, irreversible, no hay manera de restaurar lo pasado.

Segundo. Que si hay algo en la historia fuera del tiempo, valores eternos, eso, que no ha pasado, tampoco puede restaurarse.

Tercero. Que si aquellos polvos trajeron estos lodos, no se puede condenar el presente y absolver el pasado.

Cuarto. Que si tomásemos a aquellos polvos volveríamos a estos lodos.

Quinto. Que todo reaccionarismo consecuente termina en la caverna o en una edad de oro, en la cual sólo, y a medias, creía Juan Jacobo Rousseau.

**

Y a los arbitristas y reformadores de oficio convendría advertirles:

Primero. Que muchas cosas que están mal por fuera están bien por dentro.

Segundo. Que lo contrario es también frecuente.

Tercero. Que no basta mover para renovar.

Cuarto. Que no basta renovar para mejorar.

Quinto. Que no hay nada que sea absolutamente impeorable.

**

—Ah, señores... (Habla Mairena, iniciando un ejercicio de oratoria política.) Continué usted, señor Rodríguez, desarrollando el tema.

—Ah, señores, no lo dudéis. España, nuestra querida España, merece que sus asuntos se resuelvan favorablemente. ¿Sigo?

—Ya ha dicho usted bastante, señor Rodríguez. Eso es toda una declaración de gobierno, casi un discurso de la corona.

**

—La sociedad burguesa de que formamos parte —habla Mairena a sus alumnos— tiende a dignificar el trabajo. Que no sea el trabajo la dura ley a que Dios somete al hombre después del pecado. Más que un castigo, hemos de ver en él una bendición del cielo. Sin embargo, nunca se ha dicho tanto como ahora: «El que no trabaje que no coma». Esta frase, perfectamente bíblica, encierra un odio inexplicable a los holgazanes, que nos proporcionan con su holganza el medio de acrecentar nuestra felicidad y de trabajar más de la cuenta.

Uno de los discípulos de Mairena hizo la siguiente observación al maestro:

—El trabajador no odia al holgazán porque la holganza aumente el trabajo de los laboriosos, sino porque les merma su ganancia, y porque no es justo que el ocioso participe, como el trabajador, de los frutos del trabajo.

—Muy bien, señor Martínez. Veo que no discurre usted mal. Convengamos, sin embargo, en que el trabajador no se contenta con el placer de trabajar: reclama, además, el fruto íntegro de su trabajo. Pero aquellos bienes de la tierra que da Dios de balde, ¿por qué no han de repartirse entre trabajadores y holgazanes, mejorando un poco al pobrecito holgazán, para indemnizarle de la tristeza de su holganza?

—Porque Dios, señor doctor, no da nada de balde, puesto que nuestra propia vida nos la concede a condición que la hemos de ganar con el trabajo.

—Muy bien. Estamos de nuevo en la concepción bíblica del trabajo: dura ley a que Dios somete al hombre, a todos los hombres, por el mero pecado de haber nacido. Es aquí adonde yo quería venir a parar. Porque iba a proponeros, como ejercicio de clase, un «Himno al trabajo», que no debe contribuir a entristecer al trabajador como una canción de forzado, pero que tampoco puede cantar, insinceramente, alegrías que no siente el trabajador.

Conviene, sobre todo, que nuestro himno no suene a canto de negrero, que jalea al esclavo para que trabaje más de la cuenta.

IV

Al hombre público, muy especialmente al político, hay que exigirle que posea las virtudes públicas, todas las cuales se resumen en una: fidelidad a la propia máscara. Decía mi maestro Abel Martín —habla Mairena a sus discípulos de Sofística-que un hombre público que queda mal en público es mucho peor que una mujer pública que no queda bien en privado. Bromas aparte —añadía—, reparad en que no hay lío político que no sea un trueque, una confusión de máscaras, un mal ensayo de comedia, en que nadie sabe su papel.

