Cartas III. Cartas a los familiares (Cartas 1-173) - Cicerón - E-Book

Cartas III. Cartas a los familiares (Cartas 1-173) E-Book

Cicéron

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Beschreibung

Las cartas de Cicerón a sus allegados constituyen, junto con las que envió a su amigo Ático, una de las máximas expresiones de la literatura epistolar en toda la literatura clásica. Frente a la solemnidad y gravedad de sus tratados y discursos, la producción epistolar de Cicerón ha recibido una consideración menor. Sin embargo, el conjunto de cartas (más de ochocientas) que envió y recibió (de las que se han conservado casi un centenar, de autores y estilos muy distintos) puede ser la parte de su legado que el lector contemporáneo sienta más próxima, debido a su viveza y frescura y por el hecho de constituir una fuente excepcional para conocer uno de los periodos más apasionantes de la historia de Roma, el fin del periodo republicano. Por añadidura, Cicerón se nos muestra más íntimamente que cualquier otro personaje del mundo antiguo, pues en ellas consigna su carácter y sus acciones. Las Epistulæ ad familiares ("cartas a sus amigos", aunque la colección también contiene misivas recibidas por Cicerón) fueron conservadas y editadas por el secretario de Cicerón, Tiro. Las 435 cartas se dividen en dieciséis libros y se agrupan por destinatarios. Abarcan un periodo de veinte años, del 62 al 43 a.C., de suma importancia para la historia de la República romana, que se relata con gran precisión y minuciosidad, y resultan (por la gran diversidad de destinatarios y remitentes) muy variadas, con multitud de perspectivas. Las cartas varían mucho en cuanto a contenido, interés y estilo: hay de índole literaria o política e histórica, referentes a situaciones cruciales en la historia de Roma o en la vida de Cicerón, y otras que son poco más que textos formales. Poseen un interés enorme tanto como retrato de la transición de la República al Imperio como por reflejar la rica cultura y vida privada de su autor; junto con las Cartas a Ático (también publicadas en esta colección) son uno de los exponentes fundamentales de la literatura epistolar en toda la literatura clásica.

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BIBLIOTECA CLÁSICA GREDOS, 366

Asesores para la sección latina: JOSÉ JAVIER ISO Y JOSÉ LUIS MORALEJO .

Según las normas de la B. C. G., la traducción de este volumen ha sido revisada por JOSÉ MIGUEL BAÑOS .

© EDITORIAL GREDOS, S. A., 2008.

López de Hoyos, 141, 28002-Madrid.

www.editorialgredos.com

REF. GEBO442

ISBN 9788424937393

INTRODUCCIÓN

Afirmar que la correspondencia de Cicerón es, en el conjunto de su inmenso legado literario, la parte del mismo que el lector contemporáneo puede probablemente sentir como más próxima no responde a un exceso de entusiasmo. Buena parte de este atractivo se debe a su condición de fuente histórica excepcional sobre uno de los períodos más apasionantes de la historia de Roma y aun de Occidente, el final de la República. Por si fuera poco, este valor documental se ve aquilatado además por el contenido autobiográfico de quien sin lugar a dudas fue una personalidad extraordinaria, uno de los protagonistas de esta historia del final de la República y, lo que es más importante, una de las figuras señeras de la cultura occidental. Y, a pesar de todo, el interés que suscita va mucho más allá de su condición documental y atañe al placer de la lectura. Por una parte, el lector sentirá como cercano el género. En efecto, mientras que la gran oratoria y la noble tratadística, géneros de los que Cicerón representa la cima en Roma, apenas tienen cultivo literario en la actualidad, la epistolografía sigue en cambio gozando de lozanía en el canon occidental, en lo cual nuestro autor tiene también no poca responsabilidad, ya que a él le corresponde el mérito de haber otorgado naturaleza literaria a la carta en Roma. Pero, en todo caso, la razón de la vigencia del epistolario de Cicerón hay que buscarla más bien en el hecho de que algunas de sus señas de identidad hallan eco en la sensibilidad moderna. Sobre todo, el frecuente tono personal y directo, a menudo espontáneo, de lo que pretende ser una conversación entre amigos separados por la distancia y que se traduce en una lengua y un estilo que, por más que sometidos, como no podía ser de otra manera, a las normas de la retórica, evitan los excesos de artificio y buscan una elegante naturalidad. Si a todo lo anterior le sumamos que la correspondencia en general, y las Cartas a los familiares en particular, son producto de una persona excepcionalmente dotada para la creación literaria, no se sorprenderá el lector si descubre en el libro que tiene en sus manos una obra sumamente original y atractiva que atesora en sus páginas algunas perlas de exquisita y sofisticada prosa.

1. CONTENIDO Y ORGANIZACIÓN

Esta entusiasta presentación no debe ocultar al lector que con las Cartas a los familiares se halla ante una recopilación de material heterogéneo que sólo en algún momento después de la muerte de Cicerón adquiere la forma en la que la conocemos en la actualidad. Ni siquiera el título de la obra, Epistulae ad familiares , responde a una denominación originaria o antigua, sino que se trata de una creación moderna. En efecto, los testimonios antiguos no recogen un título de conjunto para el epistolario, sino que citan siempre por la carta en cuestión o bien aluden a cada libro con el nombre del corresponsal1 . Sólo con los primeros editores renacentistas2 se comenzará a imponer la denominación que ha venido gozando de fortuna, y ello en una época, como luego veremos, de eclosión de un género epistolar en el que las cartas reciben el calificativo de familiares no por hacer referencia a la «familia», sino por aludir a quienes disfrutan de «familiaridad» en el trato, de modo que lo distintivo del género es el tono confidencial y cercano de una correspondencia que tiene a gala ser personal.

El caso es que, tal como se nos han conservado, las Cartas a los familiares son una recopilación parcial de la correspondencia escrita o recibida3 por Cicerón entre los años 62 y 43 a. C.4 comprendiendo 435 cartas de naturaleza diversa distribuidas en 16 libros. La primera impresión que se desprende de este conjunto es, por tanto, de una abigarrada diversidad. Por una parte, hay una enorme variedad de registros y de voces, formando parte de la colección tanto las cartas extremadamente formales dirigidas a personajes de la talla de Pompeyo, Apio Claudio, Léntulo Espínter o Catón, como las más personales dirigidas a su mujer Terencia y, sobre todo, a su liberto Tirón, además de aquellas en que la amistad invita a la chanza y al tono humorístico como las dirigidas a Trebacio, Celio o Sulpicio. En total, más de 80 corresponsales. En cuanto al contenido, las Cartas a los familiares reflejan toda la amplia casuística temática de la carta en la Antigüedad con excepción de la carta erótica5 . En ellas es posible hallar cartas informativas6 , de amistad7 , de consuelo8 , de recomendación9 o de agradecimiento10 , por citar tan sólo los tipos más usuales en el ámbito privado y teniendo presente además que con frecuencia los registros y tonos se entremezclarán en una misma carta. En cuanto a las modalidades de las cartas públicas, no faltan ni los despachos oficiales dirigidos al Senado, a los magistrados o los grandes generales11 , ni las epístolas abiertas de propaganda política12 o las cartas más eruditas como las de reflexión literaria13 .

Esta diversidad se verá en parte contrarrestada por la sensación de unidad que se desprende de la lectura de unas vivencias que tienen a nuestro orador como protagonista y de unos textos que con frecuencia son un reflejo de su ethos14 . Pero también la heterogeneidad del epistolario se ve atenuada por algunos principios de organización, sobre todo por la tendencia a que haya una correspondencia entre libro e interlocutor —o entre libro y género en el libro XIII— y, con menos constancia de lo que sería deseable, a una cierta propensión a seguir una sucesión cronológica dentro de cada grupo o serie.

He aquí la disposición de la colección tal como nos ha sido conservada15 :

Lib. I:

Nueve cartas a P. Léntulo Espínter, gobernador de Cilicia entre el 56 y el 54, más una breve nota a un amigo residente en esa provincia y que había solicitado la recomendación de Cicerón ante Léntulo.

