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Las Cartas desde Cuba de Fredrika Bremer fueron dirigidas a su hermana menor Ághate, tristemente fallecida de tuberculosis antes que Fredrika regresara a Estocolmo. Fredrika llegó a La Habana el 31 de enero de 1851 y de inmediato escribió la primera carta. En ellas retrata, en forma de diario, sus viajes por la isla de Cuba, toma apuntes sobre la vegetación, hace consideraciones sobre la vida de los cubanos y la arquitectura cubana. En definitiva, todo lo que ve, experimenta y conoce de este rincón de las Antillas se traduce en una prosa inteligente, sincera y arriesgada. Se cree que Fredrika Bremer fue la primera que escribió sobre la música gospel y las canciones de los esclavos que había escuchado a lo largo de este viaje. Sus Cartas desde Cuba contienen, además, todo tipo de críticas a las terribles condiciones que sufrían los esclavos en la isla de Cuba: …La situación de los esclavos en las plantaciones es aquí, generalmente, peor que en los Estados Unidos; viven peor, se alimentan peor, trabajan más duramente y carecen de toda enseñanza religiosa. Se les considera totalmente como ganado, y el comercio de esclavos con África se practica todavía, aunque en secreto.
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Seitenzahl: 291
Veröffentlichungsjahr: 2010
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Fredrika Bremer
Cartas desde Cuba Traducción y notas de Matilde Goulard de Westberg
Barcelona 2024
Linkgua-ediciones.com
Título original: Cartas desde Cuba.
© 2024, Red ediciones S.L.
e-mail: [email protected]
Diseño de la colección: Michel Mallard.
ISBN rústica ilustrada: 978-84-9953-650-7.
ISBN tapa dura: 978-84-1126-741-0.
ISBN ebook: 978-84-9007-443-5.
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Créditos 4
Brevísima presentación 9
La vida 9
Las cartas 9
Cartas desde Cuba 11
Carta XXXI 13
La Habana (Cuba), 5 de febrero de 1851 13
Cerro, 10 de febrero 33
Cerro, 12 de febrero 37
La Habana, 15 de febrero 46
Carta XXXIII 55
Matanzas, 23 de febrero de 1851 55
2 de marzo 75
Ingenio Ariadna, 7 de marzo 77
Después del baile 93
Lunes por la mañana 98
Ingenio Santa Amelia, 15 de marzo 98
Domingo, 17 de marzo 101
Carta XXXIV 113
Cárdenas, 19 de marzo de 1851 113
21 de marzo 115
Ingenio Santa Amelia, 23 de marzo 117
26 de marzo 120
Cafetal La Industria, 1.º de abril 1851 124
3 de abril 129
Matanzas, 6 de abril 136
10 de abril 138
13 de abril, por la noche 143
Carta XXXV 147
La Habana, 15 de abril de 1851 147
Por la tarde 149
Domingo de Resurrección 149
20 de abril 152
22 de abril 159
Carta XXXVI 163
San Antonio de los Baños, 23 de abril de 1851 163
Cafetal La Concordia, 27 de abril 164
La Concordia, 1.º de mayo 173
3 de mayo 183
Mi última velada en La Concordia 184
La Habana, 5 de mayo 189
8 de mayo por la mañana 196
Libros a la carta 199
Fredrika Bremer nació el 17 de agosto de 1801 en la ciudad finlandesa de Turku, pero su infancia transcurrió en las afueras de Estocolmo, metrópoli en la cual habían decidido instalarse sus padres cuando ella era una niña de apenas tres años de edad.
En 1828, preservada en el anonimato, debutó como novelista con una serie de relatos que se publicaron durante los años siguientes. Con el paso del tiempo, su nombre alcanzó popularidad a escala internacional y, en la década del cuarenta, era ya una integrante destacada de la vida cultural sueca cuyos libros habían sido traducidos a un gran número de idiomas.
Fredrika Bremer estuvo siempre en desacuerdo con los casamientos arreglados y soñaba con un cambio de mentalidad que favoreciera al género femenino. Llegó a ser una mujer muy influyente en la sociedad de su tiempo, por reivindicar la libertad de las mujeres. Su obra y su posicionamiento social representaron un punto de partida para el verdadero movimiento feminista en el país.
Falleció en Estocolmo el 31 de diciembre de 1865.
Fredrika Bremer llegó a La Habana el 31 de enero de 1851 y de inmediato escribió la primera carta desde el Caribe.
