Deseos En La Montaña - Vanessa Vale - E-Book

Deseos En La Montaña E-Book

Vale Vanessa

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Beschreibung

Cuando la Dra. Samantha Smyth confunde al guapísimo mecánico del pueblo con un paciente, aprende una lección que jamás olvidará…

Ser una jovencita brillante hizo que Sam obtuviese el título de doctora a los veintidós, pero nada ha aprendido de los hombres. Su mundo son los bisturís y las batas blancas, no el juego de la seducción. Está acostumbrada a recibir atención por su inteligencia, no por su cuerpo. Pero cuando Mac y Hardin se enteran de que necesita unas clases entre las sábanas, son los primeros en apuntarse a dicha tarea. Cumplen su labor con eficiencia y se aseguran de que se vuelva una experta en el placer… con ellos, solo con ellos.

Mac sabe que no es merecedor de la hermosa doctora; trabaja con las manos, es rústico de cabo a rabo, lleva tatuajes y es mayor que ella, pero la quiere. Él y Hardin, su mejor amigo, llevan años buscando a una mujer que puedan hacer suya juntos. Pero con solo saborear a Sam una vez es suficiente para saber que no es solo pasión lo que sienten por ella; son ganas de protegerla y poseerla.

Cuando se enteran de que Sam podría ser víctima del asesino que sigue suelto, no permitirán que nada le ocurra. Y su instinto protector alcanza un nuevo nivel cuando Hardin descubre que quizá tenga un parentesco con el asesino.

 

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Deseos En La Montaña

Hombres salvajes de montaña - 3

Vanessa Vale

Derechos de Autor © 2021 por Vanessa Vale

Este trabajo es pura ficción. Los nombres, personajes, lugares e incidentes son producto de la imaginación de la autora y usados con fines ficticios. Cualquier semejanza con personas vivas o muertas, empresas y compañías, eventos o lugares es total coincidencia.

Todos los derechos reservados.

Ninguna parte de este libro deberá ser reproducido de ninguna forma o por ningún medio electrónico o mecánico, incluyendo sistemas de almacenamiento y retiro de información sin el consentimiento de la autora, a excepción del uso de citas breves en una revisión del libro.

Diseño de la Portada: Bridger Media

Imagen de la Portada: Hot Damn Stock; Deposit Photos: EpicStockMedia

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http://vanessavaleauthor.com/v/ed

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Contenido extra

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Acerca de la autora

1

SAMANTHA

Mi día laboral por fin se había terminado. Los dictados de los historiales de mis pacientes estaban completos. Colgué la llamada con la sala de recuperación y me alegró escuchar que el paciente de la apendicectomía de emergencia de la tarde estaba despierto y estable. Con las cuatro horas extra añadidas a mi guardia, me quité las gafas y me froté los ojos antes de volvérmelas a poner.

Me levanté del escritorio, alcé los brazos por encima de la cabeza y estiré la espalda. Me encontraba cubriendo a alguien de la emergencia, un hombre que fue a Texas por el nacimiento de su primer nieto, y además cubría mis deberes de siempre en el quirófano.

Miré mi reloj y saqué la cuenta: faltaban veintitrés horas y seis minutos para mi próxima guardia. Tenía que hacer la colada, limpiar el piso, terminar el último thriller de mi libro electrónico y dormir.

Dios, pero qué sosa era. Me emocionaba que mi día se tratase de leer un buen libro y meterme a la cama absurdamente temprano. Sola. Trabajar más de setenta horas a la semana me hacía ansiar dormir, no divertirme. Llevaba pocos meses en Cutthroat y todos los miembros del personal eran amigables, aunque yo fuera un bicho raro. No todos los días alguien se graduaba de médico a los veintidós ni terminaba el posgrado de cirugía a los veinticinco.

La mayoría de las enfermeras eran mayores que yo. Algunas eran incluso voluntarias. Mi edad y que fuese legal que sujetara un bisturí hacía que algunos pacientes entrasen en pánico al enterarse de que era yo quien los operaría.

Una enfermera de urgencias llamada Helen se detuvo frente a mí.

—¿Uno más antes de que se marche?

Me percaté de la mirada de disculpa en su rostro por haberme dado otro paciente. Para ser un hospital de pueblo, llevábamos todo el día ocupados. Tal vez era por la luna llena.

Me quejé internamente, pero asentí con la cabeza y cogí mi estetoscopio del escritorio y me lo colgué al cuello.

—Por supuesto. No pasa nada.

¿Qué más daba esperar un poco más? Ciertamente mi salvaje plan de leer en el sofá después del trabajo no se iba a ir a ninguna parte.

—Examen de próstata. —La comisura de su boca se inclinó hacia arriba, pero ese fue el único indicio de diversión que dio. Éramos profesionales sin importar la preocupación del paciente, aunque introducir los dedos en el recto de un desconocido no estaba en el tope de mi lista de cosas divertidas.

