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Después de tres matrimonios... y tres divorcios, Karleen Almquist había decidido alejarse de los hombres y de las complicaciones que provocaban. Hasta que un guapísimo viudo se mudó a la casa de al lado junto con sus dos hijos, que eran los niños más adorables que había visto en su vida. Troy Lindquist llevaba mucho tiempo solo, pero ahora lo que buscaba el empresario era una relación de verdad, algo imposible con una mujer como su vecina. Pero eso no le impidió acudir a ella una noche… y dejarla embarazada.
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Seitenzahl: 233
Veröffentlichungsjahr: 2018
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2007 Karen Templeton-Berger
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Cuestión de orgullo, n.º 1736- octubre 2018
Título original: Pride and Pregnancy
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-9188-969-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
En la treintena, Karleen Almquist ya tenía firmados tres divorcios, punto en el cual había decidido hacerse las cosas más fáciles y comprarse un hámster.
Después de todo, los hámsters no dejaban la ropa tirada por todas partes, no se pasaban el tiempo viendo partidos de fútbol en la tele ni se quedaban fuera hasta las tantas. Cierto que no servían para mucho en la cama, pero lo mismo podía decirse de casi todos sus maridos.
Por desgracia, y también como sus maridos, los bichos no tenían una vida especialmente larga. Razón por la que estaba enterrando a otro debajo del enorme y nudoso álamo en la parte de atrás del inmenso patio trasero de la vieja casa Corrales de adobe que se había quedado después del último divorcio, siete años atrás. Cada diminuta tumba estaba marcada con una minúscula lápida grabada con el nombre del roedor, que siempre le enviaban de un negocio online.
Después de colocar la lápida, se incorporó y se quitó los guantes de jardinería. Una brisa fresca sopló entre los manzanos que alineaban el muro más alejado, arrastrando unos capullos blancos sobre la polvorienta cubierta de la piscina. Los melocotoneros, los albaricoques y los cerezos florecerían en unas pocas semanas. A mediados de verano, el suelo sería un caos con fruta podrida. Pero en ese momento, se animó un poco al pensar en la visión de todas esas flores brillando contra el refulgente cielo de Nuevo México y…
¿Qué era eso?
Al oír las risitas, giró en redondo a tiempo de ver un par de cabezas rubias desaparecer detrás de la baja valla de madera que separaba su patio del de la casa vecina.
—¡Niños! —atronó una invisible voz masculina—. ¡Venid aquí!
Karleen regresó a la casa a la velocidad que le permitieron sus zapatillas con lentejuelas, dejando los guantes sobre una mesa de cristal templado que había en el patio. Una vez dentro, cruzó el suelo de ladrillo y abrió un poco las persianas combadas del salón para disponer de una vista mejor. Y ahí, a través de la serie de adornos brillantes y oscilantes que colgaban de los aleros del porche, vio una enorme furgoneta de mudanzas aparcada en la entrada de vehículos de la casa de al lado.
Era la más grande de las cuatro que había en su pequeña calle sin salida, de dos plantas centrada en un solar con forma de pastel, con tantos árboles como para tener un bosque propio… álamos, sauces, pinos y arces. La propiedad apenas llevaba en el mercado unas pocas semanas. Los antiguos dueños se habían ido a vivir con uno de sus hijos a Oregón, de modo que los nuevos deberían haber pagado al contado para que la operación se cerrara tan pronto.
Los pequeños, al parecer gemelos, rodearon la furgoneta, gritando a voz en cuello:
—¡Papá! ¡Papá! ¡La casa de al lado tiene una piscina!
Karleen pensó que podían ser un poquito mayores que el menor de su mejor amiga, Joanna, que tenía cuatro años. Aunque costaba descubrirlo por lo mucho que se movían.
Entonces un dios nórdico salió de detrás de la furgoneta, con el sol reflejándose en su pelo corto y rubio, acariciando unos hombros sólidos que sin esfuerzo alguno levantaban una enorme caja de cartón, y su cabeza experimentó un cortocircuito.
