E-Pack Placer marzo 2021 - Varias Autoras - E-Book

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Varias Autoras

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Beschreibung

El mercenario TERRI BRISBIN Brice Fitzwilliam por fin recibió su recompensa: el título y las tierras de Thaxted. Sólo le faltaba reclamar a la esposa que le había sido prometida. Oculta tras un disfraz BLYTHE GIFFORD Para vivir la vida de independencia y de estudios que anhelaba, Jane de Weston se vistió de hombre. No podía prever la atracción que después sentiría por su maestro, Duncan, un hombre que despertó en ella sensaciones tan desconocidas como placenteras en su oculto y vulnerable cuerpo de mujer. Sesiones privadas TORI CARRINGTON Caleb Payne era un empresario de éxito y un soltero empedernido que conseguía lo que quería en la sala de juntas, ¡y también en el dormitorio!

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica. Una división de HarperCollins Ibérica, S.A. Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A. E-pack Harlequin Internacional y Harlequin pasión, n.º 230 - marzo 2021

I.S.B.N.: 978-84-1375-311-9

Índice

El mercenario

Portadilla

Créditos

Presentación

Nota de la autora

Prólogo

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Contraportada

Oculta tras un disfraz

Portadilla

Dedicatoria

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Nota de la autora

Promoción

Sesiones privadas

Dedicatoria

Prólogo

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

21

22

Epílogo

Promoción

En todo tiempo y lugar, por muy adversas que sean las circunstancias, hay un sitio para el amor. Y en esta novela que nos complace presentaros, ambientada en los turbulentos tiempos de la Inglaterra medival, donde la lealtad hacia un rey u otro determinaba el destino y la vida misma de hombres y mujeres, dos enemigos podían vivir una apasionante y bella historia de amor... y éste es el caso de la novela de Terri Brisbin que tenéis en vuestras manos. Deseamos que os guste tanto como a nosotros.

Los editores

Nota de la autora

Aunque la invasión de 1066 del duque Guillermo de Normandía trajo consigo grandes cambios en la política y la sociedad inglesas, algunos de esos cambios ya estaban en camino. Los normandos se habían convertido en una parte integral de Inglaterra durante el reinado de Eduardo el Confesor; muchos de los que habían obtenido tierras y títulos mucho antes del Conquistador se establecieron allí. Así que los sajones ya habían tenido cierta experiencia con los normandos antes de que aquel gran ejército invasor desembarcase en Pevensey en octubre de 1066.

Muchos sajones mantuvieron sus tierras tras la llegada de Guillermo; a aquéllos que juraron lealtad al nuevo gobernante se les permitió conservarlas, pero muchos fueron suplantados por los que habían luchado por Guillermo. Muchos nobles normandos importantes ganaron propiedades y, con frecuencia, herederas sajonas.

Con fama de despiadado y decidido a la hora de usar la fuerza para gobernar, Guillermo no la empleó por completo tras la batalla de Hastings hasta la revolución tres años después en el norte de Inglaterra. Ahí desencadenó su ira en lo que aún se conoce como «la angustia del norte», destrozando todo a su paso y borrando lo poco que quedaba del estilo de vida sajón.

En mi historia, uno de los hijos de Harold, Edmund, aparece como líder de rebeldes. Mi Edmund es en realidad una mezcla de varias personas reales que sobrevivieron a la batalla de Hastings y que continuaron luchando contra los normandos mientras avanzaban hacia el norte y el oeste para tomar el control de todo el país.

Se cree que al menos dos de los hijos de Harold evitaron o sobrevivieron a la batalla que mató a su padre, y que su madre y ellos se unieron a los esfuerzos de algunos de los que luchaban contra los normandos. Los condes de Mercia y de Northumbria, cuñados de Harold, cambiaron de bando varias veces durante el conflicto, e incluso fueron llevados a Normandía junto con el heredero sajón designado, Edgar Atheling. Más tarde formaron parte de la lucha que desencadenaría «la angustia del norte» llevada a cabo por Guillermo.

De modo que cualquier parecido de mi Edmund con los protagonistas reales de la historia es intencionada.

Prólogo

Mansión Taerford, Wessex, Inglaterra

Diciembre 1066

El obispo Obert convocó una reunión con el segundo de los caballeros de la lista que había preparado meses atrás con aquéllos que se beneficiarían de la generosidad del rey. Llevaba consigo los papeles que convertirían al caballero en un barón, a un bastardo sin dinero en un lord rico; si lograba quitarles a los rebeldes sajones las tierras que le correspondían.

Obert daba vueltas de un lado a otro frente a la mesa, esperando a que llegase Brice Fitzwilliam, el caballero de Bretaña. Si quería regresar a Londres antes de la coronación del rey, debería marcharse al día siguiente, y aquélla era su última misión allí en Taerford. A pesar de que el invierno ya hubiese llegado, a pesar de las revueltas populares y a pesar de sus propios deseos y necesidades, era el leal sirviente del duque Guillermo. Después de Dios, por supuesto, pensó mientras se giraba hacia el grupo de hombres que se acercaban.

Como parecía ser su costumbre, el nuevo señor de Taerford, Giles Fitzhenry, caminaba junto al hombre a quien Obert esperaba. Pensando en las semanas que había pasado allí, apenas los había visto separados, ya fuera en el salón o en los jardines, en cualquier tarea que hubiese que realizar en Taerford. Entraron seguidos de los hombres de Giles, que acababan de practicar sus habilidades de lucha en el patio. Fueron calmándose a cada paso que daban e hicieron una reverencia como si fueran uno solo.

—Milord —le dijo a Giles primero. Luego se volvió hacia el otro con intención de proceder con su misión—. Milord —le dijo a Fitzwilliam.

Las implicaciones fueron evidentes para todos los demás, que se quedaron callados y aguardaron las palabras de Obert. El guerrero puso cara de sorpresa, hasta que estalló en una carcajada. Si resultó inapropiado, Obert podía entenderlo; como bastardo complacido por el éxito de otro. Las risas y gritos cesaron rápidamente y todo el salón los observó, esperando la declaración.

Obert le hizo gestos al caballero para que se acercara y se arrodillara frente a él. Aunque aquello debería haber sido más ceremonioso y formal, y ante el duque en persona, los peligros de la zona instaban a la celeridad. Lord Giles se puso en pie, de nuevo junto a su amigo, y le colocó a Brice la mano en el hombro mientras Obert continuaba.

—En el nombre del duque, os declaro, Brice Fitzwilliam, barón y lord de Thaxted, y vasallo del propio duque —entonó Obert. El compromiso de lealtad al duque, que pronto sería rey, aseguraba una red de guerreros que le debían sus tierras, sus títulos y sus riquezas sólo a él, sin otros lores de por medio. Obert no pudo contener la sonrisa, pues había sido idea suya hacerlo—. Como tal, tenéis el derecho a reclamar todas las tierras, el ganado, los aldeanos y demás propiedades que tuviera en su poder el traidor Eoforwic de Thaxted antes de su muerte.

Aunque los normandos y los bretones presentes aplaudieron, los campesinos que habían vivido allí y que reclamaban su herencia sajona no se alegraron. Él comprendía que los vencedores en cualquier conflicto merecían todo aquello por lo que habían luchado tan duramente, pero su parte compasiva también comprendía la vergüenza de ser derrotado. Sin embargo, aquel día le pertenecía al caballero bretón victorioso que tenía ante sí.