Sus escritos epistolares van dirigidos a su hermana menor Ághate, tristemente fallecida de tuberculosis antes que Fredrika regresara a Estocolmo. En ellos retrata, en forma de diario, sus viajes por la isla, los apuntes sobre la vegetación, consideraciones acerca de la vida de los cubanos y su arquitectura. En definitiva, todo lo que ve, experimenta y conoce de este rincón de las Antillas se traduce en una prosa inteligente, sincera y arriesgada.
Se cree que fue la primera que escribió sobre la música gospel, la canción de los esclavos, a los que había escuchado cantar a lo largo de este viaje. Sus cartas tampoco están exentas de todo tipo de críticas sobre las terribles condiciones que sufren los esclavos.
La situación de los esclavos en las plantaciones es aquí, generalmente, peor que en los Estados Unidos; viven peor, se alimentan peor, trabajan más duramente y carecen de toda enseñanza religiosa. Se les considera totalmente como ganado, y el comercio de esclavos con África se practica todavía, aunque en secreto.
Corazoncito: Estoy sentada bajo el claro y cálido cielo y las hermosas palmeras de los trópicos; ¡qué bello y qué extraño...! El aire espléndido y delicioso y las altas palmeras son indiscutibles bellezas. Sospecho que el resto agrada más bien por lo poco usual, por lo diferente que es a lo que he visto antes, y no por poseer una belleza intrínseca. Pero lo diferente y lo nuevo es divertido y fresco; así me siento ahora y estoy encantada de estar aquí.
Salí de Nueva Orleáns por la mañana temprano, el día 28 de enero. Era una mañana espléndida, soleada, tan cálida como de verano. Mis amigos me acompañaron a bordo de «The Philadelphia». Harrison vino a despedirse de mí, me regaló una camelia roja todavía en capullo. Su rostro honrado y cordial, y el de Anne W. con sus rasgos puros, la llama quieta de sus ojos oscuros, fue lo último que vi en el salón bajo la cubierta. Después subí a cubierta. La llamada «The crescent city» estaba bañada por el Sol matinal, y en el puerto, bajo sus rayos, el agua estaba clara como un espejo. Permanecí disfrutando del aire agradable, del amplio paisaje; pero entonces llegaron las ladies con sus How do you like America?, etc., y disturbaron el encanto matinal, pero las coloqué «entre las cabras», como dice la Biblia.
Zarpamos y yo me senté, con un libro en la mano, a contemplar la ribera desde la toldilla de popa, y lo pasé a las mil maravillas. Porque pude estar a solas, y el espectáculo de las orillas era como una visión mágica de las tierras del sur. Navegamos a lo largo del Misisipí, por el brazo de este río que desemboca en la bahía de Atchafalaya, y de allí al Golfo de México. Plantación tras plantación aparecían en las orillas, con sus casas blancas engastadas en naranjales, en bosquecillos de cedros, de adelfas en flor, áloes y palmitos. Poco a poco se presentaron a más distancia uno de otros. Las orillas fueron bajando cada vez más, hasta convertirse en tierras pantanosas con hierbas y juncos, sin árboles, arbustos ni casas. Apenas se elevaban sobre la línea del agua: después, se hundían en ella formando la uniforme y singular figura de lo que se llama «el delta del Misisipí», por su semejanza con la letra griega del mismo nombre. Algunas hierbas se balanceaban todavía sobre el agua, movida por las olas y el viento. Finalmente desaparecieron también. Quedaron dueñas de todo solamente las olas. Y ahora yacía tras de mí la tierra, el inmenso continente de Norteamérica, y ante mí el gran Golfo de México, con su inconmensurable profundidad, el mar del sur con todas sus islas.
Me sorprendió el color azul oscuro, casi negruzco del agua. Se dice que procede de la gran profundidad. El cielo, con sus ligeros celajes blancos de verano, extendía su bóveda sobre el mar azul oscuro, que se levantaba y dejaba oír alegremente su rumor con la brisa fresca y cálida de verano. ¡Ay! ¡Qué delicia! Aspiré el viento y la vida, descansando de pensamientos y palabras, y de todo lo que no fuese la belleza de vivir aquel momento. ¡El mar! ¡El mar tiene en sí mismo una fuerza indecible que produce calma, salud, renovación!
Si quieres comenzar una nueva vida dentro y fuera de ti misma, viaja por el mar. Deja que el aire y la vida del mar bailen tu alma días y semanas. Todo resulta nuevo y fresco en el mar.