No tan fuerte, sin embargo, como para no alargar la mano hacia los prismáticos casi olvidados en la librería atestada de ediciones de bolsillo a su espalda. Les sopló el polvo y se los acercó a los ojos, jugando unos segundos con el enfoque antes de soltar un grito suave cuando de pronto la cara del dios llenó las lentes.
La mandíbula… los pómulos… los ojos de párpados pesados… la boca.
Santo cielo, la boca.
Se humedeció la suya, porque hacía mucho, mucho tiempo que no veía una como aquélla. Ni demasiado fina pero tampoco carnosa en un estilo femenino. «Con el toque perfecto», pensó.
Bajó los prismáticos y movió la cabeza aliviada al pensar que seguro que en alguna parte estaba la señora diosa, haciendo que él pasara a ser el problema de otra.
Mientras se hallaba allí de pie, tratando de aferrarse al alivio recién descubierto, un todoterreno aparcó detrás de la furgoneta y de él bajaron dos morenos apuestos. Un hombre y un adolescente. Después de saludarse, se pusieron a descargar la furgoneta mientras los niños se concentraban en estorbar todo lo posible y en ser lo bastante adorables como para salir bien parados.
Durante los siguientes veinte minutos, aproximadamente, observó cómo bajaban sofás, sillones, lámparas de latón y partes de una cama con dosel de madera oscura y uno de esos cuadros de paisajes que la gente cuelga encima de los sofás. De vez en cuando captaba fragmentos de conversación con un fuerte acento del medio oeste. Y con el paso de los minutos, empezó a preguntarse dónde estaba la esposa. ¿No debería estar moviéndose por todas partes, organizando dónde ponían los hombres las cosas?
En ese momento vio que el camión de correos se detenía delante de su buzón en el linde del patio. La cartera bajó, metió cartas en el buzón, luego fue a la parte de atrás del vehículo y retiró un paquete, que, en vez de llevarle hasta la puerta de entrada, dejó apoyado contra el poste del buzón.
Karleen abrió la puerta y se dirigió hacia el buzón, parpadeando ante la docena de molinetes de tonalidades brillantes que bordeaban su sendero y que giraban con la brisa. A mitad de camino, se dio cuenta de que en la casa de al lado había cesado todo movimiento. Así como debía reconocer que sintió un cierto orgullo al comprobar que, con treinta y siete años, aún tenía lo que había que tener para inmovilizar a los hombres, también experimentó cierta irritación al ver que no podía ir a su condenado buzón sin que la miraran boquiabiertos.
Pero se dio cuenta de que si no decía nada, la considerarían la vecina estirada.
De modo que sacó el correo del buzón y recogió el paquete, luego se acercó a la valla entre su creciente colección de adornos de jardín.
—Hola —sonrió—. Me llamo Karleen. ¿Sois los nuevos vecinos?
Podría haberlo conseguido, de no haber sido por esos ojos.
«Bombón».
La palabra golpeó a Troy entre los ojos como un puñetazo.
No era sólo el peinado retro años ochenta. O el maquillaje estilo Las Vegas. Ni siquiera que vistiera de forma provocativa, porque no era así. Los pantalones elásticos eran de cintura baja y el ombligo centelleaba como la Estrella Polar, pero lo básico estaba más que apropiadamente cubierto. Ni siquiera lucía escote. Una delicada cadena de oro le rodeaba el tobillo, pero eso era casi todo. Simplemente, era una de esas mujeres a las que las telas querían pegarse.
Y sin duda también los hombres.
A su lado, Blake carraspeó. Troy se recobró y extendió la mano; Karleen pasó todo a un brazo y lo imitó, con una variedad de anillos de bisutería brillando al sol. Dedujo que esas uñas podían abrir y filetear un pescado en cinco segundos, un pensamiento que se enmarañó un poco con el de que sus pechos parecían un poco… quietos.
—Y yo me llamo Troy. Lindquist —el apretón de manos de ella fue firme y breve, y de pronto tuvo la impresión de que ella deseaba que eso estuviera pasando aún menos que él, lo que lo irritó por algún motivo que no pudo explicar.