—El duque declara que deberéis casaros con la hija de Eoforwic, si es posible, o buscar otra esposa apropiada de los alrededores si no lo es.

Obert le entregó al nuevo lord el paquete de pergaminos doblados que le garantizaban la concesión de las tierras y de los títulos. Extendió los brazos y esperó a que Brice hiciera su promesa. Con voz profunda, Brice repitió las palabras mientras el ayudante de Obert se las susurraba.

—Por el señor ante el que yo, Brice Fitzwilliam de Thaxted, hago este juramento y en el nombre de todo lo sagrado, juró fidelidad a Guillermo de Normandía, duque y ahora rey de Inglaterra, y prometo amar todo lo que él ame y rechazar todo lo que él rechace, de acuerdo con las leyes de Dios y con el orden del mundo. Juro que jamás, por palabra, acto u omisión, haré nada que le desagrade, a condición de que me trate como merezco, y que haga todo según lo establecido en nuestro acuerdo, cuando me sometí a él y a su misericordia y elegí su voluntad por encima de la mía. Me ofrezco incondicionalmente, sin esperar nada más que su fe y su favor como mi señor feudal.

Obert alzó la voz para que todos pudieran oírlo.

—Yo, Obert de Caen, hablando en nombre y con la autoridad de Guillermo, duque de Normandía y rey de Inglaterra, acepto este juramento de lealtad pronunciado ante estos testigos y ante Dios, y prometo que Guillermo, como lord y rey, protegerá y defenderá la persona y las propiedades de Brice Fitzwilliam de Thaxted, que aquí jura sobre su honor que será gobernado por la palabra y la voluntad del rey. En nombre del rey, acepto las promesas contenidas en este juramento de manera incondicional, y sin mayor expectativa que su fe y su servicio como leal vasallo del rey.

Obert permitió que las palabras retumbaran por el salón y luego soltó al nuevo lord Thaxted para que se pusiera en pie frente a él.

—Por lord Thaxted —gritó—. ¡Thaxted!

Todos corearon, vitorearon y aplaudieron durante varios minutos. Lord Giles le dio una palmada en la espalda a su amigo y luego lo abrazó con cariño. Pero, cuando Obert vio a lady Fayth entrar en la sala, se dio cuenta de que debía hablar con Brice sobre la otra mujer implicada en el acuerdo. Al contemplar cómo la expresión de la dama cambiaba varias veces mientras se aproximaba tras haber oído la noticia del nombramiento de Brice, supo que a aquella mujer le gustaba ponerles las cosas difíciles a los hombres elegidos o designados para gobernarlos.

Obert advirtió la reticencia en el saludo de la dama y en sus palabras de felicitación, aunque nadie más lo hiciera. Los sentimientos pasionales de las mujeres siempre hacían que las cosas fueran más difíciles para los hombres. Pero cuando lord Giles le tomó la mano a lady Fayth y se colocó a su lado, Obert comprendió la gran diferencia entre la suerte de los dos caballeros.

Lord Giles no había tenido que perseguir a una esposa tras hacerse con sus tierras por la fuerza.

No podría decirse lo mismo de lord Brice.

Uno

Bosque de Thaxted, noreste de Inglaterra

Marzo 1067

El suelo bajo sus pies comenzó a temblar y Gillian buscó una causa. Era un día agradable, teniendo en cuenta que el invierno aún lo cubría todo, pero no había nubes en el cielo azul y brillante. Miró hacia arriba y no vio señales de tormenta inminente que pudiera causar el estruendo que inundaba la zona.

Se quitó la capucha, entró en el camino y miró hacia delante y hacia atrás. Inmediatamente se dio cuenta de cuál era la razón del ruido y volvió a esconderse en la maleza que bordeaba el sendero. Dio gracias a Dios de haber robado una capa marrón oscuro en su huida, se envolvió con ella y se quedó tumbada, muy quieta, mientras los caballeros y guerreros a caballo pasaban velozmente por delante de su escondite. Cuando se detuvieron a poca distancia de ella, Gillian ni siquiera se atrevió a respirar por miedo a ser detectada y capturada por aquellos merodeadores desconocidos.

Demasiado lejanas para oírlas y demasiado bajas para comprenderlas, sus palabras eran una mezcla de francés normando e inglés también. Gillian mantuvo la cabeza gacha y aguardó a que siguieran su camino. Cuando oyó que bajaban de los caballos y caminaban por el sendero, su cuerpo comenzó a temblar. Ser descubierta sola en aquellos tiempos tan peligrosos era una invitación a la muerte o algo peor, y algo que Gillian había tratado por todos los medios de evitar.

Su decisión de marcharse de casa y huir al convento no había sido tomada de manera precipitada, o sin pensar en las consecuencias, pero sus opciones eran limitadas y no muy atractivas: el matrimonio que su hermano Oremund había acordado con un anciano asqueroso o el que había acordado el duque invasor con un guerrero normando vicioso en su intento por destruir todo lo que a ella le era preciado. Lo único que podía hacer era mantenerse escondida y rezar para que aquellos soldados siguieran y ella pudiera continuar su viaje hacia el convento.

Gillian aguardó mientras los soldados discutían sobre algo y aguantó la respiración una vez más, intentando no llamar su atención cuando las voces se acercaron al lugar donde estaba escondida. Reconoció el nombre de su casa y el de su hermano también. Si al menos hablaran su idioma, o si al menos hablasen más despacio para que pudiera intentar entender alguna de sus palabras.

Tras lo que le parecieron unos minutos interminables, los hombres comenzaron a alejarse y a decirles a los demás que no habían visto nada. Gillian levantó la cabeza con cuidado y lentitud, y observó cómo se retiraban. Pero un caballero permaneció en el camino, a pocos metros de donde ella estaba. En vez de seguir a los demás, se quitó el casco, se lo colocó debajo del brazo y se dio la vuelta.

Gillian suspiró sin poder evitarlo.

Era alto y musculoso, el hombre más atractiva que jamás había visto, incluso teniendo en cuenta a su primo, que estaba considerado como el sueño de toda mujer. Su pelo rubio no era corto, al estilo normando; en vez de eso le caía libremente alrededor de la cara. Desde la distancia no podía ver el color de sus ojos, pero su cara era angulosa y masculina, así como interesante a pesar de ser normando.

¡Un normando! ¡Y un normando con armadura de batalla!

¡Santa madre de Dios! ¡Que el señor se apiadase de ella!

Y el normando miraba hacia los árboles en su dirección. Gillian no se atrevía a moverse, ni siquiera a buscar cobijo entre las ramas tiradas en el suelo, pues él ladeó la cabeza, entornó los ojos y esperó. Ella sabía que estaba esperando a oír cualquier señal de que alguien estuviera allí escondido, y apenas dejó escapar el aliento mientras permanecía tendida y quieta.

Gillian pensó que el soldado se metería entre los árboles para inspeccionar, pero en vez de eso se dio la vuelta hacia los demás antes de ponerse el casco y alejarse hacia ellos. Mientras caminaba iba maldiciendo, a veces de manera tan blasfema que Gillian se sonrojó. No podía ser el lord a quien el Conquistador le había cedido Thaxted, pues ningún noble actuaría de un modo tan vulgar, usando palabras como las que había usado y comparando a uno de sus hombres con una bestia de carga.

