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El regreso de Ben Vargas había despertado una gran variedad de emociones en Mercy Zamora porque al marcharse hacía ya diez años, Ben la había dejado atrás. Aunque desde entonces no había tenido ninguna relación seria, diez años cambiaban mucho a una chica. Lástima que no hubieran cambiado también sus sentimientos por él. Ben había tenido sus motivos para marcharse, pero Mercy nunca había sido uno de ellos. Ahora había vuelto, aunque no sabía si sería por mucho tiempo: por lo que no debería empezar nada que no pudiera terminar...
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Seitenzahl: 233
Veröffentlichungsjahr: 2018
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2007 Karen Templeton-Berger
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Corazón olvidado, n.º 1720- agosto 2018
Título original: The Prodigal Valentine
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-9188-612-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
TAN difícil es? —murmuró Mercedes Zamora mientras castañeteaba los dientes y se abría paso por el seto para recoger el periódico—. ¿Por qué no cae nunca en la acera? ¡Maldita sea! —una rama le golpeó la cara y ella gruñó al pensar que en pocos segundos sus pies desnudos estarían pegados al asfalto congelado. Al sentir algo peludo contra su pierna, lanzó un grito.
El gato se paró ante la puerta y emitió un maullido lastimero.
—Oye, nadie te dijo que pasaras la noche fuera —dijo mientras recogía el periódico del césped y lanzaba otro juramento al comprobar que sus rizos habían quedado enganchados en el seto.
El arbusto cedió y la lanzó de espaldas contra el asfalto. En ese momento sonó una risa masculina y autosuficiente que le heló la sangre en las venas.
No podía ser.
Habían pasado diez años desde que puso sus ojos en Benicio Vargas y era evidente que esos diez años habían obrado maravillas en su cuerpo.
En cambio ella, vestida con sus peores ropas y con el pelo enganchado en el seto, no resultaba muy atractiva. Tampoco es que estuviera tan mal. Su piel no tenía una sola arruga y su pelo castaño seguía igual de oscuro, y todavía utilizaba la misma talla de vaqueros. Pero la última vez que Ben había contemplado sus pechos, ella aún no había cumplido los treinta, aunque tampoco es que los estuviera viendo en esos momentos. Era una forma de hablar.
Ben le dedicó una deslumbrante sonrisa que eclipsó las luces navideñas de todo el barrio.
Mercy no estaba segura de qué era lo peor: que en una ocasión tuviera una breve y desaconsejable aventura con el vecino de la puerta de al lado, o que estuviera peligrosamente cerca de los cuarenta y todavía viviese frente a la casa de sus padres. Eso sí, era independiente y vivía su propia vida.
El señor musculitos, en cambio, había volado del nido para no volver hasta, al parecer, ese momento.
—Tienes buen aspecto, Mercy —gritó Ben mientras descargaba un colchón de su furgoneta, lo que hizo que se le marcaran todos los músculos.
—Gracias —dijo ella—. ¿Dónde demonios has estado todo este tiempo?
Desde luego, la diplomacia no era lo suyo.
—Ah, sí, eso —dijo Ben con otra deslumbrante sonrisa. Si ella lo intentaba atosigar, no lo iba a conseguir—. Supongo que no es el momento de pedir disculpas por marcharme como lo hice.
—En realidad —contestó Mercy mientras se encogía de hombros—, y dado que acabas de confirmar lo que medio barrio ya sospechaba… puedes largarte ahora mismo.
—Pues lo siento, Mercy —dijo él—. Lo siento de veras.
Mientras Ben se despedía con la mano, ella se metió en su casa, temblando de frío y aturdida. De repente se dio cuenta de que no tenía ni idea del motivo de su regreso.
Ni le importaba.
El gato, a quien el regreso de Ben le importaba aún menos, entró tras ella. El teléfono sonaba. Por supuesto. Por la ventana vio a su madre en la cocina con el auricular pegado a la oreja.
—Sí, mamá —dijo tras descolgar—. Ha vuelto. Pues está comiéndose una lata de comida de gatos.
—Tu estúpido gato no, Mercy —dijo Mary Zamora tras una pausa—, Ben.