—¿Bromeas? —sus ojos azules y profundos brillaron—. Mi apellido de soltera es Almquist.
—Sueco —los dos dijeron al unísono.
Todos los miraron como si ambos hubieran perdido un tornillo, mientras Troy se daba cuenta de que la boca de Karleen decía amigable mientras los ojos decían no le prestes atención a la boca.
—Bueno —continuó él—, éstos son mis hijos Grady y Scott, y él es Blake Carter, mi socio, y su hijo Shaun.
Saludó a todos con cortesía y luego dedicó esa sonrisa resplandeciente a sus hijos. La gente tendía a mostrar una de dos reacciones cuando los conocía: o gritaba y se volvía estúpida o exhibía una expresión como si se hubiera topado con un par de serpientes de cascabel. Karleen no hizo ninguna de las dos. Su expresión decía: Cualquier cosa que podáis lanzarme, la podré encajar y devolver multiplicada por diez, lo que a Troy le resultó perturbadoramente atractivo y aterrador al mismo tiempo.
Cuando los saludó con voz y sonrisa perfectamente normales, Troy se dio cuenta de que era aproximadamente de su edad y de que no se había hecho ningún retoque quirúrgico, hasta donde él podía ver. Al menos no en la cara.
—A ver si lo adivino… sois gemelos, ¿verdad?
Scotty, ligeramente más pequeño que su hermano, se quedó muy cerca de la pierna de Troy, mientras Grady, más sociable, se aferraba como un mono curioso al poste y a las vallas que separaban los patios. Claramente aturdidos, a Troy le extrañó que no se les cayeran las cabezas al asentir con vehemencia. Por el rabillo del ojo vio a Blake dándole con el codo a Shaun. «Respira», musitó, y el adolescente de dieciséis años se puso rojo como un tomate.
—¿Cuántos años tenéis, chicos? —preguntó Karleen, sin mirar a Shaun.
—¡Cuatro! —anunciaron a coro. Luego Grady se acercó un poco y le preguntó—: ¿Tú tienes algún hijo?
Karleen negó con la cabeza, apartando un mechón de pelo del color de la paja de los labios pintados.
—No, cariño, no tengo.
—Entonces, ¿cómo es que tienes esas cosas? —quiso saber Grady, apuntando al patio de ella para indicar los molinetes, los mapaches de piedra y un gnomo en un rincón apartado.
Parecía un anexo del departamento de jardines de unos grandes almacenes.
—Porque son divertidas —Karleen se encogió de hombros—. Me gustan las cosas brillantes, ¿a vosotros no?
Ellos asintieron. Luego Scotty aventuró:
—Tienes una piscina, ¿eh?
—Sí —corroboró, frunciendo la nariz—. Pero hace años que no la uso.
—¿Y eso?
—De acuerdo —intervino Troy, apoyando una mano en los hombros de los dos en señal de advertencia—. Demasiadas preguntas, amigo.
—No pasa nada —Karleen lo miró a los ojos, olvidando cambiar de sonrisa.
Troy dejó de respirar y recordó casi con dolor el tiempo que llevaba sin estar con una mujer. Agradeció que ella volviera a centrarse en su hijo.
—Da demasiado trabajo mantenerla, nada más —le explicó ella.
—Oh. Papá dijo que no podíamos tener una piscina porque somos demasiado pequeños y no quería tener que preocuparse por nosotros. Pero si aprendiéramos a nadar, no tendría por qué preocuparse.
—Sí —corroboró Grady con un gesto entusiasta de la cabeza.
Aún deslumbrado, Troy pudo darse cuenta de que lo que acababa de oír era lo más extenso que Scotty le había dicho alguna vez a alguien de una tirada.
Karleen rió. Una risa baja y ronca. No la risita aguda de un bombón. En absoluto la risa que Troy necesitaba oír en ese momento, cuando sus descuidadas hormonas estaban preparadas para hacer lo que hacen las hormonas. Vio que Blake lo miraba con una expresión divertida e irritante. Riendo entre dientes, en esa ocasión le dio dos golpecitos a Shaun para que lo ayudara a bajar el sofá de piel que debía ir a la sala de estar.