¿Entonces quién era? ¿Y cuál era su misión allí?

Uno de los otros soldados dio órdenes de seguir adelante y ella rezó para que por fin se marcharan. Gillian no se movió hasta que el polvo volvió a posarse sobre la superficie seca del camino y ya no podía oírse nada. Incluso entonces, se arrastró por el suelo hasta incorporarse y se tapó con la capa. No se movería de aquel sitio hasta estar completamente segura de que había una distancia de seguridad entre los soldados y ella.

Sacó el odre de cerveza aguada de entre los pliegues de su capa y dio un buen trago para refrescarse la garganta. El cansancio de caminar varios kilómetros, el polvo del camino y el miedo que aún palpitaba en sus venas le cerraban la garganta, y la cerveza la calmaba. Tentada de hacer uso de la comida que llevaba envuelta en un paño, Gillian decidió esperar, pues sólo se había llevado alimento suficiente para dos días de viaje desde su casa al convento, y tenía pocas monedas para comprar más.

Si acaso había alimento disponible para comprar durante el camino.

El invierno había llegado temprano y la última cosecha había sido mala, alterada por los planes de guerra y sus consecuencias. Cualquier excedente, incluso el necesario para alimentar a las muchas personas que vivían en las tierras de su padre, había ido destinado a alimentar al ejército del rey Harold a su paso. Habían pasado primero de camino al norte para enfrentarse a las tropas de Harald Hardrada, y luego de camino al sur para combatir al usurpador Guillermo de Normandía.

Las tropas del rey Harold tenían pocas posibilidades de reagruparse tras combatir a los nórdicos antes de dirigirse al sur a recibir a las tropas normandas junto a la costa. En un único día de mediados de septiembre, las esperanzas de Inglaterra se habían visto sacudidas cuando su rey y varios de sus aliados más cercanos fueron asesinados.

Peor, en los meses posteriores a aquella batalla junto a Hastings, los rebeldes y forasteros poblaban las tierras en busca de algo que avivara sus esfuerzos contra el ejército normando. Gillian suspiró. Se le revolvió el estómago al recordar los acontecimientos de los últimos meses, y ya le resultaba imposible la idea de comer. Decidió que ya había pasado suficiente tiempo y se puso en pie, se sacudió la tierra de la capa y del vestido y regresó al borde del camino.

Miró hacia el sol y se dio cuenta de que probablemente hubiese perdido una preciada hora de luz con aquel encuentro. Salió al camino e incrementó la velocidad de sus pasos. Tenía que llegar al convento a la caída del sol o pasaría otra noche sola en el bosque, idea que le asustaba más ahora que sabía que aquellos normandos compartían el camino con ella.

Pasó una hora, luego otra, y Gillian continuó andando, siempre mirando al frente y atenta a cualquier sonido de peligro, viajando en la misma dirección que los soldados, pero con cuidado de no alcanzarlos. A medida que el sol iba acercándose al horizonte, se dio cuenta de que no llegaría al convento antes de que las hermanas cerraran las puertas. Mientras se secaba el sudor de la frente con la manga, pensó que dormir oculta entre las sombras junto a los muros del convento sería casi tan seguro como dormir dentro.

De modo que se apresuró y decidió comerse los pedazos de pan y de queso que llevaba en la bolsa. Aminoró la velocidad sólo cuando llegó a la pendiente del camino que indicaba que estaba cerca de su destino. Sólo unos pocos kilómetros la separaban de la seguridad. La respiración se le aceleró a medida que ascendía por la pendiente hacia la cima, y tuvo que detenerse en varias ocasiones para tomar aliento antes de llegar.

Entonces perdió la habilidad de respirar por completo cuando contempló una visión terrorífica; la misma tropa de guerreros, más ahora, acampada a un lado del camino. Gillian miró hacia delante y se preguntó si podría continuar su camino como si fuera una simple campesina. Tal vez no le prestaran atención. Controlando su necesidad de correr, pues salir corriendo sería una invitación a seguirla, decidió que lo mejor sería caminar despacio.

Se cubrió la cara mejor con la capucha, agachó la cabeza y fue poniendo un pie delante del otro, obligándose a ir despacio y a medir sus pasos. Por el rabillo del ojo miró a los soldados y aceleró el paso. Aunque varios se acercaron al camino, nadie la detuvo. Sintió cómo crecía su esperanza a medida que avanzaba. Ya casi había dejado atrás el campamento cuando un hombre grande se puso en su camino y le bloqueó el paso.

Ella lo esquivó, o lo intentó, pero él se movió al mismo tiempo. Obviamente se trataba de un hombre fuerte, así que Gillian sopesó sus opciones. Se dio la vuelta con la intención de regresar por la misma dirección por donde había llegado, pero entonces se encontró con otro guerrero. Luego un tercero y un cuarto bloquearon los laterales, de modo que no le quedó sitio al que ir. Respiró profundamente y esperó a que actuaran.

—¿Señorita, qué estáis haciendo sola por estos caminos? —preguntó uno de ellos con un inglés muy acentuado—. ¿Qué os proponéis?

Aunque había esperado no tener que usarla, Gillian llevaba preparada una historia para responder a esa pregunta. Sin mirarlo a la cara, se dio la vuelta hacia el que había hablado.

—Mi señora me envía al convento, milord —respondió con una reverencia de cabeza.

—Ya casi es de noche —dijo el que tenía detrás—. Venid, estaréis más segura en nuestro campamento esta noche.

¿Estaba a salvo una oveja cuando la protegía un lobo? Creía que no. Negó con la cabeza y rechazó la invitación.

—Las hermanas me esperan, milord. Debo darme prisa. Mi señora se enfadará si no llego a tiempo.

Intentó abrirse paso empujando al que tenía delante, pero éste apenas se movió. Gillian lo intentó una vez más, sin éxito. Antes de que pudiera probar suerte una vez más, dos de ellos la agarraron de los brazos y la arrastraron hacia los demás. Forcejeó, pero no consiguió zafarse de ellos, y el corazón comenzó a acelerársele en el pecho, haciendo que la cabeza le diese vueltas.

Antes de que pudiera darse cuenta, ya estaban en mitad del campamento, lo suficientemente lejos para que no pudiera escaparse con facilidad. No se lo puso fácil, pero aquello tampoco ralentizó ni impidió su progreso. Simplemente la arrastraban entre ellos. Estaban haciéndole daño en los brazos y sabía que por la mañana tendría hematomas; si sobrevivía hasta entonces.

A juzgar por sus susurros furiosos, supo que algo pasaba. Decidió aprovecharse de la situación. Pisó con todo su peso el empeine del soldado que tenía detrás y lo empujó con las caderas en un intento por hacerle perder el equilibrio.

No funcionó.

Al contrario, pues ahora le dolía el pie y tuvo que ir cojeando el resto del camino. Finalmente se detuvieron y ella aprovechó el momento para soltarse y huir. Un soldado le agarró la capa, que cedió cuando los nudos se soltaron. Gillian no había dado ni dos pasos, dos pasos dolorosos, antes de que un brazo con cota de malla le rodeara la cintura y la arrastrara contra la superficie más dura que jamás había sentido. Tan dura era que le dejó los pulmones sin aire y a punto estuvo de dejarla inconsciente cuando golpeó con la cabeza la lámina del pecho.

—¿Adónde vais, señorita? ¿Habéis decidido no honrarnos con vuestra presencia esta noche?

