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En el Madrid de los primeros años tras la Transición Democrática, Elisa y Conrado mantienen una relación extramatrimonial. Ambos tienen encuentros clandestinos llenos de pasión e intentan ocultar su amor al marido de Elisa. Sin embargo, su romance llega a oídos del marido, quien urdirá un plan para apartar al pretendiente de su esposa. Un plan que contará con una ayuda inesperada: la madre de Conrado. Sin embargo, el tiempo demostrará que hay pasiones difíciles de apagar y tragedias que acechan a la vuelta de la esquina... Con una trama deliciosa y un estilo ágil, José Rodríguez Chaves nos entrega una historia costumbrista de buenos sentimientos que retrata la España de finales del siglo XX con impecable factura.
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Seitenzahl: 279
Veröffentlichungsjahr: 2022
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José Rodríguez Chaves
O EL CABALLERO DE LA RESURRECCIÓN
Novela
Saga
El antiguo amante
Copyright © 2002, 2022 José Rodríguez Chaves and SAGA Egmont
All rights reserved
ISBN: 9788728373989
1st ebook edition
Format: EPUB 3.0
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Surge de pronto y vierte la esencia de la vida
sobre tanta alma loca, triste o empedernida
que, amante de tinieblas, tu dulce aurora olvida.
Rubén Darío, Canto de esperanza
Sigo creyendo que este mundo no posee un
sentido superior, pero siento que hay algo en él
que tiene sentido, y esto es el hombre, porque es
el único ser que exige tenerlo.
Albert Camus
Amantes
–Querido, te prevengo que Amancio sabe lo nuestro –le confió Elisa a su amante–, no sé cómo se ha enterado, pero me consta que lo sabe.
–¿Es que te ha dicho algo a ti?
–No, pero te repito que me consta que lo sabe.
–Lo cual quiere decir que lo sabe ya todo el mundo –repuso Conrado sin inmutarse mucho ni poco.
–Qué estás diciendo ahí –se extrañó Elisa.
–¿Pero no reza el dicho que el marido es el último que se entera?
–Ah, no había caído –notó Elisa. Y a seguido, compungiendo contrahechamente el bello semblante: –Pobre Amancio, después de todo, siendo por él lástima.
–Pues no la sientas, querida, él tendrá también su apaño, porque sabes positivamente que las mujeres se fijan en él. Tu marido no está nada mal.
–Y que lo digas. Si hubiese estado mal no me habría casado con él. Pero caigo en la cuenta de que estamos frivolizando a su costa. Es cierto que si lo deseara, querida hermosa no le faltaría, pero está demasiado enamorado de mí para echarse una amante y por eso es por lo que siento lástima de él.
–Eres muy compasiva –ironizó buenamente Conrado haciéndole una caricia. Y pensó: “No, si el que le puso Amancio tenía intuición, porque Amancio seguramente viene del verbo amar”.
–Ah, ¿no lo crees? ¿O es que te molesta eso?
–No me hagas caso, querida.
–Algunos hombres os creéis que os lo merecéis todo –repuso Elisa.
–¿Es una queja, gatita? –susurró Conrado en tono mimoso, rozándole con los dedos de la mano derecha la bien modelada nariz.
–Qué ganso eres.
–Tú una gatita y yo un ganso. No es mala pareja.
Se echaron a reír, besándose.
–¿Pero por qué me has venido con eso de que tu marido sabe lo nuestro?
–Hombre, pues para que estés advertido.
–¿Qué crees tú que puede hacer?
–Poca cosa, porque no creo que a mí me diga nada, y no creo tampoco que cometa la canallada de decírselo a las niñas.
A quienes sí se lo dijo fue a doña Pilar, madre de Conrado, y a Natalia, su mujer, a la primera, personalmente, para lo que fue a visitarla, y a la segunda, por teléfono. A doña Pilar le pidió que intercediese cerca de su hijo para que se apartara de Elisa.
Elisa y Conrado tenían sus encuentros en un piso muy cuco y confortable que al efecto había puesto Conrado, situado en el cogollo de la ciudad. Y también iban a otros sitios, dentro y fuera de la ciudad, a enardecerse en el fuego de su pasión.
