4,99 €
Cuestión de orgullo Karen Templeton Después de tres matrimonios... y tres divorcios, Karleen Almquist había decidido alejarse de los hombres y de las complicaciones que provocaban. Hasta que un guapísimo viudo se mudó a la casa de al lado. Troy Lindquist llevaba mucho tiempo solo, pero ahora lo que buscaba era una relación de verdad, algo imposible con una mujer como su vecina. Pero eso no le impidió acudir a ella una noche… y dejarla embarazada. La heredera embarazada Lilian Darcy A pesar de que aquel ascenso era para él, su jefe le había dado el puesto a su hija, la caprichosa e irresponsable Atlanta Sheridan, y ahora Nate tenía que enseñarle sus funciones. Aunque Atlanta Sheridan parecía la típica heredera, Nate pronto descubrió que su superficialidad ocultaba a una persona cálida, inteligente y divertida. Nate no quería sentir nada por ella y mucho menos encontrarla atractiva. Para un hombre con fama de hacer siempre lo correcto, acostarse con la hija del jefe no era lo más apropiado. Y entonces cayó la bomba, algo que podía poner fin a su carrera: ¡la heredera estaba esperando un bebé suyo!
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 446
Veröffentlichungsjahr: 2022
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.
Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.
www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2022 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 444 - mayo 2022
© 2007 Karen Templeton-Berger
Cuestión de orgullo
Título original: Pride and Pregnancy
© 2010 Lilian Darcy
La heredera embarazada
Título original: The Heiress’s Baby
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2008 y 2010
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1105-751-6
Créditos
Cuestión de orgullo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Epílogo
La heredera embarazada
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Si te ha gustado este libro…
En la treintena, Karleen Almquist ya tenía firmados tres divorcios, punto en el cual había decidido hacerse las cosas más fáciles y comprarse un hámster.
Después de todo, los hámsters no dejaban la ropa tirada por todas partes, no se pasaban el tiempo viendo partidos de fútbol en la tele ni se quedaban fuera hasta las tantas. Cierto que no servían para mucho en la cama, pero lo mismo podía decirse de casi todos sus maridos.
Por desgracia, y también como sus maridos, los bichos no tenían una vida especialmente larga. Razón por la que estaba enterrando a otro debajo del enorme y nudoso álamo en la parte de atrás del inmenso patio trasero de la vieja casa Corrales de adobe que se había quedado después del último divorcio, siete años atrás. Cada diminuta tumba estaba marcada con una minúscula lápida grabada con el nombre del roedor, que siempre le enviaban de un negocio online.
Después de colocar la lápida, se incorporó y se quitó los guantes de jardinería. Una brisa fresca sopló entre los manzanos que alineaban el muro más alejado, arrastrando unos capullos blancos sobre la polvorienta cubierta de la piscina. Los melocotoneros, los albaricoques y los cerezos florecerían en unas pocas semanas. A mediados de verano, el suelo sería un caos con fruta podrida. Pero en ese momento, se animó un poco al pensar en la visión de todas esas flores brillando contra el refulgente cielo de Nuevo México y…
¿Qué era eso?
Al oír las risitas, giró en redondo a tiempo de ver un par de cabezas rubias desaparecer detrás de la baja valla de madera que separaba su patio del de la casa vecina.
—¡Niños! —atronó una invisible voz masculina—. ¡Venid aquí!
Karleen regresó a la casa a la velocidad que le permitieron sus zapatillas con lentejuelas, dejando los guantes sobre una mesa de cristal templado que había en el patio. Una vez dentro, cruzó el suelo de ladrillo y abrió un poco las persianas combadas del salón para disponer de una vista mejor. Y ahí, a través de la serie de adornos brillantes y oscilantes que colgaban de los aleros del porche, vio una enorme furgoneta de mudanzas aparcada en la entrada de vehículos de la casa de al lado.
Era la más grande de las cuatro que había en su pequeña calle sin salida, de dos plantas centrada en un solar con forma de pastel, con tantos árboles como para tener un bosque propio… álamos, sauces, pinos y arces. La propiedad apenas llevaba en el mercado unas pocas semanas. Los antiguos dueños se habían ido a vivir con uno de sus hijos a Oregón, de modo que los nuevos deberían haber pagado al contado para que la operación se cerrara tan pronto.
Los pequeños, al parecer gemelos, rodearon la furgoneta, gritando a voz en cuello:
—¡Papá! ¡Papá! ¡La casa de al lado tiene una piscina!
Karleen pensó que podían ser un poquito mayores que el menor de su mejor amiga, Joanna, que tenía cuatro años. Aunque costaba descubrirlo por lo mucho que se movían.
Entonces un dios nórdico salió de detrás de la furgoneta, con el sol reflejándose en su pelo corto y rubio, acariciando unos hombros sólidos que sin esfuerzo alguno levantaban una enorme caja de cartón, y su cabeza experimentó un cortocircuito.
No tan fuerte, sin embargo, como para no alargar la mano hacia los prismáticos casi olvidados en la librería atestada de ediciones de bolsillo a su espalda. Les sopló el polvo y se los acercó a los ojos, jugando unos segundos con el enfoque antes de soltar un grito suave cuando de pronto la cara del dios llenó las lentes.
La mandíbula… los pómulos… los ojos de párpados pesados… la boca.
Santo cielo, la boca.
Se humedeció la suya, porque hacía mucho, mucho tiempo que no veía una como aquélla. Ni demasiado fina pero tampoco carnosa en un estilo femenino. «Con el toque perfecto», pensó.
Bajó los prismáticos y movió la cabeza aliviada al pensar que seguro que en alguna parte estaba la señora diosa, haciendo que él pasara a ser el problema de otra.
Mientras se hallaba allí de pie, tratando de aferrarse al alivio recién descubierto, un todoterreno aparcó detrás de la furgoneta y de él bajaron dos morenos apuestos. Un hombre y un adolescente. Después de saludarse, se pusieron a descargar la furgoneta mientras los niños se concentraban en estorbar todo lo posible y en ser lo bastante adorables como para salir bien parados.
Durante los siguientes veinte minutos, aproximadamente, observó cómo bajaban sofás, sillones, lámparas de latón y partes de una cama con dosel de madera oscura y uno de esos cuadros de paisajes que la gente cuelga encima de los sofás. De vez en cuando captaba fragmentos de conversación con un fuerte acento del medio oeste. Y con el paso de los minutos, empezó a preguntarse dónde estaba la esposa. ¿No debería estar moviéndose por todas partes, organizando dónde ponían los hombres las cosas?
En ese momento vio que el camión de correos se detenía delante de su buzón en el linde del patio. La cartera bajó, metió cartas en el buzón, luego fue a la parte de atrás del vehículo y retiró un paquete, que, en vez de llevarle hasta la puerta de entrada, dejó apoyado contra el poste del buzón.
