Catalina Sforza - Cristina Castillón Puig - E-Book

Catalina Sforza E-Book

Cristina Castillón Puig

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Beschreibung

NI ARPÍA, NI LOBA. CAPITANA AUDAZ Catalina Sforza, duquesa de Forlì, fue una mujer de inteligencia política excepcional que navegó un mundo renacentista dominado por hombres y guerras. Gobernó con mano firme, defendió su territorio frente a enemigos internos y externos, y se enfrentó a traiciones familiares y a la violencia de su época. Lejos de ser solo esposa o madre, Catalina maniobró con valor, astucia y determinación, reclamando su voz y su cuerpo como armas de supervivencia y libertad. Bajo la mirada patriarcal, su audacia fue tachada de escándalo, pero esta biografía revela a la mujer que controló su destino y dejó un legado de fuerza que trasciende siglos. Una historia apasionante que desmonta mitos y devuelve la voz a una protagonista que escribió la historia desde el poder y la resistencia.

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Seitenzahl: 194

Veröffentlichungsjahr: 2025

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Índice

NI ARPÍA, NI LOBA. CAPITANA AUDAZ

I. EL AMANECER DEL DRAGÓN

II. EL VALOR DE UNA SFORZA

III. LA HEROÍNA DE RAVALDINO

IV. AMOR, DOLOR Y FURIA

V. UNA INDÓMITA CAPITANA

VISIONES DE CATALINA SFORZA

NUESTRA VISIÓN

CRONOLOGÍA

© Cristina Castillón Puig por el texto

© Cristina Serrat por la ilustración de cubierta

© 2021, RBA Coleccionables, S.A.U.

Diseño cubierta y portadillas de volumen: Luz de la Mora

Diseño interior: tactilestudio

Realización: Editec Ediciones

Asesoría narrativa: Ariadna Castellarnau Arfelis

Asesoría histórica: María de los Ángeles Pérez Samper

Equipo de coloristas: Elisa Ancori y Albert Vila

Fotografías: Wikimedia Commons: 159; Showtime 2012: 160.

Para Argentina:

Edita RBA EDICIONES ARGENTINA S.R.L., Av. Córdoba 950 5º Piso “A”. C.A.B.A.

Publicada e importada por RBA EDICIONES ARGENTINA S.R.L.

Distribuye en C.A.B.A y G.B.A.: Brihet e Hijos S.A., Agustín Magaldi 1448 C.A.B.A.

Tel.: (11) 4301-3601. Mail: [email protected]

Distribuye en Interior: Distribuidora General de Publicaciones S.A., Alvarado 2118 C.A.B.A.

Tel.: (11) 4301-9970. Mail: [email protected]

Para México:

Edita RBA Editores México, S. de R.L. de C.V., Av. Patriotismo 229, piso 8, Col. San Pedro de los

Pinos, CP 03800, Alcaldía Benito Juárez, Ciudad de México, México

Fecha primera publicación en México: octubre 2021

Editada, publicada e importada por RBA Editores México, S. de R.L. de C.V., Av. Patriotismo 229,

piso 8, Col. San Pedro de los Pinos, CP 03800, Alcaldía Benito Juárez, Ciudad de México, México

ISBN: 978-607-556-130-1 (Obra completa)

ISBN: en trámite (Libro)

Para Perú:

Edita RBA COLECCIONABLES, S.A.U., Avenida Diagonal, 189, 08019 Barcelona, España.

Distribuye en Perú: PRUNI SAC RUC 20602184065, Av. Nicolás Ayllón 2925 Local 16A

El Agustino. CP Lima 15022 - Perú. Tlf. (511) 441-1008. Mail: [email protected]

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S. L. U., 2025

Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.

www.rbalibros.com

Primera edición en libro electrónico: diciembre de 2025

REF.: OBDO866

ISBN: 978-84-1098-760-9

Composición digital: www.acatia.es

Queda rigurosamente prohibida sin autorización por escrito del editor cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra, que será sometida a las sanciones establecidas por la ley. Pueden dirigirse a Cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesitan fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47). Todos los derechos reservados.