Madre e hijo
Doña Pilar habló del tema con su hijo, atendiendo al ruego de Amancio. Pero aunque éste no le hubiera pedido que intercediese por él, habría hablado con Conrado para ajustarle moralmente las cuentas.
–¿Sabes quién ha venido a verme? –empezó diciéndole –Amancio Hinojosa.
–Y qué dice Amancio Hinojosa –respondió Conrado con la mayor naturalidad.
–¿No adivinas lo que le pasa? ¿No has oído algo? –apuntó doña Pilar.
Conrado sí que lo adivinaba, y tanto, pero negó cínicamente con la cabeza.
–Se siente muy desgraciado porque ha sabido que Elisa le engaña con otro hombre. Ya ves si se sentirá desgraciado, para venir a desahogarse conmigo, pasando la gran vergüenza, el pobre.
–Pero, mamá, eso puede ser una aprensión de Amancio, un ataque de celos si está tan enamorado de su mujer como parece.
–No, Conrado, hijo. Amancio conoce el lugar donde ella oculta su adulterio. Ha seguido hasta allí a ella y a su amante, y da pelos y señales.
–Y qué hace Amancio que no le pone a su mujer las peras al cuarto, como hombre que se precia de serlo.
–Yo no sé, hijo, no puedo decirte, pero cuando un hombre va a contarle una cosa así a la madre de un amigo, como Amancio ha hecho conmigo, muy mal lo debe de estar pasando.
–Mamá, lo que le sucede a Amancio es que es un pobre hombre, tiene complejo de inferioridad con su mujer, y los dedos se le vuelven huéspedes.
–Pero veo, hijo, que no me preguntas por qué razón Amancio ha acudido a mí precisamente para contarme una cosa de su vida conyugal tan dolorosa y tan delicada –asestó doña Pilar.
Conrado se limitó a responder, midiendo sus palabras:
Él sabrá...
–Lo sabe. Y tú vas a saberlo en seguida porque te lo voy a decir ahora mismo –repuso doña Pilar con firmeza–. Escucha. Amancio ha acudido a mí para pedirme que interceda para que te apartes de Elisa. Porque el amante de Elisa eres tú, y no otro.
Ésta era su madre, ésta había sido desde que Conrado la conocía, firme, entera, directa, yendo a las cuestiones por derecho cuando llegaba el momento de poner las cartas boca arriba. Pero no se trataba de un carácter precipitado, sino al contrario, doña Pilar sabía sopesar los pros y los contras en todas las cuestiones o hechos de la vida, con el fin de no obrar a la ligera. El obrar con ligereza o irreflexión era una de las cosas que más censuras le merecían. Pero en lo que doña Pilar no transigía nunca era en lo atañente a la moral y a sus principios religiosos, que eran sólidos y bien cimentados. Transigía con lo que fuera con tal de evitar disgustos o pesares a los suyos o a extraños, pero en lo que tocaba a sus principios mantenía una actitud de firmeza inquebrantable. Su difunto marido había tenido algún desliz de faldas después de casados (Conrado tenía a quien salir, eso lo sabía doña Pilar, como su madre que era), pero en cuanto la esposa se lo olió, que poseía también buen olfato, conminó, con serenidad y firmeza, al infiel a que le dijese la verdad al respecto. El marido sabía con quién se las había, así que confesó de plano su culpa y le pidió perdón a la ofendida. Ésta lo perdonó pero lo tuvo una buena temporada privado de todo acercamiento a su persona como tal marido, con la advertencia de que si en adelante tenía otra veleidad, ella volvería a perdonarlo, esto sí, pero no continuaría a su lado ni un día más. El marido sabía que tal como se lo decía, lo pondría por obra. Y lo mismo que era firme en sus convicciones religiosas y morales, era tierna y afectuosa y se entregaba toda entera a sus seres queridos. Su trato era dulce y no perdía del todo la dulzura ni cuando reñía o reprendía. A su trato podía aplicársele con toda justicia la máxima latina: Suaviter in modo, fortiter in re. Conrado no había visto nunca ceñudo su semblante.
Conrado afrontó la situación armándose de serenidad y sangre fría, pero veía necesario mentirle a su madre, como un bellaco, a fin de evitarle un fuerte disgusto. Porque negando su relación con Elisa, su madre podía creerle o no creerle, pero al menos la dejaba con la duda, que le haría menos daño que la certeza.