—Vuestra madre sí que debe estar bien ocupada con vosotros dos —decía Karleen en ese momento.
«Oh, diablos», pensó Troy.
—Tampoco tenemos mamá —respondió Scotty, pero con menos pesar que lo de la piscina—. Murió.
Karleen miró a Troy mientras se ruborizaba a pesar del maquillaje.
—Lo siento…
—Está bien —musitó él—. No la han conocido.
—Pero tú sí —manifestó antes de darse cuenta de lo que hacía y de sonrojarse aún más.
—Eh, Troy —llamó Blake desde la casa—. ¿Quieres venir a comprobar que el sofá está donde lo quieres?
—Sí, ya voy —miró a Karleen, quien ya retrocedía hacia su casa—. En serio, no pasa nada —se sintió impulsado a repetir.
Ella asintió.
—Bueno. Ha sido un placer conocerte y bienvenido al barrio —cruzó el patio.
—Me gusta Karleen —dijo Grady, todavía apoyado en la valla—. Es bonita.
—Sí —corroboró Scotty—. Y también es agradable.
Un par de horas más tarde, Blake y él estaban sentados en el porche de madera de pino, con las piernas estiradas y bebiendo unos refrescos mientras reposaban los músculos cansados. Los gemelos y Shaun se habían ido a explorar el nuevo vecindario. Blake cerró los ojos y respiró el aire primaveral y la paz.
—Esa vecina tuya es un deleite para la vista —comentó con su acento de Oklahoma.
Troy pensó que la paz había sido breve.
—Supongo. Si te gusta su tipo.
—No hablo de mí, evidentemente. Yo ya tengo mujer —indicó su socio estirándose más todavía—. Ahora necesitamos empezar a pensar en cubrir el vacío en tu vida. Y que no se te ocurra soltarme alguna tontería de lo bien que estás, de que sólo necesitas a los chicos, de que aún no es tiempo, blah, blah, blah.
—No iba a hacerlo —repuso Troy sin abrir los ojos. Percibió que había sorprendido a Blake, algo difícil después de trabajar juntos diez años.
—¿Me estás diciendo que te encuentras listo para seguir adelante? —comentó al final su amigo.
—Suenas sorprendido.
—Di mejor atónito.
—¿Por qué? Han pasado cuatro años —se irguió y sostuvo la lata entre las dos manos—. Amé a Amy, siempre la amaré. Pero me siento cansado de estar solo.
—Y echas de menos el sexo.
Troy apretó los labios.
—Como no te puedes imaginar.
—Da la impresión de que es algo meditado —comentó Blake.
—Más o menos un año. Desde que empezamos a hablar de trasladar el negocio aquí. No sé, supongo que el cambio finalmente liberó algo. Quizá me gustaría pensar en otra relación mientras mi cuerpo sigue en buen estado
El hombre del pelo oscuro cruzó los brazos y miró a Troy con expresión astuta.
—¿Alguna idea acerca de lo que piensas hacer al respecto?
Troy soltó un suspiro cansado.
—Ninguna. Amy y yo estuvimos juntos trece años. Y lleva muerta cuatro —movió la cabeza—. Afirmar que estoy un poco oxidado es un eufemismo.
—Recuperarás la forma, seguro —comentó Blake.
—No hablo de eso, obseso. Hablo de salir. De empezar una relación nueva. Ya fue bastante malo en la adolescencia, cuando al menos podía escudarme en la juventud. Ahora se supone que sé lo que hago.
Blake esbozó una sonrisa ladeada.
—No eres exactamente un indigente y aún conservas tu dentadura intacta. ¿Quieres mi consejo? Déjaselo a las mujeres. Nacen sabiendo lo que hay que hacer.
Los dos se sobresaltaron cuando una estrepitosa música country atravesó el silencio; con igual celeridad, el volumen bajó.
