Deja de decir mentiras - Philippe Besson - E-Book

Deja de decir mentiras E-Book

Philippe Besson

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Beschreibung

En 1984, Philippe Besson, hijo de una familia culta y alumno brillante en el instituto de su pueblo, conoce a Thomas Andrieu, el solitario y misterioso hijo de un granjero. El descubrimiento de la sexualidad de uno y otro viene marcado por el carácter clandestino de su relación adolescente, tan intensa como fugaz hasta que los caminos de ambos se separan. Veintitrés años después, el ya consagrado escritor Philippe Besson, que vive abiertamente su homosexualidad, se topa en Burdeos con un hombre joven que guarda un inquietante parecido físico con Thomas, de quien nada más ha vuelto a saber. Con una prosa adictiva, envuelta por el lirismo de la sencillez, «Deja de decir mentiras» es una apasionada lección contra la intolerancia y la ocultación de los sentimientos. Un viaje a las profundidades íntimas de todo ser humano, aquellas que ni el tiempo es capaz de borrar. El libro, convertido en un fenómeno literario en Francia (Premio Maison de la Presse 2017, más de 150.000 ejemplares vendidos y película basada en el libro que dirigirá Olivier Peyon) llega ahora a las librerías españolas de la mano de la editorial La Caja Books. Este libro de Philippe Besson, publicado el año pasado por la editorial francesa Julliard, se editará también en Estados Unidos, Alemania, Canadá, China, Corea, Italia, Israel, Rumanía, Turquía y Vietnam.

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Seitenzahl: 177

Veröffentlichungsjahr: 2018

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En memoria de Thomas Andrieu (1966-2016)

«No se trataba de atraer al deseo. Existía ya desde la primera mirada o no había existido nunca. Era el entendimiento inmediato de la relación sexual o no era nada».

Marguerite Duras, El amante

«Él dijo: había decidido dejar de amar a los hombres, pero tú me gustaste».

Hervé Guibert, Loco por Vincent

«Llegué a la dolorosa conclusión de que las posibilidades potenciales habían pasado, de que se había acabado hacer lo que querías cuando querías. El futuro ya no existía. Todo formaba parte del pasado y ahí iba a quedarse».

Bret Easton Ellis, Lunar Park

Un día, puedo decir exactamente cuándo, sé la fecha, con precisión, un día me encuentro en el vestíbulo de un hotel, en una ciudad de provincias, un vestíbulo que hace las veces de bar, estoy sentado en una butaca, conversando con una periodista, entre los dos hay una mesilla baja, redonda, la periodista me entrevista a propósito de mi novela Decirte adiós, que acaba de publicarse, me hace preguntas sobre la separación, sobre el hecho de escribir cartas, sobre el exilio que consuela o no, yo contesto, sé las respuestas a esas preguntas, contesto casi sin prestar atención, las palabras me salen fácilmente, mecánicamente, aunque pasee la mirada por la gente que cruza el vestíbulo, las idas y venidas, las llegadas y las partidas, me invento la vida de esa gente que se marcha, que llega, intento imaginar de dónde vienen, a dónde se van, siempre me ha gustado eso, inventarme la vida de desconocidos con quienes apenas me he cruzado, interesarme por siluetas, casi es una manía, creo que empecé a hacerlo de niño, sí, fue en mi más tierna infancia, ahora me acuerdo, a mi madre le preocupaba, decía: deja de decir mentiras, decía mentiras en lugar de historias, y sigo igual, así que años más tarde continúo haciendo lo mismo, formo hipótesis mientras contesto las preguntas, mientras hablo del dolor de las mujeres abandonadas, son dos cosas que puedo disociar, que puedo hacer a la vez, cuando distingo a un hombre de espaldas, que arrastra una maleta con ruedas, un hombre joven disponiéndose a salir del hotel, la juventud emana de su porte, de su ropa, y esa imagen me perturba enseguida, porque es una imagen imposible, una imagen que no puede existir, podría equivocarme, desde luego, al fin y al cabo, no le veo la cara, no hay manera de vérsela desde mi asiento, pero es como si estuviera seguro de esa cara, como si supiera qué aspecto tiene el hombre, y lo repito: es imposible, literalmente imposible, y, sin embargo, pronuncio un nombre, Thomas, lo grito más bien, Thomas, y la periodista que tengo enfrente se asusta, estaba inclinada sobre su cuaderno, enfrascada, garabateando unas notas, transcribiendo mis palabras, y de repente levanta la cabeza y se le tensan los hombros, como si le hubiera gritado a ella, debería disculparme pero no lo hago, arrollado por la imagen en movimiento, esperando que el nombre que he gritado surta efecto, pero el hombre no se da la vuelta, prosigue su camino, debería deducir que me he equivocado, esta vez de verdad, que ha sido un espejismo, que el vaivén ha provocado ese espejismo, esa ilusión, pero no, me levanto de un salto, me lanzo a la caza del fugitivo, no me mueve la necesidad de comprobarlo, pues en ese momento aún estoy convencido de tener razón, de tener razón contra la razón, contra la evidencia, alcanzo al hombre en la acera, le pongo la mano en el hombro, se da la vuelta y.