–No, mamá, yo no soy amante de esa mujer ni de ninguna otra –le contestó con gesto digno, resistiendo su mirada sin pestañear.
–¿Entonces es que Amancio ve visiones?
–Ya te lo he dicho antes, mamá: a Amancio, como a otros, en este asunto los dedos se le vuelven huéspedes.
–¿Pero puede ser eso? –hizo una pausa –¿Tú cuando ves a Elisa?
Era, sin duda, una pregunta-trampa. Pero él no iba a caer en ella, como un incauto.
–¿Cómo que cuando veo a Elisa, mamá? –continuaba en su actitud digna.
Doña Pilar pareció ir cediendo en su seguridad.
–He querido decir que cuándo soléis veros los cuatro: Elisa y Amancio y Natalia y tú.
–Hace mucho tiempo que no nos juntamos los dos matrimonios, como antes. Natalia tuvo no sé qué tiquismiquis o problema con Elisa, por no sé qué cosa, y desde entonces hemos dejado de vernos.
–Pero Elisa y Natalia han sido amigas desde cuando solteras.
–Claro que lo han sido, mamá. Pero no sé qué les habrá pasado, ya te digo, yo no se lo he preguntado a Natalia.
–Hijo, sabes bien que me tiene disgustada la marcha de vuestro matrimonio.
–Anda, mamá, no empieces –le restó importancia Conrado. Y mirando su reloj: –¿Sabes, mamá, que se me hace tarde? Perdona –y se dispuso a darle un beso para irse.
–No, hoy no te me escabulles –se impuso doña Pilar.–. Hoy vas a escucharme.
Conrado comprendió que, después de todo, era mejor ceder.
–Bien, mamá, como quieras –dijo-, pero, por favor, sé lo más breve posible.
–¿Qué os pasa, hijo? ¿Por qué os lleváis mal Natalia y tú? ¿Es qué no os queréis?
–Pues claro que nos queremos, mamá –contestó Conrado a media sonrisa-. Por qué me preguntas eso.
–Por lo que veo, hijo. Por un lado, apenas venís por aquí; por otro, no queréis tener hijos; por otro, las pocas veces que te veo con Natalia observo en vosotros un distanciamiento que, aunque lo procuráis, no lográis disimular, porque eso es difícil. Mi instinto de mujer y de madre no puede engañarme –el acento con que había expresado todo esto era un acento empañado por la pena, como no podía por menos.
Conrado se le acercó para abrazarla cariñosamente.
–Mamá, mamá –murmuró-, te equivocas. Yo soy feliz con Natalia.
–¿Y ella?
–Ella también lo es.
–No lo sois ni tú ni ella, el mismo tono en que lo dices te delata –replicó doña Pilar con tristeza. Y sin transición: -Pero vamos a ver: ¿tú querrías tener un hijo?
Conrado tardó un poco en responder.
–Querría tenerlo más adelante –dijo.
–¿Y Natalia?
–Estamos de acuerdo los dos, mamá.
–Pero a Natalia no le importaría no tenerlos.
–Ella le teme a quedar embarazada, al parto y todo eso.
–Ya sé –repuso doña Pilar-: a las embarazadas les sale paño en el cutis, se les pone el rostro tumefacto, se les deforma el talle, les dan náuseas y vomiteras y se les quitan las ganas de comer, hay que dejar de fumar, y demás engorro, y luego, el parto como remate, y después, el latazo de tener un bebé: que si la teta, o los biberones, noches sin poder pegar los ojos porque se las pasa llorando, sujeción, sobresaltos (que si fiebres, que si dolor de oídos, que si diarreas o vómitos, que si catarros...). Si todavía se pudiera que pasase el embarazo y el parto otra por una, ¿verdad?, por el precio que fuera...
–Tú sabes –confeso Conrado–que las mujeres de hoy en día son otra cosa, tienen otra mentalidad, están más liberadas, y tratándose de una mujer como Natalia, criada y crecida en un ambiente de refinamiento y capricho, se comprende aún mejor todo eso.
–Natalia toma anticonceptivos, ¿no es así?
–Sí, claro. Hoy día eso se está generalizando en las mujeres de todas las clases sociales.