Karleen abrió la puerta y se dirigió hacia el buzón, parpadeando ante la docena de molinetes de tonalidades brillantes que bordeaban su sendero y que giraban con la brisa. A mitad de camino, se dio cuenta de que en la casa de al lado había cesado todo movimiento. Así como debía reconocer que sintió un cierto orgullo al comprobar que, con treinta y siete años, aún tenía lo que había que tener para inmovilizar a los hombres, también experimentó cierta irritación al ver que no podía ir a su condenado buzón sin que la miraran boquiabiertos.
Pero se dio cuenta de que si no decía nada, la considerarían la vecina estirada.
De modo que sacó el correo del buzón y recogió el paquete, luego se acercó a la valla entre su creciente colección de adornos de jardín.
—Hola —sonrió—. Me llamo Karleen. ¿Sois los nuevos vecinos?
Podría haberlo conseguido, de no haber sido por esos ojos.
«Bombón».
La palabra golpeó a Troy entre los ojos como un puñetazo.
No era sólo el peinado retro años ochenta. O el maquillaje estilo Las Vegas. Ni siquiera que vistiera de forma provocativa, porque no era así. Los pantalones elásticos eran de cintura baja y el ombligo centelleaba como la Estrella Polar, pero lo básico estaba más que apropiadamente cubierto. Ni siquiera lucía escote. Una delicada cadena de oro le rodeaba el tobillo, pero eso era casi todo. Simplemente, era una de esas mujeres a las que las telas querían pegarse.
Y sin duda también los hombres.
A su lado, Blake carraspeó. Troy se recobró y extendió la mano; Karleen pasó todo a un brazo y lo imitó, con una variedad de anillos de bisutería brillando al sol. Dedujo que esas uñas podían abrir y filetear un pescado en cinco segundos, un pensamiento que se enmarañó un poco con el de que sus pechos parecían un poco… quietos.
—Y yo me llamo Troy. Lindquist —el apretón de manos de ella fue firme y breve, y de pronto tuvo la impresión de que ella deseaba que eso estuviera pasando aún menos que él, lo que lo irritó por algún motivo que no pudo explicar.
—¿Bromeas? —sus ojos azules y profundos brillaron—. Mi apellido de soltera es Almquist.
—Sueco —los dos dijeron al unísono.
Todos los miraron como si ambos hubieran perdido un tornillo, mientras Troy se daba cuenta de que la boca de Karleen decía amigable mientras los ojos decían no le prestes atención a la boca.
—Bueno —continuó él—, éstos son mis hijos Grady y Scott, y él es Blake Carter, mi socio, y su hijo Shaun.
Saludó a todos con cortesía y luego dedicó esa sonrisa resplandeciente a sus hijos. La gente tendía a mostrar una de dos reacciones cuando los conocía: o gritaba y se volvía estúpida o exhibía una expresión como si se hubiera topado con un par de serpientes de cascabel. Karleen no hizo ninguna de las dos. Su expresión decía: Cualquier cosa que podáis lanzarme, la podré encajar y devolver multiplicada por diez, lo que a Troy le resultó perturbadoramente atractivo y aterrador al mismo tiempo.
Cuando los saludó con voz y sonrisa perfectamente normales, Troy se dio cuenta de que era aproximadamente de su edad y de que no se había hecho ningún retoque quirúrgico, hasta donde él podía ver. Al menos no en la cara.
—A ver si lo adivino… sois gemelos, ¿verdad?
Scotty, ligeramente más pequeño que su hermano, se quedó muy cerca de la pierna de Troy, mientras Grady, más sociable, se aferraba como un mono curioso al poste y a las vallas que separaban los patios. Claramente aturdidos, a Troy le extrañó que no se les cayeran las cabezas al asentir con vehemencia. Por el rabillo del ojo vio a Blake dándole con el codo a Shaun. «Respira», musitó, y el adolescente de dieciséis años se puso rojo como un tomate.
—¿Cuántos años tenéis, chicos? —preguntó Karleen, sin mirar a Shaun.
—¡Cuatro! —anunciaron a coro. Luego Grady se acercó un poco y le preguntó—: ¿Tú tienes algún hijo?
Karleen negó con la cabeza, apartando un mechón de pelo del color de la paja de los labios pintados.
—No, cariño, no tengo.
—Entonces, ¿cómo es que tienes esas cosas? —quiso saber Grady, apuntando al patio de ella para indicar los molinetes, los mapaches de piedra y un gnomo en un rincón apartado.
Parecía un anexo del departamento de jardines de unos grandes almacenes.
—Porque son divertidas —Karleen se encogió de hombros—. Me gustan las cosas brillantes, ¿a vosotros no?
Ellos asintieron. Luego Scotty aventuró:
—Tienes una piscina, ¿eh?
—Sí —corroboró, frunciendo la nariz—. Pero hace años que no la uso.
—¿Y eso?
—De acuerdo —intervino Troy, apoyando una mano en los hombros de los dos en señal de advertencia—. Demasiadas preguntas, amigo.
—No pasa nada —Karleen lo miró a los ojos, olvidando cambiar de sonrisa.
Troy dejó de respirar y recordó casi con dolor el tiempo que llevaba sin estar con una mujer. Agradeció que ella volviera a centrarse en su hijo.
—Da demasiado trabajo mantenerla, nada más —le explicó ella.
—Oh. Papá dijo que no podíamos tener una piscina porque somos demasiado pequeños y no quería tener que preocuparse por nosotros. Pero si aprendiéramos a nadar, no tendría por qué preocuparse.
—Sí —corroboró Grady con un gesto entusiasta de la cabeza.
Aún deslumbrado, Troy pudo darse cuenta de que lo que acababa de oír era lo más extenso que Scotty le había dicho alguna vez a alguien de una tirada.
Karleen rió. Una risa baja y ronca. No la risita aguda de un bombón. En absoluto la risa que Troy necesitaba oír en ese momento, cuando sus descuidadas hormonas estaban preparadas para hacer lo que hacen las hormonas. Vio que Blake lo miraba con una expresión divertida e irritante. Riendo entre dientes, en esa ocasión le dio dos golpecitos a Shaun para que lo ayudara a bajar el sofá de piel que debía ir a la sala de estar.
—Vuestra madre sí que debe estar bien ocupada con vosotros dos —decía Karleen en ese momento.
«Oh, diablos», pensó Troy.
—Tampoco tenemos mamá —respondió Scotty, pero con menos pesar que lo de la piscina—. Murió.
Karleen miró a Troy mientras se ruborizaba a pesar del maquillaje.
—Lo siento…
—Está bien —musitó él—. No la han conocido.
—Pero tú sí —manifestó antes de darse cuenta de lo que hacía y de sonrojarse aún más.
—Eh, Troy —llamó Blake desde la casa—. ¿Quieres venir a comprobar que el sofá está donde lo quieres?
—Sí, ya voy —miró a Karleen, quien ya retrocedía hacia su casa—. En serio, no pasa nada —se sintió impulsado a repetir.
