En las fronteras del amor - En brazos del rebelde - Blythe Gifford - E-Book

En las fronteras del amor - En brazos del rebelde E-Book

Blythe Gifford

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Beschreibung

Ómnibus Harlequin Internacional 73 En las fronteras del amor Bessie, la abnegada joven del poderoso clan Brunson, se había sacrificado por el honor de su familia y había quedado a merced del rey Jaime. Inadaptada a la vida de la corte, solo podía enfrentarse a su enemigo mortal, Thomas Carwell, con ropa prestada y el orgullo propio de su clan. Bajo la mirada implacable de su captor, se sintió cautivada no solo por él, sino por la opulencia de un mundo muy distinto al suyo. Cuando el rey, furioso, exigió la cabeza de sus hermanos, ella solo pudo acudir a Carwell, pero tendría que pagar un precio irrevocable por su protección... En brazos del rebelde Rob Brunson el Negro se había ganado su apodo. Había tomado como rehén a la hija del jefe enemigo, lo cual era un acto despiadado de rebeldía. Pero el remordimiento lo atormentaba y la necesidad cada vez mayor de protegerla lo desgarraba. Stella Storwick sintió desde el principio el desdén de Rob. Hasta que empezó a notar que detrás de esa mirada sombría se escondía un hombre distinto. Algo que él no sabía expresar con palabras, que solo podía captarse con un beso devastador...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación

de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción

prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Avenida de Burgos, 8B - Planta 18

28036 Madrid

© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 73 - febrero 2023

© 2013 Wendy Blythe Gifford

En las fronteras del amor

Título original: Captive of the Border Lord

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

© 2013 Wendy Blythe Gifford

En brazos del rebelde

Título original: Taken by the Border Rebel

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta

edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la

imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas,

vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son

pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Internacional y logotipo Harlequin son marcas registradas

propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas

con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de

Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los

derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1141-436-4

Table of Content

Créditos

En las fronteras del amor

Dedicatoria

Cita

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Veintiuno

Veintidós

Epílogo

Nota de la autora

En brazos del rebelde

Nota de los editores

Uno

Dos

Tres

Cuatro

Cinco

Seis

Siete

Ocho

Nueve

Diez

Once

Doce

Trece

Catorce

Quince

Dieciséis

Diecisiete

Dieciocho

Diecinueve

Veinte

Nota de la autora

Para quienes han olvidado lo que quieren o temen reclamarlo.

Gracias a Michelle Prima y a Pat White, que me ayudan a mantener la cordura, y a Pam Hopkins, que sigue creyendo en mí.

Las mujeres cantan baladas, las baladas no hablan sobre mujeres.

Geordie Brunson

Sin embargo, las mujeres cantan con voz clara y potente, tanto que las historias perduran a lo largo de los tiempos.

Fue abandonado por el resto de su clan.

Abandonado a su suerte fue el primer Brunson.

Uno

The Middle March, frontera escocesa central

Noviembre de 1528

Bessie Brunson tomó aire y se dispuso a subir un tramo de escaleras por enésima vez desde que amaneció, y todavía no era mediodía. Los escalones llevaban a lo alto de la muralla, donde sus hermanos estaban de guardia. Era preferible tenerlos lejos mientras ultimaba los preparativos de la celebración de la boda, pero dos hombres hechos y derechos necesitaban comida. Se levantó la falda con una mano, balanceó la bolsa con tortas de avena con la otra y empezó a subir.

Oyó un trueno y, sobresaltada, miró al cielo. Estaba gris y soplaba el viento, pero... No era un trueno, eran cascos de caballos. Subió apresuradamente los últimos escalones, se puso entre sus hermanos y miró hacia el oeste, hacia el valle que les pertenecía.

—¿Quién viene?

—Nadie que quiera ver —contestó Rob el Negro sacudiendo la cabeza.

Ella entrecerró los ojos por el viento y para ver con claridad el estandarte verde y oro. Eran los colores de Thomas Carwell, el Guardián de la Frontera escocés. Justo antes de que Willie Storwick escapara, Bessie le dijo que lo consideraría responsable si sucedía algo, y el Guardián de la Frontera nunca demostró que no lo fuese, al menos, a juicio de ella.

—No lo hemos invitado a tu boda —le dijo a su hermano John.

—No, pero tuvo la cortesía de mandar un emisario para anunciar su llegada —contestó Johnnie.

—Porque sabía que lo tumbaríamos de un disparo si llegaba sin avisar —replicó Rob.

Ella suspiró. A ninguno de los dos se le había ocurrido avisarle de que la lista de invitados podía aumentar.

—¿Vais a dejar que entre?

Rob el Negro, jefe de la familia en ese momento, señaló su ballesta.

—Yo preferiría meterle un dardo.

Johnnie, más alto y pelirrojo, como ella, sacudió la cabeza.

—Ya hemos hecho bastante para enojar al rey. Por lo menos, vamos a ver qué quiere Carwell.

Rob frunció el ceño y ella contuvo el aliento preparándose para otra discusión entre ellos, pero Rob acabó asintiendo con la cabeza.

—Pero nosotros no vamos a decirle nada.

Los caballos aminoraron al paso al acercarse al portón, Carwell se quitó el casco de acero, un gesto de buena voluntad, se apartó el pelo castaño de la frente y los miró.

—Hemos venido a celebrar un acontecimiento feliz.

—Déjate de palabrería, Carwell —gruñó Rob—. Nadie te ha invitado.

—Un descuido... Estoy seguro de que queríais incluir al representante del rey.

Johnnie apretó un puño. Él también había sido en un hombre del rey, pero seguía siendo un Brunson. Algún día, todos tendrían que responder por eso.

—Nuestra hospitalidad no incluye a quienes nos traicionan —replicó Rob.

—Una acusación que he rechazado.

—Pero que no has demostrado que fuese falsa —contestó John.

—Aun así, habéis cabalgado y luchado a mi lado.

—Es verdad —reconoció Rob—, pero eso no significa que confiemos en ti.

Nadie sabía de qué lado estaba Carwell, salvo del suyo propio. Carwell extendió el brazo izquierdo con la palma de la mano hacia arriba y una sonrisa.

—Juro que vengo como un amigo.

—¿Y te marcharás igual? —gritó Johnnie.

Bessie suspiró. Podría dar de comer a doce hombres más si cortaba la carne en trozos más pequeños, pero no sabía muy bien dónde iban a dormir. Se asomó por encima de la muralla.

—Dejad las armas en la entrada, no causéis problemas y seréis bien recibidos al festejo.

Se dio la vuelta para bajar las escaleras sin hacer caso de la mirada enojada de Rob ni de las cejas arqueadas de Johnnie.

—La carne no está haciéndose sola mientras unos majaderos como vosotros tres os insultáis. No voy a permitir que se estropee la boda de Johnnie por alguien como él.

Carwell ya había estropeado bastantes cosas.

Carwell hizo un esfuerzo para sonreír mientras sus hombres dejaban las lanzas, las espadas y las ballestas y entraban en el patio. Desarmarse no era peligroso. Si un Brunson quería matar a alguien, se cercioraría de que tenía una espada en la mano cuando lo hiciera. Además, él siempre calculaba los riesgos. Sería poco apreciado, pero estaba vivo. Sonreiría a esa gente y celebraría la boda sin mencionar que el matrimonio entre John Brunson y Cate Gilnock lo había puesto en una posición muy, muy complicada.

Bessie Brunson lo recibió en el patio con una seriedad muy poco afable.

—Diles que no coman más que lo que les corresponda.

Fueron unas palabras ásperas para unos labios tan delicados, pero no respondería a la ofensa. Ella le había dicho que lo consideraría responsable y, al parecer, seguía reprochándoselo. Él también se reprochaba cosas que ella nunca sabría.