–Pues por mucho que se generalice nunca puede en modo alguno estar justificado ante Dios el uso de los anticonceptivos, pero desde luego, no es lo mismo en el caso de los matrimonios que no cuentan con recursos para sacar adelante más de uno o dos hijos, que en el de los que poseen cuantiosos bienes de fortuna, como vosotros. Todo es egoísmo, y por él se están invirtiendo, o mejor dicho, subvirtiendo los valores. El fin natural y querido por Dios del matrimonio es la procreación y la educación de los hijos. Los anticonceptivos van contra la Ley de Dios y contra la ley natural, lisa y llanamente porque van contra la vida, y por eso, también contra la salud de las que los toman. Sólo el hombre es capaz, por su maldad y su egoísmo, de subvertir el orden natural establecido por Dios. Pero el matrimonio cristiano es un sacramento y posee, por lo tanto, gracia o poder santificante. Sé que Natalia no ha sido educada en los principios cristianos, pero tú sí lo has sido. Quiere esto decir que es a ti a quien te corresponde poner a contribución en tu matrimonio tu esfuerzo y buena voluntad para que la gracia santificante del sacramento obre y pueda dar sus frutos. Pero si en vez de eso, le faltas a la fidelidad que le debes a tu esposa, y a la que te comprometiste ante el altar el día de tu boda, todo irá de mal en peor en vuestro matrimonio.
–Te repito, mamá, que nuestro matrimonio no va mal ni yo le he sido infiel a Natalia –le interrumpió Conrado.
–Déjame terminar, por favor. Yo, hijo, me he desvelado siempre por inculcaros a ti y a tus hermanos las verdades que nos importan en la vida por encima de cualquier otra cosa: la verdad de que poseemos un alma inmortal que es a imagen y semejanza de Dios, y que nos constituye, la verdad de que, por lo tanto, esta vida terrena es un recorrido, no de la cuna al acabamiento, la muerte, sino de la cuna a la verdadera vida, que es la eterna, si nos hemos hecho merecedores de ella por nuestras obras, palabras y pensamientos, y a la que se entra por la puerta de lo que llamamos la muerte, la verdad de que, concebida la vida en otros términos, se vuelve un absurdo y un sinsentido, pero que a la luz de la fe de Cristo, cobra todo su sentido, todo su valor y plenitud... Pero yo no sé –agregó doña Pilar con dejo de pesar‒si he sabido hacer que te penetres de tales enseñanzas, ése es mi torcedor, hijo...
–Mamá –protestó Conrado-, todas esas enseñanzas que tú has querido inculcarme las llevo dentro de mí, junto con el ejemplo de madre buena, abnegada y amorosa, y de esposa irreprochable, que siempre, desde que tengo uso de razón, he tenido delante de mis ojos –emocionado por sus propias palabras, se echó en los brazos de su madre.
–Siempre le pido a Dios por ti y tu matrimonio –dijo doña Pilar abrazándose a su hijo. Y añadió: -Espero en Dios que cuando te invistan caballero de la Orden del Santo Sepulcro, que ya será pronto, Él te toque en el corazón para que sientas de verdad lo que acabas de decir, y no se reduzca todo a un momento de emoción por gratitud a tu madre.
–Por Dios, mamá...
Marido y mujer
Conrado se había casado con una ricahembra, en el doble sentido de lo que en el lenguaje popular se llama una mujer de bandera y en el de hija de un grande o noble, como se define en los diccionarios, porque Natalia juntaba en su persona las dos cosas: era hija de un aristócrata, y en lo físico o corporal, una mujer acabada.
Conrado había sido un tanto mujeriego, saliendo en esto, en efecto, a su progenitor. Unas faldas eran para él su mayor atracción en la vida, y como él, por su parte, reunía prendas y encantos personales como para que las mujeres no le hiciesen ascos, sino al contrario, dicho se está que había ido con bastantes, de diferentes edades, contextura y condición. Pero cuando le presentaron a Natalia, se dijo al punto: “Esto es otra cosa”. Y se dio a conquistarla bajo los efectos de una especie de fascinación. Natalia se le mostró desde el primer momento coqueta e inasequible al par, en una suerte de juego de gatita creída y fantasiosa que le dio un resultado excelente, porque, como suele, con ello Conrado entró más en ganas todavía de conseguir que Natalia fuera su novia, que era lo que él quería. Se empeñó y no tardando mucho fueron novios. Le tenía poseído. Pero Conrado no se paró a preguntarse si aquello que sentía por la ricahembra era amor o pasión de la carne meramente, mezclada a la vanidad de haber puesto una pica en Flandes conquistándola. Natalia le sublevaba y le nublaba el sentido. Y así se formalizó su relación y así continuó.