Capítulo uno

1984

El recreo de un instituto, un patio pavimentado, rodeado por edificios antiguos con ventanas anchas y altas, de piedra gris.

Unos adolescentes, con una mochila o una cartera a sus pies, charlan en pequeños corros, las chicas con las chicas, los chicos con los chicos. Si se observa atentamente, se descubrirá a un vigilante, apenas algo mayor que los muchachos.

Es invierno.

Se ve por las ramas desnudas de un árbol plantado allí, en medio, que parece muerto, por la escarcha en las ventanas, por el vaho que se escapa de las bocas, por las manos que se frotan para calentarse.

Es a mediados de los años ochenta.

Eso se adivina por la ropa, tejanos apretadísimos, descoloridos con lejía, salpicados de manchas claras, de talle alto, y jerséis con motivos geométricos; a veces las chicas llevan calentadores de lana, de colores, que les tapan los tobillos.

Tengo diecisiete años.

No sé que nunca volveré a tener diecisiete años, no sé que la juventud vuela, que apenas dura un instante, que desaparece enseguida y cuando te das cuenta ya es demasiado tarde, ya se ha terminado, se ha volatilizado, la has perdido; a mi alrededor algunos lo presienten y lo dicen, los adultos lo repiten, pero yo no los escucho, sus palabras me resbalan, como el agua por las plumas de un pato, soy un idiota, un idiota sin preocupaciones.

Soy un estudiante del último curso de bachillerato de la clase C en el instituto Élie-Vinet de Barbezieux.

Barbezieux ya no existe.

Formulémoslo de otro modo. Nadie puede decir: conozco ese sitio, sé situarlo en el mapa de Francia. Aparte, tal vez, de los lectores cada vez más raros de Jacques Chardonne, nativo de la ciudad, que alabó su improbable «felicidad». O de aquellos, más numerosos, pero ¿acaso se acuerdan?, que antaño tomaban la nacional 10, a principios de agosto, para ir de vacaciones a España o a las Landas, y sistemáticamente acababan bloqueados en los atascos, allí, precisamente, a causa de una serie mal pensada de semáforos tricolores y del estrechamiento de la calzada.

Está en Charente. A treinta kilómetros al sur de Angulema. Casi al extremo del departamento, casi en el de Charente-Marítimo, casi en la Dordoña. Tierras calcáreas ideales para cultivar viña: no como las que dan al Lemosín, arcillosas y frías. Clima oceánico: los inviernos son suaves y lluviosos, no siempre hay verano. Por muy lejos que se remonte mi memoria, la grisura lo domina todo; la humedad. Vestigios galorromanos, iglesias y castillos; el nuestro se asemeja a una fortaleza, pero ¿qué debía de defender por aquel entonces? Alrededor: colinas; dicen que el paisaje es ondulado. Y eso es todo, más o menos.