—Ah, claro, Ben. Pues acabo de verlo. Menuda sorpresa. ¿Tienes idea que por qué ha vuelto?
—Pues para ayudar a su padre, claro está. Como su hermano se rompió el pie mientras esquiaba el día después de Navidad… —añadió para evitarle a Mercy el tener que atar cabos—. Ya sé que Tony no te cae muy bien…
—Pero si yo no he dicho nada.
—Dado que está casado con tu hermana, podrías hacer un esfuerzo. Aunque sólo sea por Nita. ¿Te contó que ha ampliado la casa y que se han comprado un televisor gigante?
Mercy suspiró. Su madre sabía de sobra que si no fuera por el trabajo de matrona de Anita, no podrían permitirse la mayoría de esos extras.
—De todos modos —dijo Mary Zamora—, ahora que Tony se pasará unos meses sin conducir, y dado que Luis no puede hacerse cargo él solo de todo, Ben habrá venido para echar una mano.
Algo no cuadraba. Tres o cuatro años antes, Tony había estado enfermo durante seis semanas y Ben no había aparecido. ¿Por qué en ese momento sí? Sin embargo, Mercy conocía bien a su madre y se abstuvo de comentárselo. Cuestión de supervivencia.
Su instinto también le hizo evitar mencionar su sospecha de que las cosas no iban muy bien entre Tony y Anita. Si el matrimonio se iba a pique, destrozaría a sus padres, que aún no se habían recuperado del divorcio de la hermana mayor de Mercy, Carmen, dos años atrás.
Dado que Anita no se había confiado a Mercy, ella no tenía más que una sospecha. Pero las numerosas mujeres Zamora poseían un instinto especial para descubrir problemas del corazón, y el instinto de Mercy le decía que otro cuento de hadas tocaba a su fin.
—Tiene buen aspecto, ¿verdad?
Mercy dio un respingo y puso una cruz en la casilla de por qué es una mala idea vivir enfrente de la casa de tus padres. Cuatro bodas y un amargo divorcio no habían bastado para cambiar a su madre y el mundo no sería un lugar seguro para los hombres hasta que la viera casada a ella.
—Supongo que no sirve de nada negarlo.
—En efecto, y tú no sales con nadie ahora, ¿verdad?
—Mamá, sabes que trabajo sin descanso en la tienda. Los dos últimos años apenas he tenido tiempo para mí misma. Y para que lo sepas, no va a suceder nada entre Ben y yo.
No había por qué mencionar que ya había sucedido algo entre Ben y ella. Y, para ser sinceros, no había estado nada mal, pero no volvería a abrir esa puerta cuyo cerrojo ya estaba oxidado.
—Mercedes —dijo su madre—, puede que hasta ahora hayas sido capaz de evitar los efectos del paso del tiempo…
—Pues muchas gracias
—Pero tarde o temprano, ese tiempo te atrapará, créeme. Una mujer de tu edad… No puedes permitirte ser demasiado exigente.
—En realidad —dijo Mercy—, lo que no puedo permitirme es no serlo. Y un tipo de treinta y cinco años que va dando tumbos y que no ha estado en casa desde el siglo pasado no está a la altura.
—¿Eso qué quiere decir? ¿Te has rendido y vas a convertirte en una solterona?
—Mamá —Mercy rió—. Esa palabra ya no existe. Además, sabes que soy feliz con mi vida tal y como es. El negocio va de maravilla, tengo una docena de sobrinos para saciar mi hambre de niños y me gusta vivir sola. Bueno, tan sola como puedo vivir con vosotros al otro lado de la calle y Anita a dos manzanas. No hay ningún hueco en mi vida por llenar.
—Pero piensa en la estabilidad financiera que te daría un matrimonio.
—Y supongo que ésa es tu manera de decirme que debería pagarte el doble por el alquiler.
—Sabes que tu padre y yo nos alegramos de poder ayudar, pero ya han pasado seis años, cariño…
Los coqueteos de Mercy con la pobreza mientras intentaba sacar adelante el negocio con sus dos socias habían sembrado en sus padres serias dudas sobre su capacidad para cuidar de sí misma.