Doña Pilar se percató en seguida de la clase de mujer que era Natalia, caprichosa, poseída de sí y de su dinero, que era mucho, desde luego, voluntariosa y coqueta. Y por lo mismo, se apresuró a desaconsejar a Conrado aquella relación. Conrado la esquivaba con lagoterías y carantoñas cada vez que ella se ponía a darle la matraca, como Conrado se decía. Doña Pilar le pintaba con pinceladas sombrías o pesimistamente su porvenir junto a aquella “muñequita linda”.
–Te equivocas, mamá, te equivocas –replicaba Conrado acariciándola.
Tanto se lo decía, que la pobre madre llegó a pensar si no tendría razón su hijo y era que a ella le cegaba el pesimismo. Bonita sí era Natalia, mucho, y gentil, y simpática, y su sonrisa una sonrisa seductora y su voz armoniosa, pero... Por más vueltas que le daba, a doña Pilar se le atravesaba un pero que no podía quitar de en medio a pesar de la buena voluntad que ponía. Pero viendo a su hijo tan entusiasmado, dejó ir las cosas, para no disgustarle. Y la relación de Conrado con Natalia desembocó en el matrimonio, como los ríos en el mar.
Dada la cuantiosa fortuna de las familias de ambos, el régimen jurídico bajo el que contrajeron matrimonio fue el de separación de bienes.
–¿Sabes? Me ha llamado por teléfono nuestro querido común amigo Amancio –le dijo Natalia a su cónyuge, con tono de ironía.
–¿Y qué quería? –repuso Conrado haciéndose el desentendido.
–¿No lo adivinas?
–Pues no. ¿Por qué había de adivinarlo?
–Bien. Pues me ha llamado para decirme que Elisa se la pega con otro hombre.
Como con su madre, Conrado tuvo la sangre fría de mostrarse como si la cosa no fuera con él.
–Increíble –respondió.
–¿Qué es lo increíble? –se le encaró su mujer.
–Mujer, pues que te haya llamado para eso. ¿O es que estás bromeando?
–¿Bromear con algo así? Me ha llamado a mí porque con quien se los está poniendo Elisa es contigo –y se le quedó mirando al rostro con fijeza escudriñadora para ver la reacción que percibía en su semblante. No percibió nada porque Conrado estaba prevenido y tenía dominio de sí mismo.
–¿Qué dices? –protestó.
–Lo que has oído.
–Ese pobre hombre desvaría.
–Sí, desvaría de celos perfectamente fundados, porque me ha dado pelos y señales de vuestra jugarreta (llamémosla así) y me ha informado del sitio donde tenéis vuestro... nido de amor –pronunció estas tres palabras recalcándolas –por si quiero tomarme la molestia de ir a comprobar los hechos.
–Pero cómo puedes creer algo así.
–Pues creyéndolo.
–Eso es falso y le pediré cuenta a Amancio.
–¿Encima? Bueno, déjate de escapes y vengamos a lo innegable. Desde hace algún tiempo, nuestro matrimonio no marcha, no sé por qué, pero no marcha. Yo a veces pienso que me casé enamorada de ti, otras pienso que no, que sufrí un espejismo al respecto; y a veces creo que te quiero, y otras, que no me importas demasiado, vamos, nada. El matrimonio es una cosa chunga. Sin embargo, la verdad es que hay personas a las que les va feliz en su matrimonio. Sin ir más lejos, mi hermana Care es una de esas personas. Yo le pregunto cuál es su secreto y ella me dice que no hay ningún secreto, que se es feliz o no se es, eso es todo. Así de sencillo y así de complicado a la vez. Muchas mujeres de las sentimentalmente insatisfechas en su matrimonio van y se buscan una aventura extramatrimonial. A mí, hoy por hoy, no me apetece hacerlo. Y esto es lo que me lleva a pensar a veces que debo de quererte, porque si no fuera así me buscaría un hombre a quien querer y que me quisiera. Sería lo lógico. Ya sabes que soy una mujer sin prejuicios. Como ves, te estoy desnudando el alma, como se dice.