Cuando reconoció la voz del guerrero que la tenía prisionera, se sintió aterrorizada. Sin posibilidad de escape y con la sospecha de que aquellos hombres planeaban todo tipo de actos ilícitos e inmorales contra ella, escuchó las risas de los que presenciaban la escena y quiso desmayarse. Pero en vez de eso emitió un grito ahogado cuando aquel gigante la rodeó con su otro brazo y la atrapó en un abrazo indecente contra su pecho. Luego apoyó la cabeza contra la suya hasta hacerle sentir su aliento caliente sobre la piel del cuello.

—Dime lo que buscas, cariño —le susurró en inglés—, y trataré de complacerte en todo lo que pueda.

Dos

Aunque las circunstancias y a veces la triste historia de su existencia como bastardo entre la nobleza deberían haberle enseñado la lección, Brice Fitzwilliam nunca había aprendido eso de que la paciencia era una virtud. Siempre le había parecido sobrevalorada y una molestia necesaria, y aquella situación simplemente confirmaba su opinión al respecto.

Tras ser paciente como el rey pedía, y esperando mientras pasaba el invierno a que llegaran los documentos que le cedían las tierras y los títulos de barón y de lord de Thaxted, había llegado hasta allí y se había encontrado con la fortaleza cerrada. Tres semanas esperando los refuerzos de su amigo Giles no hacían que estuviese más cerca de conquistar la fortaleza ni a los que vivían dentro. Ahora, tras capturar a varios campesinos que huían, descubría que su prometida, que ya había huido en varias ocasiones, también acababa de escapar bajo su vigilancia; y que buscaba refugio lejos de su control en un convento. Por suerte Stephen le Chasseur lo acompañaba y nada ni nadie escapaba a él cuando cazaba.

Aunque Gillian se retorcía entre sus brazos, Brice sabía que no tenía idea de su identidad, ni de que era suya. Su rabia aumentó al darse cuenta de que ignoraba los peligros del camino. Si no la hubiera encontrado, la idea de lo que podría haberle sucedido le aterrorizaba por muchas razones. Había que enseñarle una lección, y él sería el encargado.

Al menos estaba viva, así podría hacerle pensar en sus actos.

—¿Cuánto cobráis por noche, señorita? — preguntó mientras deslizaba la mano por su cuerpo y sentía el escalofrío bajo sus dedos—. Muchos de mis hombres han ahorrado y podrían pagaros bien para que os quedarais con nosotros.

—No soy pro… pros… —se estremeció—. No vendo mis favores.

Brice la soltó y le dio la vuelta para mirarla, y estuvo a punto de perder la cabeza, pues por fin pudo ver claramente a su prometida. Era guapa y le pertenecía.

Unos ojos grandes, luminosos y de un color entre el azul y el verde adornaban su rostro. Sus rizos largos y castaños escapaban bajo su velo y le caían sobre los hombros. Aunque iba vestida al estilo sajón, con ropa ancha, advertía que su cuerpo tenía curvas y encajaba con las formas femeninas que él deseaba en sus amantes; caderas y pechos voluptuosos. A juzgar por la fuerza de su resistencia, sabía que sus piernas y sus brazos eran fuertes.

Su cuerpo reaccionó antes de terminar de mirarla, y cierta parte de su anatomía cobró vida, dispuesta a hacerle todas las cosas con las que la había amenazado. Sólo habló cuando uno de sus hombres tosió audiblemente.

—Si no sois prostituta, ¿entonces qué?

—Les he dicho a estos hombres que mi señora me envía al convento e iba de camino.

—¿Sola, señorita? ¿Con los merodeadores y rufianes que controlan los bosques y los caminos? Vuestra señora habrá enviado guardias para protegeros.

Ella dio un paso atrás, pero sus hombres no retrocedieron y permaneció atrapada entre ellos. Advirtió el miedo creciente en su mirada y supo que su apariencia valiente corría el peligro de venirse abajo. Pero luego vio cómo recuperaba la confianza en sí misma, estiraba los hombros y levantaba la barbilla.

—Mi señora tiene otras cosas de las que preocuparse, señor. Sabe que soy independiente y puedo llegar sola al convento.

—¿Bromeáis? —preguntó él—. ¿Buscáis problemas? Cualquier señora que envíe a su sirvienta sola por estos caminos en estos tiempos tan peligrosos que corren comprenderá el mensaje que está enviando.

Brice casi pudo oírla intentando tragarse el miedo. Los ojos le brillaban con la inminencia de las lágrimas y el labio inferior había empezado a temblarle. Tal vez estuviera dándose cuenta de lo absurdo de su plan.

—Un noble honraría la promesa de una dama a su doncella y le permitiría la llegada al convento. Un noble de verdad no se aprovecharía de una mujer sin protección. Un noble de verdad… —comenzó a explicar otra cualidad, pero él la detuvo negando con la cabeza.

—Yo no he dicho que sea un noble, señorita —susurró él—. Si vuestra señora cree que se puede confiar en los nobles y que éstos dejarían pasar una tentación como la que vos representáis, entonces es más tonta de lo que pensaba.

Sus hombres se carcajearon, sabiendo que ni ellos ni él eran nobles ni de nacimiento legítimo, y Brice reconoció la confusión en su expresión. Casi todos los hombres se habrían sentido halagados por ella, pero no aquéllos que se habían abierto camino en el mundo con el trabajo y el sudor de sus cuerpos.

Lady Gillian pareció querer decir algo, pero no encontró las palabras, así que agachó la cabeza y se dio la vuelta. Sus intentos de humillarla no le dieron la satisfacción esperada. Miró a sus hombres. Sabía que la noche se acercaba y que aún quedaban muchas cosas por hacer ahora que su prometida estaba allí.

—Llevadla a mi tienda y aseguraos de que se queda ahí —ordenó.

—¡No podéis! —gritó ella. Brice se acercó a ella para obligarla a levantar la cabeza y mirarlo a la cara—. Las buenas hermanas…

—Las buenas hermanas cenarán, rezarán sus oraciones y se irán a dormir como cada noche, señorita. Vuestra señora debería haber pensado en su plan antes de llevarlo a cabo.

—Pero me esperan. Mi señora les envió un mensaje.

—Puedo aseguraros que al convento no ha llegado ningún mensaje. Llevamos acampados aquí varias semanas y nadie de Thaxted se ha cruzado en nuestro camino… hasta hoy.

Gillian miró a su alrededor, visiblemente desanimada, y por primera vez pareció darse cuenta de que la superaban en número y que eran peligrosos. Si en efecto había un mensajero, los hombres de Brice no lo habían visto. Siempre existía la posibilidad de que el mensajero hubiera huido en dirección contraria al ver su campamento y saber que no podría pasar. Aparentemente ese mensajero no informó del fracaso a su señora.

—Lleváosla —repitió suavemente, mientras se echaba a un lado para que Stephen pudiera llevar a cabo su orden.

La dama pareció dispuesta a ofrecer resistencia, pero luego asintió y se dejó arrastrar. Al menos ya estaba a salvo, y era una cosa menos de la que tenía que preocuparse en aquella situación tan inestable. Por la mañana sería suya, al igual que la mansión Thaxted y todos los terrenos vinculados a ella y a él por ser lord Thaxted.