—Lo hemos pasado mal —dijo ella—, pero ahora nos va bien. De hecho puedo pagaros más alquiler por la casa. Lo peor ya pasó y he vencido. Deberías sentirte orgullosa de mí.
—Y lo estoy, mija, lo estoy. Nita es enfermera y Carmen funcionaria, y ahora tú tienes un negocio propio, no hay madre más orgullosa de sus hijas, créeme, pero me apena verte tan sola. Y me preocupa que… bueno, ya sabes, que si esperas demasiado tiempo, no habrá solución.
—Cielos, mamá, ¿papi te ha echado algo en el café esta mañana? Escucha, por última vez, me gusta estar sola, y no me siento sola ¿de acuerdo? —ante el silencio de su madre, añadió—: Puede que hace tiempo, cuando todos se enamoraban, casaban y tenían niños, sí llegué a sentirme un poco triste porque no me sucediera a mí, pero he cambiado y, si ahora me planteara casarme, sería con alguien que tuviera mucho que ofrecer, ¿lo entiendes? Alguien… perfecto.
—Nadie es perfecto, Mercy —dijo su madre—. Dios sabe que tu padre no lo es, pero lo amo y cada día doy gracias a Dios por enviarlo junto a mí.
—¿No lo entiendes, mamá? Papá es perfecto… para ti, aunque tuvieras que retocarlo un poco —rió ella ante el gruñido de su madre—, pero lo fundamental estaba ahí. Además, los dos erais muy jóvenes y teníais tiempo, energía y paciencia. Yo no. Prefiero quedarme soltera a malgastar mi energía en intentar ignorar, o corregir, los defectos de un hombre. Cuanto mayor me hago, más exigente soy, y te diré que Ben Vargas no entra en mi lista.
En ese momento Ben salió a la calle para recoger algo de su furgoneta y Mercy suspiró ante lo injusto de la situación.
—Bueno —dijo la madre, que también miraba a Ben—, dicho así, supongo que no encaja.
—Gracias, ¿eso quiere decir que ya no te ocupas de mi caso?
—De momento, pero, maldita sea, qué trasero tiene el tío.
—Eso no lo voy a discutir —Mercy soltó una carcajada mientras contemplaba una mandíbula más cuadrada de lo que ella recordaba. ¿Desde cuando le atraía el cabello despeinado?—. Pero con o sin trasero, en cuanto Tony vuelva al trabajo, Ben se marchará cual vaquero hacia el oeste.
Su madre rió.
—¿Qué?
—Lo estás mirando también, ¿verdad?
—Pues claro que no —Mercy se irguió—, no seas boba.
—Claro, y por eso necesitas recordarte a ti misma que no se quedará mucho tiempo.
Con la suerte que tenía, pensó Mercy tras colgar, su madre viviría hasta los cien años. Y eso significaba que aún quedaban cuarenta años de lo mismo.
¿No era un gran consuelo?
Sentado ante la pequeña mesa de la cocina, Ben intentaba hacer honor al plato de chorizo, patatas y huevos revueltos, aderezado con salsa de chile verde, que su madre había preparado.
—Si has conducido toda la noche —dijo Juanita Vargas entre los aullidos de los tres chihuahuas temblorosos y sobrealimentados—, deberías dormir algo antes de comer. Le diré a tu padre que no ponga el televisor muy alto cuando vuelva de su partida de golf.
—No pasa nada. Estoy bien —Ben aún intentaba acostumbrarse a la extraña sensación de no haberse marchado nunca. Incluso juraría que los colgadores para los cazos eran los mismos.
—Pues no lo pareces. Pareces alguien que no ha comido adecuadamente en mucho tiempo. ¿Tienes bastantes huevos? En la sartén hay muchos más… aquí —dijo su madre mientras alargaba la mano hacia su plato.
—No, mamá, hay suficiente —dijo él mientras se llenaba la boca—. Gracias.
El teléfono sonó, afortunadamente. En cuanto la mujer y su escolta canina se dirigieron al otro lado de la cocina, Ben echó la mitad del desayuno en la servilleta para tirarlo a la basura más tarde. Se moriría antes que herir sus sentimientos, pero también si tuviera que comerse todo eso.