–Te he dejado hablar a ver dónde ibas a parar –dijo Conrado-, pero comprenderás, querida, que yo no iba a tolerar el deslucido papel de novillo.
–Te respondo por partes –repuso Natalia-. Primero: me has dejado hablar porque para que dos personas puedan entenderse primero tiene que hablar una y después la otra, y segundo: que eso de que no ibas a tolerar el que yo me buscase un hombre, es machismo.
Conrado chascó la lengua contra los dientes varias veces en señal de disconformidad. Y en seguida:
–Machismo, no, porque yo no te he faltado a ti.
–Pues, mira, yo creo al pobre diablo de Amancio. Y a ti, te creo muy capaz de pegármela con Elisa, y a Elisa muy capaz de pegársela a su marido y a mí.
–Pues te engañas, querida, digo en cuanto a mí respecta. Y hablando de otra cosa –añadió para cambiar de conversación y porque también quería dilucidar el asunto en cuestión, con lo que mataba dos pájaros de un tiro–, debo decirte que mi madre me ha vuelto a recordar lo de mi investidura como caballero de la Orden del Santo Sepulcro, ya sabes...
–Sí, la monserga esa –se apresuró Natalia a apostillar.
–Hombre, por favor, Natalia, no seas tan drástica y tan poco comprensiva.
–Bien, perdona. Te escucho.
–Hazte cargo que en la familia de mi madre ha habido caballeros de la Orden, ininterrumpidamente, casi desde que se fundó. El último lo ha sido el padre de mi madre. Y se trata de la Orden de Caballería más antigua de España. Es algo bien arraigado en la familia, algo muy querido por mi madre, y porque es querido por mi madre, lo es también por mí. Y mi madre tiene empeño en que sea yo, por llevar el nombre de mi abuelo, el que le suceda como caballero.
–Yo lo considero una antigualla, y siento herir tu sentimiento filial –dijo Natalia.
–Natalia, no sabes respetar las creencias. ¿No te has parado nunca a pensar lo que significan en su vida para mucha gente?
–No me entra en la cabeza que la gente pueda tener creencias. Eso pertenece al pasado.
–Eso es un tópico como una casa, querida.
–¿Pero tú vas a hablar de creencias? ¿Es que tú tienes alguna?
–Al menos, me las han enseñado desde bien chico. Pero ahora estoy hablando de respetar las ajenas.
–Mira, Conrado, para mí hablar de estas cosas es perder el tiempo. Lo siento.
–Sorry: muy yanqui.
–Sin ironías, por favor.
–Tú consultas el horóscopo –observó Conrado.
–Es una manera de pasar el rato.
–No, no, si yo lo respeto –repuso Conrado con semblante serio-. Pero, a lo que iba. La ceremonia de mi investidura como caballero parece que será pronto. Quiero pedirte que asistas a ella, más que por nada, por mi madre.
–No te preocupes, asistiré.
–Gracias, querida. Es una ceremonia bonita. Te ha de gustar.
–Lo dudo.
El vejado
A Amancio Hinojosa le estaba haciendo un daño enorme el adulterio de su mujer, lo tenía hundido, pero no tanto por el adulterio en sí cuanto porque el adulterio decía a las claras que Elisa no le quería mucho ni poco, que él le importaba un rábano. Porque Elisa sabía que él sabía que le engañaba con Conrado. Era como si se lo estuviera haciendo delante de sus narices. Sólo faltaba que le dijera: “Te estoy poniendo la cornamenta con Conrado”. Pero no: fingía con él un trato de matrimonio que no tiene problemas.