Así pasé el primer día a bordo; así pasé el segundo también. Pero disfrutando sin embargo de un libro, la tragedia de Browning The Return of the Druses, cuyo espíritu elevado y cálido estaba en armonía con el bello y grandioso espectáculo a mi alrededor; en ambos se respiraba lo infinito, lo grandioso, lo profundo. Si en esos momentos algún que otro caballero se acercaba y preguntaba: «How do you like America?», o me pedía un autógrafo, eran como el zumbido de una mosca en el oído y en el pensamiento. A bordo había también un señor que, si los otros eran molestos, él en cambio, en la misma medida, era agradable y atento. Este educado caballero se había convenido en mi galán protector cuando el accidente del lago Pontchartrain. Me había guiado de noche por el hermoso jardín y después me había conducido a Nueva Orleáns; estaba también a bordo, en viaje hacia Cuba, en busca de un clima más benigno que el de los Estados Unidos durante el invierno. El señor Vassar es un caballero de edad madura, con un rostro noble y bueno, maneras finas y suaves, que durante sus largos viajes por oriente y occidente ha conocido muchas cosas de interés. En «The Philadelphia» se convirtió otra vez en mi caballero, y como cosa natural me ofrecía el brazo para ir al comedor y salir de él, me sentaba a su lado en la mesa y me hacía agradable sus atenciones por su amable e interesante conversación y aspecto.
El barco no se parecía a los bellos y cómodos vapores a que he estado acostumbrada en América. Debajo de la cubierta, todo era angosto y oscuro: los camarotes, los pasillos, el comedor. Para poder estar sola había elegido mi camarote al fondo de la popa, donde el movimiento del barco se siente con más fuerza, pero donde había una pequeña celda solitaria y triangular con una ventana de ojo de buey que daba al mar. No tenía miedo al mareo y allí podía estar completamente sola.
Entre los pasajeros de interés a bordo estaba uno de los más ricos propietarios de plantaciones de Luisiana —un hombre de cierta edad— y su única hija, una muchacha joven. La madre de ésta había muerto de tuberculosis, y, desde la infancia de la niña, el padre había tratado de criar a ésta de manera que pudiera librarse de la peligrosa herencia. La crió con gran libertad, en el campo, viviendo mucho al aire libre, y no le permitió usar corsé. Así creció ella hasta convertirse en una hermosa y lozana muchacha. Entonces entró en la vida social. Después de solo un invierno de encorsetamiento y bailes en los círculos sociales de Nueva Orléans, la bella flor se tronchó. Los síntomas de la enfermedad que había arrebatado de este mundo a la madre aparecieron en la hija. El brillo de los ojos, las placas rosadas en las mejillas, el enflaquecimiento; todo el aspecto de la larga y esbelta figura daba testimonio del peligro.
Era emocionante ver cómo el viejo padre miraba en silencio a su hija, con ojos que parecían nublados por las lágrimas. ¡Había tal preocupación muda, tal sentimiento de impotencia en su expresión! A veces, ella lo miraba y le sonreía dulcemente, como un rayo de Sol; pero era claro que la nube estaba allí, ascendiendo, y que todo el oro del millonario no podría comprar la vida de su única hija y heredera.
El viaje que ahora realizaban era solamente un intento más a este respecto: tenían la intención de ir primero a Cuba y después a Europa. Una bella y lozana muchacha, prima de la inválida, era su compañía.
Había también a bordo un par de suecos en viaje hacia Chagres, para ir de allí a California. Uno de ellos se llamaba Horlin y era sobrino del obispo H., tenía buen aspecto, era una persona cultivada, y viajaba ahora por segunda vez a la tierra del oro, donde había ganado ya un capital considerable como comerciante.
Al segundo día por la tarde, el cielo se anubarró y aumentó el viento. Apenas pude creer a mis ojos, cuando vi arriba, en las nubes, ante nosotros, altas montañas de picos rocosos no muy diferentes a una difusa fortaleza con sus muros y torres, y me dijeron que aquello era ¡Cuba! Sin embargo, no podíamos llegar allí hasta el día siguiente por la mañana. Cumbres tan altas y atrevidas no había yo visto aún en Occidente.
La noche fue tormentosa; pero hacía mucho calor y, para conseguir un poco de aire, yo había levantado el postigo de mi ventana. Desde mi litera, al pie de ella, veía el cielo lleno de nubes y la mar tormentosa, cuando el movimiento del barco la hacía descender por mi lado. Las olas se rompían y rugían junto a mi ventana. De pronto entraron en mi cama. Pero el agua estaba templada y yo no lo noté al principio; después, cuando tuve que elegir entre cerrar la ventana y vivir en el aire sofocante de la habitación, o respirar el aire templado del mar y, de cuando en cuando, recibir el abrazo salado de una ola, elegí esto último. Me mojé un poco, pero me sentía tranquila y feliz; sentía que había fraternizado con las olas y el gran océano. Yacía allí, como un niño en su dulce cuna. No me podían hacer daño.