Lib. II:

Siete cartas a Curión el Joven entre el 53 y el 50 y otras nueve a M. Celio Rufo entre el 51 y el 49, ambos jóvenes promesas de la nobleza en los albores de su cursus honorum , amigos entre sí y en buena relación con Cicerón. Se añade un grupo de tres cartas con un común denominador: la primera está destinada al procuestor en Siria —probablemente de la misma quinta que Curión y Celio—; la segunda, a Q. Minucio Termo, gobernador de Asia, respondiendo a una consulta con relación a su cuestor; y, la tercera, a Gayo Celio Caldo, sucesor del propio cuestor de Cicerón. Este grupo final guardaría relación con las dos series anteriores: por una parte, tienen en común con las dirigidas a Celio Rufo, salvo la última, el haber sido escritas por Cicerón desde Cilicia como procónsul; por otra, al estar dirigidas o tratar sobre procuestores enlazan con las dirigidas a Curión el Joven que era cuestor en Asia durante el intercambio epistolar del 53.

Lib. III:

Comprende trece cartas dirigidas a Apio Claudio Pulcro, el predecesor de Cicerón en el gobierno de Cilicia (53-50). Todas, salvo la primera, tienen en común la condición de procónsul en Cilicia del Arpinate.

Lib. IV:

Comienza el libro con un intercambio de seis cartas entre Cicerón y Servio Sulpicio Rufo —las dos primeras al inicio de la guerra civil en el 49 y el resto durante el mandato de Sulpicio como gobernador en Acaya en el 46—. Sigue a continuación la serie de M. Claudio Marcelo —cuatro cartas dirigidas a él y una recibida de su parte por Cicerón—, colega de Sulpicio en el consulado en el 51, y que tienen como fecha también el 46. Pone colofón a esta sección una carta de Sulpicio informando de la muerte de Marcelo. Finalmente cierra el libro una serie de tres cartas dirigidas a P. Nigidio Fígulo y Gneo Plancio, que tienen en común su condición de pompeyanos, lo que les pone en relación con Sulpicio y Marcelo.

Lib. V:

Es el más heterogéneo de toda la colección. Encabeza el libro la correspondencia con los hermanos Metelo Céler y Metelo Nepote: las dos primeras cartas son un intercambio entre Cicerón y Céler a finales del 62 a las que sigue una de Nepote a Cicerón en el 56 y otra de Cicerón a Céler a principios del 57. A continuación, dos cartas del 62 a G. Antonio, colega del Arpinate en el consulado, y a P. Sestio, cuestor y luego procuestor del anterior. Siguen otras dos cartas con cierta relación entre sí: la primera con Pompeyo por destinatario en el 62, lo que la vincula en cierta medida con las anteriores, y la segunda dirigida a M. Craso, quizá por su condición de colega de Pompeyo en el consulado. Acto seguido una serie de cinco cartas dirigidas a P. Vatinio durante su proconsulado en Iliria (45-44) y que quizá tenga en común con las anteriores su condición de consular y su relación con Pompeyo y Craso. En cambio, las diez cartas restantes forman un auténtico cajón de sastre, por más que haya cierta pretensión de orden en la disposición. Abre este grupo final la correspondencia con L. Luceyo, cuatro cartas de las que tres van dirigidas a él y una a Cicerón. Quizá pueda plantearse que se trata de una serie de transición, ya que una de ellas, la famosa reflexión historiográfica de Cicerón, por fecha y contenido estaría en relación con las anteriores y, en cambio, las dos concernientes a la muerte de Tulia apuntarían más bien al grupo que viene a continuación. Éste lo forman tres cartas cuyo común denominador es el pertenecer al género consolatorio: una carta de condolencia a un tal Ticio y las dos de consuelo que Cicerón dirige a P. Sitio Nucerino y a Tito Fadio con motivo de sus respectivos destierros. Cierran el libro las tres cartas a L. Mescinio Rufo, cuestor de Cicerón en Cilicia.

Lib. VI:

La mayor parte de las veintitrés cartas están dirigidas a ex pompeyanos que aguardan el perdón de César durante los años 46 y 45, salvo el grupo formado por la extraña nota a Basilo, las dos cartas a y de Pompeyo Bitínico, gobernador de Sicilia en el 44, y las dos a Quinto Paconio Lepta, comandante de ingenieros de Cicerón en Cilicia.

Lib. VII:

Abre el libro un grupo de cuatro cartas dirigidas a Marco Mario, un rico y buen amigo residente en la bahía de Nápoles. Sigue la voluminosa correspondencia con el joven protegido, y también amigo, Trebacio Testa en dos grupos: trece cartas que Cicerón le escribe mientras Trebacio desempeña tareas militares en la Galia (54-53) y que van encabezadas por una carta de recomendación ante César; y cuatro cartas de una segunda época, dos del 44 y dos de fecha incierta. A continuación figuran cuatro cartas del 46-45 a M. Fabio Galo, que, como Trebacio, es epicúreo y amigo de Cicerón. Habría que añadir a esta serie una carta dirigida a T. Fadio, pero que la tradición manuscrita atribuye por error al citado Fabio Galo. Se incluyen luego cuatro cartas a Manio Curio, caballero romano comerciante en Patras y gran amigo de Ático y de Cicerón. Cierran el libro dos cartas a P. Volumnio Eutrápelo, amigo de Ático y probablemente epicúreo también. En suma, esta sección del epistolario se caracterizaría por pertenecer los corresponsales al círculo de amigos íntimos de Cicerón, epicúreos además, y por el tono amable y con frecuencia humorístico.

Lib. VIII:

Forman el libro las diecisiete cartas que Celio Rufo dirige a Cicerón.

Lib. IX:

Veintiséis cartas dirigidas a tres corresponsales: ocho a Varrón; seis al yerno de Cicerón, Dolabela; y doce a Lucio Papirio Peto, hombre de negocios y epicúreo, amigo de Cicerón y de Ático, que habitualmente reside en Nápoles. El denominador común parece estar en el carácter privado de la correspondencia y el tono de humor predominante. Quizá también la datación de las cartas, mayoritariamente entre el 46 y el 44, sea otro vínculo.

Lib. X:

Con los libros XI y XII forma una unidad temática concerniente al enfrentamiento con Marco Antonio en los años 44-43 y que, por lo general, se traduce en un intercambio epistolar con los comandantes en provincias. Este libro, en concreto, parece compilar los comunicados con las provincias de Hispania y Galia. Así recibe y remite 24 cartas a L. Munacio Planco —procónsul de la Galia Cisalpina en 44-43—, dos a su legado Furnio, cuatro de y a M. Lépido —Pontífice Máximo y gobernador de Hispania Citerior y Galia Narbonense— y tres cartas a y de G. Asinio Polión —gobernador de Hispania Ulterior en 44-43—. La excepción la constituyen las cartas 28, 29 y 30, puesto que se trata de una misiva a Trebonio en Asia, una nota a Apio Claudio el Joven y el relato de Servio Sulpicio Galba de la batalla de Forum Gallorum.

Lib. XI:

El núcleo del libro lo constituye la correspondencia con D. Bruto, gobernador en la Galia Cisalpina, si bien se abre con una carta de éste a M. Bruto y G. Casio de fecha inmediatamente posterior al asesinato de César y dos cartas de éstos a Marco Antonio. Cierran el libro el intercambio epistolar con G. Macio y una carta dirigida a G. Opio. Todas ellas en torno a agosto del 44.

Lib. XII:

El común denominador de este libro parece ser que trata de la correspondencia mantenida con las provincias de Oriente y de África. Son corresponsales G. Casio Longino —quien se había dirigido primero a Asia y luego a Siria—, Casio de Parma, Léntulo Espínter el Joven (Asia), G. Trebonio (procónsul en Asia) y Q. Cornificio (gobernador de África).

Lib. XIII:

Es el único libro de la colección que responde a un criterio temático y no de destinatario: se trata de un compendio de cartas de recomendación.