—No seremos glotones —replicó él con una sonrisa de oreja a oreja.

Sintió un momento de lástima por ella. Su castillo tenía sitio más que abundante y habría podido alojar a muchos invitados inesperados, pero la fortaleza de Brunson solo era defensiva y Bessie Brunson, pelirroja y de fina complexión, parecía necesitar esa protección. Lo miró con sus ojos marrones cargados de recelo.

—Si no se te invitó, no fue por descuido.

Pese a su delicadeza, era deslenguada y terca, como el resto de su familia. Era una buena manera de conseguir que los mataran.

—Sin embargo, quería celebrarlo con vosotros, quería felicitar a John y Cate.

También quería transmitir un mensaje a su familia, un mensaje que no querrían oír. Ella arqueó las cejas y frunció el ceño para indicar que no la había engañado.

—Entonces, limítate a eso.

Él inclinó la cabeza como si ella tuviera derecho a darle órdenes. Pronto descubriría la verdad.

Bessie miró hacia su hermano y, por fin, sonrió ligeramente.

—Se merecen una vida larga y feliz juntos.

—Sí... —confirmó él.

Era algo que se le había negado a su matrimonio.

A pesar de los invitados inesperados, o por ellos, la celebración, que empezó a mediodía, se alargó hasta entrada la noche. Pasando por alto el dolor que sentía entre los hombros, Bessie miró con satisfacción el salón lleno de gente. La bebida seguía corriendo, habían empezado los cánticos y, al sumarse los hombres de Carwell, se había abierto la última barrica de vino tinto que su padre se llevó de la iglesia para conservarlo a buen recaudo cuando el sacerdote huyó a Glasgow.

Se había hecho sitio para bailar y los novios recorrieron juntos las filas. Aunque Cate seguía sintiéndose más cómoda con calzas que con el vestido que llevaba, se deslizó junto a John imitando sus movimientos. Los hombres empezaron a cantar la balada que habían compuesto sobre ella.

La llamaban la Valiente Cate, la bella Cate...

Cate se pisó el vestido y cayó sobre su sonriente marido. Bessie miró hacia otro lado. La habitación estaba llena de hombres que conocía desde siempre, Jack el Raro, Joe Tres Dedos, los hermanos Tait, pero ninguno conseguía que sonriera como Cate le sonreía a John.

—Un día magnífico —comentó Rob acercándose a ella.

Si a su hermano mayor lo llamaban Rob el Negro, no era solo por su pelo y sus ojos oscuros, pero estaba sonriendo. Ella volvió a mirar a Thomas Carwell. No abandonaba la media sonrisa, como una máscara permanente que ocultaba lo que había debajo.

—¡Bessie! —la llamó Johnnie—. Baila un poco conmigo.

—Los Brunson cantan, no bailan.

Eso era lo que farfullaba su padre siempre que su madre intentaba que se levantara. Su hermano se rio con la jovialidad de un hombres recién casado.

—Este Brunson sí baila. Ven —él le tendió una mano—. Te enseñaré cómo bailan en la corte.

Ella lo rechazó con la mano y, repentinamente, se dio cuenta de que Carwell estaba mirándola.

Ese hombre también tenía la distinción que Johnnie había adquirido al vivir junto al rey en lejanos castillos que ella no había visto nunca. Tampoco quería parecer una necia pueblerina delante de ellos.

—Baila con la novia, Johnnie.

Entonces, antes de que pudiera darse cuenta, tenía a Carwell al lado con una mano en su cintura.

—Yo te enseñaré.

No esperó a que se resistiera, la llevó con los demás bailarines y su puso enfrente de ella.

—Se parece a la pavana y solo tiene cinco pasos. Derecha, izquierda, derecha, izquierda y entonces... —él saltó y cayó con los pies juntos—. Ahora, tú.

Ella se miró los pies y lo siguió. Por un instante, con su mejor vestido y el pelo recién lavado, dejó de sentir dolor en los hombros. Así se sentiría una dama en la corte al bailar ante el rey con pies ligeros... La miraba con esos ojos cambiantes y detestables. Habría bailado con damas así, damas que sabían los pasos. Se tropezó con los pies de Carwell, se golpeó la frente en su barbilla, se puso roja y se apartó sintiéndose torpe, lo que era.

—No bailo. Déjame.

Fue a apoyarse en una pared y él se dirigió a las demás esposas y hermanas, quienes fueron riéndose al tropezarse también. ¿Había sido igual de ridícula cuando estuvo con él? Se mordió el labio. Las mujeres eran ridículas.

Jock el Raro se comió la última torta de avena con miel y ella recogió la fuente y se dirigió hacia las escaleras para ir a por más. Que las demás mujeres se divirtieran con los bailes, ella se ocuparía de la comida y la bebida. Carwell la siguió escaleras abajo. Seguramente, habría bebido demasiado y necesitaría orinar.

—Hay un excusado en el rincón. No hace falta que salgas —le indició ella.

Abrió un poco la puerta y ella también deseó poder quedarse dentro de la fortaleza en vez de tener que cruzar al patio para llegar a la cocina. Había una neblina que amenazaba con acabar en lluvia. Carwell se acercó junto a la puerta.

—¿Te encuentras mal?

Era una pregunta extraña. Su madre siempre había dicho que era sana como una potranca de Galloway.

—No, claro que no.

—Entonces, a lo mejor necesitas ayuda...

—¿Ayuda?

Ese hombre, un desconocido, se había dado cuenta de lo que sus hermanos habían pasado por alto... Se dio la vuelta para mirarlo al creer que había oído mal, pero estaban tan cerca que se chocó con él, tan cerca que captó el olor a mar y cuero.

—Sí.

Él lo dijo tan cerca de su oído que si se hubiese dado la vuelta, sus labios se habrían rozado... Entonces, él se alejó un paso y ese momento incómodo se disipó tan deprisa que ella llegó a creer que se lo había imaginado. Entró una corriente por la puerta entreabierta y ella se cerró el manto sobre los hombros. Estaba segura de que Thomas Carwell nunca ofrecía nada sin esperar algo a cambio y se preguntó qué querría esa vez. Le dejaría ver la cocina si quería...

—Ven.

Se tapó la cabeza con el chal y salió a la húmeda oscuridad sin comprobar si él la seguía. Cruzó el patio en una docena de pasos, pero cuando volvieron a estar a cubierto, la humedad se le había metido en los huesos. Lo miró a la luz de la chimenea con la esperanza de captar algún indicio de incomodidad, pero sonreía como si fuese imperturbable. Sus ojos, en cambio, cambiaban con cada luz. ¿Eran verdes, marrones o color avellana? Le dio la espalda. Le daba igual el color de sus ojos, podían ser tan marrones como los de un Brunson y no por eso iba a cambiar la opinión que tenía de él. Había dejado a la niña que las hermanas Tait tenían de sirvienta para que vigilara el fuego, pero se había dormido y roncaba sobre un saco de grano.

—La verdad es que no quieres ayudarme, como tampoco has venido a la boda de John y Cate para felicitarlos. ¿Por qué no me dices a qué has venido antes de que estropees el momento más feliz que han tenido los Brunson desde hace meses?

Carwell no dejó de sonreír. Estaba aprendiendo a no menospreciar a Bessie Brunson, pero le costaba tenerlo presente cuando la miraba. El pelo pelirrojo le caía como una cascada sobre los hombros, los ojos marrones tenían un destello de recelo, los labios eran carnosos y... dejó de pensar en ella.

—Dejaremos esta noche para la celebración y mañana hablaré con tus hermanos.