—Es la tercera vez este año. Eres nueva y no conoces al señor Marx, pero es el habitante hipocondríaco de Cutthroat.

Sabía de ellos. Eran personas que, o bien leían demasiado en internet y se asustaban hasta el punto de venir a Urgencias o bien se sentían solas y querían una muestra de afecto. Con suerte, la revisión de próstata significaba lo primero y no lo segundo.

—Vale.

—Habitación tres.

Caminé hacia allí, llamé a la puerta y entré.

—Hola. Siento haberme tardado en llegar. Se trata de la sala de Urgencias y tuve una cirugía de urgencia. Soy la doctora Sam…

Mi saludo habitual se quedó a medio camino al vislumbrar al paciente. No era para nada el hombre de unos sesenta años, y excesivamente preocupado, que me esperaba. Alto, moreno y guapo eran los adjetivos adecuados para describir al tío que tenía enfrente, salvo que él era mucho más aún. Era alto; fácilmente medía medio metro más que yo. Tenía el pelo negro, y se notaba que su fecha de cortárselo había pasado hacía unas semanas. Estaba bien afeitado, aunque parecía que volvería a necesitar la cuchilla. Su mandíbula bien podría ser usada para medir ángulos perfectos. Llevaba un jersey negro y vaqueros; ambas piezas ajustadas que le quedaban a la perfección, lo que significaba que cada uno de sus músculos estaba deliciosamente exhibido. Cada uno de ellos. Me recordaba a Jason Momoa con el pelo corto. Y su mirada… penetrante, oscura, inquisidora, estaba centrada exclusivamente en mí.

No tenía ni idea de dónde provenían estas estupideces, pero no podía dejar de mirar el tatuaje que se le asomaba en la muñeca bajo la manga de la camisa. Por encima del olor antiséptico de Urgencias, percibí su aroma masculino y amaderado. Aroma que gritaba chico malo —no hipocondríaco— sin siquiera decir palabra. Y mi cuerpo respondió. Se calentó. Anheló.

Caí en la cuenta de que estaba ahí parada mirando… y de que tenía la boca abierta. Me ardían las mejillas por mi actitud. Yo jamás miraba así, pero nunca había visto a un tío tan bello.

—Perdone. Soy la doctora Smyth —repetí, terminando mi frase finalmente.

Su oscura ceja se alzó a medida que me evaluaba con la mirada. Me sentí desnuda, y mis pezones decidieron hacer acto de presencia, cosa que nunca había ocurrido, o al menos no a causa de un hombre. Y definitivamente nunca por un paciente.

—¿De verdad?

Levanté la barbilla y respondí lo de siempre.

—Sí. ¿Te parezco demasiado joven para ser médica? No te preocupes, ya he hecho esto.

—No, yo solo esperaba que Sam Smyth fuese un tío.

Fruncí el ceño. Me pregunté cómo sabía mi nombre de pila, pero estaba en mi placa enganchada al uniforme. Me dirigí al ordenador, saqué el historial del paciente, leí los detalles y supe lo que tenía que hacer.

—Sam es el diminutivo de Samantha. Quítese los vaqueros y la ropa interior, por favor.

Los ojos se le abrieron de par en par.

—Eso es nuevo —dijo.

Fui hacia el lavabo, me apliqué un poco de jabón en las manos y me las lavé mientras le miraba por encima del hombro.

—¿Eh?

—Yo soy el que suele decir eso.

—¿Eres médico?

Se rio.

—No. Soy un hombre al que le gusta tener el control. —Ladeó la cabeza, me estudió y me atravesó con esa mirada oscura—. Pero me apetece que tú lo tengas.

Parpadeé, reaccioné y cogí una toalla de papel mientras le observaba cruzar los brazos sobre su amplio pecho. La comisura de su boca se inclinó hacia arriba, sin duda divirtiéndose con lo nerviosa que me ponía. No sentía que tuviera nada de control.

—Vale. Quítese los pantalones y la ropa interior, por favor.

—No llevo ropa interior —replicó.

Me detuve a medio secar, procesé aquello, incluso le miré la entrepierna y supe que lo que fuera que se escondía bajo la tela era algo grande.

Me aclaré la garganta e intenté formular pensamientos profesionales, aunque estaba muy interesada en ver lo que tenía debajo. Y ese culo, vaya. Perdería mi licencia médica si alguien supiese de mis pensamientos.

—Entonces solo quítese los vaqueros. Lo haré rápido.

—¿Contigo? —Me observó nuevamente—. Vaya que sería rápido. La primera vez.

La primera vez. No estaba hablando de la evaluación a su próstata.