—Como tu vecina, por ejemplo —indicó Blake cuando Karleen apareció en su patio, prácticamente oculta por un sombrero de paja del tamaño de un parasol.
Un minuto más tarde, iba de un lado a otro con la cabeza gacha, empujando algo y cantando entusiasmada al son de la vocalista femenina. Cuando sonó su teléfono móvil, paró y contestó; y esa condenada risa baja y ronca atravesó la valla impulsada por la brisa ligeramente fresca.
Con expresión consternada, Troy movió la cabeza.
—¿Por qué demonios no?
—¿Su patio?
—Al menos no tiene flamencos rosa.
—Que podamos ver. En cualquier caso, está el pelo. Y las uñas. Y los… —gesticuló—. Atributos.
Blake frunció el ceño.
—No te sigo.
Terminada la llamada, Troy esperó hasta que oyó el sonido rítmico de lo que fuera que estuviera empujando antes de responder:
—Esa mujer no es real, Blake, es una alucinación provocada por mi privación sexual. Y no busco una aventura. Que es lo único que sería, si hubiera algo.
—Créeme, amigo, y sería algo —Blake rió entre dientes y bebió un trago—. Casi esperaba que la hierba se prendiera fuego entre vosotros dos.
—Eso es una locura —Troy agitó la lata en la dirección de su amigo—. Y no me mires de esa manera.
—Empiezo a preguntarme si no debería ir a comprobar si te dejaste el cerebro en la furgoneta. Esa mujer es bonita, le gustan los niños y parece tener buen humor —Blake se incorporó en la silla y sonrió—. No veo cuál es el problema.
—El que no tenga hijos no significa que esté soltera —comentó Troy antes de cerrar la boca.
Blake se tocó su anillo.
—No llevaba alianza.
—Podría tener novio. Pero no importa, porque no me interesa. Oh, vamos, Blake… sabes tan bien como yo que eso de que «los opuestos se atraen» es una patraña. Sí, me parece una mujer bastante atractiva y agradable, pero busco algo con cierta sustancia.
—¿Como tú con Amy?
—Exacto. ¿Qué? —dijo cuando Blake volvió a mover la cabeza.
—Lo llaman empezar de nuevo por un motivo, idiota. Nunca habrá otra Amy, y pensar que algo así es posible es injusto para cualquiera. En especial para ti. Pero, ¿no te estás precipitando un poco? ¿Piensas que vas a encontrar a la próxima señora Lindquist a la primera, sin realizar ninguna prueba? ¿Por qué limitar tus opciones descartando automáticamente a cualquier mujer que no haga sonar una marcha nupcial de inmediato?
—¿Porque es una pérdida de tiempo? ¿Porque…? —miró hacia la casa de Karleen y bajó aún más la voz—. ¿Porque lo artificialmente realzado nunca ha funcionado conmigo?
—Debió de ser un truco portentoso de la luz, entonces, esa expresión aturdida que pusiste. Además, ¿qué te hace pensar que no son auténticas?
—Una conjetura razonada.
—Tonterías. ¿Desde cuándo eres un experto en autentificar pechos? —riendo, se agachó cuando Troy le tiró su lata vacía.
El aluminio aplastado hizo un gran estrépito al rebotar sobre el suelo de madera del porche. Karleen giró la cabeza en esa dirección. Los dos la saludaron. Ella les devolvió el gesto. A Troy le pareció que con cierta renuencia.
—Además —continuó Blake—, ¿no siempre has sentido curiosidad por conocer el tacto de las falsas? —rió de nuevo al esquivar la mano de Troy. Entonces, al oír la voz de los niños a un lado de la casa, se puso de pie y miró el reloj de pulsera—. He de volver, le dije a Cass que regresaría a las cinco. ¿Estás listo para dejar la furgoneta alquilada y recoger tu coche?
—Sí.
Después de dejar el vehículo y de que Blake lo llevara junto con los niños hasta el apartamento para que recogiera el Volvo, su amigo lo llamó antes de subir y entre la música de rap que tenía puesta su hijo, le susurró:
—Bueno, ¿vas a tantear el terreno con Karleen o no?