—¿Mañana? ¿Cuando Rob no sepa dónde tiene la cabeza por el vino que ha bebido esta noche y Johnnie esté tan contento en la cama con su esposa?

Él contuvo una réplica hiriente.

—Estarán dispuestos a escuchar cuando sepan por qué he venido. Es un asunto de hombres.

Ella puso los ojos en blanco antes de volver a mirarlo.

—En tu casa no hay mujeres.

Él parpadeó. No las había desde hacía años.

—No. Ahora no las hay.

El recuerdo le atenazó el corazón. Nunca volvería a dormirse en los laureles con una mujer. Un pequeño dolor o un suspiro de cansancio podían indicar la amenaza de algo peor. Dejó la idea a un lado. No iba a contárselo a nadie y menos a esa mujer, aunque, por un instante, había creído que ella lo entendería.

—Si las hubiera —replicó ella—, sabrías que no hay que protegernos de la verdad.

La miró y dudó que su familia la hubiera protegido de algo.

—Entonces, lo sabrás cuando lo sepan ellos, y será mañana.

El rey no tenía más paciencia. Pese a haberle ofrecido su ayuda, ella no le pidió nada mientras iba de un lado a otro recogiendo tortas de avena y dejando otra hornada cerca del fuego. Cuando terminó, zarandeó a la niña para despertarla y le dijo que vigilara el fuego para que no se incendiara la casa. Luego, se acercó a él, que estaba en la puerta. Dejó las tortas y llenó dos garrafas de cerveza de una barrica.

—Si querías ayudarme, lleva esto.

Le dio las dos garrafas con un brillo de rabia en los ojos. Él la siguió en silencio y se enorgulleció por haberse contenido y no haber tirado su valiosa cerveza al suelo. Esa mujer era tan tozuda como toda su familia... o más. Sin embargo, al observar su contoneo al andar, se acordó de cómo se estrechó contra él al bailar y para seguir esos pasos que no conocía. Durante esos breves momentos, sintió que estaban solos los dos con la música y el movimiento. Sin embargo, al día siguiente volvería a odiarlo, en cuanto se enterara de que había ido allí para llevarse a su hermano de rehén.

Dos

La celebración siguió mucho después de que hubiesen acompañado a Johnnie y Cate hasta el lecho nupcial. Ella llevó más cerveza al salón para que los recién casados pudieran tener algo de intimidad. Una vez en el salón, el baile dejó paso a los cánticos. Jock el Raro intentaba enseñar a cantar al perro de Cate y a ella le parecía que el animal cantaba tan bien como Jock. Los hombres de Carwell se mezclaron sin incidentes. Hasta Rob charlaba amigablemente cuando ella se dirigió otra vez a la cocina. Carwell la vio, pero esa vez no la siguió. La niebla se había convertido en lluvia y, cansada, se apoyó en la puerta de la cocina antes de volver a cruzar el patio para ir por última vez a la fortaleza. Las hermanas Tait y la niña que tenía de sirvienta la ayudarían a recoger al día siguiente, pero todavía no había acomodado a todos los hombres de Carwell. Seis podrían dormir en el salón y otros cinco en la habitación grande del piso superior, pero ¿dónde dormiría el Guardián de la Frontera? Rob iba a dormir con los demás hombres para que Johnnie y Cate pudieran disfrutar del dormitorio principal. Solo quedaba una cama, la de ella. Se apartó de la puerta y miró el saco de avena donde había dormitado la niña de las Tait. Sería un colchón aceptable. La voz de Rob y las conocidas estrofas de la balada de los Brunson la sacaron de su ensimismamiento. Cuando su hermano hablaba, era áspero y lacónico, pero cuando cantaba, su voz era torrencial.

Silenciosos como la luna, firmes como las estrellas

Fuertes como el viento que barre Carter’s Bar.

Obstinados y de ideas claras, nunca tristes ni abatidos

Eso dicen de los Brunson

Descendientes de un vikingo de ojos castaños

Descendientes de un vikingo de ojos castaños.

Las risas habían cesado en el salón y los invitados estaban acostándose. Ella se acercó a Carwell y le susurró al oído.

—Te he preparado un sitio para que duermas, si me acompañas...

Captó el cansancio en los ojos de él cuando se levantó y se regañó a sí misma por tener una lengua tan afilada. Había cabalgado durante dos días y estaba invitado en su casa. No debería darle motivos para que se quejara de la hospitalidad de los Brunson. Abrió la puerta de su cuarto y se estremeció. Había pensado tanto en sus invitados que se había olvidado de comprobar su chimenea.

—Es una habitación sencilla, pero espero que sea de tu agrado —comentó ella mientras se agachaba para reavivar las llamas.

Él, naturalmente, estaría acostumbrado a tapices, velas y tañidores de laúdes, pero los Brunson se enorgullecían de su valentía y destreza con las armas, no de sus lujos.

—Es tu cuarto —dijo él desde la puerta.

—Sí —reconoció ella limpiándose las manos.

—No te obligaré a que renuncies a tu cama.

—Bueno, no vas a compartirla conmigo —replicó ella mirándolo a los ojos con rabia.

—No estaba insultándote con esa insinuación, no me insultes tú a mí insinuando que sí lo había hecho.

Él lo dijo en un tono airado que ella no le había oído nunca. Al parecer, tenía genio y ella tenía la lengua para provocarlo. Miró al suelo y eso debería haber servido de disculpa.

—Acepta la cama, eres un invitado en mi casa.

—No estoy invitado. Iré al salón con mis hombres —salió al pasillo y le sonrió como si quisiera quitar hierro a lo que había dicho antes—. Que descanses bien.

Ella abrió la cama y se sorprendió al ver que le temblaban las manos. Oyó lo que le pareció un improperio sofocado al otro lado de la puerta.

A la mañana siguiente, cuando Bessie despertó a los recién casados para que acudieran a la reunión de Carwell, sus sonrisas adormecidas le llegaron al corazón. Esperó que hubiesen pasado una noche maravillosa porque el día prometía ser desagradable. Se reunieron con Rob y Carwell en la zona privada que había detrás del salón. Un brasero en el centro de la habitación ofrecía cierto alivio contra el frío. Parecía como si Carwell hubiese dormido mejor que ella.

—El rey Jaime se ha visto obligado a levantar el asedio al conde de Angus.

El conde, padrastro del rey, también había sido regente hasta hacía unos meses, pero, en ese momento, era el peor enemigo del rey.

—El rey reprocha esa derrota a que nunca llegaron los hombres de Brunson que pidió —siguió Carwell.

Ella intercambió una mirada con su hermano John. Los hombres de Brunson habían estado haciendo cosas más importantes.

—Además, le han comentado al rey que Willie Storwick el Marcado ha desaparecido y es posible que esté muerto.

Johnnie y Cate se miraron con desasosiego y Bessie frunció el ceño, pero no dijo nada. Sin duda, el rey lo sabía porque se lo había contado Carwell.

—No es una pérdida para nadie a ningún lado de la frontera —intervino Rob por fin—, aunque fuese inglés. Lo habrían colgado hace mucho si lo hubieses entregado a la justicia, como era tu deber.

Ella esperó una discusión o, al menos, una explicación, pero Carwell se quedó en silencio con la mirada fija. Las bolsas de los ojos le daban un aspecto tranquilo, pero también disimulaban su expresión.

—Estoy seguro de que el rey comprendería que alguien, un Brunson quizá, lo hubiese matado en defensa propia.

John se encogió de hombros y Rob negó con la cabeza.

—Un ataque es la mejor defensa.

Quiso pedirle prudencia a Rob, pero se mordió la lengua. Lo que él había dicho era verdad, pero no era lo que el rey o Carwell querían oír.