Nací allí. En aquella época, aún había una maternidad. Cerró hace muchos años. Ya nadie nace en Barbezieux, la ciudad está condenada a desaparecer.

¿Y quién conoce a Élie Vinet? Aseguran que fue profesor de Montaigne, aunque jamás se ha demostrado a ciencia cierta. Digamos que fue un humanista del siglo xvi, traductor de Catulo y director del Collège de Guyenne en Burdeos. Y que el azar hizo que naciera en Saint-Médard, un enclave de Barbezieux. Le pusieron su nombre al instituto. No encontraron otro mejor.

En fin, ¿quién se acuerda de las clases C del último curso de bachillerato? Hoy las llaman S, creo. Aunque esa sigla no encierre la misma realidad. Eran las clases de matemáticas, supuestamente las más selectivas, las más prestigiosas, las que abrían las puertas de las clases preparatorias, que podían llevar a las grandes escuelas, mientras que las otras condenaban a la universidad o a los estudios profesionales de dos años; o se acababan ahí, como un callejón sin salida.

Así, pues, soy de una época pretérita, de una ciudad moribunda, de un pasado sin gloria.

Que nadie se llame a engaño: eso no me entristece. Es así. Yo no elegí nada. Como todo el mundo. Lo sobrellevo.

De todas formas, a los diecisiete años, no tengo una consciencia tan clara de la situación. A los diecisiete años no sueño con la modernidad, ni con el firmamento. Me conformo con lo que me dan. No albergo ninguna ambición, no me domina ningún odio, ni siquiera conozco el tedio.

Soy un estudiante ejemplar, que nunca se salta una clase, que casi siempre saca las mejores notas, que es el orgullo de sus profesores. Hoy, a ese muchacho de diecisiete años le daría una bofetada, no por sus buenos resultados, sino porque tan solo procura complacer a sus jueces.

Estoy en el patio, con los demás. Es la hora del recreo. Salgo de dos horas de filo («¿Se puede admitir la libertad del hombre y a la vez suponer la existencia del inconsciente?»; nos aseguran: ése es el típico tema que puede caer en la sele). Me espera una clase de ciencias naturales. El frío me pica las mejillas. Llevo un jersey de rombos azul. Un jersey informe, que me pongo demasiado a menudo, que suelta pelusa. Tejanos y deportivas blancas. Y gafas. Eso es una novedad. Perdí muchísima vista el año anterior, me volví miope en pocas semanas sin que se supiera por qué, me prescribieron que llevara gafas y obedecí, no hubo más remedio. Tengo el pelo rizado, fino, y los ojos tirando a verdes. No soy guapo, pero llamo la atención; eso lo sé. No por mi aspecto, no, a causa de mis resultados, murmuran: es brillante, está muy por encima de los demás, llegará lejos, como su hermano, en su familia son un hacha, estamos en un lugar y un momento en que muchos no van a ninguna parte, y eso me granjea simpatía y antipatía a partes iguales.

Soy ese joven, en el invierno de Barbezieux.

Los que están conmigo se llaman Nadine A., Geneviève C. y Xavier C. Tengo su cara grabada en la memoria, mientras que otras tantas, más recientes, la han desertado.

Sin embargo, no son ellos quienes me interesan.

Sino un chico a lo lejos, apoyado en uno de los muros, flanqueado por dos tipos de su edad. Un chico con el pelo enmarañado, una barba incipiente y la mirada oscura. Un chico de otra clase. De la D. Otro universo. Entre nosotros, una frontera infranqueable. Tal vez desprecio. Al menos, desdén.

Y yo solo tengo ojos para él, el chico larguirucho y distante, que no dice nada, que se contenta con escuchar a los dos tipos, sin terciar, sin sonreír siquiera.

Sé su nombre. Thomas Andrieu.