NI ARPÍA, NI LOBA. CAPITANA AUDAZ

Afinales del convulso siglo XV, a caballo entre el Medievo y la Modernidad, Catalina Sforza dirigió económica, política y militarmente un estratégico feudo italiano, y lo hizo en solitario y con gran astucia, coraje y eficacia. Por todo esto, por actuar según los atributos masculinos de la época, la tildaron de madre desnaturalizada, le atribuyeron un voraz apetito sexual, la llamaron bruja y la denostaron. ¿Cómo osaba romper de tal modo el equilibrio jerárquico un mero «apéndice de la raza humana», un «varón imperfecto», un «útero andante», según solo algunas de las más refinadas vejaciones lanzadas en aquel tiempo sobre la mujeres?

Catalina, apodada por los hombres de su época como la Vampiresa de la Romaña, fue descrita como una loba, una amante que usaba la seducción para sus pérfidos fines; aunque a su vez, se la acusaba de violenta y malvada, una diablesa encarnada, una «virago cruelísima» que, contra natura, ejercía el poder con la enérgica virilidad de los hombres. Por supuesto, no faltaron las sempiternas acusaciones de brujería y amante de las ciencias ocultas. La condesa de Imola y Forlí desafió al poder establecido sin importarle las consecuencias y rompió moldes incluso entre sus detractores, que, incapaces de clasificarla, la ultrajaron negándole su propia identidad, única y compleja. Leone Cobelli o Andrea Bernardi, en las crónicas coetáneas a su regencia, pero especialmente Nicolás Maquiavelo, con quien mantuvo tratos diplomáticos, infamaron su figura y su acción de gobierno, construyendo una leyenda negra a su alrededor que perduró hasta bien entrado el siglo xix, cuando el historiador Pier Desiderio Pasolini la rescató del olvido y la ignominia en una completa biografía en 1893.

El mayor delito de Catalina fue transgredir, tanto en la práctica como en el simbolismo, el orden social imperante de la época, y de gran parte de la historia, en el que las mujeres solo podían ejercer su influencia política informalmente a través de las redes de parentesco: reinas que susurran al oído de sus esposos en la soledad del trono, madres que aconsejan a sus hijos regentes en la oscuridad de un salón, cortesanas que convencen a sus señores en lechos secretos. Sin embargo, con gran autoestima y determinación, Catalina se empoderó a sí misma, sin necesidad de intermediarios.

Criada en una de las cortes más exquisitas de Europa, recibió una educación tan refinada como integral, que contemplaba incluso una serie de habilidades castrenses reservadas solo al género masculino, pero que le otorgaron grandes actitudes y aptitudes para acometer sus objetivos. Sin embargo, su deber familiar quedó escrito antes de su décimo cumpleaños, cuando la casaron con Girolamo Riario, un sobrino del papa veinte años mayor que ella, para afianzar las relaciones de los vigorosos Sforza con los Estados Pontificios. Aquel infeliz matrimonio concertado fue la última decisión que tomaron por ella.

A medida que maduraba, Catalina se dio cuenta de que ni ella encajaba en el modelo único y estanco que regía en aquel tiempo la feminidad y el rol de las mujeres en las esferas pública y privada —damas virtuosas, cultas y de tierno corazón, madres y esposas ejemplares, de buenas costumbres, perfectas anfitrionas, en definitiva, princesas a la espera de ser salvadas—, ni tampoco quería encajar. Ella nunca necesitó ser rescatada.

Del amparo de su padre pasó al de su marido, pero ni por asomo restringió su cotidianidad a organizar banquetes y a gestar hijos. La flamante y curiosa condesa de Imola y Forlí aprendió con interés a administrar el decisivo señorío de la Romaña, una jurisdicción ampliamente codiciada por su localización en plena península itálica, bisagra entre el norte y el sur y vicariato de la Iglesia católica. La indolencia de su marido le permitió, más allá de su cometido como esposa consorte, gobernar las tierras familiares y gestionar sus rentas. Rápidamente, supo ganarse el respeto de su pueblo, que reconoció en ella a una carismática líder. Por su sangre corría la bravura de los Sforza, de los condotieros de Milán, y en su mente habitaba el ejemplo de un linaje lleno de mujeres de regia autoridad. Cultivada, de gran astucia política y lucidez estratégica, la joven signora guio a sus vasallos con tanto cálculo y aplomo como pasión y creatividad.