A la mañana siguiente atracamos en el puerto de La Habana.
Las olas se levantaban y rompían furiosamente contra el saliente cabo donde la fortaleza de El Morro se levanta con sus muros y torres (una de ellas muy alta) y defiende la angosta entrada al puerto. Pero en la bella bahía, casi circular, estábamos tan en calma como en el más tranquilo estanque, y el Sol lucía sobre un mundo de objetos nuevos en torno mío.
Allí se extendía la gran ciudad de La Habana, a lo largo de la costa, a la derecha según se entra al puerto, con casas bajas de todos los colores: azules, amarillas, verdes, anaranjadas, como un enorme depósito de cristales abigarrados y objetos de porcelana en una tienda de regalos; y ningún humo, ni la menor columna de humo daba indicios de la atmósfera de una ciudad, con la vida de las cocinas o de las fábricas, como yo estaba acostumbrada a ver en las ciudades norteamericanas. Grupos de palmeras se elevaban entre las casas.
Una altura a nuestra izquierda estaba cubierta con multitud de plantas extrañas, semejantes a altos candelabros verdes con muchos brazos. Entre las colinas verdes que se veían alrededor del puerto había grupos de casas de campo, y bosquecillos de cocoteros y otros árboles del tipo de las palmeras; y sobre todo esto se extendía el cielo más claro y suave, y se respiraba el aire más delicioso. El agua del puerto parecía clara como el cristal, y el aire y los colores eran de la más diáfana claridad y serenidad. Entre los objetos que me llamaron la atención se destacan la fortaleza donde están encerrados los prisioneros, otra prisión y... la horca. Pero las bellas palmeras ondulantes, las verdes colinas, encantaron mi vista.
Botecitos medio cubiertos, movidos a remos por hombres con fisonomía española, rodearon el barco, para llevar a los pasajeros a tierra. Pero... los pasajeros no tenían permiso para desembarcar. A las autoridades españolas de la isla había llegado el rumor de que cierto coronel White, uno de los dirigentes de la expedición de López1 contra Cuba, se hallaba a bordo. Y ahora nos llegaba un mensaje de ellas que prohibía el desembarco de los pasajeros hasta que se recibieran instrucciones. Esto no era correcto. Algunos caballeros estaban bastante enfadados y no le deseaban nada bueno al coronel White, quien hizo entonces su aparición sobre cubierta. Alto y desgarbado, de piel rojiza, con una nariz irlandesa y aspecto indiferente y descuidado, se paseaba de arriba abajo, fumando un tabaco ante las miradas furiosas de los pasajeros. Decía que deseaba ir a Chagres para seguir hasta California.
Seis horas tuvimos que estar atracados esperando en el puerto. A mí no me parecieron largas. La vista de las orillas y de los objetos en ellas me encantó; el tiempo era maravilloso, y nos habían traído a bordo grandes racimos de plátanos dorados. Corteses caballeros nos servían; y yo almorcé con gran placer mi fruta favorita, tan deliciosa y bienhechora para mí como el aire de los trópicos. Nos sirvieron también cañas de azúcar y muchos las disfrutaron. Fue un almuerzo verdaderamente tropical a la luz del Sol, en pleno puerto.
Finalmente llegó un barco con la bandera española y varios militares subieron a bordo de nuestro barco. Se llevaron a un lado al coronel White y le exigieron su palabra de honor de que no bajaría a tierra y continuaría su viaje a Chagres sin abandonar el barco. ¡Vi a muchos oficiales (hombres bien parecidos, con rasgos finos) lanzar unas miradas al jefe de los expedicionarios...! Había puñales españoles en ellas.
Los españoles se marcharon y entonces nosotros, los inocentes pasajeros, nos preparamos para desembarcar. Algunos amables caballeros se ocuparon de mí, y ello realmente hacía falta, porque en ninguna parte he encontrado tan grandes dificultades para bajar a tierra como aquí. Un americano, dueño de un hotel, el señor Woolcott, me tomó a su cargo y transportó mis cosas a tierra; después, las hizo pasar por la aduana y las llevó a su hotel, donde le había prometido al honrado capitán de «The Philadelphia» que haría todo lo posible para que yo me sintiese confortable. Y pronto me encontré allí, en una amplia sala con piso de mármol, ante una mesa exquisitamente servida, en numerosa compañía, mientras el aire y la luz deliciosos entraban a raudales por las puertas y ventanas abiertas. Porque en Cuba no se le tiene miedo a la luz del Sol.