Y con el apoyo de los hombres de Giles desde Taerford y las tropas del rey, tomaría el control de la fortaleza, expulsaría a los rebeldes que no apoyaran al rey Guillermo y comenzaría su vida como todopoderoso en vez de seguir siendo un simple soldado. Respiró profundamente y se dio cuenta de que ansiaba muchas de las cosas que aún tenía ante sí en los próximos días.

Enfrentarse a la ira de aquella dama por su conducta no era una de esas cosas.

Pasaron las horas mientras supervisaba los preparativos para su asalto final a la fortaleza, así como otros asuntos más personales que tenían que ver con lady Gillian. Envió un mensaje al convento para hacerles saber que estaba a salvo y que regresaría a su hogar. Una generosa donación acompañaba al mensaje para suavizar, o así lo esperaba, los futuros tratos con las monjas. Había visto cómo muchos otros cometían el error de no respetar al clero y estaba decidido a no caer en el mismo error.

Finalmente, varias horas después de que el sol se ocultara por el oeste y, cuando la noche ya los cubría con su manto, decidió que era el momento de dar el primer paso para recuperar el control de sus tierras… y de su esposa. Avisó a los más cercanos a él y se dirigió hacia su tienda. Había cuatro hombres montando guardia allí, uno en cada esquina, y ninguno parecía feliz.

—¿Problemas, Ansel? —preguntó mientras se acercaba. Todos parecían tranquilos, pero sus expresiones decían lo contrario. Aunque aquélla era la primera campaña de guerra de Ansel, confiaba en el joven para realizar cualquier tarea que le ordenase.

—Sí —respondió Ansel en su dialecto—. Es… la dama… es muy decidida —negó con la cabeza como si hubiera fracasado y Brice advirtió los inicios de un hematoma en su barbilla.

Brice agarró la solapa de entrada a la tienda y se detuvo.

—Mientras no se le haga daño, no cuestionaré tus actos.

Ansel asintió, pero aún había un problema que Brice no lograba identificar. Entonces se acercó Stephen.

—Ha estado a punto de escaparse tres veces, Brice —explicó—. Una vez ha logrado llegar hasta el perímetro sur del campamento sin ser vista —Brice miró a los dos hombres que custodiaban la tienda y vio que varios tenían arañazos y hematomas. Luego volvió a mirar a Stephen, que respiró profundamente y se encogió de hombros—. Échame la culpa a mí si quieres, pero era la única manera de que estuviera a salvo.

Brice se preguntó cómo lo habrían hecho.

—Traedle algo de comer y luego buscad algo para vosotros —dijo—. Procederemos después de comer.

Los hombres se alejaron y Brice levantó la solapa de la tienda para poder entrar. Se agachó para no golpearse la cabeza con el techo de la tienda, entró y se detuvo. A pesar de que en el interior sólo había un farol, pudo verla claramente y se quedó con la boca abierta ante lo que vio.

Sus hombres habían clavado estacas de madera al suelo y la habían atado a ellas, con las muñecas y los tobillos juntos y atados a los postes. Tenía la capucha quitada y una mordaza en la boca. A causa de retorcerse contra las ataduras, el vestido se le había subido por las piernas y dejaba ver su forma. Debido a la posición de sus brazos y al movimiento del escote del vestido, sus pechos se restregaban contra la tela y los pezones erectos eran visibles a través del tejido.

Brice tragó saliva, pero la boca volvió a secársele. Terminó de entrar en la tienda y dejó caer la solapa tras él. Gillian comenzó a retorcerse de nuevo al verlo aproximarse, y sus esfuerzos provocaron que el vestido se le subiera más y le proporcionara una visión clarísima de sus muslos y de sus caderas. Brice apretó los dientes y los puños para evitar deslizar las manos por su piel y palparle las nalgas. El pulso se le aceleró mientras pensaba en todos los lugares donde la besaría y la acariciaría antes del amanecer.

Gillian murmuró algo y él se dio cuenta de que no podía dejarla así. Se agachó junto a ella, sacó su daga y le rompió la mordaza.

—Ya está, señorita —susurró. Con una caricia suave, le apartó el pelo de la cara y le secó las mejillas.

Lágrimas. Había estado llorando. Por lo poco que sabía de su prometida, deducía que aquel síntoma de debilidad la humillaría y no le apetecía eso. Se acercó a la mesa, sirvió vino en una jarra metálica y se lo ofreció.

—Tomad, bebed esto —le levantó la cabeza y la ayudó a beber hasta que se tomó el vino. Después volvió a llenar la jarra y se la bebió rápidamente.

Se arrodilló a su lado y comenzó a colocarle el vestido. Pero cuando le tocó el tobillo, no pudo evitar disfrutar del momento. Deslizó la mano hasta su rodilla antes de agarrarle el dobladillo del vestido. Su cuerpo le pedía que siguiera subiendo, que introdujera la mano entre sus piernas hasta llegar al lugar que le haría llorar de placer. Brice se resistió al deseo de explorar su cuerpo y sólo las suaves palabras de Gillian le hicieron volver en sí.

—Os lo ruego, milord. Por favor, no… — susurró.

No se movió en absoluto, y fue algo bueno, pues Brice se debatía entre hacer lo correcto o seguir los instintos de su cuerpo. Tras un momento que duró demasiado, tiró del dobladillo hasta cubrirle las piernas y luego se apartó.

La tensión entre ellos se rompió cuando Ansel lo llamó desde fuera. Brice se dio la vuelta, salió y regresó con un plato de madera para la dama. Lo colocó sobre la mesa y volvió a sacar la daga para soltarle las muñecas. Cuando le ofreció la mano, se dio cuenta de que aún llevaba puesta la cota de malla y los guantes de cuero.

A pesar de la mirada suave en su rostro en aquel momento, Gillian no confiaba en él. Oh, sus hombres no le habían hecho daño aún, pero ser atada y amordazada, después abandonada durante horas, había puesto a prueba su paciencia y su coraje. Aunque era virgen, había reconocido la lujuria en la mirada de aquel hombre cuando le había tocado la pierna y había observado el modo en que el vestido se le movía y dejaba al descubierto partes que era mejor no enseñar. No sabía cuánto tiempo permanecería intacta, y no se atrevía a preguntar.

Aun así, si no estaba atada, tendría más posibilidades de escapar que si permanecía así. Gillian aceptó su mano y le permitió ayudarla a incorporarse. Cuando se dispuso a desatarse las piernas, él la detuvo.

—Déjalo —dijo con voz grave, esa voz profunda de palabras acentuadas que le afectaba más de lo que desearía. Tiró del dobladillo del vestido y se cubrió los pies todo lo que pudo antes de hacer lo mismo con el escote.

Él sumergió un pedazo de lino en un cubo situado junto a la entrada de la tienda y luego se lo entregó. Gillian se frotó la cara y se limpió el polvo y las lágrimas que había derramado a pesar de sus esfuerzos por no llorar. Luego se limpió las manos y le devolvió el trapo.

—Merci —susurró, una de las pocas palabras que conocía en su idioma.

Él se sorprendió al escucharla y Gillian se dio cuenta de su error. Una pobre doncella inglesa no sabría hablar francés. Una pobre mujer inglesa sólo sabría hablar inglés… o sajón o danés, pero no francés. Cuando él respondió en su propio idioma, ella parpadeó y negó con la cabeza como si no entendiera nada. En realidad podía entenderlo casi todo si hablaba despacio, pero no quería que él o sus hombres lo supieran. Mejor obtener toda la información posible y compartirla después con su hermano cuando regresara a la fortaleza de Thaxted.

