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Esta obra muestra una mayor objetividad que «Soledades. Galerías. Otros poemas» e indaga en nuevos terrenos poéticos -como son las gentes del entorno, los aspectos históricos y sociales españoles y la experiencia de la naturaleza, lo que lo acerca a los regeneracionistas y a los del 98- y formales, como el aforismo. El libro incluye la importante serie de poemas dedicados a la enfermedad y muerte de su mujer, Leonor Izquierdo, y el largo poema «La tierra de Alvargonzález» un intento de expresar, mediante una forma popular, lo «elemental humano».
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Veröffentlichungsjahr: 2020
Antonio Machado
CAMPOS DE CASTILLA
Traducido por Carola Tognetti
ISBN 978-88-3295-843-0
Greenbooks editore
Edición digital
Junio 2020
www.greenbooks-editore.com
CAMPOS DE CASTILLA
En un tercer volumen publiqué mi segundo libro, Campos de Castilla (1912). Cinco años en la tierra de Soria, hoy para mí sagrada —allí me casé; allí perdí a mi esposa, a quien adoraba—, orientaron mis ojos y mi corazón hacia lo esencial castellano. Ya era, además, muy otra mi ideología. Somos víctimas
—pensaba yo— de un doble espejismo. Si miramos afuera y procuramos penetrar en las cosas, nuestro mundo externo pierde en solidez, y acaba por disipársenos cuando llegamos a creer que no existe por sí, sino por nosotros. Pero si, convencidos de la íntima realidad, miramos adentro, entonces todo nos parece venir de fuera, y es nuestro mundo interior, nosotros mismos, lo que se desvanece. ¿Qué hacer entonces? Tejer el hilo que nos dan, soñar nuestro sueño, vivir; sólo así podremos obrar el milagro de la generación. Un hombre atento a sí mismo, y procurando auscultarse, ahoga la única voz que podría escuchar: la suya; pero le aturden los ruidos extraños. ¿Seremos, pues, meros espectadores del mundo? Pero nuestros ojos están cargados de razón, y la razón analiza y disuelve. Pronto veremos el teatro en ruinas, y, al cabo, nuestra sola sombra proyectada en la escena. Y pensé que la misión del poeta era inventar nuevos poemas de lo eterno humano, historias animadas que, siendo suyas, viviesen, no obstante, por sí mismas. Me pareció el romance la suprema expresión de la poesía y quise escribir un nuevo Romancero. A este propósito responde La tierra de Alvargonzález. Muy lejos estaba yo de pretender resucitar el género en su sentido tradicional. La confección de nuevos romances viejos —caballerescos o moriscos— no fue nunca de mi agrado, y toda simulación de arcaísmo me parece ridícula. Cierto que yo aprendí a leer en el Romancero general que compiló mi buen tío don Agustín Duran; pero mis romances no emanan de las heroicas gestas, sino del pueblo que las compuso y de la tierra donde se cantaron; mis romances miran a lo elemental humano, al campo de Castilla y al Libro Primero de Moisés, llamado Génesis.
Muchas composiciones encontraréis ajenas a estos propósitos que os declaro. A una preocupación patriótica responden muchas de ellas; otras, al simple amor de la Naturaleza, que en mí supera infinitamente al del Arte. Por último, algunas rimas revelan las muchas horas de mi vida gastadas —alguien dirá:
perdidas— en meditar sobre los enemigos del hombre y del mundo.
A. M.
(En Páginas escogidas. Editorial Calleja. Madrid, 1917).
Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla y un huerto claro donde madura el limonero;
mi juventud, veinte años en tierra de Castilla;
mi historia, algunos casos que recordar no quiero.
Ni un seductor Mañara ni un Bradomín he sido
—ya conocéis mi torpe aliño indumentario—; mas recibí la flecha que me asignó Cupido
y amé cuanto ellas pueden tener de hospitalario.
Hay en mis venas gotas de sangre jacobina, pero mi verso brota de manantial sereno;
y, más que un hombre al uso que sabe su doctrina, soy, en el buen sentido de la palabra, bueno.
Adoro la hermosura, y en la moderna estética corté las viejas rosas del huerto de Ronsard; mas no amo los afeites de la actual cosmética ni soy un ave de esas del nuevo gay-trinar.
Desdeño las romanzas de los tenores huecos y el coro de los grillos que cantan a la luna. A distinguir me paro las voces de los ecos, y escucho solamente, entre las voces, una.