Se llevó las manos a la hebilla del cinturón y me quedé mirando y observando lo que hacía. Lo miré desabrocharse el botón, luego bajarse la cremallera. Todo ocurría como en cámara lenta. Sus rústicas manos bajaron los vaqueros por sus caderas, y liberó…

Madre mía.

Ya había visto pollas. Era doctora. Hasta había visto una erecta, pero ninguna había hecho que se me humedecieran las bragas ni que se me secara la boca como esta; que era larga, gruesa y dura. Muy, pero muy dura. Apuntaba hacia mí desde una base de rizos oscuros. Era de un color rubicundo con un glande ancho y una pequeña hendidura arriba.

—Me llamo Mac, por cierto —dijo, apartándome de mi curiosa evaluación con su voz profunda—. Me parece que deberíamos saber nuestros nombres antes de que todo cobre un giro más personal.

Dirigí la mirada a la suya y vi su sonrisa. No estaba avergonzado en lo más mínimo. Y era que no tenía nada de qué avergonzarse, oye. Me preguntaba cómo caminaba con semejante cosa entre las piernas. Mis paredes internas se contrajeron e imaginé qué se sentiría estar llena de ese monstruo.

Quería alargar la mano y tocarla, comprobar si la tersa piel era tan suave como sospechaba, si era caliente. Si la acariciaba, ¿se correría?

—Mac —repetí, retomando mis miradas inquisidoras.

Este tío era perverso. Era un total chico malo. No tenía reparos en mostrar su masculinidad y su evidente interés en mí. Podía lanzarme a sus brazos y cabalgarlo. Definitivamente se estaba ofreciendo.

—Mis ojos están aquí arriba —me dijo.

—Mierda —susurré, y me di vuelta para darle la espalda a él y a su polla. No había otra forma de evitar mirarlo.

Cogí un par de guantes de la caja de la esquina, me los puse e intenté ocultar lo extraña y excitada que me hacía sentir.

¿Qué doctor decía «mierda» frente a un paciente?

—Has conseguido que me quite los pantalones. Como tienes el control, por esta vez, ¿qué me harás exactamente? —preguntó—. Sea cual sea el tipo de diversión que vayamos a tener, parece que serás muy cautelosa, pero no temas, me gusta rústico.

Mierda. Vale, esto no iba como esperaba. «Concéntrate. Concéntrate. Examen de próstata». Dios, me preguntaba si su culo era igual de glorioso que su…

—¿Doc?

Me aclaré la garganta.

—Le voy a examinar la próstata. Su historial dice que ya se la han examinado. No se preocupe, tengo dedos pequeños. —Se los mostré—. Los hombres dicen que me prefieren a mí en vez de al doctor Neerah.

Levantó las manos.

—Alto ahí, doc. Sin duda te preferiría a ti en vez de al doctor Neerah o cualquier otro.

Abrí un cajón y saqué una toalla de papel.

—Tenga. Excitado… tal como está, es posible que eyacule posteriormente a la estimulación directa de la próstata durante el examen. Bájese los vaqueros un poco más e inclínese sobre la mesa de exploración.

—Hablas en serio —dijo sin moverse.

Fruncí el ceño.

—Pero claro. No hay nada de qué avergonzarse, señor Marx. Soy médica.

—Tienes razón. Sin duda dispararía mi carga apenas me toques, pero creo que ha habido un error.

—¿Cómo?

—No soy el señor Marx. Como dije, soy Mac, el dueño del taller mecánico del pueblo. La persona de la recepción me dijo que viniera aquí a esperarte, no a que me metas tus bonitos deditos en el culo.

—¿Entonces por qué te has bajado los pantalones? —contesté, subiéndome las gafas por la nariz.

—Si una mujer guapa quiere que me baje los pantalones, no voy a discutir.

Me sonrojé ante eso. Sentí algo parecido a una vanidad, alabada porque me llamara guapa, lo cual era mentira. Y su polla seguía ahí fuera.

—¿Qué le pasó al señor Marx? —pregunté, insegura de qué hacer con su comentario.

Sus anchos hombros se encogieron de forma despreocupada mientras volvía a ponerse los vaqueros.

—¿Un tío bajito, nervioso y peinado? Le dijo a la enfermera que iba al baño. Creo que huyó. No sé por qué, ahora que te veo, o por lo que ibas a hacerle.

Debí haberme sentido totalmente ofendida, pero no lo estaba. De alguna manera, las palabras de este hombre no me hicieron sentir ordinaria, más bien atractiva, lo cual era completamente ridículo. Llevaba uniforme, nada de maquillaje, gafas y me había recogido el pelo en una cola de caballo hacía más de doce horas. Olía a jabón quirúrgico fuerte, llevaba guantes y tenía un tubo de gel lubricante en mano.

Todo eso me recordó que, para un hombre como él, yo no era una mujer, era una conquista. Había mujeres más atractivas que trabajaban en el hospital, mujeres más mundanas y mucho menos empollonas. Como el doctor Knowles, el gilipollas jefe de cirugía que tenía la mirada puesta en mí, y parecía que este tío Mac también.