Si lograba regresar.

Gillian se estremeció al darse cuenta de que tal vez no sobreviviera a esa noche. Después de todo, aquellos hombres no se creían su historia y la creían prostituta. Si la obligaban contra su voluntad, tal vez no estuviese viva por la mañana para intentar escapar una vez más. Un escalofrío recorrió su cuerpo de la cabeza a los pies descalzos.

El caballero reaccionó con rapidez, pero de una manera inesperada, pues llamó al otro, Stephen, y le pidió algo. ¿Una túnica? ¿Una capa? Pronto le devolvieron la capa y los zapatos. Él sacudió la capa y se la puso sobre los hombros. Gillian la agarró y se tapó con ella para intentar protegerse. Su cuerpo comenzó a calentarse casi de inmediato bajo la gruesa capa de lana. Después volvió a sorprenderle su actitud cuando le puso los zapatos suavemente. Sus hombres se los habían quitado la última vez que había intentado escapar, sabiendo que no podría ir muy lejos sin ellos.

Cuando le ofreció el plato, el estómago le rugió y no le dio opción a rechazar su oferta. Aceptó la comida y se la comió. Sin importar los desafíos que pudieran venir, tenía que estar con fuerzas, así que siguió comiendo hasta acabar con todo. Levantó la mirada y vio que él estaba observando todos sus movimientos. Cuando le sirvió una jarra, ella se la bebió de un trago.

Consciente de que aquello no era más que un respiro antes de lo que fuera que hubiese planeado para ella, supo que debería haber tardado más para tomarse su tiempo, pero el estómago vacío y el ejercicio realizado durante el día habían puesto a prueba su voluntad.

Apenas había terminado de beber y comer cuando oyó movimiento fuera y varias voces acercándose. ¿Acaso su hermano había descubierto su desaparición y la había seguido? Cuando el soldado le quitó el plato, abandonó toda farsa y comenzó a intentar soltarse los tobillos. O la ignoró o no la creyó capaz de hacerlo, pues abandonó la tienda mientras ella forcejeaba.

Si al menos tuviera una daga o un cuchillo pequeño, o algo afilado para poder aflojar el nudo o cortar las cuerdas. Gillian continuó hasta que oyó las palabras que Stephen le dirigió a su captor.

—Los hombres están listos.

Su mente se vacío entonces de todo pensamiento y lo único que pudo hacer fue forcejear contra las cuerdas. Estaba segura de que saciarían sus necesidades con ella. ¿Pero todos? Que Dios se apiadara de ella.

Tratando de luchar contra el pánico, Gillian sabía que debía mantener el control y buscar un momento en el que pudiera escapar. Para hacer eso, tenía que sobrevivir. Respiró profundamente varias veces y supo lo que tenía que hacer. Cuando el que estaba al mando entró en la tienda y se acercó a ella, supo que la única manera de salir de aquello era a través de él.

Se había quitado la cota de malla y sólo llevaba una túnica gruesa. También se había quitado los guantes. En vez de apaciguar sus miedos, pues sabía que los hombres podían copular con una mujer con o sin armadura, aquello los incrementó, pues seguía teniendo aspecto de guerrero peligroso. Se agachó junto a ella una vez más y utilizó la daga para cortar las cuerdas. La ayudó a levantarse y le pasó un brazo por la cintura cuando comenzó a tambalearse.

—Milord —susurró ella—, yo… satisfaría todas vuestras necesidades si prometéis no compartirme con los demás.

Sorprendida de poder pronunciar esas palabras en voz alta, sabía que debía parecer sincera en sus intenciones o todo estaría perdido. Gillian estiró la mano y le agarró el cuello de la túnica para prometerle cualquier cosa con tal de mantenerse con vida.

—Sólo deseo calentar vuestra cama, milord.

El guerrero la soltó tan deprisa que estuvo a punto de caerse al suelo. Lo había enfurecido por algo, al contrario de lo que pretendía. La agarró por la muñeca y la arrastró hacia la entrada de la tienda.

—No, milord —gritó ella—. ¡Os ruego que no me compartáis con vuestros hombres!

En pocos segundos se encontró de pie fuera de la tienda, frente a lo que le parecieron cientos de hombres. Aunque era de noche, la luna llena habría hecho que fuera posible ver la cantidad, pero las antorchas que bordeaban el campamento hacían que pareciese de día. El guerrero le sujetó la muñeca con fuerza y tiró de ella para que lo mirase.

—Oui, milady Gillian, calentaréis mi cama esta noche —gruñó apretando los dientes.

¡Lo sabía! ¡Sabía quién era! Antes de que pudiera explicarse, la acercó más a él hasta que sólo ella pudo oír sus palabras.

—Y no compartiré a mi esposa con ningún otro hombre.

Tres

Gillian buscó en su cara respuestas que no encontró. Estaba furioso, sí, porque se le notaba. Comprendió entonces que había sabido su identidad desde el principio, a pesar de haberle mentido. ¿Cómo?

—¿Quién sois? —preguntó.

Su hermano le había hablado del noble usurpador que quería reclamar sus tierras y a ella misma, pero aquel hombre que tenía delante juraba no ser un noble. Lo había oído maldecir y además los demás lo llamaban por su nombre, Brice, y no con el respeto exigido por un lord.

—Brice Fitzwilliam, recientemente nombrado lord Thaxted y barón de su alteza el duque Guillermo de Normandía y rey de Inglaterra — lo dijo lo suficientemente alto para que todos sus hombres lo oyeran—. Y vuestro marido — añadió con una ligera reverencia.

Los vítores agitaron la noche y la aterrorizaron. Aquél era el hombre que destrozaría su mundo, mataría a su hermano, se quedaría con sus tierras y con su gente, al igual que había hecho el propio duque bastardo en el sur de Inglaterra.

¿Fitzwilliam? Él también era bastardo. Ahora comprendía su rabia, pues sus palabras sobre los nobles eran un insulto a su nuevo honor.

—No sois mi marido —dijo ella, negándose a creer que aquello pudiera ser posible sin su consentimiento.

Él se carcajeó.

—Pero eso puede arreglarse fácilmente, milady —dijo, y señaló a alguien situado al otro lado del claro—. Cuando queráis.

Un anciano que parecía un sacerdote se acercó seguido de un joven que no iba vestido como un miembro del clero, pero que llevaba varios pergaminos. Se detuvieron frente a ella e hicieron una reverencia.

—Lady Gillian —dijo el anciano con sumo respeto—. Soy el padre Henry, recientemente llegado de Taerford —se volvió hacia el normando—. Milord, Selwyn leerá ahora el contrato de matrimonio y la disposición de las propiedades y de los títulos.

Tan sorprendida estaba Gillian por los acontecimientos que no había advertido el momento en que Brice le había soltado la muñeca y le había estrechado la mano. Había pasado de ser prisionera a esposa prometida en pocos segundos y no lograba comprender el cambio. Mientras el joven Selwyn leía los honores y las tierras cedidas a lord Brice Fitzwilliam, que era de Bretaña, no de Normandía, ella intentaba pensar en una manera de salir de aquélla. Una manera de regresar a su casa; a la protección de su hermano; a su vida como la conocía hacía unos meses.