Ella asintió.
—Bueno. Ha sido un placer conocerte y bienvenido al barrio —cruzó el patio.
—Me gusta Karleen —dijo Grady, todavía apoyado en la valla—. Es bonita.
—Sí —corroboró Scotty—. Y también es agradable.
Un par de horas más tarde, Blake y él estaban sentados en el porche de madera de pino, con las piernas estiradas y bebiendo unos refrescos mientras reposaban los músculos cansados. Los gemelos y Shaun se habían ido a explorar el nuevo vecindario. Blake cerró los ojos y respiró el aire primaveral y la paz.
—Esa vecina tuya es un deleite para la vista —comentó con su acento de Oklahoma.
Troy pensó que la paz había sido breve.
—Supongo. Si te gusta su tipo.
—No hablo de mí, evidentemente. Yo ya tengo mujer —indicó su socio estirándose más todavía—. Ahora necesitamos empezar a pensar en cubrir el vacío en tu vida. Y que no se te ocurra soltarme alguna tontería de lo bien que estás, de que sólo necesitas a los chicos, de que aún no es tiempo, blah, blah, blah.
—No iba a hacerlo —repuso Troy sin abrir los ojos. Percibió que había sorprendido a Blake, algo difícil después de trabajar juntos diez años.
—¿Me estás diciendo que te encuentras listo para seguir adelante? —comentó al final su amigo.
—Suenas sorprendido.
—Di mejor atónito.
—¿Por qué? Han pasado cuatro años —se irguió y sostuvo la lata entre las dos manos—. Amé a Amy, siempre la amaré. Pero me siento cansado de estar solo.
—Y echas de menos el sexo.
Troy apretó los labios.
—Como no te puedes imaginar.
—Da la impresión de que es algo meditado —comentó Blake.
—Más o menos un año. Desde que empezamos a hablar de trasladar el negocio aquí. No sé, supongo que el cambio finalmente liberó algo. Quizá me gustaría pensar en otra relación mientras mi cuerpo sigue en buen estado
El hombre del pelo oscuro cruzó los brazos y miró a Troy con expresión astuta.
—¿Alguna idea acerca de lo que piensas hacer al respecto?
Troy soltó un suspiro cansado.
—Ninguna. Amy y yo estuvimos juntos trece años. Y lleva muerta cuatro —movió la cabeza—. Afirmar que estoy un poco oxidado es un eufemismo.
—Recuperarás la forma, seguro —comentó Blake.
—No hablo de eso, obseso. Hablo de salir. De empezar una relación nueva. Ya fue bastante malo en la adolescencia, cuando al menos podía escudarme en la juventud. Ahora se supone que sé lo que hago.
Blake esbozó una sonrisa ladeada.
—No eres exactamente un indigente y aún conservas tu dentadura intacta. ¿Quieres mi consejo? Déjaselo a las mujeres. Nacen sabiendo lo que hay que hacer.
Los dos se sobresaltaron cuando una estrepitosa música country atravesó el silencio; con igual celeridad, el volumen bajó.
—Como tu vecina, por ejemplo —indicó Blake cuando Karleen apareció en su patio, prácticamente oculta por un sombrero de paja del tamaño de un parasol.
Un minuto más tarde, iba de un lado a otro con la cabeza gacha, empujando algo y cantando entusiasmada al son de la vocalista femenina. Cuando sonó su teléfono móvil, paró y contestó; y esa condenada risa baja y ronca atravesó la valla impulsada por la brisa ligeramente fresca.
Con expresión consternada, Troy movió la cabeza.
—¿Por qué demonios no?
—¿Su patio?
—Al menos no tiene flamencos rosa.
—Que podamos ver. En cualquier caso, está el pelo. Y las uñas. Y los… —gesticuló—. Atributos.
Blake frunció el ceño.
—No te sigo.
Terminada la llamada, Troy esperó hasta que oyó el sonido rítmico de lo que fuera que estuviera empujando antes de responder:
—Esa mujer no es real, Blake, es una alucinación provocada por mi privación sexual. Y no busco una aventura. Que es lo único que sería, si hubiera algo.
—Créeme, amigo, y sería algo —Blake rió entre dientes y bebió un trago—. Casi esperaba que la hierba se prendiera fuego entre vosotros dos.
—Eso es una locura —Troy agitó la lata en la dirección de su amigo—. Y no me mires de esa manera.
—Empiezo a preguntarme si no debería ir a comprobar si te dejaste el cerebro en la furgoneta. Esa mujer es bonita, le gustan los niños y parece tener buen humor —Blake se incorporó en la silla y sonrió—. No veo cuál es el problema.
—El que no tenga hijos no significa que esté soltera —comentó Troy antes de cerrar la boca.
Blake se tocó su anillo.
—No llevaba alianza.
—Podría tener novio. Pero no importa, porque no me interesa. Oh, vamos, Blake… sabes tan bien como yo que eso de que «los opuestos se atraen» es una patraña. Sí, me parece una mujer bastante atractiva y agradable, pero busco algo con cierta sustancia.
—¿Como tú con Amy?
—Exacto. ¿Qué? —dijo cuando Blake volvió a mover la cabeza.
—Lo llaman empezar de nuevo por un motivo, idiota. Nunca habrá otra Amy, y pensar que algo así es posible es injusto para cualquiera. En especial para ti. Pero, ¿no te estás precipitando un poco? ¿Piensas que vas a encontrar a la próxima señora Lindquist a la primera, sin realizar ninguna prueba? ¿Por qué limitar tus opciones descartando automáticamente a cualquier mujer que no haga sonar una marcha nupcial de inmediato?
—¿Porque es una pérdida de tiempo? ¿Porque…? —miró hacia la casa de Karleen y bajó aún más la voz—. ¿Porque lo artificialmente realzado nunca ha funcionado conmigo?
—Debió de ser un truco portentoso de la luz, entonces, esa expresión aturdida que pusiste. Además, ¿qué te hace pensar que no son auténticas?
—Una conjetura razonada.
—Tonterías. ¿Desde cuándo eres un experto en autentificar pechos? —riendo, se agachó cuando Troy le tiró su lata vacía.
El aluminio aplastado hizo un gran estrépito al rebotar sobre el suelo de madera del porche. Karleen giró la cabeza en esa dirección. Los dos la saludaron. Ella les devolvió el gesto. A Troy le pareció que con cierta renuencia.
—Además —continuó Blake—, ¿no siempre has sentido curiosidad por conocer el tacto de las falsas? —rió de nuevo al esquivar la mano de Troy. Entonces, al oír la voz de los niños a un lado de la casa, se puso de pie y miró el reloj de pulsera—. He de volver, le dije a Cass que regresaría a las cinco. ¿Estás listo para dejar la furgoneta alquilada y recoger tu coche?
—Sí.