Aquí supe que Jenny Lind todavía estaba en La Habana y que no partiría hasta dentro de un par de días. Por lo tanto, le escribí unas líneas y se las envié con mi joven compatriota Horlin, a quien agradó mucho hacer de cartero. Era por la noche, así que tomé después mi bujía y un vaso de agua, y fui hacia la escalera que conducía a mi cuarto para entregarme al descanso. Pero apenas había subido algunos escalones, cuando oí abajo pronunciar mi nombre. Sorprendida, miré a mi alrededor, y allí, al pie de la escalera, estaba una dama con la mano apoyada en la barandilla y con su maravilloso y dulce rostro mirando hacia arriba. Era Jenny Lind. ¡Jenny Lind aquí!, y esa expresión de su rostro resplandeciente, fresco, alegre, inolvidable para el que lo ha visto una vez. Toda la primavera sueca ha brotado en él. Quedé encantada. En un momento quedó olvidado todo lo que había pasado entre nosotras. Hube de bajar inmediatamente, inclinarme sobre la barandilla y besarla. Con ella estaba el joven y amable Max Hjortsberg. A él le estreché la mano; pero a Jenny Lind la subí conmigo a mi cuarto. No nos habíamos encontrado desde Estocolmo, desde el tiempo en que yo le predije una fama europea. Ahora ella la había ganado, en más alto grado que ninguna otra artista, porque las alabanzas y los lauros que había obtenido por todas partes no se debían solamente a su talento como cantante.
Pasé con ella la mayor parte de los dos días que aún le quedaban en La Habana: parte en su casa, parte en bellos paseos en coche por los alrededores, y parte en mi cuarto, donde dibujé su perfil.
Tengo que decir que he vuelto a apreciarla mucho otra vez. Bajo las palmeras en Cuba solo hablamos de Suecia y de los amigos comunes allí; y juntas lloramos por las pérdidas dolorosas.
Hablamos mucho de los viejos amigos y conocidos en Suecia; sí, en realidad solo hablamos de eso, porque todo lo demás —gloria, fama, riquezas que ha ganado fuera de Suecia—; no me parece que haya echado las menores raíces en su alma. Yo hubiera querido oír hablar de todo eso, pero no estaba dispuesta ni lo deseaba. Solamente Suecia, los viejos amigos y los temas de religión ocupaban su espíritu; y solo de esto quería hablar. En ciertos aspectos no estoy enteramente de acuerdo; pero ella siempre será un carácter superior e inusual, ¡y tan fresco, tan sueco! Jenny Lind tiene rasgos que la asemejan al Trollhatan, al Niágara, y a toda fuerza vigorosa y decidida de la naturaleza, y en los efectos que produce se parece a ellas.
Los americanos se quedan encantados de su bondad. Yo no puedo admirarla en este punto, sino solamente felicitarla por poder seguir los impulsos de su corazón. Pero el hecho de que Jenny Lind, con todo el poder que ella sabe que posee, toda la influencia que ejerce, todas las alabanzas, el culto que se prodiga sobre ella, y todas las multitudes que ha visto a sus pies, todavía se mantenga mirando hacia algo superior a ello, superior a sí misma, en comparación con lo cual ella misma se considera insignificante y considera insignificante lo demás... Esa mirada, ese deseo de algo divino y superior, que bajo muchos aspectos siempre vuelve a mostrarse como un rasgo dominante en Jenny Lind..., es a mis ojos su característica más excepcional y noble.
Estuvo muy encantadora y dulce conmigo, sí; tanto, que me emocionó. No había pensado yo que bajo las palmeras del trópico nos encontraríamos tan cerca la una de la otra.
Cenando en su casa vi a toda su compañía de viaje: Belletti, Mademoiselle Ahrstrom, el señor Barnum y su hija, y muchos otros. Parece que tenía las mejores relaciones posibles con todos ellos. Alabó a todos y alabó mucho el comportamiento de Barnum para con ella. Había terminado de dar sus conciertos en Cuba y disfrutaba del descanso, de la bella naturaleza tropical, y del aire. Cantó para mí, sin yo pedírselo (no quise pedirle que cantase), una de las canciones de Lindblad: «Si hablo, me oyes, etc.» Y la voz me pareció tan fresca y juvenil como antes.