Troy lo miró con ojos centelleantes.
—Me estás devolviendo todo el dolor que te causé cuando intentabas volver con Cass, ¿verdad?
Riendo, Blake puso marcha atrás y le dedicó una última mirada preocupada.
—No. Pero me pregunto cómo puedes pensar que buscar a otra Amy significa estar abierto a posibilidades. Deberías reflexionar en eso —añadió antes de desaparecer.
Veinte minutos más tarde, Troy se detuvo ante su nueva casa y los chicos bajaron de sus asientos nada más apagarse el motor.
—¡Quedaos en el patio de atrás! —gritó antes de que desaparecieran en una nube de polvo y risitas.
Luego se reclinó en el asiento de piel y observó su nuevo hogar, aguardando que la tormenta de recuerdos se asentara en su cabeza.
Varios años atrás, cuando al fin se había sentido bastante seguro de que el negocio no iba a desintegrarse bajo sus pies y de que Amy y él podían pedir un crédito hipotecario, habían vuelto loco al pobre agente inmobiliario de Denver. Pero iba a ser su primera casa y tenía que ser perfecta. En particular porque allí empezarían a formar una familia.
Sus gustos habían coincidido en que ambos querían líneas limpias, espacios abiertos, maderas y paredes claras. Y la casa de la que al fin se habían enamorado había olido a escayola fresca, madera nueva y comienzos nuevos, aunque la hubieran llenado con los reconfortantes colores apagados y estilos tradicionales de sus infancias.
A la muerte de Amy, había dado por hecho que no soportaría seguir en esa casa. Se había equivocado. De hecho, lo familiar y rutinario lo habían salvado en aquellos primeros meses, después de que sucediera lo impensable. La casa, y sus preciosos bebés, le habían salvado el pellejo. Y la cordura. Dejarla no había sido fácil.
De modo que después del traslado, una vez más se había tomado su tiempo, volviendo loco a otro agente inmobiliario en busca de un hogar nuevo para sus hijos y para él. Habría podido comprar prácticamente la casa que deseara en Albuquerque. Pero no había querido cualquier casa; había querido la casa idónea. Pero, ¿quién habría imaginado que sería esa casa enorme, cubierta con una pátina de moho y recuerdos, suelos de madera combados y madreselvas que casi ahogaban la entrada, con vigas atravesando todos los techos altos?
La condenada casa era el doble de grande de lo que realmente necesitaban, incluso después de sacar todo del guardamuebles. E iba a tener que comprar una podadora como un tractor para cortar el césped. No obstante, al bajar del coche y escuchar la risa pura y limpia de los niños, pensó que esa casa irradiaba serenidad, de la clase que se consigue cuando se ha visto todo y sobrevivido a ello. Era una casa que suplicaba perros grandes, hamacas y cestas de baloncesto, con niños estridentes.
Se acercó a inspeccionar un poste flojo en el porche. Movió la cabeza y, como había perdido la cordura, sonrió. La casa lo necesitaba. Algo que, en ese momento, era bueno.
Una mosquitera gimió cuando la abrió, las tablas del suelo crujieron cuando atravesó la sala de estar para ver a los niños en el patio de atrás. Los ventanales que conducían al exterior estaban asfixiados bajo sólo Dios sabía cuántas capas de esmalte blanco; sacó su navaja suiza del bolsillo y arañó hasta llegar a la madera. Arce. Quizá cerezo. Guardó la navaja y abrió las puertas, sonriendo al ver a los niños perseguirse entre los árboles.
—¿Queréis una pizza? —su voz reverberó en la casa medio vacía, en el vacío de su interior.
—¡Sí! —chillaron los dos, acercándose a la carrera, las caritas acaloradas, el pelo polvoriento.
—¿Puede Karleen comer con nosotros? —preguntó Grady, cinco veces más alto que lo necesario.
Troy miró de reojo hacia su patio y rezó para que no estuviera allí.