—¿Lo atacaste? —le preguntó el Guardián de la Frontera sin dudarlo.

Ella contuvo el aliento. Eso era casi lo que había dicho su hermano.

—No. Aunque no me arrepentiría si lo hubiese hecho.

Carwell miró a Johnnie.

—¿Fuiste tú?

Cate tomó la mano de su marido.

—Storwick no murió por mi espada —afirmó Johnnie.

El Guardián de la Frontera asintió con la cabeza, como si ya hubiese sabido que no conseguiría sacar nada en claro.

—Entonces, ¿podéis explicarme cómo consiguió Dios, en su infinita sabiduría, matar a ese hombre?

Carwell se calló como si esperara que alguien se lo explicara. John se quedó mirándolo, no miró ni a Rob, ni a Cate, ni a ella. Nadie dijo nada. Hasta que John se encogió de hombros.

—¿Quién puede adivinar cómo obra Dios sus prodigios?

Ella soltó el aire lentamente. Siempre podía negarse una acusación que no podía demostrarse. Carwell lo sabía tan bien como ellos... o mejor.

—Su muerte es un misterio —siguió Rob—, pero los perros ingleses no tardarán en cruzar la frontera para buscar castigo y necesitaremos a todos los hombres de Brunson cuando eso ocurra.

Esa vez, a Bessie no le costó descifrar la mirada de Carwell. Era de furia.

—La justicia y el castigo a este lado de la frontera son responsabilidad mía, no de ellos.

—Ojalá lo hubieses recordado antes —intervino John—, cuando tenías a Storwick en tus manos.

Ella captó otro destello de furia antes de que pudiera disimular su expresión.

—Sé muy bien cuáles son mis obligaciones —Carwell arqueó una ceja y esbozó una levísima sonrisa—. Además, como bien decís, ese hombre era una amenaza tanto para los ingleses como para los escoceses. Creo que el Guardián de la Frontera inglés está elevando plegarias de agradecimiento, como los escoceses, por el alma inmortal de Storwick.

Se intercambiaron miradas de cautela y ella también elevó su plegaria. Había dicho que la justicia y el castigo eran responsabilidad de él, pero no había viajado dos días para confirmar lo que ya sabía.

—Entonces, ¿para qué has venido?

Él la miró un instante a los ojos y tuvo la inquietante sensación de que podía ver dentro de ella. Volvió a cerrar los ojos como si así pudiese impedir que viera la verdad. Cuando los abrió, él estaba mirando a sus hermanos otra vez.

—Quienes vivimos en la frontera entendemos los misteriosos caminos del Señor. El rey quiere explicaciones terrenales y culpables. En este momento, os culpa de todo.

—Unos cuantos hombres de Brunson no habrían conseguido que ganara el asedio —le explicó John.

También se lo había dicho a su familia. Además, el rey tenía dieciséis años y no era un experto en el arte de la guerra. Carwell arqueó las cejas. Fuese verdad o no, no era lo que quería oír el rey ni era lo que iba a creer.

—Yo, sin embargo, envié a todos los hombres que pude para que lucharan al lado del rey.

El resto persiguieron a Willie Storwick. Ella se dio cuenta de que Carwell conseguía apaciguar al rey y las fronteras... casi todo el tiempo.

—Tú, en cambio, desobedeciste la orden del rey de mandar hombres de Brunson —siguió Carwell mirando a John—. Eres sospechoso de haber matado a un inglés y, además, te has casado sin siquiera informar al rey, por no decir nada de pedirle permiso —el Guardián de la Frontera suspiró—. En estos momentos, solo hay un hombre a quien el rey odie más, el conde de Angus.

John también suspiró. Una vez, llegó a estar tan unido al rey como a un hermano, pero había sabido que habría repercusiones cuando eligió a la familia por encima del rey. Aun así, su familia se alegraba de que lo hubiera hecho.

—Tenéis una ocasión para redimiros —siguió Carwell—. El rey ha exigido a todos los hombres leales a él que hagan un gran juramento.

—¿A favor de él? —preguntó John.

—No, contra Angus. Que os comprometáis a hacer todo lo que podáis para acabar con él.

Eso era algo que el rey no había conseguido, ni mucho menos. Bessie miró a Rob, quien, como jefe de la familia Brunson, tendría que tomar la decisión.

—No aprecio a Angus ni a su familia, pero tampoco juraré nada contra una familia que no ha hecho nada a la mía —replicó Rob sin apartar la mirada de Carwell—. Ya hay bastantes que sí lo han hecho.

Carwell perdió la paciencia que había mantenido con mucho cuidado. Dejó escapar un suspiro y se pasó los dedos entre el pelo.

—Juradlo, por el amor de Dios. Ya se enojará bastante cuando se entere de que Johnnie se ha casado.

Rob y John negaron con la cabeza al mismo tiempo y ella sonrió al ver a su padre en ellos, al ver a su familia unida otra vez.

—Un juramento es sagrado —replicó John porque era una de las cosas que había aprendido al volver a su casa—. No lo haremos solo porque lo quiera el rey.

Ella vio que Carwell se ponía muy recto, como si todo lo anterior hubiese sido un mero preámbulo, y contuvo la respiración mientras esperaba a que dijera por qué estaba allí.

—Entonces, no me dejáis alternativa. Como Guardián de la Frontera, tengo la obligación de conseguir que la familia Brunson se comprometa con la paz, algo que garantice vuestro buen comportamiento en el futuro.

—¿Tan censurable es nuestro pasado? —preguntó ella. ¿Quién era ese hombre para exigir juramentos y compromisos—. Si no vamos a jurar nada, ¿por qué íbamos a comprometernos?

Sin embargo, John, que conocía los procedimientos del rey, lo entendió enseguida.

—El rey no quiere palabras, quiere un rehén.

—«Rehén» es una palabra muy desagradable.

Carwell volvió a sonreír y ella empezó a detestar esa sonrisa.

—Si volvemos de disgustarlo, el rey será mucho más desagradable —comentó Johnnie.

Rob, Bessie, John y Cate se miraron.

—Debería ir yo —siguió John—. A mí me conoce.

Él lo había defraudado.

—No le gustará lo que tienes que decirle —replicó Rob.

—Puedo soportarlo —afirmó John con un suspiro.

Rob el Negro sacudió la cabeza y miró a todos los presentes.

—Hará que lo soportes colgado de una soga, Johnnie.

A ella se le aceleró el pulso. Johnnie había vuelto por fin a casa y acababa de casarse... Su esposa entrelazó los dedos con los de él.

—Si tienes que ir, te acompañaré.

Rob se levantó para intentar imponer su tamaño.

—No te lo permitiré.

—Cuando vine, le prometí al rey...

Carwell intervino en medio de la discusión.

—Entonces, tú —señaló a Rob—. Si el jefe de la familia Brunson fuese a la corte y jurara, el rey...

—¡Bah! —exclamó Rob—. No juraré nada que me impida proteger a mi familia.

Ella contuvo el aliento. Rob no bajaría la cabeza ante nadie, ni ante un rey. Solo empeoraría las cosas para sí mismo y para todos.

—Lo pensaremos —propuso el hermano pequeño levantándose también.

Ese era Johnnie. Ganaba tiempo sin comprometerse. Sin embargo, el tiempo no cambiaría nada. Su padre había muerto hacía menos de tres meses y Rob había ocupado su puesto como jefe de la familia. Johnnie estaba en casa y feliz. Sus hermanos, su cuñada Cate... la familia que amaba con todo su corazón tenía que seguir unida, tenían que dejarla en paz.

Carwell se levantó y la dureza de su mirada no se correspondió con su elegancia cortesana.

—No lo penséis mucho tiempo. El rey no es un hombre paciente.