Procurad, sin embargo, los que vais para políticos, que vuestra máscara sea, en lo posible, obra vuestra; hacéosla vosotros mismos, para evitar que os la pongan —que os la impongan— vuestros enemigos o vuestros correligionarios; y no la hagáis tan rígida, tan imporosa e impermeable que os sofoque el rostro, porque, más tarde o más temprano, hay que dar la cara.

¡Figuraos

si habré metido mal caos

en su cabeza, Don Juan!

**

¿Dónde me han dicho a mí —se decía Juan de Mairenaesta frase tan graciosa? Acaso en los pasillos del Congreso...!Quién sabe!!Hay tantos sitios donde se abusa de la inocencia!

**

La filosofía, vista desde la razón ingenua, es, como decía Hegel, el mundo al revés. La poesía, en cambio —añadía mi maestro Abel Martín— es el reverso de la filosofía, el mundo visto, al fin, del derecho. Este aljin, comenta Juan de Mairena, revela el pensamiento un tanto gedeónico de mi maestro: «Para ver del derecho hay que haber visto antes del revés.» O viceversa.

**

(Ejercicios de Sofística.)

La serie par es la mitad de la serie total de los números. La serie impar es la otra mitad.

Pero la serie par y la serie impar son —ambas— infinitas.

La serie total de los números es también infinita. ¿Será entonces doblemente infinita que la serie par y que la serie impar?

No parece aceptable, en buena lógica, que lo infinito pueda duplicarse, como, tampoco, que pueda partirse en mitades.

Luego la serie par y la serie impar son ambas, y cada una, iguales a la serie total de los números.

No es tan claro, pues, como vosotros pensáis, que el todo sea mayor que la parte.

Meditad con ahínco, hasta hallar en qué consiste lo sofístico de este razonamiento.

Y cuando os hiervan los sesos, avisad.

**

La prosa, decía Juan de Mairena a sus alumnos de Literatura, no debe escribirse demasiado en serio. Cuando en ella se olvida el humor —bueno o malo—, se da en el ridículo de una oratoria extemporánea, o en esa que llaman prosa lírica, ¡tan empalagosa!...

—Pero —observó un alumno— los Tratados de Física, de Biología...

—La prosa didáctica es otra cosa. En efecto: hay que escribirla en serio. Sin embargo, una chispita de ironía nunca está de más. ¿Qué hubiera perdido el doctor Laguna con pitorrearse un poco de su Dioscóredes Anazarbeo...? Pensaríamos de él como pensamos hoy: que fue un sabio, para su tiempo, y hasta intentaríamos leerle alguna vez.

**

(Sobre la crítica.)

Si alguna vez cultiváis la crítica literaria o artística, sed benévolos. Benevolencia no quiere decir tolerancia de lo ruin o conformidad con lo inepto, sino voluntad del bien, en vuestro caso, deseo ardiente de ver realizado el milagro de la belleza. Sólo con esta disposición de ánimo la crítica puede ser fecunda. La crítica malévola que ejercen avinagrados y melancólicos es frecuente en España, y nunca descubre nada bueno. La verdad es que no lo busca ni lo desea.

Esto no quiere decir que la crítica malévola no coincida más de una vez con el fracaso de una intención artística. ¡Cuántas veces hemos visto una comedia mala sañudamente lapidada por una crítica mucho peor que la comedia!... ¿Ha comprendido usted, señor Martínez?

Martínez-Creo que sí.

Mairena.-¿Podría usted resumir lo dicho en pocas palabras?

Martínez-Que no conviene confundir la crítica con las malas tripas.

Mairena.-Exactamente.

**

Más de una vez, sin embargo, la malevolencia, el odio, la envidia han aguzado la visión del crítico para hacerle advertir, no lo que hay en las obras de arte, pero sí algo de lo que falta en ellas. Las enfermedades del hígado y del estómago han colaborado también con el ingenio literario. Pero no han producido nada importante.

**

(Viejos y jóvenes.)