En un tiempo en el que las mujeres no podían ni hablar en público, en el que cualquier muestra de poder, osadía o dignidad femeninas era equiparada al pecado, Catalina se rebeló, y su demostración continuada de importancia, completamente vetada para sus congéneres, la condenó a la infamia. Sus críticos —muchos de ellos hombres que se enfrentaron política o militarmente contra ella y perecieron— censuraron su anhelo, acusándola de tener una ambición despiadada, hasta contra sus propios hijos. Pero ni los ataques a su reputación ni los continuos vituperios amedrentaron a la «dama del dragón» o «tigresa de Forlí», como la apodaron sus conciudadanos, que manejó con arte su propio mito para agrandar su popularidad y liderar la Romaña durante más de una década. Y lo hizo con firmeza y eficacia, sin importarle los cánones imperantes de la época sobre el papel que debía desempeñar una dama aristócrata. Para ella, era evidente que podía, como cualquier otro Sforza, capitanear y engrandecer su casa.

A lo largo de su vida, Catalina se enfrentó a los convencionalismos y forjó su propia estrella, alejándose de cualquier tipo de condescendencia y patronazgo, enfrentándose a numerosos complots y alianzas que buscaron desestabilizar su regencia, al menos, hasta la llegada de un enemigo demasiado poderoso: los Borgia, que, bajo el amparo del trono vaticano, fueron su caballo de batalla. Catalina defendió su patrimonio y a su linaje con gran responsabilidad y sentido del deber. También brilló como princesa renacentista, haciendo gala de una exquisita y embriagadora capacidad de negociación política. Pero cuando la ocasión lo requirió, no dudó en recurrir al más encarnizado uso de la violencia —acción permitida solo a la esfera masculina— y afianzar con firmeza su autoridad, más cuando su condición de mujer la puso en varias ocasiones en el punto de mira tanto de amigos como de enemigos. Desde Ravaldino, la gran fortaleza de Forlí, se presentó ante todo aquel que quisiera escuchar como una indómita capitana. La llamada «Roca» fue su centro de operaciones, su hogar —mandó construir una residencia en su interior—, y una metáfora de sí misma, una fortaleza inexpugnable. Jamás se rindió, jamás dejó de luchar, jamás dejó a un soldado atrás ni bajó de ninguna torre de defensa a pesar de los duros cañoneos a los que fue sometida tanto física como figuradamente.

Personalidad de contrastes, figura dual, navegó entre las percepciones de la mujer que debía ser y la que realmente quería ser. Nunca renunció a nada: Catalina Sforza lo quiso todo. ¿Por qué no podía ser una exquisita y culta cortesana, una regia y eficaz gobernante y una líder nata en la batalla? Lució majestuosos vestidos y vistió recias armaduras, amó y odió apasionadamente y a su vez tomó importantes decisiones con gran clarividencia y cálculo. Supo adaptarse, aprendió con avidez, nunca evitó un enfrentamiento y siempre analizó sus posibilidades a largo plazo, con el único objetivo de garantizar la supervivencia de su dinastía y de su legado. ¿Quizá también de su gloria? Como otras nobles italianas de su época, Catalina Sforza no temió tomar decisiones, no dudó en cometer errores, en buscar y defender incansable, a veces a un precio muy alto, la libertad para ejercer su gobierno y vivir su vida, sin importarle las consecuencias, y escapando de toda etiqueta de género.

I

EL AMANECERDEL DRAGÓN

La conjunción de dos complots de los que fue testigo

muda la ayudó a abrir los ojos ante la necesidad

de velar por sus propios intereses.

El repiqueteo de las campanas de la catedral de Imola tronaba incansable. Catalina apenas podía oír las consignas sobre el protocolo que debía seguir que le transmitía a gritos Gianluigi Bossi, el secretario personal al que su madrastra, Bona de Saboya, había asignado su tutela. La joven, de catorce años, recibía hastiada los consejos del funcionario sin prestarle atención. Sus ojos, vivaces y sobreestimulados, estaban extasiados ante el monumental despliegue que la ciudad había organizado para recibir a su señora. «¡Condesa! ¡Condesa!», coreaban los centenares de personas que desbordaban los callejones. La noticia de la inminente llegada desde Milán de la nueva madonna había ocupado durante días las conversaciones en el mercado —«¡Dicen que la acompaña un séquito digno de una princesa!»— y casi todos los habitantes de la villa italiana habían participado en los costosos preparativos de su recibimiento, que tenía lugar la luminosa mañana del 1 de mayo de 1477.