Después de dejar el vehículo y de que Blake lo llevara junto con los niños hasta el apartamento para que recogiera el Volvo, su amigo lo llamó antes de subir y entre la música de rap que tenía puesta su hijo, le susurró:
—Bueno, ¿vas a tantear el terreno con Karleen o no?
Troy lo miró con ojos centelleantes.
—Me estás devolviendo todo el dolor que te causé cuando intentabas volver con Cass, ¿verdad?
Riendo, Blake puso marcha atrás y le dedicó una última mirada preocupada.
—No. Pero me pregunto cómo puedes pensar que buscar a otra Amy significa estar abierto a posibilidades. Deberías reflexionar en eso —añadió antes de desaparecer.
Veinte minutos más tarde, Troy se detuvo ante su nueva casa y los chicos bajaron de sus asientos nada más apagarse el motor.
—¡Quedaos en el patio de atrás! —gritó antes de que desaparecieran en una nube de polvo y risitas.
Luego se reclinó en el asiento de piel y observó su nuevo hogar, aguardando que la tormenta de recuerdos se asentara en su cabeza.
Varios años atrás, cuando al fin se había sentido bastante seguro de que el negocio no iba a desintegrarse bajo sus pies y de que Amy y él podían pedir un crédito hipotecario, habían vuelto loco al pobre agente inmobiliario de Denver. Pero iba a ser su primera casa y tenía que ser perfecta. En particular porque allí empezarían a formar una familia.
Sus gustos habían coincidido en que ambos querían líneas limpias, espacios abiertos, maderas y paredes claras. Y la casa de la que al fin se habían enamorado había olido a escayola fresca, madera nueva y comienzos nuevos, aunque la hubieran llenado con los reconfortantes colores apagados y estilos tradicionales de sus infancias.
A la muerte de Amy, había dado por hecho que no soportaría seguir en esa casa. Se había equivocado. De hecho, lo familiar y rutinario lo habían salvado en aquellos primeros meses, después de que sucediera lo impensable. La casa, y sus preciosos bebés, le habían salvado el pellejo. Y la cordura. Dejarla no había sido fácil.
De modo que después del traslado, una vez más se había tomado su tiempo, volviendo loco a otro agente inmobiliario en busca de un hogar nuevo para sus hijos y para él. Habría podido comprar prácticamente la casa que deseara en Albuquerque. Pero no había querido cualquier casa; había querido la casa idónea. Pero, ¿quién habría imaginado que sería esa casa enorme, cubierta con una pátina de moho y recuerdos, suelos de madera combados y madreselvas que casi ahogaban la entrada, con vigas atravesando todos los techos altos?
La condenada casa era el doble de grande de lo que realmente necesitaban, incluso después de sacar todo del guardamuebles. E iba a tener que comprar una podadora como un tractor para cortar el césped. No obstante, al bajar del coche y escuchar la risa pura y limpia de los niños, pensó que esa casa irradiaba serenidad, de la clase que se consigue cuando se ha visto todo y sobrevivido a ello. Era una casa que suplicaba perros grandes, hamacas y cestas de baloncesto, con niños estridentes.
Se acercó a inspeccionar un poste flojo en el porche. Movió la cabeza y, como había perdido la cordura, sonrió. La casa lo necesitaba. Algo que, en ese momento, era bueno.
Una mosquitera gimió cuando la abrió, las tablas del suelo crujieron cuando atravesó la sala de estar para ver a los niños en el patio de atrás. Los ventanales que conducían al exterior estaban asfixiados bajo sólo Dios sabía cuántas capas de esmalte blanco; sacó su navaja suiza del bolsillo y arañó hasta llegar a la madera. Arce. Quizá cerezo. Guardó la navaja y abrió las puertas, sonriendo al ver a los niños perseguirse entre los árboles.
—¿Queréis una pizza? —su voz reverberó en la casa medio vacía, en el vacío de su interior.
—¡Sí! —chillaron los dos, acercándose a la carrera, las caritas acaloradas, el pelo polvoriento.
—¿Puede Karleen comer con nosotros? —preguntó Grady, cinco veces más alto que lo necesario.
Troy miró de reojo hacia su patio y rezó para que no estuviera allí.
—Probablemente tiene otros planes, chicos. Volved a jugar que yo os llamaré cuando llegue la pizza.
Entró en la casa y buscó en la guía el servicio de entrega a domicilio más próximo a la casa. Después de pedir dos pizzas grandes, una solo con mozzarella y otra con todo, una ensalada y grisinis de pan, subió a la nueva habitación de los niños. Como daba a la parte de atrás, podía trabajar y mantener un oído alerta. Blake y Shaun lo habían ayudado a montar las literas, pero las cajas con juguetes, ropa y Dios sabía qué más se habían multiplicado en las últimas dos horas.
Moviendo la cabeza, se puso manos a la obra, y al rato descubrió dos de sus cajas entre las cosas de los niños. Después de echar un vistazo por la ventana, apiló las cajas y se las llevó a su dormitorio, en el otro extremo del pasillo. En cuanto las dejó al pie de la cama sin hacer, sonó su teléfono móvil.
—Llamaba para ver si ya os habíais instalado —sonó la voz de su madre en su oído.
—Mudado, sí —empujó una de las cajas con el pie—. Instalado, no. Si tengo suerte, lo habremos hecho cuando los chicos se gradúen en el instituto.
—Ahí es donde resulta útil una mujer. Sin embargo —añadió con presteza Eleanor Lindquist, como si se hubiera percatado de la metedura de pata—, yo aún tengo cajas sin abrir en el garaje de cuando nos mudamos aquí cuando tú tenías cinco años. En este punto, creo que las dejaré para que tus hermanos y tú las «descubráis» cuando nos hayamos muerto.
—Estoy impaciente.
Eleanor rió y añadió:
—Lo siento, Troy. Acerca del comentario de la mujer…
—No pasa nada. Olvídalo.
Una breve pausa.
—En cualquier caso, tu padre y yo estamos pensando en ir a haceros una visita. Habíamos acordado en un par de meses.
—¿Oh?
—Ya sabes, siempre hemos querido ver el sudoeste… Pero hemos creído mejor esperar hasta que tuvieras todo organizado. Claro que si causa algún inconveniente, podemos hospedarnos en un hotel…
—No. Claro que no, aquí sobra el espacio —«muy buena, mamá»—. Pero… ¿cómo está papá? ¿Esta preparado para el viaje?
—Claro que lo está, ¡han pasado más de cinco años, por el amor del cielo!
Sonó el timbre.
—Nos traen la pizza, he de dejarte —Troy sacó la cartera del bolsillo mientras bajaba las escaleras—. Dale recuerdos a papá —cerró el teléfono y abrió la puerta, sobresaltándose al ver a Karleen.
Flanqueada por un par de niños sucios y sonrientes.
—¿No has perdido algo? —preguntó ella.
Troy se permitió un cuarto de segundo de percepción sexual, sólo el perfume que llevaba ella bastaba para marearlo, antes de que el terror tardío lo golpeara y aferrara dos brazos flacos para hacerlos entrar en casa.