Lib. XIV:

Las veinticuatro cartas dirigidas a su esposa Terencia (y a su familia).

Lib. XV:

En su mayor parte se trata de correspondencia «oficial» de Cicerón como gobernador de la provincia de Cilicia: dos informes de Cicerón como gobernador a los magistrados y al Senado; un intercambio de cuatro cartas con M. Catón; otro de cinco cartas con los Marcelos y dos con L. Paulo en su condición de cónsules; y finalmente otra carta como gobernador de Cilicia a G. Casio, procuestor en Siria. La conexión con Casio sirve de pretexto para añadir la correspondencia privada mantenida con él en los años 47-45 y permite cerrar el libro con dos cartas también personales dirigidas a G. Trebonio en 45 y 44.

Lib. XVI:

Forman el libro las veintiséis cartas de Cicerón a Tirón y otros miembros de la familia, además de una de Quinto a su hermano Marco en relación a Tirón16 .

En la presente traducción el orden de las cartas es el adoptado por D. R. Shackleton Bailey en su edición y comentario de 1977, esto es, una ordenación cronológica de las cartas que sólo en segundo lugar atiende a criterios temáticos, de corresponsales o de género. Esta disposición tiene la ventaja de permitir una lectura acorde con la biografía de Cicerón a la par que se facilita la contextualización de las cartas en el marco histórico17 . En todo caso, se adjuntan sendas tablas de correspondencias entre la ordenación tradicional y la propuesta por Shackleton Bailey, por lo que el lector siempre tiene la posibilidad de seguir una de las dos opciones18 .

2. LAS CARTAS EN SU CONTEXTO HISTÓRICO : AÑOS 62-47

Como se apuntaba al inicio mismo de esta Introducción, al epistolario ciceroniano se le atribuye el mérito excepcional de ser una fuente sin parangón para el conocimiento de ese momento clave en la historia de Occidente que es la transformación del viejo régimen republicano en una autocracia imperial. En este sentido la correspondencia de Cicerón se erige como un inmenso caudal de información acerca de los vertiginosos acontecimientos que llevaron al fin de la República.

Y por cierto, y aunque sea de manera incidental, conviene llamar la atención sobre la producción misma de este inmenso caudal. Estamos ante una sociedad, o al menos una parte de la misma, que entiende la comunicación epistolar como una actividad cotidiana no sólo para satisfacer unos intereses pragmáticos inmediatos, sino también como una necesidad espiritual. De ahí el ilustre caso de Cicerón que prácticamente dedica a la actividad epistolar una parte de sus quehaceres diarios19 . Pero también se trata de una sociedad lo suficientemente bien organizada como para que, sin un servicio postal propiamente dicho20 , el envío de correspondencia fuera razonablemente rápido, económico y fiable21 , alcanzando los confines del Imperio ya se trate de la lejana Cilicia, de la que es gobernador Cicerón, o de la brumosa Britania invadida por César22 .

Volviendo a su condición de fuente histórica, el epistolario de Cicerón, y en particular las Cartas a Ático , nos ofrece no sólo una historia pormenorizada del período que va desde su consulado hasta su muerte23 , sino que nos permite conocer además las reacciones y juicios de Cicerón ante los grandes y pequeños acontecimientos del momento y casi siempre con una sorprendente franqueza como corresponde a la confianza que tenía depositada en la amistad con Ático. Por si fuera poco, estas cartas nos iluminan, a veces hasta el detalle nimio, sobre la vida cotidiana de Cicerón en este marco histórico y, sobre todo, nos permiten acceder a su alma hasta el punto de que pueden considerarse una detallada y excepcional autobiografía. Estas características, aunque en menor grado, se hallan también presentes en las Cartas a los familiares . El epistolario es un buen relato de la historia de Roma en estos momentos, si bien carece de continuidad y, aunque no falten los juicios y reacciones del Arpinate sobre el curso de los acontecimientos políticos, se echa de menos con frecuencia una auténtica sinceridad en los mismos, por más que no falte la franqueza en la correspondencia mantenida con amigos como, por ejemplo, Trebacio o Celio. En cuanto al ámbito privado, el lector va a disponer de una información privilegiada sobre aspectos tales como la relación con su esposa Terencia, la constante preocupación por su hija Tulia o el profundo afecto por su secretario Tirón, sin que se vean relegadas al olvido cuestiones como el estado de sus finanzas y su patrimonio. Y, por supuesto, el epistolario estará trufado de opiniones y comentarios personales sobre los asuntos más variopintos, entre los que siempre conviene prestar atención a los concernientes a la cultura y a la literatura. En todo caso, lo distintivo de las Cartas a los familiares es que a través de su correspondencia tenemos ante nosotros a Cicerón desenvolviéndose en la enmarañada política romana, relacionándose en el seno de la sociedad o mostrando sus sentimientos personales a sus amigos y familia. Y no sólo nos permiten observar a Cicerón, sino que al incluir en su seno cartas de los corresponsales podemos oír en primera persona las voces de éstos, ya se trate de fascinantes secundarios como Celio Rufo o de los grandes protagonistas de la historia24 . Las Cartas a los familiares no son, en definitiva, una mera fuente histórica documental, sino que es la historia misma, la historia de la alta política y la intrahistoria de las vivencias cotidianas, la que tiene lugar ante los ojos mismos del lector. Por todo ello merecen con razón el juicio de fresco histórico excepcional.

Hechas estas consideraciones, la lectura de las cartas parece recomendar un conocimiento, aunque sea somero, del marco histórico y de sus protagonistas, con especial atención a los episodios a los que se hace referencia en la correspondencia y dejando la exégesis del detalle para la nota ocasional. En todo caso, además de situar las cartas en su contexto histórico25 , sirvan también estas páginas a modo de aproximación imparcial y lo más objetiva posible a la figura de Cicerón, sobre la que han recaído interpretaciones dispares y aun contradictorias26 fundadas precisamente en el subjetivismo inherente al carácter autobiográfico de las cartas.

2.1. De la gloria consular al exilio (años 62-57)

2.1.1. La consecución y ejercicio en el año 63 del consulado, la más importante de las magistraturas de la República, supuso no sólo la cima de la carrera política de Cicerón, sino también su inclusión definitiva entre los miembros de la aristocracia romana a pesar de su condición de homo novus , esto es, de quien obtenía por vez primera en su familia la pretura o el consulado. Pero si bien había logrado el más alto grado de dignidad a la que podía aspirar un noble romano, sin embargo, desde el momento mismo del máximo esplendor de su estrella política ésta fue declinando paulatinamente. Tras abandonar el cargo, el Arpinate hubo de dedicar buena parte de sus esfuerzos a defender su actuación como cónsul y a hacer frente a los ataques de sus adversarios. En este contexto se inicia el presente epistolario cuyas cinco primeras cartas (Fam . 1-5) constituyen un magnífico ejemplo de lo cuestionada que fue su actuación consular así como de las complejas relaciones que mantienen entre sí los miembros de la nobleza romana.