Tres carros y una docena de mulas, que acarreaban con el pesado y completo ajuar de la muchacha Sforza, fueron los primeros en hacer su entrada ante una audiencia alborozada. Varios minutos después, el sonido de las trompas y las cornetas se sumó a la caótica melodía de vítores y cánticos, que, unidos al retumbar del campanario —cuyo repicar seguía marcando con férrea marcialidad el paso de la comitiva—, formaron el torbellino de júbilo popular que tenía saturados los oídos de Catalina. En medio de aquel estallido acústico, la señora de Imola hizo su aparición a lomos de un corcel blanco. Custodiada por medio centenar de caballeros, algún que otro destacado siervo de Dios, varias damas de compañía, decenas de cortesanos y numerosos criados, lucía espléndida, ataviada con un vestido de seda, brocado con hilo de oro y piedras preciosas, y con su frondosa melena dorada contenida en una redecilla apuntillada con perlas que resaltaba aún más su exultante belleza y juventud. Catalina estaba acostumbrada a las fastuosas celebraciones y a las demostraciones populares de enardecimiento. Había visto a su padre, el gran Galeazzo Maria Sforza, y a su esposa, Bona de Saboya, cumplir con todo tipo de diplomacias como duques de Milán, pero en Imola la aclamaban a ella. Se sintió extraña y tremendamente nerviosa, casi una impostora. Hacía unas semanas pasaba el día entre horas de estudio, prácticas deportivas y ociosos recreos en el castillo Sforzesco; ahora se enfrentaba a una nueva vida, a un desafiante deber del que, en lo más íntimo, quería escapar. Su marido, el conde de Imola, Girolamo Riario, la esperaba en Roma para oficiar su boda religiosa y presentarla en sociedad. «Esposa, esposa», se repetía como una oración, deseando encontrar una respuesta divina a su ansiedad.

No obstante, aquella mañana primaveral decidió aparcar toda desazón y disfrutar de aquel baño de popularidad y reconocimiento. Con toda legitimidad, ella era Catalina Riario-Sforza, la condesa de Imola, destacado vicariato vaticano de la Romaña, rica y estratégica región que se extendía desde los montes Apeninos hasta el valle del Po, en el corazón de Italia. Se irguió orgullosa y, tras una orden del secretario Bossi, dirigió su caballo hacia la plaza mayor, decorada con flores, guirnaldas y pendones con los escudos de las familias regentes y de los Estados Pontificios. La muchacha sonrió ante la alegórica imagen de las telas dispuestas en los pórticos del foro: el ambicioso león de los Riario parecía pelear a muerte con el sinuoso y voraz dragón de los Sforza; por suerte, el roble frutado de oro de los Della Rovere, la dinastía papal, los separaba, pidiendo calma. Entre aquel baile de estandartes la esperaba la hermana de Girolamo y esposa del gobernador, Violante, que la introdujo ante el comité de bienvenida, compuesto por los más notables prohombres y damas de la comarca. Catalina se limitó a asentir con gentileza y a saludar con sumo decoro a los presentes, mientras su secretario leía una carta en su nombre —las mujeres no tenían permitido hablar en público— y estallaba una nueva muestra de alegría ciudadana.

«Hasta las piedras se han alegrado de verme», le contaría pocos días después en una extensa carta Catalina a su madrastra. En ella, le detallaría las inclemencias del viaje y el caluroso recibimiento de sus feudatarios. Aunque, añadía, en su corazón primaba el peso del recuerdo del último beso de su madre, las risas de sus hermanas y los sabios consejos de la duquesa de Milán. ¡Cómo echaba de menos a su familia! Bona de Saboya había dispuesto al detalle todos los preparativos de su gira de exhibición, procurando que los mejores cortesanos la asistieran en todo momento, pero Catalina cada noche cerraba los ojos con un terrorífico sentimiento de soledad que temía que no desapareciera jamás. Girolamo no había considerado necesario acompañarla en un día tan importante. No se había dignado ni a aparecer en su propia proclamación como conde de Imola en 1473, ¿acaso podía esperar que la acompañara en su primera aparición pública como condesa? Imágenes inconexas del horrible recuerdo de sus esponsales y de la noche que los siguió cuatro años atrás, cuando contaba con solo diez años, pasaron fugaces ante sus ojos y la obligaron a dejar la pluma, incapaz de continuar con su relato. Su cuerpo se tensó, a la espera de una amenaza, pero su marido estaba a centenares de kilómetros de allí.