No sabía por qué había esperado que su vuelta a casa le proporcionaría la paz que tanto necesitaba. No sólo estaba su madre, que le seguía tratando como a un bebé, sino que en cuanto bajó de la furgoneta sintió reaparecer las viejas rencillas con su padre. Y encima, estaba Mercy.
Ben bebió un sorbo de café mientras se preguntaba cómo unos segundos podían borrar toda una década. Durante un breve instante, mientras la contemplaba luchar contra el seto, rió al recordar cómo a los veintitantos estuvo a punto de consumirse de deseo por la mujer más ardiente que hubiera conocido jamás. Físicamente seguía igual aunque, afortunadamente, había renunciado a dominar esos alocados rizos. No era mucho más grande que esos chihuahuas, pero, gracias a Dios, era mucho más mona. Mercedes concentraba mucha energía en ese diminuto cuerpo.
Pero, aparte de su aspecto, él dudó de que fuera la misma mujer que había conocido. Y él tampoco era el mismo hombre. ¿Por qué habría pensado que…?
Estúpido.
Su madre no había perdido ni un segundo en informarlo de que Mercy seguía soltera, pero Ben dudaba de que tuviera algo que ver con su brusca marcha diez años atrás.
Él no había roto ninguna promesa. Sabía que ella quería lo que tenían sus hermanas: bodas, bebés, estabilidad. Y esa idea le ponía enfermo. Aun así, no había excusa para marcharse sin siquiera despedirse. Ella se merecía algo mejor.
Ella también se merecía algo más que una aventura sin sentido con un veleta convencido de que la huida era la única solución a un problema que no entendía.
Había pasado demasiado tiempo antes de darse cuenta de la estupidez que había cometido.
—¿Ya has terminado? —dijo su madre mientras alargaba una mano hacia el plato—. ¿Quieres más?
—¡No! En serio —dijo Ben con una sonrisa mientras escondía cuidadosamente la servilleta—. Estoy lleno. Estaba delicioso, gracias.
—¿Quieres más café? —preguntó ella, radiante.
—Ya voy yo…
—No, yo ya estoy de pie.
Tras servirle el café a Ben, Juanita se sentó a su derecha y acarició su mano. Aunque su pelo negro no ayudaba a suavizar su rostro anguloso, su amplia sonrisa lo mitigaba.
—Para tu padre significa mucho que hayas vuelto. Te ha echado mucho de menos.
—No hago más que cumplir con mi deber —Ben sorbió el café sin atreverse a mirar a su madre a la cara. Sabía que al marcharse había hecho mucho daño a Luis, pero quedarse no era una opción. Entonces no lo era.
—Durante diez años has estado lejos —dijo ella—, como si temieras que volver fuera algo malo…
—Eso no es verdad —dijo él, pero sí lo era, al menos en cierto modo.
—¿Y por qué no volviste ni siquiera de vacaciones, Benicio? Una cosa es marcharte a vivir por tu cuenta, pero no volver a casa jamás… —su rostro se ensombreció—. ¿Qué hicimos mal, mijo? —preguntó en un susurro—. Tu padre te adoraba, habría hecho cualquier cosa por ti.
—Ya lo sé, mamá —dijo Ben sin prestar atención al nudo en el estómago mientras agarraba la diminuta mano de su madre—. Estaba muy… inquieto.
No era toda la verdad, pero tampoco una mentira. De hecho, hubo un tiempo en que pensó que ése era el motivo de su marcha. Tras salir del ejército, fue incapaz de volver a su antigua vida. Pero el tiempo enturbia los recuerdos y las razones y, en ese momento, sentado en la cocina de su madre, no sabría decir realmente cuándo se dio cuenta del verdadero motivo de su marcha.
Lo que siempre supo fue lo que se dejaba atrás.
—No me sorprende, teniendo en cuenta lo que te movías en mi tripa antes de nacer —su madre sonrió antes de ponerse más seria—, pero ahora pienso que tu inquietud ha adoptado una nueva forma ¿no es así? Algo me dice que no estás aquí por Tony, o por tu padre, sino por ti.