¿Soy clásico o romántico? No sé. Dejar quisiera mi verso como deja el capitán su espada: famosa por la mano viril que la blandiera,
no por el docto oficio del forjador preciada.
Converso con el hombre que siempre va conmigo
—quien habla solo espera hablar a Dios un día—; mi soliloquio es plática con este buen amigo
que me enseñó el secreto de la filantropía.
Y al cabo, nada os debo; debéisme cuanto he escrito.
A mi trabajo acudo, con mi dinero pago
el traje que me cubre y la mansión que habito,
el pan que me alimenta y el lecho en donde yago.
Y cuando llegue el día del último viaje
y esté a partir la nave que nunca ha de tornar, me encontraréis a bordo ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar.
Mediaba el mes de julio. Era un hermoso día. Yo, solo, por las quiebras del pedregal subía, buscando los recodos de sombra, lentamente.
A trechos me paraba para enjugar mi frente y dar algún respiro al pecho jadeante;
o bien, ahincando el paso, el cuerpo hacia delante y hacia la mano diestra vencido y apoyado
en un bastón, a guisa de pastoril cayado, trepaba por los cerros que habitan las rapaces aves de altura, hollando las hierbas montaraces
de fuerte olor —romero, tomillo, salvia, espliego—. Sobre los agrios campos caía un sol de fuego.
Un buitre de anchas alas, con majestuoso vuelo cruzaba solitario el puro azul del cielo.
Yo divisaba, lejos, un monte alto y agudo, y una redonda loma cual recamado escudo, y cárdenos alcores sobre la parda tierra
—harapos esparcidos de un viejo arnés de guerra—, las serrezuelas calvas por donde tuerce el Duero para formar la corva ballesta de un arquero
en torno a Soria. —Soria es una barbacana hacia Aragón que tiene la torre castellana—. Veía el horizonte cerrado por colinas oscuras, coronadas de robles y de encinas; desnudos peñascales, algún humilde prado donde el merino pace y el toro arrodillado sobre la hierba rumia, las márgenes del río lucir sus verdes álamos al claro sol de estío y, silenciosamente, lejanos pasajeros,
¡tan diminutos! —carros, jinetes y arrieros—, cruzar el largo puente y bajo las arcadas
de piedra ensombrecerse las agujas plateadas del Duero.
El Duero cruza el corazón de roble de Iberia y de Castilla.
¡Oh tierra triste y noble,
la de los altos llanos y yermos y roquedas, de campos sin arados, regatos ni arboledas; decrépitas ciudades, caminos sin mesones y atónitos palurdos sin danzas ni canciones
que aún van, abandonando el mortecino hogar, como tus largos ríos, Castilla, hacia la mar!
Castilla miserable, ayer dominadora,
envuelta en sus andrajos, desprecia cuanto ignora.
¿Espera, duerme o sueña? ¿La sangre derramada recuerda, cuando tuvo la fiebre de la espada?
Todo se mueve, fluye, discurre, corre o gira; cambian la mar y el monte y el ojo que los mira.
¿Pasó? Sobre sus campos aun el fantasma yerra de un pueblo que ponía a Dios sobre la guerra.
La madre en otro tiempo fecunda en capitanes madrastra es apenas de humildes ganapanes.
Castilla no es aquella tan generosa un día, cuando Myo Cid Rodrigo el de Vivar volvía, ufano de su nueva fortuna y su opulencia,
a regalar a Alfonso los huertos de Valencia; o que, tras la aventura que acreditó sus bríos, pedía la conquista de los inmensos ríos indianos a la corte; la madre de soldados,
guerreros y adalides que han de tornar cargados de plata y oro a España, en regios galeones, para la presa, cuervos; para la lid, leones.
Filósofos nutridos de sopa de convento
contemplan impasibles el amplio firmamento;
y si les llega en sueños, como un rumor distante, clamor de mercaderes de muelles de Levante, no acudirán siquiera a preguntar ¿qué pasa?
Y ya la guerra ha abierto las puertas de su casa.
Castilla miserable, ayer dominadora;
envuelta en sus harapos, desprecia cuanto ignora.
El sol va declinando. De la ciudad lejana me llega un armonioso tañido de campana
—ya irán a su rosario las enlutadas viejas—. De entre las peñas salen dos lindas comadrejas; me miran y se alejan, huyendo, y aparecen
de nuevo, ¡tan curiosas!… Los campos se oscurecen.