Buena prueba de la afirmación anterior es el intercambio epistolar entre Quinto Cecilio Metelo Céler y nuestro orador (Fam . 1-2). Como cónsul pudo Cicerón contar con la lealtad y colaboración de Céler, a la sazón pretor del año 63, en la represión de la conjuración de Catilina. Bien distinta, en cambio, fue la actitud de su hermano Quinto Cecilio Metelo Nepote, como distintos eran sus intereses políticos que en su caso venían a ser los del ausente Pompeyo. En efecto, concluida la pacificación y reorganización de Oriente, Pompeyo decidió retornar a Roma donde esperaba ocupar una posición de primacía, respetando, eso sí, el orden constitucional. Sin embargo, se encontró con el recelo de la oligarquía senatorial y del propio cónsul Cicerón, quienes albergaban además el temor de que pudiese recurrir a sus tropas para hacerse con el poder al modo de un nuevo Sila. A fin de superar estas suspicacias, Pompeyo se sirvió en un principio de Metelo Nepote en su condición de tribuno de la plebe para el año 62. Nada más tomar posesión de su cargo el 10 de diciembre de 63 —cinco días después de la famosa sesión del Senado en la que se condena a muerte a los conjurados— y con el apoyo de César, pretor urbano, inició una campaña contra Cicerón y el Senado. Como parte de la misma Nepote impidió a Cicerón dirigirse al pueblo el 29 de diciembre en el discurso de despedida de su magistratura bajo la acusación de haber ajusticiado a ciudadanos sin permitírseles apelar ante el pueblo, al tiempo que le ataca también en diversas asambleas ciudadanas, en particular en la convocada el 3 de enero de 62, en la que propone la concesión de poderes extraordinarios a Pompeyo para acabar con Catilina y su ejército en Italia además de poner fin al poder absoluto de Cicerón (Plut., Cic . 23). Naturalmente, Cicerón no permaneció de brazos cruzados. Así, al desplante de Nepote del 29 de diciembre responde en la sesión del Senado del 1 de enero y, poco después, sobre el 7 o el 8, pronuncia un discurso contra Nepote en respuesta a la citada arenga asamblearia. Y asimismo la reacción del Senado tampoco se haría esperar: mediante un senadoconsulto último serán destituidos de sus cargos el pretor César y el tribuno Nepote. En este complejo entramado de relaciones e intereses en el que tiene lugar el presente intercambio epistolar de enero del 62 el Arpinate habrá de hacer gala de toda su maestría para preservar un delicado equilibrio: por una parte, ha de hacer frente a los ataques de Nepote a la par que atempera la irritación de su hermano Céler por las medidas de represión adoptadas; por otra, procurará que su posición de liderazgo en el Senado no sufra menoscabo alguno, pero siempre con la vista puesta en no agraviar al todopoderoso Pompeyo. Por ello, a la irritación de la carta con la que se abre esta colección en la que Metelo Céler reprocha amargamente a nuestro orador el trato recibido por su hermano (Fam . 1), responde Cicerón (Fam . 2) con una elaborada pieza en la que las prolijas explicaciones van aderezadas con un tono conciliador, aunque siempre imbuido de la dignidad de un consular.

Fam . 3 es reveladora, en cambio, de la posición real que ocupa Cicerón en el complejo entramado de la política romana. Carente de los ingentes recursos económicos y sociales de las grandes familias romanas, desarrolló una exitosa trayectoria política al amparo de Pompeyo, auténtico hombre fuerte entre las dictaduras de Sila y César. A este respecto no puede resultar más significativo que buscara su apoyo en la elección que le llevó al consulado (Cic., Cart. a Át . I 1, 5; Q. Cic., El manual del candidato 5, 14 y esp. 51). En contrapartida, el Arpinate colaboró con Pompeyo siempre que fue menester. Sin embargo, como se desprende de la queja de Cicerón, esa buena relación se ha enfriado: por una parte, no supo o no quiso colaborar en el retorno de Pompeyo en cuestiones tan capitales para él como la propuesta de reforma agraria de Servilio Rulo o en la convalidación en bloque de las medidas adoptadas en la reorganización de Oriente; por otra, Pompeyo, que sigue aspirando a ocupar una posición de primacía en la política romana, tampoco puede comprometerse con un Cicerón cuya actuación como cónsul ha sido sesgadamente optimate —amén de una dudosa legalidad en lo que atañe a la ejecución de los catilinarios— y de quien, si hemos de hacer caso al propio Cicerón (Cart. a Át . I 13, 4), siente cierta envidia. Éstas serían las razones de la falta de reconocimiento, y aun de un mínimo agradecimiento, en la carta privada que le dirigió Pompeyo y que no se nos ha conservado. Sí que podemos leer, en cambio, la respuesta de Cicerón en el mes de abril del 62 (Fam . 3). Consciente de que ya no goza de la inmunidad que otorgaba el ejercicio de una magistratura y de que por tanto tiene necesidad de contar con el apoyo de los personajes más poderosos, Cicerón procura en su respuesta limar asperezas y renovar su amistad con Pompeyo y con sus enormes recursos económicos y militares. Disponemos así de una carta calculada hasta sus mínimos detalles, tal como, por otra parte, ilustra el colofón de la misma en el que aspira a reproducir con Pompeyo la relación que se dio en el pasado entre el gran Escipión Emiliano y su consejero el sabio Lelio.

Finalmente, aunque distintas por el tono y por la relación que mantiene con los destinatarios, en Fam . 4 y 5 Cicerón acepta otorgar su ayuda a dos antiguos colaboradores en la represión de la conjura, el cuestor Publio Sestio y su colega en el consulado Gayo Antonio: con el primero (Fam . 4) se compromete a conseguir del Senado una prórroga de su administración de la provincia de Macedonia; con el segundo (Fam . 5) va un poco más allá y, a pesar de sus malas relaciones, decide asumir su defensa ante la acusación de extorsión y malversación de fondos públicos en su gestión como gobernador de esa misma provincia. En todo caso, esta ayuda no será desinteresada. De la lectura de ambas cartas se desprende que Cicerón obtuvo créditos con unas condiciones muy favorables, préstamo que invertirá en la adquisición de una magnífica mansión sobre el Palatino, el barrio residencial de la más alta aristocracia y, por tanto, símbolo de la posición que se ocupaba entre la élite de la sociedad romana. Por lo demás, estas cartas de finales del 62 nos iluminan sobre uno de los aspectos menos conocidos, y probablemente menos honestos, de la política romana: la administración provincial. Sirvan, por tanto, de anticipo a la abundante información que proporcionará el presente epistolario acerca del proconsulado de Cicerón en Cilicia.

2.1.2. Al modo de una tragedia griega27 , en pocos años Cicerón se vio arrojado de la cumbre de la gloria del consulado al abismo del destierro lejos de su amada Roma. Y como si se pretendiera una catarsis mayor, fue precisamente la acción de gobierno de la que más se vanagloriaba, la represión del golpe de estado de Catilina, la causa de este exilio. En esta caída en desgracia no cabe duda de que la mayor responsabilidad corresponde al tribuno de la plebe del 58 Publio Clodio, que no olvidaba el testimonio en contra de Cicerón en el juicio celebrado contra él con motivo del escándalo de la Bona Dea, en diciembre del 62. Pero este encono personal no hubiera ido más lejos si no hubiese sido por la negativa de Cicerón a colaborar con el denominado Primer Triunvirato —pese a los ofrecimientos hechos por los mismos (cf., p. ej., Cart. a Át . II 3, 3-4)— y, no hay que olvidarlo, por la falta de apoyo de quienes Cicerón consideraba los suyos, los optimates. Así las cosas, atemorizado por la rogatio de capite ciuis Romanis propuesta por Clodio en febrero del 58, por la que se condenaría al destierro y se confiscarían los bienes de quienes hubiesen condenado a muerte a ciudadanos sin juicio previo, Cicerón huía de Roma a mediados de marzo de ese mismo año28 y no regresaría hasta el 4 de septiembre del 57.

Las Cartas a los familiares presentan, sin embargo, una laguna para el período que va de los años 62 a 58, reanudándose en este último año el epistolario con un Cicerón que se encuentra en Brundisio camino del destierro. Escasa será también la correspondencia del exilio y toda ella con el denominador común de que en ella Cicerón nos ofrece sobre todo su perfil psicológico, pero muy poca información factual29 tanto sobre las vicisitudes políticas como sobre las más cotidianas. Sobre este último aspecto contamos sin embargo con las cartas Fam . 6-9, que Cicerón dirige a su familia. En ellas encontramos una muestra de los sentimientos hacia su esposa e hijos y un excelente testimonio de la amargura y del desencanto del Arpinate, si bien todo ello expresado de una manera excesivamente formal y retórica. En todo caso, la expresión de estos sentimientos más personales no impide las constantes referencias a la preservación del patrimonio familiar y, sobre todo, al interés por las gestiones en favor del retorno.