Tras unos segundos de intensas miradas, Ben se preparó para la pregunta: «¿Qué has estado haciendo todo este tiempo?».
Pero la pregunta no llegó. Su madre se puso en pie y recogió la taza vacía.
—Sea cual sea el motivo de tu vuelta, me alegro de tenerte en casa.
—¡Ben!
Al oír la voz de su padre, Ben se giró hacia la puerta que conducía al garaje donde Luis Vargas, con el pelo cano, intentaba cargar con un juego de palos de golf mientras sorteaba a los excitados perros. Ben se quedó quieto mientras tiraba la servilleta al cubo de basura bajo el fregadero y su padre dejaba caer los palos para extender los brazos. Un segundo después, el anciano estrechaba a Ben contra su pecho en un emotivo abrazo.
—Pensaba que aún tardarías un par de horas en llegar —las fuertes manos del constructor sujetaron los brazos de Ben. Luis lo contempló con ojos húmedos—. Tienes buen aspecto, ¿verdad Juanita? —dijo mientras sacudía a Ben y sonreía—. ¡He esperado tanto este momento…! ¿Has comido? Juanita, ¿has dado de comer al chico?
—Sí, papá —rió Ben—. Me ha dado de comer.
—Te miro y pienso que, por fin, todo está en su sitio —su padre lo soltó y metió las manos en los bolsillos mientras sonreía. Después, volvió a abrazarlo mientras su madre protestaba porque el chico acababa de comer y no debería estrujarlo de ese modo.
—¡Por Dios, mujer! Estoy bien. No necesito tu ayuda —toda la casa tembló al abrirse la puerta.
Ben se puso rígido. Maldición. Hubiera necesitado un par de horas más para prepararse.
Tras una ráfaga de aire gélido, el hermano y la cuñada de Ben, junto con sus dos hijos, aparecieron en la cocina.
—¡Mira, Tony! —Luis rodeó a Ben por los hombros mientras lo apretaba contra él—. Tu hermano ha vuelto a casa al fin. ¿No es genial?
La mirada, a modo de respuesta, del hermano confirmó que, en ese aspecto, nada había cambiado tampoco.
PUES vaya! —Tony golpeó la pared con las muletas y se dejó caer en una silla con la pierna escayolada extendida y una mirada furiosa en sus ojos. Más bajo y robusto que Ben, Tony se parecía cada vez más a su padre—. Lo has conseguido.
La madre estaba demasiado distraída con los niños como para darse cuenta de la amargura en la voz de su hijo mayor, pero a Ben no le pasó desapercibida la mirada de irritación de su cuñada.
—No empieces, Tony —dijo ella en voz baja mientras recibía la mirada furiosa de su marido.
—Sí, lo conseguí —dijo Ben, mientras desviaba la atención cobardemente hacia sus sobrinos.
Aunque su madre le había enviado fotos de los niños, nunca los había visto en persona. Sintió una opresión en el pecho mientras observaba al larguirucho Jacob, de diez años, y a la tímida Matilda, escondida detrás de su madre.
—Ven aquí, tú —dijo Anita mientras, vestida con un jersey de cuello vuelto que le marcaba las curvas, extendía los brazos. Ben no recordaba a la hermana de Mercy sin sus curvas, ni siquiera de pequeña. Era una ayuda biológica que Anita había aprovechado muy bien. Su abrazo fue breve, pero sincero—. Bienvenido a casa —susurró antes de soltarlo.
—No has cambiado nada —dijo Ben con una sonrisa—. Sigues tan estupenda como siempre.
—Y tú tan adulador —rió ella sin ocultar un ligero rubor de placer—. Mira, ésta que se esconde es Matilda, a la que llamamos Mattie. Y éste es Jacob. Niños, saludad a vuestro tío Ben.
—Tengo entendido que juegas al béisbol —como Mattie seguía escondida detrás de su madre, Ben extendió los brazos hacia Jacob.
—Desde el tercer curso —contestó sorprendido y con una gran sonrisa—. ¿Y tú?