En vez de eso, allí estaba con un completo desconocido, un caballero extranjero ascendido por su rey, un hombre que, si ella lo consentía, controlaría sus tierras, a su gente, su persona y su cuerpo como si fueran suyos. Gillian sabía que tenía que hacer algo, pero, cuando intentó zafarse, él le susurró las palabras que le helarían la sangre y asegurarían su cooperación.

—Esposa honrada o campesina deshonrada. ¿Qué deseas ser esta noche, Gillian?

Selwyn terminó de leer el contrato aprobado por el rey y todos los ojos se posaron en ella, expectantes.

Algo en su interior la instaba a ser valiente y a denunciar al enemigo, a resistirse a sus intentos por tomarla contra su voluntad y a desafiar las intenciones de su hermano. El sacerdote no podría quedarse mirando mientras la obligaban a casarse o mientras sus hombres abusaban de ella.

Otra parte de ella quería mantenerse firme y hacer lo que pudiera, soportar lo que tuviera que soportar para proteger del conquistador a la gente que vivía en sus tierras. La sangre noble que corría por sus venas, aunque teñida por las circunstancias de su nacimiento, se remontaba generaciones atrás a través de su padre y reforzó su voluntad de no quedarse parada mientras su gente sufría. Si el matrimonio con aquel guerrero llevaba la paz a su tierra, entonces lo soportaría.

—¿Consientes este matrimonio? —preguntó el bretón una vez más, en esa ocasión con aquella voz tan tentadora que hasta la propia Eva habría vuelto a ser expulsada del paraíso para decirle que sí.

Aunque deseaba que, sólo por una vez, pudiera ser considerada sólo por su propia valía y no como una mercancía valiosa, Gillian comprendía la verdad de su situación y la responsabilidad que recaía sobre sus hombros. Tal vez en otra ocasión pudiera hacer algo sólo porque lo deseara, o podría negarse a algo, pero aquélla no era esa otra ocasión y no tenía el lujo de poder decidir.

Y así, manchada con el polvo del camino, cubierta con una capa de sirvienta y de pie frente a cientos de hombres que no conocía, Gillian renunció a su voluntad y consintió aquel matrimonio. Lo peor fue que, mientras él le juraba protección con aquella voz tan sensual, Gillian sintió el calor en cada parte de su cuerpo e imágenes pecaminosas inundaron su mente.

Cuando concluyó el discurso y se inclinó hacia ella para sellar el trato con un beso, Gillian supo exactamente cómo se había sentido Eva aquel día enfrentada al pecado.

Sofocó su suspiro con los labios. Gillian estaba allí, perdida en sus pensamientos, mientras decían sus votos, pero Brice quería que comprendiera a lo que había accedido. La facilidad con la que se había lanzado sobre él en la tienda le había puesto furioso, pero saboreó su inocencia y su miedo mientras besaba sus labios. Se acercó más y le pasó el brazo por los hombros, tanto para abrazarla como para evitar que se cayese.

Ella no se resistió, pero tampoco participó en el beso, y Brice sintió cierto grado de decepción al comprobar que la actitud que había mostrado antes se había esfumado. Deseaba saborear su fuego y su fuerza, pero sólo sintió su miedo. Su cuerpo temblaba entre sus brazos, así que la besó rápidamente y apartó la cabeza.

Sus ojos turquesa se quedaron mirándolo mientras él observaba su curiosidad, su miedo y su sorpresa en su mirada. Ella levantó la mano y se acarició la boca como si nunca la hubieran besado. A pesar de su inocencia o su falta de participación, su cuerpo había respondido al sabor de sus labios y a la promesa de tenerla en su cama. Deslizaría las manos bajo su vestido y acariciaría cada parte de su cuerpo antes de que la luz del sol iluminase el campamento una vez más.

Lo comprendiese o no, su cuerpo sí lo hacía, pues se estremeció cuando Brice la miró a los ojos, y sólo deseó verla desnuda y retorciéndose bajo sus caricias. Calentaría su cama aquella noche y todas las demás, y Brice le proporcionaría tal placer que jamás se arrepentiría de haber accedido a casarse. Apartó la mirada de la de ella y la examinó de la cabeza a los pies.

Sus caderas anchas prometían hijos saludables y, cuando expulsaran a su hermano de sus tierras y asegurase la zona para Guillermo, pensaba engendrar muchos con ella. Todos llevarían su apellido, al contrario que su propio padre, pues Brice se había casado con la mujer que le daría hijos. Ahora que era de su posesión, todo lo que había deseado, todo aquello por lo que había luchado por fin estaba a su alcance.

Le tomó la mano y la giró hacia sus hombres.

—Lady Gillian de Thaxted —dijo en voz alta—. ¡Mi esposa! —los aplausos y vítores fueron en aumento hasta convertirse en una sola voz que recorría el campamento. Señaló a Stephen, que se acercó y le hizo una reverencia a Gillian—. Llévate a la dama a mi tienda y protégela hasta que llegue —ordenó.

Brice estaba seguro de que las palabras que había dicho su esposa, las promesas que había hecho, desaparecerían tan pronto como se diera cuenta de lo que había hecho. Por tanto cualquier consumación le haría comprender que ahora era suya y evitaría cualquier intento de anulación de los votos. Hasta que eso sucediera y su matrimonio fuese reconocido por todas las partes, la protegería como al tesoro que era.

Stephen se aproximó y Brice sintió cómo Gillian se tensaba. El soldado le ofreció el brazo para acompañarla.

—¿Milady?

Brice contuvo la respiración y esperó a que ella se apartara, pero Gillian le puso la mano a Stephen en el brazo y caminó junto a él en dirección a la tienda. Brice tenía que encargarse de varios asuntos antes de poder retirarse y, si pareció tener prisa, sus hombres no lo mencionaron.

Una o dos horas más tarde, tras enviar mensajes y colocar a más guardias alrededor del campamento, Brice estaba de pie frente a su tienda preguntándose qué mujer encontraría allí; la esposa honrada o la campesina huidiza. Estiró la mano, levantó la solapa de la tienda y entró.

Aunque Gillian lo oyó acercarse y entrar en la tienda, no levantó la cabeza para mirarlo.

Aún insegura con respecto a su situación y al hombre en cuestión. Había estado sopesando sus opciones durante las últimas dos horas. Y eso después de pasar un rato sorprendida por las circunstancias. En vez de acostumbrarse a los cambios siempre presentes en su vida, empezaba a cansarse de ellos.

Su plan de escapar al control de su hermanastro y de evitar aquel matrimonio había fracasado. Había sido descabellado desde el principio, pero al menos era un plan mejor que los primeros tres intentos. Tanto las amenazas de su hermano de repetir los castigos que ya le había infligido como su necesidad de huir la habían conducido a aquello.

Ya no se atrevía a pedirle ayuda a Oremund. No podría llegar al convento. Con un suspiro asumió que se había quedado sin opciones.

—¿Milady? —dijo él con una voz profunda que la sacó de su ensimismamiento y la obligó a levantar la mirada.

Se había quitado la cota de malla y demás accesorios de pelea y se presentaba ante ella sólo como un hombre. Aun así parecía más peligroso que antes.