Catalina Sforza había llegado al mundo en 1463, aunque algunas fuentes mencionan 1462, hija del duque de Milán, Galeazzo Maria Sforza y de la joven cortesana Lucrecia Landriani, con quien tuvo al menos otros tres hijos. A pesar de su origen bastardo, tanto ella como sus hermanos fueron criados con agasajos propios de la realeza en el Milanesado bajo el amparo de la casa Sforza. Sin atisbo de duda sobre su legitimidad, la niña Catalina creció en una corte renacentista, tan inspiradora y culta como intrigante y violenta.

Desde pequeña, Catalina desaparecía durante horas, pero todo el mundo sabía dónde encontrarla: en cualquiera de los establos del palacio de Pavía o del castillo Sforzesco, residencias ducales entre las que la familia repartía su tiempo. Habían intentado por todos los medios disuadirla —su aya le repetía desesperada que las damas no debían oler a cuadra—, pero ella quería encargarse personalmente de sus caballos. Adoraba a esos animales, con los que conectaba íntimamente. Disfrutaba cuidándolos, saliendo a pasear con ellos y perdiéndose en los bosques aledaños. En ocasiones, regresaba de sus exploraciones cuando ya había oscurecido, sucia y llena de rasguños, con el zurrón lleno de frutos y alguna que otra presa pequeña de caza. Durante el necesario baño, su institutriz le recriminaba con vehemencia su comportamiento, nada apropiado para una dama en ciernes como ella. Le insistía en que debía pasar más tiempo en capilla, mientras la enjabonaba con fuerza detrás de las orejas, pero Catalina no la escuchaba. Sabía que, al final del día, su padre aparecería por su cuarto para darle las buenas noches y que ella le contaría cómo había dado presa a aquella liebre o tórtola y que él asentiría orgulloso, preguntándole si la pequeña daga que le había regalado por su último cumpleaños y que tan útil le era en aquellas expediciones era de su agrado.

Catalina era una Sforza. Por sus venas corría la sangre de los más valientes y peligrosos mercenarios de Europa. Los niños Sforza imitaban en sus juegos al valiente bisabuelo Muzio Attendolo, un campesino convertido en soldado de fortuna y cuyo apelativo, Sforza, por su bravura en el campo de batalla, había dado nombre y propósito a una dinastía de condotieros al servicio del rey de Nápoles o de los Visconti, los señores de Milán, entre otros. Sería su hijo, Francesco Sforza, de increíbles aptitudes y actitudes castrenses, el que asentaría su linaje en esta última ciudad, expandiendo su poder dentro y fuera de la región norteña, especialmente tras su matrimonio con la última descendiente del ducado lombardo, Bianca Maria Visconti. La muerte sin descendencia masculina de su suegro, Filippo Maria Visconti, en 1447 dejó la ciudad en un desgobierno que culminaría en la República Ambrosiana, una regencia de nobles y juristas que aguantó durante tres años el envite de Francesco, quien, blandiendo la espada de los Sforza, se proclamó en 1450 duque de Milán, convirtiendo la ciudad en pocos años en un destacado centro político, económico y cultural europeo. De él se contaba que no era más que un oportunista tirano; quizá por ello, Francesco se afanó tanto en promover el florecimiento, en todos los ámbitos, de la ciudad de Milán y de la casa Sforza en un intento de arrojar luz sobre las sombras de sus orígenes. Años más tarde, el matrimonio del padre de Catalina con la aristócrata Bona de Saboya, cuñada del rey de Francia, Luis XI, elevaría al ducado de Milán a la esfera celeste de la nobleza europea, tanto por las importantes alianzas que una unión de tal calibre daba por sentadas como por su implicación en la geopolítica continental de mediados y finales del siglo xv.