—¿Qué es eso de salir del patio? ¡Sabéis que no debéis ir a ninguna parte sin un adulto! Jamás —añadió antes de que Scotty pudiera acabar con él con el mohín del labio inferior.
—No cruzamos la calle ni nada de eso —dijo Grady—. Sólo fuimos al patio de Karleen.
—¿Y por qué habéis hecho eso?
—Porque queríamos que viniera, aunque tú dijiste que podía tener planes. Pero no los tiene. ¿Eh? —Grady giró para mirarla.
—Lo siento mucho —dijo Troy, siguiendo la mirada de su hijo, y fue entonces cuando vio que Karleen llevaba uno de esos chándals pintados que dejaban poco a la imaginación, y que tenía la piel acalorada, el carmín desvanecido y que se había recogido el cabello en una coleta, con los enormes ojos bajo unos bucles sueltos y…
—Íbamos a volver en seguida —musitó Scotty.
Troy recordó a sus hijos.
Se irguió y se pasó una mano por el pelo, ofreciéndoles la expresión de «papá no está contento».
—Ésa no es la cuestión. Sois demasiado pequeños para salir solos, incluso por un minuto.
Grady arrugó la frente.
—Entonces, ¿por qué siempre nos estás diciendo lo grandes que somos?
—Sí —corroboró Scotty, asintiendo, con aspecto vulnerable.
No por primera vez, la responsabilidad golpeó a Troy en el pecho.
Les apuntó con lo que esperó fuera un dedo lleno de severidad.
—No sois tan grandes —en ese momento un utilitario con el letrero de Dominó fijado sobre el techo frenó delante de la casa.
Los niños se pusieron a dar vueltas como saltamontes al tiempo que gritaban: «¡Piz-za! ¡Piz-za! ¡Piz-za!»
—No, aguarda —le dijo Troy a Karleen cuando se marchaba y emitió un incomprensible suspiro de alivio cuando ella se detuvo.
Después de darle una buena propina al repartidor y de que éste regresara al coche, volvió a centrarse en ella. Tenía los brazos cruzados y una sonrisa de Mona Lisa mientras observaba a los niños. El sol había comenzado a ponerse, suavizando los bordes de las sombras, dejando una temperatura fresca a su estela. Se preguntó si ella tendría frío…
—Santo cielo… ¿cuánto tiempo ha pasado?
Troy alzó la vista.
—¿Qué?
Los ojos de ella brillaron divertidos.
—Como me mires los pechos más tiempo, el sujetador se me va a incendiar.
—Lo… lo siento, por lo general no… —suspiró, la cara más caliente que la pizza—. No pretendía… —ella rió y él volvió a suspirar—. De acuerdo, tal vez sí. Pero no soy un mirón, te lo juro.
—Oh, tranquilo. Sólo estás siendo un hombre, nada más. De hecho, resulta hasta tierno.
«Tierno». No era exactamente la imagen que buscaba.
Oh, Dios, volvía a mirarla fijamente. Al menos no a los pechos.
—Eh… gracias por traer a los chicos —dijo, moviendo las pizzas.
Ella enarcó una ceja.
—La verdad es que no había planeado quedármelos.
—Es una pena —musitó Troy, luego movió la cabeza—. La verdad es que no sé en qué pensaban, nunca se habían ido de esa manera. Pero eres bienvenida a cenar con nosotros, en serio —alzó las dos cajas y se dio cuenta de que ya empezaban a derretirle las palmas de las manos, y probablemente también la ensalada que había encima—. Hay más que suficiente. Incluso prometo comportarme bien —añadió, recordando sonreír.
Fue el turno de ella de mirarlo fijamente.
—¿No los enviaste tú? ¿Vinieron por su propia cuenta?
Troy se mostró asombrado.
—¿Qué? ¡No! ¿Por qué ibas a pensar lo contrario?
—Lo siento. Es que… —durante un instante entre ambos flotaron vestigios de pesar, que se evaporaron cuando ella dijo—: Gracias por la invitación, de todos modos. Pero no puedo.
Giró y de nuevo se dirigió hacia su casa.
«Deja que se vaya. Deja que se vaya…»
—¿En otra ocasión?
Karleen se volvió.
—¿No hablas en serio?
—Bueno, sí, de hecho hablo en serio —«¿qué?»—. Quiero decir, somos vecinos y todo eso… —se encogió de hombros bobamente.
—Sí, bueno, es la parte de todo eso lo que me preocupa.
—Es una forma de hablar —musitó Troy, combatiendo contra otro sonrojo—. Te lo prometo, Karleen, no estoy coqueteando…
—Bueno, no, puede que aún no hayas alcanzado la fase de babear. Pero desde luego que estás coqueteando.
«Puede que esto sea más fácil de lo que pensé», pensó él. «O quizá lo sea ella».
Entonces recordó que era ella quien se iba.
—Y… eso sería inapropiado porque es probable que tengas novio o algo así.
—O puede que no esté interesada.
—O eso.
Ella movió la cabeza, lo que hizo que la coleta se moviera… y casi los pechos.
—¿Sabes?, de verdad eres dulce —y una vez más los vestigios de pesar oscilaron entre ellos, más visibles en esa ocasión, aunque no menos fantasmagóricos—. De hecho, no tengo novio desde que… —carraspeó—. Desde hace mucho tiempo.
—¿Te gustan las mujeres?
Ella soltó una carcajada que hizo que él sonriera.
—¡Dios, eres demasiado! No, encanto, quería dar a entender que novio suena más bien… juvenil. He tenido amantes y he tenido maridos…
—¿Maridos?
—Tres, si quieres saberlo. Y es mi límite. Pero lo que intento decir es que no hay nadie en mi vida ahora mismo. Por elección propia. Porque, en realidad, representa más problemas que ventajas. Razón por la que rechazo tu invitación. Para esta noche o para cualquier otra ocasión. Porque eres dulce y no tiene sentido fingir que no nos sentimos atraídos el uno por el otro, pero hay algunas cosas que no están destinadas a ser —con la cabeza indicó las pizzas—. Se te están enfriando —giró y esa vez cruzó todo el patio.
Troy la miró durante varios segundos mientras recordaba lo desagradable que era ser rechazado. Incluso cuando la mujer era alguien con quien realmente no se deseaba tener nada.
Entró y cerró la puerta con el pie.
—Repíteme cómo se llama.
—Troy Lindquist —dijo Karleen en la dirección del teléfono mientras pedaleaba con intensidad en la bicicleta estática. Habían pasado dos días desde que Troy y sus hijos se habían mudado a la casa de al lado. Dos días desde que había rechazado la invitación que había sabido que contenía mucho más que una simple pizza, a pesar de la insistencia de Troy de lo contrario.