Ella también se levantó casi sin darse cuenta. No permitiría que ese hombre les hiciese eso.

—Entonces, iré yo. Yo serviré de... garantía para los Brunson.

Tres

¿Qué estaba haciendo esa mujer? ¿Estaba mal de la cabeza? Carwell la miró con fastidio y luego miró a sus hermanos. Ellos no permitirían ese disparate... ¿Lo era? Analizó la situación intentando disimular lo que pensaba. No era lo que esperaba el rey, pero el rey tenía cierta debilidad por las mujeres. Las disculpas de una Brunson tan hermosa podrían aplacarle el corazón, pero una discusión airada con uno de los insumisos hermanos podría empeorar las cosas. Sin embargo, que una mujer corriera ese riesgo, aunque fuese una tan obstinada como Bessie Brunson... No.

—Imposible —replicó él como si fuese su decisión.

Ella no le hizo caso y se dirigió a sus hermanos.

—Puedo ir a ver al rey. Puedo explicarlo...

—¿Explicarlo? —Rob levantó las manos—. Aunque nos olvidemos de Willie Storwick, invadimos un territorio neutral e incendiamos una fortaleza. Eso es lo que hicimos.

—Sí... —Carwell suspiró. Él lo sabía porque los había ayudado—. El rey quiere vuestro juramento y que prometáis un comportamiento aceptable, no una explicación.

—El rey quiere un castigo —intervino John.

Su expresión sombría era la misma que la de Rob. Además, se había criado al lado del rey y lo conocía mejor que todos ellos.

—Querrá encadenarte —siguió John.

—O algo peor —añadió Carwell conteniendo un estremecimiento.

Otros habían gobernado al rey desde que era muy pequeño y tenía que enmendar muchos años de desaciertos. Ella palideció y él se preparó para agarrarla si se desmayaba. Si se daba cuenta del peligro, eso la disuadiría. Ella, sin embargo, ni se inmutó.

—Que sea lo que Dios quiera.

—No sabes lo que estás diciendo.

La vida allí era difícil, pero las amenazas eran muy claras. La corte estaba llena de peligros ocultos, era engañosa como las arenas movedizas que aprendió a evitar cuando era un niño. Esas arenas podían parecer seguras, pero un solo paso equivocado podía llevarte a la muerte. Bessie Brunson ni siquiera podía bailar sin tropezarse.

—Déjanos —le pidió Rob—. Es una decisión de la familia.

Él, aliviado, asintió con la cabeza. No había ido a negociar con Bessie Brunson. Prefería que sus hermanos se ocuparan de ella. Se dio la vuelta y le susurró al oído mientras se dirigía hacia la puerta.

—No te permitirán que vayas.

—No podrán impedirlo —replicó ella con una sonrisa.

Bessie no lo miró mientras salía de la habitación. Tendría que pagar un precio por quedar a su merced, pero no sabía cuál sería. Todos expresaron sus reparos en cuanto él cerró la puerta.

—Es demasiado peligroso.

—No es un sitio para ti.

—No puedes —Cate la agarró de un brazo—. No te dejaré.

Su negativa era la más difícil de resistir porque tenían secretos que no podía saber un rey. Sin embargo, Cate, que había sido como una hermana, ya era una esposa y ella dormía sola en su dormitorio. Apretó la mano de Cate.

—No queda nadie más —insistió ella sin alterarse—. Johnnie ya lo ha desafiado. El rey lo encadenará sin escucharlo. Rob, tú solo sabes hablar con una espada. Sin embargo, si voy yo...

Sintió una punzada en las entrañas. ¿Fue de miedo o de emoción?

—Soy una mujer. No puedo jurar en nombre de la familia y el rey no puede obligarme, pero es posible que pueda conseguir que me escuche lo suficiente para explicarlo.

—¿Explicarle cómo murió Willie Storwick? —preguntó John agarrando a su esposa de la mano.

—No tengo que mentir —Bessie se encogió de hombros—. Ninguno de nosotros lo mató y nadie tiene por qué saber nada más.

Sobre todo, Thomas Carwell.

—Ojalá lo hubiese hecho yo —dijo Cate.

—Sin embargo, es posible que consiga que el rey lo entienda...

¿Qué le contaría? ¿Cómo soplaba el viento en lo alto de las colinas? ¿Que los cardos se ponían de color morado al atardecer? ¿Que pasaban los días mirando al sur mientras esperaban que los cuatreros arrasaran el valle? ¿Que su hogar, su vida y esas personas también eran maravillosas?

—Hacemos lo que tenemos que hacer para proteger a la familia —gruñó Rob—. Eso es lo único que tiene que entender un hombre.

—Carwell no lo entiende —dijo ella.

—Al rey no le importa nada nuestra familia —añadió Johnnie—. Solo le importa que no pasó lo que quería que pasara.

Lo que el rey había querido era que Johnnie hubiese impuesto su voluntad a los Brunson. Johnnie, en cambio, se dio cuenta de que la familia era lo primero, lo último, lo único.

—Si no voy, si no intento que cambie, nos perseguirá a todos —insistió ella.

—Nos perseguirá antes o después —afirmó Johnnie en tono sombrío.

—Es posible, pero si voy, ganaréis el invierno.

Ganarían tiempo. Johnnie y Cate se sonrieron fugazmente y Rob acarició la empuñadura de su puñal. Ella siempre había estado más unida a Johnnie y él la miró con desconcierto.

—Una vez te propuse que fueses a la corte, ¿verdad?

—Sí.

Ella lo rechazó porque sabía que se reirían de sus vestidos anodinos y de su forma de ser tan poco refinada. Dos cosas demasiado egoístas como para que le importaran en ese momento.

—Entonces, ¿quieres conocer al rey? —le preguntó John tomándole las manos.

—¿El rey? ¿Crees que voy para bailar al ritmo de los trovadores?

Era su deber. Su padre se avergonzaría de ella si creyera que había pensado un segundo en la ropa o la música... o en sí misma.

—No me fío de él cuando te tenga cerca —contestó John sacudiendo la cabeza.

—Ne me dejo obnubilar por un rey —se quejó ella.

—No tienes que preocuparte por Bessie —añadió Cate.

John sonrió a su esposa.

—No desconfío de Bessie o del rey, desconfío de Carwell.

Todos se quedaron en silencio. Ese era el problema, ninguno confiaba en él.

—Sin embargo, el rey sí confía en él —intervino ella.

«No me insultes»

Aquello fue lo más mordaz que él había dicho. Dejó de lado ese recuerdo. Sus hermanos habrían combatido a su lado, pero ella no confiaba en ese hombre de medias verdades y con unos ojos tan cambiantes.

—Eso es lo que importa en este momento —siguió Bessie—. Además, si paso suficiente tiempo a su lado, encontraré la manera de demostrar que nos traicionó.

Willie el Marcado había escapado dos veces cuando lo perseguían aliados con Carwell y solo murió cuando los Brunson lo buscaron por su cuenta.

—Él juró que lo perseguiría —dijo John con un suspiro.

—¿Y tú lo creíste? —preguntó Rob resoplando.

—No se mata a un hombre sin pruebas.

—Tampoco mandas a tu hermana a la corte con él.

—Discutid. Yo iré haciendo el equipaje —les advirtió ella mientras iba a hacia la puerta.

Lo primero que vio cuando salió al patio fue a Thomas Carwell.

Carwell se apartó de la puerta cuando vio el resplandor de su pelo como el pecho rojo de un pájaro de los que sobrevolaban el valle.

—¿Y bien? —preguntó él arqueando una ceja.

Ella ladeó la cabeza sin sonreír.

—¿No lo has oído estando tan cerca de la puerta?

Lo había intentando, pero los muros eran muy gruesos.