Cuenta Juan de Mairena que uno de sus discípulos le dio a leer un artículo cuyo tema era la inconveniencia e inanidad de los banquetes. El artículo estaba dividido en cuatro partes:

A) Contra aquellos que aceptan banquetes en su honor;

B) Contra los que declinan el honor de los banquetes; C) Contra los que asisten a los banquetes celebrados en honor de alguien; D) Contra los que no asisten a los tales banquetes. Censuraba agriamente a los primeros por fatuos y engreídos; a los segundos acusaba de hipócritas y falsos modestos; a los terceros, de parásitos del honor ajeno; a los últimos, de roezancajos y envidiosos del mérito.

Mairena celebró el ingenio satírico de su discípulo.

—¿De veras le parece a usted bien, maestro?

—De veras. ¿Y cómo va usted a titular ese trabajo? —«Contra los banquetes.»

—Yo le titularía, mejor: «Contra el género humano, con motivo de los banquetes.»

**

—A usted le parecerá Balzac un buen novelista —decía a Juan de Mairena un joven ateneísta de Chipiona.

—A mí, sí.

—A mí, en cambio, me parece un autor tan insignificante que ni siquiera lo he leído.

**

(Una gran plancha de Juan de Mairena y de su maestro Abel Martín.)

«Carlos Marx, señores —ya lo decía mi maestro—, fue un judío alemán que interpretó a Hegel de una manera judaica, con su dialéctica materialista y su visión usuraria del futuro. ¡Justicia para el innumerable rebaño de los hombres; el mundo para apacentarlo! Con Marx, señores, la Europa, apenas cristianizada, retrocede al Viejo Testamento. Pero existe Rusia, la santa Rusia, cuyas raíces espirituales son esencialmente evangélicas. Porque lo específicamente ruso es la interpretación exacta del sentido fraterno del cristianismo. En la tregua del eros genesiaco, que sólo aspira a perdurar en el tiempo, de padres a hijos, proclama el Cristo la hermandad de los hombres, emancipada de los vínculos de la sangre y de los bienes de la tierra; el triunfo de las virtudes fraternas sobre las patriarcales. Toda la literatura rusa está impregnada de este espíritu cristiano. Yo no puedo imaginar, señores, una Rusia marxista, porque el ruso empieza donde el marxista acaba. ¡Proletarios del mundo, defendeos, porque sólo importa el gran rebaño de hombres! Así grita, todavía, el bíblico semental humano. Rusia no ha de escucharle.» (Fragmento de un discurso de Juan de Mairena, conocido por sus discípulos con el nombre de «Sermón de Mute», porque fue pronunciado en el Ateneo de esta localidad).

V

(Las clases de Mairena.)

Juan de Mairena hacía advertencias demasiado elementales a sus alumnos. No olvidemos que éstos eran muy jóvenes, casi niños, apenas bachilleres; que Mairena colocaba en el primer banco de su clase a los más torpes, y que casi siempre se dirigía a ellos.

**

(Apuntes tomados al oído por discípulos de Mairena.)

Se dice que vivimos en un país de autodidactos. Autodidacto se llama al que aprende algo sin maestro. Sin maestro, por revelación interior o por reflexión autoinspectiva, pudimos aprender muchas cosas, de las cuales cada día vamos sabiendo menos. En cambio, hemos aprendido mal muchas otras que los maestros nos hubieran enseñado bien. Desconfiad de los autodidactos, sobre todo cuando se jactan de serlo.

**

Para que la palabra «entelequia» signifique algo en castellano ha sido preciso que la empleen los que no saben griego ni han leído a Aristóteles. De este modo, la ignorancia, o, si queréis, la pedantería de los ignorantes, puede ser fecunda. Y lo sería mucho más sin la pedantería de los sabios, que frecuentemente le sale al paso

**

(Sobre el barroco literario)

El cielo estaba más negro

que un portugués embozado,

dice Lope de Vega, en su Viuda Valenciana, de una noche sin luna y anubarrada.