Pero el doctor Knowles hacía que me dieran ganas de ducharme. Mac me hacía querer ducharme… con él. Y eso me trajo de vuelta a la realidad, porque el guapísimo bombón que tenía delante no estaría interesado en eso ni en nada que tuviera que ver conmigo, la tonta doctora virgen.

Aunque se había excitado. Por mí.

—¿Por qué me esperas exactamente? —pregunté, muy confundida—. ¿Y por qué en una sala para examinar?

—No tengo ni idea de por qué estoy aquí. —Levantó la mano y señaló el espacio estéril—. Seguridad me llamó hace una hora. Supongo que han pasado por el aparcamiento y se dieron cuenta de que tu coche tiene una llanta pinchada. Querían que me pusiera en contacto contigo para arreglarlo.

—Tengo una llanta pinchada… —dije con voz tonta.

Conocía a los de seguridad. Me acompañaban cuando salía del turno de la noche. Que recordaran el coche que conducía y que se dieran cuenta de que tenía una llanta pinchada era otro recordatorio de por qué me había mudado a Cutthroat.

—Has venido a repararla… —dije uniendo las piezas al fin.

—Así es. ¿Te importaría bajar ese lubricante?

Cerré los ojos y respiré profundamente.

—Joder —susurré.

La morgue estaba en el piso de abajo, así que, si moría de vergüenza, mi cuerpo no estaría muy lejos de ella.

Mac se acercó a mí y me quitó el lubricante de las manos. Abrí los ojos de golpe y alcé la mirada hacia su rostro sonriente.

—Eso se puede arreglar.

2

MAC

—¿Dónde coño estabas? —preguntó Hardin en cuanto volví a subirme a la grúa.

Su mirada podría asustar a la mayoría de las personas, pero no a mí. Lo mismo ocurría con su tamaño; tenía un cuerpo de leñador y una barba a juego.

Llevaba un largo rato fuera y el calor se había disipado de la cabina, por lo que nuestras respiraciones salían en bocanadas blancas, aunque él no sentía frío. Era apenas noviembre y probablemente íbamos a tener un invierno duro.

Me reí, encendí la camioneta y me moví para intentar bajarme la polla.

—No me lo vas a creer.

—A ver. He estado aquí sentado y aburrido como una puta cabra.

Hardin no era muy amante de los dispositivos electrónicos, apenas usaba el móvil y solo para llamar. Dudaba que supiera siquiera lo que era una aplicación o, si lo sabía, se negaba a darle importancia.

—Veo que has dejado el libro en el bolso en casa —espeté. Cuando me miró ceñudo otra vez, añadí—: Bien. —Me giré en el asiento, coloqué el brazo sobre el volante y le conté todo.

Cuando terminé, tenía las cejas alzadas por debajo de la gorra.

—Fuiste a decirle a un tío que ibas a arreglarle la llanta. En lugar de eso, te encuentras con una mujer que quiere hurgarte la próstata. Te quedas con toda la diversión —murmuró.

Me enderecé y encendí la grúa.

—Oh, tendrás parte de esta diversión. Esta… joder, sin duda es ella.

—Ella. —Se rio. Como no le seguí el chiste, prosiguió—: ¿Hablas en serio? ¿Es la indicada? ¿Crees que porque has podido mostrarle la polla le interesaremos los dos?

Meneé la cabeza. Yo me sentía igual hasta hacía veinte minutos. Esperaba, pero nunca con demasiadas esperanzas puestas, a una mujer que quisiera una relación seria con dos hombres. Tener una noche salvaje para tachar la lista de deseos claro que estaba bien, pero no para siempre. Cy Seaborn y Lucas Mills tenían una relación con Hailey Taylor, la corredora de esquí. No era un rumor. Me lo confirmaron cuando le remolqué el coche un tiempo atrás. Me alegré por ellos y a la vez sentí muchos celos. No porque quisiera a Hailey, sino porque quería el tipo de conexión que compartían.

Tenía el pálpito de que la doctora era la indicada, incluso después de la ridícula forma en que nos conocimos. No iba a discutir con Hardin, se enteraría pronto por sus propios medios.

—Ya verás. Tercera fila, cinco coches a la izquierda, Honda SUV blanco —murmuré para mí.

—¿Qué? —preguntó él, mirando por la ventana.

—Ahí es donde dijo que estaba su coche.

—¿Quién puñetas sabe exactamente dónde aparca?

Me reí. Señalé su coche cuando nos detuvimos frente a este, exactamente donde había dicho.

—La jovencita doctora —respondí—. Es una mujer muy correcta, precisa, lista, hermosa, organizada, detallista, preciosa de una forma muy sutil, y muy joven.