—Solo he oído algo sobre hacer el equipaje.

La puerta se abrió detrás de ella y apareció Rob.

—¡Bessie, vuelve! ¡No permitiré que te marches con ese...!

Rob vio a Carwell y cerró los labios.

—Puedes decirlo.

—Con ese renegado en quien no se puede confiar.

Un hombre que escondía su estandarte para disimular a quién debía lealtad. Él apretó la mandíbula para contener una réplica áspera. Si no confiaba en él, no pasaba nada. John asomó la cabeza por encima del hombro de su hermano y casi ni miró a Carwell.

—Bessie, no conoces la corte. Stirling es un nido de víboras. Te comerán viva.

—¿De verdad? —preguntó ella sin inmutarse—. Entonces, las víboras se atragantarán.

Era muy terca. Sus hermanos eran unos obtusos y no confiaban en él, pero sí eran lo bastante sensatos como para saber que no se podía poner a una mujer en esa situación, aunque fuese una mujer fuerte.

—Coincidimos en que ella no puede hacer esto.

Rob se giró para mirarlo y él vio un cambio en el fondo de sus ojos.

—Y tampoco lo apruebo.

Se había precipitado. ¿Lo permitiría Rob solo porque él se había opuesto?

—Yo, sí —intervino Bessie—. Es la única solución.

Sus hermanos se miraron antes de que Rob la mirara a ella.

—¿Estás segura?

—Estoy segura de que es mi deber. Apartaos y dejad de desperdiciar saliva —miró a Carwell por encima del hombro—. Todos.

Él tomo aliento para rebatir ese disparate.

—Es mi saliva y...

Entonces, se encontró con tres hermanos y una cuñada y todos tenían ese gesto de «tercos como un Brunson».

—Tiene razón, lo sabes, ¿verdad? —preguntó John sacudiendo la cabeza.

—Sí —reconoció Rob con un suspiro.

Ella le había dicho que sus hermanos no podrían impedirlo. ¿Cómo lo había sabido? Los dos hermanos se giraron hacia él.

—Si le pasa algo, cualquier cosa, tú responderás —le advirtió Rob.

—Será rehén del rey Jaime por lo que habéis hecho vosotros —replicó él sofocando la furia—. Si violáis la paz, ¿esperáis que desafíe al rey por vosotros?

Todos se miraron con escepticismo. No, no esperaban eso. Todavía le reprochaban lo que salió mal el Día del Armisticio, pero no más de lo que se lo reprochaba a sí mismo.

—Su vida, tienes que prometer que protegerás su vida con la tuya —le exigió John con rabia.

Él miró a Bessie, quien tenía la barbilla levantada y los labios apretados. Deseó con todas sus ganas negarse. La última vez que hizo una promesa así, no la cumplió, pero esa vez... Esa vez tenía que cumplirla.

—Defenderé su vida con la mía.

Su libertad... Eso no podía prometerlo.

—¿Y su reputación? —añadió John.

Bessie abrió los ojos como platos.

—No necesito que...

—Sí —insistió John.

Tenía que ocuparse de que fuera y volviera intacta.

—Eso también.

—Si le pasa algo...

—He dado mi palabra —Carwell interrumpió la amenaza de Rob.

Si le pasaba algo, su conciencia lo castigaría mucho más que lo que podrían hacerlo los Brunson.

—Saldremos al amanecer —le dijo a Bessie.

Ella asintió con la cabeza. Su tranquilidad era como un cardo que le arañaba la piel. Era inalterable como una roca.

—Estate preparada —le advirtió él antes de darse la vuelta y marcharse.

A la mañana siguiente, mientras Bessie bajaba la escalera de caracol, pasó los dedos por el mismo muro de piedra por donde los pasaba siendo un bebé en brazos de su madre. Los escalones llegaron al suelo demasiado deprisa. «Paso a paso», solía decir su padre cuando una tarea parecía excesiva. En ese momento, cada paso era una despedida. Cada piedra, cada tablón y cada vela se merecían una despedida propia. Cate la abrazó cuando llegó abajo y fueron juntas hasta la puerta.

—Hay suficiente harina para todo el invierno si no haces demasiadas tartas. A Rob no le gustan las zanahorias. Cuando hagas un guiso, saca su ración sin echárselas. La chica de los Tait puede ayudarte a hacer la cerveza. La hace bien, pero es perezosa y tienes que vigilarla para...

Se abrió la puerta y vio el patio lleno de hombres a caballo. Su arcón de madera, penosamente pequeño, ya estaba atado a las parihuelas de madera que arrastraría el caballo. Ya no quedaba tiempo y Cate le puso una mano en el hombro.

—Todo saldrá bien.

Bessie levantó la mirada hacia las colinas cubiertas por la niebla. Era la época de las incursiones. Cualquier cosa podía pasar mientras estaba lejos y miles de espantos se le pasaron por la cabeza. Levantó la barbilla para alejarlos. Rob y John estaban esperándola. No podían dudar de ella, no podía dejarlos intranquilos. Se despidió primero de Johnnie, quien nunca había tenido reparos en mostrar cariño y la abrazó con fuerza.

—Ten cuidado. El rey no es mala persona, pero es más joven que prudente.

—No me retendrá allí mucho tiempo, ¿verdad?

Johnnie le revolvió el pelo como hacía cuando eran más jóvenes.

—¿A una mujer tan guapa como tú? Le costará perderla de vista.

Él sonrió con los labios, pero no con los ojos. Ella sacudió la cabeza.

—Entonces, no te preocupes, volveré para la fiesta del solsticio de invierno, para Yuletide.

Entonces, Johnnie le dio una moneda de plata tapándose con la espalda de la mirada de Rob.

—Toma, por si la necesitas... para algo.

Ella abrió los ojos como platos.

—Tiene acuñada la cara de rey —le explicó él.

Ella pasó el pulgar por el perfil coronado.

—Tiene una nariz muy grande.

—Y una voluntad mayor todavía.

Ella se guardó la moneda en la bolsa que llevaba colgada de la cintura y se volvió hacia Rob, quien, incómodo al tener que expresar sus sentimientos, levantó los brazos sin saber qué hacer con ellos. Ella le rodeó la cintura con sus brazos y apoyó la mejilla en su pecho durante un instante. Cuando fue a acariciarle la mejilla, él la apartó. Rob era como su padre, incapaz de ser cariñoso ni siquiera con ella.

—No te preocupes —lo tranquilizó agarrándole una mano y parpadeando para no llorar.

Rob, en vez de mirarla a los ojos, miró con el ceño fruncido a Carwell.

—Tráela sana y salva o te arrepentirás. Si le pasa algo, te encontraré te metas donde te metas.

—No le pasará nada.

Sin embargo, Carwell no miró a Rob, sino a ella, quien sacudió la cabeza como si no quisiera su promesa. Nunca volvería a confiar en él.

—Me cuidaré de mí misma.

Sabía quién era, qué estaba haciendo y por qué. Además, si para conseguirlo tenía que soportar al arrogante e indigno de confianza Carwell, lo haría.

Montaron en sus caballos, salieron de la fortaleza y se dirigieron hacia el este, hacia el sol. Entonces, el viento le llevó las voces de Rob y Johnnie que cantaban la canción que definía a los Brunson.

Silenciosos como la luna, firmes como las estrellas...

Se había criado sabiendo cuál era su sitio. Una sirviente silenciosa, un apoyo firme, el centro sereno y sólido de la casa. En ese momento, estaba alejándose de todo lo que conocía y amaba, pero lo hacía para poder conservarlo. Miró a Carwell por el rabillo del ojo y le sorprendió que estuviera observándola. Miró hacia otro lado. Podía haber otro motivo para que fuese a la corte. No era por los bailes y lo vestidos, era para poder llevar la cabeza de ese hombre en una bandeja cuando volviera. La melodía fue desvaneciéndose y se dio la vuelta para ver su hogar por última vez. Sin embargo, solo vio la niebla.