Tantos papeles azules

que adornan letras doradas,

dice Calderón de la Barca, aludiendo al cielo estrellado. Reparad en lo pronto que se amojama un estilo, y en la insuperable gracia de Lope.

**

(Eruditos.)

El amor a la verdad es el más noble de todos los amores. Sin embargo, no es oro en él todo lo que reluce. Porque no faltan sabios, investigadores, eruditos que persiguen la verdad de las cosas y de las personas, en la esperanza de poder deslustrarlas, acuciados de un cierto afán demoledor de reputaciones y excelencias.

Recuerdo que un erudito amigo mío llegó a tomar en serio el más atrevido de nuestros ejercicios de clase, aquel en que pretendíamos demostrar cómo los Diálogos de Platón eran los manuscritos que robó Platón, no precisamente a Sócrates, que acaso ni sabía escribir, sino a Jantipa, su mujer, a quien la historia y la crítica deben una completa reivindicación. Recordemos nuestras razones. «El verdadero nombre de Platón — decíamos— era el de Aristocles; pero los griegos de su tiempo, que conocían de cerca la insignificancia del filósofo, y que, en otro caso, le hubieran llamado Cefalón, el Macrocéfalo, el Cabezota, le apodaron Platón

, mote más adecuado a un atleta del estadio o a un cargador del muelle que a una lumbrera del pensamiento.» No menos lógicamente explicábamos lo de Jantipa. «La costumbre de Sócrates de echarse a la calle y de conversar en la plaza con el primero que topaba, revela muy a las claras al pobre hombre que huye de su casa, harto de sufrir la superioridad intelectual de su señora.» Claro es que a mi amigo no le convencían del todo nuestros argumentos. «Eso — decía-habría que verlo más despacio.» Pero le agradaba nuestro propósito de matar dos pájaros, es decir, dos águilas, de un tiro. Y hasta llegó a insinuar la hipótesis de que la misma condena de Sócrates fuese también cosa de Jantipa, que intrigó con los jueces para deshacerse de un hombre que no le servía para nada .

**

(Ejercicios poéticos sobre temas barrocos)

Lo clásico —habla Mairena a sus alumnos— es el empleo del sustantivo, acompañado de un adjetivo definidor. Así, Hornero llama hueca a la nave; con lo cual se acerca más a una definición que a una descripción de la nave. En la nave de Homero, en verdad, se navega todavía y se navegará mientras rija el principio de Arquímedes. Lo barroco no añade nada a lo clásico, pero perturba su equilibrio, exaltando la importancia del adjetivo definidor hasta hacerle asumir la propia función del sustantivo. Si el oro se define por la amarillez, y la plata por su blancor, no hay el menor inconveniente en que al oro le llamemos plata, con tal que esta plata sea rubia, y plata al oro, siempre que este oro sea cano. ¿Comprende usted, señor Martínez?

—Creo que sí.

—Salga usted a la pizarra y escriba:

Oro cano te doy, no plata rubia.

¿Qué quiere decir eso?

—Que no me da usted oro, sino plata.

—Conformes. ¿Y qué opina usted de ese verso?

—Que es un endecasílabo bastante correcto.

—¿Y nada más?

—...La gracia de llamar plata al oro y oro a la plata.

—Escriba usted ahora:

¡Oh, anhelada plata rubia,

tú humillas al oro cano!

¿Qué le parecen esos versos?

—Que eso de «oh, anhelada plata» me suena mal, y lo de «tú humillas», peor.

—De acuerdo. Pero repare usted en la riqueza conceptual de esos versos y en la gimnasia intelectual a que su comprensión nos obliga. «La plata —dice el poeta—, tan deseada, cuando es rubia, humilla al oro mismo, cuando éste es cano, porque la plata, cuando es oro, vale mucho más que el oro cuando es plata», puesto que hemos convenido en que el oro vale más que la plata. Y todo esto ¡en dos versos octosilábicos! Ahora, en cuatro versos —ni uno más —, continúe usted complicando, a la manera barroca, el tema que nos ocupa.