Hacia el camino blanco está el mesón abierto al campo ensombrecido y al pedregal desierto.
El hombre de estos campos que incendia los pinares y su despojo aguarda como botín de guerra,
antaño hubo raído los negros encinares, talado los robustos robledos de la sierra.
Hoy ve sus pobres hijos huyendo de sus lares; la tempestad llevarse los limos de la tierra
por los sagrados ríos hacia los anchos mares; y en páramos malditos trabaja, sufre y yerra.
Es hijo de una estirpe de rudos caminantes, pastores que conducen sus hordas de merinos a Extremadura fértil, rebaños trashumantes
que mancha el polvo y dora el sol de los caminos.
Pequeño, ágil, sufrido, los ojos de hombre astuto, hundidos, recelosos, movibles; y trazadas
cual arco de ballesta, en el semblante enjuto de pómulos salientes, las cejas muy pobladas.
Abunda el hombre malo del campo y de la aldea, capaz de insanos vicios y crímenes bestiales, que bajo el pardo sayo esconde un alma fea, esclava de los siete pecados capitales.
Los ojos siempre turbios de envidia o de tristeza, guarda su presa y llora la que el vecino alcanza; ni para su infortunio ni goza su riqueza;
le hieren y acongojan fortuna y malandanza.
El numen de estos campos es sanguinario y fiero: al declinar la tarde, sobre el remoto alcor,
veréis agigantarse la forma de un arquero,
la forma de un inmenso centauro flechador.
Veréis llanuras bélicas y páramos de asceta
—no fue por estos campos el bíblico jardín—; son tierras para el águila, un trozo de planeta por donde cruza errante la sombra de Caín.
Es el hospicio, el viejo hospicio provinciano, el caserón ruinoso de ennegrecidas tejas
en donde los vencejos anidan en verano
y graznan en las noches de invierno las cornejas.
Con su frontón al Norte, entre los dos torreones de antigua fortaleza, el sórdido edificio
de agrietados muros y sucios paredones
es un rincón de sombra eterna. ¡El viejo hospicio!
Mientras el sol de enero su débil luz envía, su triste luz velada sobre los campos yermos, a un ventanuco asoman, al declinar el día, algunos rostros pálidos, atónitos y enfermos,
a contemplar los montes azules de la sierra; o, de los cielos blancos, como sobre una fosa, caer la blanca nieve sobre la fría tierra,
sobre la tierra fría la nieve silenciosa…
Igual que el ballestero tahúr de la cantiga,
tuviera una saeta el hombre ibero para el Señor que apedreó la espiga y malogró los frutos otoñales,
y un «gloria a ti» para el Señor que grana centenos y trigales
que el pan bendito le darán mañana.
«Señor de la ruina
adoro porque aguardo y porque temo: con mi oración se inclina
hacia la tierra un corazón blasfemo.
»¡Señor, por quien arranco el pan con pena, sé tu poder, conozco mi cadena!
¡Oh dueño de la nube del estío que la campiña arrasa,
del seco otoño, del helar tardío
y del bochorno que la mies abrasa!
»¡Señor del iris, sobre el campo verde donde la oveja pace;
Señor del fruto que el gusano muerde y de la choza que el turbión deshace,
»tu soplo el fuego del hogar aviva, tu lumbre da sazón al rubio grano, y cuaja el hueso de la verde oliva,
la noche de San Juan, tu santa mano!
»¡Oh dueño de fortuna y de pobreza, ventura y malandanza,
que al rico das favores y pereza
y al pobre su fatiga y su esperanza!
»¡Señor, Señor: en la voltaria rueda del año he visto mi simiente echada, corriendo igual albur que la moneda del jugador en el azar sembrada!
»¡Señor, hoy paternal, ayer cruento, con doble faz de amor y de venganza, a Ti, en un dado de tahúr al viento,
va mi oración, blasfemia y alabanza!»
Este que insulta a Dios en los altares, no más atento al ceño del Destino, también soñó caminos en los mares
y dijo: «Es Dios sobre la mar camino».
¿No es él quien puso a Dios sobre la guerra más allá de la suerte,
más allá de la tierra,
más allá de la mar y de la muerte?
¿No dio la encina ibera
para el fuego de Dios la buena rama, que fue en la santa hoguera
de amor una con Dios en pura llama?
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