Bessie había pensado hacerle hablar mientras viajaban, pero hacía frío, soplaba el viento y cabalgaban demasiado deprisa para hablar. Conocía las tierras de los Brunson como la palma de su mano, pero al final de la jornada se encontró rodeada de colinas desconocidas.

—Este es el límite de las tierras de los Brunson —comentó él mientras desmontaban para acampar—. Las tierras de Robson empiezan en la siguiente cima.

Entrecerró los ojos para intentar ver en la penumbra. La siguiente cima le pareció casi idéntica a la que acabaña de pasar.

—¿También mandas en esta parte de la frontera?

—¿Mandar? El Guardián de la Frontera no manda nada.

—Pero dejaste muy claro que eres el responsable de este lado de la frontera.

—Responsable, sí, pero el rey no manda casi nada aquí, como han dejado muy claro los Brunson. Solo intento que los brutos como tus hermanos no se maten entre sí... ni me maten a mí —añadió con una sonrisa.

¿Cómo podía sonreír? La vida y la muerte no eran un juego.

—A los que vivimos aquí, no nos parece gracioso.

—No me he reído. Solo quería romper tu silencio y que sonrieras.

Ella, contra su voluntad, esbozó una sonrisa. Era verdad que Rob podía ser un bruto.

—Si tuvieras que pasar tu vida entre esos dos zopencos, tampoco hablarías mucho.

En casa no tenía que hablar mucho. Eso la había dejado torpe para juntar las palabras con Carwell, y mucho más con el rey...

—¿Cuánto tardaremos en llegar a Stirling? —preguntó dejando de sonreír.

—Cinco días si el tiempo se mantiene así.

Ella asintió con la cabeza. Era noviembre y el tiempo no se mantendría así. Por detrás de ellos, los hombres se habían dispersado para montar el campamento y encender una hoguera. Cada uno parecía saber cuál era su tarea y, por primera vez en su vida, ella no lo sabía. Miró alrededor para encontrar algo que hacer y vio a un hombre que calentaba una plancha para hacer tortas de avena. Carwell la agarró de la muñeca con su mano enguantada antes de que se moviera.

—Le dije a tus hermanos que me ocuparía de ti.

Era un hombre muy raro. ¿Nunca había visto a una mujer haciendo pan?

—Doy de comer a mis hermanos y no creo que una plancha caliente vaya a parecerles una violación de tu promesa.

Tiró de la mano y él la soltó lentamente.

—No obstante, harás lo que he dicho.

Ella abrió la boca para protestar, pero él se alejó para supervisar el trabajo de sus hombres. Ella se quedó en jarras y con la boca abierta. Sus manos, desacostumbradas al ocio, cayeron a sus costados. El viento le llevó el olor de las tortas en la plancha. Carwell creería que la protegía, pero sus hombres agradecerían su ayuda. Miró por encima del hombro y lo vio de espaldas. Fue hasta el fuego y se agachó para recibir el calor en la cara. El hombre que manejaba la plancha la saludó con la cabeza.

—Yo me ocuparé —se ofreció ella.

Sin esperar permiso, agarró el mango de hierro. Le abrasó, soltó la plancha encima de las llamas y se llevó los dedos a la boca. El hombre de Carwell frunció el ceño, rebuscó entre las ascuas con una mano enguantada y recuperó la comida. Ella se disculpó, se levantó y retrocedió unos pasos. ¿Cómo había podido ser tan necia? Se dio la vuelta y cerró los ojos con fuerza para contener las lágrimas de dolor. Nunca habría cometido ese error en su cocina, donde conocía cada piedra del suelo. Sin embargo, allí hasta la tierra le parecía desconocida e implacable. Estaba lejos de su hogar y a expensas de un hombre en el que no confiaba y al que no entendía.

—Toma una.

La voz de Carwell, justo detrás de ella, le sonó tan próxima que le pareció que había oído sus pensamientos. Le ofrecía una torta de avena. ¿Habría visto su torpeza? Lo miró a los ojos y maldijo la penumbra que no le permitía descifrar su expresión. Aun así, el enojo que mostró cuando la abandonó se había disipado... o lo disimulaba. En casa, podía interpretar los sentimientos de sus hermanos aunque no hablasen. Allí, era el eje de la rueda sobre el que giraban los demás. En ese momento, no tenía una función y el hombre que tenía delante era tan desconcertante como los pasos del baile que había intentado enseñarle. Tomó la torta caliente con la mano que no le dolía.

—Recién hecha.

Su lengua quiso rechazarla, pero su estómago, no. La aceptó y esbozó una sonrisa involuntaria mientras se deleitaba con el primer bocado caliente. Entonces, dio un respingo al notar que Carwell le ponía una capa por encima de los hombros. Lo miró perpleja. No conocía ningún hombre que pudiese oír los pensamientos de una mujer solo con mirarla detenidamente. Los hombres que conocía ni siquiera oían los pensamientos que decía en voz alta. Tenía frío, era verdad, pero no necesitaba que la mimaran. Se quitó la capa y se la devolvió.

—No la necesito.

Él la tomó y volvió a ponérsela sobre los hombros demostrando que podía desdeñar lo que decía como cualquier otro hombre.

—No quiero que enfermes por el camino.

Tenía las manos sobre sus hombros y el viento, que soplaba por detrás de ella, los envolvió con la capa como si fuesen unos enamorados. ¿Qué se sentiría al tener a un hombre que la abrazaba y la protegía? Se movió tentada de dejarse caer sobre su pecho... No. Ese viaje no era para hacer lo que ella quisiera, era un deber para con su familia. Por eso, si bien no podía sucumbir al deseo de que la protegieran, tampoco podía permitir que su orgullo injustificado le impidiera aceptar ropa de abrigo y buena comida.

—Entonces, debo darte las gracias.

Esas palabras le dejaron un regusto tan amargo como delicioso se lo había dejado la torta.

—No te esfuerces —replicó él soltándola.

Ella se mordió el labio inferior. Había vuelto a meter la pata. Él esperaba que dijera «gracias» y «por favor», que sonriera e inclinara la cabeza, que actuara como hacían en la corte. Sin embargo, le había dado las gracias y eso era un honor para ser una Brunson.

—Te he instalado aquí —siguió él.

Habían colocado una manta desde el suelo a un árbol para formar una tienda de campaña improvisada. Ella la miró sin salir de su asombro. Ningún habitante de la frontera se cubría cuando viajaba por las colinas. Dormían al raso para ver mejor al enemigo si se acercaba. Sin embargo, al verla, se dio cuenta de lo cansada que estaba. Le había facilitado un espacio privado y cerca del agua para que pudiera beber y lavarse fácilmente. Esa vez, el arrebato de agradecimiento fue sincero, pero no iba a doblegarse dándole las gracias cuando había rechazado el intento anterior.

—Tus mujeres deben de ser delicadas.

Ella lo dijo con cierta envidia, aunque había sido involuntariamente. Una sombra de dolor cruzó el rostro de él.

—Ya veo que tú no lo eres —replicó él intentando ponerse la careta otra vez.

Entonces, se acordó de que, en ese momento, no había mujeres en su casa.

—Lo siento. No quería...

Sus palabras irreflexivas quedaron flotando en el aire. Era tan torpe hablando como bailando. Pisaba los pies y se chocaba con la gente. Él se dio la vuelta para marcharse antes de que lo pisara otra vez.