Dos días desde que contestara al timbre y encontrara una bandeja cubierta de película plástica, que contenía dos porciones de pizza, un grisin de pan y ensalada. Y una nota encima que ponía:
Sólo se estropearán. Disfrútalas. T
Y en esos dos días, había hecho suficientes kilómetros en su bicicleta como para competir con Lance Armstrong. La ventaja es que iba a tener unos muslos duros como una roca.
Oía a Joanna teclear en su ordenador y el esporádico ladrido de su perro y algún que otro grito de «¡mamá!» de uno de sus cuatro hijos. Sin hacerle caso a ninguno, Joanna dijo:
—Mmm.
—¿Mmm, qué? —dijo, jadeando y secándose el sudor del cuello y del pecho con la tolla que llevaba alrededor de la garganta. Claro que ella podría haberlo buscado en Google, pero su amiga se le había adelantado.
—¿Rubio, has dicho? ¿Treinta y bastantes? ¿Cegadoramente atractivo?
—Exacto. ¿Por qué? ¿Has encontrado algo?
—Bueno, hay una foto de un rubio macizo llamado Troy Lindquist, con otro macizo moreno llamado Blake Carter…
—¡Sí! ¡También él estaba!
—Cielos, me sorprende que no se te derritieran las retinas. El pie de página habla de su empresa. Ain’t It Sweet. ¿No son los que hacen los postres congelados?
Karleen dejó de pedalear, con el corazón latiéndole tan fuerte que apenas pudo oírse hablar.
—¿Te refieres a los fabricantes de esa tarta de turrón?
—Los mismos.
—¿Troy es el propietario?
—Eso parece. Bueno, ese tal Blake y él son socios. Aquí pone… —hizo una pausa mientras bajaba la página—… que hace poco trasladaron su cuartel general de Denver a Albuquerque… aunque la planta principal de helados sigue en Denver… santo cielo.
—¿Qué?
—Los analistas dicen que con los crecientes números de ventas y con los saludables márgenes de beneficios, sumado a una enorme proyección de crecimiento de la franquicia en los próximos cinco años, Ain’t It Sweet está preparada para dominar el cincuenta por ciento del mercado estadounidense, con planes para incrementar su distribución en el extranjero. Y los sondeos siempre muestran que figura entre las cinco empresas de alimentos congelados mejor consideradas por los consumidores. Está bueno y es asquerosamente rico —concluyó Joanna—. ¿Y dices que está soltero?
—No vayas por ahí.
—Yo no voy por ninguna parte. Tú, por otro lado, tienes a un tipo apuesto, rico, sin compromisos y solitario viviendo del otro lado de tu muro oeste. Que además tiene un vínculo directo con el mejor helado de todo el condenado mundo.
Poniendo los ojos en blanco, Karleen bajó de la bicicleta y recogió el teléfono de su soporte antes de ir a la cocina en busca de agua.
—¿Por qué das por hecho que está solo?
—Puedo verlo en sus ojos en la foto.
Aunque no iba a reconocerlo, también ella lo había visto. De cerca y en vivo.
—Por el amor del cielo, Karleen, ¡presta atención! ¡Helado! ¿Sexo! ¡Dinero! ¡Helado!
Tuvo que reír.
—Lo he entendido, Jo. No me interesa.
—¿Estás loca? A mí no me interesa, porque si estuviera más felizmente casada, me estallaría el cerebro. Quizá sea mejor que compruebes tu pulso para ver si estás viva.
Karleen soltó un suspiro cansado.
—Sabes que estás fustigando a un caballo muy muerto, ¿verdad?
Tras una pausa, Jo dijo:
—No solías ser así.
—Creo que ésa es la cuestión, cariño —musitó—. Y, sí, soy bien consciente de lo atractivo que es. Y de que es agradable. Y de que tiene dos hijos adorables. Pero su expresión la primera vez que me vio cancela el juego de nuestras hormonas…
—¿Hubo juego de hormonas? —chilló Jo.
—Jo. Aunque se me pasara por la cabeza seguir adelante, estas pestañas no aletean ante alguien que me mira como lo hizo Troy Lindquist. Sus ojos censuraban la operación de senos.
—¿Quieres dejar de castigarte por eso? Quedaste encantada cuando Nate te las regaló por tu cumpleaños.
—Mmm. Hasta que me di cuenta de lo que sucederá en algún punto, cuando tengan que salir y yo termine con un par de globos desinflados en mi pecho. Las lamentaré el resto de mi vida. Igual que mis matrimonios.
—De acuerdo, ya es suficiente —aseveró su amiga con un tono que había empleado desde que iban juntas al colegio—. Maldita sea, Kar… eres inteligente, tienes tu propio negocio, no le debes nada a nadie. Sí, tus matrimonios no funcionaron. Es algo que sucede.
—¿Tres veces?
—Has tenido más práctica que la mayoría de la gente. Bien. Pero si lo que de verdad quieres es estar sola, eh… adelante…
La llamada en espera sonó en el oído de Karleen.
—Lo siento, espero la llamada de un cliente, necesito contestar. Hablaremos más tarde, ¿de acuerdo?
Cuando oyó, «Leenie, ¿eres tú?», le estalló una bola de fuego en la boca del estómago al experimentar la demasiado familiar oleada de irritación y culpabilidad.
—¿Tía Inky?
—Bueno, ¿quién más puede ser, nena? Qué alivio. ¡Temí que hubieras cambiado tu número o algo!
Un descuido por su parte. Resistió el impulso de preguntarle a la hermana menor de su madre qué quería, porque sólo aparecía cuando quería algo.
—Vaya. Qué sorpresa.
—Lo sé, me he sentido fatal por no llamarte antes, y habría sido muy difícil para ti hacerlo, ya que he estado haciendo muchos, mmm, viajes y todo eso.
Por una vez, no sonaba borracha. Aunque sólo eran las diez de la mañana.
—¿Dónde estás ahora? —preguntó Karleen.
—En Lubbock. Llevo aquí un par de meses. Está bien, supongo. Dios sabe que he vivido en lugares peores —una pausa—. ¿Te has liado con alguien nuevo ya?
Karleen cerró los ojos.
—No, tía Inky. Ya te lo he dicho, prefiero estar sola.
—¿Te va bien, entonces? Me refiero al dinero.
Se había preguntado cuánto tardaría en llegar a eso.
—Voy tirando.
—Eso es bueno. Siempre fuiste muy lista… desde luego, mucho más lista que tu madre o yo, así que no debería sorprenderme. ¿Sigues viviendo en el mismo lugar, en la casa rodeada de árboles?
El hielo apagó de inmediato el fuego en su estómago. Sintió la tentación de mentir. Pero no pudo. Para empezar, porque Inky era la única familia que le quedaba.
—Sí, sigo aquí —titubeó, luego añadió—: En realidad, es todo lo que tengo —aunque eso fuera estirar un poco la verdad.
Y como una danza muy repetida, Inky soltó:
—En ese caso, supongo que no te sobran un par de cientos de dólares, ¿verdad? Es sólo un préstamo, ¿entiendes? Para aguantar hasta que pueda volver a levantarme.