En cambio, no contamos apenas con testimonios directos de los apoyos recibidos por Cicerón, por más que esta colección nos proporciona un buen ejemplo de esas relaciones entre los miembros de la aristocracia romana que antes calificábamos como fluctuantes y complejas. En Fam . 10 encontramos la primera muestra de la reconciliación entre nuestro orador y Q. Metelo Nepote, el antes adversario, que ahora va a ser pieza clave en el retorno del destierro desde su posición de cónsul para el 57. En la carta que le dirige el Arpinate al inicio de su mandato en enero del 57 le agradece su actitud favorable a la par que le solicita su apoyo. Esta reconciliación terminará culminando al año siguiente cuando así lo solicite formalmente Q. Metelo Nepote en Fam . 11, que le escribe desde su gobierno en Hispania Citerior. En cierta medida, este intercambio epistolar con Metelo Nepote vendría a simbolizar el cierre de un ciclo: por una parte, el fin de los acontecimientos que desde el consulado mismo de Cicerón desembocaron en el destierro, y, por otra, la recuperación de la dignidad tras su vuelta del exilio, dignidad que, no hay que olvidarlo, debe entenderse como reconocimiento de la posición alcanzada en el seno de la sociedad romana.

2.2. A la sombra de los triunviros (años 56-52)

2.2.1. Los años que van de la vuelta del exilio al proconsulado en Cilicia son especialmente turbulentos en una política romana que se va decantando de forma paulatina hacia la confrontación civil. En este contexto, con las cartas Fam . 12-18, dirigidas a Publio Léntulo Espínter —el cónsul del año 57 que tanto hizo por el regreso de Cicerón y que ahora en el 56 ejerce de gobernador en Cilicia—, asistimos a uno de los episodios más rocambolescos y a la vez más reveladores de los entresijos de la política romana, el de la sucesión del rey de Egipto Ptolomeo XI. El caso es que en la delicada situación interna romana vino a interferir la crisis de un país, Egipto, que estaba ya enquistada tal como se refleja, por ejemplo, en la división de sus territorios entre Alejandría, Chipre y Cirene30 , en una corte sumamente intrigante31 , en una casta sacerdotal siempre presta a preservar sus prebendas y en una población heterogénea en la que no comparten intereses egipcios, griegos y judíos. Precisamente, con vistas a superar la debilidad interna, Ptolomeo XI había legado en su testamento la soberanía sobre Egipto y Chipre al pueblo romano, lo que convertía, de hecho, a Roma en árbitro de la sucesión. En consecuencia, por más que Ptolomeo XII Auletes32 fue reconocido como rey de Egipto en el 76 por la conspiradora corte lágida, el primer objetivo de su reinado fue obtener el reconocimiento de Roma, lo que consiguió en el 59, cuando el Senado le otorgó el título de aliado y amigo del pueblo romano a propuesta del cónsul César (Cés., G. Civ . III 108). Naturalmente, semejante concesión no fue desinteresada, y, según nos informa Suetonio (Cés . 54, 3), César exigió a cambio seis mil talentos, un precio excesivamente elevado por sí mismo y por sus consecuencias33 . El pago de una cantidad tan considerable únicamente podía cumplirse incrementando la presión fiscal, lo que provocó el malestar entre sus súbditos y un ambiente hostil que sólo necesitaba de un detonante para estallar en revuelta. Éste fue servido por la anexión de Chipre34 por Porcio Catón35 , lo que provocó la sublevación de sus súbditos y la expulsión del trono de Ptolomeo en el 58, pasando el reino a ser gobernado conjuntamente por su esposa-hermana Cleopatra V y su hija Berenice IV. En esta tesitura Ptolomeo decidió acudir a Roma36 dispuesto a intrigar todo lo que fuera necesario y a sobornar a quien fuera menester con tal de recuperar el trono. Poco después Berenice despachó también a Roma una populosa embajada en representación de los alejandrinos sublevados encabezada por el filósofo académico Dión. No obstante, esta embajada fue en parte comprada y en su mayor parte exterminada37 . Roma no era sin embargo Egipto, y un crimen tal había de suscitar la correspondiente investigación y procesamiento judicial. La consecuencia fue que a finales del 57 Ptolomeo abandona Roma buscando refugio en el templo de Artemis en Éfeso, si bien deja como representante de sus intereses a su agente Amonio. Entretanto en Roma todos parecen estar interesados en la restauración de Ptolomeo: los senadores, a quienes ha sobornado con generosas dádivas; los acreedores, a quienes debe importantes sumas con las que ha financiado los sobornos; y, particularmente, los magistrados, quienes, puesto que resultaba imprescindible la intervención militar romana, veían en el asunto un lucrativo negocio. En un principio el Senado se decantó a finales del 57 por el todavía cónsul Léntulo dado su próximo destino como gobernador de Cilicia, provincia en cuyo gobierno se había incluido ahora la isla de Chipre. Los planes de Ptolomeo son, sin embargo, distintos y derrocha el dinero con prodigalidad con el fin de que la misión le sea confiada a Pompeyo, presumiblemente presionado por el propio Pompeyo o por su entorno. Sin embargo, el botín era lo suficientemente suculento como para no suscitar una fuerte reacción. Así un tribuno de nombre G. Catón, probablemente a instancias de Clodio, hizo público un oráculo emitido por los libros Sibilinos que prohibía la restauración de Ptolomeo por las armas. En consecuencia, el asunto retorna al Senado a mediados de enero del 56, contexto en el que se enmarcan precisamente esta serie de cartas. En ellas Cicerón informa a Léntulo, ya en Cilicia, de las gestiones que lleva a cabo en su favor.

Fam . 12-14 ofrecen una información en primera persona sobre todos estos sucesos hasta principios del 56, con especial detalle para las sesiones del Senado de los días 13, 14 y 15 de enero. En general, ofrecen un magnífico retrato de las complejidades de la política romana, de los grupos y facciones de senadores y magistrados y, particularmente, de la posición y maniobras de Pompeyo y de la línea de conducta de Cicerón, al menos de la imagen que quiere transmitirle a Léntulo. En todo caso, se trasluce una atmósfera de desánimo no tanto por la iniquidad de sus adversarios como por la incompetencia de quienes deberían apoyarle, los optimates.

Fam . 15-16, tras quedar la concesión de la restauración en punto muerto e interrumpirse el período de sesiones del Senado, nos informan de la reanudación de las mismas en febrero y del sorprendente giro de los acontecimientos: los ataques de populares y optimates contra Pompeyo desaniman a éste de su propósito, quedando por tanto el camino libre para Léntulo. Sin embargo, Fam . 17 (marzo) nos vuelve a presentar la causa como definitivamente perdida, lo que se confirmará en Fam . 18 (julio), si bien siempre le queda a Léntulo la posibilidad de llevarla a cabo mediante una iniciativa privada sin el apoyo del Senado.

En todo caso, además del curso de los acontecimientos y de la descripción del funcionamiento de la política romana, en esta serie epistolar resulta revelador el contraste de pareceres con las cartas más íntimas de los epistolarios a Ático y a su hermano Quinto, así como la imagen pública que de sí mismo procura construir el Arpinate ante Léntulo y, sobre todo, el anuncio del giro político de Cicerón y su justificación ante sus contemporáneos. Desengañado por la falta de apoyo y reconocimiento de los optimates, presionado por la violencia clodiana y dominado el escenario político por los triunviros, aconsejará a Léntulo, estableciendo un paralelismo con las circunstancias de su exilio, no sacrificar la seguridad en aras del honor. No deja de ser significativo a este respecto el final del episodio egipcio: pese a los esfuerzos de Cicerón, la restauración será llevada a cabo en el 55 por el gobernador de Siria Gabinio a instancias de Pompeyo (DIÓN CASIO , XXXIX 55, 2 y 56, 3).