Debo decir que soy el hijo de un profesor, del director de la escuela.

Por lo demás, crecí en una escuela primaria a ocho kilómetros de Barbezieux; en la planta baja, la única clase del pueblo; en el primer piso, el apartamento que nos habían otorgado.

Mi padre fue mi maestro desde el parvulario hasta quinto de primaria. Siete años recibiendo sus enseñanzas, él con su bata gris y nosotros detrás de los pupitres de madera, siete años calentados por una estufa de fuel, con mapas de Francia en las paredes, de la Francia de antes, una Francia con sus ríos y afluentes, con los nombres de las ciudades escritos en tamaños proporcionales a su población, editados por la librería Armand Colin, y, tras las ventanas, la sombra que daban dos tilos, siete años diciéndole «señor» y hablándole de «usted» durante las horas de clase, no porque me lo hubiera pedido, sino para no destacar, para no disociarme de mis compañeros, y también porque ese padre encarnaba la autoridad, la autoridad que no se discute. Después de la escuela, me quedaba en el aula con él, haciendo los deberes, mientras él preparaba las lecciones del día siguiente, trazando en su gran cuaderno cuadriculado líneas horizontales y verticales, rellenando las casillas con su hermosa caligrafía regular. Encendía la radio, escuchaba Radioscopie, de Jacques Chancel. No lo he olvidado. Vengo de esa infancia.

Mi padre me ordenaba que sacara buenas notas. Yo no tenía derecho a ser mediocre, ni siquiera mediano. Debía ser el mejor, simplemente. Solo había un puesto, el primero. Afirmaba que la salvación procedía de los estudios, que solo los estudios permitían «subir al ascensor». Quería que yo fuera a una gran escuela, nada más. Obedecí. Igual que con las gafas. A la fuerza.

Hace poco regresé a ese escenario de mi infancia, a ese pueblo que no había pisado desde hacía tantos años. Volví con S., para que lo supiera. Aunque la verja seguía allí, con la glicina derramándose, habían cortado los tilos y la escuela estaba cerrada —desde hacía mucho tiempo—. Habían construido viviendas. Le señalé con el dedo la ventana de mi cuarto. Intenté imaginarme a los nuevos ocupantes, pero no lo conseguí. Después, volvimos a coger el coche y le enseñé el centro del pueblo, donde cada dos días pasaba un camión de reparto, una vieja furgoneta Citroën que hacía las veces de tienda ambulante, el establo al que íbamos a buscar la leche, la iglesia desconchada, el pequeño cementerio en pendiente y el bosque donde a comienzos de octubre crecían setas. Él no se imaginaba que yo pudiera venir de allí, de aquel mundo tan rural, tan mineral, de aquel mundo lento, casi inmóvil, fosilizado. Me dijo: supongo que te hizo falta mucha fuerza de voluntad para ascender. No dijo: ambición, valentía u odio. Yo le dije: fue mi padre quien decidió por mí. Yo me hubiera quedado en esa infancia, entre algodones.

No tengo ni la más remota idea de quién es el padre de Thomas Andrieu, ni siquiera de si eso importa. No tengo ni la más remota idea de dónde vive. En ese momento no sé nada de él. Salvo que va a la clase D del último curso de bachillerato. Y que tiene el pelo enmarañado y la mirada oscura.

Su nombre lo sé porque acabé informándome. Como si nada, un día cualquiera, como quien no quiere la cosa, con un tono de lo más desenvuelto, antes de pasar a otro asunto. Pero no me informé sobre nada más.

No quiero por nada del mundo que se sepa que me interesa. Porque no quiero por nada del mundo que se pregunten por qué razón me interesa él.