Karleen tuvo ganas de reír, a pesar de que resistió la tentación de decirle a su tía que si pasara menos tiempo en posición horizontal, bien en compañía de hombres de dudosa personalidad o bien borracha, podría llegar a aguantar de pie más de cinco minutos. Pero, ¿quién era ella para juzgar? Además, en esa ocasión casi había pasado un año, de modo que podía tratarse realmente de una urgencia.
—Supongo que puedo conseguir un par de cientos. Con la condición de que los devuelvas —añadió, porque al menos quería que su tía pensara en ello.
—¡Por supuesto, nena! Deja que te dé mi dirección…
Karleen la escribió en un bloc de notas que había en la mesita de centro.
—De acuerdo, te enviaré un cheque por doscientos dólares con el próximo correo…
—¿Podrías hacer una transferencia, cariño? Y si llegas a doscientos cincuenta, o incluso trescientos, de verdad que te lo agradecería.
Karleen suspiró.
Pero, después de colgar, pensó que al menos su tía no le había dicho que iría a vivir con ella.
Respiró hondo y miró hacia el reloj grande que había encima del televisor. Le sobraba tiempo antes de la cita de la tarde para excavar un poco en el jardín y eliminar así su energía negativa.
Se enfundó unos vaqueros, se calzó unas zapatillas viejas, se puso el sombrero de paja en la cabeza y salió; en el exterior la recibió esa música embotadora que tanto le gustaba a Troy.
Para contrarrestarlo, puso un CD de Garth Brooks en el equipo portátil que tenía en el porche, apretó la tecla de reproducción y se fue al cobertizo. Cuando abrió las puertas de metal, pensó que Troy aún no tenía cuarenta años. Lo que hacía que no comprendiera cómo podía gustarle música que le recordaba a estofados y televisión en blanco y negro. Podría haber entendido un rock de los ochenta. No es que así le hubiera gustado más, pero habría tenido más sentido.
Aunque había muchas cosas acerca de Troy Lindquist que no tenían sentido. Como, siendo millonario, por qué había comprado una casa en Corrales que necesitaba una profunda rehabilitación, cuando podría haberse permitido una de las lujosas mansiones al pie de las colinas. Y por qué no había una niñera o un ama de llaves en su vida.
No es que algo de eso fuera asunto suyo, pero sentía curiosidad.
Se puso los guantes más gordos de jardinería, luego apartó un laberinto de telarañas hasta dar con la pala y se dirigió a una pequeña parcela que por desgracia se hallaba junto a la valla de Troy. Pero era la única parte del patio que no estaba a la sombra la mitad del día o invadida por raíces de álamo.
La punta de acero atravesó la tierra blanda con un sonido satisfactorio. A la tercera embestida, dos pares de pies con zapatillas aparecieron debajo de la valla inferior, seguidos de dos caritas que colgaban de la parte superior.
—¿Qué haces? —preguntó el gemelo del pelo más corto, claramente designado portavoz del dúo.
—Preparar el suelo para poder plantar un huerto.
—¿Qué vas a plantar?
—Tomates —repuso, jadeando un poco mientras continuaba hundiendo la pala en la tierra—. Pepinos. Calabazas. Quizá melones —por algún motivo, no podía cultivar flores para salvar su tierra, pero sí podía manejar las verduras.
—¿Podemos ayudarte?
—Sí —corroboró el segundo gemelo, el más pequeño, con voz como el beso de una mariposa—. ¿Podemos?
—Oh, no voy a plantar nada hoy —repuso, convencida de que cuando llegara el momento de hacerlo, lo habrían olvidado—. Aún hace mucho frío por la noche. Todavía quedan semanas de espera.
—Oh —dijo el primero—. Pero cuando lo hagas, ¿podemos ayudarte?
Quizá ese año tuviera que plantar con la luz de la luna.
Entonces, el pequeño, cuyos ojos eran como mármoles azules en un rostro todo él ángulos delicados, añadió:
—Sí, nunca hemos tenido un huerto.
—Os diré lo que haremos —Karleen se irguió y se apartó el cabello de la cara con el dorso de la muñeca, momento en que notó a Troy, su camiseta mojada moldeándole el torso, de pie en su porche mirándola con tanta intensidad como un gato acechando a un canario—. Cuando llegue el momento, podréis preguntárselo a vuestro padre y ya veremos.
Lo que hizo que los niños salieran a la carrera gritando:
—¡Papá! ¡Papá! ¿Podemos ayudar a Karleen a plantar un huerto?
Troy alzó al primer niño en brazos, logrando que estallara en risitas incontrolables, mientras le plantaba un beso sonoro en el cuello. Le hizo unas cosquillas más antes de dejarlo para alzar a su hermano y repetir el proceso.
—Vosotros dos me vais a matar —comentó con una mezcla de diversión e irritación en la voz.
En perfecta armonía con la melodía profunda y de una ternura casi insoportable del amor incondicional.
El anhelo que creció en el interior de Karleen fue tan dulce que le produjo un nudo en la garganta, incluso cuando desde una distancia de diez metros captó las disculpas en la mirada de él.
—No pasa nada —articuló, pero él movió la cabeza.
Le dijo algo a los niños, quienes corrieron al otro extremo del patio antes de que él entrara en la casa. Un segundo más tarde, reapareció y fue en su dirección, con una botella aferrada en cada mano.
Karleen volvió a bajar la cabeza y a clavar la pala en la tierra, como si sólo se hallara a centímetros de encontrar petróleo.
Troy llevaba unos diez minutos observando intermitentemente a Karleen, atacando esa parcela de tierra como si la hubiera ofendido. En especial después de que los niños la hubieran ido a saludar.
Las botellas frías y húmedas le calmaron las palmas acaloradas de las manos mientras cruzaba los aproximadamente quince metros que los separaban. Cuanto más se acercaba, más vehemente se tornaba la excavación. Ella seguía sin ser su tipo, pero él tampoco era el hombre del saco. Y lo irritaba sobremanera que ella pareciera creer que lo era.
Con el ala del sombrero temblándole, ella alzó la vista cuando se acercó. Una vez más Troy experimentó el inevitable aguijonazo de empatía siempre que veía a alguien atribulado. Amy solía burlarse de que siempre parecía meterse más de lo que debía en los problemas de otras personas. Mientras extendía las botellas, pensó que algunas cosas no podían evitarse.
—Hace más calor que lo que parece. Estarás deshidratada.
—Gracias, pero estoy bien —dijo ella, hundiendo la pala otra vez en la tierra.
Llevaba vaqueros de cintura baja, permitiéndole una visión del piercing que llevaba en el ombligo, acompañados de un top elástico que básicamente era un sujetador grande. Aunque el modo en que el sol lamía la humedad que le cubría la piel…
—Es una botella de agua, Karleen.