—Más o menos. Lo suficiente para jugar un poco contigo, si quieres.
—¡Genial! Papá siempre está demasiado cansado.
—Eso es mentira, Jake —dijo Tony mientras Anita le dirigía una mirada asesina.
—¿Ah sí? ¿Y cuándo fue la última vez que jugaste con él?
—Por Dios, Nita, tengo la pierna rota.
—Me refiero a antes de eso.
Detrás de Anita asomó una carita redonda enmarcada por dos coletas y con unos grandes ojos marrones. Llevaba un jersey morado y apretaba con fuerza y adoración un muñeco de peluche.
Miró a su tío con curiosidad y confianza.
—Abuelito habla de ti todo el tiempo —dijo mientras le dedicaba una gran sonrisa a su abuelo—. Dice que cuando eras pequeño jugabas mucho con la tía Rosie y con Livvy.
—Desde luego que sí —asintió Ben mientras señalaba el peluche—. ¿Quién es tu amigo?
—Sammy. Es un gato. Yo quiero uno de verdad, pero mamá dice que no podré tener uno hasta que cumpla seis años, dentro de unas semanas, ¿sabes? —dijo mientras se dirigía a Anita.
—Has salido a tu mamá —dijo él mientras le guiñaba un ojo a Anita—, porque eres muy guapa.
—Sí, eso dice todo el mundo —dijo Mattie muy seriamente mientras su madre reprimía una carcajada—. Voy a la guardería, pero ya sé leer —se acercó a su tío hasta que sus cabezas estuvieron casi pegadas—. Mi papá se rompió una pierna —susurró.
—Lo sé —susurró Ben a cambio—. Por eso estoy aquí, para ayudar a tu abuelo hasta que tu papá pueda volver a trabajar.
—No te preocupes, no hace falta —le dijo Tony a su padre sin intentar disimular su irritación—. Uno de los chicos puede llevarme en coche durante unas semanas. O tú misma —dijo mientras se volvía hacia Anita, que cruzó los brazos bajo su imponente busto y lo miraba furiosa.
—Ya te he dicho que no tengo vacaciones a la vista.
—A lo mejor —dijo la madre de Ben, que intentaba que su cocina no se convirtiera en un campo de batalla— deberías estar agradecido de que tu hermano haya vuelto a casa, ¿no?
—Y a propósito —dijo Mattie—. Si tú eres mi tío, ¿cómo es que nunca te había visto hasta ahora? ¿Vas a quedarte o qué?
—No lo sé, abejita —contestó Ben tras ignorar su primera pregunta, incapaz de explicarle a una niña de cinco años algo que ni él comprendía, mientras le tiraba de una de las coletas.
La respuesta provocó un esperanzador suspiro en la madre de Ben mientras Tony se puso en pie con tanta fuerza que volcó la silla.
—Tenemos que irnos —dijo—. Nita, chicos, vamos.
—¡Pero si acabáis de llegar! —dijo la madre de Ben.
—Antonio, no seas así —el padre sujetó a su hijo por el brazo.
—¿Que no sea cómo, papá? —dijo Tony—. ¿Cómo soy? Claro que supongo que eso ya no importa porque todo se ha solucionado ahora que Ben ha vuelto. Chicos… ahora.
Tanto Jake como Mattie miraron confundidos a Ben y Mattie lo saludó con la mano mientras Anita los empujaba hacia la calle con una mirada de disculpa. Siguió un incómodo silencio tras el cual la madre de Ben agarró a uno de los perros para acariciarlo.
—Es por la pierna. No es él mismo. Ya sabes cómo odia sentirse inútil.
Ben estaba de pie con la cazadora en la mano mientras hacía un verdadero esfuerzo por no largarse de vuelta a Dallas. ¿Cómo se le habría ocurrido que el tiempo por sí mismo bastaría para solucionarlo todo y que todo se habría arreglado con su marcha?
—¿Adónde vas? —preguntó su padre.
—Voy a dar un paseo, para reencontrarme con el barrio.
—Ah —el padre frunció el ceño—. Pensé que podríamos ver el partido más tarde.