2.2.2. El episodio de la restauración de Ptolomeo XII, más allá de evocar los venales tiempos de Yugurta, ilustra a la perfección la complejidad de la política romana de mediados de los cincuenta. Pero sobre todo revela bien a las claras la posición de un Pompeyo empantanado en su aspiración de convertirse en el hombre fuerte de Roma y la de un Cicerón que, actuando como uno de los principales valedores de Pompeyo, tiene el propósito más o menos declarado de distanciarlo de César y Craso ganándolo para la causa optimate. Sin embargo, la salida a esta situación cenagosa fue bien distinta: la renovación de la colaboración entre los triunviros tras la celebración de la famosa conferencia de Luca en abril del 56. Las nuevas reglas del juego político habrán de ser asumidas indefectiblemente por el Arpinate. Así Fam . 19-25 serán testimonio de ese profundo cambio de actitud de Cicerón respecto a los triunviros. En los años inmediatamente posteriores a la conferencia de Luca, Cicerón aceptó ya no sólo una discreta retirada del escenario político, sino que incluso se decantó por poner en práctica una vía posibilista de actuación política en la que estaba dispuesto incluso a colaborar con los triunviros en una actitud subordinada y aun sumisa.

Naturalmente este cambio de actitud necesitó de justificación ante buena parte de sus colegas en el Senado que, a buen seguro, observarían con asombro esta pérdida de independencia y colaboracionismo con los triunviros. En este contexto se inserta Fam . 19 dirigida a Léntulo en febrero de 55 tras la toma de posesión de los nuevos cónsules, Pompeyo y Craso. En ella la justificación del Arpinate es relativamente sencilla: su nueva línea de conducta no sería tan novedosa, sino que respondería a las habituales buenas relaciones con Pompeyo. Más interesante es, sin embargo, el reconocimiento de que los mecanismos del Estado se encuentran en manos de los triunviros y que poco o nada se puede hacer frente a ello.

Fam . 20, de diciembre de 54, es una encendida apología de su nuevo rumbo político. En ella Cicerón, insatisfecho con la nueva situación política y con su propio papel en la misma, justifica su cambio de actitud tras los acuerdos de Luca en la misma línea de pensamiento que puede leerse en Cart. a Át . IV 18 y 19 y Cart. a su her. Q . III, 5, 4. De nuevo, el destinatario de esta apología es Léntulo, lo que no obedece al azar. Cicerón se dirige a un personaje con quien le une una gran afinidad —fue su principal valedor en el retorno del exilio— y en cuya situación cree ver cierto paralelismo, ya que mantiene unas aceptables relaciones con Pompeyo y César y no ha sido tratado como correspondía por los optimates. Pero sobre todo Léntulo es un miembro de la alta nobleza que va a regresar a Roma y, por lo tanto, va a volver a dejar sentir su influencia en los círculos de poder. La epístola supone un paso argumentativo más sobre Fam . 19. Además de insistir en la ya mencionada colaboración con Pompeyo, se justifica la reconciliación con Craso, pero sobre todo se percibe una inesperada simpatía por César.

Por otra parte, a fin de compensar la merma de su ascendiente sobre la política romana, Cicerón trató de forjar una imagen pública que perseguía un reconocimiento general de su auctoritas . La construcción de dicha imagen tenía como piedra angular, cómo no, su actuación consular entendida como salvación de la patria. Con este mensaje de fondo —Cicerón como princeps salvador de la res publica — orquestó toda una campaña propagandística de la que conocemos bastante bien su vertiente literaria canalizada a través de la historiografía y de la poesía. Naturalmente, para que esta propaganda resultase verosímil, era fundamental que fueran otros quienes la llevasen a cabo. Pero los diversos requerimientos de Cicerón fueron todos desatendidos. Así, en el ámbito de la poesía tenemos noticia de que el poeta Arquias comenzó en el 62 un poema relativo a su consulado (En def. de Arq . 28), si bien ya en el 61 abandonó el proyecto, que tampoco fue aceptado por el poeta Tiilo (Cart. a Át . I 16, 15). En cuanto a la historiografía propiamente dicha, tenemos constancia de que en el 60 solicitó del prestigioso filósofo e historiador Posidonio la redacción de la historia de su consulado tomando como base el «borrador» escrito en griego por el propio Cicerón. Aparentemente la calidad literaria del borrador desanimó al antiguo maestro de Cicerón (Cart. a Át . II 1, 2). Tan sólo su buen amigo Ático compuso unos «comentarios» en griego sobre su consulado (Nep., Át . 18, 6), si bien no parecen satisfacer al Arpinate ya que los considera desaliñados (Cart. a Át . II 1, 1). En suma, Cicerón estuvo especialmente interesado en divulgar su versión de su actuación como cónsul en los años inmediatamente posteriores al consulado. Tras el exilio, a mediados de la década de los 50 Cicerón renovó su interés por reactivar esta campaña de propaganda. Es en este nuevo impulso propagandístico cuando tiene lugar la petición a Luceyo (Fam . 22). Por la carta que le dirige a su amigo queda claro que sus intereses no son tanto historiográficos como de recuperación de la dignidad perdida con vistas al reconocimiento de sus contemporáneos.

Fam . 23 es, en cambio, una carta de consuelo que Cicerón dirige a Publio Sitio, condenado al destierro poco después de su regreso en septiembre del 57 como inculpado por la crisis de suministro de trigo que en esos momentos se padece en Roma y que, por cierto, fue la misma acusación que, a instancias de Clodio, planeó también sobre Cicerón. La epístola es un buen ejemplo del subgénero de la carta consolatoria dirigida a los amigos caídos en desgracia38 . Es más que probable que Cicerón mismo recibiera algunos de estos escritos consolatorios durante su destierro, si bien no se nos ha conservado carta alguna.

Fam . 24 demuestra que la actividad política tan intensa de estos años trasciende a todos los ámbitos de la sociedad. A finales de agosto o primeros de septiembre del 55 se inaugura el primer teatro de fábrica hecho construir por Pompeyo como muestra de su grandeza y con vistas a su propaganda personal. Pero más allá del significado político del mismo, la carta dirigida a Marco Mario nos permite conocer de primera mano los gustos personales del Arpinate en materia de espectáculos. Así descubrimos que respecto a las representaciones teatrales no criticará tanto la selección de piezas (Nevio y Acio) como la pretenciosa puesta en escena. En cuanto al resto de espectáculos —juegos atléticos, gladiadores, cacerías, etc.—, sentirá auténtica repugnancia por estas últimas. La carta deja entrever además no sólo un sentido elitista de la existencia y del arte, sino de nuevo un hastío por su papel subordinado a los triunviros: la imposición por parte de estos últimos de la defensa de individuos de difícil catadura supone para nuestro orador un auténtico trágala.

Finalmente, en mucho más hubo de condescender el Arpinate. Entre Craso y Cicerón había una vieja enemistad originada presumiblemente en el turbio asunto de la conjuración de Catilina y alimentada por el apoyo de Craso a Clodio. El deseo de contar con el apoyo de Cicerón por parte de Pompeyo y César llevó a estos últimos a favorecer la reconciliación. Una primera aproximación impulsada por Pompeyo a principios del 55 fracasó debido a la defensa que hizo Craso de Gabinio, a quien Cicerón había atacado pocos días antes (Fam . 20, 20). Sin embargo, los renovados esfuerzos de los otros dos triunviros lograron su propósito con motivo de la partida de Craso a la provincia de Siria en noviembre de 55. Fam . 25 es testimonio de esta reconciliación oficial, ya que los sentimientos de Cicerón debieron permanecer inalterados como confirma el calificativo de hominem nequam [sujeto infame] que le dedica en carta a Ático de mediados de noviembre de 55 (Cart. a Át . IV 13, 2). De ahí que en la presente carta las amables palabras del Arpinate no pueden evitar traslucir cierta falta de sinceridad en sus sentimientos por culpa de un tono excesivamente solemne y alambicado.