Porque plantearse esa pregunta solo daría pábulo a los rumores que corren sobre mí. Aseguran que «me gustan los chicos». Constatan que a veces hago gestos de chica. Además, no se me da bien el deporte, soy negado para la gimnasia, incapaz de hacer un lanzamiento de peso o de jabalina, y el fútbol y el voleibol no me interesan lo más mínimo. Y me encantan los libros, leo muchísimo, a menudo me ven saliendo de la biblioteca del instituto con una novela en la mano. Y no me conocen ninguna novia. Eso basta para labrarse una reputación. Debo añadir que el insulto me llueve con cierta regularidad, «maricón de mierda» (a veces, simplemente «mariquita»), gritado de lejos o susurrado al pasar, y yo me esfuerzo por ignorarlo olímpicamente, por no contestar jamás, por manifestar la más absoluta indiferencia, como si no lo hubiera oído (¡como si fuera posible no oírlo!). Lo que agrava mi caso es que un heterosexual puro y duro nunca permitiría que le dijeran eso, lo desmentiría con vehemencia, le partiría la cara a quien lo insultara así. Quien permite que le digan esas cosas las confirma.

Desde luego, «me gustan los chicos».

Pero todavía no logro pronunciar esta frase.

Descubrí mi orientación muy pronto. A los once años, ya lo sabía. Me atrae un chico del pueblo, llamado Sébastien, dos años mayor que yo. La casa donde vive, no lejos de la nuestra, cuenta con un anexo, una especie de granero. En el primer piso, después de subir por una escalera improvisada, se accede a una sala donde guardan todo tipo de trastos. Incluso hay un colchón. En ese colchón me revuelco por primera vez, abrazado a Sébastien. Aún no hemos llegado a la pubertad, pero ya tenemos curiosidad por el cuerpo del otro. El primer sexo masculino que agarro con la mano es el suyo. El primer beso me lo da él. El primer abrazo, piel contra piel, es con él.

A los once años.

A veces también vamos a refugiarnos a la caravana de mis padres, que dejan aparcada en un garaje contiguo, durante la temporada baja (a partir de primavera, la instalan en el camping GCU de Saint-Georges-de-Didonne, vamos a pasar el fin de semana allí, caminamos por la playa, compramos churros en el paseo marítimo y gambas grises en el mercado que acaban en unos cuencos a la hora del aperitivo). Sé dónde está la llave. Huele a cerrado, está oscura, los gestos pueden volverse más precisos, el pudor no nos refrena.

Hoy me asombra nuestra precocidad, porque en aquella época no había internet, ni siquiera cintas de vídeo, ni Canal+, nunca hemos visto porno y, sin embargo, sabemos hacerlo, nos las apañamos. Hay cosas que no hace falta aprender, ni de niño. En la pubertad aún seremos más imaginativos. Llegará pronto.

Esa revelación no me amilana en absoluto. Al contrario, me encanta. En primer lugar, porque ocurre a salvo de las miradas ajenas, y los niños se vuelven locos por los juegos secretos y la clandestinidad que deja al margen a los adultos. En segundo lugar, porque no le veo nada malo a hacerse bien; con Sébastien siento placer, me parece inconcebible asociar el placer con una falta. Por último, porque adivino que esa situación sella mi diferencia. Así, no me pareceré a todos los demás. Al fin seré distinto a ellos. Dejaré de ser el niño modélico. No tendré que seguir al rebaño. Por instinto, detesto los rebaños. En este sentido, no he cambiado.

Más tarde, pues, me enfrento a la violencia que provoca esa supuesta diferencia. Oigo los famosos insultos, al menos las insinuaciones viperinas. Veo los gestos afeminados que exageran en mi presencia, los puños rotos, los ojos en blanco, las felaciones que imitan. Si me callo, es para no enfrentarme a esa violencia. ¿Por cobardía? Tal vez. Es una manera de protegerme, por fuerza. Pero no me desviaré. Jamás pensaré: está mal, o: debería haber sido como todo el mundo, o: voy a mentirles para que me acepten. Jamás. Me atengo a lo que soy. En silencio, desde luego. Pero un silencio testarudo. Orgulloso.

Recuerdo su nombre. Thomas Andrieu.