—Probablemente tiene otros planes, chicos. Volved a jugar que yo os llamaré cuando llegue la pizza.
Entró en la casa y buscó en la guía el servicio de entrega a domicilio más próximo a la casa. Después de pedir dos pizzas grandes, una solo con mozzarella y otra con todo, una ensalada y grisinis de pan, subió a la nueva habitación de los niños. Como daba a la parte de atrás, podía trabajar y mantener un oído alerta. Blake y Shaun lo habían ayudado a montar las literas, pero las cajas con juguetes, ropa y Dios sabía qué más se habían multiplicado en las últimas dos horas.
Moviendo la cabeza, se puso manos a la obra, y al rato descubrió dos de sus cajas entre las cosas de los niños. Después de echar un vistazo por la ventana, apiló las cajas y se las llevó a su dormitorio, en el otro extremo del pasillo. En cuanto las dejó al pie de la cama sin hacer, sonó su teléfono móvil.
—Llamaba para ver si ya os habíais instalado —sonó la voz de su madre en su oído.
—Mudado, sí —empujó una de las cajas con el pie—. Instalado, no. Si tengo suerte, lo habremos hecho cuando los chicos se gradúen en el instituto.
—Ahí es donde resulta útil una mujer. Sin embargo —añadió con presteza Eleanor Lindquist, como si se hubiera percatado de la metedura de pata—, yo aún tengo cajas sin abrir en el garaje de cuando nos mudamos aquí cuando tú tenías cinco años. En este punto, creo que las dejaré para que tus hermanos y tú las «descubráis» cuando nos hayamos muerto.
—Estoy impaciente.
Eleanor rió y añadió:
—Lo siento, Troy. Acerca del comentario de la mujer…
—No pasa nada. Olvídalo.
Una breve pausa.
—En cualquier caso, tu padre y yo estamos pensando en ir a haceros una visita. Habíamos acordado en un par de meses.
—¿Oh?
—Ya sabes, siempre hemos querido ver el sudoeste… Pero hemos creído mejor esperar hasta que tuvieras todo organizado. Claro que si causa algún inconveniente, podemos hospedarnos en un hotel…
—No. Claro que no, aquí sobra el espacio —«muy buena, mamá»—. Pero… ¿cómo está papá? ¿Esta preparado para el viaje?
—Claro que lo está, ¡han pasado más de cinco años, por el amor del cielo!
Sonó el timbre.
—Nos traen la pizza, he de dejarte —Troy sacó la cartera del bolsillo mientras bajaba las escaleras—. Dale recuerdos a papá —cerró el teléfono y abrió la puerta, sobresaltándose al ver a Karleen.
Flanqueada por un par de niños sucios y sonrientes.
—¿No has perdido algo? —preguntó ella.
Troy se permitió un cuarto de segundo de percepción sexual, sólo el perfume que llevaba ella bastaba para marearlo, antes de que el terror tardío lo golpeara y aferrara dos brazos flacos para hacerlos entrar en casa.
—¿Qué es eso de salir del patio? ¡Sabéis que no debéis ir a ninguna parte sin un adulto! Jamás —añadió antes de que Scotty pudiera acabar con él con el mohín del labio inferior.
—No cruzamos la calle ni nada de eso —dijo Grady—. Sólo fuimos al patio de Karleen.
—¿Y por qué habéis hecho eso?
—Porque queríamos que viniera, aunque tú dijiste que podía tener planes. Pero no los tiene. ¿Eh? —Grady giró para mirarla.
—Lo siento mucho —dijo Troy, siguiendo la mirada de su hijo, y fue entonces cuando vio que Karleen llevaba uno de esos chándals pintados que dejaban poco a la imaginación, y que tenía la piel acalorada, el carmín desvanecido y que se había recogido el cabello en una coleta, con los enormes ojos bajo unos bucles sueltos y…
—Íbamos a volver en seguida —musitó Scotty.
Troy recordó a sus hijos.
Se irguió y se pasó una mano por el pelo, ofreciéndoles la expresión de «papá no está contento».