Jadeando ligeramente, ella volvió a mirarlo; luciérnagas de luz danzaban sobre su rostro a través del ala de paja del sombrero. Él agitó la botella. Ella se la quitó de la mano.
—Bien —desenroscó la tapa y bebió un trago—. ¿Y ahora querrás irte?
—No hasta que me digas qué sucede.
La sorpresa aleteó en las facciones de ella antes de mover la cabeza.
—No sucede nada.
—Tonterías.
Ella enarcó las cejas y esbozó una sonrisa.
—No me conoces. ¿Por qué ha de importarte?
—Considéralo un defecto de carácter.
Lo miró con tal intensidad que a él se le disparó el impulso sexual como una alarma de incendios. El suspiro que ella emitió hizo que sus pechos oscilaran bajo la camiseta.
—No eres tú —repuso pasado un momento—. He recibido una llamada que me ha agitado, eso es todo —se encogió de hombros, luego dejó la botella junto a la valla antes de regresar al trabajo—. Cosas familiares, nada demasiado serio, y sin querer insistir en el asunto… —hundió la pala—… pero no es asunto tuyo.
Despejada su bruma mental, Troy bebió un trago de agua y luego apoyó la botella en la parte superior de la valla.
—De acuerdo, no he venido con la intención exclusiva de que no te mueras de sed.
Ella esbozó una sonrisa fugaz.
—¿No?
—No. Tenías razón la otra noche cuando hiciste aquel comentario sobre el tiempo que había pasado para mí. Ni siquiera he salido con otra mujer desde que murió mi esposa.
El terrón de tierra estalló como una supernova. Lo miró.
—¿Bromeas?
—No.
Se quedó quieta, alerta.
—¿Y qué tiene que ver eso conmigo?
—Bueno… Blake, el amigo que me ayudó en la mudanza, sugirió que tal vez necesitara a alguien… quiero decir, a una mujer, con quien practicar antes de volver a sumergirme en la escena de las citas —alzó la botella en su dirección—. Y como tú vives justo en la puerta de al lado, pensó que tal vez podrías ser esa mujer.
Karleen soltó una carcajada.
—Y yo no puedo creer que seas tan tonto como para decírselo a una mujer que tiene una pala entre las manos.
—Me refería a una mujer con la que hablar, ¿qué pensaste que…? Oh —apretó los labios—. Lo siento. No he querido decir lo que ha parecido.
Ella clavó la pala en una sección dura de tierra.
—Bueno, si este torpe intento que acabas de realizar sirve como indicio, es evidente que tu habilidad para ligar necesita refinarse. Pero, ¿por qué yo, exactamente? Además de por el factor de comodidad, desde luego.
—Porque doy por hecho que si puedo controlar una conversación contigo, podré hacerlo con cualquiera.
Eso provocó otra risa en Karleen, aunque menos hostil.
Después de vivir casi diez años con una mujer, por no mencionar cuatro años de celibato desde entonces, sabía muy bien que no era uno de esos hombres que pensaba en el sexo las veinticuatro horas del día. Pero al observar a Karleen agacharse para recoger la botella de agua, y posar los ojos en ese trasero redondo y suave, comprendió que el sexo vibraba en segundo plano como el sistema operativo de un ordenador… invisible pero siempre encendido.
—¿Quieres decirme —continuó ella con labios húmedos por el agua— que ni siquiera has hablado con una mujer en todo este tiempo?
—No en el sentido de hombre a mujer.
—Y lo realmente patético —comentó ella con una sonrisa—, es que te creo.
—Gracias. Supongo.
—Aunque… tampoco lo haces tan mal ahora.
—¿Sí?
—Sí. Tuviste un comienzo un poco traqueteado, pero te recuperaste muy bien —bebió otro sorbo de agua, luego hizo una mueca.
Troy frunció el ceño.
—¿Es por el agua? ¿Cómo puede ser?
—No es el agua, es esa música que escuchas.
—¿Qué le pasa?
—Aparte de que es muy aburrido, nada. Se supone que la música tiene que poner tus fluidos en marcha, no ser un soporífero.
Troy soltó una risa algo dolida.
—Créeme, entre mi trabajo, vigilar a mis hijos y… otras cosas… mis fluidos fluyen bien, gracias. Quiero algo que me calme los nervios —dijo, mirando adrede en la dirección del patio de ella de la que salía música country alta—, no que me los crispe aún más.
—¿Tienes algo contra la música country? —preguntó ella después de otra palada.
—¿Cuando está lo bastante alta como para sacudir las ventanas en Phoenix? Sí.
Con gesto pensativo, Karleen miró por encima del hombro.
—Sí, supongo que la podría bajar. Pero… —lo miró—. El CD ya casi ha terminado. ¿Te importa que lo deje llegar al final?
—No, claro que no.
—Gracias. Te diré lo que haremos…¿qué te parece si acordamos no poner música fuera de las casas? A menos que el otro haya salido, claro.
—Trato hecho. Oh, y lamento lo de los niños antes —al verla fruncir el ceño, aventuró—. ¿Por lo del huerto?
Volvió a clavar la pala en la tierra, pero lo miró por debajo del ala del sombrero.
—Sólo se comportan como niños, no pasa nada. Además, no tiene relevancia al menos hasta dentro de un mes, no me preocupa.
—Debería. Esos dos trabajan en equipo, cuando uno frena para respirar, el otro llena el hueco sin esfuerzo alguno.
Ella rió y se irguió, mirando en la dirección de los niños.
—¿Cómo son?
Troy siguió su mirada.
—Grady es el mayor, el más extrovertido. El instigador. Scotty siempre ha sido más cauto. A diferencia de su hermano, al menos tiende a pensar las cosas antes de meterse en problemas.
—Ohh… se parecen mucho a los gemelos de mi amiga Joanna. Personalidades realmente distintas —Karleen se giró, con una mano en el asa de la pala y la otra señalando a un punto situado a unos metros—. ¿Y si les hacemos su propio huerto? Podrían plantar calabazas, a los niños siempre les entusiasma eso.
Troy frunció el ceño.
—No tienes por qué hacerlo. Quiero decir, es una gran idea, pero yo también podría prepararles fácilmente un huerto. Da la impresión de que los antiguos dueños tenían una parcela dedicada a eso junto al muro de atrás.
—Olvídalo. Esa tierra no sirve, ahí nunca crecería algo. Y no me importa. En serio. Será divertido.
La conversación cesó y ella siguió cavando. Troy recogió su botella de agua.
—Bueno, supongo que me iré —dijo, dándose la vuelta.
—¿Intentas arrancar esos viejos rosales en la parte de atrás?
Él se volvió con más celeridad que la que debería haber mostrado.
—Intentar es la palabra clave. El viejo matorral ha extendido docenas de raíces malas y espinosas por el patio. Empiezo a pensar que sólo el napalm arreglaría algo. Las cosas asilvestradas me molestan. Quiero hacer lo máximo por aquí antes de que deba volver al trabajo la semana próxima.
Karleen lo miró divertida.