Amancio estuvo tentado en repetidas ocasiones de sacarle a su mujer a colación el doloroso tema, pero en el último momento desistía llevado por la consideración de que esto le denigraría aún más a sus propios ojos y a los de Elisa. Sin embargo, se había dado el visto bueno para poner en ejecución la idea que había tenido de llamar por teléfono a doña Pilar y a Natalia para denunciar ante ellas la relación adulterina de Conrado con su mujer, lo cual era también un tanto denigrante, él era consciente de ello, pero algo tenía que hacer, o terminaba volviéndose loco. Aquella situación era un verdadero suplicio. No estaba para nada y tenía perdido el sueño y el apetito y el sosiego interior. La gente de su entorno le preguntaba si se encontraba enfermo, pues tenía ojeras y bolsas debajo de los ojos, estaba demacrado y adelgazaba por momentos. A buen seguro que iba a caer malo. Pues mejor, de perdidos, al río, se dijo con amarga ironía. La única persona que no reparaba en su desmejoramiento general y en su estado de abatimiento era Elisa, la causante del mal, lo que le partía aún más el corazón. Muy poco le importaba él para ni siquiera darse cuenta de lo que tan a la vista estaba, y si advertía su estado le tenía sin cuidado. Cuántas lágrimas amargas, llorador furtivo, derramó a sus solas. Nada en el mundo podía consolarle de su tremenda desventura. Sabía, por supuesto, que él no era el primer hombre en el mundo, ni sería el último, a quien la mujer amada hería en el centro de su ser con su desamor o con su traición, pero esta consideración no le servía en absoluto de alivio para su mal. Amancio había leído algo de poesía y conocía aquella terrible rima becqueriana, que ahora en su dolorosa situación releyó una y otra vez ávidamente, como abrevando en ella su dolor:
Cuando me lo contaron sentí el frío
de una hoja de acero en las entrañas;
me apoyé contra el muro, y un instante
la conciencia perdí de dónde estaba.
Cayó sobre mi espíritu la noche;
en ira y en piedad se anegó el alma...
¡Y entonces comprendí por qué se llora,
y entonces comprendí por qué se mata!
Y aquella otra que dice:
Olas gigantes que os rompéis bramando
en las playas desiertas y remotas,
envuelto entre la sábana de espumas,
¡llevadme con vosotras!
Ráfagas de huracán, que arrebatáis
del alto bosque las marchitas hojas,
arrastrando en el ciego torbellino,
¡llevadme con vosotras!
Nubes de tempestad que rompe el rayo
y en fuego ornáis las desprendidas orlas,
arrebatado entre la niebla oscura,
¡llevadme con vosotras!...
Y:
Antes que tú me moriré; escondido
en las entrañas ya
el hierro llevo con que abrió tu mano
la ancha herida mortal...
Amancio empezó a notar que los vecinos del inmueble donde vivía se le quedaban mirando con mirada y expresión elocuentes cuando se encontraban con él al entrar o salir del ascensor, en el portal o a la puerta de la finca. Era una mirada y una expresión con la que le decían: “Eres un cabrón consentido, lo sabemos, eres un pobre diablo y tu mujer te los está colocando a modo. ¿Y tú qué es lo que haces, desgraciado? Aguantar mecha y nada más.” –Todo esto le decían con un solo golpe de mirada, lo veía bien claro él. E incluso el tono con el que le daban los buenos días, las buenas tardes o las buenas noches era distinto que antes, era un tono despreciativo-conmiserativo, algo así. Y Amancio sentía un bochorno que le hacía desear que se abriera el suelo bajo sus pies y le tragase.
Las miradas y la expresión de los vecinos y conocidos fueron haciéndose de cada vez más insistentes y acusadoras, y notó Amancio que hasta burlonamente regocijadas, como si quisieran regodearse en su desventura. Pero ya no eran sólo los vecinos y conocidos los que le dirigían miradas de escarnio, acompañadas de una sonrisita apenas esbozada, ya era toda la gente, dondequiera que estaba o por dondequiera que iba. Era algo abrumador. ¿Pero es que lo sabía ya todo el mundo, vecinos, conocidos y desconocidos de toda la vida? ¿Cómo era posible? Hubo veces en que no pudo más y se encaró con algunos.
–¿Qué mira usted, es que tengo monos en la cara? ¿Y a qué viene esa expresión de burla?
–¿Cómo dice? –le respondía el interpelado o interpelada, con semblante de total extrañeza.
–¿Quiere usted que se lo repita? Que si tengo monos en la cara, digo –y al mismo tiempo se daba guantaditas expresivas en los carrillos.