Era alto, lo suficientemente alto como para tener que agacharse para entrar en la tienda y no golpearse la cabeza con el techo. Era grande, de hombros anchos que hablaban de años de entrenamiento. Y estaba… esperando. Gillian tragó saliva al darse cuenta de que estaba viendo cómo lo observaba y lo permitía. Gillian agachó la mirada y esperó en silencio.

—¿Os han traído agua fresca y se han encargado de que estéis cómoda? —preguntó suavemente. Sin ni siquiera levantar la cabeza, Gillian advirtió cómo se acercaba a ella—. ¿Necesitáis algo de beber o de comer?

Sabiendo que se le acababa el tiempo antes de tener que consumar su matrimonio, Gillian decidió intentar por última vez disuadirlo de su propósito.

—Milord —dijo con voz tranquila mientras se ponía en pie—, no necesito nada vuestro salvo la garantía de dejarme ir al convento.

La tensión entre ellos aumentó mientras esperaba su respuesta. Cuando sólo obtuvo silencio por respuesta, levantó la cabeza y lo miró directamente. Sus ojos marrones se oscurecieron más aún mientras la intensidad y el calor de su mirada inundaban su cuerpo.

—Habéis pedido una de las dos cosas que no puedo daros, milady, aunque lo deseara.

¿Lo había hecho a propósito? Había pronunciado sus palabras de manera que tuviera que preguntarle por la otra cosa. ¿Acaso sabía de su incesante curiosidad, algo que su hermano y su padre habían considerado siempre como un defecto en su carácter? El corazón comenzó a latirle con fuerza en el pecho cuando se acercó y le tomó la mano. Por mucho que lo intentó, Gillian no pudo evitar que las palabras se le escaparan de la boca.

—¿Cuál es la otra? —preguntó. Contuvo la respiración mientras él se llevaba su mano a los labios y le daba un beso en la muñeca.

—No podría dejaros recibir a la mañana siendo aún doncella —contestó.

Gillian negó con la cabeza y apartó la mano de él. O al menos lo intentó, pues la tenía agarrada con fuerza y no le permitió soltarse.

—Milord…

—Milady —replicó él.

—Os lo ruego… —se quedó sin voz al sentir cómo deslizaba la manga del vestido hacia abajo y la seguía con la boca para cubrirle la piel de besos. Gillian sintió las llamas en su interior y no logró encontrar los argumentos que momentos antes le parecían tan coherentes. Su cuerpo temblaba, y alzó la otra mano para intentar soltarse.

—No, milady —susurró él contra su piel, sin ni siquiera pararse mientras le atrapaba la otra mano y la colocaba sobre su pecho—. No podría permitirlo.

Con las manos atrapadas, Gillian se vio obligada a inclinarse hacia él. Buscó en su cara cualquier señal de rendición, pero no la encontró. Y, cuando Brice se volvió para mirarla y ella reconoció aquel brillo de deseo en sus ojos, supo que no tenía oportunidad de escapar a sus intenciones. Incluso cuando le soltó las manos, fue sólo por un momento, sólo para quitarle el velo. Se deshizo de la prenda de lino y la abrazó. Cuando la besó, Gillian perdió el sentido por completo y cualquier intento de centrarse en su plan, en un plan, en cualquier plan, fracasó al tiempo que su cuerpo se rendía bajo su hechizo.

Aquel beso comenzó como había comenzado el primero, pero luego cambió rápidamente y se convirtió en algo más exigente, más seductor y salvaje. Gillian sintió sus manos deslizándose por sus hombros y luego en su pelo; fue entonces cuando se entregó por completo al beso. Abrió la boca y permitió que le acariciara los labios con la lengua, lo que le produjo escalofríos por todo el cuerpo. La idea de que nunca la habían besado así se abrió paso en su mente por un instante.

Cuando Brice le soltó el pelo y deslizó una mano lentamente por su cuerpo, tocándola y acariciándole el cuello, y luego los pechos hasta detenerse sobre su vientre, Gillian se apartó de sus besos e intentó respirar. Un beso era una cosa, pero tocarla de esa manera tan íntima era…

Pecaminoso.

Prohibido.

Escandaloso.

No la obligó a aceptar sus caricias, pero tampoco apartó la mano de aquel lugar tan cercano a la unión de sus muslos. Un lugar en el que no había pensado mucho antes, pero que ahora ardía por algo desconocido. Y aquel ardor se extendió al ver el deseo en su mirada.

—Esto está mal, milord —susurró—. ¿No sabemos nada el uno del otro y aun así os acostaríais conmigo ahora?

—El rey me ha concedido estas tierras, este título y a vos, milady. A pesar de vuestros esfuerzos y los de vuestro hermano…

—Hermanastro —lo interrumpió ella.

—Eso no nos importa al rey ni a mí —contestó él y luego negó con la cabeza—. A pesar de los esfuerzos por mantenerme alejado de dichas tierras y de dicha esposa, os he encontrado y no me arriesgaré a más retrasos y a más desapariciones. No necesito saber nada más que el hecho de que ahora sois legalmente mi esposa… —antes de que Gillian pudiera pensar en algo que decir, Brice se agachó y la besó de nuevo antes de seguir hablando—… y pronto dejaréis de ser doncella.

Algo estalló por fin en su interior, ya fuera idiotez o valentía, y se apartó una vez más.

—Y, si morís en la inminente batalla, no sabré nada de vos salvo vuestro nombre. ¿Eso no os preocupa? —a juzgar por la mirada de seguridad en sus ojos, supo cuál sería la respuesta.

—No perderé en la batalla, milady. Si alguien muere, será vuestro hermano.

Sus palabras la asustaron, pues realmente no había pensado suficiente en todo el proceso. Oh, sí, sabía que habría una pelea por recuperar el control de Thaxted y algunos acabarían heridos. Incluso sabía de algunos nombres que le gustaría ver en una lista o en otra, pero también habría otros; gente inocente en aquel juego entre reyes y nobles. Los inocentes siempre acababan por pagar el precio.

—Perdonadme por esas palabras —dijo agarrándola por los hombros—. La guerra no es fácil para los que luchan y os pido perdón por hablar de la muerte de vuestro hermano.

Había vuelto a sorprenderla, lo sabía, pues sus ojos turquesa se abrieron más aún, al igual que su boca. No era tonto cuando se trataba de seducir a mujeres y aun así todas sus habilidades parecían haberlo abandonado cuando más las necesitaba. Debía poseerla esa misma noche. Debía convertirla en su esposa en todos los sentidos para que, ocurriera lo que ocurriera durante las batallas, contara con la protección de sus amigos e incluso del rey. Brice comenzó de nuevo a seducirla para llevarla a la cama.

—Tendremos muchos días para conocernos mejor. Vamos a dar el primer paso —le susurró mientras le apartaba el pelo de los hombros.

Ella se estremeció bajo sus caricias, lo supiera o no, mientras su cuerpo se preparaba. Brice se inclinó y la besó sin esperar sus preguntas y protestas. Al principio permaneció quieta, pero cuando la tentó con la lengua y comenzó a tocarla, Gillian cerró los ojos y aceptó aquella invasión íntima una vez más. Fue suavizándola con más besos hasta oír su respiración entrecortada. Pero fue aquel suspiro de placer el que estuvo a punto de hacerle perder el control.

Aunque era él quien llevaba la iniciativa en aquel encuentro, su cuerpo reaccionó a los sonidos de su excitación inocente y cada suspiro enviaba más sangre a su entrepierna, hasta hacerle sentir que iba a explotar.