Me parece un bonito nombre, una hermosa identidad. Todavía no sé que algún día escribiré libros, que me inventaré personajes, que tendré que ponerles nombre a esos personajes, pero ya soy sensible a la sonoridad de las identidades, a su fluidez. Pero sí sé que a veces los nombres de pila traicionan un origen o un medio social, que anclan a quienes los llevan en una época.

Descubriré que Thomas Andrieu es una identidad engañosa, al fin y al cabo.

En primer lugar, Thomas no es un nombre habitual en plena década de los sesenta (dado que «mi» Thomas cumplirá dieciocho años en 1984). Los chicos suelen llamarse Philippe, Patrick, Pascal o Alain. En los años setenta, se imponen los Christophe, los Stéphane y los Laurent. En realidad, los Thomas no van a irrumpir hasta los ochenta. Así que el muchacho de ojos negros va adelantado a su época. O sus padres, más bien. Eso deduzco yo. Sin embargo, de nuevo descubriré que no es así. Su nombre era el de un abuelo suyo fallecido prematuramente, eso es todo.

Por otra parte, Andrieu es un enigma. Podría ser un apellido de general, de eclesiástico o de campesino. De todas formas, me parece un apellido de terrateniente, aunque no sé justificarlo del todo.

En resumen, que puedo imaginarme cualquier cosa. Y no me privo de ello. Algunos días, T. A. es un chico bohemio, procedente de una familia con simpatías por el Mayo del 68. Otros días, es hijo de un burgués, ligeramente desvergonzado, como lo son a veces los retoños que quieren fastidiar a sus padres envarados.

Mi manía por inventarme existencias; ya he hablado de eso.

En cualquier caso, me gusta repetir su nombre en secreto, en silencio. Me gusta escribirlo en trozos de papel. Soy un sentimental redomado; sigo igual, por cierto.

El caso es que, esa mañana, estoy en el patio y observo a hurtadillas a Thomas Andrieu.

Se trata de algo que ya se ha producido, que ha tenido lugar antes. En numerosas ocasiones, he echado un vistazo en su dirección, fugazmente. También me lo he cruzado por los pasillos, lo he visto venir como a mi encuentro, lo he rozado, lo he sentido alejarse a mis espaldas sin darse la vuelta. He coincidido con él en el comedor, él almorzaba con gente de su clase, pero nunca hemos compartido mesa; las clases apenas se mezclan. Una vez, lo pillé en la tarima, durante una clase, debía hacer una presentación y algunas aulas son acristaladas; aquella vez aminoré el paso, era imposible que se fijara en mí, estaba demasiado enfrascado en la presentación, lo observé con detalle porque él no podía sospechar mi tejemaneje. En ocasiones, se sienta en los escalones de delante del instituto y se fuma un cigarrillo; he sorprendido su mirada ciega mientras el humo se le evapora de la boca. Por la tarde, lo he visto marcharse del instituto en dirección al Campus, el bar que linda con el centro en el cruce de la nacional 10, y entrar para reunirse con amigos, probablemente. Al pasar junto a las ventanas del bar, lo he reconocido atizándose una cerveza y jugando al flipper. Recuerdo el movimiento de sus caderas contra el flipper.

Pero no ha surgido ni una palabra; ningún contacto. Ni siquiera por descuido. Ni siquiera por casualidad.

Yo siempre me las he arreglado para no alargarme, para no sorprenderlo o incomodarlo por la insistencia de mis miradas.

Pienso: no me conoce, no me conoce de nada. Por supuesto, me habrá visto, claro está, pero nada se ha grabado en su memoria, ni la más mínima imagen. Quizá los rumores que corren sobre mí han llegado a sus oídos, pero él nunca se ha sumado a los que me silban o se burlan de mí. Tampoco hay ninguna probabilidad de que haya oído los elogios que me hacen los profesores; debe de pasar olímpicamente.

Para él soy un extraño.

Experimento un deseo de sentido único. Un impulso condenado a no colmarse. Un amor no compartido.