—Lo sé, pero… —Ben evitó la mirada de su padre mientras intentaba calmar su irritación y no decir algo equivocado. Sabía que hacía falta solucionarlo, pero no sabía cómo. No lo supo entonces y, desgraciadamente, seguía sin saberlo. Sonrió a su madre y la besó en la cabeza—. No iré lejos y volveré para el partido, lo prometo.
—Benicio…
—Deja que se vaya, Luis —dijo su madre—. Tiene que hacerlo a su manera.
Durante una hora caminó por el barrio con las manos en los bolsillos, hasta que el aire helado y seco empezó a aclarar su mente y el sol derritió las sombras de la desastrosa reunión matinal, lo que le permitió recordar el motivo de su vuelta. Había tomado la decisión de volver mucho antes de recibir la llamada de su padre.
Aunque todo lo que había visto y vivido durante su ausencia palidecía ante el reto de intentar recomponer al verdadero Ben a partir del lío que había dejado atrás, se sentía mucho mejor al volver a casa de sus padres… justo en el momento en que se abría el garaje de Mercy.
Desde la acera de enfrente, la observó sacar una pequeña escalera. Vestida con vaqueros y un jersey rojo lo bastante pequeño para uno de los perros de su madre, colocó la escalera sobre el césped. Comprobó su estabilidad y se subió para descolgar la hilera de luces navideñas del alero del tejado. El enorme gato se tumbó en una calva del césped y empezó a rebozarse en la tierra hasta que Mercy le gritó que dejara de ensuciarse porque acababa de pasar el aspirador. El animal se giró sobre la panza y se quedó con la mirada fija en Ben.
En cuanto al lío que había dejado atrás, lo mejor que podía hacer era no pararse.
Pero no lo hizo.
—¿Necesitas ayuda?
Mercy se agarró a la escalera para no caerse, antes de girarse furiosa, pero la sonrisa de él hizo que su irritación se desvaneciera, junto con su decisión de aparentar que él no existía. Que jamás había existido. Que no había habido un tiempo en que…
—No, estoy bien —dijo ella mientras volvía a su tarea con la esperanza de que él se marchara. Como si fuera a hacerlo. Consciente de ser observada, se bajó y movió la escalera de sitio.
—Toma.
Ben estaba junto a ella y sujetaba el manojo de bombillas en una mano. La brisa movía sus cabellos, un poco más oscuros que los de ella. En su rostro apenas quedaba huella del descarado atractivo que ella recordaba. En su lugar, su sonrisa, que apenas podía calificarse como tal, a duras penas ocultaba una inusual pesadumbre que se reflejaba en sus oscuros ojos.
Ella sintió surgir una sensación, indeseada y aterradoramente familiar, de ternura hacia él.
—Lo has enrollado al revés —dijo ella mientras se bajaba.
—A mí me pareció que lo hacía bien.
—Pues está mal.
Con esa maldita sonrisa en sus labios le entregó el manojo de bombillas.
Con un suspiro, ella plegó la escalera y volvió al garaje. El gato, cubierto de tierra y hojas secas, la siguió. Y Ben también.
—Si te digo que te marches, ¿lo harás? —dijo ella tras girarse.
—¿Por qué quitas ya las luces navideñas? —preguntó él mientras se encogía de hombros—. Ni siquiera es Año Nuevo.
—Tengo que ayudar a mamá a desmontar sus adornos el día de Año Nuevo —Mercy intercambió una mirada con el gato—, así que pensé que adelantaría lo mío, ya que el tiempo es tan bueno. Dicen que puede que nieve mañana, aunque no me lo creeré hasta que lo vea. ¿Qué haces aquí otra vez? —en su interior, una vocecilla le decía: «Cállate, cállate, cállate». Apretó firmemente los labios y apoyó las manos en los costados.
—En realidad no he venido aquí. He salido a pasear, pero parecía que necesitabas ayuda, de modo que me desvié un poco de mi camino. Menudo tamaño el de ese gato —dijo mientras renunciaba a que él se marchara y traía una bolsa para meter las luces dentro.
—No es un gato. Es mi guardaespaldas.
—Ya lo veo.