Un día me llevó en su coche a los jardines del obispo, una especie de bello parque cerca de La Habana, donde estaba ansiosa por enseñarme el árbol del pan y otras plantas tropicales, lo cual indicaba su auténtico sentimiento por la naturaleza. Por la noche paseamos en coche por el magnífico paseo de Isabel Segunda, que durante su buena media milla sueca atraviesa amplias alamedas de palmeras y otros árboles tropicales, canteros de flores, estatuas y fuentes de mármol, y es el más hermoso paseo que se puede imaginar, sobre todo bajo el claro cielo de Cuba. La Luna estaba en cuarto creciente y flotaba como un botecito sobre el horizonte occidental. Jenny Lind me hizo notar la diferente posición que tiene aquí, en comparación con Suecia, donde la Luna nueva siempre está derecha o sencillamente inclinada hacia la tierra. Todo el círculo de la Luna se veía excepcionalmente claro.
Los suaves rayos de la Luna, sobre los ondulados campos verdes con sus grupos de palmeras, eran indescriptiblemente bellos.
Me pareció observar que Jenny Lind estaba cansada de su vida en constante viaje y de su papel de cantante. Deseaba a las claras una vida de un contenido más tranquilo y profundo. Hablamos de... matrimonio y vida casera.
Es evidente que a Jenny Lind le espera un cambio de tal índole. Pero ¿llenará esto su alma y será suficiente para ella? Lo dudo.
Ayer partió, triste y no muy bien dispuesta, hacia Nueva Orleáns. El barco en el que salió estaba atestado de aventureros de California (se decía que cuatrocientos), los cuales regresaban a Nueva Orleáns. Y Jenny Lind acababa de oír el rumor de que el capitán West, que la había traído de Inglaterra a América, había naufragado, en el curso de una desdichada travesía. Todo esto la había deprimido, y no lograron reanimarla ni mis esfuerzos —pues subí a bordo del barco para despedirme de ella, felicitarla y llevarle un ramo de rosas—, ni el saber que podía disponer del camarote y del salón del capitán, donde podría vivir sobre la cubierta sin ser molestada por los pasajeros de California, que iban abajo. Se mantuvo pálida y poco locuaz. Apenas miró mis pobres rosas, aunque éstas eran muy bonitas, las más bonitas que pude conseguir en La Habana. Pero entonces, cuando ya yo estaba sentada en mi pequeña góndola y me alejaba del barco, vi de pronto a Jenny Lind inclinarse sobre la borda dirigiéndose hacia mí, y todas las bellezas de occidente, los rostros regulares, palidecieron ante la belleza luminosa, viva, ante la expresión del rostro que ahora vi bañado en lágrimas, besando las rosas, lanzándome besos, mirándome, deslumbrante, en todo el estío de su entrañable y rica vida cálida y encantadora. Sentía que había sido fría conmigo, y ahora estaba tratando de rectificar.
¡Si no volviese a ver a Jenny Lind, siempre la recordaría y la amaría así!
Llevo ahora seis días en este hotel muy bueno, pero muy caro. Pago 5 dólares (veinte riksdaler) al día, por una pequeña habitación que no podría imaginarse más sencilla, y dentro de un par de días tendré que pagar 6 dólares, o compartir mi cuartico con otro huésped desconocido. Porque dentro de un par de días se espera otro vapor con nuevos viajeros de Nueva Orleáns. Por eso he tratado de encontrar otra residencia, pero aquí no es como en América. Sin embargo, gentes amables —unos, alemanes; otros, ingleses; y otros, americanos—, deseosas de hacer mi estancia aquí todo lo agradable posible, se han ocupado de mí y de mis asuntos. Como consecuencia de sus cuidados, mañana me trasladaré, durante un par de días, a una casa de campo, muy cerca de los bellos jardines del obispo, donde podré conocer con toda libertad los árboles y las flores de Cuba. ¿No te parece encantador? ¿No es benéfico el geniecillo de mi viaje?
Mi día ha transcurrido hasta ahora de la siguiente manera: a las siete y media de la mañana entra la señora Mary con una taza de café y un poco de pan blanco que parece muy apetitoso. Y la señora Mary es irlandesa; una de las mujeres más agradables, más bondadosas, más solícitas, de mejor carácter y de mejor corazón que se pueda imaginar, y es el mayor tesoro del hotel, al menos para mí. El buen humor y los cuidados de la señora Mary hacen que yo tenga la sensación de estar en una casa propia y que me encuentre muy a gusto; continuaría largo tiempo sintiéndome bien aquí, si el lugar no fuese tan terriblemente caro.