2.2.3. Fam . 26-39 forman una serie en torno a Gayo Trebacio Testa y a un mundo especialmente cercano al Arpinate, el de la jurisprudencia. Son también un magnífico ejemplo de las relaciones sociales entre la clase dirigente romana. Así, en la primera de las misivas de esta serie, Fam . 26, podemos comprobar no sólo el acercamiento que se ha producido entre Cicerón y César, sino también cómo funcionan los favores entre la élite y cómo la generosidad de César responde a una realidad cierta a juicio del Arpinate. Se trata de una recomendación de Cicerón en favor del mencionado Trebacio Testa para que lo incorpore a su estado mayor en la campaña de las Galias. En el resto de esta serie el lector podrá observar no sólo el profundo conocimiento del mundo del derecho que tiene Cicerón, sino su inteligente sentido del humor —quizá una faceta menos conocida, acostumbrados al orador abogado o político— que cultiva con deleite entre miembros de la aristocracia afines en gustos.

2.2.4. Fam . 40-44, salvedad hecha de la remitida por Quinto a su hermano, tienen como corresponsal a Tirón, el esclavo y secretario personal de Cicerón, quien entonces debía contar unos veinte años de edad. En el viaje de Roma a Cumas en el mes de abril, Tirón cayó enfermo, por lo que permanecerá recuperándose en la finca de Formias, mientras Cicerón prosigue su viaje, quizá para despedirse del cónsul del 54 Apio Claudio Pulcro que partía a Cilicia y con quien Cicerón estaba interesado en mantener buenas relaciones después de la reconciliación habida el año anterior. Tirón recuperará la salud —por lo demás, una mala salud de hierro, porque esta colección de cartas nos volverá a informar de varios episodios de enfermedad más, lo que no le impedirá alcanzar una notable longevidad— y al tiempo la libertad que Cicerón le había prometido.

2.2.5. Fam . 45-50 son una muestra de cómo en el 53 la situación política es tan enrevesada —recuérdese que no se nombran cónsules hasta el mes de julio— que Cicerón, entre otras medidas, intenta estrechar lazos con Gayo Escribonio Curión el Joven, a pesar de que cuenta con poco más de treinta años. Con esta maniobra Cicerón parece perseguir dos grandes objetivos: por una parte, y de manera más inmediata, conseguir su apoyo para la candidatura al consulado del 52 de T. Anio Milón; por otra, más general y quizá a un plazo mayor, confía en que Curión se alinee definitivamente con los optimates. Ninguno de estos dos propósitos se verá realizado. No tenemos constancia alguna de que apoyara la campaña de Milón y, respecto a su alineación partidista, es bien conocido que fue elegido tribuno de la plebe para el año 50 por su animadversión hacia César, que luego pasó a desarrollar una actividad tribunicia más o menos independiente y que finalmente terminó por apoyar abiertamente la causa de César, presumiblemente, a cambio de unos 60 millones de sestercios que en buena medida venían a sufragar sus enormes deudas (Apiano, G. Civ . II 26).

2.2.6. Fam . 51 y 52 son dos pequeñas muestras de los «daños colaterales» que desencadenó el asesinato de Clodio por Milón el 20 de enero del 52. Los violentos disturbios provocados por sus seguidores, en los que se llega a incendiar la Curia y la casa del interrey M. Lépido, fueron motivos suficientes para que el Senado tomara medidas de excepción y para que el 25 de febrero Pompeyo fuera nombrado cónsul sin colega, lo que le confería un poder casi absoluto. Sus primeras medidas en el cargo iban encaminadas a juzgar tanto a los responsables del asesinato como de las algaradas. Así, Pompeyo promulgó dos leyes, respectivamente, contra los actos de violencia (lex Pompeia de ui) y contra el fraude electoral (lex Pompeia de ambitu) . Ambas normas llevaban aparejadas una abreviación del procedimiento judicial, un agravamiento de las penas, medidas para evitar el soborno de los jueces —81 en total, nombrados a partir de una nueva lista de 360 elaborada por el propio Pompeyo— y, en el caso de la segunda, con carácter retroactivo desde el año 70.

Fam . 51 y 52 nos ofrecen testimonio de los numerosos enjuiciamientos que siguieron al gran proceso judicial de esos momentos, el celebrado contra Milón. Pero también son un buen ejemplo de la suerte diversa con la que Cicerón vivió esos procesos menores. Fam . 51 es una carta consolatoria a Tito Fadio por su condena al exilio impuesta por los tribunales instaurados por Pompeyo, probablemente acusado de corrupción electoral. Las palabras de consuelo de Cicerón se explican por el hecho de que Fadio fuera cuestor durante su consulado y, sobre todo, porque como tribuno de la plebe en el 57 abogara por su vuelta del destierro. En cuanto a Fam . 52, tiene como corresponsal al Marco Mario de Fam . 24, a quien informa Cicerón de la victoria judicial obtenida sobre T. Munacio Planco Bursa que como tribuno encabezó los desórdenes públicos a la muerte de Clodio y que además se había convertido en enemigo personal del Arpinate al amenazar con llevarlo a juicio bajo la acusación de ser el instigador del asesinato.

2.2.7. Finalmente Fam . 53-63 dibujan un fresco de la sociedad romana a través de un subgénero epistolar, el de las cartas de recomendación. Pese a su carácter estereotipado y su contenido prosaico y un tanto irrelevante para el lector moderno, no dejan de ofrecer una información valiosa sobre la organización social de la antigua Roma, así como sobre la posición influyente que ocupa Cicerón en el seno de esta sociedad, además de constituir siempre un ejemplo de la maestría literaria del Arpinate incluso en un subgénero tan tipificado como éste: aun cumpliendo con los inevitables convencionalismos, Cicerón procurará en todo momento darles un tono personal y elevarlas a la categoría de prosa artística.

Dentro de este grupo tiene especial interés Fam . 63. En viaje ya a Cilicia, Cicerón hace escala en Atenas del 25 de junio al 6 de julio. Allí esperaba encontrarse con G. Memio, de quien pretendía conseguir la cesión del viejo solar donde se asentó en tiempos la escuela de Epicuro en beneficio de Patrón, cabeza de la escuela epicúrea en Atenas y viejo conocido de Cicerón. Sin embargo, Memio ha partido para Mitilene la víspera de su llegada, por lo que Cicerón le dirige la presente misiva solicitando la cesión, al tiempo que trata de atemperar la antipatía o enfado de Memio contra Patrón, en aras no sólo de los lazos que le unen con Patrón sino también de la mediación de Ático, amigo y simpatizante epicúreo. Este episodio es un buen ejemplo de cómo el antiepicureísmo que Cicerón manifiesta con frecuencia en sus escritos no son reflejo de su actitud respecto a los seguidores de esta escuela filosófica con los que a menudo mantiene unas relaciones más que cordiales.

2.3. El proconsulado en Cilicia (años 51-50)

La crisis en la que se vio inmersa la política romana a finales de la década de los cincuenta animó sin lugar a dudas a que durante su tercer consulado Pompeyo impulsara una serie de medidas con vistas a reconducir la situación. En lo que aquí nos interesa, es de destacar que hizo aprobar una ley cuya finalidad última era acabar con la corrupción electoral, si bien su objetivo inmediato era la regulación del gobierno provincial. Se trata de la lex Pompeia de provinciis . Aparentemente la medida no podía ser más sencilla y justa: se establecía que los magistrados con imperium , cónsules y pretores, no podían aspirar al gobierno provincial hasta transcurridos cinco años del desempeño de su cargo39 , de modo que no podrían resarcirse mediante la extorsión en provincias de los altos costes de la carrera pública40 . La entrada en vigor de esta norma llevaba implícito un período de transición en la medida en que imposibilitaba que los magistrados salientes del 51 asumieran algún gobierno provincial. Así pues, en tanto transcurrían los cinco años preceptivos, para cubrir el gobierno de las provincias vacantes en el 51 fue necesario recurrir a viejos senadores que todavía no habían desempeñado esta tarea, entre los cuales se encontraba nuestro orador. De este modo, en marzo del 51 un decreto del Senado otorgaba a Cicerón el gobierno de Cilicia. Conviene advertir no obstante que, probablemente, detrás de las buenas intenciones declaradas de la ley había otros intereses velados, quizá no tanto poner en aprieto la situación legal de César como alejar de Roma a elementos incómodos. De hecho, no deja de ser significativo que la ley afectara específicamente a Cicerón y al colega de César en el consulado del año 59, M. Calpurnio Bíbulo, quien recibió la provincia de Siria. No hay constancia de que más allá del 51 fuera respetada la ley, si bien es cierto que los años siguientes fueron especialmente convulsos.