La llegada de la exquisita princesa trajo a la capital lombarda la sofisticación de los palacios parisinos, así como una esperada y necesaria legitimación de los Sforza, que para críticos y enemigos no eran más que unos advenedizos capaces de todo tipo de brutalidades y artimañas en su ascenso al paraíso solariego. Catalina gustaba de oír contar las historias de su abuelo y de su bisabuelo, aunque sus favoritas eran las que se referían a su abuela, Bianca Maria Visconti, que había fallecido cuando ella era muy pequeña. Su padre apenas la mencionaba. Aquel silencio fue incomprensible durante años hasta que, ya adulta, entendió el motivo de tal mutismo. A la muerte de Francesco Sforza, Bianca Maria había gobernado Milán como regente con eficacia y sabiduría, y lo había hecho durante años, hasta que su hijo la había apartado abruptamente y sin mediar palabra al poco tiempo de contraer matrimonio con Bona de Saboya. Aquel exilio forzado terminaría con la vida de su abuela, pero no con su memoria, que llegaría hasta ella en forma de todo tipo de relatos populares en los que brillaba su carismático y audaz liderazgo. Cómo le habría gustado conocerla. Sin duda, Bianca Maria había puesto su grano de arena para que tres generaciones y varias décadas después de que Muzio Attendolo abandonara su diminuto y humilde pueblo en busca de ventura, los Sforza dirigieran una provechosa y cosmopolita región de casi doscientos mil habitantes dedicada a la agricultura y al comercio. Ahora había llegado el turno de Catalina.

La mañana del 13 de enero de 1473, un criado interrumpió el cepillado diario de la yegua favorita de Catalina. Su padre la mandaba llamar con urgencia, y aunque demoró un poco su presencia, acudió sin rechistar a tiempo para ver cómo el duque de Milán encajaba la mano a un joven fornido de mirada altiva al que había visto alguna que otra vez en palacio y con el que, creía, su padre tenía negocios. «Catalina, te presento a tu futuro marido, Girolamo Riario», le espetó Galeazzo Maria Sforza a su hija, que escuchó estupefacta la que sintió como una sentencia de muerte. La niña, de diez años, conocía perfectamente cuál era su cometido familiar, tanto su madre como Bona la habían instruido en la importancia de engrandecer la casa Sforza a través de las alianzas matrimoniales, pero la llegada del veredicto de su padre cayó sobre ella como una losa, pues creía que el cumplimiento de la condena se demoraría algunos años más. En un principio había sido su prima la elegida para la unión, pero la negativa de su familia de disponer la consumación del matrimonio en el momento de la firma del trato, antes de que la muchacha cumpliera los catorce años y fuera entregada a su esposo a su mayoría de edad como era habitual, truncó la negociación. Girolamo no estaba dispuesto a esperar; tampoco al padre de Catalina le importó. El que había sido anunciado como su esposo se acercó a ella con pompa, la besó en la mejilla y le susurró al oído antes de abandonar la sala que esperaba con ansia su encuentro privado. Catalina no intentó presentar queja o indisciplina ante su padre. ¿Alguien habría escuchado su voz? Cinco días después, tuvieron lugar los esponsales o promesa de casamiento. La boda religiosa se celebraría en cuatro años, cuando ella cumpliera la mayoría de edad. No obstante, esa misma noche, Girolamo y Catalina se vieron por primera vez a solas.

Mientras su aya lloraba en un rincón, varias criadas le dieron un cálido baño, aromatizaron su camisón con una fragancia de lavanda y peinaron su interminable cabellera dorada. Catalina sentía pasar las púas del peine nacarado una y otra vez, mechón tras mechón, en una especie de letanía con la que sus doncellas intentaban demorar al máximo la cita con aquel caballero, del que ella solo sabía que era sobrino del poderoso papa Sixto IV. Tenía un nudo en la garganta. No podía hablar, no podía pensar, mucho menos llorar. Una llamada a la puerta rompió el tránsito. Girolamo Riario, veinte años mayor que Catalina, entró sonriente en la habitación y mientras las mujeres que habían preparado a la niña para aquella ofrenda matrimonial se escabullían silenciosas, se sentó al borde la cama. Catalina suspiró profundamente y se acercó a él. No tenía elección: una muchacha no podía desobedecer a un padre, mucho menos a un marido, por injusta que creyera que fuera la orden. Él la observaba con expectación. Había sido formada en las intimidades del matrimonio, pero un escalofrío la recorrió de arriba abajo al notar la mano de su esposo en la cintura.