–Es que no sé de qué me habla.
–A saber si no se los están poniendo a usted también y no se ha enterado. Es un mal que abunda.
–¿Está usted majara? Déjeme en paz, por favor –se lo sacudía el desconocido, exasperado.
A Amancio le daba ya pavor de salir a la calle, de ir a los sitios. Todo el mundo, dondequiera, sabía su afrenta y su desventura y le tomaba a burla o chacota, o se compadecía grotescamente de su tragedia. Y Elisa le ignoraba, para ella era como si no existiese. Esto era, de todo, lo más insoportable para Amancio.
Un día se puso al volante de su coche y se incorporó con él a la riada circulatoria de la ciudad pisando el acelerador enérgicamente y tenso todo él. Tenía prisa y se pasaba de un carril a otro, para adelantar, como una centella. En varios momentos estuvo en un tris de colisionar con otros vehículos. Le tocaban la bocina o el claxón y lo increpaban por la ventanilla de los coches. Él iba ciego y sordo, iba a lo suyo. No tardó en salir de la ciudad. Enfiló la autopista y se puso en seguida a ciento veinte, a ciento cuarenta, a ciento sesenta... Era una exhalación. Se alejó muchos kilómetros, rebosándole el corazón dolor y hiel y en la cabeza una idea fija, como clavada a golpes de dolor. Cuando se iba acercando al lugar de antemano elegido, le vinieron a las mientes los versos de la rima becqueriana, sabidos de leerlos una y otra vez:
Antes que tú me moriré; escondido
en las entrañas ya
el hierro llevo con que abrió tu mano
la ancha herida mortal.
Y ya estaba en el paraje. Sin disminuir la velocidad a que iba, dio un volantazo brusco y violento y se lanzó como una flecha al precipicio sobre el que se elevaba la autopista, llevándose por delante con estruendo infernal la alta valla de hierro. Los automovilistas que circulaban por allí en aquel momento se quedaron aterrados ante la barrabasada suicida. Se trataba, a no dudarlo, de un perturbado mental, no podía ser otra cosa. Pararon, se bajaron de los coches y vieron allá abajo, en lo hondo del precipicio, la masa de chatarra aglomerada a que había quedado reducido el vehículo despeñado. Llamaron por teléfono en seguida a la Guardia Civil.
–¿Sería un demente, o un desesperado de la vida? –dijo uno de los automovilistas.
–Vaya usted a saber. Lo cierto es que ha podido organizar un zafarrancho de sangre y lágrimas.
–Y que lo diga.
Ruptura
Cuando Conrado supo la muerte de Amancio y la manera como había sucedido recibió un trallazo en el alma. Y desde el primer instante se le hincó dentro el convencimiento de que aquello no había sido un accidente fortuito sino una muerte desesperadamente buscada, en lo cual le confirmaron las palabras que se publicaron con la noticia del suceso, de los automovilistas testigos del volantazo que Amancio había pegado contra la valla lateral de la autopista para lanzarse con el coche al despeñadero. Y Conrado no se desentendió para consigo mismo de su responsabilidad en aquel suicidio, sino que se acusó de ser uno de los dos causantes del hecho. Amancio quería a Elisa hasta la locura y, sin duda, su desmedido amor, unido a su idiosincrasia, le había arrastrado a un estado de abatimiento que, como suele, había desembocado en desequilibrio mental, que fue el que le llevó a consumar el suicidio. Tan doloroso como fácil de explicar. El egoísmo de su pasión de poseer a Elisa, esposa de un hombre del que él se había tenido por amigo, y madre de dos hijas de poca edad, había desencadenado aquella tragedia cruenta. Ahora quedaban dos huérfanas que siempre podrían acusarle de su tragedia. Elisa, por su parte, no había querido a Amancio, esto le constaba a Conrado bien constado, pues así se lo decía a éste abiertamente y además los hechos lo cantaban a voz en grito. Pero ante el terrible hecho de su suicidio porque ella le engañaba con otro, ¿no experimentaría Elisa remordimientos por su reiterada felonía? Esto se preguntó Conrado en el transcurso de las reflexiones que lo acuciaron nada más tener noticia de la muerte de Amancio.