Cuatro

Desconcertado, pensaba ella cuando se despertó a la mañana siguiente. No le gustaban los misterios. Los problemas, sí. Los problemas podían tener una solución. Podía persuadir a los combativos Brunson para que aceptaran una tregua temporal. Podía convencer al rey para que devolviera el cargo de Guardián de la Frontera a su propietario legítimo.

Podía incitar a los ingleses para que negociaran en secreto el destino del conde de Angus. Podía solucionar esos problemas aunque la solución no fuese perfecta. El secreto estaba en no revelar nunca cuál era el propósito, en permanecer flexible y reservado y que cada parte creyera que había ganado.

Sin embargo, no se podía lidiar así con las mujeres. Eran frágiles, delicadas y hasta irracionales, y un hombre solo podía aceptarlas y protegerlas... a cualquier precio. Porque si no podía, el precio sería mucho más elevado. Bessie le había dicho que lo consideraba responsable y él había fracasado. Traicionado por el traidor, había permitido que un forajido escapara. Un leve recordatorio de pecados mayores.

Sin embargo, no sabía quién era Elizabeth Brunson ni cómo lidiar con ella. Hablaba poco y cuando lo miraba con esa calma desesperante, quería zarandearla.

Podía lidiar con habitantes de la frontera que eran apasionados e iracundos. Él era uno de ellos aunque lo disimulara bien. Sin embargo, estaba acostumbrado a mujeres dispuestas a agradar, a doblegarse, a cumplir sus deseos con una sonrisa. Esa mujer escuchaba sus deseos, los pasaba por alto y hacía lo que quería. La canción de los Brunson decía que eran firmes como las estrellas, pero debería decir que ella era inamovible como una roca. Esa obstinación podría ser bien recibida en la frontera, pero en Stirling solo podía acarrearles problemas a los dos. También iba a tener que proteger a esa mujer, pero de una forma muy distinta que a la mayoría.

Se levantó. Tenía que llegar a Stirling para comunicarle al rey Jaime la oferta secreta de los ingleses antes de que se reanudaran las negociaciones oficiales sobre el tratado. En cuanto a Elizabeth Brunson, la llevaría a Stirling y la devolvería sana y salva. Lo que pudiera pasarle después no era asunto suyo.

Bessie abrió los ojos y creyó que seguía soñando. ¿Dónde estaban las paredes y el techo que la habían protegido del viento y la lluvia durante los dieciocho años que tenía? Naturalmente, ya había estado fuera de casa. Había visitado todas las casas de los Brunson desde la muerte de su madre, pero nunca había estado tan lejos. Nunca había perdido de vista las colinas de Chevist. En ese momento, estaba en una tierra desconocida, con un hombre desconocido y se dirigía a un sitio que podría haber estado al otro lado del mar. Se sentó y se sacudió el pelo. Cumpliría con su deber. Al menos, había dormido bien. Miró el arroyo. Esa mañana, protegida del resto del campamento, tenía intimidad. ¿Cuándo volvería a tener agua e intimidad?

Se quitó el manto a cuadros y el vestido y se quedó solo con la camisola. Había luz, pero el sol seguía detrás de las colinas. Hacía frío y estaba nublado, pero no había nieve. El agua estaría helada, pero podría lavarse el polvo del viaje antes de que volvieran a dirigirse hacia las colinas. Se metió en el agua y se quedó inmóvil al oír algo más abajo. Giró la cabeza y vio a Thomas Carwell como Dios lo trajo al mundo y metido en el arroyo hasta la cintura. Abrió los ojos al ver su amplia espalda y su poderoso pecho que se estrechaba hacia... Cerró los ojos. Oyó un chapoteo que le indicó que se había sumergido y se atrevió a abrirlos otra vez.

Entonces, él se levantó, echó la cabeza hacia atrás y dejó que el agua le cayera por el pelo castaño y lacio y le bajara por el cuello y los hombros hasta el pecho. Se agachó con la esperanza de que no la viera. Si la veía, sabría lo que lo había visto. Aunque tenía tanto derecho como él a bañarse en el río. La próxima vez que se sumergiera en el agua, se escondería detrás del recodo, donde no pudiera verla...

—Vaya, estás mirándome...

Ya era demasiado tarde y un Brunson nunca debería esconderse. Abrió los ojos y se levantó conteniendo un escalofrío. ¿Cómo podía estar tan tranquilo metido en esa agua gélida hasta la cintura?

—Pusiste mi cama al lado del río. Supuse que querías que lo usara.

Por un instante, pudo interpretar sus ojos con toda claridad. Recorrieron su cuerpo desde los dedos de los pies hasta el pelo y le despertaron un calor por dentro para combatir el frío que hacía fuera. El agua lo tapaba a él de cintura para abajo, pero la tela blanca que la cubría a ella resultaría transparente. ¿Se le notarían los pechos? ¿Podría verle las piernas? Se cubrió con el manto a cuadros con los colores de los Brunson.

—A mí me parece que eres tú quien me miras, Thomas Carwell.

Aunque ella había hecho lo mismo, lo había mirado como a un hombre, no un Guardián de la Frontera. No tenía una espalda tan ancha con Rob ni era tan alto como Johnnie, pero recordó cuando la tapó con la capa y se acercó a ella. Su cuerpo parecía adaptarse al de ella... Entonces, lo miró a los ojos. Ya no había ambigüedad. Solo había avidez que no disimulaba... o que no podía disimular.

Él abrió la boca y habló lentamente, como si le costara.

—Es posible que solo quisiéramos... lavarnos en el río.

Ella asintió mecánicamente con la cabeza y sin poder articular palabra, como si nunca hubiese visto el pecho de un hombre. Había visto muchos hombres, pero ninguno que pareciera...

—Entonces, dejaré que termines —dijo ella dándose la vuelta.

Él no dijo nada, pero ella oyó más chapoteos y unas pisadas como si subiera precipitadamente la orilla. Luego, oyó el susurro de ropa, como si estuviera poniéndose las calzas. Entonces, le pareció oír unos pasos que se acercaban por detrás de ella. Se giró para que no la sorprendiera y él se detuvo a una distancia prudencial con una camisa sobre un hombro. Aun así, podía ver el vello que tenía diseminado por el pecho y los músculos que la espada había formado en sus brazos. Lo había considerado un Guardián de la Frontera, un cortesano quizá, pero eso le recordaba que era un guerrero como cualquier otro hombre de la frontera.

—No quería molestarte —se disculpó él.

Ella negó con la cabeza. Había sido ella quien lo había sorprendido.

—El agua está fría —siguió él—. No te metas demasiado.

—Tú te has metido.

No había pensado hacer semejante tontería, pero sería ella quien lo decidiría, no él.

—Por eso sé lo fría que está.

Él sonrió, pero ella pudo ver que tenía carne de gallina en los brazos. Tuvo el increíble impulso de cubrirlo con su manto escocés, de abrigarlo...

—Entonces, vete. Termina de vestirte y déjame.

Se puso la camisa por encima de la cabeza y, gracias a Dios, se cubrió, pero el suspiro que dejó escapar fue más de pena que de alivio.

—Me quedaré ahí de espaldas. Cuando hayas terminado, dímelo.

Ella asintió con la cabeza y bajó por la orilla. ¿Se daría la vuelta? Se sintió como si los dos estuvieran en la misma situación. Si ella se daba la vuelta para sorprenderlo, ¿qué pasaría? Era mejor no comprobarlo, era mejor dar por supuesto que era un hombre de palabra. Aun así, mientras se lavaba la cara y los brazos, tuvo la extraña necesidad de desafiarlo. Si no estaba mirando, no sabría si se metía en el agua. Se levantó la camisola por encima de las rodillas y entró. El agua estaba tan fría como le había dicho.