Después de haber tomado mi café y de haber comido mi pan, salgo primero a la plaza de Armas, donde el gobernador, el intendente y el almirante, los tres grandes dignatarios de la isla, tienen sus palacios, los cuales ocupan tres lados de la plaza. El cuarto lado lo constituye un cercado plantado de árboles, a través de cuyas rejas se ve un busto de mármol en un pedestal, y tras él una capilla. Es el lugar donde Colón, por primera vez, hizo celebrar una misa católica en la isla. El busto es suyo y, junto con la capilla, ha sido erigido en recuerdo de ese primer servicio divino. En medio de la plaza hay una gran estatua de mármol blanco de Carlos V, según creo, y alrededor de ella hay algunas magníficas palmeras reales, verdaderos reyes entre árboles; y además hay, en torno, pequeños canteros con otros árboles y arbustos. Entre éstos he notado un árbol que tiene hojas y copas muy parecidas a las de nuestros tilos, aunque no tan grandes, y flores de un rojo encendido, no muy diferentes de las de nuestro berro silvestre, pero más oscuras, así como algunos otros arbustos que tienen la misma clase de flores, y por cuyos troncos discurren pequeñas lagartijas verdes que me miran tranquilamente cuando yo las miro. Aquí hay gran cantidad de bancos de mármol blanco, en los cuales se sienta una a la sombra de las palmeras. Aunque éstas no dan mucha sombra, y hay que vigilar el momento y el lugar en que sus soberbias copas ofrecen por un instante refugio contra el Sol. Es un gusto ver agitarse sus ramas susurrando al viento, pues sus movimientos son a la vez majestuosos y llenos de gracia.
Después voy a una explanada o terraza alta, llamada «la cortina de Valdés», construida a lo largo del puerto en el lado opuesto al Morro. Es un paseo limitado, pero con la vista más bella posible. Por allí camino aspirando el aire del mar, y observando las olas, que —aunque haya calma—, rompen altas espumas blancas contra las rocas del Morro, las cuales protegen el puerto de la agitación del océano y le brindan quietud.
Por la boca del puerto veo las blancas velas tocar ligeramente el mar azul; miro las lagartijas correr de un lado a otro y tomar el Sol sobre el largo muro, que avanza a lo largo de la explanada, mientras las blancas palomas bajan a beber en el estanque de mármol, al pie del bello monumento en honor a Valdés que da término al paseo. Un claro chorro de agua surge del muro del monumento y va a caer sobre el estanque.
A las diez estoy otra vez de vuelta en el hotel, y hago un segundo desayuno, acompañada por muchas gentes, sentada a una mesa ricamente servida, en la clara sala de mármol; pero, aparte del café, me sirvo solamente mi querido arroz de Carolina y un huevo. Después me voy a mi cuarto y escribo cartas, dibujo o pinto, hasta la hora de la comida. Por la tarde viene a buscarme alguno de mis nuevos amigos con su «volanta», pues éste es el nombre de los carruajes en Cuba, para hacer una excursión por las afueras de la ciudad, a través de unos de sus bellos y magníficos lugares de paseo. Y por la noche, después del té, subo al techado de la casa que es plano (como todos los techos aquí), se llama «azotea» y está rodeado de un bajo parapeto, sobre el cual hay urnas generalmente grises, con adornos verdes en relieve y pequeñas y doradas llamas encima. Por allí me paseo sola, hasta muy tarde en la noche, contemplo el cielo estrellado sobre mi cabeza y la ciudad a mis pies. La luz del Morro —así llaman a la del faro del Morro— se enciende y brilla como una estrella deslumbrante, fija con luz clarísima sobre el mar y la ciudad. El aire es delicioso y quieto, o como el aliento de un niño dormido, y en torno mío oigo de cuando en cuando deliciosos gorjeos, no muy diferentes de los que producen los gorriones en Suecia; pero más serenos y suaves. Me dicen que proceden de las pequeñas lagartijas que hay aquí en gran cantidad y que tienen voz.
La ciudad tiene un aspecto especial. Las casas son bajas, en su mayor parte de un piso, y nunca más de dos; las calles son estrechas, de modo que en muchos casos, los toldos que sirven para dar sombra a las tiendas, se extienden de una casa a la de enfrente. Las paredes de las casas, palacios y torres están coloreadas de azul, amarillo, verde o naranja, y a menudo se ven adornadas con pinturas al fresco. Se teme el brillo de la luz sobre las paredes blancas, ya que es malo para la vista, por lo que todas están pintadas. No se ven columnas de humo ni chimeneas. Por todas partes techos planos, con sus parapetos de piedra o de hierro y urnas con llamas de bronce. No comprendo dónde están los fogones ni qué hacen con el humo. La atmósfera de la ciudad es transparente como el cristal. Las calles estrechas no están empedradas, y cuando llueve (lo cual ha sucedido en pequeños chaparrones un par de días), se producen enormes charcos y agujeros; cuando éstos se secan, se forma otra vez mucho polvo. Las aceras estrechas, pocas veces del ancho suficiente para que dos personas se crucen, corren a lo largo de las filas de casas.