Martínez, después de meditar, escribe:

Plata rubia, en leve lluvia,

es temporal de oro cano:

cuanto más la plata es rubia

menos lluvia hace verano.

—Verano está aquí por cosecha, caudal, abundancia...

—Comprendido, señor Martínez. Vaya usted bendito de Dios.

VI

(Proverbios y consejos de Mairena.)

Los hombres que están siempre de vuelta en todas las cosas son los que no han ido nunca a ninguna parte. Porque ya es mucho ir; volver, ¡nadie ha vuelto!

**

El paleto perfecto es el que nunca se asombra de nada; ni aun de su propia estupidez.

**

Sed modestos: yo os aconsejo la modestia, o, por mejor decir: yo os aconsejo un orgullo modesto, que es lo español y lo cristiano. Recordad el proverbio de Castilla: «Nadie es más que nadie». Esto quiere decir cuánto es difícil aventajarse a todos, porque, por mucho que un hombre valga, nunca tendrá valor más alto que el de ser hombre.

Así hablaba Mairena a sus discípulos. Y añadía: ¿Comprendéis ahora por qué los grandes hombres solemos ser modestos?

**

Huid de escenarios, púlpitos, plataformas y pedestales. Nunca perdáis contacto con el suelo; porque sólo así tendréis una idea aproximada de vuestra estatura.

**

Los honores, sin embargo, rendidos a vuestro prójimo, cuando son merecidos, deben alegraros; y si no lo fueren, que no os entristezcan por vosotros, sino por aquellos a quienes se tributan.

**

Nunca debéis incurrir en esa monstruosa ironía del homenaje al soldado desconocido, a ese pobre héroe anónimo por definición, muerto en el campo de batalla, y que si por milagro levantara la cabeza para decirnos: «Yo me llamaba Pérez», tendríamos que enterrarle otra vez, gritándole: «Torna a la huesa, ioh Pérez infeliz!, porque nada de esto va contigo».

**

Vosotros debéis amar y respetar a vuestros maestros, a cuantos de buena fe se interesan por vuestra formación espiritual. Pero para juzgar si su labor fue más o menos acertada, debéis esperar mucho tiempo, acaso toda la vida, y dejar que el juicio lo formulen vuestros descendientes. Yo os confieso que he sido ingrato alguna vez —y harto me pesa— con mis maestros, por no tener presente que en nuestro mundo interior hay algo de ruleta en movimiento, indiferente a las posturas del paño, y que mientras gira la rueda, y rueda la bola que nuestros maestros lanzaron en ella un poco al azar, nada sabemos de pérdida o ganancia, de éxito o de fracaso.

**

Pláceme poneros un poco en guardia contra mí mismo. De buena fe os digo cuanto me parece que puede ser más fecundo en vuestras almas, juzgando por aquello que, a mi parecer, fue más fecundo en la mía. Pero ésta es una norma expuesta a múltiples yerros. Si la empleo es por no haber encontrado otra mejor. Yo os pido un poco de amistad y ese mínimo de respeto que hace posible la convivencia entre personas durante algunas horas. Pero no me toméis demasiado en serio. Pensad que no siempre estoy yo seguro de lo que os digo, y que, aunque pretenda educaron, no creo que mi educación esté mucho más avanzada que la vuestra. No es fácil que pueda yo enseñaros a hablar, ni a escribir, ni a pensar correctamente, porque yo soy la incorrección misma, un alma siempre en borrador, llena de tachones, de vacilaciones y de arrepentimientos. Llevo conmigo un diablo —no el demonio de Sócrates—, sino un diablejo que me tacha a veces lo que escribo, para escribir encima lo contrario de lo tachado; que a veces habla por mí y otras yo por él, cuando no hablamos los dos a la par, para decir en coro cosas distintas. ¡Un verdadero lío! Para los tiempos que vienen, no soy yo el maestro que debéis elegir, porque de mí sólo aprenderéis lo que tal vez os convenga ignorar toda la vida: a desconfiar de vosotros mismos.

**