En cuanto a la provincia que le había correspondido en suerte al Arpinate, conllevaba importantes dificultades. Cilicia comprendía territorios extensos, heterogéneos y mal comunicados entre sí: a mediados del siglo I abarcaba Cilicia propiamente dicha, Licia, Pisidia, Isauria, Panfilia, Chipre, Licaonia y tres distritos del sur de Frigia. Además Cilicia era prácticamente frontera con el amenazante Imperio Parto donde Roma acaba de sufrir en el 53 una lacerante derrota en la persona del entonces triunviro Craso. A estos condicionantes inherentes a la provincia en sí, se añadía la embarazosa circunstancia de que durante dos años había estado gobernada por Apio Claudio, que, si bien se había reconciliado con Cicerón, de nuevo se había distanciado como consecuencia del asesinato de su hermano Clodio.

A tenor del panorama aquí expuesto no es de extrañar que Cicerón recibiera con disgusto el mandato sobre Cilicia. A pesar de que las Familiares no destacan precisamente por su franqueza en la expresión, es posible admirar en ellas la resignación y entereza con la que asume esta encomienda. Cicerón decidió hacer frente a este contratiempo con la dignidad de un auténtico senador romano y con el firme propósito de que esta ausencia no fuese aprovechada por sus adversarios políticos41 . Gracias a su correspondencia podemos seguir con detalle su viaje a Cilicia desde que partiera de Roma en mayo del 51 y cómo inmediatamente aprovecha el verano para la campaña militar ejerciendo el control de unas tropas escasas y de dudosa lealtad, ganándose la colaboración de los aliados en la zona —con especial interés en Ariobárzanes, joven rey de Capadocia— y sometiendo las poblaciones del macizo montañoso del Amano en la frontera entre Siria y Cilicia así como la desconocida ciudad de Pindeniso, acciones todas ellas tendentes a conjurar una posible invasión parta. Y, una vez concluida su actividad militar, con igual detalle podemos conocer su administración civil y judicial de la provincia, que, conforme al edicto emitido al principio de su mandato y aun de las recomendaciones que había dirigido a su hermano cuando el gobierno de éste en Asia, se guiaba por los ideales de integridad en la gestión de los fondos públicos, moderación en el gasto, deferencia con los publicanos y protección de las comunidades indígenas súbditas del Imperio. Finalmente, conforme se iba acercando la fecha del final de su gobierno, el epistolario nos irá desvelando sus esfuerzos, primero, por que no se le renueve y, luego, por encontrar un sucesor.

2.3.1. El primer grupo de cartas, Fam . 64-76, forma una unidad como demuestra el hecho mismo de constituir el libro III de las Cartas a los familiares . Se trata de la correspondencia mantenida con Apio Claudio Pulcro al final de su etapa de gobierno en Cilicia (53-51) y a las relaciones que con este motivo mantuvo posteriormente con Cicerón como sucesor suyo en el cargo.

Encabeza esta serie epistolar Fam . 64 que, si bien es bastante anterior en el tiempo al nombramiento de Cicerón como gobernador, testimonia la reconciliación habida en el 54 entre el Arpinate y su predecesor y es un buen ejemplo de los valores y servicios en los que se mueve la nobleza romana.

Las siguientes cartas, Fam . 65-67, son testimonio, en cambio, del escaso entusiasmo con el que Cicerón recibe el mando provincial y de cómo, pese a todo, afronta esa tarea con el mayor sentido de la responsabilidad. Para ello trata de obtener la colaboración de Apio a fin de que el traspaso de poderes sea lo más ventajoso posible para ambos.

A pesar de las buenas intenciones de Cicerón, la correspondencia de Fam . 68-69 evidencia que pronto surgieron las dificultades. En estas cartas salen a la luz los desplantes de Apio ante los intentos de Cicerón por encontrarse en el camino con el fin de mantener una entrevista personal que al Arpinate le parece a todas luces deseable para llevar a cabo el traspaso de poderes. Más allá de los hechos, en estas misivas conviene destacar que Apio queda retratado como un personaje fatuo y soberbio que además se ve rodeado de una camarilla de maledicentes.

Fam . 70 contiene un ilustrativo ejemplo del proceder de uno y otro como gobernadores. La carta es la respuesta a una anterior en la que Apio le echa en cara a Cicerón supuestos agravios. En particular se muestra ofendido porque el Arpinate vetó el envío al Senado de delegaciones de las ciudades provinciales a fin de que diesen testimonio de su agradecimiento por el buen gobierno de Apio. Se trata a todas luces de una iniciativa promovida por el propio Apio, quizá incluso en previsión de futuras acusaciones. La reacción del Arpinate no pudo ser más ejemplar: respetando en todo caso la gestión en el cargo de su predecesor, Cicerón no puede permanecer indiferente ante un gasto innecesario y desmedido que recae sobre unas ciudades que están en la más absoluta de las miserias.

Igualmente reveladora es Fam . 71. Cicerón tiene ahora que responder a dos reproches de Apio Claudio: el de haber impedido que se erigiese un templo en su honor y el de no haber ido al encuentro del gobernador saliente. Respecto a la primera, ofrece una explicación que no hace más que exponer diplomáticamente el rechazo que le ocasionaban al propio Cicerón estas prácticas comunes en el mundo helenístico sometido a Roma. En cuanto a la segunda, le basta al Arpinate con acudir a la realidad de los hechos y recordarle a Apio sus infructuosos y numerosos intentos por entrevistarse con él.

Pese a los desencuentros anteriores, las aguas parecen volver a su cauce en las cartas que cierran la serie, Fam . 72-76. Como atinadamente señala Cicerón en Fam . 72, la vuelta a Roma de Apio es determinante en esta reconciliación. Influye, desde luego, el que haya quedado atrás esa camarilla de provinciales, pero sobre todo el comprobar que en su ausencia Cicerón cumplió escrupulosamente con los deberes inherentes a la amistad. No cabe duda tampoco de que hay una comunidad de intereses por la que se necesitan mutuamente: Apio espera del Senado la concesión del triunfo y Cicerón que se le honre con una acción de gracias. Esta comunidad de intereses vuelve a ponerse de manifiesto en Fam . 73: ahora Apio necesita el mayor número posible de apoyos para salir airoso del juicio al que ha sido llevado por Dolabela, el inminente yerno de Cicerón, y para alcanzar luego la censura; Cicerón, por su parte, para que no se le prorrogue el mandato provincial y quizá obtener el triunfo. En todo caso, esta carta es, ante todo, un alegato que pretende disipar todos los resquemores de Apio respecto al Arpinate. Esta nueva reconciliación queda patente en Fam . 74 en la que Cicerón se felicita por la absolución de Apio e intercambia compromisos literarios, pero donde, sobre todo, deja traslucir de nuevo su fino sentido del humor. No obstante, no quedaría completa esta reconciliación sin las correspondientes explicaciones por la boda de su hija con Dolabela (Fam . 75 y 76) que en tan mal lugar dejan al Arpinate ante Apio, así como sin el compromiso de nuevos servicios —ahora de Apio desde Roma en favor de Cicerón— como es la colaboración en la concesión del triunfo (Fam . 75), donde no cabe duda de que Apio como nuevo censor tendría un peso considerable.

2.3.2. Fam . 77-98 están dirigidas a Marco Celio Rufo, joven promesa de la política romana a quien Cicerón conocía desde que ejerciera de patrono suyo en la etapa de formación del tirocinium fori