Por las calles andan y se deslizan en todas direcciones unos grandes insectos, con enormes patas traseras y un hocico largo, sobre el cual hay un gran cuerno negro o una especie de elevación en forma de torrecilla. Así me parecieron, por lo menos al principio, los coches cubanos o «volantas», que constituyen la única clase de carruajes en La Habana. Y si se les quiere ver más de cerca, son una especie de cabriolés; pero las dos enormes ruedas están colocadas detrás de la misma caja del coche. Ésta descansa sobre unos muelles, que están entre las ruedas y el caballo; así, todo el peso descansa sobre las ruedas. Sobre el caballo, que avanza a buen trecho de la caja del coche, cabalga el conductor, siempre un negro, que lleva grandes botas de montar con vueltas hacia fuera. Se le llama «calesero» y, lo mismo que el caballo, a veces lleva grandes adornos de plata, que pueden valer, según se dice, varios miles de dólares. Todo el coche es muy largo y recuerda a una típula.
Cuando la volanta está de tiros largos o enganchada para grandes viajes, lleva dos caballos y hasta tres. El otro caballo lo lleva el calesero de la mano y galopa un poco delante de aquél sobre el cual él va montado.
Cuando la volanta va de tiros largos, se ve a dos o tres señoras sentadas en ella, siempre sin sombrero, a veces con flores sobre el cabello, con los brazos y el cuello al aire, y vestidas con trajes blancos de gasa, como para un baile. Cuando son tres, la más joven se sienta en el medio, un poco delante de las otras dos. Son el ramillete de flores más encantador del mundo. Se las ve muy a menudo en los paseos por las tardes, o por la noche en la plaza de Armas, cuando hay música y gran concurrencia. Pocas veces se ve un velo sobre la cabeza y los hombros, y casi nunca un sombrero. Si se ve alguno, pertenece a una extranjera.
Al principio, cuando vi el balanceo de las volantas por las calles, pensé: «Deben de ser unos carruajes incomodísimos.» Cuando estuve sentada en ellas, me pareció que me balanceaba en las nubes; nunca he sentido un movimiento más suave.
Las damas criollas, o sea, nacidas en la isla, no se defienden del Sol ni del viento; no lo necesitan tampoco. Después del mediodía, cuando la brisa llega del mar, el aire no está caliente, ni el Sol quema aquí como en el continente. La piel de las criollas es pálida, pero no enfermiza: tiene un color de olivo claro que, junto con los bellos ojos negros, pero dulces, ofrece un aspecto muy agradable, se ve a los curas a pie, con sus grandes manteos y sus enormes y curiosos sombreros. La mayoría de las gentes en las calles son negros y mulatos; también en las tiendas se ve a mulatos, especialmente en las tabaquerías. Por todas partes se ve fumar tabacos, sobre todo unos pequeños llamados «cigarritos». La población de color parece que se emborracha con el humo del tabaco. A menudo veo a los negros y a los mulatos delante de las tiendas, medio dormidos con un tabaco en la boca. El calesero, cuando espera delante de una casa, se apea, se sienta cerca del carruaje, fuma y cierra los ojos al Sol. Pero ¿adónde se va todo el humo? ¿cómo puede ser? Debe de absorberlo el aire del mar.
Pero tengo que terminar mi día. Luego de haberme paseado o de haberme sentado en la azotea hasta cerca de medianoche, y de haber disfrutado de mis pensamientos solitarios y del aire, que parece tener aquí una vida benéfica propia, y luego de haber saboreado un plátano, que también parece tenerla, me voy a mi habitación y me dispongo a descansar sobre una cama en la que solo hay una almohada y una frazada, pero en la que reposo magníficamente, y me duermo al arrullo del viento, que juega entre las rejas de la puerta y de una ventana, en la cual no hay ni cristales ni postigos.
Mi cuarto, lo mismo que otra serie de habitaciones, tiene salida a la terraza, cosa que es muy agradable para mí, pues en cualquier momento puedo salir a ella a tomar el aire y desde allí solo tengo que subir una pequeña escalerilla para llegar a la azotea propiamente dicha. La azotea es el lugar de reunión más importante de la familia cubana, cuando en la noche ésta quiere disfrutar de la brisa.